Ja'ab

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El Autor Joan Serra Montagut La Novela JA’AB Los colaboradores Ilustraciones: Céline Monteagudo (dibujos originales sin tratamiento digital) Fotografía: Joan Serra Montagut Diseño y maquetación: Luciana López y Riccardo Errichi (Musa Design Studio) Edición y corrección: Alejandrina Garza de León Impresión: Grupo Impresor Unicornio

Primera edición: febrero de 2012 D.R. © Joan Serra Montagut, 2012 jaab.novela@gmail.com ------------ISBN 978-607-00-5371-9 Reservados todos los derechos. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio electrónico o mecánico sin consentimiento del legítimo titular de los derechos. Hecho e impreso en Mérida-México Made and printed in Merida-Mexico


Joan Serra Montagut



Táan ts’íibil Máax síij utia’aj ts’íibe’, tuláaklu wíinklile’ ku je’epajaj utia’al u k’am u miaatsil yóok’oj kaab. U k’u’uk’ume’, ku p’atik yo’lu tuunchij ju’une’, u buuts’il u woojil u wu’uwu’uts’il u kaanilo’ob u tsolilo’ob u tuukul. Joan Serra Montagute’, juntúul sak ch’o’jij ichij xi’ipal tu t’anen in beet u táan ts’íibil le analte’ kan a xoke’exa’, u k’aaba’e: “JA’AB”. Junp’éel pikit lajka’a u xookilo’ob, tu’ux máax kun xokje’, yiche’ yaan yáalka’ tu sak beejilo’ob u k’ajóot tu t’aanilo’obe’, ba’ax a’ala’abi’. U winalilo’obile u winalilo’ob u ja’abil sak wíinko’ob, tumen Joane’ ti’u lu’umil sak wíinik u taal, chéen ba’ale’, ku xi’ixmukuytaj u wíinklij tyo’olu lu’umil Mayab, le beetik tu ts’aj “JA’AB” ti’u analte’. Ti’ kun ilbij u kuxtaj táanxejtu’ux máako’obi’, u tuukulo’ob, u k’uujilo’ob, u aluxilo’ob, u k’aasijba’alilo’ob, u wáayilo’ob, u ja’asaj óolilo’ob yéetej u pixanilo’ob. Beeyxan junp’éej k’exkuxtalij yéetej junp’éej jo’lajun k’inbesaj k’aaba’il. U k’uchuj sak wíinko’ob t-lu’umij yéetej u tóoka’aj úuchben analte’ob. Yaan juntúul chan x-ch’úupaj bisa’ab men iik’o’ob, yéetej juntúuj xi’ipaj tyóotu beet junp’éej túunben k’uujij péeksil. Juntúuj ko’olej yéetej juntúuj xiib taalo’ob Tulum yéetej Cancun… Juntúuj box xi’ipaj ja’tsu paax. Kin ts’ik in níib óolaj ti’ Joan tyo’olaj le táan ts’íibil ti’u analte’ tu k’áatajtena’, chéen kin k’áatik ti’ JUNAB K’UUJ ka’a u ts’áajti’ u tuukulij ku ts’íibt uláak’o’ob. Manuel Jesús Ortiz Pacheco Escritor



Prólogo Quien nació para escribir, todo su cuerpo se abre para recibir la sabiduría del mundo. Su pluma deja sobre la roca del papel el humo del jeroglífico de las ondulantes serpientes de las historias de su pensamiento. Joan Serra Montagut es un joven que me llamó para hacer el prólogo del libro que usted ahora leerá; su título es: JA’AB (AÑO). La obra es un abanico de doce lecturas, y quien lo lea, sus ojos habrán de recorrer sus blancos caminos para conocer con sus palabras lo que se contó. Sus meses, son los meses del año de los hombres blancos, porque Joan procede de la tierra del hombre blanco; sin embargo, su cuerpo se estremece por la tierra del Mayab, por ello tituló JA’AB a su libro. Allí se narra la vida de hombres de otros lugares, sus pensamientos, sus dioses, sus duendes, sus demonios, sus hechiceros, sus espantos y las almas de sus muertos. También, un cambio de vida y el festejo de una quinceañera. La llegada de los españoles en nuestra tierra y la quema de antiguos libros. Hay una niña que fue llevada por los vientos o espíritus, y un muchacho que quiso fundar una nueva religión. Una mujer y un hombre que vinieron a Tulum y a Cancún… Un muchacho negro que toca maravillosamente. Agradezco a Joan por permitirme prologar su libro. Él me lo pidió, ahora sólo pido a Dios que le dé el pensamiento para que escriba otros más. Manuel Jesús Ortiz Pacheco Escritor



Fa quatre anys vaig trepitjar per primera vegada l’àrea maia i me’n vaig enamorar sense poder ni voler evitar-ho. Vaig col·laborar amb una associació anomenada Los Patojos, en un municipi ubicat molt a prop de la ciutat d’Antigua Guatemala. Recentment, he tingut l’oportunitat de treballar en un projecte de gestió cultural a la ciutat de Mérida, capital de Yucatán. Evidentment, no es tracta d’una casualitat. Ha estat, intencionadament, una manera de retornar a una terra de la quan no me n’he deslligat mai més. Per diversos motius, el 2012 es considera l’Any de la Cultura Maia. Ja feia temps que volia escriure una novel·la sobre aquesta àrea que comprèn El Salvador, Hondures, Guatemala, Belize i Mèxic i sembla que ara és el moment adequat. En la llengua maia que es parla a la Península deYucatán, ja’ab significa any i això, estimat lector, estimada lectora, és precisament el que intento regalar-te. Un any de la quotidianitat màgica de l’àrea maia. Un any per comprovar que els sentiments de l’ésser humà són transversals i que no coneixen fronteres de cap tipus. Un any per conèixer de ben a prop aquest poble complex i divers. Un any per visitar, a través de les pàgines d’aquest llibre, 12 ciutats, 12 escenaris d’inigualable bellesa, 12 personatges i 12 motius per reflexionar sobre la vida, la superació personal, l’amor, l’art, la curiositat, la cerca de respostes, el pas del temps, la mort i l’eternitat. A mi em regalo la possibilitat de recollir i immortalitzar totes les impressions, vivències i sensacions que he tingut durant aquests mesos de convivència amb el passat, el present i el futur d’aquesta porció de món. T’invito a que gaudeixis d’aquest viatge, que et deixis endur pels suaus meandres dels camins maies i que coneguis aquest poble excepcional, els seus paisatges i les seves tradicions però també els seus contrastos i les seves enormes potencialitats. L’ara de l’àrea maia. Joan Serra Montagut, autor de JA’AB Mérida,Yucatán (Mèxic) Febrer de 2012



Hace cuatro años pisé por primera vez el área maya y me enamoré de ella sin poderlo ni quererlo evitar. Colaboré con una asociación llamada Los Patojos, en un municipio ubicado muy cerca de la ciudad de La Antigua Guatemala. Recientemente, he tenido la oportunidad de trabajar en un proyecto de gestión cultural en la ciudad de Mérida, capital de Yucatán. Evidentemente, no se trata de una casualidad. Ha sido, intencionadamente, una manera de regresar a una tierra de la cual ya no me he desvinculado jamás. Por varios motivos, el 2012 se considera el Año de la Cultura Maya. Hace ya tiempo que quería escribir una novela sobre el área que comprende El Salvador, Honduras, Guatemala, Belice y México y parece que ahora es el momento adecuado. En la lengua maya que se habla en la Península de Yucatán, ja’ab significa año y esto, querido lector, querida lectora, es precisamente lo que intento regalarte. Un año de la cotidianidad del área maya. Un año para comprobar que los sentimientos del ser humano son transversales y que no conocen fronteras de ningún tipo. Un año para conocer de cerca este pueblo complejo y diverso. Un año para visitar, a través de las páginas de este libro, 12 ciudades, 12 escenarios de inigualable belleza, 12 personajes y 12 motivos para reflexionar sobre la vida, la superación personal, el amor, el arte, la curiosidad, la búsqueda de respuestas, el paso del tiempo, la muerte y la eternidad. A mí me regalo la posibilidad de recoger e inmortalizar todas las impresiones, vivencias y sensaciones que he tenido durante estos meses de convivencia con el pasado, el presente y el futuro de esta porción de mundo. Te invito a que goces de este viaje, que te dejes llevar por los suaves meandros de los caminos mayas y que conozcas este pueblo excepcional, sus paisajes y sus tradiciones, pero también sus contrastes y sus enormes potencialidades. El ahora del área maya. Joan Serra Montagut, autor de JA’AB Mérida,Yucatán (México) Febrero de 2012



Indice


Un cuerpo inocente.

Una mente blanca de una pureza sรณlida e indescriptible.


ENERO

Playa de El Tunco (El Salvador)

Un grito, un llanto milagroso, el primer bosquejo de vida estalla con fuerza en el quirófano. Una luz fosforescente y preciosa parece nacer de la boca del ser que acaba de conocer el mundo más allá de la viscosidad de la placenta. Una energía cósmica y potente se traga la sala con su enormidad y trae con ella un alud mágico de sensaciones e impresiones que abraza el cuerpo debilucho y ensangrentado del ángel al que todos esperaban. Un regalo de algún Dios JA’AB · 19


misericordioso. Un cuerpo inocente. Una mente blanca de pureza sólida e indescriptible. El origen de un alma llegada de muy lejos. Un nuevo ser humano en la Tierra. La bella mujer que yace casi rendida tras los duros esfuerzos realizados, con el cuerpo adolorido y entumecido, dibuja una sonrisa de sinceridad desbordante, como si toda la felicidad almacenada desde su nacimiento se sublimara ahora en un instante. El doctor, vestido de manera anodina y esterilizada, con guantes, gorra y gafas, le regala la joya que acaba de salir disparada desde sus entrañas con la fuerza de un cuchillo y la solemnidad de un genio. La toma con sus dos brazos. No quiere desprenderse nunca jamás del momento que quiere congelar para toda la eternidad. Por primera vez en su vida, siente que está agarrando el brillo de la existencia, que entiende la grandiosidad del misterio que nos rodea, y casi se cree capaz de descifrar, con la iluminación que le regala este instante de sabiduría profética, las grandes dudas de la especie humana. La mirada asustadiza del ser que ella ha concebido la transporta —con empuje arrollador— a la incandescencia de las estrellas, a las profundidades recónditas del océano, al filo del horizonte, a la elegancia límpida de los cielos, al fuego solar, a la creación del mundo, a la explosión universal, a la nada que se transformó en todo. El recién nacido intenta acostumbrarse, sumido en su mareo existencial, en un letargo ensimismado y en la crisis brutal de haber dejado para siempre el abrigo del vientre de su madre, a la existencia de seres extraños que, como él, vagan por el mundo despistados y huidizos. No sonríe, no piensa, no llora. Simplemente respira, se concentra en la oscuridad de la luz e intenta no añorar demasiado la piscina en la que se ha sumergido durante todos estos meses. El doctor, en un acto mecánico que ha repetido ya cientos de veces, agarra las tijeras que yacen dormidas en su sueño metálico y corta con premura el hilo que ha unido, desde el principio de esta aventura magnífica, a los dos seres que se aman sin apenas conocerse. Ambos sienten un punzón en el estómago, como si les hubieran desgarrado de cuajo una parte definitiva de sus entrañas, y el resto de sus vidas intentarán recuperar este pedazo de tejido perdido y ensangrentado que les unió a la eternidad de lo volátil. 20 · ENERO


Isabel, la hermana de Soledad, la madre de la criatura, observa radiante y descompuesta de felicidad el amor animal que emerge de aquellos dos cuerpos y siente celos de la criatura recién llegada al mundo de los mortales y de los defectos, pues a ella también le gustaría poder brotar nuevamente de una vagina y conocer, por vez primera, lo maravilloso que es respirar vida. Desde fuera del quirófano, varios familiares saltan de alegría y se abrazan. La madre de Isabel y Soledad está sentada al fondo de la sala de espera, ataviada con un vestido de corte fúnebre, negro azabache, aún en duelo por la muerte de su esposo, pero con la brillantez en su mirada avispada tras haber escuchado el grito de saludo que le ha emitido su primer nieto desde la distancia. ¿Será buena abuela? ¿Qué significa, en realidad, ser abuela? ¿Cuál será su nuevo rol en la vida? Piensa en todos los cambios que sufrirá a partir del llanto de esperanza que acaba de escuchar y recuerda, de manera intacta y tierna, las dos veces en las que vio emerger de su interior a dos preciosas princesas a quienes querrá siempre con devoción desmesurada. Su sobrino Tino es el único que mantiene la calma y puede pensar en el padre de la criatura quien, en esta mañana ceniza de invierno salvadoreño, no ha podido eludir los compromisos profesionales. Lo llama. —Claudio, Soledad ya parió. Eres padre de un niño hermoso. Confundido y perdido en las laberínticas calles de San Salvador, Claudio Vergara cierra los ojos e intenta imaginar el rostro de su hijo. Aunque él también es de los que piensa que todos los bebés se parecen, intuye que su primogénito no será igual que los demás, que tendrá alguna rasgo especial que lo hará único en el mundo, en el universo. Se vira para hablar con su compañero de trabajo y le dice, cubierto por una felicidad evidente y radiante, que debe irse rápidamente del centro porque su querida esposa ya ha dado a luz. Los muchachos que están recibiendo terapia, tatuados hasta las entrañas, con los dientes metálicos, la mirada perdida y los sueños quebrados, admiran la alegría de la fortuna pasando enfrente de ellos vestida con un abrigo azul y unos jeans demasiado anchos. Algunos de ellos, sin que los otros logren descubrirlo, lloran por no JA’AB · 21


ser capaces ya de regresar al punto de inocencia del cual partieron y al que desean regresar, lejos de las pistolas, la delincuencia, el miedo, la sangre y la vergüenza. La cárcel está lejos de la clínica, pero Claudio está dispuesto a cruzar el monstruo de cemento de la manera más rápida posible. Le gustaría tener alas, ser capaz de volar como las aves rapaces, ver desde lo alto cómo respira San Salvador con sus pulmones llenos de humareda y camionetas coloridas, con su cabellera hecha de rascacielos liliputienses, con sus labios desviados por los mercados y los tendales, con sus ansias liberadas de expansión y crecimiento, con sus sueños de espejo medio roto y medio invencible. Atrás quedan varias horas de duros trabajos con los jóvenes del grupo de rehabilitación. Un frío pensamiento que quiere evitar a toda costa cruza su cerebro a la velocidad de la luz. No quiere que su pequeño tesoro pueda, algún día, perder el norte como lo hicieron los chicos del centro, que no pudieron digerir la complejidad social que les heredaron sus padres y que nunca se adaptaron a un sistema que les ha dado la espalda en todo aquello en lo que pudieron destacar. San Salvador ve cómo se pierden médicos, profesores y formadores y proliferan las bandas callejeras, los robos y la desidia. Es culpa de todos y no es culpa de nadie y él, solamente, quiere revertir la situación desde su humilde actividad diaria. Claudio nació dos años después del estallido de la Guerra Civil en El Salvador. Su infancia la pasó huyendo de las balaceras, de las batallas ideológicas, del anodino ambiente de miseria moral que todo lo cubría de forma atroz, de la desesperación del destino sin rumbo. En aquella contienda bélica, el joven Claudio perdería a su abuelo y a su padre, guerrilleros rurales del interior del país, quienes no tuvieron la oportunidad de culturizarse pero sentían una pasión enfermiza por su pedazo de tierra, a la que no querían renunciar. Creyeron ser héroes, voceros de las ánimas descarriadas y olvidadas por el sistema, luchadores contra el imperio, escudos de los ideales cubanos y sandinistas, los protagonistas de su propia historia, de la Historia, pero perecieron, como tantos otros miles de compatriotas, en una guerra fratricida que aún no ha cicatrizado y que supura cada vez que un joven agarra por vez primera una pistola, cada vez 22 · ENERO


que alguien no cree en el futuro del país, cada vez que una viuda llora ante el retrato en blanco y negro del esposo desaparecido entre los cafetales ensangrentados de El Salvador. Claudio cierra el puño y concentra toda su energía en las manos. Luego, las entrecruza para hacer un rezo a cualquier divinidad que quiera escucharle. De repente, necesita el apoyo de un ente superior y abstracto, omnipotente, que le asegure que su hijo podrá danzar por la vida con la gracilidad de un ser mágico y que luchará contra todos los obstáculos con la fuerza de un ciclón. Mirando por la ventana, descubre la astuta presencia del alma salvadoreña en cada mirada, en cada cuerpo, en cada pensamiento que se cruza sin pedir permiso en sus reflexiones. Desea que su hijo la descubra y la sienta muy adentro, que en este proceso de aceptación de su identidad entienda que su deber en el mundo es luchar por olvidar y para construir. Cuando Claudio llega al hospital, sube las escaleras con determinación pero sin prisas, pues tiene toda una vida para acostumbrarse a ser padre, para conocer y amar a su hijo recién nacido. En la tercera planta del edificio, sus familiares se amontonan encima de él, felicitándole por la buena noticia, la cual ya ha corrido como pólvora por todo el barrio. En el mismo espacio, una familia llora la muerte de un bebé que no supo nacer y otra espera los resultados de la operación de apendicitis de la abuela. La mezcla de sentimientos es tangiblemente grotesca y Claudio decide compartir su alegría con la amada Soledad y el hijo de ambos, al que aún no han puesto nombre. Se dirige a la puerta que separa el quirófano de la sala de espera y aplasta su rostro orgulloso contra el cristal. Su cuerpo siente una metamorfosis desde todas sus latitudes cuando descubre, por vez primera, el rostro del mayor logro de su vida. Intuye, entre el pequeño héroe y su madre sudada y terriblemente feliz, la presencia de una fantástica y fisiológica simbiosis que se hace evidente cada vez que ambos se frotan, se sienten, se reconocen el uno al otro. Cuando lo dejan entrar, palidece y no se cree capaz de tomar con sus manos la criatura brillante que, en esta sala mohosa e insustancial, de una frialdad descarada, repleta de utensilios ya limados JA’AB · 23


por el paso del tiempo y el deterioro paulatino, parece un diamante. Pero finalmente lo hace y siente cómo su corazón danza de excitación cuando el cuerpo del bebé roza su abrigo. Llora como no lo ha hecho nunca antes, con plenitud inconmensurable, y se siente escudo y espada de su hijo, que ha nacido con el rostro más bello del mundo. Se jura a sí mismo que nunca en la vida le pasará algo malo a su vástago pues él hará todo lo posible para espantar los fantasmas que se acerquen al ángel, a su ángel, con malas intenciones. Soledad Molina y Claudio Vergara entran al auto rojo. Él, frente al volante. Ella, detrás, con el niño dormido al lado de su pecho, a modo de cojín natural. Claudio mira por el retrovisor y descubre la materialización de una felicidad costumbrista y simple, pero a la vez arrolladoramente misteriosa, y enciende el auto para llevar a su familia a El Tunco, la playa donde el joven vivió su adolescencia quebrada por la debilidad de la aburrida postguerra. Allí el tío Anselmo tenía una pequeña casa de pescadores y allí mismo Claudio descubrió las claves del amor con Soledad, su compañera de vida y de viaje. Fallecido el tío sin descendencia, su testamento repartió la casa entre todos los sobrinos y desde entonces la familia Vergara se reúne cada fin de semana en este espacio ajeno a cualquier mala energía, refugio de esperanzas y sueños, creado al borde de la arena, donde el Océano Pacífico lleva mensajes salados desde otras tierras que también establecen resguardos de paz y armonía a orillas del mar. San Salvador se cruza esta mañana de enero con más celeridad, como si el impenitente tráfico diera tregua a esta familia feliz para seguir volando desde su vientre mareado y repleto de acidez. Llegan a El Tunco antes de lo previsto. Nadie les espera, pues los familiares han dejado la casa libre en este primer fin de semana de playa para la renovada familia Vergara Molina. El recién nacido, diminuto y de apariencia líquida y débil, arruga la nariz e intenta abrir los ojos. La luz es más fuerte que nunca, la brisa le lleva olores inesperados y el ruido de las olas rompiendo contra la costa le recuerda la musicalidad olvidada del ritmo del 24 · ENERO


corazón de su madre, que solía escuchar cuando vivía en el interior de su panza, disfrutando el tintineo acompasado que ha guiado sus primeros nueve meses de vida. Soledad se abre la camisa y saca un pecho moreno y bonito. Su pelo de carbón le roza los senos y, haciéndole cosquillas, no puede esconder una leve sonrisa. Mientras, Claudio se quita los zapatos y fusiona su alegría con el mar. Se siente fuerte, se siente lleno, se siente vivo. Se siente inmenso, como el gigante bueno de un cuento infantil. Y luego se voltea a ver a su amado hijo e idea un ritual sencillo para desear toda la suerte del mundo al ser que se alimenta, sediento, a través del pecho de su amada Soledad. Se dirige a un puesto de frutas de un viejo conocido y le compra un coco. Un coco de los que cuelgan de las palmeras que frenan el viento y reflejan su silueta sinuosa en la arena vespertina. Un día, hace muchos años, sin él saberlo, su padre hizo lo mismo con él. Fue antes de que muriera, antes de que también lo hiciera su abuelo, antes de que la guerra truncara sus juegos de infancia, antes de que su vida quedara marcada para siempre por la maleza humana, antes de conocer a la bella Soledad, antes de dedicar su vida a reparar los errores de los demás. Claudio toma un cuchillo y parte el coco. Luego agarra un poco de jugo y bendice a su hijo con la sabia del fruto suculento y terrenal. Le pide a Soledad que cese de darle leche y que le permita llevarse al niño cinco minutos. Lo abraza con fuerza y juntos empiezan a andar por la playa. Es el primer paseo de un viaje que terminará muchas décadas más tarde, en esta misma playa, con la muerte de Claudio al lado de su querido hijo. El padre se acerca a unos matorrales y agarra una flor. Sigue andando, con su hijo a cuestas, y arranca un pedazo de página de un libro que encuentra en un restaurante. Regresa a la playa y se sienta al lado de Soledad. Recoge el coco y mete dentro de la fruta los objetos que ha ido encontrando en su paseo vespertino. Su esposa lo mira, extrañada, pues no entiende el porqué de aquella operación. Claudio le dice que no se asuste. —Este coco es la cabeza de nuestro hijo. Tendrá en la vida todo lo que ahora le depositemos. Sus pensamientos estarán marcados JA’AB · 25


por este instante decisivo. La naturaleza, el amor por la tierra, la cultura, el interés por conocer, por saber, por aprender, por crecer espiritual e intelectualmente. Será un hombre sabio y amoroso, conectado con la matriz de su país, con su gente, con sus raíces. Enterremos el coco en esta playa y esperemos que nuestros deseos se cumplan. Soledad y Claudio entierran el coco en la playa mientras desean que su pequeña criatura tenga toda la suerte del mundo en su recorrido vital que, sin saberlo, sin apenas haberlo pedido o ser plenamente consciente de ello, quizá sin quererlo, empieza a emprender. El sol inicia el descenso final hacia su guarida nocturna y tiñe el cielo de una belleza caleidoscópica, casi apocalíptica. Hipnótica. La suave brisa del mar mece las almas soñolientas e invita a todas las personas que están tumbadas en la playa a relajarse y a fluir con el flujo del viento. Soledad cierra sus ojos almendrados y se tumba en la arena, durmiéndose en un sueño reparador. Padre e hijo se quedan solos bajo el ocaso, recibiendo los efluvios de la noche y la visita galante de las estrellas. Claudio quiere regalarle a la criatura este espectáculo para que no se le olvide jamás. Cuando el pequeño crezca y mire adormecido y fascinado los atardeceres de El Tunco, sentirá que en un momento remoto, quizás en otra vida, él se unió para siempre con aquella luz anaranjada. Claudio empieza a bostezar y ve sonriente que su hijo ya se ha dormido. Se tumba al lado de su esposa. Los tres, bajo la impenetrable oscuridad de la noche salvadoreña, reposan y comparten sueños. Antes de quedarse dormido, Claudio pone sus labios en la oreja de su amada y le dice con sigilo: —Nuestro hijo se llamará Salvador. Salvador como su abuelo, Salvador como el país que lo vio nacer, Salvador por la ciudad que escuchó por vez primera sus fuertes berridos, Salvador como lo que será, predestinado a dar la vida por los demás sin pedir nada a cambio, intentando cambiar desde su vida la existencia de personas desconocidas que han perdido el rumbo.

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una batalla contra lo terrenal y tornarse celestial

Todo parece litigar como el horizonte.


FEBRERO

Ruinas de Copán (Honduras)

Tres loros rojos humanizados cuelgan encima de la verja del parque. El vigilante, Ambrosio, les habla mientras no llega nadie, ojeando con vergüenza el camino para comprobar que no vienen personas distraídas que quieran entrar antes de tiempo, pues no desea que piensen que está loco o, peor aún, que se siente demasiado solo.

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Carlos, su compañero, da una vuelta atenta antes de abrir las puertas al público, buscando cualquier imperfección corregible que rompa la paz que reina en el recinto. En la tienda, Adela ordena los objetos que acaban de llegar desde las afueras de Tegucigalpa y coloca los carteles que anuncian las ofertas en la puerta de cristal. Los autobuses ya empiezan a llegar y se oye el ronroneo de piedras lejanas que se rompen tras el paso de los enormes automóviles. La niebla, espesa, se difumina para dar paso a un paisaje grisáceo, de majestuosidad triste. El ritual se repite, hoy también, con la misma puntualidad y el rigor de siempre. Sabrina, menuda y bonita, acompaña a su madre en sus quehaceres diarios desde que nació. Su padre trabaja en una fábrica de plásticos y envoltorios ubicada a una hora y media en coche desde el pueblo y vive durante toda la semana en un departamento compartido por él y cinco compañeros más de la planta, con quienes alterna las diez horas diarias en el taller con las salidas frecuentes al prostíbulo de la periferia. La madre de Adela, la abuela de la muchacha, vive en la costa. Mientras no vaya a la escuela, la pequeña Sabrina tendrá que estar junto a su madre para no quedarse sola en la casa. A la niña, que empieza a descubrir con ojos ávidos y hambrientos las delicias del paraíso, le parece que estar en este lugar es de lo más interesante que le puede suceder. Cada mañana llegan al parque decenas de turistas de muchas nacionalidades distintas, dispuestos a disfrutar del tesoro que se esconde más allá de la verja, vedado para Sabrina. Su radio de acción vital es la tienda entretenida y colorida que constituye, a la vez, una especie de prisión para un espíritu travieso y valiente como el suyo. De los autobuses que acaban de estacionar en el aparcamiento salen decenas de personas de otras latitudes con la tez pálida y los ojos rasgados. Sabrina se pega al cristal, respirando fuerte, preguntándose de dónde han llegado estos intrépidos viajeros y también hacia dónde irán. Ella solamente ha visto el pueblo, con los pequeños tendejones, con los parques un poco olvidados y el Palacio Municipal. Se pregunta por qué la gente se mueve, por qué viaja, por qué 30 · FEBRERO


llegan hasta este punto inconcluso e indefinido del camino armados con cámaras fotográficas enormes y preciosas. Nadie le ha mostrado lo que hay más allá de la verja y ella, solamente, tiene la noción de las imágenes de las postales ubicadas al lado de la caja registradora de la tienda, que se abre en pocas ocasiones. A menudo esto es motivo de quejas por parte de su madre, Adela, que está más acostumbrada que ella al trato con las personas raras que visten de manera distinta y hablan en un lenguaje críptico, como las aves o las hormigas. Se separa del cristal y corre hacia su madre, como si estuviera asustada o tuviera una prisa enorme por hacer algo esencial. Se sube encima de sus piernas y agarra una de las postales del mostrador. Luego, da un brinco seco y brusco y se esconde tras la librería mientras su madre atiende a un señor paliducho. Se siente mal, como si hubiera robado o fuera la protagonista de una fechoría impúdica, pero agarra la pieza con todas sus fuerzas y la mira con determinación. La imagen refleja algo que permanece escondido detrás de la verja. De hecho, todas las postales muestran lo mismo, pero desde distintos ángulos: una especie de columna alta, robusta, de piedra, con una cara grabada en el centro, un rostro que parece inexpresivo pero que a Sabrina le resulta cautivador. En numerosas ocasiones se ha despertado Sabrina en la oscuridad de la noche hondureña pensando que está perdida entre ejércitos de ceibas que la quieren devorar con sus robustas raíces, pero luego aparece su amiga estela, salvadora de tantas persecuciones inexistentes y, hablando con la solemnidad de la eternidad pétrea, espanta a todos los seres demoníacos que perturban el sueño dulce de la princesa. Sin apenas conocerla, Sabrina está convencida, medio dormida, de que ya tiene a su lado un alma amiga que es aventurera como ella. Es entonces cuando, quizá impulsada por la incapacidad infantil por valorar las consecuencias de sus actos, quizá porque no desea nada más en la vida que huir, quizá porque puede oír los saludos de la estela desde más allá de la verja, decide alejarse de la tienda, de su madre, de todo lo que ya tiene conocido y aborrecido, e ir a inspeccionar el mundo fantástico que, hasta entonces, le han prohibido y JA’AB · 31


que ella intuye fascinante. Su madre no repara en la huida furtiva de su hija y Sabrina puede salir corriendo de la tienda sin que nadie la vea, como si se hubiera transformado en un halo de incienso libre y perfumado como el que ahúma el pueblo cuando rinden homenaje a la Virgen María. Sigue el camino que otros han recorrido minutos antes y encuentra tapires y flores de colores distintos; hasta se cruza con ceibas enormes de ramas inquebrantables, pero no tiene miedo, pues siente que alguien, desde lo onírico, desde lo irreal, la está protegiendo. Ya en la verja, siente que tiene enfrente suyo un castillo como los que aparecen en los cuentos que le lee su abuela cuando la visita en el Caribe hondureño, en el pueblo húmedo y cálido donde la anciana vive sus últimos años de vida. Sabrina está segura de que puede confundir al vigilante y entrar. Ambrosio no ha dormido muy bien aquella noche tras las cervezas tomadas con sus amigos en la cantina. Cierra los ojos de manera intermitente pues, en el fondo, confía en que sus amigos los loros lo despierten si alguien se acerca. Pero las aves quieren colaborar con Sabrina, quien les pide, sin pronunciar palabra, solamente a través de una tierna gestualidad, que no avisen al enemigo. Ellas, elegantes y rojizas, de una belleza sin igual, desvían la mirada y otean la llegada de las nubes quejosas y obesas de lluvia, permitiendo a Sabrina la entrada a las legendarias ruinas de Copán. Sabrina siente en su interior una alegría desbordante y empieza a saltar por el tapiz de color verde esmeralda que cubre el lugar vibrante que suda recuerdos por todos los poros de su piel herbácea. Los árboles rozan el cielo con sus hojas aceitunadas y bailan con el viento y el aroma de la tormenta que está a punto de abatirse encima de Sabrina. Las lianas se entrecruzan como si hicieran el amor ante los ojos curiosos de decenas de bestias que salen de sus escondrijos tras la marcha de los hombres de ojos rasgados. Todo parece litigar una batalla contra lo terrenal y tornarse celestial como el horizonte, o divino como las estatuas que duermen en la iglesia del pueblo cuando se queda sola al atardecer. Ante la niña aparecen moles titánicas quebradas por escaleras que llevan al fin del mundo, coronadas por cúspides que rozan las 32 · FEBRERO


estrellas y los secretos del universo. Y en el centro de la antigua plaza, puede ver una estela, la de la postal, acompañada de algunas otras. Se gira y no ve a ninguna persona que pueda estropearle este momento, el más intenso de su corta vida, y entiende que los astros se han puesto de acuerdo para que esta mañana ceniza se mezcle sin problemas con los espíritus de Copán, que poco a poco, y confiando en la mágica Sabrina, aparecen para poder hablar con la pequeña mortal. La estela central imanta a la chiquilla que, hipnotizada, se tumba en el suelo y mira embobada la mueca hierática de la columna, cubierta de pequeñas manchas de musgo. La niña empieza a hablarle de su vida, de su madre, de su padre borracho y de su abuela artrítica, de la tienda, de los loros, de sus pesadillas y de sus ilusiones. Sus ojos enormes y negros se clavan con los de la piedra. El viento emite lamentos sordos y los loros lanzan gritos al ver pasar a los hombres y mujeres de ojos rasgados, y pareciera que la piedra está expresando algún sentimiento congelado por el paso del tiempo desde sus adentros incorpóreos. El eco permite que las otras estelas también se animen a hablar y Sabrina les quiere responder a todas a la vez, pero están muy distantes las unas de las otras. En un impulso irreflexivo sube las escaleras del castillo de forma piramidal para poder conversar, desde lo alto, con todas sus nuevas amigas. Cae la primera gota.Y la segunda.Y la tercera. El manto negro que cubre Copán irriga este escondrijo de fantasía y fantasmas capturados en las rocas y moja cada rincón, cada milimétrico secreto del parque desierto. Sabrina, humedecida y friolenta, sigue obsesionada con su objetivo de coronar la cima, pero cuando está subiendo la base de la pirámide resbala con una planta traicionera, que crece despiadada desde la cavidad que hiere la piedra, abierta desde tiempos inmemoriales y a través de la cual escapan pasiones y traiciones, y la niña cae sin remedio al vacío, golpeándose la cabeza, hasta yacer inmóvil en el césped verdísimo, mojado como un pantanal, que abraza su cuerpo voluble. La tormenta torrencial y el ruido abrupto y salvaje que cae despedido desde el cielo respetan el cuerpo de Sabrina, que parece JA’AB · 33


emanar un silencio virginal, casi mortuorio. Las estelas siguen erguidas, vigilando la escena, sin poder hacer nada, condenadas a la inmovilidad eterna. Todas las personas de la zona permanecen refugiadas debajo de un toldo, en una casa o en un hueco improvisado, menos Sabrina, menuda y angelical, de pelo oscuro y alma blanquecina, que duerme con los ojos cerrados y el cuerpo inerte, con el pulso catódico y la apariencia de flor del paraíso que brota y renace y que, al mismo tiempo, está a punto de desaparecer. Los autobuses ya se han ido y no quedan más personas en la tienda. La caja registradora se ha abierto más veces de lo previsto y Adela está satisfecha con los beneficios de la mañana, que prometía ser, como todas, anodina e infecunda, estérilmente aburrida. Mientras recoge unos productos que acaba de mostrar a una pareja holandesa, su cuerpo sufre un hartazgo súbito, una petrificación momentánea, una congelación de las extremidades y de la mente. Su cuerpo está fatigado. De repente, siente un miedo espectral y absoluto a lo desconocido. Poco a poco conoce el porqué de sus temores, les pone rostro y mirada: Sabrina. Corre por todo el local gritando el nombre de su única hija. La busca detrás de la librería, en los baños, en el aparcamiento, en su corazón, y siente que un punzón de metal atraviesa su abdomen al no encontrarla en ninguno de estos lugares. Nadie la puede ayudar porque nadie parece tener ganas de andar debajo de la lluvia torrencial. Sin cubrirse, casi sin sentir que los ecos de la tormenta recorren todo su cuerpo tembloroso, Adela corre desvariada por las inmediaciones del parque. Ambrosio sigue dormido, apaciguado por el ritmo tintineante de la lluvia, y Adela lo despierta agarrándole de la camiseta. El viejo no ha visto a nadie, asegura. Pero Adela cree estar convencida de que su hija no debe andar lejos; lo siente, lo intuye, pues la princesa salió de su vientre, y una energía animal, básica, parece surgir de su ombligo, guiándola como un faro hasta el otro ombligo, el de Sabrina, al que estuvo atada durante nueve meses de intensidad sobrenatural.

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Las estelas cantan en la soledad del parque. El viento cosquillea sus superficies de manera efímera y proverbial. La niña se mueve lentamente, mecida por esta energía súbita soplada desde el cielo, y abre sus ojos inmensos. Puede ver la silueta de un hombre robusto y casi invisible que la agarra entre sus brazos y la levanta. Sabrina está rodeada de seres preciosos y huidizos, irreales y seguramente inexistentes, que no pueden ser vistos por los hombres de ojos rasgados, solamente por ella, porque es mágica y porque tiene el poder de la clarividencia y una sensibilidad penetrante. El señor la besa y le da la mano. Las otras criaturas del inframundo, llegadas desde las entrañas del Xibalbá, desde las grutas del fin de mundo, danzan y festejan el nuevo amanecer de Sabrina, quien está feliz y contenta. Su cabeza ya no sangra, su cuerpo grácil está repleto de luz, las ceibas ya no la asustan. Siente un florecimiento en su corazón, como si se sintiera en paz, como si regresara al vientre de su mamá, como si durmiera en su camita del pueblo entre sueños fantásticos. Su nueva familia, que cada vez es mayor, acoge a nuevos seres que llegan desde todos los rincones del parque. Las pirámides, regadas por el influjo de los dioses, recuperan su forma original, su colorido arrollador. Se oyen gritos de mercadeo, de regateo, las plegarias de chamanes ancianos y encorvados, el sonido metálico de las armas de los soldados. El pasado se hace presente en un ejercicio cósmico de recuperación de lo perdido y parece que todo lo que ya sucedió y se olvidó regresara con fuerza inaudita a través de un agujero negro creado mediante la herida que tiene abierta Sabrina en su cabeza, desde donde brotan vida y muerte al mismo tiempo. Adela entra al parque sin aliento. Su ombligo cada vez siente más punzadas. Su mente no funciona, es una autómata en busca de Sabrina; su respiración, el motor de su existencia. Su cuerpo parece una cascada de la jungla, donde los jaguares observan con su mirada amarilla el paso del tiempo. En el suelo, encuentra una postal mojada, casi rota, el retrato de la estela más bella de Copán, que no sabe indicarle el paradero de su hija pues no es capaz, como su hija Sabrina, de comprender el lenguaje de las piedras. JA’AB · 35


El rey de las ánimas la invita a entrar en el bosque espeso que rodea las ruinas de Copán. Sabrina no tiene miedo de irse con ellas. Es una niña, es una soñadora y está a punto de cruzar un umbral que nadie del pueblo ha conocido con anterioridad. Agarra con fuerza la mano gaseosa del ser radiante y juntos sobrevuelan la verja. El séquito hace lo mismo, agarrándose también de las manos, penetrando juntos en la eternidad invisible, alejándose del esqueleto de la ciudad antigua que un día reinó en esta región con lujo y altanería. Junto a ellos aprenderá el idioma de las raíces que devoran el subsuelo selvático con gula de supervivencia; también el de las flores, que respiran de manera inconsciente y que se alimentan de la luz que cae del cielo cuando las nubes lo permiten y dan tregua. Cuando Adela llega al corazón de las ruinas de Copán, la lluvia cesa de repente. El cielo parece abrirse, rasgado por los rayos del sol, y un inmenso arcoíris baña la inmensidad del techo del mundo con colores vibrantes. Su corazón palpita histéricamente. Su ombligo parece estallar para luego, también de manera súbita, volver a su remanso de paz original. En el césped, intuye la huella húmeda de un cuerpo humano, pequeño, que yacía allí hasta hace unos segundos. Solamente percibe la forma, la curva. Lo intuye. Se tumba en el suelo y puede oler el perfume inconfundible y limpio de su querida Sabrina, quien ha desaparecido para no regresar nunca más. Se tumba en el centro del parque, sintiendo cómo el fuego solar quema su bello rostro. Sabe que no volverá a ver a su hija querida. Cuando es capaz de comprender esto, cuando realmente puede admitir esta realidad letal, abre los ojos otra vez y puede ver, a lo lejos, el vuelo de tres loros rojos, humanizados, que velan el espíritu de su hija. Solamente ellos y las estelas conocen el paradero de su ángel perdido.

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Hay algo divino en el fondo de cada pensamiento, algo de santidad en la mirada de cada persona. Hay algo milagroso en

cada destello de vida.


MARZO

Lago de Atitlán (Guatemala)

Armando huele la quemazón de gasolina emanando de las barcas que atracan en el pequeño puerto y puede ver el reflejo del agua incrustándose en la ventana de la escuelita. Desde los distintos pueblos que rodean su lago natal llegan sacos de maíz y de café a Santiago Atitlán. De su pueblo saldrán artesanías y productos hechos a mano que se distribuirán en Panajachel para, días después, venderse en límpidas tiendas de aspecto refinado en las ciudades turísticas del centro del país. JA’AB · 39


Aunque hace un esfuerzo sobrehumano, no logra que le gusten las Matemáticas. Ni la Historia. Ni tan siquiera la Lengua. Desde su temprana edad cree que todos estos conocimientos impuestos no parten de cosas básicas que se deberían aprender y que para él son de una importancia vital, como por ejemplo las canciones de K-Paz de la Sierra, la cantidad de acidez concentrada en el veneno de las arañas asesinas o el desciframiento de las formas de las nubes, que emiten mensajes celestiales desde el zenit de los volcanes adormecidos. Cuando llega a su casa, la abuela Ligia le da un beso cándido en la mejilla y vuelve a su silla, postrada al lado de la ventana, desde donde observa el movimiento fluido de los vecinos y de los conocidos por un pueblo que ha cambiado demasiado desde que ella era niña. Ligia ha vivido siempre espiando, callada, cómo la vida corre con celeridad espantosa. Armando deja sus libros en la mesa de madera y observa con avidez el plato de frijol con queso que le sirve su madre, Catalina, oronda y de mirada asiática. Hacía ya horas que sentía un ronroneo en el estómago y devora el almuerzo con prisa, mientras Santiago Atitlán se prepara para recibir, a bocajarro, la luz ardiente y pura del mediodía chapín. Esta tarde Armando no puede dormir porque debe acompañar a su padre en una misión que, para él, es de suma importancia, casi como la que desempeñan diariamente los quetzales al diseminar, a través de su aleteo poético, los secretos de dioses lejanos. Se coloca su sombrero preferido, herencia de su abuelo Sebastián, quien falleció poco antes de que él naciera, y besa a la abstraída abuela Ligia, ensimismada entre sueños y fantasmas. De lejos, escucha a su mamá limpiar como autómata los cacharros, mientras el agua corre entre sus dedos ágiles, robustos y sabios. Los efluvios de la tarde, anaranjados y taciturnos, acechan las calles y las almas de Santiago Atitlán. El viento sopla entre las callejuelas y enfrente de los portales y se lleva con él la pesadumbre de lo anodino para preparar los corazones para la noche salvaje, repleta de chicharras y seres mágicos. El polvo corre, así como los despistados que no han terminado los quehaceres diarios y se dirigen al mercado a comprar fruta y verdura para preparar la cena. Armando anda 40 · MARZO


tranquilo por las calles de su niñez, por los escenarios que han visto, desde el origen de su vida, desde el primer destello de existencia, sus pasos decididos por el mundo. Al doblar la esquina, llega a su destino, donde su padre espera junto a varios amigos de la cofradía con un poco de impaciencia, pues aún no ha comido nada desde el desayuno. Le frota la cabeza, le sonríe con cariño y se va a casa a almorzar y a hacer el amor con su esposa, para regresar una hora más tarde al mismo sitio. Armando, su relevo, deberá permanecer sesenta minutos sentado al lado de la criatura sagrada, del tótem adorado, de la estatua de madera de Maximón que, con su aura pagana, protege Santiago Atitlán de los ataques indiscriminados de demonios atrevidos y juguetones. Junto a él, varios hombres del pueblo cierran los ojos y duermen o charlan tranquilamente al lado de Maximón, al que velan, guardan y protegen con fe arraigada e inquebrantable. En el centro de la sala, la estatua, chaparra y divertida, está cubierta por un manto colorido tejido a mano y tiene en su cabeza un sombrero de cuero, como si fuera un campesino y tuviera que proteger su ideas y el honor del sol maya mientras recoge maíz sagrado. Su rostro elegante parece el de un capitán de tiempos pasados, el del padre de una familia numerosa y respetable, el del líder de un clan indeterminado. A sus pies, decenas de velas arden y se mezclan con retales del crepúsculo santiagueño que logran inmiscuirse en el templo improvisado que se levanta en la sala de estar de la diminuta casa del presidente de la cofradía. Velas que queman los deseos de los habitantes que han cruzado el lago para rendirle tributo al pequeño dios terrenal. Velas que transportan los anhelos, convertidos en humo, hasta los oídos de los espíritus ya perecidos. También hay monedas esparcidas, flores y cigarros, una pequeña botella de tequila y un par de jarrones de ron barato, casi vacíos, cuyo contenido ha provocado el letargo aparentemente etílico de los guardianes del tesoro. A Armando siempre le ha gustado visitar esta figura y desde que tiene uso de razón espera el momento de poder cuidarla, pues cree que es el máximo orgullo que, en su tierna infancia, puede tener. JA’AB · 41


Se sienta en una silla de color azul, vieja y roída por el paso de los años, y fija su mirada en la del señor extraño y sin vida que tiene que brindar milagros y consuelo a su querido pueblo. A modo de goteo, los fieles van llegando al cubículo sagrado y con rostro inexpresivo y tenso se despegan del mundo y logran dialogar con el alma amaderada del ser misericordioso. Le piden la curación de un familiar, la llegada pronta de dinero, un destello de dicha y suerte. A menudo no consiguen lo que buscan, lo que esperan o lo que merecen tras varios años de esfuerzos infructuosos, pero se sienten felices y seguros al depositar sus más hondos pesares en la mente opaca de la criatura, que abre sus oídos inanimados mientras fuma incienso ceremonial. Por mucho que lo quiera comprender, para Armando es un misterio indescifrable pensar que aquella figura pueda tener poderes. La fe es algo que aún no ha logrado conceptualizar y, seguramente, no ha tenido aún muchos pesares que lo empujen a creer en imposibles. Le gusta estar allí, tener cura de Maximón, como si fuera un caballero medieval protegiendo el Santo Grial que traerá, supuestamente y como si se tratara de un maná luminoso, la milagrosa salvación a todas las almas del lago. Pero, por encima de todo, le apasiona inspeccionar los rostros torcidos en plegarias y lamentos de los fieles que se acercan hasta la cueva santificada. En esta tarde de marzo, Armando no puede apartar la mirada de una mujer de edad avanzada, más arrugada que su abuela Ligia y de mirada más asiática que su querida madre. Su pelo es blanco y su tez muy oscura, quemada por el sol guatemalteco tras una vida de duros trabajos en el campo. Tiene la espalda torcida, los labios roídos por heridas incurables y un alma perdida en el dolor y la desdicha. Tras varios minutos de conversación con Maximón, la señora se levanta llena de achaques y dolores de espalda y se dirige al exterior de la habitación. Armando rompe el compromiso con su padre y la sigue. No puede evitarlo. Afuera ya hace frío y el ocaso está en su máximo esplendor, vistiendo el cielo infinito con un tul acrisolado de miles de colores. Las primeras estrellas empiezan a pinchar la bóveda celestial y los volcanes, a lo lejos, parecen sombras espectrales. 42 · MARZO


El pequeño Armando se resguarda del fresco vespertino con su gorro de ranchero tejano que le legó su abuelo, con el que a veces habla en sueños. Intenta seguir el rumbo de la mujer misteriosa sin que ella se dé cuenta. Anda detrás de su cuerpo decrépito y huesudo hasta que entra en la iglesia de Santiago, que está a punto de acoger el oficio de la tarde. La mujer hinca sus rodillas en el suelo pétreo del edificio sacro. Empieza entonces a avanzar lentamente, postrada ante Dios y redimiendo sus pecados, lanzando gritos de desesperación desde su corazón pero sin hacer ningún alarido grotesco, solamente desgarrando su rostro con muestras evidentes de sufrimiento. La luz rosada que entra por los vitrales cubre el pasillo por donde se arrastra la mujer con decenas de tonalidades distintas, y a Armando le parece que, desde la espalda, le brotan a la mujer unas enormes alas, angelicales, que la llevarán al paraíso. Los fieles llegan al templo cuando la viejecita ha logrado llegar a su meta tras varios minutos de dolorosa genuflexión. Lo hacen con devoción, como si todo el día hubieran esperado este momento, como si su vida entera girara entorno de este ritual. El cura sale de una sala contigua vestido de blanco y empieza a pronunciar la misa. Armando camina lentamente por la iglesia y puede ver a su madre rezando al lado de la abuela Ligia. Su padre, antes de regresar al puesto de protector de Maximón, también ha querido escuchar la palabra de Dios en boca del hijo de la carnicera. Las lecturas del Viejo y del Nuevo Testamento se mezclan con cantos de los ancestros de la región y las imágenes que testimonian, congeladas, la pasión de los fieles, con pelo humano y rostros fantasmales, espantan al pequeño jovenzuelo, que lo mira todo con los ojos abiertos. Tras duros esfuerzos para que su presencia no se aprecie, logra llegar a la escalera que separa el templo del campanario. Sube los peldaños de dos en dos, corriendo, intentando no hacer ruido ni romper el silencio sacro de la ceremonia, como si una de las imágenes lo persiguiera o como si Maximón le quisiera regañar por haberlo abandonado a la suerte de borrachos e impías. Llega a lo más alto de la iglesia cuando el sol ya ha muerto. JA’AB · 43


Un mar de estrellas se ve en el cielo y proyectado a la vez, en un ejercicio de simetría perfecta, en la superficie lacustre. Armando se enamora, como cada noche, del paisaje surrealista que aprecian sus ojos y cree estar mezclado con el cosmos de una forma profunda y sincera, sin dilaciones ni concesiones. Se sienta al borde del abismo. Los techos de las casas humean y se pierden entre el espesor de la neblina, pareciendo velas encendidas que protegen a Maximón. Todo parece cubrirse, de repente, con un halo apacible; el abrigo nocturno que todo lo calma y lo regenera. El mundo bosteza y se quiere dormir. La pesadumbre hace mella en los ojos rasgados de los santiagueños y todos desean reposar y mezclarse con la oscuridad de la noche que engulle el día ya transcurrido con deleite. Armando se quita el sombrero y su cuerpo flacucho, de jaguar, se eriza al fijar su mirada negrísima en la oscuridad del fin del mundo. El lamento de los fieles llega desde la escalera como un canto a lo divino y justo en este momento el joven tiene el primer contacto real, táctil, con su existencia. Nunca antes había sentido este cosquilleo en el estómago. Ni había tenido ganas de saber qué hay más allá del abismo que se abre bajo sus pies, más allá de la vida, cuando el ser humano cierra los ojos y se pierde para siempre por los umbrales de la eternidad. Armando siente fluir la vida entre sus venas e intuye que la savia que recorre su cuerpo con frenesí es el mismo aliento de vida que recorre las venas de las montañas, de los pájaros, de las estrellas, de los sueños y, por supuesto, de todos los hombres que rezan en la iglesia y de todos los seres humanos que viven y mueren más allá de los volcanes, lejos, en lugares que él no conocerá jamás. Y, finalmente, le pregunta al cielo, en el silencio de esta noche mágica, cuál es el origen del líquido sagrado que provoca que todo se mueva y respire. Escucha las plegarias del padre, a lo lejos, pero no halla la respuesta, no encuentra consuelo. Luego recuerda a Maximón, pero tampoco cree que un muñeco de madera sea el inventor del mundo. Los ángeles, los dioses del viento, el maíz… ¿qué impulsó la explosión de vida en el universo? Armando intentará buscar, durante el resto de su vida y combinando esta tarea 44 · MARZO


teosófica con sus actividades cotidianas, las respuestas a estas dudas que le empequeñecieron el alma en sus noches de infancia. El pequeño y ávido Armando decide bajar del campanario cuando los fieles ya empiezan a desfilar y las campanas están a punto de ensordecer al pueblo adormilado. Cuando ya está en el último escalón, comprueba que es el único en la iglesia que aún no se ha ido a casa a cenar. En la soledad de sus dudas, Armando cruza el pasillo que divide el templo por la mitad y llega a la puerta de entrada con un pesar hondo y la mirada cabizbaja, obsesionado por querer encontrar agua en un pozo seco. De repente ve, a lo lejos, en el camino de vuelta hacia su casa, la silueta desviada de la mujer de pelo blanco. La vuelve a seguir y, sin quererlo, siendo consciente del pecado que está cometiendo y poniéndose a disposición del juicio divino, espía a la viejecita a través de un agujero de la puerta por donde acaba de entrar y donde, supuestamente, reside. Adentro puede ver a la mujer, quien llora y acaricia el rostro de una niña muy bella, que yace dormida encima de una cama, delgadísima. Le cuesta respirar y vivir. Armando puede sentir la intensidad de las dos miradas al cruzarse y entiende por qué la mujer ha pasado la tarde rezándole a todas las fuerzas divinas del pueblo. Entiende por qué su mamá y su abuela asisten a misa cada día. Entiende por qué Maximón es venerado por todos sus vecinos, incluso por él. Porque el ser humano necesita el apoyo de algo incorpóreo y misterioso para no perderse en la incógnita cósmica, en el destino incierto, en la pesadumbre de saberse infinito y efímero a la vez. Porque hay algo divino en el fondo de cada pensamiento, algo de santidad en la mirada de cada persona. Hay algo milagroso en cada destello de vida. Armando, emocionado y triste, no es capaz de rezar. ¿Por qué debería hacerlo si la abuelita lo hace cada tarde y la niña enferma no mejora? Tampoco quiere prender una vela a Maximón y pedirle la curación de la niña, porque el efecto sería el mismo. Nulo. Entonces intenta buscar otra solución sin saber aún que hay situaciones que no la tienen, aunque nos encomendemos a Dios o a una madera sagrada. Es un destello irracional parecido al que ha JA’AB · 45


empujado a todos los pueblos del mundo a descifrar los códigos jeroglíficos del cosmos. Aturdido, corre por las calles desiertas hasta llegar al puerto, donde vive su amigo Isaías. Ambos irán a llamar a Jacinta y también a Merceditas. Armando siente la necesidad de compartir con sus mejores amigos todo lo que ha vivido durante esta tarde definitiva. Aunque los otros no logren comprender nada de lo que está ocurriendo, siguen al muchacho hasta donde él los lleve. Armando guía el grupo con determinación y clarividencia, como si hubiera ensayado días atrás esta actitud de liderazgo sorpresivamente eficaz. Llegan a un pequeño descampado alejado del pueblo, en el centro del cual se encuentran las ruinas de un antiguo tendejón donde se vendía pan francés. La luz lunar se cuela por cada rendija del edificio roto y el escondrijo de plata parece pertenecer al más interesante de los cuentos infantiles, como si estuviera destinado a ser el refugio donde siempre sucederán cosas mágicas. Los amigos se sientan en el suelo y esperan a que Armando hable y les cuente por qué ha perturbado la relajada digestión posterior a la cena. El chico, que no ha comido nada desde los frijoles con queso del mediodía, siente que su estómago se hincha y también su corazón. Está nervioso, alegre, fascinado y convencido de dar el primer paso en la creación de una nueva religión, algo que considera muy importante para la humanidad. El tendejón desballestado será el templo. La luz de la luna será el apacible testigo de este instante tan significativo. Sus amigos serán sus cómplices. Y él será el encargado de comunicarse con alguna fuerza mágica de la naturaleza que logre explicarle, como no han logrado hacerlo el resto de religiones, el origen de las estrellas, la génesis de la existencia, el destino del ser humano. Con el nuevo credo, que aún no tiene nombre, Armando logrará espantar los fantasmas que su conciencia e inteligencia han hecho aparecer en su mente sedienta de respuestas e intentará, con arduos esfuerzos, rezándole a las plantas y a los pétalos, a los volcanes, al fuego y al viento, a las macetas y a las lanchas, al día y a la noche, a la compañía y a la soledad, recuperar la sonrisa perdida de la viejecita de pelo blanco y perpetuar la suya para siempre. 46 · MARZO



Los volcanes de Agua y de Fuego, que se unen visualmente en una fusiรณn casi irreal, dibujarรกn en su abrazo fraternal y geolรณgico una sonrisa de ilusiรณn y fe en el futuro.


ABRIL

La Antigua Guatemala (Guatemala)

Un golpe seco quiebra el sueño del viajero, que recostaba su cabeza contra el cristal e intentaba colocar sus piernas en el espacio limitado que se abre tímido entre los asientos, junto a una señora vestida con un hermoso y colorido huipil que no deja de sonreírle. Aturdido, abre los ojos y pestañea un poco. Afuera, la milpa lucha contra el bosque para sobrevivir. El maíz cubre de manera espontánea e impulsiva varios terrenos y salpica JA’AB · 49


el paisaje con capas de un amarillo de tonos vainilla y café. Los niños saludan efusivamente a las personas que viajan en el camión sin lograr ver sus rostros tras los cristales. La Rebuli, como un caballo orgulloso, trota por el campo chapín con veinte historias distintas en su vientre de hojalata. El viajero, de edad indeterminada, solitario y paciente, vira su cabeza y estudia los perfiles que lo acompañan en su periplo hacia la Antigua Guatemala. La mujer vuelve a sonreírle. Un niño de ojos enormes como dos pedazos de cacao lo observa con gran interés preguntándose, quizá, por qué aquel hombre de aspecto tan extraño está yendo en el mismo autobús que él. Atrás, dos turistas mexicanos ríen sin tapujos, sin importarles mucho si molestan a los demás, y una bella chica morena habla con su pareja, que reside en Chimaltenango. Por las ventanas abiertas entra un vientecito fresco, limpio y puro, que airea pesares y tristezas y barre el polvo del camino que logra colarse por varias grietas del automóvil. A lo lejos, dos enormes volcanes acechan los ojos sorprendidos del viajero y rompen con ímpetu y elegancia la silueta de las montañas que protegen la ciudad de Antigua, joya y meta, de los avatares de la lluvia, del sol y del olvido. Todo es bello, todo es único de una manera sencilla y liviana, todo invita al viajero a descubrir la mística de esta tierra repleta de esencias ancestrales. La paz inconmensurable de este instante permite al viajero retomar el sueño y descansar con serenidad. Al rato, el traqueteo de las ruedas de la Rebuli contra la calle empedrada hace vibrar el automóvil de forma divertida y sugestiva. Los brazos, las piernas y los cuellos de los pasajeros botan y se resitúan en un ejercicio mareado y curioso, de comicidad dulce. El autobús pasea lentamente por el asfalto y accede a la estación de camiones sin sigilo y cansado tras más de dos horas de viaje. Una espesa polvareda da la bienvenida a los pasajeros. Algunos por necesidad, otros por obligación y algún otro afortunado por placer, han logrado llegar, tras un trayecto largo pero bello desde Panajachel, a la Antigua Guatemala, meca de los viajeros hedonistas, superviviente de terremotos y cuna de artistas. Ruina colonial y vestigio de belleza indiscutible. Una muestra pétrea de poesía urbana. 50 · ABRIL


El viajero agarra su macuto, se levanta del autobús y siente un respeto abrumador por el volcán de Agua, titánico y de silueta perfecta, recortado por los dioses, que pudo ver desde las nubes cuando estaba a punto de aterrizar en la Ciudad de Guatemala. Empieza a caminar y cruza el mercado, donde encuentra todo tipo de enseres y de frutas. La zona está repleta de personas de distintas nacionalidades que acaban de llegar para pasar unos días en esta hermosa ciudad bendecida por los santos. Es Semana Santa en Antigua y las calles se cubren de flores y arrepentimiento en las jornadas introspectivas de reflexión y de fiesta más esperadas del año. Siente que sus piernas se entumecen; está un poco cansado, pero no desiste, no se rinde y, antes de ir al hotel, decide dar una vuelta por la ciudad, que brilla como una perla en esta tarde ocre y dulzona. Un tuc-tuc apresurado frena de repente y un chico simpático le pregunta, en castellano, si quiere ir a dar una vuelta por Antigua. El viajero le dice que sí, consiguiendo un poco de reposo, admirando, a la vez, los secretos de este bello rincón del planeta, que se van agolpando segundo tras segundo en la retina sedienta del hombre holandés. En su nueva carroza, recorre las calles de ensueño, empedradas y teñidas por variados tonos pastel, llegando, tras un trayecto veloz, a una iglesia amarilla y preciosa, La Merced, donde centenares de personas se agolpan para ver pasar a los penitentes vestidos con túnicas moradas, cargando imágenes religiosas y haciendo crepitar los pétalos de las alfombras con su paso armónico y ceremonial. Hoy es el último día de las festividades de Semana Santa y la ciudad de Antigua Guatemala lo celebra con gran esplendor. Decide quedarse allí, y tras dos horas de espera, admirando el arte pascual de los antigüeños, desea comer algo. Cruza una de las arterias urbanas de la ciudad con su mochila a cuestas y pasa por debajo de un arco amarillo, pequeño pero estilizado, que contiene el reloj que marca el pulso de Antigua desde años y años atrás. Encuentra allí un restaurante pequeño y coqueto pero abarrotado de gente. Tras esperar diez minutos consigue comer un platillo de pollo con aguacate y cebolla, bañado con el sabor de una Gallo fresca y reconfortante. Cuando termina de degustar el delicioso manjar, siente la necesidad JA’AB · 51


de dejar el equipaje en algún lugar y seguir conociendo los recónditos entresijos de esta población perdida en el tiempo. Busca en su mochila un papel arrugado y minúsculo, donde está escrito, con prisas y a mano, el nombre de la posada donde dormirá por la noche, y tras un esfuerzo enorme por descifrar el jeroglífico, le pregunta al mesero el paradero del establecimiento. Está cerca, a dos cuadras del parque central. En pocos minutos, el neerlandés está tumbado sobre su cama y cae, sin quererlo, en un breve sueño reparador. En este descanso efímero, el viajero se transporta hacia un cafetal enorme. La tierra tiene un olor amargo, fértil, de vida. A su lado, una niña preciosa carga un cesto lleno de granos. Va vestida con un huipil de colores azul índigo, amarillo, anaranjado y verde. Tiene la tez tostada por el sol, la mirada inocente y enérgica, pura y angelical. Le da la mano y juntos corren por el campo, cruzándose con otros amigos de la niña, con sus padres y con sus abuelas, con los espíritus que perecieron en la guerra fratricida. Al lado de una casona abierta se levantan, inertes, las cruces de los fallecidos por el conflicto armado de Guatemala. Los niños danzan encima de las tumbas, se ríen, son felices. Disfrutan de la tranquilidad de la paz ansiada por los ancestros. Los niños se sientan y empiezan a contarle cuentos chapines, mientras las niñas, ajenas a las leyendas, empiezan a tejer, en un gran telar, una bella confección que se convierte, súbitamente, en un manto enorme y fabuloso que cubre el cielo con un arcoíris anchísimo y textil, que abriga a los desamparados y a los solitarios. Con ellos danza horas y horas y cuando la luz rojiza del atardecer de Antigua logra penetrar en su retina y romper su aventura onírica, el holandés se levanta con una sonrisa enorme y con la satisfacción de haber vivido de cerca la recuperación simbólica del pueblo guatemalteco. Se levanta de la cama. Esta tarde la pasará deambulando por la ciudad, sin rumbo pretendido, sin una meta clara, solamente con el placer de sentirse perdido en un páramo de belleza sin igual. Lo último que hará antes de irse a la cama, a pesar del frío, será abrir la ventana y admirar el cuerpo inmóvil de los volcanes que, a veces, 52 · ABRIL


juguetones, hacen vibrar con su magma latente, subterráneo, la superficie de una de las ciudades más bonitas de Centroamérica. Amanece temprano en la Antigua Guatemala y la vida callejera se despierta impaciente. El viajero se levanta reposado y relajado, se baña, se viste, agarra su pequeña mochila y sale a pasear por la ciudad, que ya no celebra la Semana Santa. Antes, desayuna en el patio del hostal un plato enorme y abultado que contiene mango, melón, papaya y piña con granola y un poco de pan con queso. Luego, sorbe el perfume de un delicioso café, el mejor que ha probado nunca. Esta mañana la decide pasar en el Cerro de la Cruz, una pequeña colina rodeada de bosque desde donde se aprecian las vistas panorámicas de la ciudad. Sube todas las escaleras, emulando el ritual que tantos turistas realizan todos los días y, casi sin aliento, sin la energía de antaño, llega a la cima del pequeño montículo, capitaneado por una cruz de piedra que se levanta, orgullosa y protectora, indómita, encima de todos los edificios de Antigua, como un estandarte de virtud y divinidad, como un faro de fe para todos los caminantes. Se sienta a sus pies e imagina que juega ajedrez ante el plano urbano perfectamente trazado, un ejercicio de arquitectura inigualable. De todo lo que puede apreciar desde las alturas destacan dos edificios de belleza vetusta y sólida. Uno de ellos es la catedral, ubicada en el corazón de la ciudad. Otro, a escasas cuadras, es una mole rojiza que parece un monasterio, un palacio o un santuario. Abre la mochila y agarra sus prismáticos. Coloca sus ojos azules en el visor y espía, desde la lejanía de su escondite, los movimientos de las personas que están situadas en el edificio. En las calles colindantes puede ver, sorprendido, a varios jóvenes danzando, riendo, una masa de gente alegre y risueña. El viajero siente que recupera la energía perdida en la cuesta hacia el cerro y, como si fuera un joven excursionista, decide volver a la ciudad y dirigirse hacia el punto de color que ha descubierto desde el amparo montañoso de la Antigua Guatemala. En algún punto de su descenso, le pregunta a un señor, en un castellano rudimentario y casi ininteligible, la función del edificio JA’AB · 53


rojo. Con gran amabilidad, el anciano le dice que se trata de un edificio remodelado por la Cooperación Española, donde se imparten cursos, talleres y se proyectan muestras artísticas. El viajero le da las gracias y dirige sus pasos hacia ese espacio tan interesante, sin detenerse en las numerosas tiendas de artesanías y de piezas de jade que salpican las calles de la ciudad con elegancia y discreción. Cuando llega al atrio del edificio, se enamora de manera instantánea del lugar. No por su apariencia rígida y monumental. No por la fachada lateral demolida por los terremotos y que aún sobrevive con sus santos decapitados y su sabor a pasado y a nostalgia. Se enamora del conjunto pero, sobre todo, de la energía que brota del grupo de personas que ha detectado con los prismáticos desde el Cerro de la Cruz unos minutos antes. Una música fuerte resuena por las paredes de la plazoleta y casi llega a los volcanes. Son ritmos urbanos, modernos, cautivadoramente ensordecedores. Los chicos, ataviados con vestimentas parecidas a las que aparecen en los canales musicales seguidos por millones de jóvenes alrededor del mundo, bailan con los brazos y las cabezas, haciendo piruetas casi circenses, imposibles de imitar, como si lo hicieran en una calle de Nueva York. El espectáculo es curioso. El viajero jamás imaginó una tarde de hip hop en esta ciudad donde, en apariencia, solamente se respira solemnidad y tradición. Alrededor de los chicos que danzan, saltan y brincan, muchos jóvenes miran atentos los pasos de estos maestros del arte urbano llegados expresamente desde la capital. Con timidez, y luego con descaro y diversión, intentan imitar las coreografías fuertes y marcadas de los jóvenes que desean vivir de la música y del baile. Otro participante del festival urbano intenta hacer unas mezclas de música con un material de última generación, inspirando, casi sin quererlo, a decenas de jóvenes que lo escuchan con atención, sintiendo como él la pasión por la mezcla de sonidos, por la palpitación de la música electrónica, por la creación y por el arte. El viajero se acerca a un cartel pintado con grafiti que está pegado a la puerta de la fachada. Abajo puede leer: “LOS PATOJOS”. Se pregunta cuál será el significado de esa expresión desconocida para él. Decide preguntarlo a una muchacha bella y grácil, que juega con 54 · ABRIL


un sombrero y que demuestra tener una vocación casi innata para las artes escénicas y para el movimiento corporal. La chica le explica que, en Guatemala, patojo significa niño. Le cuenta también que es el nombre de un proyecto radicado en Jocotenango, un municipio que colinda con Antigua, una ilusión sólida y real que implica a más de 150 niños y niñas y que, con su compromiso social, es un ejemplo de conciencia, de materialización de los sueños, de revolución y de lucha. Al lado de la muchacha, un joven de mirada penetrante, que cubre su melena negrísima con un gorro de lana multicolor, dibuja y crea con genio y estilo. Los niños bailan, los volcanes disfrutan, las ruinas parecen cobrar vida, Antigua baila al son de este grupo original, todo parece renacer y brillar porque estos jóvenes desprenden un magnetismo que supera cualquier barrera. La muchacha le muestra los pendientes y los collares que una de sus compañeras del grupo de los Rebeldes con causa, al que pertenecen, elabora con afán de superación y con enorme talento. Es la base de una cooperativa que se creó pocos meses antes. Son tantos los proyectos que se han desarrollado en Los Patojos, tantos sueños que se han convertido en acciones, que el viajero piensa que el futuro de Guatemala será inteligente y brillante si ellos son los responsables de gestionarlo. Los Patojos es también comedor escolar, centro cultural, punto de encuentro de talentos y sensibilidades, cuna de pasiones, epicentro de saber y de debate, experiencia y valentía, empuje, esfuerzo, dedicación, inquebrantable tarea para formar con serenidad, color, madurez y reflexión líderes para Guatemala y para el mundo. Líderes reales y necesarios forjados en las colonias, en los barrios de la gente trabajadora, alejados de los sinsentidos de la fortuna, de la corrupción, de la lucha caníbal por el poder y de la ambición malsana y venenosa. Líderes que crecen con educación, con música, con arte, con imaginación, con verdad, con periodismo, con malabarismo, con artesanías, con reciclaje, con sensibilidad, con la semilla invencible del ser comprometido con sus semejantes. El viajero baila, se divierte y deja atrás vergüenzas y timideces. No fotografía, solamente siente y vive el momento. Los jóvenes que JA’AB · 55


lo acompañan están en pleno tránsito de la infancia a la madurez, en una etapa adolescente de curiosidad inevitable. Le cuentan sus sueños, sus logros, y él está convencido de que con su entusiasmo y el apoyo de los profesores lograrán todo lo que se propongan pues tienen algo inquebrantable: la ilusión. Ilusión por crecer, por comerse el mundo, por dar rienda suelta a un talento innato cultivado con dedicación y paciencia en el proyecto. Ilusión por virar el rumbo del sistema, por perfeccionarlo, por hacer de su país un territorio justo y pacífico donde todos tengan las mismas posibilidades de prosperar. Poco a poco, el sol va cayendo tras los picos volcánicos. La noche acecha el Valle de Panchoy con oscuridad irremediable. El atrio de la Cooperación Española despide los últimos rayos de luz del día. El director del proyecto dice adiós a los numerosos asistentes y les invita a participar en todas las actividades organizadas en Los Patojos. Los jóvenes empiezan a abrazarse efusivamente y a recoger los enseres para regresar a sus hogares. En pocos minutos, la plaza queda desierta y el viajero siente unas ganas inusitadas de conocer Jocotenango. Camina hacia la estación de autobuses y sube al primer camión que se dirige hacia Los Llanos. Cuando llega a su destino, las luces de la calle, como candelas, ya están encendidas. A diez minutos de allí, Antigua tiene la apariencia de un poblado de montaña que se prepara para recibir el frío entre humeantes tazas de chocolate fundido y café. Un halo de misterio hogareño recubre la urbe e invita a los transeúntes a volver a sus posadas. El camión frena en una calle muy transitada pues la vida en Jocotenango no se ha detenido con la llegada de la noche. Al contrario. Puede ver a numerosas personas charlando animadamente sobre política enfrente de la municipalidad. Los fieles se acercan, con recato, a la misa vespertina en la iglesia rosada y preciosa que reina en la plazoleta desde tiempos inmemoriales. La gente come, habla y ríe. Los cansados trabajadores regresan a casa mientras los patojos juegan con sus amigos o terminan sus labores escolares. El viajero pasea con tranquilidad y siente que esta cotidianidad se apodera de él, sintiendo que forma parte de Jocotenango desde 56 · ABRIL


siempre, como si lo conociera de antemano. Se sienta en el centro del parque y se limita a observar su entorno con omnisciencia, como si supiera qué se esconde detrás de cada rincón. E, inevitablemente, piensa en los jóvenes de Los Patojos que ha conocido aquella tarde, proyecto que nació en este municipio como un sueño y que se ha convertido en una realidad liberadora y ejemplar. Desea que a los patojos y a las patojas les vaya bien, que crezcan y maduren, que logren todos sus objetivos, que regalen a su país todo su talento y compromiso. Luego se vira y observa las colinas con las que Jocotenango se abriga, de enormes brazos arbolados. Se conmueve al ver las lucecitas de las aldeas que se preparan para cenar, desperdigadas por el monte. Las casas duermen y todo descansa. Desde El Hato, desde las otras aldeas de la zona, las almas reposan y admiran el atardecer. Algún niño despistado que no ha escuchado los gritos de su madre seguirá jugando en la calle y terminará por llegar a un extremo del monte, donde puede verse todo el valle a la perfección. Las luces de Antigua parecerán entonces un enjambre ordenado y numeroso de luciérnagas. El horizonte aún mantendrá una luz tornasolada, roja y anaranjada, y los volcanes de Agua y de Fuego, que se unen visualmente en una fusión casi irreal, dibujarán en su abrazo fraternal y geológico una sonrisa de ilusión y fe en el futuro. Gracias al chico que juega. Gracias a Los Patojos. Gracias a todas las personas que luchan en Guatemala por convertir los sueños en acciones.

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Hoy cantarรก por su madre, por su padre y por su pueblo, mezcla y crisol, lucha y supervivencia, magia y rito, cuna de genios y poetas.


MAYO

Belize City y Caye Caulker (Belice)

Antonio tiene nombre latino y es oscuro como el carbón. Tiene los ojos enormes, saltones, de mirada limpia y cercana, y los dientes radiantes. Su cuerpo esbelto ya ha abandonado la niñez y se ha internado, de lleno, en las revoluciones hormonales de la juventud. Su espalda es ancha y la camiseta con la que cubre su pecho en esta tarde cálida de mayo ondea con la brisa que llega desde el Caribe y roza con ternura las mejillas sonrosadas JA’AB · 61


de Belize City, abrazada por un tímido atardecer que empieza a conquistar el cielo. Las manos de Antonio, gigantes, pegan con fuerza el tambor que yace, nervioso y musicalizado, entre sus piernas. Junto al prístino príncipe beliceño, veinte compañeros y compañeras de la orquesta mueven el cuerpo, danzando, serpenteando con el ritmo afrocaribeño que emana de los timbales enormes, como si fueran cobras sensuales. A lo lejos, los niños y niñas que aprovechan las últimas horas de luz de este domingo endulzado y pausado de mayo en las orillas del puerto escuchan el sonido mágico, la exhalación musicalizada, que sale disparada desde un lugar inclasificable de la ciudad hasta su refugio marino. Creen que en algún barrio, esperando las estrellas, se está produciendo una gran fiesta. Mientras, chapotean y brincan, ríen y disfrutan, saboreando la placidez dominical que, en esta ciudad mestiza, es parecida a un letargo intencionado. El ensayo, mecido por el perfume del mar, ya está a punto de terminar. Antonio y sus amigos han pasado toda la tarde practicando los ritmos que deberán interpretar el domingo siguiente en un pasacalle que todos esperan con nerviosismo e ilusión. La música, en Belice, en todo el Caribe, es un elemento más de la sangre de sus habitantes, de su genética bonita. No son glóbulos blancos. Tampoco son glóbulos rojos. Son glóbulos coloridos, de expresión traviesa e hiperactiva, motores que empujan a los oriundos de esta región del planeta a vivir la vida de un modo más intenso y más febril, como si el mañana fuera una opción elegible y el presente una realidad sobrecogedora y momentánea y, a la vez, brillantemente eterna. El director de la banda lanza los brazos al cielo y los deja inmóviles. El estruendo se congela, la música muere, ya solamente se escucha el viento y el grito lejano de los niños y niñas que son felices danzando con las sirenas que se acercan al muelle. En media hora, recogen los instrumentos musicales y los depositan en una de las habitaciones de la casona preciosa, rodeada de palmeras, que ahora funciona como Casa de la Cultura y eventual sala de reuniones. El grupo se disgrega y Antonio se distrae paseando por el jardín, admirando el lujo que reviste este espacio tan especial. 62 · MAYO


El sol empieza a despedirse de la ciudad que guarda todos sus tesoros de infancia. Antonio, bello y fuerte, piensa que tiene aún dos horas para llegar al puerto. Las luces temblorosas y debiluchas que empiezan a iluminar la calle son delgadas e insuficientes, como si de manera voluntaria no quisieran alumbrar más, como si estuvieran programadas para recubrir de misterio y penumbra la avenida. Antonio anda tranquilo y reposado, con la espalda recta, la mirada atenta y el corazón en paz. Por un momento, cree estar paseando por el pueblo donde nació y al que ha regresado un par de veces: Livingston. En el enclave garífuna guatemalteco, rodeado por un país de café, el cuerpo ensangrentado y enorme de Antonio se atrevió a descubrir el mundo desde el vientre de su madre, María, a quien ama con fervor. Siempre fue un niño especial. De sensibilidad extrema, Antonio se ha guiado en todo momento por su oído fino y genial. De manera intuitiva, se fija solamente en los impulsos mezclados que recibe en sus ingeniosas orejas. Es capaz de desgranar cada sonido y dibujar su ruta vital a través de los lamentos o ritmos que proceden de su entorno como si fuera un murciélago escondido en alguna gruta acústicamente perfecta. Alguien le dijo un día que sería capaz de comprender el lenguaje de las ballenas y también el de las estrellas y los maremotos, pues parece que puede escuchar hasta los latidos de la Tierra y los efluvios de magma ardiente que recorren sus entrañas rocosas. María, la madre de Antonio, es una mujer muy bella. Nació en un poblado cercano a Quiriguá, en Guatemala, y se mudó junto a su familia a Livingston. Allí conoció al papá de Antonio, Cecil, negro como la noche y bonito como una perla marina, músico, cantante y artista, que murió en un accidente fortuito e inesperado en el Caribe mientras pescaba junto a sus compañeros en una noche de tormenta. Aún hoy, a Antonio le gusta estar siempre al lado del mar, porque cree oír, procedente desde el horizonte, la voz grave y taciturna de su padre, que se resiste a desaparecer, y que tantas veces había hecho danzar esta parte del mundo, brillante y olvidada. Cecil, en sus años de juventud, fue un músico garífuna conocido en los poblados del sur del país. A veces, en las noches de verano, JA’AB · 63


cantaba en Dangriga con sus compañeros de aventuras y a María no le gustaba su creciente popularidad porque la noche solía facilitar a su amado esposo todo tipo de lujuriosas distracciones. Tras la muerte del pescador, María decidió instalar una lavandería en Caye Caulker, un precioso cayo cercano a Belize City, e iniciar una nueva vida junto a un hostelero llamado Carlos, nacido en Chetumal, en la frontera de Belice con México, con el que Antonio es capaz de dialogar y sentirse a gusto sin olvidar, nunca, la voz lacónica y perturbadoramente grave de su padre, que le habla desde las profundidades del mar en las noches en las que no hay viento en la costa. De lunes a viernes, Antonio vive en Caye Caulker con su madre, y los fines de semana regresa a Belize City, donde vivió muchos años y donde intenta ganarse la vida como músico en alguna sala de conciertos polvorienta. En la isla, Antonio trabaja para una compañía turística y acompaña a los extranjeros a nadar por su amado mar Caribe, conociendo de cerca las tortugas, los tiburones y todos los seres que pueblan las aguas cristalinas peinadas por el segundo arrecife de coral más grande del planeta que se puede apreciar, espumoso, desde su habitación, donde a menudo se sienta a vaciar su mente y afinar el oído, pendiente de la musicalidad tranquila y bonita de la isla que contiene, en una superficie limitada, la esencia del Caribe puro e intenso, racial. Esta tarde no hay nadie paseando por la calle. En esta zona del mundo endémicamente relajada es difícil que suceda algo transcendente. De improviso, sale alguna persona de uno de los portones victorianos o se escucha el ronroneo del motor de un coche medio cojo, pero nada más se oye aparte de la letanía marina, que se cuela por cada calle y por cada alma de la ciudad dormida. A Antonio siempre le ha gustado la apariencia británicamente decadente de Belize City, su estilo medio sobrio y medio salvaje, su medio caminar entre el Reino Unido y Jamaica, su porte de rastafari, proselitista, predicadora y pirata. Cruza el puente que divide la ciudad, metálico y amarillento, y ve las barcas atracadas en el puerto. Sigue andando y llega al muelle 64 · MAYO


desde donde parte el ferry que va hacia los cayos. Aún le queda mucho rato libre hasta que salga el barco que está esperando. Compra una Belikin fresca y se sienta a esperar, no tiene nada mejor que hacer y se le antoja que esta es la opción más acertada, vaciar la mente y abrir los oídos, sentir cómo la inspiración irriga todo su ser e imaginar canciones nuevas que tocará en las noches divertidas de Caye Caulker mientras su padre le acompaña, a través del oleaje y de las pinzas de los cangrejos, desde las profundidades del Caribe. El sabor agrio de la cerveza calma su sed y sus labios inician una fiesta de cebada que le aporta placer y le apacigua el calor. Cierra los ojos y levita musicalmente imaginando, a través de los sonidos que llegan hasta sus oídos, que vuela por encima de la ciudad, por encima de Belice, y que se pierde entre las pirámides, en el espesor de la jungla, entre la maleza de lo inhóspito, por las calles grises de Belmopan, en las mejores salas de conciertos del Caribe, hasta llegar al Blue Hole, un enorme agujero de un intensísimo azul que, desde el cielo, desde donde él está ahora mismo, parece una mancha de diámetro circular perfecto, como si hubiera sido dibujado por un arquitecto divino. Se lanza al agujero y cae al fondo del océano, nadando entre animales extraños y desconocidos que nunca se han acercado a las playas de los cayos porque tienen miedo a lo humano y a lo prohibido, a lo terrenal. Cuando emerge a la superficie, su mirada atenta recobra el sentido y todo su cuerpo se recupera del letargo. Se levanta y sube al barco que ya está esperando a los pasajeros despistados para cubrir, otra vez, el trayecto entre la ciudad y el paraíso. El ferry enciende los motores. Llegará al muelle de Caye Caulker a la hora perfecta para cenar y prepararse, después, para el concierto que se celebrará por la noche en la cancha de baloncesto del diminuto núcleo urbano, perdido en medio de una nada cristalina y preciosa. Al recital están invitados numerosos artistas y Antonio será el centro de atención, pues todos intentarán reconocer en él el talento gigante e inmortal de Cecil, su difunto papá, que nunca ha desaparecido del todo. Puede apreciar cómo Belize City se empequeñece con el avance del barco. El mar engulle el sol en un festín eterno que se repite JA’AB · 65


desde el nacimiento del cosmos y las estrellas surcan el océano celestial como si fueran sardinas brillantes y preciosas, mecidas por el influjo sideral de los astros reyes. Ya cayó la noche, ya murió otro día. A su lado, un par de decenas de personas intentan evitar el mareo durmiendo o mirando fijamente el horizonte anaranjado. Tienen todos la piel oscura, reluciente por el sudor y el reflejo de la luna llena. Todos, menos una pareja de extranjeros. Pálidos, ricos, ajenos al magnífico espectáculo que está aconteciendo en el exterior y que, para ellos, para los beliceños, forma parte de la cotidianidad más banal. Intenta comprender, entonces, el porqué del origen de las razas, de la diferencia, de la división del mundo en fronteras y de la supremacía de un color por encima de los otros. Se estremece al pensar en sus ancestros esclavos, en los piratas asesinos que surcaban el mismo mar que se mueve divertido bajo sus pies, en los criados que servían en New Orleans y en la Florida. Piensa en África, en su amado Caribe, en la magnificencia del ébano, y sonríe, pues piensa que los blancos tienen el dinero, pero ellos tienen la vida. Hoy cantará por su madre, por su padre y por su pueblo, mezcla y crisol, lucha y supervivencia, magia y rito, cuna de genios y poetas. Entre pensamientos y plegarias, Antonio llega al muelle de Caye Caulker con unas ganas enormes de cantar y golpear con fuerza y energía la membrana de cuero de su tambor. Salta del ferry y corre por el camino de madera del muelle. Todo está oscuro y solamente se aprecia la luz vergonzosa del pueblo. Irrumpe con su porte de gigante en la calle principal, arenosa, por la cancha de baloncesto donde se realizará el concierto al cabo de una hora.Ya hay mucha gente esperando, vestida con pantalones cortos y camisetas de tirantes, intentando gozar del fresco nocturno tras el bochornoso día de trabajo. El escenario está preparado, los focos se están probando y el técnico de sonido, un jovenzuelo del pueblo, amante de la electrónica, ultima los detalles del programa con los otros artistas. Comen arroz con frijoles y algunos privilegiados han podido degustar la legendaria langosta del restaurante de Betty, que ya se ha agotado por ser la más deliciosa de la zona. Las parrillas callejeras humean en toda la avenida y se puede oler el 66 · MAYO


perfume cautivador del marisco en cada rincón. Los viajeros soleados vuelven a sus hoteles a descansar tras una larga jornada de playa y dejan el espacio libre a los lugareños para que gocen y disfruten. Los pescadores regresan a sus hogares, teniendo más suerte que Cecil, y hacen el amor con sus amadas esposas mulatas mientras los niños juegan con las conchas y los caracoles de mar que encuentran en el jardín. Las pieles saladas se bañan con la luz que cae desprendida del cielo. Y la luna llena recubre de poesía este instante tan sumamente prosaico. Al llegar a su casa, Antonio besa a María, saluda a su pareja, sube las escaleras rápidamente y se desnuda. Luego se baña y se viste con una camisa roja y unos pantalones blancos. Abre el cajón, recuperando del desorden su amuleto de la suerte, que un día fue de su padre y que es una especie de estatuita pequeña y de significado abstracto. Luego, corre hacia el comedor para abrazar otra vez a su madre, que está cocinando pollo. Ella también subirá en pocos minutos para ponerse el mejor de sus vestidos e ir a gozar del torrente de talento de su hijo, que irrigará todos los corazones presentes en la plaza. Carlos está tumbado en su hamaca y no asistirá al acto. En el trayecto hacia la cancha, con su tambor a cuestas y el orgullo de formar parte de este ecosistema maravilloso y de belleza perenne, donde afloran las artes y la imaginación de manera involuntaria, se cruza con amigos y conocidos. Todos han reservado esta noche para disfrutar de su música. El pueblo entero espera los ritmos que saldrán disparados de su timbal y de su garganta. Él siente un agradecimiento grande y sincero y los invita a todos a gozar de la vida, de la noche, de la música y de los instantes perecederos que ya nunca regresan a su estado original. El concierto ya ha empezado. Un grupo de niñas de la escuela bailan las canciones de una cantante europea. Después, un joven intentará tocar su guitarra medio desvencijada y medio mágica. Tras unas canciones de hip hop de un grupo local de aficionados a este género de música, cantará él junto a un par de amigos, que complementarán con sus instrumentos las canciones con las que Antonio quiere hacer danzar su pequeño mundo. La gente aplaude, ríe, bebe, come, disfruta de la noche cálida y de la brisa JA’AB · 67


caribeña sin desear nada más que no sea nacer, amar y morir en esta playa perfecta. María llega con prisas, con su vestido azul celeste y ve, al lado del escenario, que su hijo se está preparando para la actuación, que ya está a punto de empezar. No puede evitar dibujar una enorme sonrisa de felicidad y de orgullo en su rostro.Y de amor inconmensurable hacia aquel chico precioso, talentoso y tierno que nació en Livingston para alumbrar las almas con su música, como su padre, su amado Cecil, en quien no ha dejado de pensar ni un solo instante desde que su cuerpo moreno se perdió en el fondo del mar. Descubre un lugar para sentarse en las graderías y se dirige hacia él sin titubear, pues no quiere que nadie le robe su lugar de excepción. Se produce un silencio balsámico cuando Antonio se presenta ante el pueblo con sus amigos y su tambor, que permite que el ritmo frenético del hip hop reverbere y se pierda en el eco nocturno. Luego, la gente aplaude con una intensidad inusitada, como si un ciclón abatiera la plaza o los piratas y sus cañones violentos hubieran vuelto desde el infierno. Antonio coloca su boca al lado del micrófono, sus manos en el tambor y acaricia el instrumento rasgándolo con las uñas, para sentir su tacto, su presencia, su fuerza. Entonces lanza un grito al cielo, negro, brillante, seco, profundo, para invitar a su padre a que salga del ataúd acuático y lo acompañe en la noche más importante de su vida. Y canta. Como un ángel. Como si todos los instrumentos del mundo, afinados y perfectos, se fundieran en una orgía de luz en sus cuerdas vocales. La bella María llora y aplaude, sonríe y recuerda. Cree ver, emocionada, el perfil del amado marido proyectado en la sombra de su hijo, que se mueve sin parar desgranando, con su talento, todas las piezas musicales que conforman la identidad garífuna, beliceña, mestiza, criolla, caribeña, americana. Negra. La sombra y Antonio cantan al unísono. Cecil está en el escenario, respondiendo a la invitación de su amado hijo, al que acompaña siempre que puede con su traje de fantasma. Todo el pueblo puede reconocer la silueta del ídolo detrás de la del nuevo genio.Y en una locura colectiva, gritan y saltan, americanos de raíz y africanos de corazón, sintiendo la tierra y el mar, la pasión y el arraigo, y cantan, 68 · MAYO


en coro, por su pasado espinoso, su presente soleado y su futuro prometedor. Toda la noche la pasan danzando y recuperando los ritmos de sus ancestros. Cuando Antonio decide terminar el recital, la música sigue, la fiesta no decae, y necesita unos minutos de paz, de tranquilidad, de relajación, antes de que salga el sol. Huye de la cancha y corre hacia la playa. El amanecer está llegando con elegancia y sigilo, dando tregua a los espíritus festivos para que dancen y se amen. Antonio se sienta en el muelle, encima de las maderas roídas por la humedad, sin esperar ya ningún ferry. Solamente sintiendo cómo el Caribe besa su cuerpo y le regala músicas acuosas desde su vientre incorpóreo y marino. Entonces, oye unos pasos firmes. Alguien se está acercando. Una mano mojada le acaricia el pelo. Antonio llora y se siente feliz. Cuando quiere girarse, la sombra cae al mar y es transportada por las sirenas y los calamares al arrecife, donde duermen todos los espíritus del pueblo entre espuma y moluscos, y ya no volverá a ver nunca más a su padre, aunque crea que siente su presencia en todos sus momentos de éxito. A lo lejos, descubre la silueta inconfundiblemente morena de su madre, de ojos rasgados y apariencia de princesa del Mayab, que lo invita a volver a la fiesta. Antonio se levanta con energía y, antes de volver a la cancha, mientras sale el sol que terminará de invitar a los noctámbulos a irse a dormir, se desnuda y se funde con su amado Caribe persiguiendo, entre corales, la sinuosidad de bellas criaturas enamoradizas.

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Vendrรกn otros lugares y nuevos rumbos, pero siempre se sentirรก capaz de regresar a su playa para conectarse con el misterio incomprensible y maravillosamente estilizado de las galaxias traviesas.


JUNIO

Tulum (México)

La hamaca se mueve de un lado a otro de la habitación, pausada, lenta, con un ritmo acompasado y relajado. La escasa brisa del mediodía penetra por las cortinas abiertas. Afuera, las garras del infierno caen sobre Tulum Pueblo como un castigo por su condición de pecador nocturno, quemando el cemento, los edificios bajos y las cabezas de los valientes que se atreven a cruzarse con Satanás. Es junio y en la península de Yucatán se siente el aliento cálido del diablo. JA’AB · 73


Lucía seca el sudor de su rostro y gira el ventilador hacia ella con el pie en un extraño ejercicio de malabarismo. Su pelo, con el nuevo torrente de aire, ondea y baila animado y fresco. Su piel está rojiza y en pocos días se verá más oscura, teñida por el sol caribeño. Su cuerpo juvenil, estilizado, parece sacado de una pinacoteca clásica. Lucía reposa como lo hacen todos los seres que nacen, habitan y mueren en este pedazo de mundo bendecido por los dioses. Mira el techo, despistada. No puede dormir. Luego se levanta como si su cuerpo pesara muchas toneladas y estuviera hecho de piedra, como si fuera una pirámide de las que yacen esparcidas por la selva. Vuelve a girar el ventilador hacia ella, espanta dos moscos que quieren clavarle el aguijón y se dirige a la mesa. Con la mano remueve los papeles que duermen la siesta en medio del desorden, encima de la superficie de madera delgada. Nunca ha confiado en su arte pero siempre se ha sentido empujada a vivir, a existir a través de él, pues no concibe otra vida que no esté relacionada con la pintura, con el color. A veces escribe, a veces dibuja, a veces mezcla tonalidades con acuarelas, y muchas veces lo hace todo al mismo tiempo en un impulso artístico curioso. No tiene claro si tiene un estilo, aunque está convencida de que tiene una vocación: dejar que sus manos y su mente hablen como si fuera ella la mensajera de un secreto universal que solamente puede ser entendido a través de su arte críptico. Muy a su pesar, el mercado de la pintura no le ha reportado todo el éxito que presagiaba en esta región mexicana. Sus principales clientes han sido, desde que llegó, los turistas de Estados Unidos y de algunos países europeos atraídos por los dibujos que ella y sus compañeros de correrías ofrecen durante la noche en el parque de Tulum, frente al Palacio Municipal. Su año sabático está a punto de terminar. El verano pasado, Lucía estaba abandonando un trabajo anodino y mecánico en una pequeña galería de arte de Barcelona. Hacía tiempo que sentía que su inspiración se había desvanecido como el copal en una ceremonia mística y necesitaba un punto de inflexión a todos los niveles.Ya no podía sostener más aquella vida de autómata que le robaba la energía y le confundía el alma. 74 · JUNIO


Una mañana, Lucía paseaba ensimismada por su ciudad y sintió la brisa del mar acariciando sus mejillas. Entonces pensó que aquel mar enorme e infinito debía llevarla a alguna parte más interesante, como si fuera una botella mensajera perdida que llega al puerto donde la necesitan al cabo de muchos años. Corrió hacia una librería y compró un mapa del mundo. Estuvo barajando varias opciones durante mucho rato. Y al final, después de muchas cavilaciones, sopesando lo perdido y lo novedoso de la aventura que estaba decidida a realizar, eligió un destino que, aparentemente, tenía todo lo que ella necesitaba. Al cabo de unos días, Lucía ya había dejado el trabajo en la galería, había abandonado a su novio Manuel y prestó su piso a un par de amigas italianas. Casi sin pensarlo, sin razonarlo seriamente, hizo la maleta con ilusiones y ropa de verano y se fue en un vuelo chárter a Cancún, sin dar explicaciones, sin pedir permiso a nadie, concediéndose a sí misma un descanso vital merecido, lejos de cualquier elemento conocido o preconcebido y más cerca de su esencia artística que, por aquel entonces, estaba roída por el aburrimiento. Cuando llegó a Tulum después de dos horas en un automóvil rentado y más de nueve en un avión raquítico y lleno de familias con ganas de pasar unas vacaciones ideales en el Caribe, tuvo una impresión extraña. Necesitó un par de meses para aclimatarse a su nuevo hogar, pero ahora se siente integrada y feliz. Su casa es modesta pero ingeniosa, ubicada en las afueras del pueblo, al lado de una tienda familiar donde le regalan siempre frutas del tiempo y cerca, también, de un restaurante.Vive sola después de discutir, hace un par de semanas, con Roman, el artista checo con el que creyó haber encontrado la fuente de la eterna juventud. Por las mañanas, cuando sale el sol, Lucía toma su desayuno en la terraza, debajo de una palmera. Le gusta la avena con leche y el queso con miel. La sencillez de lo básico. Después, hasta que no llega la hora del almuerzo, se mete en su estudio, medio desnuda para refrescar su cuerpo en el tórrido verano eterno de Tulum, y pinta hasta que sus manos se tuercen de cansancio. Luego, come furtivamente y se va a dormir un par de horas, meciéndose en su hamaca de color vainilla. Por la tarde, suele salir a pasear por las calles más solitarias de Tulum y siempre se encuentra, rompiendo JA’AB · 75


su aislamiento pretendido, a algún conocido que le da conversación, o se sienta a leer enfrente de la playa, dejando que la brisa remueva levemente su nostalgia y la transporte, por breves instantes, a la luz mediterránea de su tierra. En su primer día en Tulum, dejó las maletas en el hostal y, después de andar sin rumbo por el centro del municipio, y sin poder escaparse de las garras del imán turístico que se encuentra a las afueras del pueblo, se subió a una camioneta que la llevó a las celebérrimas ruinas mayas, acariciadas por un mar de color esmeralda, a veces jade, siempre impresionante y magnífico, que al besar las paredes de piedra donde se levantan resistentes e invencibles los templos encima del Caribe, se convierte en una de las playas más bonitas del mundo. Recorrió el parque debajo de un sol impenitente y necesitó, en todo momento, el consuelo refrescante del agua. Cuando, por fin, llegó a la meta y bajó las escaleras de madera que la separaban del paraíso, se metió en el agua rauda y veloz como si fuera un delfín y sintió un placer global y holístico en todo su cuerpo irritado. Luego, escapó de las olas y se tumbó en la arena. Reposando, vaciando la mente y casi el alma, e intentando aprovechar aquel instante por el cual abandonó todo, se rió de la locura que había realizado y se dispuso a vivir su año en Tulum con todos los elementos que ella deseara. Entonces, vio a un par de muchachitas hablando animadamente sobre un chico del pueblo y no pudo dejar de espiarlas durante una hora, reflexionando acerca de lo extremadamente interesantes que resultan los sentimientos cotidianos. Le gustaba escuchar su manera de hablar, ver como gesticulaban. Tuvo ganas de dibujarlas, pero cuando puso su mano en la maleta casi sin incorporarse hizo una mueca de decepción, pues había dejado el cuaderno en la habitación del albergue. Fue capaz de extraer el alma de su cuerpo y observarse a sí misma como un ser externo y objetivo, y le pareció muy curioso que estuviera bañándose en aquella playa que tantas veces había visto anunciada en folletos turísticos y que en algún momento creyó irreal. Estaba en Tulum y las niñas daban realidad y corazón a 76 · JUNIO


aquella perla de la naturaleza que se abalanzaba contra el Caribe desde los muros de piedra, imberbes esqueletos resistentes al paso de los años, un mundo perdido que solamente era accesible para los pescadores, los marineros y las sirenas. En algún momento, el encargado de la seguridad del parque empezó a avisar a los bañistas y a los visitantes.Ya era hora de abandonar el recinto y Lucía se unió a las chiquillas del pueblo sin timidez y con unas ganas enormes de espantar la soledad de su aterrizaje, aún con una leve confusión mental debida al cambio horario. Las niñas fueron sus primeras conocidas en aquel lugar. Fueron los rostros que dibujó en primera instancia, priorizándoles ante las pirámides y los paisajes selváticos, tratando de congelar la esencia racial y bellísima de aquella honda mirada caribeña. Ellas fueron sus guías en los primeros días de confusión y ellas son, aún, las mejores amigas que ha encontrado y mantenido en estas latitudes. Antes de salir del parque, Lucía pudo leer un mensaje colocado en uno de los puntos del trayecto, en el camino que se dirigía a la salida. Le gustó y lo apuntó en un costado del boleto que le dieron en la entrada del recinto: Los mayas afirman que el camino de Tulum, en el mar, se abrirá en algún momento y el mundo cambiará. No pudo evitar sentir un fuerte estremecimiento al pensar que el cartel profético quizá tendría razón. Pensó entonces, que si el mundo cambiaba radicalmente desde aquella playa ella se encontraba en el lugar adecuado para formar parte de esta transformación planetaria que pudieron leer los mayas en las estrellas.Y, convencida de que el mundo debía cambiar radicalmente, corrigiendo sus errores endémicos y fomentando su potencial infinito de paz y hermanamiento, decidió que iba a esperar el cambio pintando y creando cerca de aquella costa eterna y brillante. Al cabo de unos días, Lucía estaba sentada al borde del mar y se acercó hacia ella un hombre sesentón, de mirada franca y achinada, bajito y caballeroso, que le dijo que estaba descansando aquel fin de semana en su Caribe natal y que era profesor universitario de Historia en la Ciudad de México, aunque nació en una casita JA’AB · 77


de pescadores, cerca de Punta Allen, en la reserva natural de Sian Ka’an, una enmarañada capa verde, salvaje e inhóspita, viva y enérgica, que se extiende hasta Chetumal. Su infancia la pasó jugando entre las rocas de la costa, los manglares, las barcas y el perfume salado del océano. Le gustaba leer y escuchar las leyendas que su abuelo −que hablaba solamente en lengua maya− les contaba a él y a sus primos. En algún atardecer fogoso de verano, con el cielo rojizo y abrumadoramente bonito, el anciano les contó el mito de la creación del mundo que los mayas idearon para explicar la creación de lo terrenal y su unión con lo divino. Cuando el viejo profesor terminó de explicarle la historia, se despidió y se evaporó como si nunca hubiera existido. En ocasiones, Lucía ha pensado que fue el espíritu de algún sabio del pasado el que se cruzó con ella en esta tarde de playa. Desde su mirador particular, escondiendo los dedos entre la arena blanca, imaginó cómo debió ser el mundo sin la tierra que estaba acariciando en aquellos instantes pues, en el nacimiento de la materia, de la vida, solamente existían el cielo y el mar: …todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado y vacía la extensión del cielo… Recordó el inicio del PopolVuh, el libro de los maya-quichés que estaba leyendo en sus ratos libres, e imaginó con facilidad cómo fueron aquellos principios fantásticos. No había nada junto, ni cosa alguna que se moviera, ni se agitara, ni hiciera ruido en el cielo. No había nada que estuviera en pie; sólo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia. Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Por gracia divina, aparecieron las rocas, las montañas, los valles y los pastos. ¡Tierra!, dijeron, y al instante fue hecha. Como la neblina, como la nube y como una polvareda fue la creación, cuando surgieron del agua las montañas; y al instante crecieron las montañas. Solamente por un prodigio, sólo por arte de magia se realizó la 78 · JUNIO


formación de las montañas y de los valles; y al instante brotaron juntos los cipreses y pinares en la superficie. La obra divina, la casa de los dioses, perfecta y desierta, se creó con el soplo brumoso y mágico de los padres del mundo y Lucía intentaba imaginar la apertura del mar como una brecha uniforme y quebradiza que rasgó el planeta e hizo brotar vida de su herida incurable. Lucía se quedó en la playa hasta el atardecer. Las personas que paseaban enfrente suyo, sin reparar en la presencia de la bella muchacha, hablaban sobre cosas triviales, mientras la joven no podía olvidar todo lo que el profesor le había contado. Visualizaba a aquellas personas como la evolución de los hombres de barro y de madera que habían creado los dioses. Pensó que, en algunas ocasiones, la escasa sensibilidad y el mal de los seres humanos primigenios e imperfectos también estaban presentes en el hombre de maíz, la creación final, el que aún puebla el mundo con desconcierto y amor. Al imaginar los primeros hombres, hechos de barro y madera, que no eran capaces de orar a los dioses y que no sentían en su corazón la grandeza de todo lo que les rodeaba, se tambaleó y se sintió perdida, pues no había cambiado mucho el ser humano desde su primer nacimiento como ente universal. Se sintió abrumada y perdida e intentó vislumbrar en su entorno los cuatro puntos cardinales, marinera perdida en otros mares y otros rincones del mundo, y consiguió identificarlos con la ayuda de las cómplices primeras estrellas del cielo, cada uno con su color asignado por los dioses. El ocaso, entonces, se torció en una mueca cómplice. Desde los cuatro Bacabs los dioses hablaban y la invitaban a encontrar el camino. A lo lejos, apareció la llamarada definitiva, la señal que estaba esperando. Se incorporó y en escasos minutos llegó corriendo a la ceremonia que se estaba celebrando en la playa. No había más de veinte personas, vestidas de blanco y con el gesto respetuoso. Se podía oler el mar y el incienso y también la quemazón de la madera, que ardía con fuerza al lado del Caribe, abriéndole las puertas al verano en aquella noche de solsticio fantástica JA’AB · 79


y asombrosa. Entró en el círculo mágico y se sentó cerca del anciano sacerdote. El viento soplaba con fuerza, pero era incapaz de apagar el fuego sagrado, pues los dioses lo estaban protegiendo con sus manos invisibles. Poco a poco, fueron llegando a la playa todos ellos, los dioses, y Lucía sentía la presencia de Chaac, de Ixchel, del dios del viento, del dios de la estrella polar, del dios de la muerte y del dios de la guerra, y sintió que la sombra incorpórea de Hunab Ku se aposentaba, solemne y digna, enfrente de la fogata. El sacerdote hablaba en una lengua que ella no comprendía pero, de alguna manera, conectaba profundamente con el mensaje cifrado que emergía de los labios del sabio anciano orador. Entonces, una de las mujeres la invitó a incorporarse y con unas hojas limpiaron las malas energías de su cuerpo. Sintió el contacto de la planta en sus brazos y un estremecimiento seco recorrió sus extremidades y su cadera, advirtiendo que el efecto de este truco mágico era útil y verdadero. Al instante sintió su cuerpo alivianarse y se relajó sin pensar ya en el pasado gris del cual escapó. Lucía sintió que los ojos le pesaban mucho y tuvo, de repente, unos deseos irrefrenables de dormirse encima de la arena, al lado de las llamaradas, como si estuviera envenenada por el humo. Imaginó que recorría todo el cosmos en el vuelo chárter que la llevó hasta Cancún; que el avión no se había detenido en esta ciudad mexicana, sino que se había dirigido, como un cohete, a la infinitud de lo desconocido. Allí viajó entre galaxia y galaxia, sola en el vuelo con sus recuerdos y sus impresiones, dibujando la belleza etérea del universo en su diario de viaje. Plasmó el mapa celeste en una página, empequeñeciendo los detalles en un intento fallido por contener lo eterno en un mísero papel. Vio la Tierra, diminuta como una perla, y también un pequeño observatorio de piedra que destacaba entre la espesura de la selva. Logró ver el ojo curioso y negro de un astrónomo del pasado que, como sus maestros, descubrió cientos de secretos en el cielo y pudo leer el destino de la humanidad y calcular el tiempo y el espacio con extrema precisión. Cuando abrió los ojos, después de su sueño reparador, los mismos ojos se abatían encima de ella, estudiando todos los detalles de 80 · JUNIO


su bello rostro, ahora con la identidad del anciano sacerdote, que le sonreía y le daba la mano. Los asistentes a la ceremonia daban vueltas alrededor de la fogata para rendirle homenaje a los dioses y agradecerles el aliento de vida que cada día les mandaban desde la invisibilidad omnipresente, y Lucía se unió a ellos, llorando de emoción, sabiéndose partícipe de un momento único, de una fracción de segundo de felicidad completa y total. Como sus compañeros nocturnos, ella también sintió, en lo más hondo de su corazón, un profundo agradecimiento por todo lo bueno que en vida se le estaba concediendo sin apenas pedirlo. Al terminar el acto, Lucía robó un poco de ceniza del suelo y lo colocó en un frasco de metal, que aún guarda como el mayor de sus tesoros, pues el pequeño cachivache simboliza su conexión entera y sincera con el misterio del cosmos. Con el frasco de metal al lado del corazón, Lucía recuerda el calor del fuego y la sonrisa del anciano sacerdote y hace balance de todo lo que ha aprendido en Tulum. Es su última noche en el pueblo y ya tiene las maletas preparadas. No tiene ningún compromiso, tampoco lo ha buscado, y ya se despidió de todas las personas que se merecían un adiós. Está tranquila y serena, bronceada, a punto para emprender la aventura de regreso y de reubicación en un mundo que consideraba perdido y olvidado. El suyo. Revisa los dibujos de la mesa, sonríe, es feliz, pero aún no ha hecho en aquella tierra su obra maestra, aún no ha sellado para siempre su relación con Tulum con una obra especial. Abre nuevamente la maleta y agarra los pinceles y las pinturas diseminadas allí dentro. Afuera es de noche y ella sale corriendo de la casa, sin miedo a la oscuridad, radiante, besada por las musas, y se abalanza contra una pared de una vivienda abandonada que ha estado presente cada atardecer en sus paseos rutinarios y solitarios. Ríos de color empiezan a cubrir la superficie y durante toda la noche pinta el cielo que vio soñando mientras viajaba en el avión imaginario. El universo en la Tierra, los secretos de las estrellas en el corazón de Tulum. Se duerme admirando su obra cuando el sol empieza a despuntar, tímido y aún poco ardiente, y siente que ya se puede ir en paz. Al JA’AB · 81


cabo de pocos minutos, alguien la despertará en medio del camino y ella, sin reparar en la fisonomía de esta persona desconocida, correrá hacia la casa y llevará las maletas a un taxi; sin mirar atrás, se despedirá de Tulum con una lágrima en los ojos y, ya en el avión, sus sentidos se helarán por un momento porque descubrirá, con asombro, que la persona que la despertó fue el anciano sacerdote maya, siempre sonriente, siempre casi irreal y definitivo, el mismo que ahora, desde las nubes, la acompaña como un ángel custodio. Lucía pega su cara a la ventanilla, lo saluda y se promete a sí misma que nunca dejará que el tiempo borre la huella que Tulum ha marcado en su camino vital.Vendrán otros lugares y nuevos rumbos, pero siempre se sentirá capaz de regresar a su playa para conectarse con el misterio incomprensible y maravillosamente estilizado de las galaxias traviesas.

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ÂżCĂłmo se debe comportar, cĂłmo debe percibir la realidad y la vida ahora que su identidad es dual?


JULIO

Cancún (México)

La rueda de la fortuna gira y gira sin parar. Desde lo alto de la atracción, Mark siente que el calor del verano invade la playa. Por fin han empezado los meses de bonanza, de paz en el clima, que permiten a los transeúntes caminar sin necesitar incómodos abrigos. Esta tarde de julio, el parque de atracciones de Coney Island está abarrotado de gente. Numerosas familias judías, con su atuendo oscuro, pasean risueñas por el recinto. Muchos jóvenes se han JA’AB · 85


alejado del centro caótico de la ciudad para gozar de una tarde tranquila y las parejas, enamoradas, se declaran su amor entre nubes de azúcar y viejecitas autómatas metidas en urnas de cristal que leen el destino a cambio de un dólar. La felicidad se palpa, se solidifica, se sublima, se hace presente en este parque que es, a la vez, un oasis de creatividad e imaginación en las afueras de la bella, metálica, orgullosa y narcisista Nueva York. A lo lejos, las uñas de los rascacielos intentan arañar la infinitud y las moles de cristal se tiñen de un anaranjado solemne y casi apocalíptico, de belleza proverbial y definitiva. El camaleón urbano más conocido del mundo vuelve a cambiar su disfraz otra tarde más. Cuando ya empieza a cansarse de dar vueltas y más vueltas en aquel artilugio antiguo que cruje, el chico que controla la noria frena el ritmo con una palanca y permite que Mark y sus amigos bajen de la cabina. La bonita Anne les anima a tomar cerveza fría y juntos van a tumbarse a la arena, frente a la playa, pues está llegando el momento crepuscular que han esperado durante todo el día.También compran un par de bolsas de frituras para botanear y un pedazo de queso, y se disponen a vivir las fantásticas nimiedades que construyen la felicidad de la juventud. Jacob, pecoso y divertido, sugiere como tema de conversación la elección del destino de las vacaciones, ritual que cada año, por designación, y porque quizá es quien tiene más ganas de escapar del monstruo de cemento, comienza él. El año anterior estuvieron una semana en Miami, y aunque lo pasaron en grande, en esta ocasión desean ir un poco más lejos, a un destino que no sea costoso pero que les permita ampliar fronteras y regresar con un bronceado envidiable a la Gran Manzana. Mientras Anne y Jacob hablan sobre distintas posibilidades, como California o Puerto Rico, Mark está abstraído. En algún momento de aparente lucidez pensó que la jornada de feria le iría bien para huir de los fantasmas que ensombrecen su mente, pero no ha sido así. Algo muy hondo, muy profundo, tremendamente esencial, le trenza la mente con miles de pensamientos inconclusos y abstractos. 86 · JULIO


Luego, Mark cierra los ojos e imagina que su vida es como el parque de atracciones de Coney Island, perdida en un carrusel conflictivo, en un túnel del terror con esperpénticas criaturas, y siente un miedo desagradable y mórbido hacia lo desconocido. Por mucho que quiera fingir que no sucede nada, sus amigos reconocen que en la cabeza de Mark está ocurriendo algo extraño y perverso. Jacob se levanta para ir a comprar más comida y se prepara para esperar en una larga y tediosa cola en el bar del muelle. En la playa se quedan Anne y Mark, una al lado del otro, casi pegados, mirando como las olas rompen en la arena, donde esconden sus pies como si fueran niños pequeños. Anne le agarra la mano y él se estremece. Sus ojos negros se abrillantan y empieza a llorar sin poder evitarlo. La pena le brota como una fuente sin cerrazón, palpitando de manera meteórica, y sus manos, a pesar del calor húmedo del verano neoyorquino, se congelan. Anne está asustada, le da un beso y le pregunta al oído qué le ocurre. Mark, sin reparos, sin miedo a que se sepa la verdad, casi sin vergüenza, le cuenta todo. Le cuenta que no sabe quién es. Le cuenta que toda su vida ha sido una mentira. Le cuenta que tiene la misión de encontrarse a sí mismo. Le cuenta que es adoptado. Le cuenta que sus padres se lo dijeron la noche anterior, en una cena tensa en la que se abrió de cuajo la caja de Pandora. Le cuenta que ahora sabe por qué no es rubio como su mamá ni tiene los ojos verdes como su papá. Le cuenta que es mexicano.Y le cuenta, por fin, que su familia originaria vivía, cuando lo entregaron al hospicio, en Cancún. Para Anne no resulta una sorpresa saber que Mark es mexicano. Sus ojos rasgados, su tez aceitunada y su belleza felina no encajaron nunca con su patrón familiar ni con el modelo de físico anglosajón. Pero las verdades, a veces, aunque sean evidentes, no se quieren mostrar, y el silencio incómodo es mejor que la noticia definitiva, que resquebraja familias y desvía vidas. La joven le sonríe y le dice que su familia lo ha amado siempre, que ellos serán sus amigos y que Nueva York será su ciudad, su nido y su refugio, aunque intenta reconfortarlo pues comparte su sufrimiento. Aquellas palabras no son útiles para Mark. No necesita más consuelo, no necesita más verdades. Necesita hechos. Necesita virar JA’AB · 87


el barco de su vida con sus propias manos, salir del escenario de su existencia, ahora despedazado, para comprenderlo y completarlo. Cuando Jacob llega con su sonrisa congénita y con tres hamburguesas recién cocinadas, Mark ya no llora y les dice con voz grave y segura que el destino elegido será Cancún. En el viaje de retorno a la ciudad, Mark, Jacob y Anne no logran articular palabra alguna, aunque los tres están convencidos de que el destino de sus vacaciones, este año, no puede ser otro. Está predestinado. Mark agradece con la mirada caída el apoyo que le brindan sus amigos y estudia con detenimiento cada edificio que roza el tren, como si quisiera analizarlo de cerca, como si quisiera descubrir por qué forma parte de su vida. No puede evitar tener esta actitud agresiva y cuestionadora, y aunque en el fondo no cree que el hecho de ser adoptado llegue a cambiar las cosas más esenciales de su vida, siente cómo el suelo, el mundo, el universo y la eternidad se tambalean y se pierde todo en un terremoto emocional que no logra controlar. Cuando llegan al corazón de Nueva York, el alud de ruido, luces y cristal les aturde y los tres protagonizan una despedida torpe y sin sentido, como si no se conocieran. Anne y Jacob se van en otra dirección y Mark, que no tiene ganas de llegar a casa, decide pasear por Manhattan para intentar recuperar los restos de su naufragio personal. Nada sin rumbo, medio ciego, pero conoce las calles como la palma de su mano. Es neoyorquino. Ama su ciudad. Ama su país. Ama la vida que ha tenido y todo lo que le ha ofrecido la Gran Manzana. Ama lo que es. Pero ahora una palabra ha irrumpido con inusitada fuerza en su ser, sin quererlo, sin previo aviso, un mote colorido y que, otrora, le fascinaba: México. Tan lejos y tan cerca. Tan abrumadoramente real y decisivo. Alza la mirada al cielo y admira aterrorizado las enormes construcciones que salpican la isla donde creció. Le gustaría que de su mano saliera disparado un fuerte hilo de telaraña que creara un filtro gigante entre rascacielo y rascacielo. Luego, soplaría fuerte, muy fuerte, para que toda la ciudad se volatilizara y se filtrara por ese tamiz. Mark se quedaría entonces con las cosas básicas que lograran 88 · JULIO


pegarse a la telaraña y con ellas se iría muy lejos, al fin del mundo, para decidir si todo aquello es válido, si todo aquello es real. Si es realmente lo que lo conforma como ser humano o es solamente el reflejo de un bello espejismo. Y entonces siente el deseo enorme de subir al ático del edificio Rockefeller, al Top of the Rock, donde solía ir con su familia los días de verano como hoy, cuando era más pequeño. Corre hacia allá, paga su boleto de ingreso, y tras varios minutos de espera, llega a uno de los techos más emblemáticos del mundo. El viento nocturno lucha contra los cristales protectores, que no quieren romperse. Un pequeño hilo de luz rojiza se puede ver aún en el firmamento, pero Nueva York ya ha sucumbido al perfume nocturno. De noche, parece que la ciudad desprende más encanto. A Mark siempre le ha fascinado la posibilidad de poder admirar un cielo urbano como aquel bajo sus pies, y se siente afortunado, se siente astronauta, se siente orgulloso de una ciudad que permite al ser humano creerse un dios todopoderoso. Siente que es un astro que observa una galaxia humana, brillante y preciosa, repleta de miles de historias que nunca serán contadas, como la suya, y que se perderán por los suaves y recónditos cauces del olvido. Mira enfrente y siente, imponente, la presencia magnética del Empire State Building, su porte elegante y vistoso, faro de la ciudad y muestra de su galantería y enormidad, y lejos intuye la silueta invisible de las torres que cayeron por culpa del odio y del fanatismo, sin poder evitar un estremecimiento repentino al recordar el funesto día en el cual su ciudad cambió para siempre. Transcurren dos horas, a solas él y sus pensamientos, fijando la mirada en la caótica y estilizada masa de metal, vidrio y locura genial con la que está hecha Nueva York, y cada vez se siente más perdido. En alguna ocasión sonríe, pues nunca imaginó que pudo haber nacido en Cancún, en un lugar tan cercano y a la vez tan recóndito… Además, poco sabe de su ciudad natal, aparte de su fama de destino vacacional. ¿Qué es Cancún? ¿Qué es México? ¿Qué significa ser mexicano? ¿Cómo se debe comportar, cómo debe percibir la realidad y la vida ahora que su identidad es dual? ¿Podrá alguna vez reconciliar los dos mundos que habitan en él y que lo obligarán, JA’AB · 89


a partir de esta noche, a vivir en dos esferas paralelas que lograrán conjugarse con mucho esfuerzo algunos años más tarde? Los días de verano transcurren sin ninguna otra noticia explosiva. Intenta pasar el mínimo tiempo en su casa y alterna varias salidas con amigos de la universidad, en parques, conciertos y bares musicales, disfrutando del buen clima e intentando vivir una vida normal, sin contar nada a nadie. Solamente Jacob y Anne lo saben todo, y no necesita que nadie más comparta su desorden vital, pues siente que es capaz de transmitir su mala suerte a todas las personas de su entorno que viven ajenos a su ciclón sentimental. El día antes de volar hacia Cancún, Mark tiene un dolor agudo en el estómago que no puede aplacar con ningún medicamento, ni siquiera con las milagrosas infusiones de su abuela, que vive con ellos en el lujoso dúplex del Upper East Side, un barrio residencial y coqueto. La madre de Mark le ha preguntado en muchas ocasiones cuál será el destino de las vacaciones para ese verano, pero el hijo no ha querido hablar con ella. No puede; es incapaz de balbucear una palabra con alguien que ha mentido desde su infancia. Tampoco es capaz de entablar una conversación con su padre. Aquella noche, Mark no duerme y el día siguiente se levanta de la cama con unas ojeras muy hondas que acentúan su preocupación y su ansiedad previa a un viaje, el viaje, que será crucial en su vida. Cuando el taxi llega a la puerta del bloque donde reside, Mark besa cálidamente a su abuela y saluda con marcialidad a sus padres, quienes se sienten avergonzados e indecisos, como si no supieran qué hacer o qué decir, como si no hubieran ensayado esta escena cada día desde que adoptaron a Mark. Entra al ascensor, resopla y respira hondo. El taxista lo ayuda a colocar el equipaje en el automóvil y ambos inician un camino sin retorno hacia el aeropuerto de La Guardia. Cuando cruzan el puente, Mark gira todo su cuerpo y fija su mirada en la prístina ciudad que ve detrás del cristal, en su cresta de hierro, forjada por sabios y poetas, en su alma densa y compleja, en su rostro de belleza sin igual. Sonríe y lanza un beso al vacío, esperando que su amada ciudad lo reciba como regalo de despedida. 90 · JULIO


Al llegar a la terminal, Jacob y Anne lo esperan ansiosos, pues en alguna ocasión pensaron que se iba a echar para atrás en el último momento y que sería incapaz de afrontar la realidad. Al verlo, se sienten aliviados y cómodos. La aventura está a punto de empezar. Siete días en el Caribe mexicano, entre aguas cristalinas, ruinas y buena música. ¿Qué más pueden pedir? Cuando el avión despega, Mark yergue su espalda y cierra sus ojos, y puede notar cómo de su espalda brotan dos enormes alas que lo llevarán hacia el origen de sí mismo. Nunca antes había sentido esta emoción tan profunda, nunca se ha sentido tan cerca de la esencia de su ser como en este instante en el cual se está alejando de todo lo que conoce y le han cedido por destino o por azar. Tras un breve sueño reparador, el avión de American Airlines llega a Dallas y allí hace una breve escala en su periplo aéreo hacia Cancún. El atardecer acecha el estado de Quintana Roo cuando el avión aterriza en suelo mexicano. El gigante alado de American Airlines se acerca a la terminal y se conecta al país que acaba de pisar. Después de recoger el equipaje, un señor moreno, de solemnidad exótica, les ayuda a colocar las maletas en el taxi y los lleva a un hotel ubicado al borde de la playa. Mientras Jacob y Anne se bañan en la piscina, Mark sube a la azotea y contempla, perdido y tenso, su primera puesta de sol en el Caribe, realmente cautivadora. Luego baja otra vez a la habitación, limpia su cuerpo sudoroso e intenta aclimatarse a la humedad asfixiante vistiéndose con la ropa más fresca que encuentra en el armario. Anne y Jacob lo están esperando. Van a cenar a un restaurante cercano al hotel, empujados por el impulso que tienen todos los turistas de llegar a México y fundirse con el tópico nacional hecho de tequila, agave y música ranchera. Allí, entre tacos y enchiladas, beben y beben e inician una vacua aventura de siete días perdiéndose entre corrientes etílicas, fiestas, sol, arena y playa.Y nada más. Es la última noche del viaje y los tres amigos se sienten cansados y prefieren quedarse en el hotel. Jacob se duerme en la habitación y Anne y Mark deciden ir a pasear al lado del mar para despedirse de JA’AB · 91


un Caribe que les ha regalado diversión y felicidad a raudales. Mark parece más tranquilo esta noche, más sereno. Anne le da la mano y ambos inician una conversación que serpenteará entre decenas de temas distintos, todos ellos superficiales y evitables, intentando acallar el motivo por el cual se decidieron por Cancún como destino vacacional. Mark le da un beso en la mejilla y le pide que lo deje solo. Anne comprende a su amigo y le regala el aislamiento que necesita para armar el rompecabezas de su vida. En aquella playa solitaria e iluminada por las bocanadas de luz incandescente que nunca se apagan, como en la lejana Nueva York, Mark recuerda el atardecer en Coney Island y cree que ya ha dado un paso de gigante en la lucha por reconocerse. Ahora está igual de perdido que entonces, pero está en Cancún, en el principio de todo. Camina, camina, camina. Sin rumbo fijo, recorre decenas de avenidas, algunas de ellas repletas de viajeros con ganas de beber y amar. Se cruza entonces con una mujer bajita, descalza, de mirada penetrante, cubierta con un vestido floreado y blanco, impoluto. De fondo, ve la fotografía de una pirámide invencible e inmortal. Un río espiritual y mágico, la esencia de un mundo que no conoce, recorre los cimientos de aquella ciudad de apariencia casi ficticia, e intuye que más allá de los sombreros de charro que venden en las tiendas de artesanía y las rancheras cantadas al amanecer con la boca torcida por el tequila, un ser divino, nacido del maíz, le lanza un mensaje secreto e intransferible. ¿Quién es él? ¿Quién es Mark? ¿Por qué Nueva York, por qué Cancún? ¿Qué es el destino? ¿Qué es la vida? ¿Qué debe hacer? ¿Qué ángel lo salvará ahora? La inestabilidad es grande y notoria. Los espejos de las tiendas, ya cerradas, le dan el reflejo de lo que aparenta ser, pero no de lo que es. Su interior es intenso y complejo, caleidoscópico, conformado por miles de momentos, miles de instantes diminutos y constructores de vida. Mira al cielo y descubre una tela galáctica de estrellas preciosas encima suyo, parecida a la que tuvo bajo sus pies en Nueva York. En dos sitios distintos, pero siempre acompañado de luz. En su sangre nada el gen del trotamundos. Aunque esté lejos de la cuna que meció su infancia, siempre correrá bajo el mismo cielo, siempre respirará 92 · JULIO


el mismo oxígeno. Porque tiene la suerte de pertenecer a dos mundos, al contraste y a la sabiduría que impregnan los seres que son capaces de mezclarse con la diferencia. Tendrá que aprender un nuevo idioma, tendrá que conocer una cultura, su cultura, desde las raíces, como si fuera un niño en edad escolar. Tendrá que habituarse a la comida, al clima, al carácter, a la luz de nuevos paraderos. Tendrá que adentrarse en el laberinto mexicano y conocer el rostro maya, eterno, hecho de jade y de piedra caliza, y reconocer en él la llama de su espíritu aventurero. Tendrá que descodificar su identidad para ampliarla y enriquecerla. El día siguiente, los tres amigos se levantan temprano y despiden desde el hotel las maravillas del paraíso terrenal. Se dirigen al aeropuerto. Anne lo agarra de la mano fuertemente y ambos están conectados en aquellos momentos emocionantes. Jacob se sienta delante, intentando hablar en un español jeroglífico con el taxista acerca de temas variados de dudoso interés. Cuando llegan a la terminal, sacan las maletas con prisa. Jacob está a punto de entrar al edificio de cristal, pero se detiene. Nadie le sigue. Anne y Mark se están besando. Ambos lloran. Anne lo abraza fuertemente y le dice algo en el oído que es incapaz de escuchar por culpa del ruido de los motores de los autos. Luego corre hacia él y le pide que se vayan a facturar las maletas. Mark mira a Jacob con unos ojos inmensos, brillantes, agradecidos. Los dos amigos se abrazan con intensidad y ambos saben que no hay otra opción para Mark que quedarse a explorar unos días más, quizá para siempre, sus orígenes y sus raíces.

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Siempre que siente el escalofriante contacto del agua de un cenote, Hugo se eriza y reza, pues

es consciente de que se encuentra en terreno sagrado.


AGOSTO

Valladolid (México)

El viento sopla, recio e impune, rompiendo el calor aletargado del mediodía. La tempestad llega, puntual, a su cita diaria. Siempre con el mismo ritual, siempre con la misma presentación. Siempre con la misma intención de verter el líquido de los dioses encima de lo humano para limpiar, purificar y convertir los desamores y los desencuentros en arroyos que se pierden por meandros confusos. Llora el cielo y bebe el campo en un intercambio ancestral de fertilidad y JA’AB · 97


energía. Las tierras bajas de Yucatán se humedecen con el lamento divino y las criaturas saltan y brincan con el regalo aguado. Brillan las hojas, reluce el cielo repleto de nubes como una capa sólida e inquebrantable de ónix, oscura y eterna, mojando el mundo con su panza acuosa. Las personas se esconden. Ruge el cosmos, cae fuego, todo es eléctrico y tembloroso, de un grisáceo nada sutil. La vida ha regresado con todo su esplendor. A buen recaudo, Hugo Moo termina de colocarse el traje de buzo, estrecho, que marca todos los rincones de su cuerpo juvenil y robusto. Junto a sus dos compañeros revisa los detalles de la expedición de esta tarde. La lluvia logra colarse en la urna pétrea donde se encuentran los chicos desde el hoyo central, a través del cual el cenote respira y se conecta con el mundo. Las gotas caen al agua cristalina como trozos de una pirámide resquebrajada produciendo un gran estruendo, multiplicado por la cavidad rocosa de la pared ovalada, escenario natural de sonoridad espeluznante y casi matemática, pura y perfecta. Hugo nació en Valladolid, en una casa de techos altísimos y paredes porosas en la calzada de los Frailes. Desde la placenta, la piscina original, su primer contacto con el líquido, Hugo sintió una paz enorme al flotar y sentirse en otro medio distinto al que le pertenecía. Nadar siempre fue su gran pasión, nunca dejó de hacerlo y cuando no podía zambullirse en el mar o en algún lago, sentía que sus venas se secaban, como si fuera un tritón perdido deambulando por el desierto, como si las sirenas lo hubieran abandonado o su alma de pez libre y plateado hubiera desaparecido de repente. Sus padres disfrutaban al verlo nadar y solían llevarlo a un cenote cercano a la ciudad llamado Dzitnup, donde el pequeño bergantín abría los brazos y removía el agua con premura y sigilo, como si nunca llegara a puerto, sintiendo que, realmente, aquel era su lugar en el universo. El prístino rey acuático se coloca las gafas y se pone la válvula de oxígeno entre los labios. Penetra en el agua con respeto, seguido por sus compañeros de aventuras. Junto a ellos, ha creado una pequeña empresa arqueológica para buscar restos del pasado maya en 98 · AGOSTO


las profundidades de estos espacios únicos en el planeta, donde los ancestros sentían que entraban al inframundo y donde solían ofrendar a los dioses los cuerpos de mártires puros. Siempre que siente el escalofriante contacto del agua de un cenote, Hugo se eriza y reza, pues es consciente de que se encuentra en terreno sagrado. El correo electrónico que le mandó un profesor universitario de la cálida Mérida fue claro y conciso: los restos de cerámica de un antiguo poblado maya debían ser encontrados en aquel cenote, ubicado a media hora de Valladolid. Su trabajo no era cuestionarlo ni ponerlo en duda, ni siquiera estudiarlo. Solamente bucear y rastrear el vientre aguijoneado de piedras de aquellas tumbas acuáticas, colosales y magnéticas. Mete la cabeza en el agua y se emociona profundamente, como si regresara al vientre de su madre. La tormenta de verano sigue rugiendo afuera de la gruta y los tres socios no lo pueden oír porque ya pertenecen a los dominios del subsuelo yucateco, una esfera onírica donde todo puede ocurrir. Su cuerpo serpentea por el agua como si fuera una anguila. Agarra una linterna y la enciende. La luz del utensilio ilumina las intimidades de este cenote brutal y desconocido. Alza la mirada y ve el goteo de la lluvia torpedeando la capa que lo separa del mundo real. A lo lejos puede apreciar el techo de la cueva, armado con mil puñales puntiagudos de roca calcárea que, algún día, miles de años más tarde, terminarán por caer desprendidos encima del agua, creando un pequeño cataclismo que pasará desapercibido por los extraterrestres que pueblen la Tierra. Un poema de luz suave se clava en sus gafas. Parece que la tormenta ya se despide y deja paso al rey sol que, con su calor bochornoso, lo secará todo rápidamente. El cenote es un abismo imperecedero y es más grande de lo que pensaba. Puede escuchar, en el silencio más absoluto, los lamentos sordos y lejanos de los fantasmas que poblaron estas tierras olvidadas y oscuras. Cada vez se hacen más intensos, como si realmente alguien, desde las profundidades de este escondite recóndito, lo estuviera invitando a unirse a su esfera irreal, intangible. JA’AB · 99


Mientras sus dos compañeros inspeccionan la gruta, Hugo se dirige al lado opuesto, más cavernario y primitivo, como si fuera un pez escurridizo que escapa de las fauces de un tiburón sanguinario. No se sorprende al ver una pequeña apertura en la pared que seguramente comunica el cenote con otros de los alrededores. Sin reflexionarlo debidamente, sin comentarlo a sus amigos, sin respetar las reglas del buceo, sin miedo a lo desconocido y con las ganas enormes del ambicioso triunfador que quiere encontrar tesoros escondidos, penetra en la vagina rocosa y siente el placer inconmensurable de saberse el primero que cruza este umbral mágico en miles de años. Sus socios, atareados buscando cerámicas y restos de huesos humanos, vasijas e ídolos paganos, no se cercioran de la huida de Hugo Moo del mundo terrenal.Ya nunca más lo volverán a ver pues su cuerpo se ha desvanecido como si no hubiera existido. Después de nadar varios minutos por un torrente que parece el esófago de un dinosaurio fosilizado llega a una gruta abierta mucho más grande que la anterior, con menos luz y con más eco. Aquí las palabras de los espíritus se clarifican, son más sólidas y consistentes, parecen materia. Se quita las gafas y el traje de buzo, quedándose casi desnudo. Con la linterna recorre este espacio sofocante, separado de la selva por un pedazo de tierra debilitado y quebradizo. Arriba, las matas intentan retener las gotas de lluvia de las garras solares, atroces y demoledoras, y los venados corren libremente por la inmensidad llana como lo hacen, a la vez, los pájaros en el cielo azul. Sube por un camino natural y escapa de la sala rocosa a través de otra puerta, ya fuera del agua. En ningún momento piensa que debe volver porque está imbuido por el deseo animal de explorar aquel hoyo que lo llevará al centro de la Tierra. Avanza atropellado e impaciente, ya sin guardar silencio, pues los gritos cada vez son más fuertes y ve, al final de la gruta, una luz espectral que resplandece en medio de la oscuridad más absoluta, como si fuera una antorcha perdida en el vacío que lo acapara de manera perturbadora. En la cueva santa, los señores del Xibalbá, del inframundo, oran y beben balché con los ojos medio cerrados, poseídos por el fragor de la ceremonia. En la mesa central, un festín de impresionantes 100 · AGOSTO


dimensiones está listo para ser devorado por los señores del averno y por las almas que van llegando desde la superficie terrestre a través de las grietas, los hoyos y los pozos. Alrededor, el agua subterránea, fuente de vida y milagros, sigue corriendo con libertad impía y pone el hilo musical a este espacio de misticismo inconmensurable. Los señores del Xibalbá encienden velas e incienso, danzan y gritan, se pierden en el caos de la ebriedad. Luego comen achiote, aguacate, calabaza, camote, chayote, guanábana y mamey. Beben agua sacra con la jícara y adoran las mazorcas de maíz que yacen tumbadas en el suelo, que contienen unos granos enormes que están a punto de estallar. Hugo no se asusta, no pestañea. Cierra los ojos e intenta mezclarse con el halo misterioso y brillante que recubre la cavidad. Cuando la fiesta termina, los sacerdotes y los dioses se quedan dormidos en un largo sueño reparador que durará cientos de años y Hugo Moo sigue su ruta telúrica por el vientre del mundo. En los pasillos y grutas que recorre a su paso, parecidos a la boca oscura y húmeda de un monstruo invencible y dentudo, encuentra piezas de jade, huesos humanos, cerámica de todo tipo y pinturas en las paredes hechas con materiales naturales. Al final del camino puede ver una pequeña apertura en el techo. Después de permanecer varias horas hundido en terrenos geológicos desconocidos por el hombre, cree haber encontrado la salida del laberinto. Agarra las piedras con gran fuerza y consigue levantar su cuerpo. Asciende las lomas fúnebres del fin del mundo hasta que puede meter su cuerpo en el agujero y salir del estómago del planeta, lejos de los efluvios mágicos de los señores del Xibalbá y de sus cantos y plegarias. La luz plateada y preciosa de la luna tiñe la selva baja y espinosa de Yucatán. Las bestias ya duermen, los hombres se tumban en sus hamacas y todo parece haber sido seducido por un somnífero poético de extrema belleza. Empieza a andar y ve, de repente, la silueta de un enorme edificio dibujada en la noche de Valladolid. La lengua lunar lame la estructura de la hacienda. Aún se puede escuchar, de manera tibia y casi imperceptible, el sonido metálico JA’AB · 101


de las máquinas que antaño usaron los pobladores de la zona para convertir las plantas de henequén, salvajes y de hojas agudas, en duros y resistentes materiales textiles. Pasea por las estancias vacías y desiertas de la casona, intentando imaginar, desde la penumbra, la vida lujosa de los hacendados en el esqueleto que antaño fue palacio tropical. Cuando llega a la capilla, no puede evitar caer rendido ante la solemnidad de la sala y se asusta, en su conversación con Dios, al escuchar un crujido seco y amargo a sus espaldas. Se vira fugazmente y entre las matas negras del jardín descubre dos puntos rojos de fogosa maldad. Una bestia peluda, con cuerpo humano y cabeza de cabra, el huay chivo, de cara cruel y diabólica, brinca por encima de la maleza y entra por la ventana. Hugo se va corriendo, escapándose de este ser que de pequeño lo asustaba enormemente en las tardes de cuentos y leyendas. Cruza el vasto campo de henequén que voltea la hacienda, pinchándose la piel y el alma, hasta que llega a una arboleda aún más espesa lejos de los terrenos henequeneros. Respira con dificultad y siente que su cuerpo está muy cansado, falto de energía, pues lleva horas y horas andando por un mundo de ensueño. Necesita reposar bajo el manto estrellado; afortunado, encuentra en el bosque una pequeña casita con el techo hecho de resistentes hojas de guano. No hay nadie dentro de la casa. Solamente encuentra una veladora, que prende para huir de la oscuridad, un par de libros, unas tortillas enfriadas por el fresco húmedo de la noche y una hamaca de color rojo. Se tumba y se duerme, pero el reposo es frugal pues, de repente, nota unas pequeñas punzadas en la espalda y unas risas maliciosas y divertidas, de comicidad histriónica. Se incorpora, con la mirada borrosa y el gesto deprimido por el cansancio y comprueba, como si fuera un tótem sagrado, que está rodeado por una pandilla de traviesos aluxes, duendes de las tierras bajas, diminutos e hiperactivos, que no pueden permanecer quietos ni un instante. Hugo no les pidió permiso para ocupar la casita y ya es demasiado tarde para hacerlo. Así que entiende que no es bienvenido, que los seres mágicos que lo rodean y lo increpan como si fueran niños juguetones y maliciosos no dejarán que repose en paz, y continúa su peregrinaje 102 · AGOSTO


hacia terrenos desconocidos, ignorando la opción de regresar, pues ya se perdió, intencionadamente, por los recónditos y fabulosos parajes del Mayab. El bosque vuelve a besar con espesor y bestialidad el cuerpo semidesnudo de Hugo. El buceador ha perdido el norte y se guía con el mapa trazado por las estrellas, como hacían antaño sus ancestros, los padres de su estirpe. Son las luces radiantes de la bóveda celeste las que, como faros incandescentes, iluminan el camino de arena con destellos diminutos, como si el suelo de Yucatán fuera un espejo de dimensiones titánicas. Hugo logra descifrar este mensaje cósmico y anda sin problemas hasta que llega a los vastos dominios de una ceiba enorme, que con sus raíces rompe los confines de la tierra y con sus ramas acaricia las nubes de la medianoche. En la base de su tronco ancho y duro puede apreciar la silueta tímida de una persona que, como él, se debe haber perdido por las tierras bajas sin remedio. Se acerca y su corazón empieza a palpitar como una bomba sanguínea y arrítmica. Suda, sus pelos se erizan, su cuerpo empieza a arder y su libido se descontrola por culpa del veneno de pasión que emana, como una fuente erótica, de la mirada almendrada e infinita de la bella mujer que está sentada debajo del árbol, a buen recaudo, cantando dulces canciones y peinando su larguísima cabellera, que llega, morena y lisa, hasta las calles empedradas de Valladolid. Hugo sonríe y se coloca al lado de este cuerpo divino. La Xtabay, sirena de los bosques, amante cruel y ladrona de almas, culpable de amores frustrados y desgraciados avatares, creada por el influjo de los malos vientos, iniciadora de malos augurios pero también de irresistibles aventuras, gira la cabeza y un perfume dulzón de papaya sale disparado hasta la nariz del enamorado yucateco quien, con una pulsión incontrolable, lame el rostro principesco del espíritu afrodisíaco, lo besa sin consuelo y sin penitencia, le quita el huipil blanco y le hace el amor, fundiéndose los dos cuerpos en una simbiosis perfecta e ingeniosa, sudando, gimiendo ambos de placer. El mundo se ondula, el planeta gira cada vez más rápido, sin compás; las estrellas espían excitadas y la luna brilla más para enviar energías incombustibles a los dos enamorados que se amarán hasta el JA’AB · 103


límite del tiempo y del espacio, cuando todo muera y desaparezca, perecedero y volátil. Al filo del amanecer, Hugo siente una punzada en su corazón, letal, helada. Sus dedos, que han estado acariciando durante toda la noche el cuerpo de la Xtabay, se convierten súbitamente en garras afiladas y demoledoras. Su espalda se cubre de pelo, nace una cola nerviosa y de su nariz brota un bigote parecido al hilo de seda. Sus dos ojos, enormes, negros, se cierran un poco y son más adiamantados, más lujuriosos, más salvajes aún. Su boca se abre en un ataque metamórfico irracional y un par de dientes asesinos y carnívoros quiebran la encía rosada. Luego, convertido en jaguar, ruge, y sus gritos se pueden escuchar desde todos los poblados de la región, cruzando cuevas y albarradas, hasta llegar a la nocturna capa que reviste Yucatán con millones de perlas estrelladas, viajando entre los agujeros negros, repicando entre las galaxias y los cometas, escapándose con celeridad hacia el horizonte. La Xtabay se levanta con su cuerpo desnudo y se monta encima del felino. Lo acaricia y lanza su pelo hacia atrás, larguísimo, que es como una cascada salvaje e impenetrable. Hugo Moo, convertido en bestia sagrada y voraz, siente que el fuego recorre todas sus venas y empieza a correr por el Mayab. Cruzan Valladolid y las calles de su infancia, los campos donde nacen y brotan los alimentos que hasta aquella noche habían permitido su crecimiento. Saltan por los conventos y por los balcones, por las azoteas y por los patios, y algún niño trasnochado verá, asustado, la sombra del jaguar brincando enfrente de su ventana con una bella mujer a cuestas dirigiéndose hacia la infinitud de la nada. La mujer se agarra fuertemente del cuello del jaguar mientras él merodea por los tejados e invade espacios prohibidos. Algún borracho contará, la mañana siguiente, los detalles de esta surrealista escena de manera fidedigna, pero nadie lo creerá, pues pensarán que tiene la conciencia perdida en la cantina y que nada de lo que dice es real. El felino corre, corre, corre, corre sin parar, con prisa, y llega al reino de la serpiente emplumada, la ciudad de Chichén Itzá, cuando aún no ha amanecido, mientras el cielo se tiñe de un azul aguado 104 · AGOSTO


y casi fosforescente por la llegada inminente de un nuevo día, que delatará el pecado de los dos amantes. En la pirámide, parecida a una montaña sagrada, los fantasmas de los sacerdotes invocan el poder de los dioses, mientras los mercaderes gritan y venden sus enseres traídos desde varios puntos lejanos de la región. Las princesas danzan con sus plumas, los artistas pintan y los escribas reproducen las palabras sabias del gran gobernante. Los valientes deportistas juegan en el campo, batiéndose en una lucha cuerpo a cuerpo por salvaguardar el honor, la vida y la gloria. Antes de que lleguen los turistas, este mundo se desvanecerá hasta que arribe otra vez la noche cómplice, testigo mudo del regreso de todo lo que se perdió en el pasado. El jaguar escala la pirámide con sus garras, con una elegancia suprema, y todas las almas de la ciudad admiran su pelaje y su orgullo. La Xtabay anda a su lado, consorte del rey de la selva. Ambos llegan a la cúspide con la dignidad inquebrantable de los seres maravillosos. En el horizonte, una mancha roja de sangre aparece, de repente, en la herida que le ha producido el sol a la noche. Se hace de día y antes de que la luz revista todos los edificios de este maravilloso enclave y también, de manera demoledora y lúcida, todos los rincones de Yucatán, desaparecen todos los espíritus, apresurados y cobardes; la Xtabay se despide del jaguar con un beso tierno y Hugo, agarrando impulso, da un gran salto hacia la borrosa eternidad del firmamento. La próxima noche regresará a la Tierra en forma de reflejo estelar, para guiar a otros aventureros que, como él, querrán fundirse con la magia escondida y latente del Mayab.

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Resisten al odio y al fuego y logran escaparse del olvido. La batalla por sobrevivir sigue, pĂŠtrea y voraz, su camino hacia la salvaciĂłn.


SEPTIEMBRE

Izamal y Maní (México)

Es 15 de septiembre y Cecilia Ek espía la amarillenta tranquilidad de Izamal en este atardecer voluptuoso e incandescente, de una luz viva y pictórica, que parece que nunca va a desaparecer. Suspira levemente y se gira para comprobar, de lejos, la tarea titánica que le queda pendiente antes de terminar su investigación. Cecilia Ek, sabia e inteligente, dotada de una mente brillante y compleja, ha estudiado en los mejores centros universitarios del país JA’AB · 109


y en alguno del extranjero. A sus 30 años de edad es una eminencia en el campo de la Antropología y del estudio del ser humano, especializándose en los pueblos latinoamericanos y, concretamente, en el mundo maya actual, pues es hija orgullosa de esta estirpe milenaria de astrónomos y gobernantes, guerreros y escribas. Vuelve al escritorio y siente que está cansada. La mirada roja y seca le impide escribir más y su mente está colapsada tras manejar cientos de datos en esta última jornada de trabajo. Se dirige a la cocina y prepara un jugo de piña con chaya mientras desea contemplar los últimos rayos del astro rey desde el pequeño oasis de descanso que ha creado en la azotea de su casa, entre plantas aromáticas, velas y pequeños tesoros que ha ido consiguiendo, como regalo u ofrenda, en todos sus viajes, en todos sus encuentros interesantes con otras comunidades y otras maneras de percibir el mundo y la vida. Abstraída y sonriente, se reenamora de su pueblo natal al ver abatirse el atardecer encima de la piel ocre y refinada de Izamal, la Ciudad de las Tres Culturas, el pueblo mágico de su amado Yucatán. Decide no trabajar más y dedicar tiempo al reposo merecido. Horas más tarde, mientras lee un libro sobre los mapuches en su butaca preferida, al lado de la ventana para aprovechar las escasa brisa fresca que logra colarse por las calles festivas y abarrotadas de gente, ya en el filo de la medianoche, escucha el fuerte estruendo de los petardos y los voladores al explotar con furia, diseminando la pólvora carbonizada con la que están fabricados por el cielo oscuro. El alcalde agarra la cuerda de la campana y la hace sonar invocando a los próceres de la patria y a los héroes de la liberación. El grito lacónico y legendario de Miguel Hidalgo llega, fantasmal y sólidamente real, desde Dolores hasta este pequeño y recoleto municipio yucateco.Todos gritan ¡Viva México! mientras los ojos se humedecen de emoción y el cielo se tiñe con los mil colores que le dinamitan los apasionados patriotas a través de los cohetes despistados. Esta noche, desde la frontera norteña hasta la lejana Chetumal, desde los volcanes aztecas hasta la selva lacandona, todo un país celebrará con orgullo la independencia de la corona española. El águila llega otra vez para agarrar a la serpiente, digno y orgulloso; todo es verde, blanco y rojo. 110 · SEPTIEMBRE


Cecilia cierra el libro y agacha la cabeza como si estuviera molesta. Nunca le ha gustado el ruido ni la fiesta descontrolada. No es mujer de excesos, sino de orden y conciliación. Mira otra vez por la ventana y descubre decenas de personas, sobre todo jóvenes, recorriendo las calles de su infancia celebrando algo aburridamente repetido año tras año con el mismo candor e intensidad de siempre. Se pregunta, cómo hace siempre en esta noche tan extrañamente especial, si realmente México se independizó de España, si realmente su país sanó todas las heridas del pasado colonial y si remedió los errores de los invasores. ¿Cómo ha influido en ella, en su vida y en su pensar, el peso histórico que ha tenido que acarrear su querido México en un pasado no tan remoto? ¿Cómo puede conseguir ella, desde sus investigaciones, promover el desarraigo colonial de su país y luchar para que conviva con todas las culturas del mundo sin perder su identidad que, a la vez, está definida, indefectiblemente, por la marca del pasado incómodo y a la vez constructor de una nación? El estruendo le recuerda que México se independizó administrativamente del reino español pero, a la vez, que vivió bajo su yugo imperialista durante más de tres siglos en los que dos culturas absolutamente distintas se confrontaron una delante de la otra, sin tapujos, mezclándose en una amalgama de complejidad sin parangón. En esta noche de verano, esperando el otoño y el fin de la temporada de lluvias, Cecilia no puede dormir bien. El griterío de sus vecinos se desvanece pasadas las dos de la madrugada. Cuando logra conciliar el sueño, temibles imágenes abarrotan su cabeza, acostumbrada a la frialdad de las lecturas antropológicas y poco permeable a las imágenes oníricas, fantasmales y venenosas del subconsciente traicionero. Su cuerpo dormido viaja hasta un barco enorme que surca el Atlántico sin miedo y sin detenerse en ningún momento. Un montón de ropajes de terciopelo cubre su cuerpo y en algún momento podrá ver, sorprendida, su reflejo. Descubrirá que se ha convertido en el salmantino Francisco de Montejo, El Adelantado, que conquistó Yucatán por Dios y por Castilla.

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Cuando atracan en las costas caribeñas, Cecilia se traslada de cuerpo y se instala en la mente de una mujer morena y bellísima, que se asusta al ver a aquellos hombres extranjeros y maquiavélicos que están dominando su pueblo con mano de hierro. La mujer corre y Cecilia lo hace también dentro de su silueta taciturnamente delgada, sintiendo lo mismo que esta desconocida hecha con el polvo mágico de los sueños. Finalmente, llega hasta un pueblo del interior, lejos de la costa, que arde con furia y violencia, avivando el calor y resecando el ambiente opresivo y desalentador. La mujer corre para salvar a sus hijos de las llamas y grita enloquecida. Cecilia siente el dolor de su angustia en la garganta irritada y llora, postrada en su hamaca, como lo hace la madre sin consuelo. Casi todos los habitantes del pueblo han muerto ya, calcinados. Algunos de ellos aún gritan, encerrados en una pequeña choza de paja y de guano, pero la mujer no logra salvarlos. Desgarrada por el dolor, invoca al dios Chaac para que mande su lluvia salvadora, pero los dioses no están de su parte en este mediodía terrorífico. El sol brilla con más fuerza aún, mandando lametones de odio al pueblo que desaparece entre cenizas. Con la tez ennegrecida por el hollín, casi sin poder respirar, la mujer logra salir con vida del infierno y se escapa de la muerte por el camino que rodea el pueblo. Un grupo de personas gigantes ríe y juega en las afueras. Ella se acerca, como un felino, para que no la descubran y para comprobar qué les hace tanta gracia a los asesinos venidos de tierras lejanas. Sus ojos se congelan y su corazón deja de palpitar súbitamente. Quiere gritar pero no puede. El capitán, medio desnudo, abate su cuerpo contra el de su hermana pequeña, jadeando de placer. A su alrededor, otros compañeros hacen lo mismo con sus sobrinas y con otras mujercitas del pueblo, que patalean y desencajan sus caras en muecas de horror. Alguna de ellas yace ya muerta, colgada de un árbol, desnuda, ensangrentada y violada. Cuando la mujer logra recuperar el flujo sanguíneo y la conciencia, salta de las matas con una piedra puntiaguda y la clava en la cabeza del diablo. El español se gira, herido, y le da un puntapié. Ella cae sin remedio, sin poder evitarlo, y otro caballero de hojalata le 112 · SEPTIEMBRE


da un golpe seco en el cuello con la bota. Pierde el sentido durante unos segundos y cuando logra abrir los ojos otra vez, de manera borrosa y confusa, siente el peso asqueroso y ácido de un pene penetrándole la vagina y otro haciendo lo mismo por el ano. Siente unas manos sucias arrancándole los cabellos y otra metiéndole gusanos en la boca. Cecilia se contornea en su hamaca, se cae al suelo, se queda petrificada. La mujer, medio muerta, mira al cielo y siente cómo, lentamente, su alma se acerca a las nubes. Cuando los monstruos ya han terminado su funesta labor, se lavan con unas hojas y empiezan a escupirla, a insultarla en un lenguaje que no logra comprender. Atan sus pies a una cuerda, como hacen con otras jóvenes mancilladas, y hacen correr los caballos por el camino. El polvo y la arena desgarran los rostros preciosos de estos diamantes moribundos. Unos minutos después, los animales se detienen y los castellanos cortan las cuerdas, liberando a las mujeres. Con desprecio irracional, las animan a irse, pero son incapaces de moverse pues ya casi ni están vivas. Entonces, la mujer siente cómo un sablazo frío e impenitente trincha todas las partes de su cuerpo, que se resquebraja como un pedazo de hielo en el verano yucateco. Los españoles están cortando en pedazos a las mujeres y las entierran en un lodazal, como si nunca hubieran existido y como si su Dios, cómplice en aquella barbarie, no hubiera visto nada. Desde el vientre de la tierra, los trozos de cuerpo logran unirse y el fantasma de la mujer se cuela por las grutas del averno y logra salir por las grietas de un cenote precioso, que nunca será descubierto, resguardado para siempre de los humanos y de la miseria terrenal en el paraíso subterráneo. Sobrevuela su amada tierra maya y llega a la ciudad donde están demoliendo todas las pirámides para construir una cultura artificial y mestiza, donde se rompen figuras y estatuas que representan a los dioses de sus ancestros y se clavan cruces como puñales. Los restos del pasado desaparecen y un futuro de dominación cubre Yucatán, México y América, con un cielo rojo. JA’AB · 113


La asustada Cecilia prende todas las luces de la casa, ya sin poder dormir más, porque tiene miedo de la oscuridad y de los fantasmas de los castellanos. Se dirige a su estudio y allí, entre sus pinturas y sus objetos preferidos, regalos de comunidades ancestrales de toda América, recupera la sonrisa perdida tras la atroz pesadilla y siente cómo su ansiedad aminora. Toma un té y espera a que salga el sol tras los ventanales. Aquella mañana, cuando Cecilia salga de su casa, verá los restos festivos diseminados por todas las vías de Izamal y comprobará que muchos negocios están cerrados. Andando por las calles de su pueblo, recordará todas las veces que lo ha querido abandonar y todas las ocasiones en las que, ya lejos de Yucatán, ha sentido una enorme nostalgia y ha regresado sin pensar en las consecuencias de sus actos, cerrando puertas pero dejando siempre abiertas las de su tierra, las de sus raíces, las de su hogar. No puede evitar sentir un asco escalofriante al ver la estatua de Fray Diego de Landa enfrente del convento de San Antonio de Padua que se muestra bello y eterno, lozano, casi impenetrable, como si fuera un castillo medieval europeo postrado en el corazón de Izamal. El rostro narigudo del fraile mira hacia un punto inconcluso del vecino mercado, donde hoy no se vende jícama ni chile habanero pues los vendedores reposan en sus casas celebrando el Día de la Independencia. Cecilia ha leído en innumerables ocasiones el mensaje que está escrito en metal a los pies de la efigie, pero lo vuelve a hacer: Contradictorio provincial de hierro, fanático destructor e incansable constructor, luz y sombra, persiguió a los mayas como inquisidor. Como obispo, les defendió de los encomenderos. Hizo el auto de fe de Maní y la Relación de las cosas de Yucatán. Historiador primordial, es figura eminente en la segunda mitad del siglo XVI. En sus aburridas tardes dominicales de infancia, en las que Cecilia no quería salir a jugar al parque, leía y releía con pasión el documento que legó este fraile que se levanta, desafiante, enfrente suyo, inerte y sin pulso. Le gustaba conocer las tradiciones de su pueblo y ya de pequeña creía ilógico que fuera un español el que 114 · SEPTIEMBRE


le contara todas estas anécdotas cuando, a la vez, contribuyó, junto a sus compatriotas, a mancillar un continente entero y a intentar eliminar sus múltiples pueblos originarios, diseminados por sierras, valles, junglas y costas voluptuosas y cálidas. Cuando nadie la veía, ponía pintura en varias jícaras vacías y se dedicaba a pintar todo lo que, de manera innata, le brotaba de su mente. Sentía cómo sus ancestros dibujaban por ella, y los padres, extrañados, nunca hablaron de las habilidades de la niña porque les daba miedo pensar que su querida criatura era capaz de transcribir el mensaje de los espíritus. Cecilia ha sentido siempre un respeto enorme por el pueblo maya, el suyo, el de sus padres, el de sus abuelos. Ha viajado por todo el mundo, realizando conferencias en las facultades más ilustres. Nunca ha bajado la cabeza, siempre se ha sentido orgullosamente maya y orgullosamente yucateca. Le hace una mueca de desprecio a la estatua del villano y se dirige, corriendo, a las dependencias del flamante convento de San Antonio de Padua, fundado por los franciscanos y construido bajo el cuidado del contradictorio fraile. Bajo sus posaderas amarillas y enormes yacen enterradas las ruinas prehispánicas del Ppapp-HolChac. Actualmente, es una de las atracciones turísticas más conocidas de Yucatán y pocos viajeros reflexionan acerca de lo que realmente significa estar pisando el suelo divino manchado por los conquistadores mientras se hacen fotografías estupendas en la puerta del bello edificio colonial, que días más tarde mostrarán a envidiosos amigos olvidando la lección histórica que Izamal, como tantos otros lugares de América Latina, les ha mostrado sin reservas desde la crudeza mestiza y desde la originalidad perdida. La bella investigadora recorre el atrio que se abre ante la fachada del convento y piensa que España no se ha ido, que sigue allí sin querer desprenderse de sus tesoros de ultramar. Cuando entra a visitar a su querida Virgen de la Concepción, no logra comprender por qué ama las deidades mayas tanto como a aquella mujer inerte traída desde el Viejo Mundo, y en un achaque de dualidad incontrolable, comprende que todo conforma su identidad, lo nuevo y lo antiguo, lo ancestral y lo impuesto, y le parece JA’AB · 115


asombroso que un espacio que antes era divinizado por sus ancestros a través de diversos rituales ahora sea el santuario mariano más conocido y más peregrinado del estado de Yucatán. Sale del convento más aturdida de lo que entró y siente que su mente da vueltas y más vueltas y se pierde en un mareo que no logra apaciguar. Decide sentarse y esconderse del sol del mediodía, que quema las cabezas de los turistas como hacían los españoles con los mayas para que olvidaran su identidad. Desde su escondrijo, abre y cierra los ojos, observando primero una enorme pirámide y luego un impávido edificio religioso. En el centro del jardín, una estatua del Papa Juan Pablo II rememora la visita que hizo el santo pontífice a Yucatán, sacraliza el espacio y lo hace aún más católico. El triunfo de la fe y la religión sobre lo pagano y lo natural. Cecilia Ek tiene ganas de conducir, de moverse, de abrir la ventanilla del auto y que la brisa de la tarde yucateca refresque sus temores y pesares de antropóloga en busca de su propio origen. Corre por el convento con celeridad, baja por la pasarela lateral, se cruza con las calesas floreadas y se dirige al lugar donde estacionó el auto, no muy lejos de allí. Cuando enciende el contacto de su viejo Vocho blanco, se siente a lomos de un venado y se dispone a correr por su querida tierra sin rumbo y con unas ganas incontrolables de perderse en el atardecer que se avecina. En su ruta por la región, decide visitar Acanceh, el pueblo que eligió para ilustrar la portada de su último libro, que trata sobre la hibridación paulatina de las costumbres prehispánicas ancestrales y las de la colonia. La imagen de la pirámide maya, dormida al lado del templo católico, no deja de sorprenderla y cree, sinceramente, que esta unión eterna, que esta imagen inolvidable y costumbrista, refleja, sin estridencias y sin excesos, las bases de su querido continente, complejo crisol de civilizaciones, errores, aciertos y milagros. Luego sigue adelante, sola en la carretera. Las haciendas olvidadas recortan el paisaje con sus techos señorones. Los cenotes la invitan a nadar y las casas le abren sus puertas, habitadas por gente de una dignidad demoledora, para que coma relleno negro y un delicioso poc chuc. 116 · SEPTIEMBRE


Cuando ya cree que se ha perdido, por un cartel que ve se da cuenta, con sorpresa, que se halla a dos kilómetros de Maní. Sonriente, piensa que no se podría encontrar en un lugar más adecuado en este día de la Independencia tan reflexivo. Estaciona el auto cerca del Palacio Municipal y el bonito convento de esta población reposada le da la bienvenida con su porte de marquesa castellana. Cecilia se pregunta por qué se asombra tanto ante la belleza de la huella de la masacre… quizá porque esta dualidad ha conformado su vida, quizá porque en sus venas también corre sangre española. Se tumba en el césped y desnuda su mente y sus ojos, centrando su mirada en el campanario, en el ángel custodio de la puerta, en el extraño atractivo que emana de este edificio vetusto que, otrora, fue testigo de uno de los episodios más sangrientos de la Conquista, comandado, otra vez, por Fray Diego de Landa, el religioso que cambió para siempre el rostro de su Izamal natal, de su querido Yucatán, del pueblo maya. Luego mira el cielo anaranjado y percibe un gran fuego que arde allí, cerca. Los troncos y la maleza crepitan en estruendoso quejido. El griterío de la muchedumbre parece un lamento universal. Los inquisidores mandan a numerosos pobladores originarios a la fogata central en un espectáculo dantesco e infernal. También lanzan códices antiguos, libros, pinturas, deidades de jade y madera y gran parte de la identidad material del pueblo dominado.Todo arde, todo desaparece, todo se convierte en ceniza. El auto de fe está logrando su propósito. Enfrente de este fuego titánico, Cecilia llora e intenta apaciguar, corriendo por encima del césped, la furia de las llamas asesinas. De repente, el fuego se abre y ve cómo se hace aún más denso, quemando también el pasado huichol, el azteca, el zapoteca, el inca, el tarahumara y el de todos los pueblos prehispánicos. El continente se repliega y convulsiona y pierde gran parte de su color. Ya no hay remedio para lo que se perdió, pero Cecilia, en su visión reveladora, comprueba cómo dentro del fuego permanecen varios objetos hechos de piedra que no desaparecen. Resisten al odio y al fuego y logran escaparse del olvido. La batalla por sobrevivir sigue, pétrea y voraz, su camino hacia la salvación. JA’AB · 117


Empieza a reír fuertemente y con una felicidad inconmensurable mientras oscurece, sabiéndose heredera de la fuerza de sus ancestros, aportando redención y un soplo de aire a su pueblo, a sus pueblos, a su América herida de muerte, a su América hinchada de vida, a su América invencible y demoledoramente preciosa.

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Para no envejecer y para ser inmortal.

Para disfrutar la fiesta de quince aĂąos

que nunca tuvo.


OCTUBRE

Mérida (México)

De repente, en un silencio mudo, casi robótico, y en un intento por alcanzar el perdón divino, todos los fieles bajan la mirada, cruzan las manos y piensan en sus pecados mientras se sienten absueltos por la mano protectora de Dios, el que todo lo oye y todo lo ve. Rosalía aprovecha el momento para ojear por última vez a su hija antes de que termine la misa. Y descubre a su lado, con la espalda sorprendentemente erguida, los ojos negros e impertérritos, la JA’AB · 121


frente digna y el busto hinchado, a una bella muchacha que se está haciendo mayor. Intenta traspasar el tul verde de su vestido para volver a ver las heridas de infancia pero solamente intuye la pierna depilada de una nueva mujer en el mundo adulto. Su pelo resplandece como el carbón y su cuerpo está más envolvente que nunca. Su pequeña, su criatura, su nené, la luz de su mirada materna, ha empezado a volar sin pedirle permiso. Han sido meses cansados y repletos de gestiones. No puede contabilizar las veces que fue al modisto mientras su hija estaba en clase, ni las noches que destinó a terminar los preparativos para su gran fiesta. Como siempre, fue madre dedicada y discreta, diligente y trabajadora, metódica, como lo son todas las madres de su familia, y no pestañeó nunca en el intento esforzado de convertir la celebración de los quince años de su hija en una noche única que las dos recuerden para siempre. El padre Armelio, amigo suyo desde la infancia, está oficiando la misa de forma demasiado solemne. Rosalía nunca ha sido una católica devota. Nadie de su familia lo ha sido. Pero cree en Dios y le gusta ir a la iglesia. Allí encuentra paz y consuelo y un lugar especial donde resguardarse de la cotidianidad mundana, un templo que la transporta, con sus símbolos y su aura divina, a un mundo desconocido y perturbadoramente bonito. Cuando Rosalía está a punto de realizar el primer bostezo que ya no es capaz de esconder, el cura da por terminado el oficio y bendice a Paola. La niña se gira como si fuera una actriz, ataviada con sus atuendos de princesa de cuento de hadas, y mira orgullosa a sus familiares y amigos. Intenta lanzar una mirada cómplice a su madre, a quien no logra ver porque ya está preparando su salida de la iglesia con los chambelanes. Paola se yergue como una efigie y espera que los invitados se acerquen a ella y se fotografíen en un instante de congelación eterna, en la que su sonrisa sobreactuada denotará una felicidad supuestamente interminable. Cuando sea abuela y muestre estas imágenes a sus nietos ellos pensarán que su abuela era la mujer más feliz y hermosa de la faz de la Tierra. Hay algo fascinante en el intento de perpetuación de su sonrisa y siente un placer muy hondo al saberse 122 · OCTUBRE


la protagonista de algo lleno de color y de luz después de varios años de infancia anodina y de juegos sin sentido. Primero pasa el padrino de la fiesta con su esposa y la muchacha les agradece con su mirada profunda y faraónica todo lo que han hecho por ella en los últimos meses. Luego van pasando, con gracilidad, todos sus familiares y amigos, vestidos con sus mejores galas, disfrazados con una elegancia repentina y un tanto exagerada, y a su lado se van alternando los tocados, los cabellos repeinados y un fuerte olor a perfume y a espuma fijadora que hace del momento una especie de escena teatral álgida, llena de brillantina. El ritual está en uno de sus momentos cumbres y ella es la protagonista de su propia fantasía. Cuando el fotógrafo se convence de que ya no necesita más retratos, le señala con la mano que es el momento de entregar el ramo a la Virgen de Guadalupe para, después, salir del templo. Paola entiende a la perfección las indicaciones del hombre que la está inmortalizando para los Anales de la Historia y agarra su ramo con fuerza antes de entregárselo a la Virgen, a la que siempre acude cuando el chico que le gusta no le hace caso. La Virgen de Guadalupe, garante de milagros, testigo supremo de las grandezas y las miserias de México, oreja atenta de los problemas de sus fieles, ser divino que abraza a toda una nación, la recibe con su sonrisa afable. Con sus manos abiertas, la bendice desde el mural donde está representada. Lejos del trajín de los familiares y de los viejos conocidos, que se saludan tras muchos meses sin verse, Paola y Rosalía viven en la intimidad este instante de agudo misticismo. La hija cierra los ojos con fervor y agradece todo lo que los seres que viven en el cielo, a los que no ha visto nunca, han hecho por ella en aquellos primeros quince años de vida, y su madre, Rosalía, desea con toda su alma que su pequeña criatura, otrora débil y flacucha y ahora poseedora de una belleza casi felina, sea feliz y no descubra en el mundo de los adultos los mismos pesares que ella encontró. Yendo ya al salón, Rosalía piensa en su inexistente fiesta de quince años e intuye que los intentos de organizarle una gran celebración a su hija surgen del vacío que siente, en su subconsciente, al JA’AB · 123


haber entrado al mundo adulto por la puerta de detrás, sin danzar con su padre o sin acceder a un salón repleto de luz y bocas abiertas, acompañada por el atractivo de los cómplices chambelanes. Mientras, Paola intenta imaginar cómo debió de haberse vestido su mamá en la fiesta de sus quince años que nunca se llegó a celebrar y siente que esta noche ella debe ser feliz por las dos y debe transmitirle a su madre, a través de su sonrisa perfecta, lo que se siente al entrar en un salón de fiestas que aplaude al unísono cuando una señorita se convierte en mujer. Hace casi una hora que los invitados esperan y los chambelanes ultiman los detalles del baile que están a punto de realizar ante más de doscientas personas. Paola se resiste a entrar y cuando alguien avisa de que la está esperando la totalidad de los invitados en este salón de fiestas de la periferia meridana, con el calor apaciguado y reconfortante del trópico en las noches de octubre, se muerde los labios, respira hondo, se arregla la falda y le pide permiso a su madre, inconscientemente, para entrar. Rosalía la besa y le dice al oído que está muy bella y lo que Paola necesita escuchar para huir de su inseguridad adolescente: que todo saldrá como está previsto. Dentro del comedor, la música resuena con el fragor de una marcha militar y las copas tintinean con el ritmo solemne. Los chambelanes entran elegantes y con la mano detrás, rígida y pegada a la espalda, como si fueran príncipes de viejos cuentos infantiles que ya nadie recuerda, con la tez iluminada por los focos y una sonrisa cinematográfica que no lograrán repetir pues, como Paola, se sienten catapultados por la espectacularidad del momento. Tras ellos, la bella Paola camina derecha y saluda a todos los rostros que no consigue descifrar, como si fuera una estrella de sus adoradas telenovelas. Hoy le toca a ella vestirse como una reina y sentir el dulce placer de ser única, de ser el centro de todas las miradas. Los invitados comentan cuánto ha crecido la niña Paola y lo bella que está; Rosalía se coloca con los padrinos y los familiares más cercanos y juntos intentan pronunciar, entre balbuceos, palabras de ánimo y de agradecimiento para la bella Paola, más preocupada en sentirse bella frente a sus amigos de la escuela, que la ven con los ojos abiertos como naranjas y ellas con envidia evidente. 124 · OCTUBRE


Después de las palabras que abren la fiesta, los chambelanes bailan con la bella Paola y luego lo hacen todos los hombres del salón hasta que el maestro de ceremonias decide que Paola ya se ha cansado, pues bajo su tocado se aprecian tres gotas de sudor que ella intenta eliminar con avidez cuando termina la música. Rosalía, desde un rincón de la sala, vigila que todos los detalles previstos con tanto tiempo de antelación funcionen a la perfección, como un engranaje de azúcar y sonrisas intencionadas, y no logra evitar mover los pies cuando Paola baila en el centro de la sala sus bailes de quinceañera. Se imagina allí, enfundada en un vestido rojo escarlata, con su pelo moreno recogido en una preciosa trenza con una flor parecida al flamboyán, abandonando su infancia para siempre y dando la bienvenida a su porte de mujer. Mientras los invitados alternan la comida deliciosa que traen los meseros con los bailoteos en el centro de la pista, Paola y Rosalía se sientan en la mesa de honor. Los familiares que las acompañan se pierden en discusiones alteradas y apasionadas sobre el destino de la nación y sobre grandes decisiones que les son ajenas, mientras las dos mujeres están sentadas una al lado de la otra, sin apenas mirarse, sin tocarse, sin hablar, solamente paladeando el suave sabor del suflé y deseando que se termine la comida para levantarse de la mesa y andar nerviosas por la sala buscándolo todo menos la mirada negra de la otra. Sienten una lejanía inconsciente e involuntaria, la distancia que separa la novedad de la experiencia, el mar de sentimientos que se llena entre una madre y su hija cuando ésta decide hacerse mayor. Pero, a la vez, necesitan el magnetismo del cuerpo de la otra, y durante toda la noche se atraerán y se repelerán, también durante el resto de sus vidas, pues no lograrán separase jamás la una de la otra, pero nunca volverán a ser la misma persona, el mismo ser, como cuando Rosalía estaba embarazada y pensaba que la vida era brillante y armoniosa. La noche transcurre en familia, entre sonrisas y viejos recuerdos. Los espíritus de los que ya no están entre ellos vuelven de sus aposentos eternos para bailar al ritmo de la bachata y de la salsa, contentos y divertidos, como si nunca hubieran muerto ni dejado de existir, y los primeros invitados que se empiezan a ir lo JA’AB · 125


hacen con la sensación dulce de cuando uno se lo pasa verdaderamente bien. Poco a poco, van quedando solamente los familiares más cercanos de Paola y de Rosalía. Se fueron los compañeros de clase de la quinceañera, ya de madrugada, y también los primos y los tíos lejanos. Los meseros empiezan a recoger, ya sin discreción y con ganas de irse a dormir, los platos vacíos que han dejado los invitados. Las luces se tornan cada vez más fuertes para que la sala se vaya alejando del halo festivo y, finalmente, en una decisión un tanto intempestiva, casi dictatorial, el chico del equipo de sonido que se encarga de la música lanza una última bocanada de humo desde el centro de la pista. Aprieta un botón y apaga el aparato. La humareda de sabor dulce cubre el cuerpo de Paola y su vestido verde parece surgir de la neblina del amanecer que, fuera del edificio, ya empieza a despedir a la luna. Se agarra la falda, escapa de la soledad de su baile y se junta con los familiares que empiezan a recoger los regalos y los objetos personales. Los chicos del estacionamiento ya tienen preparados los autos para que la abuela, los tíos, los primos y las vecinas de Paola se vayan a dormir. La aritmética azarosa permite que, finalmente, y después de una noche de miradas furtivas, Paola y Rosalía, madre e hija, puedan ir solas en el mismo coche. El ruido de los motores rompe el silencio de la mañana madrugadora y, poco a poco, todos se retiran. Ellas se quedan solas en el aparcamiento del salón, viendo cómo las aves anuncian la llegada de un nuevo día, cómo el viento anuncia las ganas que tiene el cielo de mandar lluvia a aquella ciudad bonita y curiosa. Rosalía ayuda a su hija a colocar su enorme falda en el asiento delantero del viejo Tsuru color azul, como si fuera una sirena con una cola eterna, y se disponen a volver al hogar que ambas comparten en el centro de la ciudad, entre casonas afrancesadas, autobuses ruidosos y mestizas que lucen hermosos hipiles blancos y floreados, cerca de los mercados donde los meridanos compran mangos, melones, bananas, jícamas y sueños. Cuando llegan a la casa todo pende de una oscuridad silenciosa y espectral. Rosalía guía a su hija Paola, adormecida y cansada, hasta su habitación. Le quita el vestido. Mientras Paola se lava la cara en el 126 · OCTUBRE


baño y se tumba encima de su hamaca para iniciar un sueño necesario y reparador, su mamá coloca el vestido verde encima de una silla del comedor y vuelve a desearle las buenas noches a su hija querida, pero cuando regresa a la habitación, ve el bello cuerpo moreno de Paola meciéndose en medio de un desorden adolescente caótico y opresivo, completamente dormido y feliz. Los brazos de Rosalía se erizan al contemplar la bella estampa y, sola en la oscuridad del pasillo, intenta hacer una retrospectiva de los quince años de su vida compartidos con aquella criatura que se le está escapando de las manos como lo hace la lluvia rebelde en la milpa. Debajo del cabello lacio de la joven, vuelve a apreciar su rostro de criatura recién nacida, de niña valiente, de habladora empedernida, de enamoradiza preadolescente y, finalmente, de atractiva mujer. Se acerca al cuerpo voluptuoso de la bella Paola y le da un beso discreto en la frente, que pasa desapercibido para el resto de mortales que empiezan a levantarse en aquella ciudad luminosa y tropical. Ella también está cansada. Ella también necesita tumbarse en su hamaca y cerrar los ojos por unas horas, descongestionar su cuerpo en un reposo relajado y metódico, guiado por el suave efluvio de los impulsos oníricos, que seguramente la llevarán al momento en el que vio, por primera vez, los ojos resplandecientes y de negrura penetrante de su querida hija única, que hoy cumplió quince años. Y aunque siente un dolor persistente y lacónico en todos los puntos minúsculos de sus pies y siente que su espalda se entumece por todos los costados, hay algo que no la deja dormir. No es una sensación o un recuerdo. No es miedo ni tristeza, ni tan tampoco un atisbo de felicidad. No se trata de un sentimiento, sino de un impulso. Un impulso casi irracional, inevitable, que surge desde su inconsciente, disparado con fuerza, hacia sus extremidades de autómata, que empezarán, en pocos minutos, a moverse con determinación y sin control. Rosalía se levanta de la hamaca, que se queda meciendo el vacío en su cuarto iluminado levemente por los primeros besos solares. Revisa que su hija siga durmiendo y se dirige furtivamente al comedor. JA’AB · 127


Y allí lo ve, en medio de la sala, descansando también tras una noche de trajín y de danzas imparables. Se acerca a él, lo acaricia, siente su contacto. Empieza a quitarse la ropa y decide hacer lo que ha deseado durante toda la noche: ponerse el vestido de su hija. Para verse bella otra vez, para acercarse al perfume de su hija huidiza, para agarrar sus últimos rayos de juventud y no dejarlos escapar. Para no envejecer y para ser inmortal. Para disfrutar la fiesta de quince años que nunca tuvo.

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Los espĂ­ritus beben tequila y brindan con los que aĂşn tienen la suerte de seguir respirando.


NOVIEMBRE

Campeche (México)

Pincha, duele, rasga, quema. El punzón se siente en el pecho y pocos minutos después recorre el cuerpo con frugalidad venenosa. No hay antídoto para este mal porque es el indicador de que todo está terminando. Frente al doctor, intenta disimular su horror y su tez se torna blanca y debilucha. Cierra los puños y los aprieta, como si quisiera luchar contra algo que está predestinado, que es más fuerte

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que él, que lo está venciendo. No tiene escudo, no tiene espada. Solamente la convicción de que se está muriendo. El poeta sale de la consulta y el sol lo asusta, la gente lo espanta, el ruido, el eco sombrío y cercano de la finitud… No quiere ver a nadie, necesita esconderse y refugiarse, solitario y perdido, en su habitación, en su casa de viejo lobo de mar, sin recibir visitas ni halagos o despedidas incómodas. Quiere disfrutar en paz y con sigilo los últimos alientos de vida. El taxi cruza la ciudad de Campeche, soleada y colorida, marinera. La gama cromática de las casas, alegre y variada, no logra, esta vez, apaciguar los ánimos compungidos del viejo escritor. No puede evitar sentir un desorden total de su universo, como si nada fuera táctil y todo fuera borroso, inconexo, irreal y fútil. El escenario donde morirá, de repente, se convierte en un ente desconocido y agresivo de una brutalidad malsana y cruel. Campeche ya no es su nido, ya no es su faro de creación. Sus baluartes son ahora enclenques castillos de naipes, las edificaciones se funden, la catedral se derrumba, el quiosco de la plaza del centro se descompone en una fragua maquiavélica planeada por calaveras huesudas e histéricas. Todo está vacío. Ya no conoce a nadie. Lloran las calles, muere la vida, la existencia es más dolorosa que la huida. La espera será atroz y abominable.Y por mucho que lo intenta, no logra visualizar el momento en el que cierre los ojos para siempre, despidiéndose de su amado Campeche, de sus panes de cazón, de su rico pescado, de su gente amable y generosa, de sus compadres, de sus vecinos, de todas las historias que aún le quedan por contar. Al llegar a su casa, Kukulkán lo recibe con un lametón simpático pero, de repente, percibe que su compañero está triste y cabizbajo. Se tumba en el suelo, peludo y precioso, y agacha la cabeza sintiéndose culpable de ser feliz. En las próximas semanas, se limitará a ser testigo de la decadencia de su amigo, de su despedida del mundo, sin ladrar, sin morder los bordes de las puertas, sin jugar con los cientos de libros que comparten la casona con ellos a través de los cuales el escritor vive, ama y viaja.

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El moribundo trovador se dirige como un autómata a su dormitorio. Cierra las cortinas para que no penetre la luz de la tarde campechana. Evita cualquier contacto con el mundo exterior, como si quisiera convertir la habitación en una urna hermética, en el cofre de un tesoro que se está pudriendo, en una tumba repentina y precipitada. Deja atrás el perro y se encierra, como un faraón, en el corazón de la pirámide, donde nadie lo podrá encontrar hasta transcurridos millones de años, cuando de su cuerpo solamente queden los rescoldos de un mísero y endeble fuego convertido en ceniza. Durante toda la noche, el escritor estará tumbado con la mirada fija en el techo, vaciando su mente y su memoria, preparándose para encarar el tramo final de su existencia. No se moverá, no intentará ser demasiado juicioso con su vida y no se arrepentirá de nada. Intentará controlar los espasmos de pánico, que lo acecharán sin clemencia, y decidirá, al filo del amanecer, cerrar los ojos, deseando abrirlos al cabo de pocas horas para continuar el proceso de aceptación de la desaparición de su alma. En los días posteriores, ojeroso y fantasmal, andará por la casa con pesadez. Cuando ya no encuentre consuelo en su habitación, que solamente abandonará para comer un poco, se dirigirá a la biblioteca y allí, sin quererlo, de manera natural y espontánea, encontrará una paz luminosa entre sus amados tesoros. Y entonces, ya sentado enfrente de la muerte con orgullo y dignidad, en un duelo solamente destinado a los más fuertes, sin llorar ni patalear, se atreverá a abrir sus libros preferidos. Después de muchas jornadas de lectura soñando hasta horas intempestivas de la madrugada, después de viajar por parajes desconocidos y recónditos y tras volar con príncipes y genios en castillos que nunca existieron más allá del papel polvoriento que acaricia con amor y respeto, agarrará un cuaderno virgen. Con su pluma empezará a hacerle el amor con poesía, con emotividad, con imaginación, con un arte desbordante que brotará descontrolado pues su talento innato para contar historias, sabio y previsor, sabe que ya le quedan pocos días de luz.Y que desaparecerá como todos los talentos de todos los cuentacuentos que han pisado la faz de la Tierra. JA’AB · 133


Fue siempre poeta y, siéndolo, consiguió ser muchas otras cosas. Fue cura, mago, guerrero y soldado, marinero, astrónomo, amante y ladrón. Supo descubrir en sus propios versos miles de vías para vivir otras existencias que, por naturaleza, no le fueron asignadas. Ha tenido una vida intensa, repleta de recuerdos irrepetibles y de otros tantos dolorosos que han configurado su carácter de piedra, fuerte y resistente, que ya no se desmorona ante la presencia magnética y atrevida de la muerte, sino que, al contrario, se volatiliza, se suaviza, se dulcifica, se abre al misterio de lo desconocido, pues en algún momento decide vivir su muerte como vivió su vida: con color y poesía. Hoy, el maestro César Ignacio Miranda está sentado en su estudio, ultimando una carta que ha estado escribiendo durante los últimos cuatro meses. Sonriente, recuerda las historias que le explicaba su padre cuando era pequeño. Eran casi siempre cuentos sobre piratas y el escritor se imaginaba a sí mismo vistiéndose con atuendos de bucanero, surcando los mares de un planeta que, por aquel entonces, intuía que era inmenso y maravilloso. Desde este barco imaginario e idealizado, al que se subió algún día cuando era niño, robó corazones y ganó mil batallas, aunque ahora es consciente de que está perdiendo la última, la más importante, la que lo llevará, tras muchas afrentas en islas perdidas, al fondo de la cueva, a la oscuridad de la nada. En algún momento decide que ya no tiene nada más que contar y colocará la carta en su bolsillo. Después, se levanta, respira hondo, cierra los ojos y abre la puerta de la tumba donde ha estado cociéndose la mariposa.Ya está listo para volar. La luz del atardecer es la más bella que ha visto jamás. Parece que las fuerzas de la naturaleza se han puesto de acuerdo para darle la mejor de las despedidas. Solamente él y el mundo saben que hoy se morirá. Nadie más. En su paseo vespertino, saluda a sus vecinos como si el cáncer no lo estuviera devorando. Muchos de ellos lo invitan a pasar a sus casas. Sorprendido, recuerda que su amada ciudad está celebrando, con 134 · NOVIEMBRE


gran devoción, el Hanal Pixán, la Noche de Muertos, y está abriendo sus brazos de cemento a los espíritus de los que ya perecieron. Sin que nadie lo vea, agarra unas hojas de banano del salón de Teresita, unas veladoras blancas de doña Celsa y, finalmente, compra fruta fresca en el mercado, jícaras huecas y flores que huelen a vida. Va cargado por las calles de Campeche como si llevara en la espalda un carruaje de agua de lluvia recogida en el aljibe, y los habitantes de la ciudad piensan que, impuntual y rezagado, está recolectando material para construir un altar en su casa; pero el escritor va en dirección contraria, hacia el puerto, hacia el malecón, pues ya no regresará jamás a su hogar. Cuando llega al paseo marítimo, siente la brisa fría del mar, salada y húmeda, que le friega el cuerpo con delicadeza, como si lo limpiara o lo purificara preparándolo para la eternidad. El escritor se siente tranquilo y agradece la maravilla de los detalles más mundanos, que esta noche brillan con más insistencia, pues quieren ocupar un espacio de excepción en su despedida del mundo. El último atardecer, la última primera estrella de la noche, el último paseo por el malecón, el último secreto confesado al mar, que todo lo ve y todo lo oye. Se descalza, como si estuviera en una sacra ceremonia, y mezcla sus dedos arrugados con la arena. Entra en una casita de pescadores y encuentra una caja de madera desvencijada. La coloca detrás de una barca para resguardarse del viento y empieza a construir el altar. Quiere reencontrarse con todos sus muertos para que lo guíen en su ruta hacia el cielo, pues está muy lejos de la playa y sabe que se va a perder. Abre las hojas y las coloca encima de la caja. Se quita la delgada chamarra con la que abriga su cuerpo en esta noche de otoño mágica iluminada por una arrolladora luna llena y lo usa como mantel. Adorna el altar con las frutas que compró en el mercado, troceadas y deliciosas y colocadas dentro de las jícaras. Pone al lado una cruz hecha con conchas vacías que llegan desde las profundidades del mar a morir a la costa campechana. Agarra agua de mar y la coloca, también, en una jícara. Enciende las veladoras dentro de la casa del pescador para que no se apaguen con la furia del viento. JA’AB · 135


Desde la ciudad, los ojos atónitos de los despistados que no siguen el rezo comprobarán que, en la playa donde nunca ocurre nada, un faro misterioso está recibiendo las almas sonrientes que invoca el escritor con su ritual particular. Lentamente, con parsimonia, los recuerdos del escritor van recuperando forma. Regresan sus padres y sus hermanos. También su amada Ramona, fallecida diez años atrás. Regresan los juegos de infancia, su primer beso, las aventuras en la capital, los sentimientos que tuvo al publicar su gran novela. En este momento de inspiración, solamente puede sonreír y mezclarse con la magia que tiñe la playa y que es imperceptible para el resto de los humanos que tienen la suerte de poder gozar de la venia de los dioses y vivir más noches como aquella. Saca la carta de su bolsillo, la que ha estado escribiendo durante meses de hibernación, y la lanza al mar, gritando de placer. El agua araña la tinta que pinta las letras y la hace desaparecer de manera sutil, con elegancia, y el mensaje del anciano poeta se inscribe entonces en las olas del mar. Desde todos los puertos del mundo, la mañana siguiente, los mercaderes, las prostitutas, los estudiantes y todos los que se acerquen a las derivas de las ciudades buscando respuestas en el confín de lo urbano podrán leer el mensaje cifrado del sabio poeta, que no vendrá metido en una botella, preso e incómodo, sino arrastrado por el mar impenitente, en libertad. La mente de César Ignacio hierve de creatividad y rememora las frases que han marcado su existencia. Una de ellas realza sobre las otras con especial brillantez: Toda luna, todo año, todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud. Con las manos sudadas y nerviosas se lanza a la arena y escribe esta frase extraída del Chilam Balam, uno de los libros escritos por sus antepasados, y por mucho que el viento, al día siguiente, sople y sople sin parar, no podrá borrar este aviso que podrán leer los niños y sus padres al jugar con la pelota, advertidos de que todo es aleatorio y gaseoso, volátil, perecedero e irremediablemente único. 136 · NOVIEMBRE


Y, finalmente, pone una fotografía suya en el altar y llora al pensar que el año siguiente, en esta misma fecha, quizá nadie lo recuerde. Pero se equivoca, pues decenas de personas, desde sus casas, echarán un par de lágrimas al hojear sus libros, y sentirán que se conectan con el espíritu del escritor que los compuso pues dejó en ellos su alma y su piel. Kukulkán ladrará toda la noche y tratará de buscar el rostro de su dueño y amigo en la cara oculta de la luna. Los familiares y amigos ya fallecidos se colocan en una parte de la playa y, juntos, empiezan a soplar. El humo de las veladoras se dirige, de repente, hacia la ciudad. Las pequeñas llamas que surgen de la cera se dividen en diminutos rayos de luz y el camino se ilumina para que el poeta se despida para siempre de la ciudad donde nació. Mientras camina por las calles estrechas y nobles de Campeche, hijas de un pasado colonial aún tangible, ve emocionado cómo todos sus vecinos se reencuentran con sus familiares. Los espíritus beben tequila y ron y brindan con los que aún tienen la suerte de seguir respirando. El humo de las veladoras sigue su curso y luego se tuerce en un meandro curioso y regresa al malecón. César Ignacio no está cansado, ya reposará en el cielo. Corre y ni su sombra le persigue. Está solo en esto. Al fondo, su altar se despedaza con el avance impetuoso de las olas. El humo corre más rápido que él y empieza a subir la cuesta desde donde se aprecia la magnificencia del golfo de México. Le gustaría tener un caballo para atrapar a este guía travieso, para que el instante sea más solemne y literario, pero solamente tiene sus piernas para llegar a su último destino, descalzo y con las manos mojadas de arena y de mar. En el camino, va encontrándose con casas de todo tipo. En sus adentros duermen personas distintas, también con sueños y ambiciones dispares. A todas ellas, sin excepción, desde la lucidez de la muerte, les desea que sean felices, que no pierdan el tiempo llorando ni compadeciéndose por desdichas más exageradas de lo que en realidad son y sean los protagonistas de sus historias, sin miedo al fracaso ni al error, con fuerza y valentía por asumir riesgos y compromisos. JA’AB · 137


En el bosque, donde todo está en silencio, cree ver un par de ángeles custodios que lo vigilan desde lejos, batiendo sus alas como si fueran águilas o halcones reales, seres mitológicos que peinan el cosmos con candor y felicidad. Camina a través de la espesura y llega a su meta, donde ya no hay visitantes ni turistas. El edificio, vetusto, está revestido por luces de colores que acentúan su monumentalidad. Se acerca a la puerta a través del pasillo serpenteante y descubre, tranquilo, que el guardia de seguridad está completamente dormido en su cabina, aislado de todo lo que acontece a su alrededor. Con total impunidad, el escritor, despojado de cualquier elemento material, neutro y tranquilo, penetra en las dependencias del fuerte de San Miguel sin miedo a morir en su azotea. Sus pasos son sonoros pero nada se inmuta. La humareda de las velas se va con un soplo de viento, como si nunca hubiera existido. Conoce este espacio como la palma de su mano, llena de líneas indescifrables. Se detiene. Levanta levemente la cabeza y mira hacia arriba. La luz de argento que lo cubre todo facilita su ascenso al cielo. Luego, pone el pie en un peldaño. Y el otro en el peldaño siguiente. Sube la escalera que lo separa de la azotea con lentitud, siendo consciente de que cada peldaño lo separa más y más de la vida. Millones de imágenes se amontonan en su cabeza y él no ve la escalera, sino, con extrema claridad, el momento en el que salió de la vagina de su madre, la primera cachetada del doctor, su grito de supervivencia, su primer contacto con el mundo en un pequeño dormitorio de pescadores en Campeche… Por cada recuerdo brota una lágrima desde su mirada honda y perdida, que está encontrando el rumbo con la ayuda de los astros. Sus muertos ya no lo acompañan, ni tampoco los ángeles. El mundo parece vacío y él es el rey de la eternidad. El torrente caudaloso abierto por la memoria cómplice, que le ha querido brindar un último regalo al escritor, se va como llegó, se seca en un abrir y cerrar de ojos. Y allí está él, poeta de profesión y de corazón, sin maleta, a punto de iniciar el viaje más importante de su vida, solo en la azotea del 138 · NOVIEMBRE


fuerte de San Miguel, donde los cañones apuntan al cielo y desde donde se aprecian las luces de la ciudad de Campeche que ora a sus muertos, que ora por él, y que en un acto mágico de movimiento tectónico, se despega de la tierra y se aleja, se aleja, se aleja, y desaparece. Solamente quedan, enfrente de sus ojos negros, el balcón del fuerte y el mar. Pone las manos encima de la baranda y se mueve levemente con las caricias de la brisa. Está esperando a sus héroes de infancia, que ya están tardando más de lo debido. No tiene más paciencia, quiere que lo vayan a recoger inmediatamente. A lo lejos, en la oscuridad de la noche, puede percibir una silueta en el horizonte que se va acercando al puerto de Campeche entre la bruma marina, acompañada por las sirenas y los seres mágicos que viven debajo del mar. Es un barco y de su mástil cuelga una bandera con una calavera. La muerte llega, salvaje y pirata, a recogerlo. En los adentros del barco, decenas de piratas harapientos y sudados beben y brindan a la salud de los tesoros robados. Cantan canciones de mundos perdidos mientras esperan al anciano escritor para que se junte en sus correrías y para que les cuente historias antes de irse a dormir. El poeta siente cómo aparece un gran sombrero en su cabeza y, súbitamente, su vestimenta cambia de manera radical. Una espada plateada se acomoda en su mano. Su cuerpo renace. El barco atraca en el muelle enfrente del fuerte y los piratas salen del salón donde están cenando su gran banquete. Lo miran con respeto y lo saludan. El escritor, convertido en capitán, toca por última vez el mundo con sus manos temblorosas y da un salto hacia el navío, bergantín bravo y temerario, muriendo sin poderlo evitar. Da un abrazo a sus compañeros de aventuras, los saluda con efusividad y cariño. Se dirige hacia el timón del barco y se abren las velas nuevamente. Está ansioso por conquistar los calmados territorios de lo inexistente con paso decidido. La mañana siguiente, el cuerpo inerte del escritor, que mostrará una sonrisa gélida y anchísima, sorprende al guardia de seguridad, que ha estado toda la noche durmiendo y que se ha perdido el espectáculo más bello jamás imaginado. JA’AB · 139




El niño no se asusta porque sabe que es la hora en la que los espíritus salen a visitar a sus familiares y amigos y la Virgen

Guadalupe está allí para cuidarlo de todo mal.

de


DICIEMBRE

San Cristóbal de las Casas (México)

Desde el cielo una hermosa mañana, desde el cielo una hermosa mañana, la Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac, la Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac. (. . . . .) JA’AB · 143


El grupo de mujeres parece, en esta última novena, un coro cantor bien coordinado. Suplicante juntaba las manos, suplicante juntaba las manos, y eran mexicanos, y eran mexicanos, y eran mexicanos su porte y su faz. Y eran mexicanos, y eran mexicanos, y eran mexicanos su porte y su faz. (. . . . .) A lo largo de estas jornadas nocturnas de plegaria y rezo han ido empastando las voces, limando errores de manera espontánea, con el objetivo de rendir tributo, con los máximos honores, a la Madre de México, la Reina del Tepeyac, la Virgen de Guadalupe que, morena y sublime, está representada en una pequeña estatuilla del altar abarrotadísimo de luces chispeantes y flores que preside esta reunión de vecinos y amigos. Los niños de la colonia están a los pies de este atril maravilloso, construido con esmero, amor y dedicación mariana.Todos tienen las manos cerradas y están invocando a dioses que nunca han visto pero que siempre han formado parte de sus vidas. Mientras, intentan evitar el frío gélido que se siente esta noche en la ciudad. Doña Gladis, doña Luisa, don Simón y doña Lucrecia están orando sin decir nada, como si estuvieran durmiendo, cada uno en un rincón de la pequeña terraza, abrigados bajo mantitas de lana. Parecen tristes y todos los asistentes al festejo de la víspera del día más grande para los devotos mexicanos saben cuál es el motivo de este visible pesar. El día siguiente, la nación entera celebrará a la Virgen de Guadalupe y doña Margarita no va a estar con ellos por primera vez en una fecha tan especial desde que, menudos y traviesos, empezaron a compartir las alegrías y los pesares de la vida en este barrio de San Cristóbal de las Casas. Los mariachis llegan corriendo, nerviosos, porque se les ha estropeado el auto y ya es muy tarde. Empiezan a cantarle a la Virgen sus mañanitas, bien apresurados porque tienen, en esta noche de compromisos, muchos lugares donde deben actuar aún. Ni el canto 144 · DICIEMBRE


simpático y animado de estos jóvenes logra dibujar una sonrisa de satisfacción en los rostros entristecidos de doña Gladis, doña Luisa, don Simón y doña Lucrecia. En algún momento de la noche, ya sin mariachis y cuando todos empiecen a regresar a sus hogares, el hijo de la dueña de la casa verá cómo una sombra lenta y diminuta, parecida a la silueta de una anciana dulce y de conmovedores andares, se acercará a los abuelos tristes y les acariciará el rostro. Doña Gladis sonreirá de repente, como si hubiera encontrado la paz y la tranquilidad tras varios meses de oscuros pesares. Doña Luisa se pondrá a llorar. Don Simón se tornará, de repente, cándido y jovial, olvidando para siempre su actitud gruñona. Doña Lucrecia sentirá la presencia de su mejor amiga cerca, muy cerca, y en su oído percibirá los mensajes lejanos de doña Margarita convertidos en humo volátil que se desvanece con la brisa helada de la medianoche. El niño no se asusta porque sabe que es la hora en la que los espíritus salen a visitar a sus familiares y amigos y la Virgen de Guadalupe está allí para cuidarlo de todo mal. Doña Margarita, convertida en espíritu gaseoso, como si fuera un halo mágico y brillante, sale de la terraza de su comadre Gloria Eugenia y recuerda todas las veces que allí se reunían las mujeres de la vecindad, riéndose a carcajadas hasta el amanecer, bebiendo a sorbos un tequila reposado sin miedo a que los maridos las descubrieran, criticándolos hasta la saciedad, sintiéndose cómplices en estos momentos entrañables, acompañándose en la dura etapa de la madurez tardía, de la ancianidad. La última y definitiva. Allí solían rezar y le pedían a la Virgen protección para los nietos, para los hijos, para los esposos, para ellas mismas, para las vecinas y para las desconocidas almas que intuían que se perdían entre vicios y pesares. Mientras camina por la callejuela no puede evitar recordar, tampoco, todas las veces en las que regresaba con el camión desde las comunidades rurales y desde los poblados de los alrededores, cuando era una bella joven casadera y maestra nómada que recorría los municipios diseminados de Chiapas con el afán de aportar conocimiento a todos los niños y niñas que allí vivían. A lo largo de los años, seguiría viendo a sus alumnos y muchos de ellos la visitarían JA’AB · 145


en su casona de San Cristóbal de las Casas, que ha pertenecido a su familia durante varias generaciones y a la que no ha regresado desde que falleció. Cuando decidió retirarse de la docencia, lo hizo por otra pasión aún más profunda y no dejó nunca de estar en contacto con sus comadres y compadres de los municipios de la colindancia, a quienes enseñó a leer y a escribir y con los que compartió tantos momentos de intercambio y cooperación mutua. Al casarse con Miguel Ángel, doña Margarita decidió quedarse en San Cristóbal de las Casas de manera fija e intentar iniciar, junto a él, una vida más estable. En un breve lapso de tiempo aparecieron en su vida, de manera repentina pero intencionada, sus hijos Lucio, Marianito y Carlos. Cuando ellos ya crecieron y empezaban a merodear a las chiquillas de la escuelita, doña Margarita quiso dar un giro repentino en su vida y le planteó a su amado esposo una idea que, con el tiempo, se convirtió en una exitosa realidad: montar un restaurante en el vestíbulo de la casona. Desde su más tierna infancia, doña Margarita tuvo una relación abrupta con el sabor, su sentido más desarrollado. Este talento innato, sumado a su enorme capacidad para unirse a la sabiduría culinaria de la tierra en la que nació y creció, le permitió cocinar los más ricos manjares que muchos de sus vecinos jamás habían probado. Cuando su madre cocinaba con las grandes ollas de barro los cocidos que tanto le gustaban, ella, astuta y perseverante, memorizaba todos sus gestos y trucos y logró convertirse, con tesón, ganas y esfuerzo, en la cocinera más aclamada de San Cristóbal de las Casas. Los vecinos y turistas llegaban en tropel al diminuto restaurante que, con el paso de los años, se amplió por la parte trasera de la casona con el uso de un patio que estaba medio abandonado. Doña Margarita contrató a algunas de sus amigas como ayudantes y meseras y los clientes parecían estar en familia cuando comían en la vieja casona donde los paladares más exigentes sentían placeres difíciles de describir. A medida que va andando por la callejuela, comprueba cómo en otras casas de la vecindad celebran también a la Virgen de Guadalupe 146 · DICIEMBRE


con gran estruendo, riendo, hablando, siendo felices en su cotidianidad, sintiéndose profundamente amparados y protegidos por la madre morena y perdiéndose en el misticismo terrenal de esta fecha tan importante para todos. Y luego llega, por fin, a su hogar, después de un año perdida por rutas angostas que no la conducían a ninguna parte. El camino ha sido largo y penoso. Bajar del cielo no ha sido fácil, pues ha tenido que colocar muchas nubes a modo de escaleras, pero al final ha llegado a la vieja casona donde duermen y sueñan sus queridos hijos, sus nietos y su amado esposo Miguel Ángel, a quien cuida desde la eternidad de la nada para que no sufra demasiado en su ausencia. Coloca la mano en el picaporte y abre el portón de madera, que chirría y que es pesado. Con sigilo, sin querer despertar a nadie, flota por el pasillo que tantas veces ha cruzado y se dirige al salón, que está repleto de objetos de adorno que serán colocados durante los próximos días para celebrar la Navidad. También puede ver que su hijo Lucio compró, como cada año, una piñata enorme del mercado para organizar la posada más entrañable de la ciudad en el restaurante que gestiona, ahora, su nuera Elvira Fernanda, la esposa de Lucio, que parece tener el mismo arte que ella, o al menos parecido, ante los fogones. El árbol ya está comprado y listo para ser vestido con decenas de diminutos muñequitos dorados y un retrato familiar preside la sala y lo endulza. En la imagen aparecen todos los miembros de la familia y doña Margarita llora emocionada pues no podrá volver a aparecer nunca más en estas fotografías. Más tarde, cuando ya le duelen los ojos de tanto mirarla y de acariciarla con estima infinita, doña Margarita se dirige a la cocina imbuida por un deseo insaciable de cocinar. Abre el refrigerador y observa cómo está lleno, como siempre, de decenas de víveres. Sus ojos desprenden una luz especial, divertida, como si estuviera viva y hubiera encontrado un tesoro. Mete su mano y empieza a sacar verduras, frutas, carne y hortalizas de todo tipo. Luego abre el armario ubicado encima de los fogones, donde en vida guardaba los recados, la aceitera, el chile molido y las especias que la esperan en tropel para condimentar el plato más rico que jamás habrá cocinado. JA’AB · 147


Con un cuchillo, empieza a desmenuzar la cebolla en porciones de ridiculez exquisita. Hace lo mismo con la calabaza para hervirla, con el puerro, con el apio, con el cilantro y con todos los ingredientes que tiene delante. La alquimista hoy siente la inspiración de los genios y es capaz de convertir en oro sus ideas gastronómicas más originales. El riquísimo olor de la cebolla dorada impregna súbitamente la cocina y logra penetrar también en el salón contiguo que funciona como restaurante y que duerme antes del trajín que le espera al amanecer. Mientras doña Margarita trabaja arduamente en la cocina, un pequeño hilo de perfume sube por las escaleras y logra inmiscuirse en los olfatos de sus familiares queridos. Todos, entre sueños, sonríen porque saben que la abuela ha llegado para visitarles. Miguel Ángel, su amado esposo, abre los ojos enloquecido de amor y no puede dejar de llorar al comprobar cómo la vida sí existe más allá de la muerte y cómo su amada mujer ha regresado desde confusas tierras en el umbral de lo desconocido. Con mucho esfuerzo, logra incorporarse, se abriga con su bata afelpada para ahuyentar el frío demoledor que abate con furia la vieja casona y decide bajar las escaleras para reencontrarse con su Margarita querida, la flor de su corazón. Las manos delgadas y finas de doña Margarita esparcen con gracia los pedazos de chile serrano en el caldo que está cociendo. En una olla, está a punto de terminar su platillo de carne y a la vez sofríe otros exquisitos y deliciosos caprichos de un sabor tan espectacular que se podría decir que condensan toda la belleza esencial y colorida que las papilas pueden digerir, como dos ojos emocionados ante una obra de arte inmortal. El hilo perfumado cruza las ventanas y recorre todas las calles de San Cristóbal de las Casas. Al menos, en esta noche fría de otoño, a punto ya de recibir el invierno, todos los habitantes de la ciudad podrán volver a fundirse con la magia que se desprende de las manos ingeniosas y creativas de doña Margarita que, cuando estaba viva, les permitía viajar por todos los rincones del paladar desde su restaurante de la vieja casona. Miguel Ángel se apoya contra las paredes de la escalera, débil y cansado. Baja los peldaños lentamente y puede ver una luz espectral 148 · DICIEMBRE


muy discreta en la cocina, parecida a una alucinación, a un oasis escapado del desierto o a un tímido holograma. Todo está oscuro y dormido, pero el olor a rica y exquisita comida es más fuerte que nunca. Rememora entonces los mediodías de intensa actividad en el restaurante, en los que su esposa comandaba con dulzura a su equipo y descubría, sorprendida, nuevas recetas, que serían materializadas y aplaudidas el día siguiente por los comensales. Nunca olvidará la felicidad sincera y simple que sintió siempre al lado del menudo ángel que se fue una noche fría como la de hoy, tranquila, relajada, con la mirada limpia y el alma en paz. Le hubiera gustado tener los poderes suficientes para poder comunicarse con su esposa durante los duros y extraños momentos de tránsito de la vida a la muerte, hacerle de guía y despedirla en su último aliento, pero no fue posible. Margarita se fue para siempre y Miguel Ángel aún busca la manera de recuperar su sombra. Y cree poder lograrlo en esta noche guadalupana, silenciosa y reposada, en la cocina del restaurante al que está a punto de acceder. Doña Margarita siente la presencia cercana de su comensal más especial. Está nerviosa, se peina y se coloca la chalina para volver a estar bella para su marido. Presumida, parece que los años no corrieron nunca y que la pasión por su amado esposo no se desvaneció jamás. Es como una quinceañera aturdida y nerviosa con unas ganas enormes de besar a su príncipe azul. Ya terminó todo el banquete, ya está todo listo. Miguel Ángel respira hondo y abre la puerta del restaurante. Doña Margarita se yergue y espera, ansiosa. El anciano accede a la sala vacía y descubre, sorprendido y triste, que no hay ninguna comida preparada para él. Su amada esposa tampoco lo está esperando. Se siente abatido y molesto, ¡no es justo que sus sueños no se cumplan como él los desea! Pero una especie de humareda penetrante parece salir de los armarios. La cocina, de repente, se cubre con una luz blanca, purísima y radiante, y puede ver, sentada en la mesa central frente a ricos y suculentos manjares, a doña Margarita, joven y preciosa, sonriéndole. Miguel Ángel es ahora joven y esbelto y corre hacia ella, besándola con amor perenne. Los tres hijos, que aún son niños traviesos, JA’AB · 149


corren por la cocina persiguiéndose y blandiendo berenjenas como si fueran espadas de caballeros de un pasado remoto. Los amigos de la familia abren el portón y se sientan en las mesas contiguas. Comen mole, beben cerveza y un poco de tequila; el momento se acidifica con sal y limón y todo es tan sublime y táctil que no parece que los años hayan corrido, pues Miguel Ángel siente cómo se traslada hacia tiempos mejores. Los dos se miran con franqueza y con la complicidad cosechada tras una vida repleta de momentos juntos, compartidos con amor y sinceridad. Están tan cerca y a la vez tan lejos que ninguno de ellos se atreve a decir nada porque creen que el otro no podrá escuchar. Miguel Ángel acaricia a doña Margarita. A su alrededor, de manera sutil, los rostros de los hijos cambian y se masculinizan. Los pelos de los amigos empiezan a blanquearse y luego se esfuman. El tiempo pone a cada uno en su lugar y ya solamente quedan en el comedor Miguel Ángel y Margarita, sumidos en una vejez digna y orgullosa, sin nada más en el restaurante que sus miradas cruzadas y sus manos entrelazadas. Se tendrán el uno al otro hasta el fin de los días. Doña Margarita, haz de luz, se levanta con dificultades y abre la puerta del vestíbulo. Invita a su esposo a que la acompañe. Miguel Ángel, hipnotizado, entiende que su esposa lo ha ido a buscar para que juntos crucen el cielo y se pierdan en la infinitud de las estrellas. Él también se levanta, achacoso, y se dirige a la puerta que comunica la vieja casona con la calle. Juntos empiezan a pasear por la ciudad desierta, unidos y enamorados como el primer día. San Cristóbal de las Casas, virreinal y empedrado, los retiene con su belleza poética y rústica. Luce, en esta noche gélida, un porte invencible y precioso de viejo señor de una corte perdida e inexistente. Los dos ancianos caminan lentamente, con dificultades, y recorren los escenarios donde se desarrolló su gran historia de amor. La tienda de Marisol, la escuelita dirigida por doña Francisca, el taller de costura de Elisa… Todo duerme y reposa, todo sigue con vida aunque doña Margarita haya muerto. Miguel Ángel no se desprende de la mano de su esposa. En ningún momento piensa que está loco ni que está sufriendo ataques 150 · DICIEMBRE


de alucinación, pues el contacto de su mujer en esta noche mariana es lo más real que ha tenido nunca. Doña Margarita camina a su lado, reposada y solemne, angelada, y en un punto indefinido de la ruta le muestra una callejuela estrecha y oscura que no tiene fin. Es la brecha que separa la muerte de la vida. Quien cruza el abismo regresa otra vez al mundo desde el cielo, pero transformado en una sombra inmortal que no podrá, nunca más, tener pulso ni volver a enamorarse. La sonrisa de doña Margarita es hoy la más dulce que jamás haya visto. Miguel Ángel nunca había imaginado que su final fuera así, adentrándose en una calle y no volviendo a la Tierra. Cree que es una bonita forma de terminar su vida porque está convencido de que ya ha conseguido grandes triunfos con su familia, su negocio y sus amigos. Además, morirá acompañado del amor de su vida, la bella Margarita, que está sentada con los ojos cerrados en un banco esperando a que se decida, como si estuviera durmiendo, intentando vislumbrar en sueños la vida que les espera, juntos, en la eternidad. Se siente afortunado y tranquilo y acaricia a su esposa. La calle parece bonita y no tiene miedo de perderse. Está a punto de ser eterno. Doña Margarita y don Miguel Ángel, abrazados, cruzan el umbral de lo terrenal. El anciano tropieza y cree, inmediatamente, que se trata de una señal. De repente, reacciona y se acuerda de sus nietos, de los cuales no se ha despedido, y de sus amados hijos, con quienes ha tenido desde siempre una relación estrecha de fidelidad y cariño inquebrantables. Puede oler el perfume boscoso de las tierras altas y vuelve a conocer los tesoros de su estado, Chiapas, colorido y misterioso, de una magia desbordante. Sus valles, sus paisajes, sus carreteras serpenteantes, el pasado maya esplendoroso, las profundas creencias e idolatrías de sus vecinos… Su dinamismo, la belleza sin parangón de San Cristóbal de las Casas. El sabor intenso del café chiapaneco. El chocolate. El frío purificador del invierno. Las tortas de doña Laura María. Las conversaciones con sus amigos entre caballitos de mezcal y tequila. Los recuerdos de infancia. El pasado inolvidable de su juventud. Es el intenso amor a la vida lo que hace que Miguel Ángel renuncie, por esta noche, a morir, quizás porque sabe JA’AB · 151


que su esposa lo estará esperando cuando tome la decisión acertada, en el momento preciso, de abandonar el mundo para siempre. Besa a Margarita con fuerza, como lo hizo la primera vez y, feliz, se gira y regresa a la vieja casona. La mañana siguiente, cuando despierte, nadie en la casa se habrá dado cuenta de la aventura nocturna del abuelo con el espíritu de la abuela y nadie, tampoco, sabrá quién cocinó los ricos manjares que esperan en las mesas del restaurante a ser saboreados por los habitantes de San Cristóbal de las Casas, ciudad que ha sido testigo, durante toda la noche, del paseo de amor de doña Margarita y Miguel Ángel. El anciano vivirá satisfecho sus últimos días siendo consciente de la volatilidad de la vida y, sobre todo, de la eternidad única de cada instante.

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2012­­-Amanecer De Una Nueva Conciencia Las organizaciones mayas participantes en el Onceavo Encuentro Lingüístico y Cultural del Pueblo Maya, vivenciando el pensamiento de nuestras abuelas y abuelos, convocamos a los principales de las Culturas Originarias de todo el mundo para coordinarnos de manera sincrónica en 36 ceremonias por el amanecer de una nueva conciencia y en la Gran Celebración del comienzo de una Nueva Era el día 22 de diciembre de 2012. Machaca Outreach Center, Punta Gorda, Departamento de Toledo, Belice. 15 de Mayo de 2011.


Las organizaciones participantes en el Onceavo Encuentro Lingüístico y Cultural del pueblo Maya expresamos una vez más al mundo el pensamiento milenario de nuestras abuelas y abuelos la profunda decisión de seguir siendo un pueblo con identidad histórica propia y seguir contribuyendo con nuestros conocimientos y aportes culturales al desarrollo de la humanidad. Como todas las culturas originarias del mundo queremos mantener nuestra identidad cultural y energética, conservar nuestras formas de ver el cosmos, centros ceremoniales, nuestra manera de hablar y de pensar y, sobretodo, queremos hacer realidad la posibilidad de que – donde sea que vivamos – seamos respetados, que no haya discriminación, violencia ni pobreza. La intención que nos alienta desde la vivencia es llevar un mensaje que promueva la necesidad de un cambio en la forma de experimentar la vida. Este llamamiento es un mensaje a toda la humanidad, sin distinciones, para que cambiemos el enfoque doloroso con que hemos asumido la existencia por un enfoque en concordancia con las enseñanzas de nuestros ancestros, de nuestras abuelas y abuelos, en armonía con la Madre Tierra y el Universo. Este llamado lo hacemos desde un respeto profundo hacia todas las culturas y formas de ver el mundo. Partimos del reconocimiento de que todo lo que existe es la otra parte de cada uno y que todos somos parte de la evolución hacia un conocimiento colectivo, un nuevo renacer de la conciencia y la sabiduría superior. Este es un llamamiento para activar un proceso real de reencuentro de todas las culturas, de todos los pueblos y naciones. Sabemos que si encontramos un modo de juntarnos y unirnos habrá esperanza. Invitamos a la humanidad (adultos, jóvenes y niños) de todas las culturas del mundo, de acuerdo a sus propias convicciones – siempre respetando las diferencias y esforzándonos por la unidad – a que celebremos de forma sincronizada y coordinadamente ceremonias en los lugares sagrados o centros energéticos (cerros, ríos, lagos, mares, cenotes, nacimientos u ojos de agua, cavernas, grutas, entre otras) del mundo con el objetivo de fortalecer la vida, la paz y la unión espiritual con la Madre Tierra y el Cosmos. Este es un llamamiento a favor de la alegría profunda de un reencuentro de toda la humanidad para que juntos podamos hacer este cambio de conciencia a favor de un mundo mejor. Esfuerzo que está orientado a fortalecer y desarrollar la conciencia humana y cósmica que necesitamos para transformar lo


injusto en justo y poder superar colectivamente los grandes cambios que se están produciendo a nivel físico en el planeta y en la conciencia humana. En cada ceremonia vamos a recordar que la Madre Tierra realmente tiene todo lo que necesitamos y que en nosotros está la capacidad de recuperar todo lo que necesitamos en forma apropiada, sin hacerle daño. El llamamiento a reencontrarnos entre las culturas que vivimos en un mundo de energía. Una importante tarea en estos tiempos es aprender a percibir la energía en todo lo que conforma el cosmos y así fortalecer nuestro sentido de unidad y complemento con todas las personas, plantas, animales, minerales, astros y cosas. Igualmente es necesario despertar la conciencia de la No Violencia que nos permite rechazar no sólo la violencia física sino también la económica, la psicológica, la religiosa, la sexual y la cultural. Pero también es urgente reencontrarnos, unirnos sin distinciones y crear conciencia por la Paz. El desarme nuclear a nivel mundial; la reducción progresiva del armamento convencional; la firma de tratados de no agresión entre países y la renuncia de los gobiernos a utilizar las guerras como medio para resolver conflictos es un anhelo profundo de todos los pueblos del mundo. La búsqueda de una nueva época de luz y armonía universal no puede tener una humanidad basada en la economía militar para imponerse por la fuerza, ni en un sistema no equitativo de distribución de la riqueza representado en el dinero, la riqueza virtual y la especulación financiera. Promovemos un reencuentro basado en la necesidad de una reorganización de la sociedad principalmente en el ámbito de los principios y valores, el respeto a las culturas originarias, la educación, el arte, el conteo del tiempo y el respeto al medio ambiente. Es necesario que se instale en toda la humanidad la conciencia que a partir de una nueva sensibilidad se abrirá un campo de nuevas e infinitas posibilidades. Por ello, se invita a todas las personas a sumar a su esfuerzo, la responsabilidad de cambiar nuestro mundo, apoyando en su ámbito más próximo y hasta donde llegue su influencia para el desarrollo de una nueva comprensión dirigida hacia la construcción de una sola Nación Humana y Universal. Sabemos que estos son tiempos duros, pero especiales. Tenemos la oportunidad para crecer y debemos estar listos. Necesitamos trabajar todos juntos por la paz y el equilibrio cuidando nuestro actuar para con la Madre Tierra que nos alimenta y nos cobija.


Es el fin de un ciclo y el principio de otro, una época que fue anunciada en los calendarios y predicciones astronómicas. Así, los mayas siempre supimos que el destino del mundo maya está relacionado con el destino del mundo entero. Por eso, necesitamos poner todo nuestro esfuerzo y convicción en buscar la unidad y la fusión para preservar la vida, fortalecer la memoria histórica y estar preparados para este momento histórico. Todos somos necesarios, no estamos aquí sin razón alguna. Cada persona es importante, todos tenemos un trabajo que llevar a cabo para contribuir y equilibrar nuestra Madre Tierra. Ahora es el momento para despertar y entrar en acción. Seguir a los principales (Ajq’ij, Ajmen), participar en todos los órdenes de la vida, sugerir cambios y elegir personas que nos representen y respeten las necesidades de la comunidad, así como la Tierra que nos da nuestro alimento, vestido y cobijo. Los antiguos sabios mayas señalaron a esta época como la edad de Itzá, una edad de conocimiento que comenzará a finales del año 2012. El ideal espiritual de esta Era es la acción basada en los conocimientos sagrados de las culturas ancestrales. Por ello, el ser humano debe terminar con su conducta depredadora, egoísta, el ocio y la guerra, para sincronizarse con los ritmos de la naturaleza y ajustarse a los cambios galácticos que llevarán a una Era de armonía en la que todos comprenderemos que somos parte de un mismo organismo gigantesco destinado a elevarnos a niveles superiores de conciencia. El objetivo de este llamamiento es iniciar un proceso para cerrar el 13 baktun que corresponde al último del presente ciclo e iniciar el siguiente, buscando trascender y sincronizar la energía de todos los habitantes del planeta a través de las 36 primeras ceremonias que han sido programadas cada 20 días según la cuenta del tiempo codificado por nuestros ancestros mayas, que rige los ciclos astronómicos. Conscientes que en nuestra diversidad reside la riqueza que nos retroalimenta a todos, y en la comprensión que el principio de la dualidad es el que nos permite ser uno con la naturaleza y el cosmos, las 36 ceremonias alentarán a todos los seres humanos (adultos, jóvenes y niños) a continuar el camino de la evolución energética que nos llevará a la Gran Ceremonia del Reencuentro de los representantes de todas las culturas del mundo a celebrar la culminación del 13 baktun e inicio del nuevo ciclo en el centro ceremonial de la ciudad maya de Tikal (en proceso de gestionar el permiso), los días 21 y 22 de Diciembre de 2012.


Lo anterior permite articular esfuerzos y continuar con el proceso de fortalecimiento de la vivencia energética con todas las comunidades mayas. Y formar alianzas energéticas en el tiempo y el espacio conjuntamente con las demás culturas a nivel mundial. Se propone que el reencuentro de todas las culturas ancestrales en los centros ceremoniales o energéticos del planeta también sea una gran movilización mundial en contra de la discri-

minación, la marginación, las guerras, por el fin de las armas de todo tipo, por la paz y la felicidad entre los pueblos.

Promueven las siguientes organizaciones: - Tumul K’in Center of Learning. - U’ Kuxtal Masewal. - Kuch Kaab Yéetel J-Men Maaya’ob. - Mayaon A.C. - Academia de la Lengua y Culturas Mayas de Quintana Roo A.C. - Centro Quintanaroense de Desarrollo A.C. - Mujeres Despertar A.C. - La Academia de las Lenguas Mayas de Guatemala. - Asociación Sotz’il. - Comité de Identidad y Desarrollo Cultural del Instituto Internacional de Teatro UNESCO. - Centro de Información e Investigación Educativa A.C. - Hombres sobre la Tierra A.C. - Consejo Maya Kaqchikel. - Asociación de Centros Educativos Mayas – ACEM. - Academia Campechana de la Lengua Maya A.C. - Laboratorio de Lengua Maya del Instituto Campechano. - Centro Educativo y Cultural AJ-KANANNIL K’INO’OB. - Patronato para la Promoción de Diversidad Cultural del Caribe Mexicano. - Comité de Identidad y Desarrollo Cultural del ITI UNESCO. - Instituto Nacional de Lenguas Indígenas. - ACEM. - DIGEEF. - Instituto Kukulkan. - Autoridades Mayas del Norte de Belize. - Asociación de Maestros Bilingües del sur de Petén. - COPREDEH. - Satal Pal Canbal Nah. - Osh Muul Kah Agro-Procesos.


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Maya Center Women’s Group. Congres of Maya Teachers. Toledo Maya Women’s Council. Sustainable Harvest International. Maya Cultural Preservation. Q’eqchi Traditional Healers Association. Maya Youth Coalition. Centro Educativo y Cultural Aj-Kanannil K’ino’ob (Guardián del Tiempo).



JA’AB se terminó de imprimir en febrero de 2012, Año de la Cultura Maya, en Mérida, la Ciudad Blanca, epicentro del pueblo maya. El tiraje fue de 1000 ejemplares en Grupo Impresor Unicornio SA de CV calle 41 Núm. 506 entre 60 y 62, Centro, Mérida,Yucatán, México.


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