Kennedy. El álbum de una época

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Kennedy El álbum de una época


Jacques Lowe

Kennedy El álbum de una época


Página anterior: Jacques Lowe, autorretrato en el Caroline, el avión utilizado en los primeros días de la campaña presidencial.

Título original My Kennedy Years Traducción Miguel Marqués Corrección de textos Álvaro Villa Revisión de maqueta Marta Lozano Amparo Balsas Maquetación TMori

Editor Alberto Anaut Directora editorial Camino Brasa

Página 6: John F. Kennedy, 1960

Director de Desarrollo Fernando Paz

Página 8: Robert F. Kennedy con su hijo Michael, 1958

Coordinación Doménico Chiappe Directora de Producción Paloma Castellanos

Coordinación de materiales y textos Peter Warner

Organización Rosa Ureta

Diseño gráfico y fotomecánica Thames & Hudson Ltd

Distribución Raúl Muñoz

Impresión C & C Offset Printing Co. Ltd

La Fábrica Verónica, 13 28014 Madrid T. +34 91 360 13 20 edicion@lafabrica.com www.lafabricaeditorial.com

© de esta edición en español: La Fábrica, 2013 © de la edición original en inglés: Thames & Hudson, 2013. © de los textos: sus autores © de las imágenes: Estate de Jacques Lowe, 2013

Fotografía de cubierta: JFK, Jackie y la hija de ambos, Caroline, en 1958 Fotografía de contracubierta: John F. Kennedy en 1960, durante la campaña a las primarias del Partido Demócrata previas a las elecciones presidenciales

ISBN XXXXXXXX Depósito legal XXXXXXXXX

Las tipografías utilizadas en este libro son Gotham Narrow, Gotham Medium, Berthold Walbaum Book y Bauer Bodoni Roman, y ha sido impreso en papel XXXXXXXXXXX

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Sumario

Nota del editor Estas memorias póstumas, largamente deseadas por Thomasina, hija de Jacques Lowe, han sido reunidas a partir de diversas fuentes en primera persona. Las más importantes son varios testimonios orales inéditos que Jacques Lowe grabó antes de su muerte en 2001. Además, en las memorias se citan extractos de las presentaciones que Lowe hacía en la inauguración de sus exposiciones, varias de las cuales fueron grabadas en vídeo. Asimismo, se nutre de obras previamente publicadas por él y de las historias que relataba a su familia. Todo este material se ha compilado y editado para formar un relato fundamentalmente cronológico al que se ha añadido, cuando ha sido necesario, una somera introducción o contextualización histórica. Aunque se han corregido errores fácticos referidos a fechas o lugares, se ha tratado de conservar el tono informal con que Jacques Lowe hablaba de sus recuerdos.

Prefacio de Thomasina Lowe

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Prólogo

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1 Cómo conocí al senador

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2 Cautivando al pueblo estadounidense

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3 La victoria en las primarias

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4 La campaña presidencial

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5 La investidura

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6 La Casa Blanca

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7 RFK y yo

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8 Sobre el escenario del mundo

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Epílogo

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Índice

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Agradecimientos

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L

a mañana del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, me vi enfrentada a un dilema moral muy distinto a cualquier otro que hubiese vivido antes. Cuando me di cuenta de la magnitud de la destrucción que estaba teniendo lugar a unas pocas manzanas del apartamento, me pregunté: «¿He de salvar sus preciosos negativos que retratan a uno de los grandes estadistas de la era moderna y que se conservan en una cámara de seguridad en el Five World Trade Center, o he de salvarme yo?». Antes de morir —el 12 de mayo, solo cuatro meses antes—, mi padre me había encomendado la salvaguarda de su archivo fotográfico sobre el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Reflexioné seriamente sobre si debía lanzarme a la carrera hacia el World Trade Center o, por el contrario, ponerme a cubierto. Me imaginaba a mi padre corriendo por Broadway, en sentido contrario al tráfico, con una única meta: rescatar sus negativos. Estoy convencida de que no se habría parado a pensar: todas y cada una de las células de su cuerpo lo habrían empujado hacia aquella caja fuerte con el objetivo de recuperar su irremplazable contenido. No habría tenido elección. El destino dictó que la decisión no la tomase él, sino yo. Elegí mi seguridad personal. Aún hoy me obsesiona el dilema en que me encontré inmersa aquel día. Después de aquello, me puse manos a la obra para recuperar lo que pudiese quedar de los negativos. Bajo montones de escombros se descubrió por fin una caja fuerte extrañamente intacta. No obstante, cuando fue abierta quedó claro que los negativos habían sido destruidos. He intentado reconstruir el archivo de mi padre a partir de las cenizas que sostuve en la palma de mi mano aquella mañana. Gracias a la tecnología moderna, las copias impresas más apreciadas por mi padre se han escaneado junto con las correspondientes hojas de contacto, convirtiéndose así en valiosísimos testigos de su obra una vez perdidos los negativos. Transcurrida más de una década de aquel día aciago en Nueva York, la publicación de este libro es prueba de que es posible renacer de las cenizas, aun después del más inconcebible de los horrores.

Thomasina Lowe

Prefacio


E

ra una noche de primavera de 1958 y yo estaba trabajando en mi estudio de Nueva York. Debía de ser entrada la madrugada cuando sonó el teléfono. Una voz familiar pero apenas inteligible preguntó: —¿Es usted el señor Lowe? —Sí —contesté con cautela. —Soy Joe Kennedy. Estaba convencido de que me estaban gastando una broma: Joseph Kennedy era entonces una figura casi mítica, mucho más famoso que cualquiera de sus hijos. —Vamos. Si es usted Joe Kennedy, yo soy Papá Noel —respondí. —No, no, no. Soy Joe Kennedy. Hoy es mi cumpleaños y Bobby me ha regalado las fotos que usted le hizo a su familia. Son las mejores fotografías que he visto en mi vida. Supe entonces que, en efecto, se trataba de Joe Kennedy. Y estaba claro que había celebrado su cumpleaños tomándose unas copas. —Estas fotos son el mejor regalo de cumpleaños que me hayan hecho nunca. Quiero que me prometa que fotografiará también a mi otro hijo. —¿A cuál de ellos? —A John. ¿Podría llamarme a mi oficina en un par de días? Accedí, ante todo por cortesía y para poder colgar. Dos días después, llamé convencido de que a Joe se le habría olvidado todo. Para mi sorpresa, me invitó a viajar a Hyannis Port. Y así fue como dio comienzo mi gran aventura junto a la familia Kennedy.

Prólogo


C

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uando conocí a los Kennedy, ya había vivido alguna que otra aventura. Nací en Alemania en 1930. Mi padre era alemán y mi madre era una judía rusa. Cuando los nazis comenzaron a buscar niños judíos en las escuelas, mis padres me sacaron de clase y pasé los años de la guerra escondido junto a mi madre. Tras una difícil posguerra, emigramos finalmente a Estados Unidos en 1949. Yo tenía diecinueve años y llevaba desde los nueve sin ir a la escuela. Estando aún en Alemania, vi la película Enviado especial, con Joel McCrea en el papel de intrépido periodista con gabardina. Quedé impresionado (desde entonces la he visto una decena de veces). Siempre me había interesado mucho la fotografía. Ese interés, combinado con la romántica idea que yo me había hecho de la profesión gracias al cine, me condujo de manera natural hacia el fotoperiodismo. Entré en la profesión como asistente de varios fotógrafos, entre ellos el célebre retratista Arnold Newman. Siendo aún asistente, fui uno de los ganadores de un concurso para jóvenes fotógrafos organizado por la revista Life. Supuse que aquel premio significaba que era poco menos que un genio y decidí empezar a trabajar por mi cuenta. Cómo sobreviví económicamente los dos primeros años sigue siendo un misterio para mí. En un momento dado, comencé a recibir encargos y finalmente obtuve bastantes éxitos aunque todavía era joven. Eran años espléndidos para el fotoperiodismo. Además de Life, estaban Look, Collier’s, The Saturday Evening Post, Time, Coronet y Paris Match. Cuando me encargaban un reportaje, disponía de un espacio de entre ocho y doce páginas. Era muy gratificante en términos tanto creativos como económicos. Uno de los periodistas con quienes colaboré fue Pierre Salinger. Hicimos un reportaje sobre la revolución húngara para Collier’s, que jamás se publicó debido al repentino cierre de la revista. Antes de llegar a Collier’s, Pierre había llevado a cabo una investigación sobre la International Brotherhood of Teamsters, el poderoso sindicato de transportistas. Cuando Robert Bobby Kennedy fue nombrado abogado de la mayoría demócrata en la Comisión del Senado sobre Operaciones Gubernamentales, una de cuyas subcomisiones investigaba prácticas sindicalistas ilegales, yo los presenté. Yo había llamado la atención de Bobby por una curiosa circunstancia. Su papel como abogado principal del grupo demócrata le había conferido cierta fama en Washington, y tres revistas diferentes me encargaron fotografiarlo.

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Página 10: Jacques Lowe tenía 28 años y era ya un fotoperiodista de éxito cuando conoció a John F. Kennedy.

Washington, D. C., 1956 Pese a su aspecto juvenil, Bobby se labró fama de implacable como fiscal cuando era abogado en una comisión del Senado que investigaba la corrupción sindical.

Lyndon Johnson, entonces líder de la mayoría del Senado, lo apodaba Sonny Boy («chaval»). Su relación no hizo sino empeorar.

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Las tres sesiones tuvieron lugar durante la misma semana de 1956. Cuando me presenté para la tercera sesión, Bobby pensó que yo representaba a toda la industria de las revistas y en un acceso de espontaneidad me invitó a cenar a su casa. Nos hicimos amigos y empecé a pasar fines de semana en Hickory Hill, la casa que tenía en la localidad de McLean, Virginia. La casa de Bobby era el paraíso de un fotógrafo: una feliz jaula de grillos, poblada por los cinco hijos que tenía entonces, más un surtido de perros, gatos, patos y burros, y en la que la vida giraba en torno a los partidos de fútbol americano y la piscina. De vez en cuando me acompañaba mi hija Victoria, que se lo pasaba muy bien. «Papá», me dijo después de una de aquellas visitas, «los Kennedy tienen en su casa más galletas y juguetes que las que nosotros compramos en todo un año en Nueva York». Como siempre llevaba la cámara encima, hacía muchas fotos en casa de Bobby, de manera totalmente informal y sin ningún propósito específico. Después de más o menos un año, quise agradecer a Bobby su hospitalidad con un regalo. Repasé todas las fotografías que había tomado en Hickory Hill y seleccioné las mejores. Amplié ciento veinticuatro copias de 11 x 14 pulgadas y se las envié a Bobby. Él se deshizo en agradecimientos y unos días más tarde me preguntó si querría ampliar algunas fotos más. —Vas a reunir muchas fotografías —dije—. ¿Qué vas a hacer con ellas? —Dentro de poco es el cumpleaños de mi padre y quiero regalárselas. Amplié un segundo juego de fotos para Bobby y después de aquello me olvidé completamente de la cuestión del regalo de cumpleaños, hasta que dos meses después recibí la llamada a deshoras de Joe Kennedy. Debo confesar que con John F. Kennedy no tuve muy buena entrada. Este se había presentado a la reelección al Senado y acababa de llegar de un viaje de diez días. Volvía a Hyannis Port para descansar el fin de semana antes de partir de nuevo cinco días más. Lo que menos le apetecía era ver a un fotógrafo y, para más inri, su padre le había avisado de mi presencia esa misma mañana. Kennedy se presentó trajeado, con camisa blanca y corbata, tal y como le había ordenado su padre, aunque prefería vestir de manera más informal, como era costumbre en él. Creo que no lo volví a ver vestido de traje y corbata en Cabo Cod hasta que fue elegido presidente. No diré que se mostrara hosco, pero hizo gala de una gélida cortesía. No me impresionó mucho la figura del senador. Jackie, su mujer, fue mucho más hospitalaria. Me hizo algunas preguntas técnicas sobre fotografía —qué película usar en según qué situaciones, por ejemplo— y se puso, junto con Caroline (que entonces tenía siete meses) a mi completa disposición. Una vez comenzada la sesión fotográfica, la presencia de Caroline ayudó al senador a relajarse un poco. Ese día tomé la primera de mis fotografías de los Kennedy más o menos conocidas; en ella aparece Caroline metiéndose en la boca el collar de perlas de su madre. También hice unos cuantos retratos de John en solitario para carteles de campaña. Tras la sesión, me quedé a comer y también a cenar. Kennedy se mantuvo distante y habló principalmente sobre lo duro que era hacer campaña. Acababa de llegar de Boston. Contó que se hacía difícil en los

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barrios irlandeses porque él no era realmente irlandés. Creo que lo que quería decir es que lo miraban como al hijo adinerado de una familia bien. Yo no entendía por qué Kennedy tenía que trabajar tanto: era el favorito sin paliativos para la reelección por Massachusetts. No tardé en percatarme de que tenía el ojo puesto en la presidencia y para ello necesitaba indefectiblemente arrasar en su estado. Al día siguiente regresé a Nueva York, revelé la película y envié las hojas de contacto junto con mi factura. No había quedado especialmente contento con las imágenes, así que después de un tiempo sin recibir noticias, imaginé que la había pifiado con el trabajo. Tres meses después, a finales de septiembre, recibí otra llamada a medianoche. En esa ocasión era John Kennedy: «Estoy en Nueva York. ¿Podemos vernos esta noche? Me marcho mañana por la mañana». Se alojaba en un edificio de Park Avenue propiedad de su padre. Me vestí y pedí un taxi. Me abrió la puerta del apartamento el mismo Kennedy, en toalla. Acababa de salir de la ducha. Oí chapoteos. Jackie seguía en la bañera. «¿Es Jacques?», gritó. «¡Qué fotos tan bonitas hiciste!». John y yo nos sentamos y él se estuvo disculpando durante un cuarto de hora por su comportamiento en Hyannis Port. Recordó lo distante y poco cortés que se había mostrado y me explicó que se debía al agotamiento y el mal humor tras el viaje. Sacó las hojas de contacto que yo le había enviado. Le parecían extraordinarias, dadas las circunstancias en que se habían tomado. Las esparcimos por el suelo y yo me puse de rodillas para organizarlas. John miraba, de pie, todavía solamente con la toalla. Elegimos varias para distintos propósitos políticos y otra que usó como tarjeta de Navidad familiar. Esa fue la primera vez que JFK me causó buena impresión, gracias a su encanto, sus buenas maneras y su cercanía. Políticamente, yo me consideraba demócrata y partidario de Adlai Stevenson, y veía a John como una especie de senador playboy que no había hecho muchas propuestas de ley y al que se conocía más por haber rondado a una hermosa joven con la que se terminó casando. Sabía que su padre tenía grandes esperanzas puestas en él, pero yo no estaba convencido de que tuviera las ideas muy claras.

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Hickory Hill, 1958 Jacques siempre tenía la cámara lista cuando visitaba Hickory Hill, la casa que Bobby y Ethel tenían en McLean, Virginia. A la pareja le encantaba competir, ya fuera como capitanes de equipos rivales de touch football o montando a caballo. Bobby, no obstante, era también un padre tierno y atento. En esta imagen lo vemos abrazando a su hijo David.

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Años más tarde, Robert Jr. diría: «Jacques fue amigo de nuestra familia, un gran amigo lleno de talento. Siendo yo pequeño, lo recuerdo en casa cuando me despertaba, y en casa seguía cuando nos íbamos a la cama». A la hora de acostarse, eran habituales las peleas en broma con papá y mamá, y también las oraciones.

Jacques retrató en varias ocasiones a la siempre creciente familia de Bobby y Ethel. De izquierda a derecha, los niños Joe II, Bobby Jr., Courtney, David, Kathleen y Michael.

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Hyannis Port, verano de 1958 JFK se mostró reacio a la primera sesión de fotos de Jacques, el verano de 1958, en Hyannis Port, y posó muy rígido. Joe Kennedy, que había preparado la sesión, insistió en que su hijo llevase traje. Joe y su nieta Caroline me regalaron una imagen más cercana.

«Joe Kennedy era un cliente muy duro, aunque encantador si te llevabas bien con él. No me habría gustado nada tenerlo por enemigo». 20

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Después de que Jackie y Caroline se unieran a la sesión de fotos, John se relajó. Fue entonces cuando Jacques consiguió una de sus primeras fotos célebres de los Kennedy: la de Caroline metiéndose en la boca el collar de perlas que llevaba su madre. Para la tarjeta de Navidad, Jackie escogió la fotografía marcada «7 xs», pero pidió a Jacques que sustituyera la imagen de Caroline con la del contacto marcado «2 xs».

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nas semanas más tarde, John Kennedy ganó muy holgadamente las elecciones en Massachusetts y ascendió al estrellato político de la noche a la mañana. Como había planeado, fue incluido en la nómina de aspirantes con posibilidades en las primarias demócratas de 1960 previas a las elecciones presidenciales. Recibí una llamada de Stephen Smith, cuñado de John, que dirigió la primera fase de la campaña antes de que Bobby se involucrara al cien por cien. Stephen me invitó a Washington; nos reunimos en un despacho del edificio de la ESSO en el que disfrutamos de cierto anonimato. Smith me contó que JFK se iba a presentar a las primarias. Me explicó que necesitarían un fotógrafo eventual para cubrir sus actos y me preguntó si me interesaría encargarme. Por supuesto que me interesaba. «¿Cuánto me vas a cobrar?», preguntó. Acordamos ciento cincuenta dólares al día más gastos. Esa fue la única conversación sobre dinero que tuvimos nunca. Mucho antes de que comenzara la campaña de primarias, en la primavera de 1960, John tenía ya un apretado calendario de viajes y mítines. Steve Smith me llamó para preguntarme si podía pasar un par de días en Nebraska. Salí en dirección a la terminal de Butler Aviation del aeropuerto de LaGuardia, donde John, Steve y otros esperaban el vuelo chárter. Despegamos; todo parecía bastante informal e improvisado. Le pregunté a Steve qué tipo de fotografías querían. «¿De acción? ¿Retratos? ¿Para qué las vais a usar?». «Lo que tú decidas», contestó. «Yo solo sé que necesitamos fotos. Tú eres el artista». Envié a Steve hojas de contacto de cada uno de los viajes y una factura. Me pagaron, pero no hicieron gran cosa con las imágenes. El viaje a Nebraska tenía como objetivo que los demócratas de ese estado conociesen a Kennedy. Los discursos de los políticos locales, pronunciados durante una barbacoa, fueron bastante extensos, pero parecía que John impresionaba a la audiencia. Una de las imágenes que capturé ese día terminó convirtiéndose en cartel y se vio por doquier durante la campaña de primarias. Obviamente, en ese tiempo JFK no era conocido en todo el país y algunas de sus apariciones no tuvieron especial éxito. Después de Nebraska viajo a Oregón. Cuando aterrizamos en Portland, solo había tres simpatizantes esperando. En otra ocasión, me reuní con John, Jackie y Steve Smith en una cafetería de un pequeño pueblo de ese mismo estado, solos e inadvertidos. De vez en cuando a John le afectaba esa falta de

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Página 24: embarcando en el Caroline en uno de los primeros viajes de campaña. En lo alto de la escalera está Dave Powers, miembro de la «mafia irlandesa» de John, el grupo de asistentes que se mantuvo a su lado desde la primera vez que se presentó al Congreso y durante toda su presidencia.

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atención. Durante ese mismo viaje, charlé con él a las puertas del local de un sindicato tras dar un mitin a un pequeño grupo de trabajadores portuarios que se habían mostrado algo hostiles. —¿Qué te ha parecido el discurso? —preguntó. —La reacción ante tu candidatura no me ha parecido precisamente abrumadora. —En cualquier caso, esos desgraciados odian a todo el mundo. Uno hace lo que puede, y punto. Con independencia de que la audiencia fuera escasa o poco amigable, John siempre vestía de traje y hablaba de manera directa y clara. Aunque todavía no se sentía del todo cómodo dirigiéndose al público, jamás se mostró complaciente, ni impostó su discurso para hacerlo más popular, ni fue condescendiente con quien le escuchaba. Conectaba con la gente y eso le daba un aire de igualitarista acomodado. Recuerdo que una vez lo entrevistó un locutor y pinchadiscos de un pequeño pueblo de alguna de las dos Dakotas, si no recuerdo mal. Este hizo un comentario despreciativo sobre Charles de Gaulle, a quien JFK admiraba: habría sido fácil dejarlo estar, pero John acababa de leer un capítulo de la biografía del presidente francés y refutó al locutor citando literalmente el libro. John leía a velocidad de vértigo y lo retenía casi todo. También en Washington, entre un viaje y otro, hacía fotos de vez en cuando a John y a Jackie. Tenían una encantadora casa adosada en N Street, en Georgetown. Jackie la había decorado con elegancia, pero sin ostentación. Tampoco era ostentosa su vida social. Solían celebrar muchas cenas con grupos pequeños de amigos y conocidos. Como invitados, preferían los periodistas a los políticos: gente como Walter Lippmann, James Reston o Joe Kraft. Ben Bradlee, entonces jefe de redacción de Newsweek en Washington, era otro de los habituales. Jackie se mostró muy reacia más adelante a enseñar a sus hijos a los medios, pero en esa época era más abierta, aunque siempre fue cauta. Le hice unas cuantas fotos maravillosas jugando con Caroline en su casa de Georgetown. No importaba de qué humor estuviera John: siempre se animaba cuando yo le pedía posar con Caroline. En lo que respecta a la fotografía, John y Jackie a veces me ponían en aprietos. El cometido de mi trabajo era hacer que mis fotos apareciesen en los medios de la manera que más beneficiasen a Kennedy en su carrera a la presidencia. En un momento dado, Vogue pidió a John que posara, lo que según Jackie sería muy positivo. Pero John me dijo: «Que les zurzan. ¿Qué tengo yo que ofrecer a trescientas mil señoras republicanas?». En su lugar, se hizo con las fotografías la revista Modern Screen, que tenía una tirada de cinco millones y medio de ejemplares. Cuando salió el número, Jackie se puso furiosa. Fue John quien dio luz verde, pero yo cargué con las culpas. También tuve un roce con Joe Kennedy, un cliente muy exigente, aunque encantador cuando estaba de buenas. Me pidió que fotografiase la boda de Edward Ted Kennedy con Joan Bennett, celebrada en noviembre de 1958. No me hacía especial ilusión hacer un reportaje de boda y le dije a Joe que no quería hacer ese trabajo y que se lo encargara a otra persona.

No habría muy buenas condiciones para hacer fotografías de calidad con todos esos focos de televisión encendiéndose y apagándose y con los flashes de las demás cámaras. Pero Joe me obligó a darle un precio, así que pedí dos mil dólares, convencido de que se echaría atrás, pero no fue así. La boda fue un circo: televisión, enviados especiales, etcétera, saltando incluso desde detrás del altar. Era difícil conseguir buenas tomas sin que se cruzaran otros fotógrafos. Cuando se encendían los focos de televisión ajustaba la cámara, pero los apagaban de repente sin previo aviso, de manera que muchas fotos quedaron oscuras. Como temí, las imágenes no salieron muy bien. Joe dijo que eran espantosas y se negó a pagarme. —Siento mucho que opines así, pero vamos a dejar una cosa clara. Te dije que no quería hacerlo, que las fotografías no saldrían bien, pero insististe y acordaste pagarme dos mil dólares. Me los debes. Se disculpó, me dijo que llevaba toda la razón y me pagó.

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En septiembre de 1959, el interés por JFK comenzó a crecer. Las multitudes eran mayores y cada vez más periodistas cubrían los eventos de la precampaña de primarias. John había alquilado un avión que llevaba por nombre Caroline. Los viajes eran más largos y frecuentes: empecé a pasar fuera cuatro días a la semana en lugar de dos. Todo seguía siendo bastante informal para los estándares actuales. Nadie se encargaba de la seguridad. Si quedaban asientos libres en el avión, a nadie le importaba si alguien invitaba a un amigo o dos. Durante el viaje a California que hicimos a final de otoño aparecieron los primeros indicios de que Kennedy estaba ganando verdadero impulso. Amenizaron una de sus apariciones Frank Sinatra, Dean Martin y Shirley MacLaine, y el propio John parecía rodeado de un halo de celebridad. En ese mismo viaje, en Mills College, en el norte de California, me di cuenta de que John estaba empezando a conectar de verdad con el público, incluso con los estudiantes, que le hacían preguntas sobre religión que él jamás soslayaba. Aunque yo apoyaba a Stevenson, comencé a darme cuenta de que John había aprendido a hablar no «a» las personas, como hacía aquel, sino «con» las personas.


Omaha, Nebraska, 1959 En su primer viaje de campaña no oficial (a Omaha, Nebraska), John asistió a una barbacoa con los demócratas de la ciudad —senadores del Estado, empleados del partido y granjeros— con cuyo apoyo ya contaba. Incluso entonces, Kennedy y sus asesores hacían peticiones muy específicas a esa clase de simpatizantes. Después, tras el pollo asado y los discursos, John ofreció una rueda de prensa.

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«Una de las imágenes que capturé ese día terminó convirtiéndose en cartel y se vio por doquier durante la campaña de primarias». 30

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A la izquierda, comiendo pollo y conociendo a los demócratas de Omaha en la barbacoa. Aunque John no había desarrollado aún su panoplia de florituras retóricas, sí que prodigaba su característica postura con las manos en los bolsillos de la chaqueta.

«Jamás hablaba con superioridad a su público… Quienes le escuchaban se marchaban a casa en ocasiones animados, a veces indiferentes, pero jamás se les trataba con condescendencia». 32

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Portland, Oregón, 1959 En el periodo de la campaña «encubierta» no se reunían grandes masas para dar la bienvenida al candidato a presidente. En esta imagen, John, Jackie y dos de los integrantes de su equipo son recibidos por un pequeño comité de recepción encabezado por la congresista Edith Green (en el centro).

«John abrió el libro justo por la fotografía de su llegada un día gris de 1959 al aeropuerto de Portland, donde solo lo esperaban tres simpatizantes: “Quizá nadie recuerde ese día. Por eso esta es mi foto favorita”». 34

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Pendleton, Oregón, 1959 Los actos de recaudación locales eran acontecimientos importantes a la hora de recabar apoyos de base. En esos primeros días, Jackie era un gran sostén para John y le ayudaba a mantener el buen ánimo a través de los incontables discursos y cenas.

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John, Jackie y Steve Smith desayunan tras pasar la noche en el motel Lat’Er Buck de la localidad de Pendleton y asistir a la misa del domingo por la mañana. Tal anonimato sería impensable apenas unos meses más tarde.

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