Volúmenes, opresiones, estimaciones y proporciones

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1 Volúmenes, Opresiones, Estimaciones Y Proporciones Delante de un mar inmaculado como una tarde seca y sin gota de viento, Astrid recordaba como una travesura, la sugerencia que le había hecho Brun un año antes, antes de salir del periódico. Para ella no se trataba de un momento que la moviera al ánimo, mucho menos a la felicidad, aunque para mucha gente era absolutamente deseable y maravilloso. Brun, por su parte, parecía divertido, como si su parte más infantil necesitara jugar y poner en cuestión hasta las cosas más serias de la vida. Como si la medida relativa de las desgracias humanas tuvieran su sitio en medio de un humor que lo devastaba todo hasta las últimas consecuencias. Cualquier cosa que él dijera parecía necesitar una explicación objetiva; o eso o tomarlo definitivamente por un loco y provocador. El director del periódico había decidido hacer una fotografía de tamaño natural de aquella cosa, lo que lo convertiría en un objeto de decoración estimable en su casa de la sierra, y le iba a hacer falta un marco de la menos dos metros de alto por otro metro de ancho. La fotografía estaba enrollada y la volvió a dejar sobre la mesa cuando comprobó que su broma no había hecho gracia. Salieron de la oficina sin que ella dejara de mirarlo como a un extraño, a pesar de que lo conocía desde hacía el número suficiente de años como para no sorprenderse de sus locuras. Era como si necesitara orinarse en todo lo importante, pero que le pidiera a ella que lo acompañara en aquella aventura sobrepasaba cualquier cosa imaginada. Comprobó que todo quedaba en orden antes de cerrar la puerta de la oficina del director, que era de cristal y que no ofrecía ninguna seguridad a la enorme foto del suceso extraño que el mundo estaba viviendo, pero que a ella le daba la seguridad de haberlo dejado todo como se esperaba que quedara. Volvió a ver aquel objeto debidamente enmarcado y colocado sobre una pared cuando fue invitada a la casa de la sierra del señor Caradula. La mujer del director se mostró amable, y los nietos no dejaron de correr y gritar todo el rato que ella estuvo pasando de la oficina a la piscina, y de la piscina al salón de invitados. Tal y como lo recordaba, y no había pasado tanto tiempo, aquellas vistas podían haberse convertido en costumbre de no haber sido por Brun y sus advertencias. Ocurría con cierta naturalidad pero eran sus propias costumbres y aficiones las que debían quedar relegadas cuando las invitaciones de Caradula, y en ocasiones las de su hijo, se producían. A veces se ponían excusas profesionales, como la urgencia de acabar una crónica de la que se esperaba alguna información adicional, o también, la presencia de alguna figura extranjera del periodismo que acudiría a una perfecta velada organizada en su nombre. Nada le costaba reconocer que durante un tiempo se sintió alagada, que incluso le hacía gracia ponerse vestidos de noche comprados para la ocasión, y que respetaba la imagen que daban en conjunto, exhibiendo lejanas y ahora cuestionadas categorías. Se trataba de intentar seguir planteamientos los que no estaba habituada, ofreciendo sin prudencia, alguna frase ingeniosa. Pronunciaba en aquel tiempo con el atrevimiento de los valientes, porque sabía que eso era lo que se esperaba de ella, conociendo también que las meteduras de pata podían ser de cualquier tipo menos las que se producían sobre el papel editado. Durante años había esperado que se reconociera el valor de su periodismo, de su olfato y del enfoque que daba a los temas escogidos; o tal vez era algo más general y lo que había buscado era que se reconociera su valía, sin más. No quería convertirse en uno de esos nombres que empiezan a 1


sonar para un premio demasiado tarde, demasiado... mayor. Y en medio de las mezquinas aspiraciones, se sentía segura, no temía a las represalias de los peores delincuentes puestos al descubierto, ni siquiera a corruptos congresistas o eminentes empresarios descubiertos en líos de faldas. El hijo del director del periódico, Tomasito Oswaldo, solía estar presente en la casa de la sierra. Era muy malo como empresario y periodista, pero era trabajador y estaba hasta muy tarde en la oficina y con eso compensaba, se creía. El verano en que transcurrió el descubrimiento de aquella obra de arte, Tomasito se acababa de divorciar y no aguantó mucho en sus vacaciones en la sierra, le llevó los hijos a su ex mujer que los esperaba sin demoras, y partió para el desierto en el que aquella cosa había sido encontrada. Astrid, por su parte, tenía la facultad de atraer la noticia. De cualquier forma que la interpretara convocaba a otros medios, algunos con muy diferente soporte y todos querían desafiar su capacidad añadiendo alguna cosa que se le hubiese escapado, lo que hacía crecer el interés en los lectores. Suscita una preocupación incomprensible en la competencia, que en lugar de aceptarlo como un método intentaban desacreditarla. Intentaba interpretar las críticas como una parte de su éxito y en tales ocasiones echaba de menos a Brun para desahogarse a gusto, aún sabiendo que él no iba a entender de lo que le hablaba. Él era el bromista, inclinado a la discusión y, en ocasiones, pendenciero, pero como Astrid se propusiera “calentarle la cabeza”, eso iba a ser muy difícil de evitar. Aquel verano, según recordaba, bajaban al lago de aguas oscuras y orillas fangosas, pero cuando se quedaba a dormir en la casa le gustaba levantarse temprano y bajar sola para poner la toalla sobre la hierba y tomar el sol. El paisaje era agreste, y estaba tan lejos de la ciudad más cercana que a nadie más se le habría ocurrido construir por allí cerca, por lo que podía disfrutar mirando la montaña y el camino solitario que subía hasta la cima. Nadie la molestaba, en cierto modo era la protegida de sus jefes en el periódico, y salvo la conversación de Tomasito, nada la disturbaba. Parecía observarla y en ocasiones bajaba para estar un rato con ella a solas, pero le daba esquinazo con cualquier excusa. Se perdía entre el follaje, y posiblemente él se quedaba contrariado, pero nunca se quejó. Por la noche intentaba discernir entre los ruido de los animales, pero no porque eso la inquietara, se trataba más bien de un juego hasta que se quedaba dormida. Cuando aparecieron los primeros vencejos se pasaba horas en la terraza viéndolos hacer quiebros, y mientras esos momentos de horas largas se sucedían, esperaba las reuniones de la tarde y las interesantes conversaciones sobre las noticias del mundo y la forma en la que cada uno las veía. Ella sabía que aquellas visitas eran algo ocasional, y que el verano siguiente nadie sabría si seguiría allí, así que era cuestión de disfrutarlo mientras durara, y al mismo tiempo, ganarse una reputación alternando con los mejores de su profesión. Un año después, desde la terraza de un hotel de vacaciones, mirando la linea del horizonte donde moría el mar, no podría calcular si se cambiara por ella misma en otra etapa de su vida. Las cosas no le habían ido mal y tenía sus aspiraciones intactas. Mientras se sucedían sus recuerdos la sombra de Brun se movía en la pared, parecía como si estuviera haciendo ejercicios gimnásticos; eso era toda una novedad. Desde su posición no podía verlo más que por la sombra y un reflejo en el cristal de la terraza. Se puso cómoda, se arrellanó sobre el cojín de una silla de mimbre y estiró las piernas sobre la mesa de cristal. Acababan de subir de la playa, tenía el pelo mojado y estaba en bikini lo que le hacía muy soportable que el sol directo cayera sobre ella como un plomo. Brun seguía a lo suyo dando por sentado que nunca había conocido a nadie tan bien como a Astrid, y que cualquier reacción en ella podía ser previsible desde su punto de vista. Celebraba poder salir con ella de vacaciones sin temer estúpidas discusiones sin sentido, porque normalmente no había sido así con otras chicas. Pare él cabía la posibilidad de nuevos sueños, pero no tanto para ella que se lo tomaba todo con mucho más desinterés. Brun entró en la terraza cegado por la fuerza del sol. El resplandor sobre los cristales era tan fuerte como un disparo y necesitó cubrirse los ojos haciendo sombra con la mano sobre las cejas como si se tratara de un comanche atisbando la linea incandescente del final del desierto. Había una jarra con limonada helada sobre la mesa y se sirvió en un vaso sobre el que cayeron los hielos con su ruido 2


característico. Se asomó a la barandilla y observó los yates amarrados al embarcadero, un mundo ideal con el que muchos soñaban y sólo era parte de la mezquindad de hombres que tenían más dinero del que podían gastar, o al menos así lo veía. Intercambiaron una mirada, y Astrid le pidió que no bebiera esa tarde porque en la sala de subastas debían estar atentos a todo lo que sucediera, y no se perdonarían reconocer al personaje que se llevara “la cosa”. Una espantosa sensación de cansancio lo invadió y tal vez pensó que necesitaba descansar más que ella porque ella era mucho más fuerte, y porque los hombres tienen que hacer lo que tienen que hacer estén descansados o no. Los dos estaban de acuerdo en que en aquel momento se debían a aquel objeto y su crónica, a las observaciones que pudieran hacer y a reconocer a todos los personajes que pasaran por el salón de subastas. A veces, la mayor parte de sus vidas, eran seres corrientes, llenos de fiebres y sudores, de manías y sarpullidos, de ropas sobadas y con necesidad de un buen baño, personas comunes intentando atrapar lo que queda de sus vidas después de una larga jornada de trabajo, sin embargo, nada podía ser igual mientras terminaban aquellos dos días de desplazamiento. Ya les había sucedido otras veces, que algún trabajo lejos de la redacción se lo tomaban como una vacaciones, y, ¿qué otra cosa podían hacer con aquella terraza invitándolos a bajar a la playa y dejar que las horas pasaran muertas hasta la tarde? Oscureció lentamente, habían cubierto la noticia con profesionalidad y volvieron al hotel sin prisas. Por fortuna, Astrid se había acordado de la primera noche y lo mal que lo habían pasado por los mosquitos, así que había cerrado las ventanas y la puerta de la terraza, y ahora con perfumar el aire con un poco de espray podrían descansar sin sobresaltos. Había bajado la marea y del mar brotaba un olor penetrante que invitaba a morir de calor antes de abrir de nuevo una ventana, una rendija o una puerta por mucho mosquitero que tuviera. Astrid le dijo a Brun que había llamado su mujer mientras se encontraba fuera, eso le hizo enfilar la habitación con cierto interés,pero no había mucho más que contar, que lo esperaba con ansia y que no se demorara. Astrid comía bollos que había comprado de vuelta, esa iba a ser su cena y los engullía con el ansia de un náufrago. Se preguntó si la mujer de Brun sabría que dormían en la misma habitación, aunque en camas separadas. Bebió largamente de la lata de un refresco de naranja, y al acabar no pudo disimular un ligero eructo. Tenía los ojos húmedos por haber terminado su trabajo y no dejaba de mirar los billetes de tren sobre la mesa que le aseguraban que al día siguiente temprano saldrían de vuelta a casa. Era una mujer de espalda generosa, capaz de salir a correr y hacer muchos kilómetros sin fatigarse, estaba en forma, y portaba la misma cantidad de bultos del equipaje que su compañero, y eso era algo a valorar. Se relajó, y recostó la espalda sobre el cabecero de su cama para zamparse el último bollo hinchando el estómago artificialmente, como si quisiera hacer notar que se había excedido pero que había quedado muy satisfecha. La noche era apacible, suficiente para animarse a preparar café y fumarse unos cigarrillos antes de irse a dormir. Se contaron cosas que les pasaron en aquel viaje y que les parecían graciosas. Brun, hasta se animó a hacer un chiste sobre el aspecto del hombre que dirigía la subasta, y eso que no había sacado la cantidad esperada por la obra de arte. Había habido muchas críticas en los últimos tiempos, y algunos habían señalado que se trataba de un fraude, de un montaje de exageraciones y aventuradas conclusiones de la prensa fantástica capitalina. Nada había sido tan confuso, ni nadie les obligaba a comprar aquel trozo de piedra coloreada. Se decía en la redacción que que nadie podía fiarse de un judío, y eso parecía una de tantas estupideces salidas de algún interino sin más que hacer que inventar refranes improbables. Pero parecía que le habían cogido gusto, y cuando uno de los chicos le hacía una faena a otro, solía salir el tema, “nadie puede fiarse de un judío”. Aunque por el tono lo de judío parecía otra cosa, era como si quisieran decir, “nadie puede fiarse de un maricón”, pero no se atrevieran. Lo que ninguno de ellos parecía conocer que en la oficina había una persona de raza judía, y esa persona era Astrid. Sin embargo, contra lo que pudiéramos suponer, no le daba importancia alguna, ni se molestaba en mirar a los que andaban en esas bromas, y así, al menos de momento, su origen seguía siendo cosa exclusivamente suya. En cambio, otra cosa era lo que tenía que ver con su profesionalidad. Si 3


alguien hubiese cuestionado una sola coma de uno de sus artículos, entonces tendría que oírla con toda su furia, y no era cosa agradable verla y escucharla cuando se enfadaba. En cuanto el tren partió para su destino, Astrid siguió recordando e intentando comprender lo que había pasado en su vida en el último año. Sentada sobre el caliente sillón de piel plastificada, miraba de reojo a los otros viajeros. No lo demostraría nunca, pero empezaba a sentir una leve inseguridad que procedía del remordimiento de no haber sido capaz de hacerlo todo lo bien que hubiera sido necesario. Todos suponían que la enfermedad de Caradula debía ser grave, pero no se hablaba abiertamente de ello por discreción. En cambio, cuando se encontraba un momento a solas se dejaba correr el rumor de que estaba en un hospital privado y que sólo la familia tenía permitidas las visitas. Particularmente, Astrid pensaba que más que la enfermedad, había que empezar a pensar que era la vejez, la que no perdonaba. Entre las dudas más frecuentes al respecto, estaban aquellas que tenían que ver con el futuro de la empresa, y la posibilidad que alguna mala gestión los pudiera conducir al desastre. Así pues, se movía una cierta inquietud en el subsuelo, por así decirlo, un extremo de complacida inconstancia e incluso miedo inconfesable. Quienquiera que conozca el desierto por su naturaleza, no por lo que le hayan contado o lo que haya leído, sino por haber vivido en él, sabrá que seduce con engaños de muerte. Tomasito Oswaldo partió en busca del autor de la obra de arte que sorprendió a todos, aquella de la que Astrid escribió que se trataba de algo tan extraño como haberla encontrado en la luna, y la misma de la que alguien sacó una foto que Caradula amplió al tamaño de una persona en puso en el salón de su casa de la sierra. Astrid se quedó congelada cuando Tomasito partió sin más, porque todos sabían que ella había crecido en aquella parte del país, y porque intuyó que la iban a mandar para allá. Nadie podía decir que no se le hubiese quedado una cara de evidente sorpresa y desagrado, pero no tardó ni un día en abandonar aquella casa de vacaciones e internarse en la amargura, la sequedad y el polvo del desierto en un autobús de linea. No era compasión lo que sentía, y cuando ella y Tomasito volvieron del desierto acompañados de aquel hombre tan viejo, al que resultaba imposible calcularle la edad, todo se había roto en su interior. Con la excusa de dar a conocer su trabajo a todo el mundo, de llevárselo de gira por las mejores salas del estado, y de hacerle los mejores reportajes que nadie podía imaginar, lo sacaron de su medio, de sus costumbres, de la tasca a la que acudía todas las tardes y de donde no se hubiese movido por nada. Uno de sus amigos salió cojeando de detrás de una mesa para animarlo a acompañar a los periodistas, y casi se cae porque le costó tenerse en pie. La piel de Astrid se erizaba por momentos, y la despedida de los cuatro hombres del bar que eran sus amigos fue muy emotiva, porque no tenía a nadie más. La consecuencia de ver a aquellos veteranos sosteniéndose en pie con dificultad, era intentar calcular cuanto tiempo de vida le quedaba a su personaje y si no moriría antes de llegar a su destino. No era un hombre hablador, y no le gustaba que le soltaran discursos, así que Tomasito tuvo que permanecer callado porque ella se lo hizo comprender. Durante largos ratos de silencio se seguían con la mirada para volver una y otra vez a perderse en la ventanilla del autobús. La constante satisfacción de ser capaces de llevar a cabo sus planes, y el convencimiento de Tomasito de que el mérito de convencer al viejo, había sido todo de Astrid, le hizo intervenir en su favor, pero ni siquiera eso sirvió para que le subieran su exiguo sueldo. Todos debían estar preparados para acoger en sus vidas a un artista genial que no encajaba en ella, y el resultado aquella aventura, como de todas las aventuras, era una total incertidumbre. La entusiasta actividad de Astrid en favor de convertir a un desconocido en el mayor artista de todos los tiempos, estaba unida a la condición de que lo devolverían a su medio en el momento que él lo pidiera, daba igual la hora o el lugar en el que se encontrara, y que la gira no duraría en ningún caso más de tres meses. Pero ni siquiera con todas las condiciones a su favor, ni tampoco por la dulce atención que la joven le iba a dedicar todo el tiempo, iba a cambiar un hecho crucial, nadie puede ponerse en la piel de un hombre que ha pasado los ochenta ni creer que sigue anclado en los mismos valores y ambiciones de su juventud. Recordaba aquellos momentos y la voces de su interior que le decían de mantener las distancias 4


con Tomasito. Era una cuestión de razonable, no debía ceder a sus indirectas y aceptar de buena gana que se le hacía fácil mantener aquel tono gélido con él, que la realidad no consolaba y que ella no había aceptado las invitaciones para pasar algunos fines de semana en la casa de la sierra porque, en realidad, se sintiera tan sola como muchos pensaban. Tampoco se trataba de una oportunidad profesional, ni olvidaba la interminable ducha de críticas que aquello le deparó, pero como una muchacha trabajadora y ambiciosa como ella, podía convencer a todos de que en realidad confiaba unicamente en su profesionalidad para conseguir su propósito. Tomasito Oswaldo no se consideraba una persona con suerte. Hacía el final de su vuelta a casa desde el desierto empezaba a comprender que sus intentos por ser amable con Astrid podía parecer poco naturales, y que eso podía llegar a molestar. Nunca le había faltado de nada, pero sabía que si moría al día siguiente habría pasado por la vida sin haber conseguido nada por sí mismo. Un imperceptible buen estado de ánimo se apoderó de él cuando vio llegar a la muchacha para echarle una mano con lo de Pietro, porque llevaba días hablando con él sin conseguir nada. Curiosamente natural, como ella era, no necesitó más que un par de días para convencerlo, y le pareció de un gran mérito por su parte. De algún modo, su voz tenía un tono que unido a su capacidad de seducción era capaz de grandes logros y estuvo encantado, pero como digo, se mantuvo en su melancólica seriedad habitual. Pietro parecía tranquilo, mirando a su alrededor con curiosidad. Los escuchaba hablar en silencio, como si no tuviese nada que decir, que añadir o como si estuviera de acuerdo con todo. Acepta el irregular trazo de sus pasos, porque son una deriva del hacer las cosas sin motivo aparente. Solo en tal caso, algunos artistas pierden la influencia egoísta de sus recuerdos y aspiraciones para centrarse en su arte. Tal vez lo último importante que haya querido decir, fue unos minutos antes de salir del bar que acoge la parada del autobús de linea, allí manifestó que se tomaría una cerveza y se llevaría un par más en la bolsa para el viaje. Tomasito cumplió sus deseos sin rechistar. Recordarían en vano todas las ocasiones en que Pietro guardó silencio, todas las ocasiones en que se vio sorprendido por la naturaleza insólita del paisaje, o por las reacciones inesperadas de algunos pasajeros, y que, a pesar de todo, guardó silencio. Sólo dentro de su cabeza se sentía concernido con un mundo que palpitaba fuera de una taberna perdida en el desierto, aquella que la que pasaba sus días sin interesarse por nada más importante que una cerveza fría en las horas de calor. Nunca pretendió dar explicaciones de su subjetividad con lo que respectaba a la marcha del mundo, sus accidentes, debacles y grandes acontecimientos, de hecho casi nadie que viviera allí tenía el mínimo interés en hablar de esas cosas, ni de deportes, ni de la meteorología. Al parecer, nada le sentaba tan bien como la compañía al cumplir un propósito. Seguramente nunca pensó en conseguir que todo saliera como lo esperado. Había posibilitado que el interés de su entorno se volcara en aquella empresa, y tal vez, su padre había tenido parte en ello, pero el detonante al salir para el desierto había sido suyo. Lo habían conseguido, y vinculaba una gran parte del éxito a Astrid, pero, sin duda, había sido él el que había dirigido sus pasos. No era una chica atenta, ni siquiera de una sequedad asumible, sin embargo, a veces podía resultar agradable permanecer a su lado. Nada era tan insoportable para él como los aduladores, y en ese sentido podía estar tranquilo. Las mujeres que pretenden demostrar que pueden hacer las cosas mejor que los hombres pueden ser cualquier cosa menos amables, todos son sus rivales y saben que si se dejan tratar con paternal protección es porque aceptan que las consideren inferiores. Le llegó la noticia de la enfermedad de su padre en mitad de camino a ninguna parte (todo en su vida estaba en ese punto), y una llamada de teléfono en un apeadero le indicó que debía volver a casa lo antes posible. Pietro aceptó algunos cambios en la organización, al fin y al cabo la senda que transitaba en la vida, por así decirlo, aceptaba de antemano que los imprevistos suceden contra cualquier orden. No podemos dejar de anunciar su timidez como una defensa y aceptar que otros propongan como organizarse para que él pueda actuar a su modo. Siempre ha sido consciente de que su mirada es huidiza y que se aparta de la presión, no renuncia a su propia idea de como enfrentarse a sus contradicciones a pesar de que otros no lo entiendan. Hasta en sus peores sueños ha sabido donde no encajaba y como apartarse de otros hombres que se creen obligados a decirle lo que debe hacer. 5


Desea saber si lo que hace entra dentro de la idea con la cual ha vivido siempre, y si está haciendo una excepción, por qué. Pero, después de todo, nada va a hacerlo volver ahora que ha hecho cientos de kilómetros en un autobús incómodo sin ver lo que hay al otro lado de la línea. Los imprevistos ocurren, y la chica lo ha tranquilizado, El tal Tomasito debe ausentarse, y se desviarán de su destino inicial, pero los planes continuaban en pie. La estrecha colaboración entre Brun y Astrid los hace compartir la responsabilidad de ocuparse de los asuntos del viejo, después de todo ellos lo dieron a conocer al mundo. Seguramente nadie calculaba que llegaría a tomar aquella dimensión, pero la verdad es que se ha vendido su mejor obra a un precio considerable, y después de descansar unas horas, Astrid le llama por teléfono para comunicarle la buena noticia. Le cuesta encontrarlo en el bar del desierto, su único teléfono disponible, por eso busca los horarios más probables pero tiene que insistir. Le comunica que la subasta ha ido bien y que eso le generará beneficios, pero se pregunta si a él le importa, o si ni siquiera moverá alguna vez ese dinero del banco.

2 El Abismo Que No Sufre Para cualquier otro, dejarse llevar a una aventura de hoteles y exposiciones, de entrevistas y sesiones fotográficas, podía ser motivo de satisfacción y alimento para el ego, sin embargo, para Pietro era un la representación de una punzada vulgar, de un molesto dolor sin transcendencia. Su lúcida timidez alucinatoria, no se inclinaba por dejarse hacer. Pero la chica, de algún modo inconcebible, lo había convencido, mostrándose como una empleada dispuesta a servirlo, aunque él supiera que se trataba de una pose. Se dejaba aconsejar, probaba comidas nuevas, aprendía a observar las costumbres de la gente en los parques y a consultar la predicción meteorológica, de su mano. Él que había aprendido a vivir sin necesitar nada más que pintura, lienzos y pinceles, ahora se arriesgaba a ver lo que había allí fuera, sin encontrar vergüenza en sus limitaciones, y su ausencia de sagacidad y en su incapacidad para llevar una conversación normal, sobre cosas normales, cotidianas e intrascendentes, como la marcha de la economía,las series de televisión más vistas, o el último estreno de un musical con éxito para el público capitalino. Nada eso creaba en el ningún pudor, ni alimentaba la hostilidad o el rechazo, se limitaba a ver a aquellas personas con curiosidad infantil, pensando que suponían una pausa en la vida que realmente le gustaba llevar en el desierto, y a la que pensaba volver lo antes posible. Y por si todo eso no fuera suficiente, estaba la promesa de Astrid de no separase de él un momento para que no sintiera como un extraño en ningún lugar, sino como un simple viajero, un investigador de costumbres, un esclarecedor romántico capaz de interpretar desde fuera todos los motivos que mueven a los hombres corrientes, y que a ellos mismos se les escapan. Así pues, nada debía temer de la decisión tomada, no iba a interferir de ninguna manera en su relación con el arte, porque salía de él, de su capacidad para no ponerse por encima de él, y seguir abrazando lo agradecido que le estaba por ayudarlo a vivir. Llegaron al hospital sin poder hacer nada por acortar los tiempos del viaje. Todos los esperaban desde el día anterior, y algunos parecían haberse anticipado a todo, como si hubiesen llegado antes de que el enfermo hubiese sido ingresado. Caradula estaba mal, pero reconoció a Tomasito Oswaldo en cuanto lo vio, sonrió y le ofreció una mano que su hijo tomó con gesto preocupado. No hay intercambio de palabras porque el viejo está fatigado y termina por cerrar los ojos. Sin embargo, se 6


entabla un diálogo técnico para aclarar sus dolencias en el que interviene una enfermera, si Tomasito quiere saber más tendrá que esperar al día siguiente por la mañana que pasará el médico para ver al enfermo. Lejos de sentirse pesimistas, todos coinciden que es más necesario que nunca darse fuerza unos a otros y conservar el ánimo. Tomasito así lo entiende, pero por dentro está profundamente apenada porque las expectativas no son buenas. Nadie va a entrar en sus pensamientos, ni siquiera a adivinar hasta donde llega la presión a la que está sometido, pero lo observan con precaución sin eludir que cualquier reacción es posible en las próximas horas, y no se refieren a Caradula. Después quedan un rato en silencio, incapaces de recuperar el hilo de conversación alguna, preguntándose aquello que sólo así mismos pueden, ofreciéndose respuestas poco probables inseguras o que parten de la incertidumbre del que se ve sorprendido. Pero son preguntas necesarias que los obligan a sincerarse con la peor de las situaciones posibles. Se consienten entonces el dolor, pero siguen sin demostrarlo. Al parecer nadie puede poner final al dolor, la enfermedad y la muerte. Debemos asumirlo como algo definitivo en nuestras vidas, algo que llegará en un momento u otro, y que no sirve de nada ignorarlo. Debemos estar preparados para asumir la muerte de nuestros seres queridos y comprender la nuestra. Las pequeñas diferencias con Brun no se solventaban fácilmente. Solían iniciar enfrentamientos por las cosas más intrascendentes, porque necesitaban ponerse a prueba y hacer notar que mantenían sus reflejos en plena forma. Brun solía emplear expresiones populares que Astrid no era capaz de seguir, y ese era su objeto, ser capaz de confundirla. Por eso cuando la previno acerca de encariñarse con Pietro, ella no fue capaz de calcular inmediatamente a lo que se refería. Aún estaban empezando a hacer, por medio del periódico, que todo el mundo lo conociera, y no sabían a donde los conducía todo aquello. Aquella noche le dio unas vueltas, y comprendió que ya nunca podría desentenderse de su problemas, y, en todo caso, no podría mirar para otra parte si él caía enfermo. Brun no tenía especial interés en hacerse entender a la primera, y su inteligencia la demostraba haciéndose esperar y volviendo sobre sus ideas días después de exponerlas por primera vez. Pero que ella fuera capaz de reconocer esa habilidad no quería decir que fuera a darle la razón. Los planes en ese sentido iban “de perlas”, nadie parecía capaz de ponerlo en duda, y eso producía una nueva visión del sentido de cuanto hacían y decían. Astrid no podía mantenerse en los límites de la prudencia cuando se trataba de su fotógrafo, y por consiguiente, era capaz de contrariarlo aún sabiendo que solía llevar razón. Se trataba de un duelo de personalidades, lo sabía bien, y si algo en ella era genuino partía de su fuerte carácter. La química, al contrario de lo que la gente creía, no tenía mucho que ver sus desavenencias. Utilizaban ese juego de sarcasmos e ironías, cada uno con su estilo más o menos local, sopesaban sus posibilidades e incidían una y otra vez en el problema, sobre todo si querían indicar que el tiempo pondría de relevancia la “metedura de pata”. Y en el caso de Pietro, parecía que Brun tenía razón, no lo estaban haciendo famoso, mejor dicho, no lo estaban dando a conocer al mundo, lo estaban adoptando. Tener a Brun para sumergirse en sus diferencias le resultaba más que tonificante, se trataba de una inyección de positividad concentrada, que en los momentos que vivía le resultaba insustituible. No esperaba de él la solución a sus problemas, no tenía necesidad acuciante de ponerse a salvo más que de la languidez y la melancólica vida que la llamaba, se trataba de valorar a quienes la rodeaban hasta darle enseñanzas insustituibles. El viaje llegaba a su fin y se sentía satisfecha a pesar de que el mundo giraba en otra parte sin que nada pudiera hacer al respecto. El hecho de que todo hubiese funcionado conforme a lo esperado, se lo debía en parte a Brun. El desayuno no iba a ser lo más exótico del mundo, pero al menos lo había previsto y llevaba en su bolso todo tipo de chocolatinas y un par de batidos chocolateados. Lo preparó todo de modo que a Brun le pareciera que se tomaba todas aquellas molestias porque lo apreciaba. No se trataba de un desayuno en toda regla, ni de lejos se parecía a uno de aquellos desayunos no continentales que había tomado en los hoteles de la costa: huevos y panceta frita, pan, mantequilla, y café cargado. No, nada de eso. Pero terminaron por sentirse mejor, por reír y contarse 7


algunas anécdotas de aquel viaje que le habían parecido muy graciosas. Al llegar al destino bajaron y caminaron juntos hasta una parada de taxis, el día despuntaba bajo un cielo azul tan claro que parecía difuminarse. No se trataba de nada romántico, no iba de eso, simplemente se sentían felices de volver a casa y enfrentarse a nuevos retos y desafíos de los que la vida siempre presenta. No se le iba de la cabeza el primer viaje al desierto, y de eso había pasado más de un año, el mismo tiempo que Caradula arrastraba su enfermedad. De aquella situación de alarma y la desaparición de Tomasito en busca del hospital en el que se encontraba su padre, se podía esperar cualquier cosa. Había luchado mucho por la historia del viejo artista olvidado en el desierto, intentando hacer comprender al gran público que, al menos para él, hubiera sido lo mismo habr sido abandonado en la luna. La idea de Tomasito partiendo en solitario en busca del viejo la alarmó, pensó que lo estropearía todo y salió en su busca para tratar de arreglar lo que quedara. Se sentía inquieta pero todo resultó mejor de lo esperado, y cuando Tomasito desapareció se instalaron en un hotel para poder organizarlo todo. Con todo ello, al fin un año después, habían vendido la obra y después de pagar a la organización y a los intermediarios al viejo Pietro le quedaría una buena cantidad, suficiente para seguir expresándose artísticamente y viviendo sin estrecheces. Algún tiempo después de que Brun y Astrid volvieran de cubrir el reportaje sobre la subasta de arte, ella fue despedida. No parecía que fuese una decisión tomada sin meditar, más bien lo contrario. Creyó entonces que había molestado a alguien y que llevaban rumiando esa respuesta algún tiempo. De no haber sido así no habrían podido apelar a un exceso de celo y dedicación para ello. Nunca había oído nada parecido, y siempre había creído que se despedía a la gente por lo contrario, pero esos eran sus motivos y no había más que hablar. A lo largo del periodo que se sucedió desde que recibió la noticia hasta que terminó de asumirla no dejó de respirar con dificultad, de obsesionarse con la idea de que nunca debió aceptar las invitaciones para ir a la casa de la sierra, y mucho menos tratar a Tomasito como si fuera un idiota con ideas impropias de gente lógica y tolerante. Astrid se alegró de que Brun salvara su trabajo, porque era buen tipo y además tenía una familia que mantener, así que no lo quiso poner en una situación complicada y evitó que lo vieran con ella, despidiéndose más tarde por teléfono y evitando quedar para hablar de ello a pesar de su insistencia. En esa conversación telefónica, Astrid se entera de que Caradula ha muerto y no puede dejar de asociar la mano todopoderosa de una nueva figura al frente del periódico, con la decisión de sacarla de en medio. Pero ya daba igual, eso no iba a cambiar nada. Todo lo que la había consentido hasta hacerle daño, era de lo que más había aprendido ese último año. Despertaba de su letargo de oficinas dispuesta a elevar la voz de entre las tinieblas y las dudas. En sus sueños se convertía en aprendiz de brujo, pero sin intentar ser leyenda, sin pretender la posteridad tal y como algunos la anhelan en sus artículos dominicales. Era libre para decidir que iba a hacer con su vida los próximos años, y no tenía prisa para tomar decisiones. Levantarse después de la caída, pensarán algunos con cierta libertad. Pero, en realidad, flotaba, hacía dibujos entre las nubes y se posaba tibiamente sobre las mariposas. Dormía hasta despertar de puro cansancio, de tanta cama sin espalda. Bajo un cielo puntiagudo se expresa como una novedad en el universo, algo que nadie esperaba. Demasiado pronto para soltar un curriculum en las mesas amarillentas de los bares, demasiado tarde para seguir consejos. Por algún motivo inconfesable, en algún momento unos días después, Astrid telefonea a Tomasito Oswaldo a su número privado, el que conserva de su relación con él en la casa de veraneo. No consigue que le coja el teléfono a la primera, pero insiste y al día siguiente, cansado de oír el teléfono sonar en momentos inesperados, Tomasito contesta. Ella no quiere recuperar su puesto de trabajo, no se trata de eso, parece que el asunto va por otro lado. Unos días antes, ella pensó que jamás haría esa llamada, que su rencor iba mucho más allá que la curiosidad que sentía de oír su voz y asistir a su reacción, que en cualquier caso iba a ser ridícula. El único recurso para intentar entender qué pasó aquellos días de vacaciones es llamarlo, hablar con él, e incluso decirle que quiere verlo.

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