Kultur Leioa

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LEHIA KETAK CON CUR SOS 20 20

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LEHIA KETAK CON CUR SOS 20 20



A ze urtea daramagun! Inork uste zuena gertatu da; mundua gelditu egin da! Eta horrekin batera urtero antolatzen ditugun ekintza ugari bertan-behera gelditu dira. Halanda be, hainbat lehiaketa aurrera eroateko animo eta aukera izan dugu, eta zuek betikolez erantzun ezinhobea eduki duzue, esker mila.

¡Qué año hemos tenido! Lo que nadie pensó que sucedería… ¡el mundo se ha parado! Y con eso, muchas de las actividades que organizamos cada año han sido canceladas. Sin embargo, hemos tenido la oportunidad de realizar diversos concursos, y como siempre, habéis tenido una gran respuesta, muchas gracias.

Ekaineko San Juan jaien ospakizuna hurrengo urterarte atzeratu denez, aurresku eta jota txapelketako irabazleak ezingo ditugu hemen jarri, ezta jaietako kartel lehiaketako irabazlea bez. Horrekin batera, hogei urte ondoren pop-rock eta laburmetrai lehiaketei betirako agur esatea erabaki da parte hartzaile kopurua jeisten joan baita, helburu nagusia aldatu egin da, garaiak moduan; beraz, ez dira aurrerantzean liburuxka honetan agertuko. Eskerrik asko, bihotz-bihotzez, parte hartu duzuen pertsona orori.

Como la celebración de las fiestas de San Juan en junio se ha pospuesto para el próximo año, no podremos ubicar aquí a los/as ganadores/as del concurso de aurresku y jota, ni al ganador/a del concurso de carteles de las fiestas. Junto a esto, después de veinte años se ha decidido cancelar para siempre los concursos de poprock y cortometrajes ya que el número de participantes ha ido disminuyendo y el objetivo principal ha cambiado, igual que los tiempos; por lo que no aparecerán en este folleto a partir de ahora. Gracias de corazón a todos/as los/as que habéis participado.

Zorionez, aurten maitasun gutunak, argazki eta ni gaztea nintzenean narrazio lehiaketak antolatu ahal izan ditugu (egoerara moldatuz, noski), eta irabazleen datu eta lanak hurrengo orrietan erakutsiko dizkizuegu. Irudi eta testuetako hitz bakoitza goza, bizi eta sentitu dezazuen espero dugu.

Por suerte, este año hemos podido organizar los concursos de cartas de amor, fotografía y el concurso de narraciones “Cuando yo era joven” (adaptándonos a la situación, claro), y os mostraremos los datos y trabajo de los/as ganadores/as en las siguientes páginas. Esperamos que disfrutéis, viváis y sintáis cada palabra e imagen.



AURKIBIDEA Índice MAITASUN GUTUNEN XXI. LEHIAKETA XXI Certamen de Cartas de Amor XXXIV. ARGAZKI LEHIAKETA XXXIV Concurso de Fotografía “GAZTETAN” NARRAZIO LEHIAKETAREN XXI. EDIZIOA XXI Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven…”

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MAITASUN GUTUNEN XXI. LEHIAKETA XXI Certamen de Cartas de Amor A KATEGORIA 1. saria - 1º premio “Hey, Nadia…”, Sofía Jover Donaire (Valencia)

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2. saria - 2º premio “Carta de amor a mi padre”, Julia Sotillo Martín (Saelices de la Sal, Guadalajara)

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B KATEGORIA 1. saria - 1º premio “Bostekoa”, Olatz Martiartu Ayestaran (Lekeitio, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “Directa al cielo”, Alejandra Vallejo Careaga (Leioa, Bizkaia)

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C KATEGORIA 1. saria - 1º premio “A mi no querido príncipe azul”, Mª de la Cruz Suárez Fernández (Piedrasblancas – Castrillón, Asturias)

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2. saria - 2º premio “Zeren zain zaude?”, Iratxe Bilbao Zabala (Plentzia, Bizkaia)

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D KATEGORIA 1. saria - 1º premio “Estampas”, Yosé Álvarez-Mesa (Arnao, Asturias)

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2. saria - 2º premio “Antonio Rosas”, Félix Domingo Ayuso (Madrid)

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Hey, Nadia… Siempre pensé que encontraría las palabras cuando llegara el momento. Pero lo cierto es que nadie te prepara para una situación así. Simplemente voy a empezar esta carta de la misma manera en que respondo cada vez que me mandas un mensaje o cuando cojo tus llamadas. Cuando has discutido con tus padres, has suspendido algún examen a pesar de lo mucho que te esfuerzas o cuando tienes algo bueno que contarme y no puedes esperar para hacerlo… Siempre te encuentras con mi “hey” y sabes que desde ese momento estaré dedicándote toda mi atención, sea lo que sea que te haya sucedido. Sé que nada será igual cuando hayas llegado al final y estoy segura de que me arrepentiré de cada una de las palabras que estoy escribiendo. Pero no puedo seguir guardándomelas porque me consumen cada día como si fueran un veneno dentro de mi sangre. Me mata poco a poco y no sé cuánto más podré soportarlo. Pero, lo quiera o no, forma parte de mí. Ayer estuvimos juntas después del instituto. Te propuse ir a comer cuando acabaron las clases y tu sonrisa como respuesta me hizo sentir que no había ninguna manera mejor que aquella de terminar la semana. Estuvimos en tu restaurante favorito y después cancelaste una cita con Miguel para que pasáramos la tarde juntas. Y lo cierto es que lo sentí como un pequeño triunfo. Acabamos acostadas en mi cama, hablando del futuro que tendremos que afrontar mientras yo apreciaba discretamente cada detalle de tu rostro perfecto. Soñabas con lo que harás el año que viene, cuando puedas salir de las fronteras de la casa de tus padres y nos mudemos a un barrio más céntrico para vivir como compañeras de piso. Una parte de mí se ilusionó con la idea cuando me la contaste, pero la otra sintió que no debía hacerlo. Porque, Nadia… Yo no quiero que seas mi compañera de piso. Quiero que seas mi compañera de vida. Quiero poder estar a tu lado en todo lo que te sucede y asegurarme de que, pase lo que pase, podrás ser feliz. Porque no hay nada (absolutamente nada) que anhele más que tu felicidad. Porque te quiero, Nadia. Y si estuvieras delante me dirías “y yo”, como tantas otras veces… Pero cuando te miro sé que no hablamos del mismo tipo de amor, si lo hiciéramos, te lanzarías a mis brazos y me besarías. Y no, no como en la fiesta de la playa. Es posible que no recuerdes mucho, el alcohol habló por ti. Era ya muy tarde y nos acercamos a la orilla. Tú fuiste corriendo descalza hasta que notaste el agua casi hasta la rodilla. Tu maquillaje seguía intacto y el haz de luz de luna que brillaba sobre nosotras hizo que las lentejuelas de tu vestido parecieran emitir destellos por sí solas. Sonreías y me mirabas, como invitándome a entrar contigo. Yo preferí quedarme sentada en la arena, observándote. Entonces fue cuando quisiste quitarte la ropa porque decías que hacía demasiado calor. Me vi obligada a acercarme a ti para evitarlo, pero no fui lo bastante rápida y te bajaste la cremallera, dejando al descubierto de cintura para arriba. Tragué saliva y te pedí que volvieras a vestirte mientras notaba cómo el corazón luchaba por salirse de mi pecho. Dijiste que no lo harías.

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Una ola diminuta te hizo perder el equilibrio y enrollaste tus brazos alrededor de mi cuello para mantenerte en pie. Fue muy rápido. Me miraste los labios y me besaste, pegando tu cuerpo al mío. Dijiste “te quiero”. Y en aquel momento supe que no estabas sintiendo ni controlando nada de lo que hacías y el dolor se apoderó de mí mientras te decía que yo también a ti, que siempre lo había hecho. Y al día siguiente sólo recordabas algunas cosas sueltas de la fiesta y te reías pensando que acabamos “liándonos” en la playa porque íbamos borrachísimas. Pero lo cierto es que tú fuiste la única que lo estaba. No puedo seguir poniéndome celosa cada vez que me cuentas cosas de los chicos con los que sales. Porque ellos no duran mucho a tu lado, pero al menos tienen una oportunidad. No puedo seguir levantándome a las tres de la mañana llorando sólo porque la necesidad de que sepas la verdad no me deja respirar. No puedo seguir teniendo esperanzas, viviendo con la duda que me mantiene constantemente al margen de lo que realmente quiero hacer y decir por miedo a estropear nuestra amistad, porque sé que eso siempre te ha hecho feliz. Pero no era real. Cada vez que me miras fijamente y sonrío cuando me cuentas algo que te ilusiona porque irradias un brillo especial. Cuando te invito a mi casa sin ningún plan claro, sólo para que nos tiremos en mi cama y acabemos viendo cualquier película o simplemente para estar contigo. Porque necesito tenerte a mi lado. Incluso si no es de la manera en que me gustaría. Porque no me perdonaría perderte, Nadia… Pero nunca he estado tan enamorada de alguien y si tuviera que decírtelo a la cara me temblaría la voz, pero entiendo que no puedo seguir actuando como si nada. Como si no pensara en ti cada segundo de mi existencia. Porque me he dado cuenta de que mi universo cabe en tus ojos verdes. Solo voy a pedirte que seas todo lo sincera que yo no fui todos estos años. Necesito oírlo de ti. Pero, tomes la decisión que tomes, espero que al menos puedas seguir considerándome una amiga cuando me llames después de leer esta carta y yo vuelva a decirte: “Hey, Nadia”.

“Hey, Nadia”, Sofía Jover Donaire

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Para papá: Fuera ya ha oscurecido y las luces iluminan las calles repletas de gente. ¿Te acuerdas cuando era niña y me llevabas a ver la inmensa ciudad desde la azotea? Desde que te fuiste lo he hecho unas cuantas veces: me siento en el borde del edificio y observo los coches pasar. Es relajante ver el ajetreo de las personas que vienen y van, como si todo fuese como siempre, como si tú aún estuvieras. Pero ya nada es igual. Aunque los días no han cambiado y las flores de primavera mantienen sus vivos colores, las noches se me hacen eternas y los recuerdos me acechan y mamá siempre está triste. Todos lo estamos, pero ya sabes cómo es ella. A veces me siento muy sola. Ya no salgo con mis amigas; no soportaba la forma en la que me miraban, llena de compasión. La tía dice que vaya a ver a alguien, pero de solo pensarlo me entran náuseas. Todo sería más fácil si volviésemos a ser una familia normal: si Tami no se hubiera ido, si mamá estuviera bien. Hay cosas que solo le puedes contar a una hermana, a una madre. Cuando Tami nos dejó me enfadé mucho. Me escapé de casa y corrí, corrí, corrí. Solo deseaba que estuvieras aquí, consolándome como siempre hacías. La verdad es que sentía mucha envidia: ella podía irse y escapar y dejar todo, mientras yo tenía que quedarme en casa, escuchando el silencio de mamá. Pero supongo que si hubiera podido irme, no lo habría hecho. Quiero demasiado a mamá como para dejarla sola. El otro día estuve en el cementerio. Hacía un día precioso y decidí ir a verte. Te llevé flores y luego me senté en un banco cerca del arroyo. Mientras escuchaba el dulce canto de los pájaros, la suave brisa de primavera, el gorgoteo del arroyo… me derrumbé. Las lágrimas empezaron a caer rápidamente y yo ya estaba cansada de retenerlas. Estaba cansada de fingir delante de mamá y de la tía que todo iba bien, que soy más fuerte que nadie, que es posible superar esto. Pero no lo es, papá. No lo es. Te echo de menos, sí. Y cada día que pasa y que no estás duele, duele como nunca me había dolido nada en el mundo. Y cada vez que entro en casa y tú no apareces para abrazarme, siento que muero. Y ojalá pudiera subir a la azotea y gritar lo que te quiero. Porque te quiero, papá. Y siento no habértelo dicho cuando aún estabas. Siento que hayas sido tú y no yo, papá. Lo siento. Tu Paula

“Carta de amor a mi padre”, Julia Sotillo Martín

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Kaixo: Belarria jaten duen eulia zara papila eran bukatzeko trenean sartuta Mahai azpian itsatsitako txiklea zara edo borragomak ostuta, edo beste BIC bat galduta Igogailuko elkarrizketa zara beti Andoni Aizpuruk salbatuta Igandetako neurosia zara bart gaueko zerbezaz eta asteleheneko iratzargailuaz izorratuta Sustoa zara ametsetako amildegian edo eskailera bat gehiago zegoelakoan Alkoholik gabeko zerbeza zara eta ni, hala ere, mozkortuta Platano ustela zara meriendako poltsan ahaztuta Katilukada esne zara goizetan presaka tragatuta Egunetan joaten ez den purpurina zara kentzeko asmoz arraskatu, baina ia azalean tatuatuta Mahai gaineran hoztu den zopa zara edo entsaladilla errusiarra epelduta Medikuaren letra zara sarritan ezin ulertuta Hilekoa zara izarak eta prakak zikinduta Koadernoan kafe orbana zara goizeko hiruretan ikastearen kulpa Kristalean atzamar marka zara leihoaz bestalde so, jendea maiteminduta Euri zaparrada zara busti-busti eginda ilea korapilatuta Euli aspergarria bai baina hegaraztea ez dudan marigorringoa ere bazara Mahai azpiko txikle disekatua bai baina mahaian utzitako maitasun oharra ere bazara Igogailuko berba absurduak bai baina gauerdian nahi nukeen mezua ere bai Igandetako neurosia ostiral dosia Sustoa sorpresa Alkoholik gabeko zerbeza txanpan botila Platano ustela marrubiak natarekin Katilukada esne bibote zuria nire muturren eske

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Kendu ezin daitekeen purpurina zatarra sujetadorea kentzeko baimena Zopa hotza dutza beroa elkarrekin Medikuaren letra baldarra alkandora azpitik esku dardaratia Hilekoa orgasmoa Kafearen orbana ezpainetako gorriarena Kristalean atzamar marka zikina garbitzeko musuzapia, zapia eta muxua Euri zaparrada aterpea eta besarkada, Agur. - Jope, hau ere ez! Horrela ez! Ala, beste gutun bat zaborrontzira.

“Bostekoa�, Olatz Martiartu Ayestaran

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Queridos mamá y papá: Ya hace un año que os fuisteis y aún no habéis vuelto. Me ha dicho la abuela que era un viaje muy largo porque teníais que ir hasta el cielo, y que ella no sabía cuánto ibais a tardar en volver. ¿Os queda mucho? ¿Por dónde vais ya? El otro día fuimos al parque de los patos y hay dos cisnes nuevos. La tía Cris les puso vuestros nombres porque dice que se daban besitos como vosotros. ¿Os acordáis que en la otra carta os conté que el tío nos había regalado un perrito? Pues ya es grande y le ha crecido pelo por todo el cuerpo, parece papá desnudo. Os echo mucho de menos. Los abuelos son muy buenos con nosotros, pero creo que ya son muy viejitos para cuidarnos. A veces corro mucho en la playa y el abuelo no puede pillarme. Marina como todavía es un bebé pues no tiene piernas y no puede correr, pero llora mucho. La abuela se levanta por las noches a cogerla. Me parece que se cansa, porque ya no ve la novela después de comer, ahora se sienta en su butaca de cuadros y se duerme. Las tías también nos cuidan y me llevan por la noche a bares. Es muy divertido. Me necesitan para que las proteja. Un día vimos una rata cerca de las basuras y tía Vero se puso a gritar. Usé el truco que me enseñó mamá, le agarré la mano y apreté. Ella paró de llorar y me abrazó. Bueno, me despido ya que tengo que hacer los deberes de mates. ¡Menudo rollo! Sin la ayuda de papá ahora sí que son difíciles. Daros prisa y volver pronto. Compraros unos zapatos que corran mucho y así llegáis antes de Navidad. Os quiero mucho, y Marina aunque sea una bebé seguro que también. Diego P.D. Traedme algo del cielo. Si podéis, una nube, por favor.

“Directa al cielo”, Alejandra Vallejo Careaga

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Querido príncipe azul… ¡mmm!, no. Será mejor ser sincera desde el principio. A mi no querido príncipe azul: Supongo que tendría que dirigirme a ti, perdón, a usted, como alteza, excelencia o algo de ese estilo pero es que no sé muy bien cómo va esto de los príncipes. Parecer ser que a cada niña nos asignan uno al nacer, ¡así, sin más! Y que un día, como quien no quiere la cosa, se presentará en nuestra vida. Siempre he oído a mi madre decir: “Un día, hija mía, llegará tu príncipe azul y te llevará con él”. Que por cierto, a mí, esas palabras me sonaban tan amenazantes como cuando de pequeña me advertía que vendría el coco a buscarme. Lo peor de todo es que parece ser que no tenemos elección, que no pintamos nada en este asunto y hablando de pintar se me ocurre que al menos podía dejarnos elegir el color, así por lo menos yo lo hubiera elegido lila, que es mi color preferido. Pero no, por lo visto, tenemos que conformarnos con el príncipe que nos toque en suerte, como en la tómbola de la feria del pueblo. Pues bien, el motivo de esta carta es comunicarte (he decidido tutearte ya que supongo os habrán distribuido por edades y yo tengo trece años) que no te molestes en venir a por mí y ni mucho menos a lomos de un caballo porque aunque me encantan los animales, no quiero imaginar la cara de Doña Julia, la vecina del quinto, al verlo “aparcado” delante del portal. ¡Seguro que pondría una queja a la comunidad de vecinos y vecinas! La verdad es que no quiero que hagas el viaje en balde porque no necesito que me salves de nada. Todo el mundo dice que soy muy valiente, y yo también lo pienso, que es lo más importante. Será porque un día, jugando al fútbol me abrí la cabeza contra el poste y mientras me la cosían, no eché ni una lágrima. La verdad es que lo único que me preocupaba era si al menos el balón había entrado, ya que con el golpe me había quedado aturdida, casi sin conocimiento. Y sí, Mario me dijo que había sido todo un golazo. ¡Él sí que se asustó cuando me vio tirada en el suelo! Suerte que se encontraba al fondo de las gradas que si no… hubieran tenido que atenderle también a él porque en cuanto ve un poco de sangre se marea. Mario es un compañero de clase y te voy a confesar algo: a mí, quien realmente me gusta es él. Lo sé porque cada vez que le veo noto que me duele la tripa, parece que me hubiera tragado una de esas mariposas que dicen que sientes cuando te enamoras porque no paro de sentirla subir y bajar por mi estómago. Mario no es un príncipe como tú, en tal caso sería un principito porque es dulce y sensible como el de Antoine de Saint-Exupéry y a mí eso me encanta. Dice que de mayor va a ser mecánico como su padre y por eso, para ir aprendiendo, le ayuda cada tarde en el taller. Yo creo que también le gusto porque cuando paso por delante y me ve se pone muy rojo y me doy cuenta que esconde sus manos detrás de la espalda para que no vea que las tiene manchadas de grasa, pero yo que soy muy observadora lo noto. ¡Las dos cosas! Lo de la grasa y lo de que le gusto, por eso creo que voy a ser psicóloga o policía científica. Algún día cuando sea mayor me subiré con él en la moto blanca de su padre, que tiene muchos caballos (no es una indirecta, príncipe, no soy nada materialista) pero lo que tengo claro es que no iré de paquete. Yo también pilotaré y así compartiendo juntos la responsabilidad, Mario y yo, yo y Mario, recorreremos el camino de nuestra vida. (Oye… ¡qué bien suena eso! ¿no crees?)

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Príncipe, siento si te he disgustado por darte calabazas, pero si lo piensas bien quizás te he hecho un favor. ¿Alguna vez te has parado a pensar lo que realmente quieres ser? ¡No dejes que te lo impongan! Como futura psicóloga te aconsejo que en lugar de rescatar a nadie te liberes de ti mismo. Que te deshagas de la presión de la sociedad que te impone ser fuerte, dominador, invulnerable… que busques tu auténtico yo, bueno, tu auténtico tú y quizás así descubras que en el fondo a ti también te gustaría bajarte de ese caballo, incluso cambiar de color y en lugar de ser azul… ser verde o naranja, quizás amarillo, negro o añil, o incluso igual descubres ¡quién sabe! Que en realidad te gustaría ser del color del arco iris. Con empatía: Una niña menos a la que “rescatar”

“A mi no querido príncipe azul”, Mª de la Cruz Suárez Fernández

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Laztan hori, Arratsaldeko zazpietan berriro ere elkartuko garela pentsatze hutsak kili-kili amaigabea sorrarazten dit sabelean. Nire barruan hamaika marrigorringoren hegal txikiak antzeman ditzaket, euren hegaldiari biziki eragingo baliote bezala, barneko emozioari irteteko bidea argitu nahian. Eta harantz doaz nire marigorringo txikiak, sabeletik bihotzera, eta bihotzetik ezpainetara. Eta ezpainek, ohartu gabe, eta gogoari eutsi ezinik, zure izena xuxurlatu dute. Buruan dut, ondo gordeta ere, eguzkiaren epeltasunean eman zenidan musu txiki hura. Lotsaz betetako musu urduri horrek beste hamaika musuri eman zien bide. Musu txikiak, musu handi aztoratuak, marrubi zaporekoak, beste zenbaitetan aldiz kanela eta limoi zaporekoak, zenbaitetan malkoz betetakoak, eta, beste askotan, berriz, pozez zoratzen emandakoak. Musu horiek guztiak ortzadarren koloreko kutxatxo batean sartzen ditut nire ezpainek zureak gozatu ahala, euren esentzia gogora ekarri eta bere horretan sentitzeko, dastatzeko, horietan galtzeko. Lau ordu eskas, eta sorgindu ninduten begi biziek amestera eramango naute berriz ere. Begi jostari bihurriak; inon ikusi ditudan misteriotsuenak. Begi horietan zehar bidaiatu nahi dut zure barrura; begi horiek lagunduta ezagutu nahi ditut izarrez betetako amaigabeko gauak, baita abenturaz zipriztindutako egunaren ordu guztiak gozatu ere. Maite zaitut, laztana. Maite zaitut ate ondoan ikusi zintudan une horretatik. Beso azpian zeuk idatzitako olerkiak zeneramatzan, koaderno batean jasota. Koadernoa jausi eta bigarren orrialdetik zabalik geratu zen, euriak betetako eta orbelez inguratutako putzu haren ondoan. Euri tantek puntuak jarri zituzten orrietan. Hizki beltzak nabarmenegiak ziren begiak horietan ez lizatzeko, eta nire begirada zure atzamar finek ordu batzuk lehenago luma lodiaz idatzitako lerroan pausatu zen: ZEREN ZAIN ZAUDE? Makurtu egin nintzen, koadernoa itxi, eta begietara begira eman nizun. Mila gauza esateko gogoa etorri zitzaidan arren, bakarra ahoskatzeko kapaza izan nintzen: zure zain egon naiz. Eta ordutik hona, bihotzak eta gogoak hala eskatuta, bidaide eta maitale gara. Nire isilunean zure pasadizo algaratsuek betetzen dituzte; nire pausa mantsotu eta nire egunak alaitzen dituzu. Gogoa zugan daukat uneoro, eta uneoro, zure gogoa dut. Lau ordu besterik ez, gauean soinekoa astiro-astiro erantziko didaten eskuei heltzeko. Soinekoa, orbandun galtzerdi grisak, bularretako beltza, lazodun tanga‌ Musuak. Zure ezpainak nire gorputz biluztuan pausatuko dira, xuabe, heze, luze‌ Han eta hemen, biok bat izan arte. Gorputz bi, bihotz bakarra; arima bi amets andana, nire bihotzak zure izena xuxurlatuko duen arte. Zure zain egon naiz, laztana.

“Zeren zain zaude?�, Iratxe Bilbao Zabala

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Hubo un tiempo en que solo teníamos el aire. Y qué felices fuimos paseando desnudos por los amaneceres sin más expectativas que ver salir el sol, y escuchar ese ritmo pausado de los árboles, y sentirnos perfectos cuando en nuestras miradas se escuchaba el aprecio de la piel al rozarse. Y aún decían cómo los dejan solos a esos pobres idiotas, cómo es que nadie pone entre ellos distancia, quién va a recoger luego todos los trozos rotos de su alma de cristal. Pero nuestro amor fue de acero y de maleza, de primaveras blancas y colores ocultos detrás de las ventanas, de silencios robados al borde de los labios, de campanas sonando debajo de los pies. Luego, un golpe de suerte nos aupó hasta una nube y saboreamos momentos de lujo y caramelo (los dulces siempre nos han gustado tanto…). Tuvimos un espacio, tuvimos el futuro dibujado en la frente, y caminos sin verjas, y puertas sin candados. Y qué felices fuimos caminando desnudos por los atardeceres de bergamota y sándalo, por todos los senderos que abrieron nuestros pasos sabiendo que al fin éramos libres, sabiendo que ya no nos miraban como a dos insensatos sin nada en el bolsillo y el cerebro blindado. Nuestro amor fue de brisa y hojarasca y verano, de amapolas y besos que ensanchaban la dicha, de celofán y urgencia, de galletas crujientes horneadas al calor de unos dedos adictos, de abrazos sin fronteras guardados muchas veces en la paz de los mapas. Y hoy de nuevo volvemos a los primeros tiempos de aire en los bolsillos, de no tener un sitio donde poner la almohada, donde reunir los sueños, donde ser diferentes. Hoy ya no somos jóvenes para aguantar penurias en nuestra piel de agua, ya no tenemos fuerzas para vivir deprisa y cabalgar el viento, ya no recorre el alma aquella sabia fresca que nos daba el empuje, la energía y el ansia. Ya no tenemos fuerzas, pero aún nos queda el resto, nos queda este tapiz de amor sin indigencias que hemos ido tejiendo al calor de la hoguera, al calor del recuerdo. Y qué felices somos recorriendo desnudos las nuevas carreteras de invierno y nieves cálidas,

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de anocheceres prófugos y caricias de seda que no saben de arrugas y quitan el aliento. Porque seguimos juntos, porque la piel aún ruge cuando te tengo cerca, porque todo en la vida me es innecesario mientras te tenga a ti.

“Estampas”, Yosé Álvarez-Mesa

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Desde la atalaya de mi serena vejez, reconozco que ha resultado muy sencillo y natural amarte durante años. No recuerdo haber conocido otro tipo de situación sentimental que la de enamorado. Sí que me parece complicado encontrar palabras que estén a la altura para describir la grandeza de mis sentimientos. Desde aquellos volcánicos años de juventud, plenos de deseo, de nervios, de inseguridades, de ganas de abarcarte, hasta estos tiempos actuales de calma, de miradas cómplices, de adivinar lo que piensa el otro, toda esa vida que hemos compartido se ha pasado como un suspiro, como un pestañeo. Parece diferente pero en el fondo es igual. Es el mismo amor, usado pero no desgastado. Treinta y cinco años han deteriorado nuestros físicos, pero nos han hecho más sabios, más reflexivos y la materia principal que nos alimenta sigue firme y se manifiesta a diario en esa necesidad de tu presencia cercana, en el deleite de tu compañía, en la inquietud que me invade ante cualquier pequeña ausencia y en esas chiquillerías al querer defendernos y escaparnos sin que lo noten demasiado, cuando nos invaden hijos y nietos. Solo buscando estar juntos. Juntos para pasear, juntos para viajar, juntos para regañar, juntos para nada, juntos para todo. Seguro que cuando leas esta carta me regañarás y dirás que me pongo ñoño e intenso. Tienes razón, para eso también te necesito, para que me frenes y no me dejes caer en ese sentimentalismo blando que luego utilizan los descendientes para tomarme el pelo. De acuerdo, te haré caso. Haré de patriarca solemne y severo en las reuniones familiares pero seguiré buscando el momento de cogerte de la mano y poder reanudar ese paseo que empezamos hace tantísimos años y que sin llegar a ninguna parte, yo lo recorrería eternamente contigo. Para ella

“Antonio Rosas”, Felix Domingo Ayuso

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LEIOAKO XXXIV. ARGAZKI LEHIAKETA XXXIV Concurso de Fotografía

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1. saria - 1º premio color “Refugiado VII”, Juan Ángel Donaire Camacho (Villarrubia de los Ojos, Ciudad Real)

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1. saria - 1º premio b/n “Ciclista y niebla”, José Manuel Maiquez Mijares (La Línea de la Concepción, Cádiz)

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Multzorik onena - Mejor Bloque “Eskuak bizitzaren ildoak 01, 02, 03”, Aitor Arana Arruti (Gernika, Bizkaia)

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Herriko lanik onena - Mejor obra local “Siluetas I, II, III”, Jonathan Murillo Fernández (Leioa, Bizkaia)

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Herri bozkaketa argazki saria - Premio fotografía votación popular “Lagunak”, Alaine Garcia Atxaga Aretxabaleta (Leioa, Bizkaia)

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“Refugiado VII” Juan Ángel Donaire Camacho

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“Ciclista y niebla” José Manuel Maiquez Mijares

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“Eskuak bizitzaren ildoak 01” Aitor Arana Arruti

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“Eskuak bizitzaren ildoak 02” Aitor Arana Arruti

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“Eskuak bizitzaren ildoak 03” Aitor Arana Arruti

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“Siluetas I” Jonathan Murillo Fernández

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“Siluetas II” Jonathan Murillo Fernández

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“Siluetas III” Jonathan Murillo Fernández

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“Lagunak” Alaine Garcia Atxaga Aretxabaleta

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“GAZTETAN” NARRAZIO LEHIAKETAREN XXI. EDIZIOA XXI Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven” A KATEGORIA 1. saria - 1º premio “Es la juventud la mejor época de la vida”, Ana Alonso Atienza (Pola de Siero, Asturias)

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2. saria - 2º premio “Memorias no tan agradables”, Aitor Arrieta Ibarrola (Mungia, Bizkaia)

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B KATEGORIA 1. saria - 1º premio “Blitzkierg”, Ivan Poyato del Río (Barakaldo, Bizkaia)

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2. saria - 2º premio “Bernardo o una elegía en construcción”, Xabier Iñarra San Vicente (Donostia, Gipuzkoa)

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C KATEGORIA 1. saria - 1º premio “De luces tenues y celosías”, José Agustín Blanco Redondo (Valdepeñas, Ciudad Real) 40 2. saria - 2º premio “Crimen y castigo”, Cesar Gandarias Badiola (Ondarroa, Bizkaia)

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D KATEGORIA 1. saria - 1º premio “Memorias polícromas”, José Luis Bragado García (Valladolid)

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2. saria - 2º premio “Aquel amiguito de cuando la infancia”, Manuel Terrín Benavides (Albacete) 50

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¿ES LA JUVENTUD LA MEJOR ÉPOCA DE LA VIDA? A esta edad ya empezamos a preguntarnos si la juventud es la mejor época de la vida o si, en cambio es una etapa más de nuestro paso por el mundo. Seguramente alguna vez hemos escuchado añoranzas de esta época a nuestros padres, tíos, abuelos… Así pues; si con tanto fervor recuerdan sus años de juventud, ¿podemos afirmar que es realmente la mejor etapa? No cabe duda que mientras eres joven no tienes que preocuparte por las necesidades básicas. Casi siempre son los adultos los que se encargan de comprar la comida o trabajar para ganar los ingresos y así poder dar a tu familia lo que necesite. Y, por supuesto, llevar a cabo las tareas de hogar combinándolo de forma eficaz con la vida laboral. Cuando eres joven no sueles tener que preocuparte por estas cosas. De hecho, nuestra mente suele estar concentrada en disfrutar de la vida y divertirse, apreciando los momentos sin inquietudes, solo aprovechando esa etapa de estabilidad. Por eso mismo, vemos la vida de una forma más optimista, más llevadera. Nuestra percepción de la misma es alentadora y eso nos lleva a no vivir la vida de puntillas sino pisando bien fuerte. Gracias a esto vamos conociéndonos. Y esa es otra parte de la juventud: el cambio. Por nuestras cabezas circulan muchas ideas y pensamientos que no siempre están en sintonía, pero que nos ayudan a señalarnos el camino. De igual forma que nuestra apreciación de una vida es diferente, también estamos ansiosos por conocer cosas nuevas, por aprender. En la juventud, la curiosidad es la base en que nos apoyamos y de ahí se sirve todo nuestro anhelo de conocer el mundo. No obstante, no todo es un camino de rosas. Bajo esta capa de optimismo se encuentra una juventud que tiene miedo a la inestabilidad, a lo que pasará cuando seamos adultos y tengamos que hacer lo que nuestros padres ahora. En definitiva, tenemos miedo a la incertidumbre que supone el futuro, algo que los pertenecientes a otras épocas de la vida ya han superado, al menos en gran medida. No todos los jóvenes de hoy en día tienen esa madurez que los adultos poseen gracias a la experiencia; somos inexpertos en un mundo que se nos antoja grande. En cualquier caso, los jóvenes siempre hemos sido los primeros en lanzarnos al mundo de cabeza. La juventud es la mejor época de la vida porque estamos dispuestos a citar todo de nosotros, apreciando la vida, plantándose cara al futuro y diciéndole que estamos preparados. Y aunque en algunos casos no haya la suficiente madurez, la juventud es un paso clave para encontrarla.

Ana Alonso Atienza

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MEMORIAS NO TAN AGRADABLES Supongo que todos tenemos vagos recuerdos de nuestra infancia, lo cual, para muchos es algo especial y que otorga nostalgia, pero, muchos otros, tenemos alguna historieta que siempre contamos cuando nos piden una mala anécdota. Aquí va la mía. Para adentrarnos en esta historieta, tenemos que remontarnos unos años atrás, seis concretamente. Esa época donde llevar tus deberes al día era la mayor preocupación, donde todo lo que nos rodeaba a mí y a los niños de mi edad era felicidad. Eso es, habéis leído bien, niños de mi edad, y los problemas vinieron cuando esos amigos, no eran tan niños, ni tan de mi edad. Era rutina para nuestra familia pasar la primera quincena de agosto en un pequeño pueblo de La Rioja llamado Cihuri. A mí en lo personal, me encantaba ir allí ya que era un sitio muy tranquilo y alegre, y dada su poca cantidad de población, podías llegar a conocer a una gran parte del pueblo. Éramos ya más que bienvenidos allí y nos trataban como cuatro ciudadanos más. Sobre todo en nuestra urbanización. Para este año, yo ya estaba integrado en la cuadrilla del pueblo, y sí, no me estoy confundiendo cuando digo la cuadrilla porque solo había una. Desgraciada o afortunadamente, todos los jóvenes del grupo eran más mayores que yo, alguno incluso llegando a la mayoría de edad. No os voy a engañar que esta situación no me incomodaba, ya que todos me trataban como al hermano pequeño y me cuidaban mucho… o quizás no tanto como yo creía. Como era verano y no teníamos nada importante que hacer, nos pasábamos los días haciendo deporte y jugando entre las calles del pueblo. La actividad que más practicábamos era el baño en las aguas del río Tirón, ya que, hay un espectacular Puente Romano desde donde saltábamos. Como de costumbre, cuando llegaba mi última noche, mis amigos y amigas de la urbanización, me ayudaban a escaparme de casa para ir a saltar al puente, y aquel año no iba a ser menos. Las dos semanas se me pasaron espectacularmente rápido, pero seguía contento por la noche que iba a pasar. La una en punto, y allí estaban mis amigos esperando bajo la ventana de mi casa agarrando unas sábanas gordas por las cuatro esquinas. Supongo que debido a mi corta edad, no llegaba a ser consciente de lo peligroso que podía llegar a ser eso, pero una vez más, salté. Puede que os hayáis pensado que me iba a pasar algo en ese dichoso salto desde la ventana, pero no. Lo realmente peligroso venía al de unos minutos, lo que tardábamos en llegar al puente. Éramos totalmente conscientes de que el caudal del río dependía mucho para decidir si podíamos saltar o no, pero como aquel día habíamos visto el río lleno de agua no nos preocupamos lo más mínimo y decidimos saltar. Cómo no, el primero tuve que ser yo. Allí me encontraba, en total oscuridad, y sin ningún miedo, a 4 metros del agua, y dispuesto a hacer el salto de cabeza perfecto, ese salto que ya había realizado un millar de veces pero que esta vez me iba a dar un pequeño susto y una gran lección. Finalmente salté, incitado por aquellos amigos que creía que tanto me querían y… tac, mis dientes chocaron con una roca del fondo del río y me rompí las dos paletas de arriba. Nada comparado a lo que me podía haber pasado si hubiese estado con un poco menos de agua. Como bien he dicho, esto me ayudó a centrarme un poco y ver que a veces hacía cosas fuera de lugar y un tanto

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locas. Respecto a los dientes, tuve suerte y al dĂ­a siguiente una majĂ­sima dentista me empastĂł los dientes haciendo lo que yo considero una obra de arte, no se me nota en absoluto.

Aitor Arrieta Ibarrola

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BLITZKRIEG Los altavoces del equipo de música disparaban decibelios en todas direcciones, retumbando salvajemente entre las cuatro paredes de mi habitación, mi otrora búnker acorazado: era reguetón y hacía ya tiempo que había llegado para quedarse. Apenas restaban unas horas para el comienzo de Aste Nagusia, una guerra relámpago de nueve días con sus respectivas contiendas nocturnas, y he de reconocer que entonces me pareció una excelente marcha triunfal de automotivación para enfrentarme a la blitzkrieg a la bilbaína que se me venía encima. Y es que en mi belicoso imaginario, estos ritmos caribeños no se habían conformado con vencer holgadamente en la lucha por la supremacía en la radiofórmula; cuando las demás músicas aventaron patéticamente la bandera blanca, el reguetón regresó a profanar los cadáveres que yacían inertes en el campo de batalla y prendió fuego a los escombros. Los sonidos contestatarios que antaño arrasaban en todos los rincones festivos del gris Bilbao habían empezado a replegarse inexorablemente hacia pequeñas txosnas donde irreductibles gaupaseros continúan resistiendo –todavía y siempre– al invasor. Recuerdo rescatar con mimo del armario el estrambótico uniforme de gala con el que decidí dar recibimiento a los inicios de la algarada: falda de arrantzale como guiño a las Fuerzas Navales de tierra firme que año sí y año también remontan el Arenal en paralelo a la ría, y camiseta rojiblanca con el ‘8’ a la espalda, en sincero homenaje a Julen Guerrero, Comandante en Jefe y jugadorazo máximo de la División Felina de la villa. Zapatillas de presunta blancura y tute seguro que ya habían conocido su mejor época, y pañuelo azul anudado al cuello, distintivo de soldado raso preparado para la revuelta. Pese a haberme entrenado disciplinadamente en otras cruzadas veraniegas de menor intensidad, mi propia imagen frente al espejo en los momentos previos a la Ofensiva Estival Final (Summer Final Offensive en el argot militar anglosajón) me generó una suerte de emoción más humana que marcial. Mi bautismo de fuego iba a serlo en un escenario complicado. Pertrechado con el equipamiento básico MLC -móvil, llaves, cartera-, abandoné el cuarto. Me cuadré ante ama cuando apareció súbitamente por el ala izquierda del pasillo; así lo requería la mayor graduación de ella, que sonrió despreocupada mi ocurrencia. Cerré la puerta tras de mí y corrí a la calle escaleras abajo. Tomé posición a la salida del portal e hice una rápida lectura de la situación: necesitaría al menos un aliado para tratar de sostener los envites de la tarde, otro camarada con el que sentirme vivo en el fragor de la masacre. Elegí a Galder. Caminé unos metros hasta perderme entre algunos de los bloques de viviendas que salpicaban el paisaje urbano del barrio de San Ignazio. Número trece, segundo izquierda. A puro golpe de timbre lo llamé a filas. Dos años mayor que yo, se había forjado en mil lides y contaba con una dilatada experiencia sobre el terreno: con diecinueve añitos recién cumplidos era todo un veterano a mis incondicionales ojos. De su camiseta blanca ‘de fiestas’ colgaban varios galones: una mancha de añeja sangría sanferminera en la manga izquierda y la sombra de un antiguo impacto de tomate del calibre 90mm -milímetro vegetal arriba, milímetro vegetal abajo- descerrajado a traición el año anterior en Buñol por un certero francotirador del ejército guiri. Con la autoridad que todo esto le confería, no dudó en arrastrarme hasta el coche más cercano, y valiéndose del polvo acumulado en la luna trasera, dibujó con el dedo sobre el cristal el plan trazado en su cabeza, una incursión a pie desde San Ignazio hasta el frente del Arriaga. Hora prevista de la sublevación: las dieciocho-cero-cero. Apenas llegamos a Sarriko, divisamos el primer Batallón de Kalimotxeras. Formado por desordenadas columnas de animosas jóvenes, eran fácilmente reconocibles por el tradicional gorro festivo de ikurriña y Gora Euskadi. Una de las chicas vertió alevosamente su vaso de preciado oro negro sobre la cabeza de varias de sus acompañantes: pri-

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mera escabechina provocada por el ‘fuego amigo’. Más adelante, a la altura del cuartel general de la Universidad de Deusto –entonces despoblado y sus tropas desplegadas a lo largo y ancho del botxo–, Galder me agarró de los hombros y me retuvo momentáneamente. A escasos cincuenta metros de donde nos encontrábamos, la temida Brigada de Txikiteros nos cerraba el paso por la Avenida de las Universidades, por lo que acabamos optando por cruzar la pasarela Pedro Arrupe y continuar la marcha por Evaristo Churruca. Sin embargo, habríamos de conocer la crudeza del conflicto en nuestras propias carnes. En una emboscada perfectamente diseñada y ejecutada, una horda de infantes indudablemente pertenecientes a la Tercera Compañía de Bihurris hizo aparición por el flanco derecho del puente y nos asedió durante treinta interminables segundos con un ataque hídrico de primera magnitud: fuimos barridos del mapa por una tormenta de globos de agua. Casi no tuvo tiempo Galder de gritar ‘¡cuerpo a tierra!’ mientras decenas de proyectiles inundaban el espacio aéreo y algunos de ellos hacían perfecta diana en sus objetivos. Tras la escaramuza, los sanguinarios bihurris se disolvieron en desbandada. El altercado no hizo mella en nuestro ánimo. Recobramos la verticalidad e hicimos un rápido balance de daños: humedades de primer y segundo grado en el 40% de nuestros cuerpos. Nada que no pudieran evaporar los rayos de un sol de agosto que caían inmisericordes sobre la ciudad. Continuamos la travesía sin mayores sobresaltos, más allá de los gritos de guerra habituales y la imagen de varios pelotones de reclutas a la carrera. Rodeamos el Guggenheim, rebasamos los puentes de Zubizuri y del Ayuntamiento y cruzamos el del Arenal. La plaza del Arriaga ardía en llamas de festividad, una marea multicolor bullía a la espera de la declaración oficial del inicio de las hostilidades. Los altos mandos que formaban la primera línea en la balconada del teatro dieron lectura al pregón: en él se conminaba a los presentes al bombardeo indiscriminado de chistes y a la práctica continua de maniobras de baile. Por el contrario, se prohibía expresamente el uso de artefactos de huevo y harina –ya por entonces en camino de ser desterrados por los tratados internacionales del buen gusto– y se apelaba al manejo responsable de hidratantes y reconstituyentes. Acto seguido prendieron el txupin, que surcó los cielos de Bilbao y estalló a la vez que el júbilo de todos los presentes. Cuando yo era joven, ninguna de las malditas guerras que asaltaban las cabeceras de los telediarios era nunca como lo que yo viví en mi decimoséptimo verano. Lejos de falsas justicias infinitas y libertades duraderas, aquello fue una exhibición de inocente músculo pirotécnico, un alarde de guiños y codazos, una fanfarrona advertencia al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: oigan, tenemos armas de entretenimiento masivo. Y estamos dispuestos a utilizarlas.

Ivan Poyato del Río

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BERNARDO O UNA ELEGÍA EN CONSTRUCCIÓN Voy a contravenir todos los consejos que se dan a un escritor en ciernes. Sé que lo hago en mi perjuicio. Si todo buen manual de estilo recomienda al autor novato que planifique cuidadosamente lo que quiere decir antes de mojar la pluma en el tintero, yo he decidido improvisar, adentrarme en los vericuetos de la memoria sin brújula ni mapa y dejarme guiar por los caprichos del sendero. A ciegas, sin ninguna estructura preparada de antemano. Me dispongo a salir de excursión despreocupado de si se me hará de noche por el camino o de si llevo ropa adecuada y paraguas. Parece arriesgado, pero creo que es la forma más honesta de abordar este tema. El tema tiene nombre. Mejor dicho, lo tuvo. Se llamaba Bernardo. O le llamaban. Porque su nombre auténtico era Bernard-Claude M. Lo descubrí años después de que falleciese cuando topé con su esquela en una carpeta de recortes de periódicos viejos. Igual que me enteré, también por la esquela, de que el segundo nombre de mi abuelo era Antonio. ¡Hay tantas cosas que, por descuido, no se llegan a decir en vida! Han pasado dieciséis años desde su último suspiro y ya puedo afirmar que la presencia de Bernardo seguirá deambulando por mi mente como un espíritu benévolo el resto de mis días. Aunque cumpla cien años y técnicamente, solo haya convivido con él sobre este planeta durante seis, aunque otras personas que con las que he pasado mucho más tiempo se tornen borrosas en mi recuerdo, los perfiles de la silueta de Bernardo seguirán brillando nítidos. Al fin y al cabo, se nos graban mejor los sucesos de los primeros momentos de nuestra vida, cuando nuestra mente es un lienzo en blanco que cualquiera puede cubrir de brochazos de color chillón; a partir de cierta edad, que creo haber alcanzado ya, uno solo puede contentarse con añadir unas pocas pinceladas desvaídas. Como cualquiera puede imaginarse a partir del nombre de la esquela, Bernardo era francés. De eso también fui consciente más tarde, porque cuando me tocó conocerlo me importaban más bien poco las cuestiones de fronteras. Sabía que tenía un acento extraño y con eso bastaba. Solo un tiempo después, cuando ya contaba nueve años y despuntaba una conciencia nacional en ciernes, pregunté a su viuda si era portugués y ella me dijo que no, que era de Francia. Mis recuerdos de Bernardo no son muchos. Consigo evocar su presencia los sábados por la tarde, de pie en la cocina de casa, cuando iba a visitar a mi tía abuela, que era su mujer. De baja estatura, recio, nariz afilada, pelo blanco y lacio como el de un ángel anciano. Ojos azules, cierto aire caprino y agudo en su expresión. Ahora me inspiraría ternura. Y sin embargo, mi padre me ha afirmado en alguna ocasión que yo no sentía demasiado afecto hacia él, no sabe bien por qué. Yo tampoco lo sé. Las razones de los niños son inescrutables. Lo recuerdo en el pueblo, afanado en trabajos de jardinería bajo el sol de agosto, sin camiseta; en las cenas de Nochevieja que se alargaban hasta las cuatro de la madrugada; llegando a su casa después de salir con amigos (y ahora me pregunto, ¿quiénes serían esos amigos?); hablando con mi padre sobre los bomberos de Nueva York mientras en el telediario retransmitían el 11-S. Y, a decir verdad, no consigo rescatar mucho más de los repositorios de mi memoria. Caigo en la cuenta de que Bernardo es, para mí una presencia un tanto endeble; una ausencia que finge ser presencia. Una especie de holograma. Ese holograma se vuelve algo más corpóreo a medida que se aproxima a su final. Lo evoco en el sofá de su salón, desganado, con Tere inquieta porque ha dejado de comer. Que solo ha tomado una triste manzana. Que se encuentra cansado. Luego el ingreso en el hospital. La camilla. Una luz anaranjada de atardecer entrando por la ventana. Y yo con un cuento del arca de Noé en pictogramas, dándole la tabarra al enfermo terminal. El preámbulo de un velatorio. La familia en su habitación, a la manera de antaño. El cadáver en ciernes sobre la cama, inconsciente ya, plácido a la vez que sufriente, los ojos cerrados como un niño vencido por el sueño febril. La prima de mi padre diciéndole que le dé un beso, que a lo mejor así se pone bien. Yo obedezco, porque le creo. ¡La inocencia puede llegar a ser tan macabra!

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A los pocos días mi madre va a buscarme al cole al mediodía. Cuando casi hemos llegado a casa y yo acabo de terminarme un huevo Kinder, me anuncia, suavemente, como de pasada, que Bernardo ha muerto. Que estará en el cielo. Un comentario que simula el vuelo ligero de una mariposa y que en realidad oculta una picadura aguda de tábano. Creo que asentí. Aquel día me había tocado un conejo de plástico en el huevo. Eso sí que lo recuerdo con todo lujo de detalles. Luego vinieron los trámites funerarios. El panteón, herencias, notarios… La anécdota de la coca cola sin cocaína y otras escenas berlanguianas por el estilo que a veces se rescatan cuando hay que animar las reuniones familiares. Parece que los funerales siempre se adornan con alguna vivencia humorística, alguna nota de humor negro. Quizás para hacer más llevadero el dolor. O puede que porque lo cómico, lo festivo, lo irreverente aparece indisociablemente ligado a lo morboso. Como sucede en la gente que no puede evitar sonreír cuando tiene que dar cuenta de una mala noticia. O como en el cortejo festivo que adorna las danzas de la muerte, representadas en tantas iglesias y celebraciones folklóricas. La carroña siempre se pudre rodeada de moscardones jocosos e irreverentes. A lo mejor se debe a que nuestros esquemas mentales no consiguen procesar la simple posibilidad de la desaparición y optan por interpretarla en clave de absurdo. Sinceramente, no lo sé. Hasta aquí las fuentes directas, las fuentes primarias, como me enseñaban en los comentarios de texto de la universidad. Lo poco que pude conocer de primera mano y sigo custodiando en mi memoria. Todo lo demás me lo han contado otras personas que pasaron más tiempo con él y desde una posición más madura. Tere, mis padres, mi abuela. Ellos me van proporcionando la lana con la que fabricar los hilos, la urdimbre que, a duras penas, voy entretejiendo con la trama de toscos jirones que me proporcionan mis recuerdos. Desde aquel ya lejano 2004, he ido aprendiendo más cosas de Bernardo. La memoria, al contrario de lo que muchas veces se ha afirmado, no se diluye con el tiempo. Al menos no siempre. El cuerpo se descompone, pero la imagen de las personas sigue desarrollándose en la mente de las otras personas que oyen hablar sobre ellas. Los vivos fabricamos a los muertos, por decirlo de alguna manera. A través de respuestas, fotos, cartas, memorias que resucitan en los días de Navidad, he ido llenando algunos vacíos en mi imagen de Bernardo, que va cargándose de atributos postizos cual cyborg posthumano. Bernardo nació en Ginoles, un barrio de la localidad de Quillan, cerca de Carcasona, en el departamento de Aude. Un pueblo de montaña apartado y bucólico, en mitad de los Pirineos. Era hijo de un catalán y una francesa. Su padre falleció siendo él niño. Conservamos dos fotos de aquel hombre. Una de frente, vestido de militar. Otra del día de su boda, que arroja un cierto aire a verbena de agosto. Era casi idéntico a su hijo, salvo por el mentón más saliente. Una vez viuda, su madre se volvió a casar. Bernardo tuvo una hermana de sangre y dos hermanastros, hijos del segundo marido de su madre. Los quería como a hermanos, dice Tere. Uno de ellos era un buenazo, demasiado generoso. Se dejaba timar. Mi padre me ha contado una versión diferente de la historia: que los supuestos hermanastros eran hijos de un matrimonio anterior de su madre. Anterior al del padre de Bernardo. No me parece creíble, pero pone en evidencia lo frágil de la memoria humana. Que las historias familiares se escriben a varias manos, no siempre impulsadas por el mismo nervio. Que sus autores son supuestos testigos aportando informaciones contradictorias. Que nuestro pasado camina sobre la cuerda floja. Bernardo no debió de tener una infancia fácil; no me atrevo a decir si feliz. Pasaron penurias. La Segunda Guerra Mundial. Vivían de la tierra y no tenían ropa que ponerse. El marido de su madre bebía. Cazaban conejos para subsistir. Una historia de telefilm, con el matiz de que los telefilms suelen basarse en hechos reales. Años después, en el pueblo de su mujer, Bernardo crió un conejo blanco, con manchas negras, que nos tuvo a los niños de la familia anonadados durante todas las vacaciones estivales. Ni qué decir que, terminado el verano, acabó en la cazuela. Bernardo combatió en Argelia, supongo que haciendo la mili. No debía de hablar demasiado de aquella época, pero siguió cobrando una pensión por veterano de guerra. Puede que allí adquiriese las figurillas africanas de ébano

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que adornaban su casa. No sé si aquello sucedió antes o después de emigrar a París. A través de uno de sus hermanastros, consiguió colocarse en Air France, en el servicio de mantenimiento de aviones del aeropuerto de Orly. Por entonces, aún no se había construido el Charles de Gaulle, con lo que puede decirse que aquel muchacho de aldea se vio catapultado de repente a un hervidero de lo más cosmopolita, el cordón umbilical que cosía a la Francia de los treinta gloriosos con el resto del globo. Más exactamente, eran trabajadores como Bernardo los que mantenían a punto la ingente maquinaria que permitía sostener aquel trasiego de gentes llegadas de los cuatro puntos cardinales. Bernardo frotaba con desinfectante el cuero de los asientos donde, horas antes, habían reposado las posaderas de los pocos viajeros transatlánticos que el mundo podía permitirse en aquella época: jeques árabes, turistas americanos, turbios diplomáticos de la Françafrique… ¡quién sabe! Asistió, de lejos, a algunos secuestros aéreos de la OLP. Y una vez incluso encontró una pistola escondida en uno de los asientos que estaba limpiando. Así, la vida de Bernardo engarza, de forma un tanto rebuscada con la geopolítica de Oriente Próximo. Mi padre recuerda cómo, en alguna ocasión, Bernardo lo infiltró en el Concorde para mostrarle los entresijos de aquel aparato, gloria de una época de fe en un futuro que siempre sería mejor, más cómodo, más lujoso, más rápido. En París Bernardo se casó con Tere, mi tía abuela, una asistenta doméstica española. Tengo entendido por mi padre que a la pareja la presentó uno de los explotadores de Tere, que quiso probar suerte emparejando a dos solterones que, a primera vista, no tenían nada que ver. El experimento salió bien. Se casaron en Donostia y vivieron en la máxima armonía relativa que permite el matrimonio. Tere “lo domó”, asegura. Le obligó a quitarse los zapatos en casa. Y Bernardo le hizo caso en un gesto que, viniendo de un hombre de su generación, resulta significativo de muchas cosas. Tere y Bernardo vivieron en París, ocupados en sus respectivos trabajos y rodeados del ambiente espagnole que la diáspora salmantina había conseguido transplantar a un rincón periférico de la Ciudad de la Luz. No tuvieron hijos, pero sí muchos sobrinos por parte de Tere. Así pasaron los años. Hasta que Bernardo pidió la prejubilación. Se vinieron a Donostia en los 80. Esto le gustaba. Llegaron a tener un apartamento en Torrevieja, pasaban temporadas en el pueblo de Tere en Salamanca… Vida de emigrantes castellanos. Su madre se hizo testigo de Jehová poco antes de morir. Sus hermanastros y su hermana también fallecieron antes que él. Ninguno tuvo descendencia. La estirpe desapareció con Bernardo. Un árbol genealógico podado. Puede que por eso me permita hablar tan a la ligera de su vida. Porque soy consciente de que no quedan allegados que puedan corregirme. Bernardo se manejaba bien con el bricolaje. “Era de mucha risa”, se disfrazaba en las fiestas. Silbaba imitando a los pájaros. Decía “Mañana, a escuela” los domingos por la tarde. Le gustaba comer carne picada cruda, mi madre sospecha que por eso acabó enfermo de cáncer. Disfrutaba divirtiendo a los niños. Se me hace raro que no le tuviese simpatía, que fuese tan injusto con él. Quería a Tere. Ella lo echa de menos. “Era un buen tío, y yo me llevaba bien con él, y él también conmigo”, dictamina mi padre cuando le confieso que estoy escribiendo esto. Detalles que no constituyen una identidad en sentido estricto. Pero que ilustran una vida como dibujos de una historieta para niños. Algunos de los objetos que pertenecieron a Bernardo siguen entre nosotros, como un legado silencioso. De vez en cuando Tere los saca de los armarios y nos los enseña: prendas de lana, un molinillo de café, una radio, diccionarios de francés, un viejo coche cuatro latas, un jersey azul marino marcado con el logo del pegaso de Air France. Da la impresión de que, a través de ellos, Bernardo se resiste a abandonar el mundo, sigue aquí, de alguna manera, empecinado en quedarse con nosotros. Los objetos toman la marca de su poseedor, como perros guardianes que parecen aguardar la llamada de un amo que hace tiempo que no está. Llamadme materialista, pero creo que son los posos que deja un ser humano tras evaporarse. Hace poco Tere encontró una vieja carta con la respuesta a una petición que la madre de Bernardo había escrito al

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presidente de Francia. El presidente resultó ser… ¡el Mariscal Pétain! Me estremecí al leer el nombre del remitente. ¡Así que la familia de Bernardo tenía su lado oscuro! ¿Colaboracionistas? No, no creo, a no ser que uno tome por colaboracionismo la aceptación ignorante del orden impuesto y el intentar aprovecharse de él ante una situación desesperada. El papel en cuestión contiene un escueto comunicado ministerial fechado en junio de 1944 (¡menudo momento!) prometiendo a aquella madre desvalida alguna clase de ayuda económica. A juzgar por lo que sucedió el mes siguiente, dudo mucho que semejante ayuda llegara a hacerse efectiva. La misiva me hizo plantearme unas cuantas dudas. ¿En qué ambiente crecería Bernardo? ¿Cuáles serían sus opiniones políticas? ¿Dentro de qué perfil social encajaría su familia? Me da pena, pero me resigno a que las respuestas a estas preguntas jamás tengan respuesta para mí. Al puzzle de Bernardo siempre le faltarán algunas piezas. Igual que a todos los auténticos puzzles en la vida real. ***** ¿Qué razón me ha llevado a elegir a mi tío abuelo para escribir un relato que supuestamente debe revivir mis recuerdos de infancia? Habría sido más grato escoger a alguna otra persona, aún viva a poder ser, o alguna anécdota alegre de los juegos de mi niñez, o cierto viaje iniciativo. No puedo ofrecer una respuesta. A veces parece que los temas lo eligen a uno, y no al revés. Dudo que pergeño esto por una necesidad de desahogo; no creo tener traumas por la pérdida de Bernardo, ya lejana. Quizás suceda que este familiar es un símbolo de los que se ha perdido a lo largo de mi existencia. Que si la patria de un hombre es su infancia, haya escogido a Bernardo como la bandera o el himno nacional de esa patria. ¿Acaso tiene más sentido que escoger los colores rojo, blanco y azul, o una melodía palaciega sin letra? Buceando en el trastero de mis motivaciones, sí que encuentro una chispa detonante. Podría haber influido un encuentro que tuve hace unos meses. Mi tutor de máster me presentó a un hispanista francés, cuyo nombre no considero oportuno desvelar. Creíamos que podría darme consejos sobre cómo orientar mi trabajo final y, tal vez, una futura tesis. Algo cohibido, me dejé guiar hasta el despacho del centro de investigación. Allí estaba, trabajando con su portátil de teclado AZERTY junto a un despejado ventanal. Lo repasé cuidadosamente mientras me lo presentaban, antes de quedarme a solas con él. Su expresión, el jersey de lana marrón, el acento francés meridional achispando un corrientísimo castellano. La misma edad, la misma estatura que Bernardo cuando le conocí. Originario de un pueblecito del departamento de Ariège, contiguo al Aude. El uno, todo un pope, estudioso de la historia de la Inquisición que a sus setenta años pretende analizar comparativamente los imperios chino y español. El otro, un empleado de limpieza en un aeropuerto. Dos chavales de los Pirineos que marcharon a la ciudad y se enamoraron de España. Ya había tenido esa sospecha por la mañana, cuando había asistido a la conferencia del profesor en la Facultad. Aquel parecido, esa sutil resonancia me hizo tranquilizarme hasta el punto de sentirme muy cómodo hablando con él. Entonces caí en la cuenta de que la aureola de Bernardo no se ha extinguido. Quiere prolongar su existencia. Permanece crepitante en mí, mezclándose en mis sensaciones, interfiriendo juguetón en ellas. Una llama débil, moribunda a la que, de ciento en viento, aviva alguna corriente de aire. Sería demasiado fácil legar para la posteridad la biografía definitiva de Bernardo. Un resumen de setenta y pico años que termine con un escueto “esto es todo”. Porque Bernardo no puede reducirse a un terreno acotado. Su recuerdo crece, cambia de forma, se carga de nuevos atributos y, seguramente, se desprenderá de otros, aunque yo no me percate de esto último. El Bernardo de ahora no se parece al que yo tenía en mente a los diez años, y dudo que sea idéntico al de dentro de veinte, o de cincuenta. Me resigno a descubrir cosas, a descartar mis ideas preconcebidas. La elegía de Bernardo no puede cincelarse en piedra, solo garabatearse con lápiz fino, pues está sentenciada a la condición de esbozo perpetuo. Porque se trata de una elegía en construcción. Xabier Iñarra San Vicente

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DE LUCES TENUES Y CELOSÍAS A la memoria de Joaquín Sánchez–Prieto “No hay nadie; soledad, brisa, perfumes…” Isabel Villalta Son solo dos campanas. Su lugar es modesto, una espadaña de ladrillo sobre la cubierta de la iglesia del convento de las monjas. Atardece y los vencejos ensayan, sobre el cielo mestizo de la primavera, vuelos altos, quiebros rasando las tejas, chillidos muy semejantes a las llantas oxidadas de una vieja bicicleta al girar sobre su eje. La fachada del monasterio es humilde, mampostería y algunos ladrillos hilados con pericia en los dinteles de los vanos, también a modo de machones en jambas y esquinazos. Una arquería alterna, bajo el alero, las celosías de madera con los cerramientos de ladrillo, como si las prisas por cegar el acceso a las palomas hubieran desterrado cualquier consideración estética. Una cancela de hierro cierra el acceso a la portada del templo. La escultura de una Virgen tallada en piedra de cal reina en la hornacina que se abre sobre la puerta y, entre la verja y el muro, yacen cuatro arriates, tres de ellos atienden menesteres inútiles –contienen apenas solares de malas hierbas–, pero uno, el más cercano al brazo del crucero, ha encontrado el sentido a su existir perfilando el joven tronco de un laurel. Ese árbol lo plantaron las monjas días antes de marcharse, antes de abandonar los muros, alfarjes y galerías de este convento que aún atesora aires encerrados, tiznes añejos de cirios y candiles, aromas a incienso y a cera derretida, murmullos de cantos corales, procesiones de tocas blancas enmarcando rostros ahora ausentes y rezos tal vez estancados en un marasmo de casi cuatro siglos. Son solo dos campanas. En la villa añoran la cadencia de sus tañidos, hace demasiado tiempo que no se escuchan los badajos golpeando el verdear de las pátinas de bronce. Hace años que no se entreveran sus repiques agudos con los más broncos de sus hermanas mayores, las que aguardan sus afanes en la cercana torre de la parroquial de Santiago el Mayor. Durante la noche suelen verse luces tenues tras las celosías del convento. La madre abadesa y las hermanas se mudaron a otro monasterio de la orden de las Concepcionistas Franciscanas, así que los vecinos de la villa, desde entonces, fabulan historias sobre el origen de tan misteriosas luminarias. Algunos hablan de fantasmas, de espíritus errantes, de ánimas que vagan su eternidad por sobre el letargo polvoriento de las estancias. También se especula con que esas claridades proceden, quizá, de los huesos y las mortajas de las monjas sepultadas en el convento, huesos que fosforecen en la oscuridad al acercarse la templanza del estío. Algunos chiquillos intentan, a veces, demostrar su hombría colándose en el claustro tras escalar los muros del huerto. Más de uno se ha magullado las carnes o se ha quebrado algún hueso, pero no por ello desisten de valorar de esta forma el cuajo de su sangre. Y allí, junto a la balaustrada de madera que cierra la galería superior, se encuentran con el sosiego de dos cipreses viejos que cabecean, indolentes, ante la brisa del crepúsculo, también ante esos vientos recios que acompañan al aguacero. Allí se encuentran con los setos de romero y de lavanda, con los mirlos que saltan libres sobre las malvas, la avena loca y las ortigas, con los rosales que, salvajes, sin el aliento de podas, azadas ni abonos, aún florecen con fragancias amables en blanco, amarillo y escarlata. Durante las noches de Semana Santa, tras la hora de Vísperas, aún se escucha el latir del armonio por entre el presbiterio y la bóveda del crucero. El tenebrario, ese candelabro de quince velas encendidas que recuerda, durante

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el oficio de tinieblas, la pasión de Jesucristo, va perdiendo empaque conforme se apagan las llamas, una a una, hasta que la oscuridad envuelve la música en su manto azabache y ambas, tinieblas y salmos entonados, esperan en silencio la llegada del domingo de Resurrección. Las celdas de las monjas están vacías. Los jergones se cubren todavía por viejas, remendadas colchas de algodón, el polvo reposa sobre los suelos de barro, las arañas componen elaborados encajes en las esquinas de la sala capitular, en los brazos de los crucifijos, en las repisas de la enfermería y en la madera de los alfarjes. Hay un sosiego extraño que habita por entre los largos corredores, por sobre las mesas del refectorio, tras la penumbra que se cobija en las escaleras. Ya no hay rumores de hábitos blancos, ni de velos negros, ni de aquellas risas infantiles que quedaron detenidas, esgrafiadas, quizá condensadas en las aulas de una escuela –pupitres de madera, tinteros, tarimas, pizarras y tizas blanquísimas– que educó a tantas niñas, ni de pasos a veces apresurados, al amanecer, hacia un coro que alumbra, bajo el bostezo del armonio, los cánticos de la hora Prima y las cubiertas gastadas de misales, pasionarios y salterios. Y la cocina. Los aromas de los cocidos y potajes, de la menestra de verduras y del pescado rebozado aún se asientan por sobre un suelo salpicado desde hace siglos por las piruetas del aceite hirviendo y el divagar de la harina, de la sal, del vinagre y de la clara translúcida del huevo. Conservas de tomate y de pimientos, al baño maría y en tarros de cristal. Pastas de manteca y anís, mazapanes, cabello de ángel y tortas de harina y mantequilla. También las obleas de pan ázimo –sin levadura, solo una masa de harina de trigo y agua que se cocía en una plancha- con que elaboraban las hostias que se consagrarían en la Eucaristía. Olores que aún permanecen allí, apretados de recuerdos, sí, las esencias del espliego y del hinojo en la despensa, la fragancia de los membrillos y melones en la encimera, el pimentón, los ajos y los higos secos en un estante de la alacena, junto a los tarros con perejil, tomillo, comino, cúrcuma y azafrán. Durante la noche suelen verse luces tenues tras las celosías del convento. Durante el día, los vecinos de la villa murmuran historias que esquivan, con la gratuita temeridad de las leyendas, las cartesianas directrices de la razón. ***** Me llamaron una tarde del final del invierno. Dijeron que debía marcharme, que ya no me necesitaban, que mi vida ahora carecía de sentido en este lugar, que las cinco décadas invertidas por mí en este cenobio no merecían recompensa alguna. Mi juventud entregada a cambio de despedidas y reproches. Recogí mis magras pertenencias y partí al alba, sin despedirme, no quería enfrentarme a la indiferencia de algunas de las monjas ni a la nobleza que embadurnaba de lágrimas las mejillas de las que siempre me apreciaron, de las que sabía que siempre me echarían de menos, a mí y a esta villa del Campo de Montiel donde la clausura las recluyó desde la ya lejana, ingenua intemperie del noviciado. Dijeron que podía marcharme, que ya no me necesitaban. Y así lo hice, deprisa, sin mirar hacia atrás. Y cuando ellas cerraron todas las puertas y se fueron con su bagaje de cánticos y plegarias a otras tierras, recordé que, en el bolsillo interior de la maleta, aún conservaba la llave que daba acceso a los adentros del torno con que las monjas se comunicaban con gentes ajenas a la congregación. Y volví tras mis pasos, caminaba ya por la carretera que, tras bordear la ermita de la Virgen del Espino, cruza entre carrizos y espadañas el menguado lecho del río Azuer, sí, regresé entonces a aquellos ámbitos generosos en silencio, henchidos de soledad, de tantas evocaciones amadrigadas en mis entrañas. Regresé para quedarme. No albergué remordimientos ni sensaciones de estar contraviniendo estipulación moral alguna. Durante cincuenta años, ofreciendo toda mi juventud en aquel afán, –medio siglo, cinco décadas, diez lustros– había desempeñado un trabajo agotador, tal vez obsesivo, el de proveer de suministros a las moradoras del convento y el de cuidar la propiedad de interferencias mundanas. Cincuenta años de desvelos

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como guardesa del monasterio, como recadera y abastecedora de alimentos y enseres, como intermediaria entre el mundo de los mortales y el de la oración contemplativa hacia Dios Nuestro Señor. Regresé para quedarme, claro que lo hice, después de cinco décadas de entrega absoluta a este convento, ya no podía, ya no sabía vivir en otro lugar. ***** Durante las noches de Semana Santa, tras la hora de Vísperas, se escucha el latir del armonio por entre el presbiterio y la bóveda del crucero. También se apagan las llamas del tenebrario, una a una, hasta que la oscuridad envuelve la música en su manto y ambas, tinieblas y salmos entonados, esperan la llegada del domingo de Resurrección. En el claustro, junto a los dos cipreses viejos, enlazo con hilos de cáñamo los tallos de la rosas recién cortadas, rosas de fragancias amables en blanco, amarillo y escarlata. Y en la cocina, apretados de recuerdos y rutinas, aún se prodigan los humos del aceite hirviendo, las cabriolas del azúcar y de la harina, el olor de las pastas de manteca y anís, los aromas de cocidos y potajes, las esencias del espliego y del hinojo en la despensa, sí, aún permanece la fragancia de los membrillos y melones en la encimera, del pimentón y los higos secos en un estante de la alacena, junto a los tarros de perejil, de tomillo, de comino, cúrcuma y azafrán. Este es mi secreto. El secreto de la guardesa del convento de las monjas. Y mientras, al atardecer, el joven laurel se eleva hacia la Virgen tallada en piedra de cal que reina sobre la portada del templo, mientras los vencejos ensayan, sobre el cielo mestizo de la primavera, vuelos altos, quiebros rasando las tejas, chillidos muy semejantes a las llantas oxidadas de una vieja bicicleta al girar sobre su eje, durante la noche suelen verse luces tenues tras las celosías del convento. Algunos en la villa siguen hablando de fantasmas, de espíritus errantes y de ánimas vagando su eternidad por sobre las estancias. Tal vez no les falte razón. Tal vez, dentro de algunos meses o de algunos, pocos años, cuando yo fallezca en la soledad de este cenobio, los vecinos de esta villa del Campo de Montiel puedan escuchar cómo los repiques agudos de las dos campanas del convento se entreveran con los más broncos de sus hermanas mayores, las que aguardan sus afanes en la torre de la parroquial de Santiago el Mayor. Tal vez dentro de algunos meses o de algunos, pocos años, tras mi muerte en la soledad de este monasterio, los vecinos de esta villa de Membrilla puedan contemplar, durante la noche y tras las celosías del convento, las luces tenues de unos huesos que fosforecen en la oscuridad al acercarse la templanza del estío.

José Agustín Blanco Redondo

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CRIMEN Y CASTIGO I Es domingo. La cuadrilla acaba de salir de la película de las cuatro y cuarto y, junto con otras cuadrillas, se dirige hacia la sala de juegos con intención de apurar las últimas horas del fin se semana. Las chicas brillan por su ausencia. Apenas les quedan entre dos y cinco pesetas de la paga del domingo a cada uno. La mayor parte, diez pesetas, la han gastado con la entrada de cine. Lo que sobra servirá para comprar un par de pastas y un paquete de pipas o echar unas partidas al futbolín. Últimamente la cuadrilla opta por el futbolín; así la paga se estira un rato. Además, a veces se las arreglan para taponar las porterías, siempre y cuando la dueña de la sala de juegos no les pille, menuda es ella. En todo caso, tanto las pipas como las partidas se acaban pronto. Joseba está harto de todo esto. Lleva semanas pensando en que el tiempo vuela cuando apuras tu paquete de pipas o juegas al futbolín, pero es condenadamente lento cuando eres un mero espectador. Está decidido a que la situación cambie. Y ese cambio tiene que llegar más pronto que tarde. II El miércoles no hay clase por la festividad del santo patrón de los maestros. Sobre las once de la mañana empieza a llover y la madre de Joseba se apresura para llegar a casa con las compras. Mientras retira la ropa tendida en el balcón, el chaval ayuda vaciando la bolsa que su madre ha dejado sobre la mesa de la cocina. Entre las compras algo llama poderosamente su atención: el monedero de su madre. El chico siente que se encuentra ante su gran oportunidad. Con mucho cuidado abre el monedero y examina su contenido: un billete de quinientas pesetas, otro de cien, varias monedas de una peseta, alguna de cinco y una preciosa moneda de cincuenta pesetas. La elección está clara. Su madre echaría en falta cualquiera de los billetes y él está harto de las malditas monedas de una y cinco pesetas. Sin dudarlo, Joseba se hace con la moneda de cincuenta pesetas y la guarda en el bolsillo del pantalón. El resto del día transcurre plácidamente, entre cábalas sobre cuál será el destino del botín conseguido. Cierto es que, cuando se cruza con su madre, nota un ligero subidón de adrenalina que se ve mitigado al acariciar la moneda en el bolsillo. De noche, antes de caer en un sueño que hoy tarda en llegar, se da cuenta de que sería sospechoso que gastase algo del dinero antes del domingo. No importa, él sabe esperar su oportunidad. III Al día siguiente, de camino a la escuela, Joseba se siente superior al resto de los chicos. Menudos pardillos, no tienen idea de la fortuna que lleva encima. Tal vez mañana lo cuente a algunos de sus íntimos, para que flipen un poco. La sensación es estupenda, aunque según avanza el día se le hace un poco molesto tener que estar comprobando de forma regular si la moneda sigue en el bolsillo. Es lógico, nunca ha tenido en sus manos tanto dinero junto. De vuelta a casa, la habitual sonrisa amable de su madre es diferente. ¿Sospechará algo? ¿Habrá notado la falta de la moneda? Ante esto y puesto que acariciar la moneda que ha estado palpando todo el día no le produce alivio, procura evitar a su madre hasta la hora de acostarse. Nuevamente el sueño tarda en llegar, parece que se está convirtiendo en un hábito. No pasa nada, mañana en clase más de uno se quedará boquiabierto. IV El viernes sería el mejor día de la semana si no hubiera que levantarse temprano para ir a clase. Todo el mundo está

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de buen humor y normalmente las tareas de la escuela son más relajadas que el resto de la semana. Además la perspectiva de todo un fin de semana por delante eleva la moral de cualquiera. Por si fuera poco, Joseba está convencido de que hoy, para un pequeño grupo de elegidos (los amigos más cercanos a los que hará participes de su hazaña), él va a ser la envidia de la escuela. Sin embargo, según se va acercando a la cuadrilla, nota que algo ha pasado. Pedro está hablando en voz baja y con gesto grave. Joseba acierta a oír que Ángel no irá a clase hoy ya que su padre le ha dado una paliza con el cinturón por haber robado una revista en la librería. Al parecer el librero no quería meter en problemas al chico, pero un testigo ha ido con el cuento al padre. Fernando comenta que oyó a su hermano mayor decir que alguien se ha chivado de que los de octavo han robado un balón del gimnasio y les ha debido caer una gorda. Joseba queda mudo, mejor que se olvide de las palabras que había ensayado para impresionar a sus amigos. La oleada de crímenes se le antoja totalmente inoportuna para sus intereses. A lo largo del día evita el contacto con su cuadrilla. Varias veces se sorprende a sí mismo con la mano en el bolsillo del pantalón, aferrando la moneda de forma inconsciente. La palma empieza a dolerle. ¿Por qué le sonríe su madre de ese modo cuando llega a casa por la tarde? Con la excusa de hacer los deberes para el lunes se encierra en su cuarto hasta la hora de cenar. Cuando se acuesta, como no podía ser de otra forma, se le hace difícil conciliar el sueño. Es imposible relajarse pensando en el amplio catálogo de castigos que pasan por su cabeza. Por si fuera poco, ahí está ese molesto dolor en la palma de la mano que tampoco ayuda. V El sábado amanece con un rayo de esperanza para Joseba. Queda un día para poder disfrutar de su botín y está seguro de que pronto las penalidades pasadas serán motivo de risa cuando piense en ellas. De todas formas, todavía no ha decidido el destino de su fortuna. Bueno, hay tiempo para ello. A fin de evitar cruzarse con la mirada de su madre más de lo estrictamente necesario decide salir muy temprano de casa. Tampoco quiere juntarse con su cuadrilla, seguro que le distraen con los chismes de los castigos que han recibido Ángel y los de octavo. Pero no hace falta que nadie distraiga al chaval. Bien sea por la falta de sueño acumulada o bien por la necesidad de buscar lugares apartados de sus amigos, el día pasa sin que Joseba consiga decidir qué hacer con el dinero sustraído. La soledad de su cuarto al acostarse tampoco le resulta propicia puesto que, como es habitual, mañana vestirá la ropa de los domingos y su madre ha echado a lavar los pantalones que ha vestido toda la semana. En consecuencia, la moneda que había encontrado acomodo en el bolsillo del pantalón se halla ahora en su mano. Sería horrible que durante el sueño la moneda se extraviase. Realmente no se augura una buena noche. VI Es domingo. La cuadrilla acaba de salir de la película de las cuatro y cuarto y, junto con otras cuadrillas, se dirige hacia la sala de juegos con intención de apurar las últimas horas del fin de semana. Las chicas brillan por su ausencia. Ademas de la habitual paga del domingo, Joseba tiene en su poder la moneda de cincuenta pesetas intacta. Sin embargo, apenas ha disfrutado de la película y las partidas de futbolín pasan sin pena ni gloria. Llega la hora de irse. Tras despedir a sus amigos se da cuenta de que no puede aparecer por casa con la maldita moneda en el bolsillo. En un impulso repentino decide gastar todo el dinero en chuches. De vuelta a la sala de juegos su decisión le genera cada vez más dudas. ¿Qué hacer con tanta chuche? No puede comérselas ni llevarlas a casa. Sin apenas darse cuenta Joseba llega al mostrador de chuches y allí encuentra la mirada apremiante de la dueña. Tras un breve repaso de lo que le ofrece el mostrador, suplica con voz temblorosa: “quiero cincuenta chicles”. Ante

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lo extraordinario de la petición, la dueña se limita a entregarle los cincuenta chicles tras haberlos contado sin apartar su mirada del chico en momento alguno. Ya de camino a casa, Joseba da cuenta de los cincuenta chicles uno a uno, escupiéndolos según van perdiendo su sabor. Frente al portal de su casa se deshace del último con una satisfacción contenida. Cuando su madre le abre la puerta y lo recibe con su habitual sonrisa siente una paz que no experimentaba hace tiempo. Hoy dormirá a pierna suelta.

Cesar Gandarias Badiola

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MEMORIAS POLÍCROMAS Me enteré del fallecimiento de Damián por una llamada de María y, embargado por la nostalgia y sin pensármelo, después de conducir ocho horas he regresado al pueblo para asistir a su entierro. La muerte le sobrevino cerca del angosto caserío cuando regresaba a él por primera vez desde su lejana partida ocurrida hace cinco décadas. Llegaba andando, derrotado, maltrecho. El aire de la casucha donde habitó sigue siendo el de aquella época, un espacio de cinco por seis metros, parcelado por harapos. El espacio huele a amasijo de orines de gato, a excrementos varados en el tiempo. Sobre un jergón desvencijado yace Damián. Disfrazado de señorito de cuerpo presente, envuelto en lutos ajenos, que le puso con dificultad María después de fenecer. Se le ve tan poca cosa… es como un pobre pretexto. Su oportuno amén de siempre reducido a guiñapo inhábil, a despojo abatido en plena deserción. Ay, Damián, que siempre fuiste un desastre para todo, acuérdate si no del hambre que pasaste aquellos primeros años con tus melenas de hippy, vendiendo collares, pulseras, aderezos de cuero y alambre de cobre en Ibiza; todo ello antes de convencer al anciano labriego para que te alquilara el molino junto al mar y, una vez convertido en chiringuito, con el trabajo de María y los demás, escalar a la efímera opulencia. Acuérdate a partir de ese día de los buenos tiempos en Ibiza, y de la abundancia que te hacía bella la vida; ya no tuviste que arrastrar la culera buscando colillas de “maría” como al principio. Ay, Damián, lo que es la vida; ahora, aún con los ojos cerrados adivino tu mirada diciéndome qué se le va a hacer, que no todo va a ser puestas de sol junto a la playa envueltas en música, champán y hachís. Sí, Damián, menudos tiempos, menudas noches y menudos amaneceres; lástima que no fueran para siempre. Miro y cruzo un gesto con María, tu perenne compañera, el amor eterno que siempre se iba y volvía como una ola de mar para morir en tu playa, para perdonar tus desatinos. Ella, tu eterna enamorada, me responde con el brillo de sus ojos ajados, desbrozados por la vida. Emocionada por mi presencia, contempla cómo miro tus pies hinchados y descalzos, sucios, semejantes a los exvotos púnicos y, como ellos, roídos por una larga existencia. Estos pies desnudos son dos milagros con respingo de exequias, las dos plantas de terreno sobre las que cultivaste tu existencia hasta que la cabeza se negó a que caminaras sobre ellos y comenzó a obligarte a ir arrastras. Ay, Damián, desde estos instantes luctuosos tendrás que aflojar las riendas de tus raíces y labrar tu existencia en los campos del vacío, en el caos eterno de las estrellas donde sólo advertirás sus destellos. Aquí, ahora, no doblan a muerto las campanas del pueblo –porque las robaron–, no arden con llanto de fuego; huérfanas quedaron las espadañas, como los lugareños, se fueron o se las llevaron. ¡Cómo pasa el tiempo! Con un pañuelo liado sobre tu cuello para mostrarte elegante, ahora, más pareces un dandi del más allá. Lejos quedó aquella época en que te cortaste el pelo, lo engominaste y, con un traje de rayas, una flor y unas gafas ahumadas de carey ibas de farra en farra con la alta sociedad que, paleta, desembarcaba en la isla con ganas de comerse la noche, beberse el mar y fumarse hasta las chumberas… y no es que yo te envidie, que sí, que algo te envidié por la vida que llevabas, es que ahora no tienes más que verte peripuesto como si meditaras, tumbado con las manos sobre tu pecho como te colocaron tras el óbito, y, qué decir de ese pedazo enorme de hebilla del cinturón que te atiranta el pantalón hacia arriba, dejando visibles los negros nubarrones que envuelven tus míseros zancajos y contrastan con el color maldito del “nunca jamás” de tu cara. Qué cruel la vida para algunos Damián, qué efímera la alucinada felicidad aquella que alcanzaste en el viejo chiringuito del molino con el contrabando de la bebida y el tabaco, no, la droga, no, sólo era para consumirla, no para

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hacer negocio, como tú siempre decías. Whisky de Escocia y rubio americano; algunos buenos aparatos de música y relojes de marca. Todo de calidad garantizada. ¿Llegó la mercancía? –preguntabas– pues qué bien. Y te enfrascabas en escuchar música; no la de Pink Floyd o Jethro Tull como siempre, ahora sólo discos de Wagner y Tchaikovski. Sinfonías que te adentraban en la meditación sobre sicología y cultura, aunque la tuya era la que te daba la vida, aderezada con revistas y fascículos de Historia y Geografía, de Arte y de Cine, bueno, de cine la tira, visionabas todas las cintas de Cinecitta, de Hollyvood, de la Metro, Century, Warner, Paramount, visionabas todas ellas como enciclopedia de la vida… ¿De qué te sirvieron? Sólo tú lo sabes. Perdona Damián por recordártelo, pero un día como hoy, tú te acuerdas, nada más dar tierra a Juan “el bizco” que murió de tuberculosis y hambre, cuando regresamos al pueblo os fuisteis la mayor parte de los jóvenes. En unos hatillos os llevasteis todo cuanto pudisteis llevaros. Corrimos tras de vosotros, pero no quisisteis volver, y tú caminabas gritando más que nadie que no volverías a pisar este pueblo de mierda. Vimos la nube de polvo que levantasteis. Nadie regresó. Al poco, nos fuimos todos los que quedamos. ¿Dónde íbamos y tan de pronto tantos? Se preguntaban los mayores. El mundo es muy grande. De aquí, así, sin más, nos arrancamos los jóvenes y nos traspusimos a otros lados echando raíces. Los mayores se quedaron asombrados, de verdad. Todos nosotros dejamos una miseria para meternos en otra miseria y, además que no conocíamos. Aquí nos mataba el hambre, pero, por ahí había otras hambres y miserias, y si algunos no las pasamos, criamos otros sinsabores. A mí, como a todos nosotros, se nos hizo difícil dejar este pie de vida y de muerte, el nido de la desesperanza, el sudor de nuestros padres y abuelos, el de nuestros ancestros, la camada de nuestras gentes, las alegrías y las penas de nuestros campos, por los que hemos ido y venido de niños y adolescentes. Del mirar de nuestros mayores al cielo para rogar que germinaran las simientes; aquí contemplábamos con desespero el desprecio de las estaciones, aventando sospechas de reveses o, del acariciar esperanzas que jamás cuajaban. Se nos hizo muy duro salir al encuentro de otros páramos. Tú, Damián, te fuiste, todos nos fuimos, ya ves. María se vuelve hacia mí y me habla con suavidad: —Jose, él sabía que vendrías a su entierro. Remiré las viejas baldosas de la estancia, todo aquel olvido amontonado de polvo y tierra que habitaban las casas abandonadas del pueblo, y pensé en la penosa travesía de la juventud saqueada por la sed y la huida, el majestuoso fósil del desértico campo convertido ahora en monumento al desconsuelo. Y rememoré aquel día de la huida después del entierro de “el bizco”. La luz sobre la comarca, cada día era más enconada. Una pared de neblina como yeso, de resultas de la calima que cegaba los horizontes. El pueblo había desaparecido en las fauces de un fuego, de una sequía que duraba ya trece meses. “No lloverá, –se decía por el pueblo–, no caerá una gota jamás”. En el vasto secarral rebotaba el sol hasta hacerlo hervir como borbotones de lava. Los cardos borriqueros se quebraban a media asta y al roce con el suelo ardían en llamas. Se dejaron de ver pájaros. El último gorrión revoloteó un día desquiciado, sin tino, ofuscado por el sol blanco de la sequía. Con esta naturaleza, sólo el fruto del hambre y de la tuberculosis nacía en todas las partes, en los campos ardidos, en la atmósfera exánime, en la noche con que la muerte nos había envuelto con su enredadera. El pueblo se sumió en un silencio que corrompía la esperanza de los moradores, una muerte silenciosa que caminaba agazapada, hacia nuestro anhelo, a la caza del final de nuestra paciencia. De nada sirvieron las rogativas y paseos del santo, porque sólo acudían a ellos los jinetes del apocalipsis sangrando estruendos devastadores, aquí sólo había muertos esperando a la muerte. Damián, tú sabes mejor que nadie que ya no manan las cien fuentes, porque las corrientes del agua, aquellas que bañaban estos predios, dieron un rodeo y pasaron de largo, pero, ¿dónde iban los sudores de nuestro trabajo para que sólo germinaran los árboles de sal? ¿Qué pudimos hacer? ¡Nada! Por eso nos fuimos lejos, a lugares donde la gente no sabía para qué sirve la lluvia pues no era esa su zozobra.

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Hoy arrastro nostalgias de nuestra infancia párvula, Damián. Hoy que te llevaremos calleja arriba en soledad hasta el cementerio, arrastro recuerdos de arenques en papel de estraza con polvo de aire abrasador, feroz espejismo marino en el secarral de mi boca niña. Arrastro cálidas ventosas, cultivadas en mi espalda, como calenturas heladas envueltas en cristal para ahuyentar la enfermedad. Nostalgias de lejanos seis de eneros con estertores de mágica esperanza que concluían en zozobras y llanto. Juegos de niñas en corro, unidas sus manos, danzando sus pies todo candor y corazón, cantaban que querían ser más altas que la luna, poder llegar hasta ella, pero, las abrasó el sol. Y los muchachos en grupo corriendo detrás de un balón hecho con lana y revestido de saco, no sé si éramos buenos o malos, pero, que yo recuerde, no logramos nunca meter un gol al arco iris… hasta este fenómeno del pueblo huyó. Aún guardo la foto que nos hizo aquel extranjero junto al arroyo y, que un día un desconocido cartero nos la entregó. Ambos estábamos con una lata mohosa al acecho de cualquier renacuajo. Esta foto huele a paja ya seca, a cebada fría huele. A surco en barbecho. Está de color sepia, es un alegre testimonio tostado por el tiempo. Sé, porque me lo contó Manolo el de los perros, que en estos últimos años te veía entre estampitas, tirado en el suelo con el desmoronamiento de una marioneta y, la mano extendida a lo que caiga o deje caer la providencia, haciendo jornada laboral en las misas, rosarios y triduos de Santa Eulalia. Templo en el que ejercías la práctica de la misericordia. Y que fuera de horas sacras, recibías algunos auxilios del clero que os permitían vivir a ti y a María, en un desvencijado torreón almohade de las afueras. Quién te iba a decir que acabarías así, sobre todo tú, que nunca creíste en Dios, sino en la sublime filosofía de un judío mal comprendido, que les cantó las cuarenta a los que engañaban con tanto incienso y parafernalia. También me dijo Manolo, nuestro paisano, que te gustaba estar allí, en el interior del templo, que el olor a cera quemada inclinaba cabezas y bajaba voces, que no tenías psicosis religiosa ni entrabas en trance, pero, que allí olía a Dios, porque Dios, estaba allí. Hora es ya de que te diga cuanto amé a María, tu eterna amante, la que siempre te siguió, la que hoy te entierra. Esta ruda talla aquí presente, imagen de vivencias agresivas, esta masa de carne aventada de suspiros, esta carne clavada en disgustos, esta carne que como nadie ha capeado tus vientos y mareas, carne desgarrada, carne enamorada. ¿Recuerdas? Ambos íbamos a buscarla a aquella casita que era como un cubo blanco con llagas de barro y heridas de aloe. Dentro, sólo había oscuridad y sombras que nuestros corazones iluminaban con amor. Era luz de ebrias luciérnagas habitando en estómagos hambrientos. El amor que yo sentía por María, era una voraz enredadera de albahaca y yerbabuena. Anhelaba morder con lujuria aquella fruta madura. Besar sus labios dorados de ángel que olían a pan y sabían a gloria. Los latidos de mi corazón rebotaban de monte a monte. Pero, te eligió a ti, Damián. Y María te siguió hasta las mismísimas puertas del infierno… ¡Qué amor más grande el suyo! Muchas veces, tristes veces, mis lágrimas por ella eran un mar embravecido que anhelaban repuesta al desamparo. Desvalido os miraba, esperando angustiado el día de la zozobra, allí donde vuestra unión fuera para mí una felicidad engañosa con olas que engullirían mi alma. Pero, aunque nunca os casasteis, nadie ni nada os separó. Ni siquiera los últimos y difíciles años. — Oye, Jose, ¿por qué no rezas un padre nuestro? –me insinúa María. Tras la oración, María, sentada sobre el arcón del principio de la soledad, está sin norte, transita el desierto extraño que la cobija en el más ingrato de los abandonos –la muerte–, bajo una fría incertidumbre. ¿Qué hará ella ahora? María, inquieta, solicita el amparo de la negación para rendirse al instinto vivificante de las lágrimas, urgencia que, al fin, calma el malestar de la resignación. Conmovido e incapaz, presencio su llanto. Pero María es fuerte, de improviso, se inclina, besa el rostro de Damián, acaricia sus manos en un ímpetu afectuoso para aliviar su dolor, pero, gime una y otra vez ante la evidencia y la turbidez de la muerte. Me mira, y en su inmensa mirada comprendo que, ante ella, como ante mí, se precipitan una avalancha de vivencias comunes de los tres, olvidadas, fenecidas en la ado-

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lescencia. Los gestos de amistad, las peripecias cachondas, incidentes de cualquier tipo, los dimes y diretes, el roce de cada día, aquel beso largo y profundo que nos dimos en la fuente del tejar, –aún niños–, ¿todos estos recuerdos fueron realmente así o es la quimera de hechos deseados? El camposanto, abandonado desde que nos fuimos todos, denota que hace muchos años que no recibe visitas. Ahora es un lugar lleno de hierbajos y rosales bravíos. El tapial, posee aún, en el cabezal de la entrada, una pupila de tres ángulos por la que huye la esperanza con rumor de “dies iraes”. Triángulo al que de niños nos gustaba apedrear, puede que como rabieta por saberlo lugar de futuro encierro. María corta unas rosas silvestres y las deposita sobre el improvisado y humilde ataúd. Si ella hubiera podido llorar, lo habría hecho, pero, desde que llegó a este secarral, ha llorado tanto que, ya no le quedan lágrimas. A mí sí, me brotaron por primera vez desde mi llegada las lágrimas. Lloré hasta que me abrasaron las pupilas, buscando refugio en la amargura melancólica del alma que calla, contempla y se estremece en los recuerdos. Allí mismo, en el campo santo, me despedí de María con un beso y un fuerte abrazo por los siglos de los siglos. Mientras me alejaba en el coche, pude contemplar que el pueblo era como una teta blanca, reseca, cuyo pezón es un desmochado campanario. Allí se quedaba mi infancia, mi adolescencia y, aquel gran amor que murió sin germinar, como murieron allí tantos y tantas cosas.

José Luis Bragado García

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AQUEL AMIGUITO DE CUANDO LA INFANCIA Cuando el sol se posa de nuevo sobre la sombra y los cementerios arropan senderos diminutos poblados de hormigas, ese bocado de tierra que te envuelve, esa hendidura donde nunca pudiera penetrar el perfume de la primavera, perturban la armonía de todo lo creado. — Hijo de mi alma y de mi corazón. Es tu madre, carne dolorida, maldiciendo a los asesinos que hasta aquí te bajaron. Aunque no puedes escucharla, sus gritos sobrepasan las cúpulas de los cipreses. Si la vieras, no la reconocerías. Agotada viene, desbordada por el rencor, hundidos los ojos en las órbitas, latiéndole el corazón como una ruina. Si la vieras, muchacho, la confundirías con una lluvia descontrolada. Tú has sido víctima del pecado más viejo de la tierra. Sorpresivamente, cuando los pájaros decoraban la túnica gris de los olivos, cuando el viento era caricia de cigüeñas sobre los campanarios, tu camino, atropellado por un insulto de botas y guerreras, se colaba en la sombra. ¿Alguien anduvo ponderando los símbolos del martirio? ¿Insinuaron algunos labios que los niños, aunque rotos, vuelan victoriosos sobre los astros? ¿Hubo manos que pintaran coros infantiles sacrificados alrededor de un resplandor divino? ¡Mentira! La infancia es resurrección, energía dichosa. Todo niño lleva en el alma un compromiso de victoria, el oro de las nubes y el agua que en ellas se insinúa. Aquellos que la destruyen por encima de todo raciocinio, derraman sobre el fango el aroma de la vida. Ayer: celebración de un rostro femenino esparcido hacia dentro. Ahora: plumaje de Paloma abatida, brillo sobre espadañas de melancolía, risas juegos convertidos en distancias, la liturgia terrible de la muerte. — ¡Hijo de mi alma y de mi corazón! Es tu madre, arrodillada sobre arcilla húmeda. Ella recuerda días de ilusiones, muchas horas gastadas a tu alrededor y no comprende, terriblemente conturbada, que todo, tras un minuto de estupor, haya quedado en esto. A la tumba has bajado como testimonio de la barbarie humana, como desnudez absoluta que desprecia las condecoraciones, los brichos dorados de los uniformes, los cenotafios, la razón de las armas. ¡Pobre muchacho roto! Caminando ibas de cara al amanecer y el látigo de la discordia, irracional, te ha regresado hasta la sombra de la que apenas habías salido. Porque la infancia significa resurrección, porque la guerra inflama el viento de soledades turbias, algún día tiene que sublevarse la tierra, esta tierra que engendra la vida y al mismo tiempo, borra nuestros caminos para siempre. El amor es rosa de reflejos altos que acaban en las mejillas de los niños, latido profundo cuajando una presencia

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femenina, horizonte donde el vacío se humaniza; la guerra, odio, trompetas de sonidos descompuestos, el esqueleto de la bienaventuranza. — ¡Hijo de mi alma y de mi corazón! Muchas más cosas, arrodillada bajo el silencio, quisiera ella decir ahora, palabras de ternura como cuando te dormía en sus brazos, voces condenatorias contra los hombres que de ellos te han descolgado, la invocación de un paraíso sin mentiras, pero no puede, la garganta se le atora, aturdida tiene la mente, descontrolado el corazón, todo el peso del universo sobre los ojos. Los cuerpos de los niños muertos en la guerra son el símbolo de la injusticia absoluta. Si tuvieras oídos escucharías las canciones de los soldados, mochines irreflexivos que celebran una victoria, pero ya no los tienes y mientras ellos gritan, beben, alzan banderas, tú te deshaces bajo ese polvo que nada comprende. ¿Estás ahí porque tienes que estar, porque alguien dijo que este día preciso, sin excusas, tu carne debía abonar la tierra? ¿Es necesaria esa soledad, ese silencio, ahora que el sol alumbra como algavaro de antenas infinitas, ahora que alza el universo gestos amables? El ejercicio de la sombra nunca es para los niños una asignatura pendiente. Tu vida había sido programada desde la eternidad. Los hombres que la han cortado antes de tiempo, desbordada limitación ejecutiva, también, aunque respiren, han caído ya en el abismo. — ¡Hijo de mi alma y de mi corazón! ¿Qué queda de tu madre, carne envejecida, impregnada de androfobia, al borde de una aurora que ya no alumbra? Es la misma que ya se abriera ante la vida como quien contempla su propia creación, la que glorificaba el don de la renuncia por tu causa, la misma que un día amara al varón, ese que pulsa el botón de los proyectiles, el gatillo de las metralletas y destruye la vida de los niños. Ahora , desesperada, mira hacia el fondo del vacío, a manera de pez asustadizo, más convencida a cada momento de que vuestra tragedia ha sido definitiva. Miles de madres por todos los caminos, con la guerra clavada en los ovarios y los ojos acribillados sobre trincheras impías. Ellas no comprenden que sus hijos se marcharan tan temprano, con las manos vacías, y después nazca el sol y fecunde las cementeras. ¿Te hablaron en la escuela de banderas enemigas, del dios que bendice la batallas? ¡Mentira! Felonía de gente violenta, eco fúnebre en la maraña de los tópicos, estrategia torpe de manipulación. — ¡Hijo de mi alma y de mi corazón! A ti te pertenecía el milagro del equilibrio, la brisa que acaricia la piel cada mañana, el remanso de los astros donde jamás llega la noche. Los guerreros que rompieron tu vasija nueva, gente henchida de ponzoña, han derramado sobre el fango el aroma de la vida. Manuel Terrín Benavides

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