La matanza

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LA MATANZA Juan Fco. José DÁVILA SÁNCHEZ

Tres hombres esperan en la puerta del bar La Serena, manteniendo sus manos en los bolsillos a resguardo del frío producido por la fuerte helada de la noche anterior; mientras tanto, uno de ellos se las frota para hacerlas entrar en calor al mismo tiempo que mantiene entre los labios un cigarrillo, confundiéndose el humo con el vaho de su boca. Antaño, tal vez, hubieran sido tres las bocas humeantes, tres los tabacanos —como diría don Francisco de Quevedo y Villegas—, pero en los tiempos actuales se les tildaría de catetos. Y es que con las nuevas normas, los consejos sanitarios y el precio del tabaco, el hábito del fumador y sus costumbres han ido cambiando: ahora lo que está de moda es no fumar y, de persistir en el vicio, pasar un ratito de frio. Esperan la llegada de una cuarta persona que ha de unirse al grupo para llevar a cabo, durante este gélido día del mes de enero del año 2016, la encomendada tarea de sacrificar tres cochinos de doce arrobas, aproximadamente. Esa persona no es otra que aquella sin cuya presencia sería del todo imposible cumplir con la misión prevista: el matarife, matachín, el ‘mataó’ chachopédico, o el ‘mataol’ estremeñu que es un <<rahu propiu y distintivu de l’artustremeñu é la pronunciación de la –r final latina comu –l>> conforme a la nueva gramática estremeña (Carlos Quiles Casas, 2004. Iventia in veritae sapientia. gramatica_est.pdf). Y la labor que han de ejercer no es nueva para ellos, ni siquiera para sus antecesores más lejanos, pues, si nos remontamos en el tiempo, los celtas ya la practicaban. Así pues, el conocimiento y la práctica adquirida a lo largo de los siglos, sin apenas variaciones en su ejecución, haría que se resolviera sin ninguna dificultad; pero sí con el empeño y el derroche de la energía física que se requiere para el caso.


En fin, llamémosle como le llamemos al que ha de ejecutar la suerte de espada —como diríamos si de un lance del toreo se tratara—, poco antes de la salida del sol llega Manuel, el encargado de dar muerte a esos animales que, durante unos diez meses, han sido cebados con diversos alimentos: nabos, calabazas, y toda clase de desperdicios de la huerta que, por estar podridos o deteriorados, no eran adecuados para el consumo humano; cereales como el trigo y la cebada convertidos en harina, hasta completar la dieta durante los últimos meses del año con la dulce bellota de encina que, sin esperar a su caída, se procedería a varearla con una larga zurriaga. —¡Buenos días! —se deja caer Manuel, bajándose del Ford Focus de color azul cubierto del barro recogido a su paso por los caminos mojados durante las lluvias de los últimos días. Pero el tiempo había cambiado y ya llevábamos tres días con fuertes heladas que propiciarían una buena curación de los embutidos y jamones; sólo hacía falta que la mañana saliera soleada para disfrutar de un buen día de matanza. —¡‘Amos allá’! —contestaron al unísono los tres que esperaban, ya impacientes por la demora de Manuel, habiendo surgido, mientras tanto, el comentario: <<Pues si este no viene… ¿A ver quién los mata?>>; siendo la callada por respuesta. Al instante, y sin mediar más palabras, se subieron todos en el coche de Manuel y se dirigieron al lugar donde se encontraban los cochinos que iban a ser sacrificados, y adonde, el día anterior, habían sido transportados desde la finca, próxima a la población, en la que fueron cebados; tras sacarlos de la zahúrda, no sin algunas dificultades por la obstinación de permanecer en ella.


Apenas clareaba el día, cuando Manuel y sus acompañantes se dispusieron a dar comienzo a este ritual ancestral: el mataó, se había provisto de un gancho de hierro para coger al cochino por la mandíbula y así poder llevarlo hasta el banco de matar, sobre el que, con la ayuda del resto de participantes y con una cuerda abarcando el vientre del animal, lo elevarán para terminar tumbándolo sobre uno de sus costados. Tras ser atado por las pezuñas y fijadas las ligaduras a una de las patas del banco, la mano del mataó cumplirá con el acto de dar muerte al guarro. Con la natural destreza que caracteriza al mataó autodidacta y, tras sujetar con una de sus piernas el gancho de hierro, introduce el cuchillo que asía con su mano derecha en la garganta del cochino buscando el corazón; produciéndose al instante un abundante chorro de sangre que cae directamente en el barreño preparado para recoger el líquido vital que servirá como componente principal de una de las morcillas: la morcilla de lustre o de vientre. Al instante deberá removerse previo añadido de sal para que no se cuaje. No faltarán los consabidos parabienes para el protagonista si el pinchazo ha sido acertado, tornándose en jocosos comentarios si hubiese sido al contrario; con el consiguiente nerviosismo de Manuel que no haría otra cosa que prolongar la agonía del animal. Una vez que el animal había dado los últimos estertores y la muerte se apoderó de su corta vida, se procedería al chorrascado. Antaño, este se hacía con abulagas que se arrancaban y traían de la sierra unos días antes de la matanza, pero con el paso del tiempo se ha impuesto el moderno soplete de gas butano que facilita la labor aunque en detrimento del sabor de las cortezas y los tocinos.


Después del chorrascado se realizaría el desollado, apreciándose la rapidez y habilidad con que lo hacía Manuel, teniendo al instante la lengua dispuesta para su reconocimiento por la veterinaria. Dado el visto bueno de esta ya se podía probar un trocito de carne o pestorejo asado en la lumbre empatillada al efecto, para que la espera de las migas no se hiciera muy larga. Estas irían acompañadas de las correspondientes sardinas, hígado, torreznos, ajos, pimientos… En varias artesas de maderas –hoy, baños de plásticos- se irían depositando las diferentes partes que componen el cuerpo del cerdo: lomos, solomillos, secretos, plumas, paletas y jamones. Se preparan estos últimos para su posterior salazón y se recortan los tocinos para colgarlos previa aplicación de sal. Los huesos de las paletas descarnadas, costillas y vertebras se trocean para su posterior preparado y adobado. La carne y el hígado se pican para formar parte como ingrediente principal de los diferentes embutidos: chorizos, salchichones, morcillas y morcones. Las tripas se limpian, y la manteca se cocerá y se guardará para formar parte como ingrediente de las sabrosas rejeñías del Jueves de Compadre. Previamente, se han picado los ajos y las patatas, y, una vez picada la carne, se procederá al amasado a mano de las diferentes masas para los embutidos, con el añadido de los respectivos ingredientes: patata y pimienta, para la morcilla patatera; carne, sal y pimienta negra, para los salchichones; carne y pimienta, para el chorizo; hígado, para la morcilla de hígado; sangre, cebolla y sal, para la morcilla de lustre. Y como novedad, asimilando costumbres de otros lugares: coliflor y repollo para la morcilla de Guadalupe.


Preparada la máquina de llenar y dispuestas alrededor de ella varias mujeres se disponen al llenado de las tripas, previa abertura de estas por el extremo que quedaba sin atar y uniendo ambos con la cuerda blanca de algodón; para terminar casando las piezas y su posterior cuelgue en el zarzo de cañas.

Colgados los tocinos impregnados con una capa de sal y cubiertos los jamones para su salazón, solo queda limpiar cacharros y esperar a su curación. ¡La matanza ya se acabó!

Quintana de la Serena, 12 de febrero de 2016.


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