1 La Insistencia Del Tiempo Las voces parecían venir de la calle, fundidas en un interminable y chirriante escándalo de máquinas difíciles de descifrar. La imaginación no alcanzaba a tanto, podía ser una sierra, una máquina de cortar hierros en el edificio de nueva construcción, un circo que pasara por la calle o que se instalara allí cerca, un auto al que le cortaban un trozo de chapa. Y no es que Joana tuviera problemas para dejar libre su imaginación, al contrario, todas aquellas imágenes se superponían unas encima de otras cortando la respiración pero sin terminar de definir la procedencia física de aquel ruido ni poder evitar su preponderancia sobre el resto. Aquel momento informe de después de comer, se veía además pervertido por los ronquidos de su hermano Darine. Demasiado tiempo separados le había hecho olvidar, entre otras cosas, que roncaba como un oso viejo y enfermo. El viento de la tarde parecía anunciar el caos, y si en cualquier parte del mundo se producía una escena parecida, sin duda tendría que causar el mismo desasosiego en un espíritu sensible, que el que ahora causaba en la somnolencia Joana. No deberíamos dejar de señalar, aunque eso podría no tener efecto sobre el resultado de la historia que queremos contar, la insondable tristeza que a Joana le producía tener un hermano tan descuidado, en ocasiones sin asear y sucio incluso en sus palabras y pensamientos. Se esforzaba por tener recuerdos de su infancia en aquella misma casa, apresar algún instante de felicidad en el que aún estuviera su madre. Buscaba algún sentimiento acendrado como el metal caído en la fragua, incólume, capaz de hacerla sentirse limpia, purificada de todos sus errores en su vida reciente. Entre aquellas sombras, el ruido de la calle no parecía dispuesto a darle un respiro hasta la hora de comer, en la que los operarios plantarían su maquinaria al sol, y desaparecerían mágicamente. Y entre brevísimos desvaríos, otras imágenes menos agradecidas y deseadas, iban y venían libremente, sin haber sido convocadas; imágenes de discusiones y portazos que ya creía haber olvidado. Con la familia, a veces pasa como con las antiguas novias, que se insiste al cabo del tiempo porque se habían olvidado los motivos por los que era imposible hacer funcionar aquella relación, se dijo. Y después de un tiempo de nuevas ilusiones, todos aquellos muros de orgullo y desencuentro volvían como si todo hubiese ocurrido el día anterior, como si los años no hubiesen pasado. Si se ilusionaba con amores pasados, como con tantas otras cosas, después de un tiempo se decía, “había olvidado los motivos de la ruptura, por eso lo volví a intentar” Por lo regular, los novios con intención de ser presentados a la familia no le duraban demasiado, y ella entonces aún pensaba que casarse no tendría por qué necesariamente que se tan malo si también podía tener amigas; aunque con el tiempo descubrió que era un pensamiento muy infantil. En su caso, la honestidad consistía en no ocultar que, en realidad, siempre había preferido las caricias de las manos femeninas, pero con el tiempo aprendió a ser un poco más discreta, también en eso. De una manera natural, podría haber llegado a la conclusión de que ponerlos alerta sobre su verdadera y nunca del todo satisfecha inclinación sexual, había sido el motivo de sus desencuentros y fracasos y de que finalmente decidiera aceptar un trabajo muy lejos del pueblo, pero, si se sinceraba consigo misma, ella nunca había deseado una vida programada para sí, nunca había pensado en serio en el 1
matrimonio, y nunca había creído que las cosas pudieran ocurrir de forma diferente a la que ocurrieron. El amor se le representaba irrenunciable en aquellos años adolescentes que recordaba, casi siempre precedido de horas de deseo disimulado, de miradas prematuramente terminadas, de insinuaciones malentendidas y fortuitos encuentros e inesperadas caricias de afecto que ella interpretaba libremente. Durante el tiempo en que cruzó contra si misma los amores más furtivos, anhelaba el reconocimiento de su familia y de sus seres queridos, la aceptación de su necesidad de ser libre. Le hubiese gustado, en cierta medida, parecerse al resto del mundo y que todos la creyeran en armonía con sus circunstancias, pero si en algunas de sus amigas, el influjo de sus besos cambiantes las llenaba de fuerza, en su caso, a medida que el tiempo pasaba la llevaba a sentirse descubierta, y a nadie le gusta resultar tan obvio. La fachada de la casa del padre se encontraba en el centro del pueblo, delante de una enorme rotonda con otras casas alrededor, y entrando en una de sus calles, un espacio abierto que se utilizaba como pista para las fiestas patronales, cine de verano, o para acoger cualquier instalación como circos, o exposiciones. Alrededor coronado por montañas de coches viejos y electrodomésticos abandonados, una chatarrería. Si se seguía por aquella calle a poco más de dos kilómetros se encontraría el límite del pueblo, y se pasaría a una zona industrial donde salían y entraban camiones sin cesar. El alcalde era amigo del padre de Joana y desde la ventana podía verse su casa, la más grande ¡Con qué admiración y dedicación contemplaba aquella casa de niña! Imaginaba un mundo de delicados placeres burgueses, de gente que gustaba ser servida y lo aceptaba con naturalidad, y de espléndida y exquisita decoración, todo muy caro y lejos de su alcance, por supuesto. Y ahora, con el paso de los años, ella, tan irreverente, dispuesta al desafío, con ropa inadecuada para cualquier celebración religiosa o exquisitamente civil, descuidada con su maquillaje de abundancia grotesca, condenada a la crítica y la desconfianza. ¿Se trataba de la misma muchacha que había estudiado en el colegio de monjas dos calles más abajo? Volver a la casa de su infancia en sus turnos de vacaciones buscaba algo más que el reencuentro con los suyos, buscaba el alivio de la levedad pueblerina, de estar rodeada de gente que no entendía a los que corrían, como ella lo hacía en su ciudad, con cosas siempre por hacer. Asumir la trivialidad de los escasos momentos en el pueblo que justificaban haberse levantado de la cama, ahora que ya nadie se dedicaba al campo exclusivamente, obedecía a la sensación de haber comprendido que no había nada más importante cada día que recoger un pan en el horno de la panadería, visitar a los parientes, desplazarse al centro de salud más cercano o acudir al servicio de correos por ver si había llegado alguna carta, y posiblemente cosas tan simples requerían de una dedicación que procuraba mantenerlas convenientemente separadas. También sabemos, y no podemos obviar en este país de cristiandad, que una de las ocupaciones más importantes de la gente de edad es acudir con frecuencia a la iglesia. Hasta en semejante detalle, no podemos dejar de sumir que somos hijos de quien somos, por muy importante que hayamos desarrollado una actividad en la gran ciudad, pues cualquier cosa que hagamos en la vida estará siempre vinculada con nuestro origen y primeras enseñanzas, por fanáticas que hayan sido. Desde el lugar en el que se encontraban, dormitando una siesta imposible, el mundo se detenía; no importaba nada de lo que pasara fuera si no resultaba tan invasivo como aquel ruido que, por otra parte, era incapaz de romper un sueño tan bruto como el de Darine. El profundo deseo de escapar al bullicio y al enfrentamiento permanente de la ciudad poseída por el desarraigo, creía poder con todo, el aburrimiento se consideraría un aliado en tales términos -ya lo había sido otras veces-, y la curiosidad aldeana hasta podía llegar a ser un aliado para mantener algunas viejas deseadas conversaciones. Sin embargo, en el desarrollo de los acontecimientos, siempre los imprevistos nos ganan. En su caso concreto, bien pasada la treintena, sin mucho ya por demostrarse, los cambios tomaban forma regular, no había sorpresa o no se dejaba sorprender, y ese asombro se perdía en el recuerdo de tiempos mejores de inocencia, si alguna vez la inocencia existió.
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2 Demorada En Lo Menudo La pasión y el entusiasmo de otro tiempo se iban apagando y tuvo ocasión de confirmar sus sospechas cuando, unos días más tarde, se encontró en plena calle justo enfrente de Rubestein, un antiguo novio que una vez le había pedido que se casara con él y al que había respondido que no estaba segura de su amor (el de ella). Y, a pesar de haberse comportado con absoluta natural corrección, no pudo evitar un sentimiento de vergüenza y lástima. Rubestein no había significado cualquier cosa, ni había sido uno más de sus pretendientes, ya que, a pesar de haberlo dejado por decisión consensuada, después de que él se colara en su cama subiendo por la ventana del salón durante un semana sin que nadie lo hubiese notado, habían decidido plantarse en tanto riesgo y siguieron siendo buenos amigos. Era difícil de creer después de tanto tiempo, pero a Rubestein le había costado mucho más mantener a raya el deseo y nada había parecido imposible para ella en aquel despertar adolescente. En lo referente al joven que mencionamos, ya convertido en un rudo campesino, intentaré no ser demasiado explícito, o al menos, dar algunos datos que puedan distraer a los más avezados curiosos, que por algún desafortunado azar puedan adivinar el pueblo del que hablamos y llegar así a descubrir su verdadera identidad; aunque eso también parece una posibilidad muy remota. La bondad de Joana no dejaba lugar a dudas, a pesar de reconocer que nada le había ido especialmente bien, no había lugar para el resentimiento y, mucho menos, para culpar a nadie de su temprana sexualidad, como si eso, o el sentimiento de que los chicos pudiesen haber estado aprovechándose de ella durante un tiempo, hubiese tenido algo que ver en sus fracasos posteriores. No podría de ningún modo, ni por muy sagaz que se volviera llegar a descubrir que una mal disimulada malicia la había estado rondando en insignificantes comentarios, nada la ofendía ni iba a insistir en ello hasta negar el saludo a Rubestein, que por otro lado estaba muy cambiado y envejecido prematuramente, y al que le costó reconocer. Lejos de sentir algún tipo de rechazo aireó la mejor de sus sonrisas y se detuvo para hablar con él, y de nuevo, una sensación de dulzura por su propia actitud le ofreció algo de la paz que buscaba. Esa sensación se fue acentuando mientras volvía a la casa de su padre, y por fin cuando pudo sentarse y desprenderse de una bolsa con algunas cosas que había comprado, se encontró realmente satisfecha y dispuesta para hacer bromas a cualquiera que se cruzara en su camino, eso incluía a Darine y a Esterha, la señora que ayudaba a su padre con las cosas de la casa. Sólo había una excepción a su buen humor y ese era el padre, sumido en su melancólica amargura, derivado del resentimiento de la guerra y la vejez sin perdón. A pesar de todos los esfuerzos de Joana por entender a su padre, no siempre el resultado era el esperado. Él no quería ser entendido, ni valorado, ni analizado como un bicho de laboratorio, y tal vez, todo era más simple y no había tanto que entender como su hija pensaba. La habilidad de Joana al intentar llegar con preguntas al fondo de asuntos tan escabrosos molestaría a cualquiera si ponía toda su sensibilidad en ello. No ofrecía, a los ojos del hombre con una vida diferente, un carácter asumible desde su punto de vista y valores, ¿de qué le servía una hija preguntona? Sin duda esperaba mucho más de ella. En ese afán por descubrir sus secretos más dolorosos, había llegado a conocer algunas historias horribles de la guerra, pero eso estaba muy lejos de ser suficiente, y desde luego no era el factor determinante, según ella pensaba, de aquel enfado permanente que llegaba a cortar cualquier iniciativa y a molestar por su insistencia. En aquellas historias había, en la forma de contarlas, una represalia capaz de perturbar las mentes más condescendientes y dispuestas para la paz. Y de cualquier forma, nunca se extendía demasiado, y lo que podía empezar como una historia 3
terminaba con la parquedad de un reproche; los malos eran los malos y no había más que hablar. Los encuentros en plena calle con Rubestein empezaron a ser frecuentes y, de forma maliciosa, llegó a pensar que la esperaba para verla y hablar con ella. Posiblemente, nunca llegaría a saberlo, y el actuaba con la normalidad de quien se sabe a salvo, y suponiendo que así fuera, es decir, una espera nada accidental, él parecía absolutamente seguro de que sus propósitos nunca iban a ser descubiertos. Aquella situación no era cómoda para Joana, sobre todo porque sabía que Rubestein estaba casado y tenía una hermosa familia, pero no podía dejar de detenerse cuando él la hablaba, e incluso en alguna ocasión en la que él dijo llevar su mismo camino se dejó acompañar por él todo lo larga que era la calle. Por culpa de aquellas incómodas coincidencias, si de eso se trataba, pensó en cambiar horarios y trayectos, y lo volvía a encontrar en otros sitios, otras tiendas y otras calles. El sentimiento de haberse dejado invadir, sin embargo, intentaba trasformarlo en conversaciones más o menos amistosas y cargadas de añoranzas, circunstancia que poco a poco lo fue haciendo todo más amistoso y tolerable. Por entonces, sus vacaciones no habían hecho más que empezar, y aún no le había dado tiempo a establecer unos horarios que definieran cuales iban a ser sus rutinas allí. Pero, pronto pudo comprobar que la realidad se iba a ir imponiendo sobre los planes y no podría hacer nada más que atenderla. Una noche, después de llevar unos días durmiendo apaciblemente, y, desde luego, mucho mejor de lo que solía bajo la presión de sus responsabilidades en la ciudad, se despertó en media noche alarmada por una tos insistente que procedía de la habitación de su padre. Se levantó de un salto e intentando no hacer ruido salió de la habitación porque la tos no cesaba y después de un rato se había unido a ella una respiración dificultada por un arrastre de flemas y lo que parecía un ahogo inesperado. No estaba en la mejor de las disposiciones para andar de “excursión” por la casa en plena noche, pero estaba alarmada, así que fue a la cocina y tomó de un cajón una linterna que sabía que estaba allí y funcionaba, y acto seguido se dirigió a la habitación de su padre. Ante la puerta del dormitorio volvió a oír aquella tos que parecía redoblar su fuerza, y se dispuso a entra abriendo la puerta con sumo cuidado, y dando cada paso sobre sus pies descalzos con la ligereza de un gato. Se acercó a la cama y estuvo durante un momento viendo aquella cara enrojecida que parecía recuperar el sueño. Estaba abrigado, con las mantas sobre el pecho y dejaba caer los brazos a ambos lados del cuerpo. Pensó que parecía volver a respirar con normalidad, y que si se tranquilizaba no intervendría, porque tan sólo un minuto antes estaba pensando que podía necesitar llamar a una ambulancia. En ese momento, Claramunt despertó, se quedó atónito viendo la cara de su hija entre las sombras que hacía la linterna en las paredes. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas y el corazón se le aceleró a límites por él desconocidos. El susto fue grande, y cuando ella le preguntó se si encontraba bien, la insultó, y se dio media vuelta invitándola a dejarlo dormir. Ese era exactamente el padre que conocía, amargado por sus recuerdos, culpando a su familia por su soledad y su mala suerte, y despreciando las visitas, cuando por fin se producían. De vuelta a su habitación se encerró como si temiera algo, su hermano había vuelto a su casa y no estarían de nuevo juntos hasta el fin de semana, en que haría un pequeño viaje de apenas una hora desde su pueblo. Estaba sola, así sentía porque el anciano ya no podía considerarse una defensa, al contrario. No dejaba de imaginar cosas terribles, se había develado y si su padre hubiese empezado a toser de nuevo con síntomas de faltarle el aire, ya no lo oiría, así estaban las cosas. Él necesitaba ser protegido, pero ella no se sentía con fuerzas para tanto. Cualquier suceso terrible que pudiera albergar en su cabeza en aquel momento, parecía tomar forma definida y parecer real y posible, por muy alocado que fuera. Las largas horas de la noche, la interminable monotonía de la mirada puesta en el techo exacerbaba la excitación interior, el insulto que aún rondaba su cabeza y su huida desairada en busca de la seguridad de su cuarto. Darine solía ayudarla cuando se encontraba desorientada, sobre todo por las nuevas costumbres y nombres de personas que de alguna forma se relacionaban con la casa. Le hubiese gustado tenerlo cerca pero había vuelto a su casa y no lo vería hasta el fin de semana, en que llegaría triunfal después de haber convencido a su mujer y a sus dos hijas para una reunión familiar. Resultaba 4
necesario y hasta agradable para ella oír sus consejos, observar como intentaba hacerla caminar por los mismos caminos que él había descubierto en cuanto a paciencia, a saber escuchar y a saber comprender; lo que venía a resumirse en saber ponerse en el lugar del otro. A veces, cuando notaba que ella estaba contrariada, tan sólo insinuaba que había actuado improvisadamente, dejándose llevar por sus impulsos, sin preguntar y vulnerando el celoso círculo de independencia de su padre; así estaban las cosas con el progenitor. Todo lo molestaba si se le ofrecía sin más, sin tener en cuenta sus achaques y sin esperar una reacción confusa y airada. Por eso, Darine intervenía para que no se lo tuviera en cuenta e intentar, una y otra vez, mantener las vías de diálogo abiertas con el viejo huraño y enfermo.
3 Un Espíritu Infrecuente Del Hombre Encendido De aquellas vacaciones nunca olvidaría aquella mañana en la que se había reunido toda la familia ara desayunar, Edna, la mujer de Darine no parecía ser capaz de sentarse a la mesa con el resto y dejar de dar vueltas y mover cosas, los niños jugaban con todo, las galletas, las servilletas y las tazas de cereales, el viejo miraba el fondo de su taza sin hablar. La sinceridad de Joana al intentar preguntarle cómo había ido todo el último año por el pueblo, en realidad no era pura curiosidad, ni deseaba saber otra cosa de cómo le había ido a él; especificamente, cómo se encontraba de fuerzas y salud y si tenía planes de cambios que no compartía con sus hijos. En ese momento, Joana descubrió una expresión que no conocía en él, unos ojos llenos de frialdad asesina que nunca había visto, y que si tuvieran fuerza para matar, ella habría caído fulminada en un segundo. Toda su infancia y los peores momentos de disciplina paterna pasaron por su mente, y se sintió confusa e incapaz de mantener una apariencia de normalidad. Intentó hablar, pero las frases salían entrecortadas de su boca y no atinaba a construir la frase de disculpa que quería. A fin, permanecieron todos en silencio comprendiendo que por algún motivo el anciano estaba muy molesto y a punto de insultarla, lo que hizo antes de levantarse y retirarse. Lo de insultar a Joana empezaba a ser una costumbre, como si deseara que se fuera y no volviera más, y como si guardara algún rencor por alguna cosa del pasado que todos desconocían menos él. No se trata ahora de poner en relieve la paciencia de Joana, su bondad o su inapreciable condescendencia con aquellos que le hacía o le habían hecho algún daño. No se trata de elevarla a la santidad, ni desafiar la lógica de que todos cometemos errores o le hacemos daño a alguien alguna vez, pero es muy cierto, que el tiempo que pasaba en casa de su padre se armaba de una visión de la familia que la obligaba a nunca rebelarse, ni por supuesto, decir lo que pensaba cuando se veía menospreciada porque otros sí decían lo primero que les llegaba a la boca, a la lengua y a los dientes. Se sucedían los años sin dejar de utilizar sus vacaciones en hacer aquella obligada visita, y eso representaba renunciar a muchos viajes, diversión y conocer gente, amigos, nuevas culturas... Joana pasaba largas horas sola en la casa paterna, viendo por la ventana o leyendo revistas, dos distracciones que buscaban permanecer totalmente inactiva, después de todo se trataba de sus vacaciones. Sumida en ese estado de inconsciencia y adormecimiento, una tarde sonó el timbre; primero lo hizo con cierta timidez, pero al ver que la insistencia parecía conocer que había alguien en casa, se dispuso a abrir. Había estado durmiendo, asñi que tropezar contra un parde muebles 5
antes de alcanzar la puerta de la calle no le pareció tan extraordinario, pero no pudo evitar maldecir en voz alta. Al abrir la puerta, a pesar de que el sol la golpeó justo en los ojos, pudo reconocer el contorno y la figura de Rubestein. Al verla, el hombre se mostró azorado y entre frases entrecortadas explicó el motivo de su visita. Cuando por fin los nervios le permitieron repetir la invitación de pasar el sábado en la feria de ganado y después ir a comer, Joana abandonó su expresión de asombro y aceptó sin hacer preguntas. Estimulada por la idea de salir un día divertirse -si a ir a ver animales de granja se le podía llamar diversión-, se sintió intranquila esos días y no dijo nada a su padre ni a la familia de su hermano cuando llegaron. En sus más normales condiciones, seguía pautas de conducta que la llevaban a ser sincera y honesta con la gente con la que trataba a diario, no sólo su familia, también amigos, compañeros de trabajo, la persona que le ponía el café en la cafetería de debajo de su apartamento, o la persona que le vendía y guardaba la prensa. Sin embargo, no decir nada acerca de sus planes inmediatos no parecía entrar en esa categoría. Eran cosas personales que no les afectaban y que no les iban a interesar más allá de la curiosidad y no estaba dispuesta a estimular la curiosidad de su familia que idefectiblemente acabaría en morbo y consejos. Aunque las escenas de la vida familiar habían desordenado su conciencia, intentó una vez más una aproximación al padre, se llenó de dulzura de hija, de amor por el padre e intentando entender todas las causas de su derrotada actitud (la infancia más dura, la guerra, las pesadillas y el insomnio durante años) probar una nueva aproximación. Se acercó a él después de otro serio desayuno y lo abrazó y lo besó en señal de reconciliación. El viejo se limitó a soplar de indiferencia y añadió, si quieres ser útil, limpia la casa. Eso fue todo, se alejó y continuó con su vida como si ella no existiera. La presencia, esa cosa que nos dan los padres de niños, siempre estar, eso que nos dio seguridad y que él reclamaba ahora, sabiendo que en una semana o dos, cuando Joana terminara sus vacaciones volvería a pasar otro año solo. No valían besos, ni abrazos, ni visitas, la necesitaba allí, presente, a su lado, y tal vez era una postura muy egoísta, o tal vez temía la inminencia de la muerte, pero sólo eso podía calmar su acritud y desesperación. Hubo algo en aquella imagen de Rubestein, aquel contorno iluminado por el sol cegador que apenas permitía ver su cara, que la hizo pensar en él los días siguientes al encuentro. Fue una conmoción, un temblor inesperado que también notaba en el temblor de su cuerpo, la indescriptible sensación de estar haciendo algo que nadie esperaba. Se trataba de la sospecha de que algo podía ocurrir, y a pesar de estar convencida de que no iba a permitir que avanzara más allá de lo superficial, elegante y decoroso de una simple cita de amigos, posiblemente él también se había ido con ese choque turbulento en los sentidos que ella sintiera. Convencida con redoblada fuerza de ser fiel a sus principios, se dispuso a afrontar la cita con su amigo de infancia. Apenas podía creer que en otro tiempo lo hubiese llegado a tomar por un fiel candidato a retirarla de todas sus aficiones del sábado por la noche. No sería muy estimulante detenernos en hablar de cuales eran esas aficiones que en ocasiones se convertían en vicios, y que se recordaban fácilmente después de una resaca adolescente. Debería ser suficiente para nosotros imaginar que no suele haber grandes diferencias con nuestras primeras fiestas, en las que hace presencia el alcohol y a las que nos aficionamos sin remedio. Apenas podía creer, si pensaba en eso, que estuviera reviviendo en su memoria aquellos tiempos rudos -así los calificaba-, y en cierto modo, justificando todo lo que de desarraigo habían significado. Había sido después de un año de dedicarse a llegar tarde a casa después de noches parecidas a las que hago referencia, alguna durmiendo en lugares que ni recordaba, de tomar calmantes para sus nervios y de relacionarse con gente a la que apenas conocía y que olvidaba con facilidad, cuando había decidido cambiar de vida, buscar un trabajo lejos del pueblo y hacer una somera mudanza. Desde luego, la juventud, no había sido la etapa más fácil y asumida en lo que llevaba de vida. Apenas podía creer, justo antes de salir de casa, lo que acababa de escuchar, Rubenstein estaba casado y tenía una prole de cinco pequeños traviesos que absorbían a su mujer como una esponja absorbe el agua. Habría en tal caso, si decidir mantener su intención de acompañarlo aquel día a la 6
exposición de ganado, o darse una ducha y cambiarse de ropa. Por mucho que viviera jamás podría acostumbrarse, ni familiarizarse, con escenas tan chocantes como la que proponía su antiguo amigo de instituto. En cierto modo, aquel juego la convertía en despreciable colaboradora de sus infidelidades; y lo cierto era que ni siquiera le apetecía. No obstante, su carácter la llevaba a rebelarse contra cualquier convencionalismo, y no se plegaría a lo que otros pudieran pensar, sólo por acompañar a un hombre y eso aún a sabiendas de que nadie imaginaría la verdad, sino lo más sucio y retorcido. Posiblemente se trataba de una secuela de sus locuras de juventud, pero no renunció a ir a la feria, a acompañarlo después a comer, a rememorar viejos tiempos y que el le contara que había sido de los viejos amigos, y algunas amigas a las que Joana echaba de menos, y, finalmente, volvería a la casa de su padre sin prisas, disfrutando de la última hora de la tarde. Se despediría agradecida por todo, y no lo volvería a ver. Estaba ya avanzada la mañana cuando llegaron al lugar donde se vendía todo aquel magnífico ganada, la mayor parte enormes vacas rubias de una raza de los lugares más fríos que parecía estar ganando simpatías entre los ganaderos por sus magníficas cualidades. No hablaron mucho durante el trayecto, y Joana analizaba cada signo, cada gesto y cada palabra, para intentar descubrir si si antiguo amigo, con el paso de los años, en realidad, se había convertido en un auténtico desconocido para ella. El juego era farragoso intentar descubrir cuales eran sus intenciones, y si solía jugar a menudo con otras chicas. El público expectante se congregaba alrededor de unos cercados en los que apenas cabía una vaca y su cuidador, y observaban con cara de expertos como las cepillaban, las lavaban y algunos, incluso les hablaban. Rubestein, al bajar del coche, había propuesto ir a tomar algo a unos de los bares de campaña que se montaban para el evento, pero ella prefirió ir directamente a ver los animales, así que él renunció y la acompañó. Muy pronto descubrió ella que aquello le gustaba más de lo que había esperado, y se preguntaba por qué no lo había hecho antes. Después de dar una vuelta por el recinto al aire libre, hizo lo que todos los neófitos en tema de razas, acudir directamente al gran pabellón cerrado en el que se realizaban subastas y él la siguió en silencio, simplemente porque se le notaba que estaba disfrutando y no quería interrumpir aquel gozo. Los que realmente sabían de ganado se quedaban fuera, y allí se producían las conversaciones interesantes sobre las cualidades y características de las razas, las últimas novedades del sector, como se comportaban al cambiar de clima, o que tipo de comida era la más adecuada sin salirse del presupuesto. Sólo después de haber dado una enorme vuelta por todas las instalaciones, Joana empezó a fingir normalidad y estar dispuesta a asumir cada nueva sorpresa sin poner cara de extravagante citadina. Se preguntó si se había vestido correctamente para la ocasión, pero lo cierto es que no tenía nada más campestre que sus jeans, una camisa de franela y un abrigo que le llegaba a las rodillas, eso era todo de su idea de pasar una vacaciones en el campo. Creyó desde el principio que nada de lo que le pasase ese día podría afectarle, pero esa idea se disipó en el momento en que a lo lejos Rubestein vio a su mujer con sus hijos como paseando entre los ganaderos. Durante un segundo él se sintió confuso, parecía preocupado, pero en un momento recuperó el tono y le propuso ir a tomar un aperitivo a una fonda que conocía, según dijo, no estaba muy lejos y allí podría ver el verdadero ambiente de los hombres de campo dispuestos para el negocio del año -se habían entregado en cuerpo y alma a la cría de sus reses, y algunas con posibilidades se habían convertido el objeto de sus desvelos y la entrega del poco cariño que les quedaba por la vida ruda que llevaban-. No pudo negarse porque se percató de la situación y mientras se dirigían al coche, el se excusaba diciendo que estaba en trámites de divorcio y que eso le causaba algunos problemas. “¿Algunos problemas?”, interiormente lo insultaba, pensaba lo peor de él por no saludar a sus hijos y no decía nada, sonreía y se dejaba llevar. No iba a ser capaz de encontrar solución a sus preguntas porque nunca había pasado por una situación semejante, y en el momento mantenía una amistad muy íntima con otra mujer a la que aspiraba a conocer aún mejor. En realidad, no sabía porque se preocupaba tanto por Rubestein y su desesperada reacción vital después de haberse sumido en un bache matrimonial que lo tenía tan pillado. Joana no tardó en ir adoptando una actitud más y más distante, y para cuando acabó el día su despedida fue tan fría que 7
si él la hubiese tocado habría sentido el tacto del hielo.
4 Episodio Vivamente Disipado Joana tardó algún tiempo en darse cuenta de lo poco que importaba y lo poco que todos la tenían en cuenta. Se lo había ganado a pulso, por así decirlo, ella nunca llamaba, nunca se preocupaba por nadie y algunos pensaban que, en realidad, desaparecía para no ser encontrada o para no dejarse encontrar. A pesar de todo, logró que su familia y un un par de invitados cenaran con ella la noche en que terminaba sus vacaciones, y un día antes de su partida. Los invitados eran un par de amigas del pueblo que habían estudiado con ella en el instituto y a las que guardaba un gran aprecio. Por fin, todos sentados a la mesa, pudo decir que había conseguido ser tenida en cuenta y que nada era tan malo como había imaginado, tenía a su familia a pesar de sus diferencias, y sus amigas aún respondían cuando les hacía una llamada telefónica, si bien en ese caso, casi había sonado como una llamada de auxilio. Además tenía a Rhuty (o eso creía), la mujer con la que estaba dispuesta a seguir compartiendo piso para avanzar en su relación, y con la que hacía vida y rutinas en común en el bullicio de la ciudad; además estaba segura de que la estaría esperando a su vuelta y que le daría un largo abrazo en el momento que la viera. Desde luego no podía seguir pensando que nadie la quería, que no tenía una vida (al menos del tipo de vida que la gente aspira a tener), y que se odiaba a sí misma porque odiaba a todo el mundo. Eso no podía ser cierto, no odiaba a la gente, era sólo que su nivel de exigencia la llevaba a tener en cuenta como una afrenta detalles que a nadie más le importaban, y que la había llevado a pensar, que si quería perdonarse a sí misma, debía perdonar a todos. Antes de que aquella cena de confraternidad terminara, Joana expresó su deseo de decir algo. Sin duda los cogió a todos por sorpresa, y ninguno imaginaba de qué se trataba. La atención fue máxima y mientras hablaba, aquellos ojos curiosos la miraron fijamente, escrutaron cada uno de sus gestos y hasta Claramunt, el padre que en su decepción apenas la escuchaba, esta vez la miro esperando lo que parecía la confesión íntima de una vida. Apenas tuvieron un respiro, ni tiempo para interpretar cada una de aquellas palabras, en su boca una idea detrás de otra le iban dando forma a su sentir sin hacer una pausa. Habló de su condición sexual, de lo sola que se había sentido en más ocasiones de las deseadas, dijo que sentía haberle fallado a tanta gente en ocasiones en las que contaban con ella, les habló de Ruthy y de cuanto le gustaría que la conocieran. Todo parecía muy inconexo, como si necesitara que la reconocieran como parte de ellos a pesar de su distancia. Siguió diciendo cuánto le gustaría casarse con ella pero eso de momento era imposible porque ella a su vez estaba separada de un hombre que no le facilitaba el divorcio. Y finalmente expresó su deseo de que al año siguiente volvieran a estar juntos y brindaron por ello, todos menos Claramunt que se retiró en silencio sin que nadie lo tomara en cuenta. Aquel discurso tomó proporciones épicas por la sinceridad con la que se expresaba. Nadie podía saber lo que había de sublime en aquella confesión y en otras similares; quiero decir que habrían de conservar aquel momento en la memoria como un acto de afecto y valentía a lo que no estaban acostumbrados. A lo mejor lo que acaba de hacer era algo similar a la primera vez que se había tirado con la bici sin manos, y la sensación de vértigo era parecida. Pero sentía que se lo debía a aquellas personas tan queridas y a las que tanto necesitaba, y tenía que hacerlo a pesar de todos los riesgos. 8
No dio demasiadas explicaciones acerca de su partida. No era la primera vez que cambiaba la fecha aplazándola porque estuviera disfrutando de su estancia, o adelantándola porque le surgiera algún imprevisto que la necesitase con urgencia de vuelta. Era incapaz de explicar ese tipo de detalles, decía que debía volver, hacía su maleta con una rapidez poco recomendable para viajeros de “largo alcance”, y como un espíritu desaparecía sin dejar rastro de su paso por la vida de su familia. Para ser justos, debemos añadir que, sin embargo, esta vez todos parecían pensar más en ella y apreciar en su vida un sacrificio similar al de otras, aunque diferente, huidizo y desprendido. En el tren de vuelta miraba detenidamente algunas fotos que había estado sacando con su teléfono, sonríe al ver las fotos de Rubestein y en particular una, en la que salía con los ojos muy abiertos y un gesto cómico de boca abierta y nariz aplastada; había sido el momento posterior de ver a su mujer y sus hijos como si conocieran cada uno de sus movimientos. Todos confesamos nuestra intención de hacer siempre tal o cual cosa, somos predecibles en nuestras rutinas y dinámicas de trabajo. Tal vez algunos desean cambiar de vida algunas veces y a un tiempo seguir haciendo las mismas cosas, no perder sus aficiones y, a pesar del giro, aquellos a los que aprecian, además, sobre todo, seguir siendo los mismos; imposible. Ningún ser inteligente pude admitir que la muerte sea un símbolo de libertad. Antes de salir había visitado el árbol que plantara delante de la casa al ingresar a su madre en el hospital por una enfermedad terminal. El árbol había crecido mucho desde que la enterraran, estaba fuerte y su tronco era cada año un poco más ancho y oscuro. También había visitado su tumba e incluso había rezado, si a lo que había hecho se le podía llamar rezar rezar, porque no tenía costumbre y no sabía como se hacía ni conocía los códigos religiosos al respecto. Admitía entonces, después del sufrimiento de aquellos meses hospitalizada, viéndola consumirse en cada visita que le había hecho, que la muerte no era libertad, pero que podía ser una liberación si la vida se convertía de pronto en algo tan poco deseable. Sería preciso aclarar que asociar la idea de la libertad al recuerdo de la madre enferma la incluía a ella misma, que siempre había necesitado huir de su influencia, y que mientras estuvo enferma la tuvo atada, no sólo porque tuvo que pedir una excedencia de un año en el trabajo para estar a su lado, sino porque no podía pensar en otra cosa. Y quizás no debería haberlo planteado así, porque sólo con el transcurso de los años podía plantearlo asó, y lo cierto es que en aquel tiempo no había pensado en absoluto en sí misma. De algún modo, aquello lo había cambiado todo, no sólo porque la casa le pareciera tan vacía sino por la terrible relación que se había establecido con Claramunt desde entonces. Y por supuesto, si a ella en los días de vacaciones y de visitas, la casa le parecía vacía, debía ser un infierno para el padre doblemente abandonado, por la mujer muerta y por los hijos ocupados. Nadie supo nunca lo que pudo haber de drama en su regreso, en el momento del reencuentro con Ruthy y la frialdad que le demostró. La idea de conocer de un golpe la decisiva noticia de su abandono y de la terrible separación en la que no habría ensayos. Conociendo a Joana, la traición tenía mucho que ver con la gente que se dedicaba a ensayar la vida como el que se prueba ropa buscando aquel traje que más le conviene, y por eso no habría vuelta atrás. No llegó a conocer las verdaderas proporciones y los verdaderos motivos hasta que el taxi que las llevó de la estación al apartamento aparcó delante de su puerta. El trayecto fue muy frío y en silencio, apenas se miraron ni se tocaron después de que Ruty le dijeran en el andén que tenían que hablar, que algo había sucedido y que tenían que separarse. Hasta aquel momento, en el que Ruthy quería poner sobre la mesa nuevas cartas, la partida, empleando un símil muy propio de dos buenas jugadoras, había transcurrido apaciblemente. Para Joana iba a ser un choque grave porque había deseado tanto tener un mundo estable en el que poder desarrollar el resto de apartados en los que se desenvolvía, la sensación básica de haber perdido una buena parte de los cimientos sobre los que le gustaría sostener el resto, que si no lloró fue por orgullo, y si lo hizo fue a solas, en su habitación, una vez que Ruthy se hubiese ido y sin que nadie pudiera verla. Volvía con su marido, había hablado con él, le había prometido que cambiaría y le había jurado amor eterno. Nadie debería afanarse inutilmente en una historia terminada del todo. Lavarse las manos, o mejor 9
aún, darse una buena ducha y pasar a otra cosa, esa es la mejor reacción. Yo no entro en pormenores, y sé que nadie me hará caso al respecto, pero cuando nos mostramos absolutamente incapaces de dominar nuestros sentimientos sufrir de tal manera que creemos que el mundo termina ahí, sólo nos lleva a un sufrir del todo inútil. Desde el principio de los tiempos el amor se nos a mostrado como una ilusión. Es cierto que cada vez volvemos a él con menos intensidad y determinación, la edad va enfriando esa locura vestida de romanticismo. Todo lo que tiene que ver el amor justifica lo peor de nosotros, y los fracasos nos vuelven duros de corazón y resentidos, y terminaríamos por no acercarnos a la carne si viviéramos lo suficiente. Nadie debe sorprenderse por la forma de pensar de Joana al respecto, para ella era todavía más difícil encontrar un amor puro, o en su defecto, uno que le proporcionara el equilibrio necesario.
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