La noche estaba muy oscura. Antón llegó a la casa, se internó en el desorden caótico de su habitación (había prohibido a la muchacha que modificara nada: allí, en otros tiempos, había dormido muchas veces con Beatriz; algunas veces habían amanecido conversando, durmiendo de a ratos, en instantes extendidos o vertiginosos, sin tiempo cronométrico; allí, alguna vez, había dormido también la Ñaña), pisando trapos dispersos en el suelo. Toda la tarde trabajaron en aquel embute. Habían recorrido el campo, en la finca de Ignacio, hasta hallar un lugar apropiado, entre dos árboles muy cercanos, donde no había peligro de que pasara una rastra o una trilladora. Cavaron hondo, turnándose los tres; la pala sacaba ampollas, Antón no estaba acostumbrado a ese trabajo; el calor derretía el cerebro, atacaba como una fuerza viva, en aquella desolada región del sur de Santiago del Estero. Cavaron un hoyo de tres metros y dos de diámetro; después bajaron a duras penas el tambor de la camioneta. No pudieron evitar que se les re