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Jan Vermeer van Delft, El geógrafo, ca. 1669. Óleo sobre lienzo, 51,6 x 45,4 cm. Städel Museum, Frankfurt am Main


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Sumario Eñe. Invierno 2010

12 Diario de Ignacio Echevarría 23 Editorial 28 Autores Cosecha Eñe 2010 36 44 49 55 64 72 81 89 94 101

Horacio Convertini Jon Bilbao Julio Trujillo Marcelo Luján Eduardo Verdú Ferrándiz Fedosy Santaella Gabriel J. Gil Pérez Verónica Martín Ernesto Pérez Castillo Carlos Burgos

p ág i nas salm ó n 115 Jóvenes talentos del relato corto 137 Martin Amis. Preestreno 141 Agenda Ilustraciones de Alberto Corazón


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Aishwarya Rai




Diario de Eñe Ignacio Echevarría Camino de Las Cruces

Martes 26 de octubre En Buenos Aires, adonde he llegado de madrugada desde Barcelona, en un vuelo directo. Me he venido en taxi desde el aeropuerto en compañía de Javier Argüello, con quien coincidí ayer al embarcar en el ruinoso avión de Aerolíneas Argentinas. Qué poco argentino es Javier en su actitud discreta, algo tímida, nada arrogante. Viaje lento, penoso, agotador. Aplausos fervorosos cuando el aterrizaje. Aplausos siempre, con cualquier pretexto: un aterrizaje, un entierro, una canción, lo mismo da. El individuo contemporáneo es, antes que ciudadano, espectador; antes que sociedad, público. Ha sido ha educado para eso. Paseo por la Recoleta, a media mañana. Hace un día espléndido, y es entretenido observar la retórica funeraria del cementerio. A media tarde, resuelvo darme una vuelta por San Telmo. Cansado de callejear, entro en el Café Dórrego, y allí me saluda Flavia Company, que lleva unos meses en la ciudad, embarcada en la escritura, me dice, de ¡una novela en verso! Miércoles 27 de octubre Hoy es en Argentina día de censo nacional, feriado, y Buenos Aires ha amanecido desierta. A primera hora, ha corrido como la pólvora la noticia de que Néstor Kirchner ha muerto. Almuerzo con Damián Tabarovsky y Maximiliano Tomás. Vamos al restaurante de un hotel, a falta de un sitio mejor. Conversación entretenida, con chismes, intercambios de recomendaciones, recuentos

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de la vida editorial, de libros, de amigos comunes. Tanto Damián como Maxi acaban de regresar de Europa, y se los ve contentos y divertidos. De regreso en el hotel, me tumbo un rato a leer. A media tarde llega Iosi Havilio, con el que me he citado. Me gusta mucho la forma que tiene Iosi de hablar de literatura, su instinto, su independencia, su convicción. Le propongo que se venga a cenar conmigo y con Fabián Casas, que ha de venir a recogerme hacia las ocho. Fabián y Iosi no se conocen, pero enseguida hacen buenas migas. Fabián se muestra entusiasmado con Estocolmo, la novela que Iosi acaba de publicar. Fabián es un tipo realmente divertido. Nos lleva a una parrilla estupenda y allí nos cuenta anécdotas de su reciente paso por la Feria del Libro de Frankfurt, de donde regresó horrorizado. Al terminar de cenar nos vamos al Café de La Paz. Nos sirven whisky en unos vasos enormes, de modo que no tardamos en emborracharnos. Conversación muy entretenida sobre la pareja y los hijos. Fabián acaba de tener a su primera hija, Ana, y asegura, medio en broma, que se decidió a ello a consecuencia de una conversación que el año pasado mantuvimos en Quito, donde nos conocimos. Al despedirnos, me regala el volumen de sus Poesías completas, que acaba de publicar. Jueves 28 de octubre En autocar a Rosario. Cuatro horas de trayecto. En el Centro Cultural de España, a la orilla del río Paraná, se va a celebrar, de hoy hasta el sábado, el Primer Encuentro Internacional de Literaturas Americanas doscientos años después de la emancipación política, al que he sido invitado para participar en una mesa en torno al tema «España, centro de legitimación de las literaturas americanas». Interesante charla de inauguración a cargo de Teresa Gramuglio. Converso con Luis Chitarroni, con César Aira, con Edgardo Dobry, con Hortensia Campanella, con Nora Catelli, todos ellos invitados al encuentro. Viernes 29 de octubre Jornada ocupada casi enteramente en asistir a las sucesivas mesas redondas del encuentro. Como viene siendo habitual de un tiempo a esta

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parte, el concepto de mesa redonda, que sugería intercambio y debate de ideas, ha sido usurpado por el de una ronda de conferencias breves, que suelen desbordar ampliamente los veinte minutos convenidos, y que dejan a los asistentes sin apenas resuello para réplicas o preguntas. Si encima, como hoy, se suceden cuatro «mesas redondas» durante la jornada, uno termina reventado. Ayer y hoy, la televisión no deja de emitir en directo, ininterrumpidamente, el desfile de quienes acuden a despedirse de Kirchner. La viuda, rodeada de su séquito, resiste impertérrita el aluvión, durante horas. Saber que las cámaras de televisión los están grabando hace que muchos sobreactúen, conscientes de ser vistos por miles de personas. El espectáculo se va haciendo cada vez más bochornoso. Cunde la desinhibición, y todo se impregna de una ambiente de histeria, inconsecuente con el duelo y el luto. En la mesa dedicada a «Las literaturas nacionales y sus textos fundadores», César Aira lee un texto extraordinario sobre Amalia, de José Mármol. Aira tiene una cabeza portentosa, un pensamiento literario originalísimo y de enorme calado. Termina su conferencia con una desopilante especulación sobre el número de Amalias que pudieron concurrir en la vida de José Mármol, que se inspiró, al parecer, en una Amalia real para escribir su novela. Es una lástima que se resista a reunir y publicar sus textos ensayísticos, pues se podría aprender mucho de ellos. Cena de grupo, en varias mesas. Me siento al lado de Luis Chitarroni y de Martín Caparrós, que acaba de llegar. Nos reímos mucho. Chitarroni es graciosísimo; ya su solo aspecto resulta divertido, pero además tiene una inteligencia aguda y saltarina. Siguiendo una recomendación de Nora, planeo con él escaparnos mañana a Victoria, una pequeña ciudad al otro lado del río Paraná. Caparrós, que la ha visitado, trata de disuadirnos. Sábado 30 de octubre Día primaveral, casi veraniego. Durante el desayuno, Chitarroni y yo nos afirmamos en nuestro propósito de visitar Victoria. Viendo que no

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ha conseguido disuadirnos, Caparrós, en contra de todo pronóstico, se decide a acompañarnos. Tomamos un taxi y atravesamos el amplísimo cauce del río, primero por el largo puente construido no hace mucho y luego por una carretera que atraviesa en línea recta verdes campos encharcados, llenos de ganado pastando, de caballos, de pajarería. Victoria es una pequeña ciudad provinciana que apenas está despertando de su prolongado aislamiento. Paseamos un rato por su calles, y Luis y yo nos asombramos de la frecuencia con que la gente reconoce a Caparrós, lo saluda, lo aborda, lo solicita. La cosa termina siendo motivo de risas entre los tres. Mesa, a primera hora de la tarde, sobre «La crónica, género fundador de un continente», con la participación de Martín Caparrós, Alberto Fuguet y Fabrizio Mejía. Sigue, sin solución de continuidad, la mesa a la que he sido invitado, en la que los tres participantes —Nora Cateli, Luis Chitarroni y yo mismo— coincidimos en impugnar la pretensión de que España legitime nada en lo que a literatura se refiere, y convenimos que su influencia se basa más bien en que actúa como centro distribuidor y por lo tanto homologador del circuito literario. El encuentro se cierra con una buena conferencia de Sergio Ramírez, centrada en la figura de Rubén Darío. Domingo 31 de octubre Regreso a Buenos Aires en autocar. Vuelo desde Buenos Aires a Santiago ya casi de noche, el avión persiguiendo en su recorrido al sol poniente, que al final se oculta incendiando el horizonte. En el aeropuerto me espera mi buen amigo Andrés, a quien encuentro contento y rejuvenecido. Lo abrazo con enorme alegría. Descargo mi equipaje en el hotel Orly, en el que voy a alojarme esta semana, y nos vamos a tomar algo con Matías Rivas, a quien debo esta nueva visita a Chile, la sexta en casi once años. Matías es un tipo realmente portentoso. Tiene una inteligencia acelerada, y me encanta la vehemencia con que habla. Su generosidad sin límites y su complicidad sin reservas chocan en alguien tan inconforme y despotricador. Él y yo

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hemos tejido a la distancia, con muy pocos encuentros efectivos, una amistad muy sólida. Matías me ha traído aquí para persuadirme de escribir un libro sobre Roberto Bolaño y hacerme partícipe de algunos proyectos de las Ediciones Universidad Diego Portales, que dirige con mucho éxito. Lunes 1 de noviembre Tiempo veraniego. Almuerzo en la casa de Andrés, con sus cuatro hijos, en un ambiente familiar muy confortable. Después de comer se presenta Leonardo Sanhueza con Betina, su mujer, y sus dos hijitos. Con él conversamos muy amigablemente hasta bien entrada la tarde. Llego a mi hotel de noche, y quedo con Rafael Gumucio en el Lomit’s. Allí nos encontramos a Pato Fernández, a Andrés Claro y a la mujer de Andrés, los tres cenando en una de las mesas sobre la acera. Nos incorporamos al grupo y terminamos conversando sobre la nueva situación política de Chile, sobre el fracaso de la Concertación, sobre Piñera y el inagotable anecdotario de sus meteduras de pata, sobre la reciente histeria desatada con el asunto de los mineros, sobre el olvido del terremoto, cuyas huellas parecen no pesar en un país que tiene una tasa de cerca de un ocho por cierto de crecimiento anual y que, experto en encubrir las desigualdades, respira prosperidad. Martes 2 de noviembre Reencuentro con Adán Méndez. Almuerzo con Rosario, su compañera desde hace ya un tiempo, y con Morgana Rodríguez. Morgana es pura actividad y simpatía, y me ofrece una ayuda inestimable para avanzar en los preparativos del segundo tomo de las Obras completas de Parra. A Adán no lo había visto desde que me visitó en Barcelona de camino a Chile, después de pasar unos meses en París. Sigue siendo el hombre parsimonioso, sarcástico, noble, cariñoso y escurridizo que tanta simpatía me despierta. Santiago está hermosísima. Se distingue bien clara la cordillera, con todavía nieve en las cimas. La primavera está bien entrada y las mujeres descubren sus brazos, sus piernas, sus escotes, la piel aún no curtida

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por el sol y por eso mismo más desnuda y provocativa, con una casta impudicia como de oveja recién esquilada. Miércoles 3 de noviembre Al mediodía me reúno con Matías, Andrés y Roberto Merino para almorzar. Los tres son viejos amigos, y participo de su conversación inteligente, humorística, resabiada. Merino acaba de publicar Luces de reconocimiento, que reúne sus textos sobre escritores chilenos, todos certeros, sutiles, efectivamente iluminadores. Por la noche, cena en casa de Rosario, de nuevo con Adán y Morgana. Adán prepara una cena espectacular, que regamos con buen vino. Se nos suma Miguel Naranjo, poeta y diseñador de los libros de Tacitas, la editorial de Adán. Jueves 4 de noviembre Amanezco tempranísimo, habiendo dormido muy pocas horas. Trabajo un rato en el borrador de la charla que debo dar el próximo jueves, en la Cátedra Roberto Bolaño, de la Universidad Diego Portales. Almuerzo con María Teresa Cárdenas, de El Mercurio, con la que hacemos planes de nuevas colaboraciones. Voy de librerías por la tarde. Por la noche, me viene a buscar Andrés y nos vamos a cenar al Parrón. Al poco rato se reúnen con nosotros Andrés Claro y Matías. Los cuatro conversamos largamente. Yo me caigo de sueño. Viernes 5 de noviembre Día soleado, veraniego casi. Muy temprano, acudo al programa de radio de Pato Fernández y Rafael Gumucio. Luego voy con Rafael a su casa, a conocer a Beatriz, su hijita de tres años, muy graciosa y guapísima. En la casa está Kristina, que espera una nueva niña. Larga charla con Rafael, siempre inteligente y entretenido. Hablamos del éxito, que tanto le preocupa, como reconoce sin ambages. La

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característica desinhibición de Rafael, su impudicia medular, que no debe confundirse con el exhibicionismo. De ahí se desprende su mayor encanto como persona y como novelista. Al igual que casi todos los escritores que conozco, también él vive evaluando continuamente, a menudo con angustia y con ansiedad, su posición y su valor en el mercado literario. Para seguir conversando, le pido a Rafael que me acompañe a mi hotel, al que debo regresar. El hotel cae muy cerca, y el tiempo veraniego invita a pasear. En la terraza del café que se halla a la entrada del hotel Orly nos encontramos a Germán Marín, que acaba de publicar una nueva novela, Dejar hacer, muy bien recibida por la crítica. Con Rafael mantiene Marín una relación muy divertida; los dos no cesan de lanzarse pullas, con cariñosa crueldad. Hacia la una, me pasa a recoger Matías y vamos a almorzar a un restaurante del centro. Hemos quedado allí con Andrés y con Héctor Soto, a quien Matías me quiere presentar. Héctor Soto pasa por ser el mejor crítico de cine de Chile, y escribe además columnas sobre la actualidad política. Me causa una excelente impresión, que refuerza la entretenida conversación que mantenemos durante la comida, en la que vamos pasando de un tema a otro. En algún momento, hace una interesante observación de cómo el cine va perdiendo poco a poco el papel que antes cumplía como proveedor de relatos compartidos, como tema de conversación común. Hacia las siete voy a la Estación Mapocho, donde se celebra estos días la Feria del Libro. He venido a la presentación de Este libro vale un cadáver, primera novela de Marcelo Lillo, autor hasta el momento de dos libros de relatos (El fumador y Gente que baila sola). Marcelo y yo no nos hemos visto desde 1999, el día en que nos conocimos, cuando él obtuvo el premio Paula, de cuyo jurado formaba yo parte aquel año. Esa fue la razón de mi primer viaje a Chile. Hoy abrazo a un hombre cambiado, empezando por su aspecto de indio, el pelo negro y muy liso recogido en una coleta. El nuevo Lillo tiene un aplomo y una seguridad de la que antes carecía, al menos en apariencia. Pero sigue manifestando una impresionante fe en lo que hace, tiene el fanatismo insobornable de su propia vocación. Lo acompaña Margarita, su mujer, siempre linda y sonriente.

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Sábado 6 de noviembre De nuevo un día radiante. De mañana, Andrés me recoge en el Orly para ir juntos a Tunquén, en la costa del Pacífico. La hermana menor de Andrés, Pla (extraño apócope de Paulina), tiene allí una casita. Nos proponemos pasar en ella el fin de semana. Pla se viene con nosotros. Jornada tranquila, regalona, dedicada a tomar el sol, a leer, a dormitar. Al caer la noche, se reúne con nosotros Dani, una amiga de Pla y de Andrés. Se queda a cenar, y hacemos un asado en el exterior de la casa. Refresca, y para calentarnos armamos una gran hoguera, que chisporrotea y resplandece en la noche de luna nueva, abarrotada de estrellas. Domingo 7 de noviembre En Tunquén, donde amanece muy nublado, con amenaza de lluvia. Hacia mediodía, resolvemos ir a almorzar a Quintay, una bonita caleta que antaño fue estación ballenera. Lástima la lluvia, que lo emborrona todo. Al acabar de comer, me viene a recoger Morgana, para llevarme a Las Cruces. Allí espero encontrarme con Nicanor. La familia de Morgana tiene en Las Cruces una casa maravillosa, construida sobre un saliente rocoso desde el que se divisa el mar por todos lados, como en un barco. Llegamos al caer el sol, que asoma imprevistamente entre los nubarrones grises. Poco después llegan de Santiago Adán y Rosario. Juntos preparamos la cena en la espaciosa cocina. Morgana, como Adán, es una cocinera excelente, y hace un exquisito risotto de cuitlacoche, un hongo negro que le sale a las mazorcas de maíz y que en México es, al parecer, una delicadeza gastronómica. Morgana cuenta una anécdota muy graciosa, atribuida a una «famosa» de la farándula chilena. De vuelta de unas vacaciones en el Caribe, ésta habría respondido al periodista que le preguntaba cómo lo había pasado: «Estupendamente. Todo era demasiado bonito, la gente encantadora y la temperatura del agua perfecta: cero grados, ni frío ni calor». La frase se convierte en leit motiv de la noche.

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Lunes 8 de noviembre A media mañana, Adán y yo vamos a la casa de Nicanor, que ya está avisado de nuestra visita. Nos recibe muy cariñosamente, con sus habituales zalamerías. Esta vez levanta el brazo a la manera fascista y exclama: «Deutschland Über Alles!». Alude así a otra de las proverbiales meteduras de pata del presidente Piñera, quien hace solamente unos días, durante su gira europea, tuvo la ocurrencia de escribir esta frase en el libro de visitas de la Presidencia alemana. La frase forma parte de la letra del viejo himno alemán, censurada después de la Segunda Guerra Mundial por su connotaciones nazis. Piñera tuvo que pedir disculpas por su involuntaria pifia, pero no tardó en cometer una pifia aún más grande: «¡Pero si lo cantábamos en mi colegio!», dijo. En la casa de Nicanor, otra vez, después de casi cuatro años. En su amplia y soleada terraza, desde la que se divisa el océano azotando sin parar la costa de Cartagena, que queda al fondo. Hace un día espléndido. Nicanor, Adán y yo conversamos largo rato allí sentados. Es admirable la manera en que Nicanor y Adán se compenetran. Los dos pertenecen a la misma tribu, emplean el mismo lenguaje, poseen la misma parsimonia viril, la misma sabiduría innata, un idéntico humor lento y zumbón. Nicanor nos habla de su nueva nieta, Julieta, la hija de Colombina, y de cuánto le obsesiona el habla de los niños. Ellos, dice, son los verdaderos antipoetas, pues permanecen completamente al margen del «voluntarismo yoísta». Y recuerda unas palabras que la Lina Paya, otra de sus nietas, le dijo en una ocasión mientras paseaban juntos: «Abuelo, tienes unos ojos muy bonitos y yo te quiero mucho. Entonces, cuando lleguemos a esa esquina, tú me das dinero y yo me compro chocolatinas». A mediodía vamos a almorzar a la casa de Morgana, que ha dispuesto para la ocasión un auténtico banquete. Mientras ella, con Adán y Rosario, ultima los preparativos, yo charlo a solas con Nicanor, que evoca sus años en el Internado Nacional Barrios Arana. Nicanor disfruta mucho la comida. Ya entrada la tarde, regresa a su casa con Adán y Rosario, que deben volver a Santiago. Yo me quedo con Morgana, trabajo en la selección de los artefactos visuales que vamos a reproducir en las Obras completas.

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Al caer la noche, regreso a la casa de Nicanor, donde voy a alojarme. Lo sorprendo escuchando un disco de su hermano Roberto, en el que resuena su voz cazallosa, de borracho, que me recuerda mucho la de Goyeneche ya viejo. Nicanor me cuenta anécdotas de él. Roberto era dipsómano, y se ganaba la vida guitarreando en cabarets y boliches populares. Rosita Avendaño, la mujer que desde hace años se ocupa de la casa de Nicanor, nos llama a cenar. Sopa de verduras y ensalada. Nicanor, como siempre, come con apetito y bebe vino con mesura. Después de la cena, regresamos a la sala de estar, donde seguimos conversando hasta la hora de acostarnos. Martes 9 de noviembre Cuando de buena mañana bajo a la sala de estar, me encuentro a Nicanor ya despierto y activo. Durante el desayuno, me habla de sus clases en el mítico Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. De nuevo hace un día muy soleado, y continuamos nuestra charla en la terraza. Ahora Parra, con uno de sus sombreros calado sobre su cabeza, me habla de los Discursos de sobremesa, de la importancia que les concede como última estación de su trayectoria como poeta. Luego me habla de su familia. De la Clara Sandoval, su madre, que se desgañitó para sacar adelante a sus hijos con la sola herramienta de su máquina de coser. De su padre, de sus hermanos, empezando, cómo no, por Violeta, la Violeta, a la que se refiere siempre con tanto cariño. Todavía da tiempo de que me cuente sobre algunos de sus amoríos, en especial su relación con «la mujer imaginaria», por la que le pregunto. Nicanor recita para mí de memoria, una vez más, «El hombre imaginario», que me emociona de nuevo, no sólo por tratarse de un poema extraordinario, sino por la forma tan particular en que suena en su voz, transida siempre por un hilo de emoción, por infinitas que sean las veces que lo haya repetido. Es todo un espectáculo presenciar la forma en que Nicanor navega por su memoria se diría que intacta y ya casi centenaria sin perder nunca

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el hilo, por mucho que se desplace de un extremo a otro con grandes movimientos digresivos. La voz de Nicanor se suspende algunas veces a la búsqueda del nombre o del dato precisos. Se mesa entonces las mejillas con una mano y mira al horizonte, hasta dar con lo que busca Morgana viene a recogernos en su auto y vamos a San Antonio. Nicanor tiene el capricho de llevarnos a un comedor muy popular en el que solía almorzar su hermano Roberto, que durante muchos años vivió aquí. La comida del lugar resulta ser excelente, y Nicanor es acogido con alegría y respeto. Como siempre que estoy con Nicanor en algún lugar público, se acerca todo tipo de gente a saludarlo. Muchos le preguntan, tímidos o dudosos, si él es... y Parra se adelanta siempre a decir: «Soy el hermano de la Violeta». Va cayendo la tarde. Debo regresar hoy mismo a Santiago. Nicanor ha dicho que va a hacer una siesta, pero, una vez llegados a su casa, continúa hablándonos a Morgana y a mí, encadenando recuerdos, ocurrencias, preguntas. Se nota que quiere retenernos y despliega sus extraordinarias dotes de seducción. Nos enseña objetos de la casa y nos explica su origen o la historia que tienen detrás. Sobre dos sillas enfrentadas, descansa un maleta abierta, destinada a servir de cuna a Julieta, su nieta. Aquí y allá, se ven artefactos más o menos improvisados, algunos ya célebres. Se acerca la hora de partir y Nicanor se decide por fin a acompañarnos a la puerta. Se está haciendo la misma pregunta que nosotros: «¿Nos volveremos a ver?». Su vitalidad, su lucidez, su buena salud invitan a olvidar la edad que tiene, noventa y seis años. Pero está claro que no pierde de vista que en cualquier momento puede morir, y apura las ocasiones en que se siente en buena compañía y puede compartir siquiera un poco del inagotable caudal de su memoria. A la puerta de su casa está aparcado el viejo escarabajo que todavía conduce. Nos abrazamos fuertemente, con promesas por mi parte de que no tardaré en regresar con el segundo volumen de sus Obras completas bajo el brazo. Mientras nos alejamos, nos saluda con el brazo, su figura recortándose a contraluz contra el sol poniente. Luego se da la vuelta y se lo ve desaparecer.

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Editorial

2074 relatos enviados desde treinta y seis países. Más de la mitad han sido textos firmados por autores españoles o residentes en España. El treinta y un por ciento, escritos por mujeres. 381 procedentes de Argentina, que ha vuelto a ser el segundo país con mayor número de participantes. 86 relatos han sido enviados de México. 82 de Colombia. 57 de Cuba… Por quinto año consecutivo, la elección de los ganadores del premio de relato Cosecha Eñe 2010 ha sido una paciente tarea, no exenta de grandes satisfacciones. La buena noticia es que hemos leído magníficos textos, lo cual confirma que el cuento es un género narrativo que goza de estupenda salud en castellano. La mala, si cabe, es que hemos tenido que elegir sólo diez, y de esos diez, a un solo ganador absoluto. Felicitaciones, pues, a Horacio Convertini y también a otros autores con varios libros en su haber, como Jon Bilbao, Julio Trujillo, Marcelo Luján, Ernesto Pérez Castillo y Fedosy Santaella, que, junto a jóvenes talentos como Verónica Martín, Eduardo Verdú, Gabriel J. Gil Pérez y Carlos Burgos, hacen de este número de Eñe una de las mejores ediciones del año. premio del público Si la Cosecha Eñe ha contado este año con un jurado de lujo formado por los escritores Luis Mateo Díez y Rosa Montero, la directora editorial de Alfaguara, Pilar Reyes, y dos representantes de la revista, nuestro flamante Premio del Público (ganado por «Las formas del silencio», relato de Federico Escobar) no se queda atrás, con un dinámico y altamente competitivo jurado compuesto por… todos los lectores internautas de nuestra web www.revistaeñe.com. Por todo esto, sumado al exitoso Festival Eñe Madrid 2010 celebrado en noviembre pasado, estamos de enhorabuena.

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Autores

Martin Amis (Oxford, 1949) es el autor de El libro de Raquel, La información, Perro callejero y la reciente La viuda embarazada (todas en Anagrama), celebrada por la crítica como «su mejor novela en mucho tiempo». En «no ficción», son memorables también Experiencia y La guerra contra el cliché. Jon Bilbao (Ribadesella, Asturias, 1972) es ingeniero de Minas, aunque trabaja como traductor, narrador y guionista de televisión. Es autor de El hermano de las moscas, 3 relatos, Como una historia de terror y Bajo el influjo del cometa (Premio Tigre Juan 2010). Carlos Burgos (Madrid, 1974) es creativo e ilustrador freelance y trabaja para empresas e instituciones como el Instituto Cervantes, Bassat Ogilvy, E-One Lorente y Viacom, entre otras. Ha publicado la novela juvenil El Cañón Tormenta (Abecedario, 2007). Horacio Convertini (Buenos Aires, 1961) es periodista, editor del diario Clarín y escritor. Ha publicado El refuerzo, Los que están afuera y las novelas infantiles La leyenda de Los Invencibles y La noche que salvé al Universo. En la Cosecha Eñe 2008, su relato «El último fósforo» quedó entre los diez finalistas. Alberto Corazón (Madrid, 1942) es pintor, escultor y diseñador, premiado por instituciones como el Arts Director Club de Nueva York y el British Design. En 1989 recibió el Premio Nacional de Diseño. Entre sus libros destacan 30 años de diseño y El hombre que hace letras.

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Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) es editor y crítico literario. Ha impulsado las Obras Completas de clásicos contemporáneos como Canetti, Kafka, Onetti y Nicanor Parra, y ha publicado los libros Trayecto. Un recorrido crítico por la reciente narrativa española y Desvíos. Un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana. Gabriel J. Gil Pérez (La Habana, 1987) estudia Física y es aficionado a la literatura fantástica y de ciencia ficción. Fue finalista del Premio Andrómeda 2009. Pies firmes, pies errantes… es su primera colección de relatos. Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973) es autor de Flores para Irene, En algún cielo, El desvío, La mala espera y Arder en el invierno. Desde 2001 reside en España, donde su obra ha sido galardonada con el Premio de Novela Ciudad de Getafe y el Kutxa Ciudad de San Sebastián, entre otros. Verónica Martín (Segovia, 1975), licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Autónoma de Madrid, es la autora de la colección de relatos Todo es perfecto y ha sido galardonada con varios premios literarios. Ernesto Pérez Castillo (La Habana, 1968) es escritor de cuentos. Bajo la bandera rosa («todos los traumas, obsesiones y despechos que tiene un cubano de hoy») es su libro más reciente. Fedosy Santaella (Puerto Cabello, Venezuela, 1970) es autor de Cuentos de cabecera, El elefante, Postales sub sole, Piedras lunares, Rocanegras y Las peripecias inéditas de Teófilus Jones. Julio Trujillo (Ciudad de México, 1969) es autor de Una sangre, Proa, El perro de Koudelka, Sobrenoche, Bipolar, Pitecántropo y Ex profeso. De 1999 a 2009 fue editor, en México y España, de la revista Letras Libres. Eduardo Verdú Ferrándiz (Madrid, 1974) es periodista, escritor y director de la colección «Contado con sencillez» de la editorial Maeva. Es autor de Equipaje de mano, USA Sub 21. Un joven por Estados Unidos y Adultescentes. Autorretrato de una juventud invisible.

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Eñe Cosecha Eñe 2010

36 Horacio Convertini Uru 44 Jon Bilbao Creía que éramos hombres 49 Julio Trujillo Autorretrato con obesidad 55 Marcelo Luján Verano del 82 64 Eduardo Verdú Ferrándiz Una habitación en el futuro 72 Fedosy Santaella Sandor y los conejos 81 Gabriel J. Gil Pérez La culpa la tiene Menard 89 Verónica Martín Restos en la bañera 94 Ernesto Pérez Castillo Moscú, Masha y la felicidad 101 Carlos Burgos La Criatura Ilustraciones de Alberto Corazón


RELATO GANADOR COSECHA EÑE 2010


Horacio Convertini Uru

De los pibes del barrio, el Uru, y eso que era más bueno que el pan. Estoy hablando de Pompeya, donde tenías que ser guapo, te gustara o no. Vivía a la vuelta de mi casa, en Mom y Luppi, al fondo de un conventillo con gallinero. Morochazo, flaco, pelo de virulana. Su gracia era imitar el caminar de los gallos: ponía el cuerpo rígido, sacaba el culo afuera y andaba moviendo el cogote de atrás hacia delante. Un plato, le juro. Al principio lo cargábamos porque decía «vo» al terminar una frase o porque contaba que había nacido en el Cerro y a todos nos daba risa. ¿Qué cerro podía tener Uruguay si era un país más chato que una sartén? Él no se enojaba nunca, pero a lo mejor por eso hablaba poco: para no caer en la tentación de tener que pelearse con sus amigos por pavadas. La primera vez que se cagó a trompadas a morir ­—esa primera vez que disparó la leyenda que usted viene a buscar— fue en la primaria. Íbamos al Genaro Sisto, de Tilcara, una escuelita de las de antes, en la que se mezclaban el hijo bien del doctor con el hijo reo del botellero. En quinto llegó un pibe nuevo: repetidor, trece años, un mastodonte al que los bigotes le asomaban como cardos. Nos miraba desde arriba con desprecio, igual que se mira a una hormiga dos segundos antes del pisotón. Ceiba se llamaba, venía de Villa Diamante, y, apenas lo vi, enseguida supe que con alguien se la iba a agarrar. Rogué que no fuera conmigo, porque contra él no tenía chances y eso que yo no era ningún nene de mamá. Ceiba eligió al Uru. Por el nombre saltó la cosa. El Uru se llamaba Washington, Washington Maldonado; raro acá, donde todos éramos Rubén, Luis o Juan Carlos, pero —usted sabe— bastante común al otro lado del río. Cada vez que la maestra tomaba lista y llegaba al Uru, Ceiba largaba una risotada o le hacía el eco con voz finita: «Wayintón-tón-tón». Mi amigo,

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selecci贸n 2010


Jon Bilbao Creía que éramos hombres

Entre los dos —él y yo— arrancamos aquel pulpo de su escondrijo entre las rocas. Tentáculo a tentáculo. Entre nubes de tinta. La varilla del arpón lo había atravesado por donde se unían dos extremidades. Si tirábamos con fuerza la carne se desgarraría y perderíamos la presa. Y no queríamos perderla. Era grande. Calculé seis kilos. Quizá siete. Aunque bajo el agua parecía mayor. Todo tentáculos y ventosas. Por el empeño que él ponía en que no escapara, su estimación era similar. En todo el tiempo que llevábamos practicando la pesca submarina nunca habíamos visto un pulpo de tal tamaño. En cuanto sintió la varilla se propulsó a una oquedad entre rocas rugosas, perfecto asidero para él. Dimos un tirón seco para impedírselo. Eso provocó la primera descarga de tinta. El campo ante las gafas de buceo se volvió negro, después verde petróleo. Cuando recuperamos la visión, el pulpo tenía medio cuerpo en la oquedad y un ojo color azufre nos observaba fijamente. Él se acercó y disparó su arpón desde donde era imposible fallar. La punta de la varilla alcanzó al pulpo, y también la roca que había tras él. Hubo un tintineo. La varilla rebotó como un yoyó. Había entrado y salido del pulpo sin dejar marca distinguible ni conseguir que se soltara. No había tiempo para cargar de nuevo el arpón. Además, la punta estaría mellada. Hicimos turnos para respirar. Uno sostenía el arpón que retenía la pieza mientras el otro subía a la superficie, tomaba aire y se lanzaba de nuevo contra el pulpo. No quedaba otra opción que sacarlo de allí con las manos. Los tentáculos se estiraban como chicle. Se lastraba abrazando piedras del fondo. Hubo dos nuevas descargas de tinta, tan densas como la primera. La cuarta y última fue apenas un salivazo.

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EÑE. invierno 2010 COSECHA EÑE 2010 ALBERTO CORAZÓN


Julio Trujillo Autorretrato con obesidad

Solamente pido, no, exijo que, si gano este concurso, no me hagan dar ninguna conferencia en ningún Instituto Cervantes de ningún lugar del mundo. Imposible. Hace dos años que no salgo de mi cuarto, imagínense. Mis travesías se reducen a ir de la cama al baño y de ahí a este sillón (que es un cosmos) al que mi papá le adaptó una tabla plegable que funciona como escritorio. Escribo mi vida como un cuento, ¿por qué no? Un cuento de terror, tal vez, aunque he conseguido eliminar cualquier dramatismo de la idea que tengo sobre mí. ¿Para qué agregar nada a la crónica de mi propia destrucción? Y ni siquiera sé si es destrucción o un simple, anodino dejarse ir, soltar las riendas del organismo y contemplar su desarrollo sin la interferencia de mi voluntad. Ya se lo estarán imaginando: soy gorda, más que gorda, creo que he alcanzado el non plus ultra de la obesidad (también soy culta, como lo habrán notado por mi uso del latinajo). Diré de una vez mi peso, para qué hacerles esperar: 223 kilos. No es ningún récord, lo sé, pero créanme si les digo que no hay más gordura que ésta, que ya no puedo expandirme más, que hace años dejé de ver mi ombligo y que entre mis pliegues hay ya laceraciones y un comienzo de putrefacción. Espero que se den cuenta que no digo nada de esto con una especie de grotesco orgullo. Tampoco pena: son datos duros y ya. Datos duros, veamos. Nunca fui flaca, pero tampoco particularmente gorda. Supongo que mi historia es la de un cuerpo que, simple y sencillamente, nunca ha dejado de crecer, sin prisa ni drama, sólo acumulando grasa como el avaro acumula monedas (gran símil). Soy hija única y mi papá enviudó cuando yo tenía diez años. No hay primos ni nada: sólo nos tenemos él y yo, o más bien yo lo tengo a él para resolver mis pocos problemas. De verdad, la vida de una gorda resignada, inmune al dolor y al histrionismo (qué palabra), es bastante sencilla y no

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Marcelo Luján Verano del 82

i. El bebé se mete arena en la boca: hace como si masticara moviendo apenas las encías, lentamente, frunciendo la redondez de su carita de bebé escondida bajo una gorra de visera. Nunca pronunció palabra en sus ocho meses de vida pero esta tarde se estrenará. Mientras tanto, tiene la mirada entretenida en algo que un adulto ha olvidado para siempre y el almidón de los pañales le limita los movimientos, que son rudimentarios y hasta mecánicos. Es blanco y muy rubio pero de mayor perderá fulgor y terminará asemejándose al padre. Por lo pronto, no puede reconocer su destino. No. Y tal vez cuando lo haga no podrá cambiarlo. Sí: está sentado bajo la sombrilla, casi pegado a la tumbona de la madre. El sol aún no alcanza a darle de lleno aunque medio brazo y media piernita estén fuera del círculo de sombra. ii. Sonia toma el sol boca abajo, cocinándose sobre la tumbona de lona que es verde y de alquiler. Tiene el pelo recogido y de tanto en tanto cambia de posición la cabeza o mueve los brazos o se rasca con la uña del pulgar las gotitas de sudor que le bajan por la espalda. Aunque lo parezca, no está dormida: juega a reconocer las voces que pasan como moscas por sus oídos. Cuando abre los ojos y mira para acá, ve al bebé: cerca, el palo de la sombrilla: cerca, Lucio en la otra tumbona, sentado y leyendo el periódico y escrutando también a las señoritas que regresan mojadas y saladas y con la parte inferior del bañador metido hasta no se sabe dónde. Entonces Sonia mira para allá: es un segundo, tal vez menos, y sus ojos se van apagando y en las retinas sobrevive el recuerdo del gentío y de los colores alborotados: del horizonte cayendo en aquel lejano acantilado, mucho más

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Eduardo Verdú Ferrándiz Una habitación en el futuro

Las campanadas de Christ Church rodaron por los campos y los cielos. La tarde de julio se desvanecía en un vapor a ras de hierba, violeta y gris. El sol derrotado derramaba su yema sobre las agujas de las iglesias y los patios cuadrados, milenarios y silenciosos. Chicos surcaban el empedrado irregular de las calles en bicicletas de acero; una chica rubia salió corriendo por un callejón para entrar presurosa en otra puerta unos metros más abajo. Daniel se aflojó la corbata al llegar al cruce de Carfax; la avenida comercial había cerrado sus puertas. Parejas de turistas caminaban de la mano en dirección a la cabeza del río, muchachos ociosos reían anidados en bancos de madera. Preguntó por el hotel Randolph. Oxford ya no era aquella ciudad nevada y plana, de dos dimensiones, que le había descrito Marco en sus cartas. Quizá el lugar había cambiado, quizá Marco y, sin duda, él. Aquellos sobres le llegaron dos años atrás, sellados con pulcritud y preñados de folios con el membrete del Exeter College, surcados por la caligrafía de mar en calma de su hijo de dieciocho años. El hotel se erguía magnífico como una catedral, engalanado de banderas y gárgolas, manchado por las sombras del tiempo. Daniel prefirió caminar hasta el Randolph desde el centro de la ciudad donde se apeó del taxi proveniente de Londres. Quiso pasear por las calles de las cartas de Marco, imaginarlo sobre las bicis que lo adelantaban, tomando café o leyendo en las terrazas de los pubs. Había transcurrido ya un año y medio desde que su hijo dejó de escribirle y de contestar a sus llamadas. Daniel se prometió durante todo ese tiempo acudir a Oxford, hablar con él, intentar rescatar su relación, darle explicaciones, excusas, pedir, a lo mejor, perdón. Pero nunca halló el tiempo. El trabajo en Boston, los viajes,

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Fedosy Santaella Sandor y los conejos

Hace poco menos de tres meses estuve en Las Vegas. Por circunstancias de la vida, y gracias a los contactos que nunca faltan, la revista Letras Libres me solicitó que cubriera el premio anual de la avn (Adult Video News) para un número especial sobre «Carne y Literatura». Yo acepté encantado, no era para menos. Antes de partir le comuniqué la buena nueva a mi amigo Daniel Centeno. Daniel, insigne lector, hizo de inmediato un escaneo a su amplio repertorio de libros devorados y comentó que yo tenía todo un reto por delante. «¿Un reto?», indagué. «Sí, bróder», respondió él con la voz ralentí que lo caracteriza. «Ya David Foster Wallace escribió una crónica sobre esa vaina. La puedes encontrar en Hablemos de langostas, en la colección Debolsillo de Random House.» Daniel me daba aquella noticia con toda su calma, con todo su ligero desparpajo, y yo no hice más que decir: «Bueno, ya veremos». En cuanto pude, conseguí el libro en cuestión. En efecto, allí estaba, abriendo el muestrario, un texto llamado «Gran hijo rojo»: 59 envidiables páginas sobre el premio avn. Así que llegué a Las Vegas perseguido por el fantasma (el verdadero, podría ser) de Foster Wallace. Me provocaba ir tras sus pasos y darme una ahorcadita, de hotel, en este caso, tipo Michael Hutchence. Pero incapaz de matarme a propósito o por masturbatorio accidente, me emborraché a solas en la habitación y después salí a dar vueltas por el hotel. Muy Hunter Thompson yo, todo gonzo y tal. Ni siquiera me animé a acercarme al galpón de las distribuidoras de películas y productos sexuales. El muy sabihondo de Centeno me había echado a perder mis pequeños días de gloria, mis encuentros con las actrices porno, mis compras de películas, revistas y software, y sobre todo, mi trabajo para Letras Libres.

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EÑE. invierno 2010 COSECHA EÑE 2010 ALBERTO CORAZÓN


Gabriel J. Gil Pérez La culpa la tiene Menard

En la hora de angustia y de luz vaga, en su Golem los ojos detenía. ¿Quién nos dirá las cosas que sentía Dios, al mirar a su rabino en Praga? «el golem», j. l. b. A Raúl Aguiar por recordarme a «Pierre Menard, autor del Quijote».

Borges 1 resultó defectuoso. No conocía las lenguas nórdicas ni tenía memoria de haber leído a ningún estructuralista ruso. Borges 2 supo y recordó estas cosas pero no tenía miedo a los espejos y desdeñaba de la filosofía. Borges 3 tuvo el miedo y la erudición del bibliotecario pero nunca le gustaron las milongas ni los gauchos. Al Borges 4 no le gustaba escribir, padecía una ceguera psicosomática y tenía un gusto casi fetichista por los escritos de Bertrand Russell. El Borges 5 despreciaba las sandeces de Coleridge y consumía mucho más a Chesterton. Ninguno salió como yo esperaba. Había preparado un buen duplicado del adn original, y construido una rutina mnemónica que le indujese al cíbrido la vida del escritor argentino. Había monitorizado en detalle la clonación y la habilitación del diseño neural basado en la vida, los escritos y los restos mortales del antiguo Borges. Sin embargo, fallaba una y otra vez. La tarea resultaba muy complicada. No era Borges quien venía a la realidad sino un Golem sin ninguna singularidad o simplemente deficiente. Nada que pudiese aceptar el departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Cambridge.

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Verónica Martín Restos en la bañera

La mañana en que fui a buscar el cadáver de mi padre acababa de firmar el primer contrato con una empresa de informática para el mantenimiento de todas sus máquinas de aire acondicionado. El primer logro de mi recién creada empresa, un acontecimiento que a punto había estado de creer que nunca ocurriría. Cuando salí del despacho de aquellas oficinas, con la carpeta sujeta por la axila, apretada contra mis costillas, pensé que la bobada esa que decía todo el mundo de que los niños vienen con un pan debajo del brazo era cierta, porque el médico le había confirmado a mi chica la semana anterior que sí, que estaba embarazada. Estaba contento, pletórico diría más bien, me sentía flotar. Caminaba ligero por el pasillo de la empresa, observando las maquinitas que expulsaban ráfagas de aire fresco en esa mañana de finales de julio. La señorita de recepción me entregó el casco y la cazadora que le había dejado a la entrada y, al despedirme, sonrió y dijo: —Hace un calor terrible afuera, un día estupendo para ir en moto. Sonreí cuando se abrieron las puertas de cristal y una bofetada ardiente me golpeó la cara. «Un calor de la hostia», murmuré. Estaba feliz. Quería contárselo a Aurora, llamarla enseguida para que supiera la gran noticia. Bajé las escaleras hacia el aparcamiento pensando que tendría que contratar a alguien, tal vez a algún chaval que acabara de terminar la fp y no le importara ganar poca pasta al principio. En esas andaba, cuando sonó el móvil. Vi el nombre «Mamá» parpadeando en la pantalla. Había tenido suerte: iba a ser la primera en enterarse y esa exclusividad les encanta a las madres. —¿Qué tal? ¿Cómo lo estáis pasando? —pregunté—. ¿Y mi sobrinito, da mucha guerra?

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Ernesto Pérez Castillo Moscú, Masha y la felicidad

Moscú. Maskva. La ciudad helada que nos recibió, a regañadientes, en el otoño del ochenta y nueve. La gente ocupada en sí misma, el periódico Pravda que por fin comenzaba a contar la verdad: para ellos, los tres estudiantes cubanos que arribamos a iniciar estudios de Arte Dramático apenas existimos. Ésa fue nuestra suerte y nuestro capital. Tanto no existíamos, que no molestábamos, no ocupábamos espacio alguno, y nos dejaban ser y hacer, porque nos ignoraban. Allí estábamos, ese siete de noviembre, en medio de la nieve de la Plaza Roja, tiritando bajo nuestros grises paltós, tratando de parecer alegres en la foto que nos íbamos a tomar. El Mausoleo de Lenin al fondo del encuadre y, al otro lado de la cámara, Masha, empeñada en que ése fuera un día muy feliz. Llevábamos una semana en la ciudad, tras un año desperdiciado en La Habana en el aprendizaje de un idioma del cual nunca llegamos a servirnos ni bien ni mal. La noche anterior, en la segunda botella de vodka sin naranja, decidimos renunciar. Éramos los bichos raros del Instituto de Arte de Moscú. Los otros estudiantes nos miraban pasar y ni siquiera sentíamos curiosidad en sus miradas. Ni burla. Ni nada. Nadie sabía quiénes éramos, qué hacíamos allí, ni cómo habíamos llegado, ni les importaba para qué. Con resignación, nos entregaron la llave del cuarto 216, que no tenía baño, con camas sólo para dos, sin calefacción, el doble cristal de la única ventana lleno de garabatos en inglés, y de cuyo techo pendía una bombilla de cuarenta watts, fundida. Pedimos otra cama y una bombilla nueva, y anotaron nuestro pedido al final de una larga lista de solicitudes, de varias páginas. Salimos

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Carlos Burgos La Criatura

No empecé a tener problemas con mi novia hasta que conocí a su perro. Una especie de mutación mimada, estúpida y caprichosa, con ladrido de alfiler. La Criatura —ése fue el nombre que le puse— ladraba por cualquier estupidez mientras desayunábamos, hasta que se salía con la suya: joder mi desayuno-ritual con cereales. Como colofón, mi novia le permitía lamer su boca, diciéndole: «Sí, cariño, besitos, besitos a mamá». Cuando era frecuente que minutos antes se hubiese estado lamiendo su esfínter perruno. El resto de La Criatura debía ser —según le dijo a mi novia el veterinario— una mutación híbrida de pincher con chihuahua; popurrí genético que le otorgaba un aspecto repulsivo: párpados a punto de escupir el globo, cuello excesivamente largo —de entrometido—, aspecto enclenque y cabeza de morro cerdil rematada por orejas de conejo. Cuando alguien le preguntaba por la raza de La Criatura, mi novia, que detestaba confesar que le habían estafado, aseguraba que era un katori japonés; raza que, afortunadamente para la dignidad de los cánidos, no existe. No supe de su existencia hasta que nos fuimos a vivir juntos y, claro, La Criatura vino en el lote. Desde el primer día convivir con eso fue insufrible; todo se disponía por y para su conveniencia. Para colmo, esa noche se emperró en dormir entre ambos, porque, según mi novia, se celaba: «Eso no es bueno para un katori japonés». Hiciera bueno o mal tiempo, padecía la humillación de sacarlo a pasear, al menos una vez. Lo que conllevaba recoger sus excrementos; aunque a veces, si esperaba lo suficiente, se los comía él solito con fruición. Entonces le felicitaba concienzudamente para reforzar el hábito, deseando que en una de sus ingestas estirase la pata en pleno proceso de reciclado.

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Comité de selección del Premio Cosecha Eñe 2010

Eñe. Revista para leer quiere agradecer a los organizadores y estudiantes del Máster de Edición Universidad Autónoma de Madrid-Edelvives y del Máster en Edición de Santillana Formación (entonces asociado a la Universidad de Salamanca) por haber colaborado en la lectura de los originales del premio Cosecha Eñe 2010. En ambos casos, se trató de la primera criba del certamen, basada en una doble lectura de cada uno de los 2047 relatos recibidos, a los que cada lector —uno de cada centro de estudios, sin conocerse ni tener contacto entre sí— le asignó una puntuación estándar. Los lectores del Máster de Edición Universidad Auntónoma de MadridEdelvives que participaron en esa selección, en orden alfabético, fueron: David Baz, Cristian Cámara, Sara Cano, Susana Delgado, Maite Díaz, Leticia Domínguez, Elisabeth Falomir, Esther Lema, Sandra Martín, Cristina Martínez, Virginia Mesa, Tamara Nieto, Ana O’Donnell, Beatriz Rodrigo, Paloma Rodríguez, Natalia Talavera, Esther Vaquero y Álvaro Vázquez. Por su parte, los lectores del Máster en Edición de Santillana Formación, también en orden alfabético, fueron: Mónica Álvarez Domínguez, Marta Barrio García-Agulló, Sara Campos Miranda, María Cobo-Reyes, Simone Dallas, Cristina Franco Andrés, Victoria García Lucas, Paula González de la Peña Gil, Pablo Lobato Villagrá, Alba Marañón, Laura Mateo Gago, Julia Organista Izquierdo, Eva Ortiz Mainar, Alba Ramírez Roeznillo, Patricia San José, Rubén Sánchez Rodríguez, Blanca Sotos y Nancy Triana Rodríguez. Los relatos que obtuvieron las mejores puntuaciones fueron validados en una segunda criba en la que participaron los escritores Jorge Eduardo Benavides y Lara Moreno, además de dos representantes de Eñe. Finalmente, el jurado de la Cosecha Eñe 2010 estuvo formado por los escritores Luis Mateo Díez y Rosa Montero, la directora editorial de Alfaguara, Pilar Reyes, y, por la revista, Camino Brasa y Toño Angulo Daneri. A todos ellos, nuevamente, muchas gracias.

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COSECHA EÑE 2011 Eñe. REVISTA PARA LEER VUELVE A CONVOCAR A LOS MEJORES ESCRITORES DE RELATOS EN ESPAÑOL

2010 fue el año de Horacio Convertini, Jon Bilbao, Carlos Burgos, Gabriel J. Gil Pérez, Marcelo Luján, Verónica Martín, Ernesto Pérez Castillo, Fedosy Santaella, Julio Trujillo y Eduardo Verdú Ferrándiz. El 2011 puede ser tuyo.

Por sexto año consecutivo, y después del rotundo éxito de la anterior convocatoria, Eñe volverá a reunir la mejor cosecha de escritores del momento, sin distinción de nacionalidad, edad ni trayectoria. El premio está abierto tanto a escritores inéditos como consagrados. El resultado compondrá la revista de invierno de 2011, el mejor escaparate de la literatura breve actual. Cosecha Eñe asegura su calidad con un jurado de prestigio formado por escritores y especialistas.

Consulta las bases completas en www.revistaeñe.com El plazo de presentación finaliza el 1 de abril de 2011.

La Fábrica Editorial Verónica, 13 28014 Madrid. España www.revistaparaleer.com www.revistaeñe.com info@revistaparaleer.com


Festival Eñe

Círculo de Bellas Artes, Madrid. 12 y 13 de noviembre, 2010

MUCHAS GRACIAS A LOS PATROCINADORES

A LOS SOCIOS PROTECTORES

HOTEL OFICIAL DEL FESTIVAL

A LOS SOCIOS COLABORADORES

A LOS PROVEEDORES OFICIALES

A LOS MEDIOS E INSTITUCIONES ASOCIADAS

Y A LOS 126 AUTORES Y LOS 7.200 LECTORES QUE HAN DISFRUTADO EL FESTIVAL. GRACIAS A TODOS. GRACIAS A TI


2011 Festival Eñe América Lima, Perú En colaboración con el Centro Cultural de España 13 a 16 de abril de 2011 Festival Eñe Círculo de Bellas Artes Madrid 11 y 12 de noviembre de 2011

www.revistaeñe.com


minerva 15 REVISTA CUATRIMESTRAL DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES www.revistaminer va.com

suscripción anual (tres números) España 40 € • Europa 60 € • América Latina 70 €

JOSÉ EMILIO PACHECO • MOHOLY-NAGI LANZMANN • TIQQUN • MIJALÍS GANÁS YORGOS GOTIS • CAROLEE SCHNEEMAN JOSEPH RYKWERT • TERRY EAGLETON MIGUEL ABENSOUR • ANTONI DOMÈNECH E L O Í S A O T E RO • J O S É - M I G U E L U L L Á N DANIEL RAVENTÓS • DEVENDRA BANHART

EDICIONES DEL CÍRCULO DE BELLAS ARTES FREDRIC JAMESON El realismo y la novela providencial

VV. AA. La fragilización de las relaciones sociales

JEAN BAUDRILLARD La agonía del poder

JULIÁN JIMÉNEZ HEFFERNAN (ed.) Tentativas sobre Beckett

PETER GOWAN et al. Buscando imágenes para Europa DONALD KUSPIT (ed.) Arte digital y videoarte FÉLIX DUQUE ¿Hacia la paz perpetua o hacia el terrorismo perpetuo? RÜDIGER SAFRANSKI Heidegger y el comenzar MARIANO MARESCA (ed.) Visiones de Pasolini VV. AA. El yo fracturado. Don Quijote y las figuras del Barroco ROBERT CASTEL et al. Pensar y resistir ROGER CHARTIER (ed.) ¿Qué es un texto?

SERGE FAUCHEREAU (ed.) En torno al Art Brut VV. AA. Arquitectura y ciudad. La tradición moderna entre la continuidad y la ruptura JORDI DOCE (ed.) Poesía en traducción PIERRE KLOSSOWSKI Cartas a Betty / Lettres à Betty FÉLIX DUQUE (ed.) Heidegger. Sendas que vienen SLAVOJ ZIZEK et al. Arte, ideología y capitalismo VV. AA. Imagen y palabra

JORGE ALEMÁN (ed.) Lo Real de Freud

MIGUEL CASADO (ed.) Mecánica del vuelo. En torno a Aníbal Núñez

VINCENZO VITIELLO Borges. Memoria y lenguaje

JOSÉ ÁNGEL VALENTE Palabra y materia

PHILIPPE JACCOTTET Cantos de abajo HENRI MICHAUX Ideogramas en China / Captar / Mediante trazos JOSÉ MANUEL CUESTA ABAD )clausuras( de Pierre Klossowski ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA Una lectura ANTONIO GAMONEDA La campana de la nieve / Escritura y alquimia PATXI LANCEROS Y FCO. DÍEZ DE VELASCO (eds.) Religión y violencia ALLEN GINSBERG Madrid 1993

IGOR SÁDABA (ed.) Dominio abierto. Conocimiento libre y cooperación VV. AA. Los otros entre nosotros. Alteridad e inmigración FÉLIX DUQUE [ed.] Poe. La mala conciencia de la modernidad JUAN BARJA Y JORGE PÉREZ DE TUDELA (eds.) Dante. La obra total JUAN CALATRAVA (ed.) Doblando el Ángulo Recto. 7 ensayos en torno a Le Corbusier JAVIER ARNALDO [ed.] Goethe. Naturaleza, arte, verdad

LUIS DE PABLO A contratiempo

FÉLIX DUQUE [ed.] Hegel. La Odisea del Espíritu

LAS NOCHES BÁRBARAS III Tercera fiesta de músicos de la calle

JEAN STAROBINSKI El almuerzo campestre y el pacto social

SANTIAGO ÁLVAREZ CANTALAPIEDRA Y ÓSCAR CARPINTERO (eds.) Economía ecológica: reflexiones y perspectivas

JOSÉ-MIGUEL ULLÁN Lámparas JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD Prefiguraciones


Premio Coca-Cola 50a edición

JÓVENES TALENTOS DEL RELATO CORTO

Eñe. Revista para leer publica los seis mejores relatos de la 50a edición del Concurso Coca-Cola Jóvenes Talentos. Premio de Relato Corto, una aventura literaria que desde 1961 organiza Coca-Cola España con la ilusión de fomentar el uso de la escritura y la pasión por lectura entre los jóvenes de nuestro país. En un año tan especial como éste, en el que el concurso literario escolar más longevo de nuestras aulas celebra su 50o aniversario, el reto para los participantes consistió en escribir un relato de temática libre a partir de un estímulo narrativo que hiciera volar su imaginación. Más de once mil chicos y chicas de toda España comenzaron sus historias con una de las siguientes frases de la literatura universal: «Un día, después de un sueño inquieto, se despertó convertido en…», cita inspirada en La metamorfosis, de Franz Kafka; y «El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil», enunciado tomado de La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa. El resto de la redacción llegó a golpe de fantasía, destreza, sensibilidad, ensueño y ortografía. Un jurado de especialistas integrado por reconocidos escritores y docentes seleccionó a los diecisiete finalistas estatales del concurso, uno por cada comunidad autónoma, que tuvieron la oportunidad de descubrir en el mes de junio los secretos y misterios de la ciudad de Berlín, uno de los enclaves

más cosmopolitas de Europa. Los seis primeros clasificados de esta joven cantera de escritores asistieron, asimismo, a un curso de escritura creativa en la Escuela de Letras de Madrid, donde recibieron clases magistrales de autoras como Elvira Lindo y Rosa Gil con el fin de mejorar sus relatos, que ahora son publicados en Eñe. Te invitamos a disfrutar con la lectura de estas historias que reflejan el latido de una generación y, por qué no, a seguir la pista de sus jóvenes autores. Los seis relatos seleccionados son: 1er clasificado: Aurial, el ángel de los libros, de Sara Castaño Díaz. 2o clasificado: Cárcel blanca, de Marina Marquín Hierro. 3er clasificado: El atardecer en el jardín, de Francisco Javier Puchol Rodrigo. 4o clasificado: Un refugio en el jardín, de Julia García Felipe. 5o clasificado: El juego de la metamorfosis, de María Pomares Aragunde. 6o clasificado: La misión del comillo, de Teresa Huertas Roldán.

Ilustraciones de Miguel Sánchez Lindo Más información en www.cocacola.es/ concursojovenestalentos



Ganadora

Aurial, el ángel de los libros Sara Castaño Díaz

«El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil», leyó Aurial. Sujetaba el libro entre sus manos con delicadeza, como si estuviese hecho con pan de oro. Pasaba las hojas con movimientos gráciles de sus finos dedos y su voz articulaba las palabras como si de una canción se tratase. Las frases resonaban en la estancia dejando un suave eco, que rebotaba en las paredes de la cúpula. Cerró el libro y desplegó sus blancas alas, de plumas brillantes cual marfil, con un sutil movimiento. Su túnica violeta se agitó con el viento provocado al elevarse. Llegó hasta una estantería en lo alto de la cúpula, en la cual se podía ver el hueco del libro, y lo colocó entre los demás. Sus ojos recorrieron la enorme biblioteca en busca de algo nuevo que leer. Las paredes del lugar, hechas de un material más puro y blanco que cualquier mineral, se encontraban recubiertas por completo de estanterías que se elevaban hasta lo más alto de la cúpula. Allí había una estancia de cristal que rodeaba las paredes formando un corredor. Este espacio albergaba cientos de cuadernos con sus respectivas plumas. Todos tenían diferente aspecto, pero con algo en común: sus hojas estaban grisáceas y sus plumas yacían inertes sobre ellas. Aurial se acercó, sobrevolando los miles y miles de libros hasta el corredor de cristal. Su rostro mostró una expresión entristecida al ver la tinta seca y resquebrajada de las plumas y el color apagado de las hojas de los cuadernos. Añoraba los años en los que una pluma se erguía sobre el papel de hojas luminosas y comenzaba a escribir una nueva e intrigante historia para que ella la leyese. En aquella biblioteca estaban guardados todos los libros que los humanos habían escrito, y ella había visto el comienzo y la evolución de todos y cada uno de ellos. Pero hacía mucho que nadie escribía un libro, y ella temía que a los humanos se les hubiera acabado la inspiración. Antiguamente, cuando alguien tenía una nueva idea, las hojas de uno de los cuadernos se iluminaban, llamando a la pequeña ángel e invitándola a leer; y cuando alguien comenzaba a escribir, la pluma se detenía en el comienzo de la hoja y dibujaba las palabras con su trazo fino y negro. Ver cientos de cuadernos de hojas como el sol escribiendo a la vez era un espectáculo maravilloso. 117


Eñe. Cosecha EÑE 2010

Aurial disfrutaba leyendo aquellas historias, y se entristecía cuando el humano que las escribía tenía que dejarlo para otro momento, porque tenía que dormir. Aurial no dormía, y al principio no le gustaba que los humanos cortasen su inspiración para descansar, pero pronto descubrió que ellos también se inspiraban mientras dormían. Mientras soñaban. Los sueños no se archivaban de la misma forma que los libros, pero también se guardaban en aquella biblioteca. En el extremo opuesto al corredor, en el suelo, había un pequeño mueble con forma de estrella de once puntas. Era mitad blanco y mitad negro. Tenía dos cajones cerrados con llave. En el cajón blanco había sueños de todos los tipos: caóticos, hermosos, realistas, extraños… En el cajón negro, por el contrario, había otro tipo de sueños, a los que los humanos llamaban pesadillas, y les daban miedo. Aurial no lo entendía. A ella le gustaban los dos tipos de sueño. Todos eran diferentes e interesantes. No comprendía por qué a los humanos les provocaban esas sensaciones las pesadillas. Cuando no había nada nuevo que leer, Aurial cogía su llave de los sueños, decorada con filigranas y llena de engranajes, y abría los cajones para que las imágenes flotasen por la estancia. Le divertía ver los sueños, porque le ayudaban a comprender a los humanos. Al fin y al cabo, no eran tan diferentes. Desvió la vista del cuaderno y descendió haciendo espirales hasta el mueble de sueños. Sacó la llave y abrió los cajones, pero su expresión no mejoró. Los sueños que tenían ahora los humanos eran tristes y grises; y muy aburridos. Aurial no comprendía. ¿Qué les pasaba a los humanos? No soñaban igual que antes, y ni siquiera escribían. ¿Qué estaba mal? ¿Qué ocurría? Ella era el espíritu de los libros, de los sueños, de la imaginación… y se estaba muriendo. Una pluma se desprendió de sus alas. Brillaba con luz propia, como hecha con un rayo de luna que se filtraba por las ventanas. Aurial observó su lenta caída hasta el suelo, y su rostro se iluminó. Era una idea descabellada. La única regla que siempre había tenido el ángel era no interferir, y, por tanto, no tocar los cuadernos. Sería como firmar su propia sentencia, y desconocía las consecuencias, pero debía hacerlo. 118


JÓVENES TALENTOS DEL RELATO CORTO

Cogió su pluma y voló de nuevo hasta lo alto de la biblioteca. Se colocó junto al corredor de cristal y por su cara cruzó una expresión de duda, pero se disipó con una sola mirada a las grisáceas hojas de los cuadernos. Tomó impulso y se lanzó sin miedo contra la transparente superficie, que se rompió en mil esquirlas punzantes que se precipitaron hacia el suelo. Aurial cogió uno de los cuadernos y descendió hasta posarse junto al mueble estrellado. Se sentó, pluma en mano, con un grácil movimiento, dispuesta a escribir. Las hojas del cuaderno se iluminaron, con ese brillo tan especial, pero Aurial se detuvo. ¿Y la tinta? ¿Cómo iba a escribir sin tinta? Entonces, en la hoja ahora blanca del cuaderno apareció una mancha roja, y otra, y otra más. Aurial no supo de dónde salían hasta que se miró la mano, y luego el brazo, y el resto de su cuerpo. Estaba sangrando, llena de cortes y magulladuras. Sus alas se había teñido de rojo intenso y todo su cuerpo estaba goteando. Aún tenía trozos del cristal clavados en su piel. Pero no le dolía. Ni siquiera lo sentía. Cogió de nuevo su pluma y la empapó de su propia sangre y comenzó a escribir. Las hojas brillaban más intensamente que nunca y las letras escarlata de trazo fino y delicado surcaron el papel. Aurial escribió con su propia sangre su propia historia. Ya no le importaba morir, puesto que tampoco vivía si no había historias que contar. Estuvo varios días seguidos escribiendo, y cuando terminó, metió el cuaderno en el mueble de los sueños, entre los dos cajones. Así los humanos soñarían con su historia y, tal vez, quién sabe, alguien volvería a inspirarse y la escribiría. Cerró los ojos y, aún con la pluma en la mano, se durmió por primera vez… y última.

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Cárcel blanca

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Marina Marquín Hierro

Un día, después de un sueño inquieto, se despertó convertido en una pequeña lechuza de ojos amarillos. Giró la cabeza hasta casi verse la espalda. Bueno, o lo que antes hubiese sido la parte de atrás de su esbelto cuerpo. Antes… Ahora esa palabra significaba algo demasiado lejano para él. Antes de sufrir esas convulsiones en el cuerpo, antes de oír las palabras sosegadas y tranquilizadoras de su madre, diciéndole, con esa cálida voz suya que tan bien conocía, palabras de consuelo, había cerrado los ojos, intentando no gritar, haciendo todo lo posible para dormirse y conseguir que el dolor acuciante que le oprimía el pecho, que le hacía encorvarse, que producía que enormes torrentes de lágrimas se deslizasen por sus mejillas, parara. Tuvo la sensación de que sus ojos iban a salirle disparados, y cuando los abriera a la mañana siguiente sus cuencas estarían vacías. La angustia y el dolor eran una mala combinación. Estaba cambiando, lo sabía tan bien como la certeza de que acabaría. En algún momento dejaría de pensar y se sumiría en ese profundo sueño que tanto anhelaba, para despertarse a la mañana siguiente convertido en otro ser completamente diferente. Y ese momento por fin había llegado. Ahora se encontraba en el hospital, mirando con sus ojos saltones a los demás niños dormidos, víctimas del mismo experimento. La chica que había a su lado tampoco había despertado, pero no era muy difícil adivinar que se había convertido en una ninfa de pelo verde y labios carnosos. Un poco más lejos había un chico cuyo aspecto se asemejaba al de un águila real. Kevin sintió que la angustia que creía expulsada junto con su cuerpo humano había regresado al de lechuza. Aquel muchacho era un hermoso pájaro, grande y vigoroso. Él era una simple lechuza gris e insignificante. Paseó sus ojos por toda la habitación, de paredes blancas, camas blancas, cortinas blancas y suelo blanco. Kevin quiso sonreír, pero notó la boca rígida como un pedrusco. Maldijo la voz sosegada de su madre, sus cálidas manos y sus ojos enternecedores. Le había vendido a la ciencia para que experimentaran con él. Era verdad que de no haberlo hecho no habría visto un nuevo amanecer. La leucemia se había llevado casi por completo su cuerpo humano. Sabía que su madre lo había 121


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hecho para arrancarle de las garras de la muerte, que tan rápido lo arrastraba hacia su mundo inhóspito. Pero ahora preferiría haber muerto a pasarse el resto de su vida atrapado dentro de un ser que nada tenía que ver con su cuerpo humano, hermoso y fuerte al principio, hasta que la leucemia lo había alcanzado y doblegado. Iba a echar de menos las tardes pasadas en el parque, recostado en su vieja hamaca de madera gastada, permitiendo que los rayos del sol le acariciaran la piel mejorando su aspecto pálido y demacrado. Pero eso ya solo serían recuerdos. Ahora estaba atrapado entre cuatro paredes blancas, convertido en conejillo de indias para los científicos, y se sentía peor que si le hubieran dado con un martillo en la cabeza. Entonces descubrió que las lechuzas podían llorar. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que una señora de bata, también blanca, se había arrodillado al lado de un precioso caballo blanco. Pestañeó para disipar las lágrimas y poder contemplar la escena que tenía ante sí. El ser todavía estaba sufriendo convulsiones y gemía al notar cómo se le agujereaba la cabeza. En la parte frontal del cráneo le estaba empezando a salir un pequeño pincho con forma espiral. El caballo resoplaba de dolor mientras la enfermera le daba unas pastillas que Kevin imaginó que serían calmantes. Al cabo de diez minutos hicieron su efecto y la estancia volvió a quedarse en silencio. Kevin cerró los ojos de nuevo y esperó. Horas más tarde, la puerta se volvió a abrir. Kevin pegó un brinco, lo que hizo que los latidos de su corazón se convirtieran en un murmullo constante. Los demás niños ya se había despertado y conversaban animadamente entre ellos. Kevin volvió a mirarse las plumas y decidió quedarse donde estaba. —¡Eh, tú! Se removió inquieto y ocultó la cabeza debajo de las alas. No quería saber nada del mundo. Tal vez, pensó, si cerrara los ojos todo desaparecería. —¡Tú, la lechuza gris! Kevin quiso soltar un gruñido para hacerle ver que no quería hablar con nadie. Pero no funcionó. En su lugar le salió un desagradable chirrido que resultó absolutamente 122


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ridículo. Se encogió aún más, avergonzado de su situación. Abrió un ojo, pero lo que tenía ante sí merecía ser observado con los dos bien abiertos: un grandioso unicornio blanco, de pelo brillante y pezuñas doradas le miraba fijamente. Los ojos amarillos de Kevin se posaron en la cola de aquel extraordinario ser y fueron recorriendo el esbelto cuerpo del animal con el pico abierto, para terminar posándolos en sus hermosos ojos azules del color del océano más profundo. —¡Vaya!, por fin decides enfrentarte a lo que te rodea. Soy Meila. Me gustan tus ojos. Son del color del fuego cuando está muy caliente. —¿Mis ojos? ¡Son grandes y saltones! —Pero preciosos, ¡caray! Tu plumaje es del color del arco iris cuando te da el sol. Kevin extendió un ala y comprobó que tenía razón. Los tímidos rayos del atardecer se filtraban por la venta y hacían que sus plumas brillaran como trozos de cristales de diversos colores. —¡Tú eres mucho más hermosa que yo! Ya me hubiera gustado a mí convertirme en un unicornio. —¡Pero qué dices! ¡No sabes la suerte que tienes! Tú podrás surcar los cielos cuando quieras, extender tus alas y planear, o recogerlas y descender en picado. Podrás notar el viento en tu cara y disfrutar de la libertad. —Eso, si consigo salir de aquí. —¿Pero no te das cuenta de nada? Eren tan pequeño que pasarás desapercibido y podrás escaparte por cualquier rincón. A veces las cosas más pequeñas pueden ser las más grandes. Entonces Kevin empezó a pensar que esa nueva vida quizá no fuera tan mala, sólo quizá… Y su nuevo corazón se llenó de alegría por primera vez.

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Atardecer en el jardín Francisco Javier Puchol Rodrigo

El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. La vejez era cruel y sádica. Iba destruyendo lentamente el cuerpo de su víctima, sin piedad. El hombre, Pedro, siempre había sido delgado, pero ahora había llegado hasta un punto crítico. El sol se ponía y la antitética luna de plata ocupaba ya su lugar. ¿Qué importaba el atardecer cuando te estabas muriendo? Los hijos de Pedro lo habían instalado en una residencia para ancianos. Aquél era un acto despiadado. Quizá el edificio estuviese pintado con colores alegres y vivos y, a la vez, decorado con todo tipo de plantas y cuadros, pero dentro de la residencia olía a putrefacción. Además, Pedro se deprimía en aquella estancia. La gente de allí era incapaz de sostener una conversación congruente. Recordaba cuando, al preguntarle el nombre a una mujer, ésta había empezado a contar hasta diez. Definitivamente, aquello parecía un manicomio. Se asomó a la ventana para contemplar absorto la bóveda celeste tintada de un rojo amoratado y el sincronismo del astro y el satélite que la recorrían parsimoniosamente. La belleza del cielo inundó de tal forma la visión de Pedro que, por unos momentos, sintió una leve opresión en el pecho y le pareció que el aire no le llegaba a los pulmones. El atardecer acaecía sobre el jardín de la residencia. Lirios, amapolas, pensamientos, nomeolvides, camelias y otras variedades de flores en sus respectivas macetas formaban una mezcolanza de variopintos colores y formas. De repente, Pedro encontró en aquel jardín la solución a sus problemas. Hacía poco que habían despedido al jardinero. Al parecer, era alcohólico y, cuando estaba ebrio, empezaba a gritar como un descosido y molestaba a los ancianos. Pedro bajó a trompicones por las escaleras. Mientras cruzaba el pasillo, pudo oír una extraña letanía. Supo que era Marcial, un señor interno en la residencia que se pasaba el día hablando en un lenguaje indescifrable. Fue fácil convencer a los enfermos; ahora él era el nuevo jardinero. Pedro acabó encariñándose con las plantas. Les narraba todas sus penurias a falta de oídos humanos dispuestos a escucharlas. Y cada día Pedro se encontraba mejor. Más sano, más robusto y más feliz. Fueron transcurriendo los años. 124


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La pesadez de sus extremidades fue reduciéndose. Su vista y su oído mejoraron notablemente. Cada vez se desplazaba con mayor agilidad. Aquella lenta evolución era inexplicable. Y lo más extraño fue cuando, al hacerle una revisión médica, el doctor le comunicó sorprendido que su aparato excretor, antes gravemente atrofiado, era ahora inmejorable. Al mismo tiempo, el jardín de la residencia fue convirtiéndose en un vergel gracias a los cuidados de aquel alegre jardinero. Los colores de los pétalos nunca antes habían refulgido con tanta intensidad, el verde brillante de otras plantas fue incluido en el jardín y toda la residencia experimentó una oleada de euforia provocada por aquella explosión de colorido y perfume. Lentamente, los ancianos a los que veía en la residencia fueron desapareciendo. Sus canas se volvieron rubias. Sus arrugas se alisaron. Se encontró con que ya no era un hombre de la tercera edad enclenque y feo, sino una persona lozana y fresca. Aquel disparatado suceso no podía ser obra del ejercicio físico diario. Decidió pensar que su mejora se debía a que algún perfume vegetal tenía efector rejuvenecedores. Alberto y Cristina dedicaron unos minutos de silencio al difunto. —Y pensar que sólo han pasado cuatro años… —dijo Alberto, el hijo de Pedro. —Aún me acuerdo de cuando las enfermeras nos relataron la muerte de tu padre. Dijeron que estaba mirando desde una ventana el atardecer cuando le dio el infarto —comentó Cristina mirando la tumba. —Bueno —susurró Alberto—, ahora seguro que está en un lugar mejor…

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Un refugio en el jardín Julia García Felipe

El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Estaba claramente nervioso y se tocaba continuamente la cabeza con la palma derecha. Su bigote, denso y oscuro, impedía detectar que era allí abajo donde tenía la boca. La señora Hafelpath estaba sentada en la butaca vieja de la sala de estar, muy cerca del individuo. Llevaba una copa de whisky en su mano derecha, y la otra la posaba sobre el brazo de la butaca. Ella no dejaba de temblar. Sus ojos gris perla estaban completamente enrojecidos, doloridos, posiblemente de llorar toda la noche. Era incapaz de hablar. Sabía que si lo hacía se le rompería la voz y su pena volvería a desbocarse. Tara estaba de pie al lado izquierdo de su madre, con las manos extendidas a ambos lados de su cintura, y una de ellas, envuelta por la de su marido, Daniel, que lucía un gesto serio. El pelo rubio de Tara estaba recogido en un inusual moño caído, y su delgadez extrema se veía aún más marcada por aquel vestido negro. Sus ojos parecían cansados, inexpresivos, pero era así como siempre los tenía. No era posible averiguar si este acontecimiento le afectaba lo más mínimo. Al otro lado de la butaca, junto a su madre, el más pequeño de los cuatro hermanos, Rott, se apoyaba contra una de las puertas del armario caoba. Sus ojos mostraban mucha más desolación que los de Tara, pero nada comparados con los de la señora Hafelpath, su madre. Estaba simplemente aturdido. Hacía ya meses que Henry había muerto, pero todos seguían muy afectados. El hombre flaco comenzó a hablar: —Bien… —dijo con la frente sudorosa—. Aún esperamos la aparición de un miembro más, ¿no es cierto? La señora Hafelpath respiró profundo para contestar, pero Tara se le adelantó: —No —dijo ruda—, Kyle no va a venir hoy. Aquel hombre puso cara de sorpresa, pero luego continuó con los papeles que habían traído. —Rott —dijo la señora Hafelpath con un hilo de voz—, ve al jardín a buscar a tu hermano, somos una familia, tenemos que estar juntos. El pequeño de los Hafelpath salió de la sala y se dirigió al jardín, donde desde hacía meses se escondía del dolor su hermano Kyle. Giró a la derecha, pasó los 126


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rosales y llegó a un pequeño refugio de madera vieja que rompía por completo la armonía del jardín. Rott tocó la puerta, nadie contestó. Luego la abrió por su cuenta, ignorando el silencio. Allí dentro, escondido entre el polvo y la oscuridad, se hallaba Kyle. Desde que llegó a este mundo, Kyle fue diferente a los demás. No por su inteligencia, muy superior a la de cualquier otra persona, sino por su manera de afrontar la vida. En ocasiones, Kyle tenía la sensación de haber pasado toda su vida sufriendo por lo que era, por ser para todos un simple «estorbo». Nacer como alguien «superior» en una familia normal no fue algo fácil, pero algunas de las personas que ya convivían con él le apoyaron en todo momento. Por más que su hermano Henry, el único que le dio el apoyo y el cariño que necesitó, le hubiera repetido que el don que él poseía no era de ninguna manera una enfermedad, Kyle no podía sentirlo así. Durante aquellos años, notó cómo todos los miembros de su familia, exceptuando a Henry, se alejaban de su lado, y preferían hacer sus vidas a aceptar que era diferente. Nadie podía averiguar cuánto le dolió la indiferencia de su madre, que apenas le dirigía la palabra, o los malos gestos de su hermana, que incluso se negaba a mirarle. Nadie le apoyaba, nadie le entendía, sólo Henry, con su tranquilizador rostro, estuvo ahí, siempre, hasta su muerte. Este hecho había sumido al joven Kyle en la más profunda de las depresiones, lo que, sumado a las continuas y duras peleas con los demás miembros de su familia, había causado que Kyle se marchara de casa. Pero como se sentía incapaz de estar lejos de lo que era «suyo», de adentrarse en lo desconocido, decidió construir aquella caseta en el jardín donde el dolor podía torturarle cuanto quisiera, sin estar lejos de lo conocido. Rott se adentró en el refugio, caminó despacio y se sentó en el suelo, junto a Kyle. La piel blanca de su hermano se había vuelto aún más lívida allí dentro y el encierro había hecho aún más estragos en su cuerpo. —El hombre ese ha venido —comentó Rott en voz baja—. Dice que viene a decirnos los últimos deseos de Henry… Nadie respondió. —Mamá quiere que estés allí —dijo Rott con desgana. 127


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Rott estaba cansado de insistir día tras día, ese no era su trabajo, así que se levantó y, sin decir nada más, se fue dando un portazo. En la puerta de la caseta, al salir, Rott encontró a Tara, su hermana, que lo miró neutra, esperando una respuesta. Que no obtuvo, por supuesto. Tara decidió entrar. Nada se alteró con la nueva visita. —Ya basta, Kyle —dijo ruda dese la puerta. Kyle la miró por un segundo, no iba a dar su brazo a torcer, no hablaría. Tara le fulminó con la mirada. —¿Qué pasa? ¿Crees que eres el único que le tenía cariño? —preguntó seria Tara. Kyle volvió a mirarla, esta vez con dolor en los ojos. Ella no lo entendía. —También era mi hermano, ¿lo entiendes? —gritó ahora con rabia Tara. —Tú eres quien no entiende nada —respondió Kyle con un hilo de voz. —¿Y qué pretendías? ¿Que lo adivináramos? ¿Pretendías que supiéramos qué era aquello que compartíais cuando ni siquiera os relacionabais con el resto? Eso es imposible, Kyle. Kyle fulminó a su hermana con la mirada. —¿Acaso tú… —respondió él—, acaso tú sí que lo hacías? ¿Acaso preguntaste cómo estábamos o que decíamos? Estabas apartada, con tu marido, tu vida perfecta, tu casa… Nunca estuviste realmente aquí. Tara endureció el gesto, eran acusaciones muy fuertes. —¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no tengo ni idea de que no somos una familia feliz? Ya lo sé, Kyle, lo sé. No te pido que lo seamos. Te pido que finjas por un momento que no eres un superdotado superior a tu familia y entres en ese salón para leer lo que tu hermano tenía que decirte. Kyle se levantó, esto ya era demasiado. —¿Crees que me gusta ser diferente? ¿Crees que me gustaba cómo me mirabais todos? Tú, mamá, Rott o papá. Pues no, no lo soportaba, y él estuvo ahí, para darme su apoyo y recordarme que siempre estaría a mi lado. Tú solo te quedaste callada. Como siempre. 128


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—Vete a la mierda, Kyle –dijo ella, y luego salió de la casa y abandonó del jardín. Acto seguido, alguien más entró en la caseta; era la señora Hafelpath, que se acercó a su hijo lentamente. —Siempre fue muy dura… —comenzó—. Pero es mi única niña. La adoro. Kyle bajó el gesto, no podía mirar a su madre. —Desde que nació el primero de vosotros, Henry, supe lo inmensamente feliz que mis hijos me iban a hacer. Aunque todavía no sabía cómo; después descubrí que sería por vuestras diferencias. Cuando te tuve en mis brazos por primera vez, en cuanto te tuve, supe que tú serías el más diferente y especial de todos. En realidad, todos lo supimos. Cuando creciste y fuimos descubriendo lo que te pasa… —¡Qué me pasa! —explotó Kyle—. ¿Eh? ¿Acaso es una enfermedad? ¿Acaso estás aquí por compasión? —gritaba. —¡Pero qué estás diciendo! – respondió la señora Hafelpath mirando a su hijo a los ojos—. ¿Cómo puedes creer algo así? Te quise desde el primer momento en que te vi, eres mi hijo, lo mejor que me ha pasado en la vida; todos lo sois, por igual, de la misma manera. —Las familias que se quieren todas por igual no acaban así — respondió Kyle con dolor en la voz—. Distanciadas, peleadas, rotas en lugar de unidas. ¿Ha hecho falta que Henry muriera para que nos diéramos cuenta de esto? La señora Hafelpath se acercó aún más a su hijo, le tocó el hombro y con una lágrima en la cara dijo: —No somos una familia normal, Kyle, nunca lo hemos sido. Lo he sabido siempre. Pero no significa que no nos amemos. Os quiero, Kyle, y esto solo ha servido para darme cuenta de lo estúpida que he sido apartándoos de mí. Kyle también notó aquella lágrima en su mejilla, y aunque hubiera jurado que jamás lo haría, abrazó a su madre y lloró en su hombro. Ambos lloraron juntos, dándose cuenta de cuánto tiempo habían perdido, de todo lo que podían haber solucionado antes, y no habían hecho. —Te quiero —dijo Kyle muy flojo al oído de su madre. La señora Hafelpath sonrió por primera vez desde hacía meses. 129


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—Yo también —contestó en un susurro. Unos minutos después, Kyle y la señora Hafelpath salieron de la casa de madera, y vieron el deslumbrante sol. Kyle sonrió, lo echaba de menos. Ambos caminaron de la mano a través del jardín y entraron a la casa a través del pasillo. Entonces, la señora Hafelpath abrió la puerta de la sala de estar. Todos los presentes les miraron, y los demás miembros de la familia se sorprendieron. —Puede continuar, señor Larandame —dijo la señora Hafelpah—, puede continuar… Kyle miró por un segundo a su hermana Tara, cogida del brazo de su marido, y le sonrió. Tara notó cómo una lágrima brotaba de su siempre serio rostro y, para su propia sorpresa, también sonrió. Luego, Kyle miró a su hermano Rott, que también sonreía, y le pidió esa disculpa en silencio. Por último, Kyle se sentó en una silla, y suspiró, cogido fuertemente al brazo de su madre. De su familia.

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El juego de la metamorfosis María Pomares Aragunde

Un día, después de un sueño inquieto, se despertó convertido en… Era una noche cálida del mes de abril. Bajo un cielo que parecía un cuadro salpicado por las manchas de un loco que creó luces en el cielo, se encontraba su cuerpo ligero, que era arrastrado suavemente, como si de un abrazo se tratara, por las olas de un mar en calma. En su anterior vida había sido un hombre importante, siempre viajando de un lado a otro, con su traje de diseño y sus mocasines de piel de cocodrilo. Había sido una persona totalmente ajena a la felicidad, y su vida se había convertido en nada más que trabajo. Se creía inmune al sufrimiento de los más débiles y creía, también, que su corazón era de puro acero; pero se equivocaba. Una noche, el señor Destino quiso darle su merecido al hombre de negocios, y mientras éste dormía jugó con él al juego de la metamorfosis. Bill comenzó a tener una pesadilla. De repente, para el hombre de negocios todo estaba oscuro, solo se podía divisar a lo lejos un rayo de luz. Corrió y corrió, pero cada vez el camino se hacía más doloroso; notaba cómo su aliento se desvanecía, cómo dejaba de sentir lo poco que sentía, cómo el pecho le ardía tanto que parecía estar a punto de estallar, cómo en un instante ya no era nada… Y transcurrió el tiempo, y otra vez el «bum-bum, bum-bum» del latido de su corazón lo hizo despertar. Aquello le parecía una broma de mal gusto que alguien le había gastado. ¿Qué diantres hacía un hombre de negocios, en plena noche, tirado en la playa? Bill apenas podía moverse, así que se arrastró hasta la arena y permaneció inmóvil a la espera de que alguien pasara y le ayudase. A la mañana siguiente, los hombres más madrugadores corrían por la playa, pero ninguno de ellos atendía a Bill, quien no entendía la razón de su invisibilidad para todos. Un rayo de sol asomó entre su tempestad al ver que una niña de corta edad lo sujetaba. Sin saber cómo, Bill ahora estaba en el cuarto de la pequeña. Echó un vistazo a su alrededor y pasó varios minutos observando a la niña, que bailaba ante un 131


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espejo, de ojos tan oscuros como el interior de un pozo sin fondo, melena larga y ligeramente ondulada. Meditaba sus pasos de baile como si de una partida de ajedrez se tratara, y Bill no podía dejar de fijarse en ella. En cuanto la muchacha dejó de agitar su cuerpo y salió de la habitación, el que antes fuera un hombre de negocios se quedo atónito ante lo que sus ojos no podían ver. Por más que lo intentaba, no lograba ver su reflejo en el espejo, y a punto estuvo de desvanecerse al darse cuenta de que ya no quedaba ni rastro del cuerpo de aquel empresario, y en lo único que se parecía a él era en que ninguno de ellos tenía sonrisa. Ahora Bill era un soldadito de madera. Esa misma noche, sentado al borde de una estantería, añoraba con rabia su trabajo e importancia. Para su sorpresa, la niña lo cogió entre sus manos y lo llevó hasta la cama, donde con los dedos rascó suavemente la carcasa de madera del soldado, provocándole cosquillas. Bill se sintió raro, incluso incómodo, jamás se había imaginado así. El día finalizó con un beso de buenas noches a la par que se apagaba la luz. Le hubiera gustado sonreír. Día tras día, Bill disfrutaba un poco más de las sensaciones nuevas, y cuando le faltaban las echaba de menos. Por primera vez valoraba los sentimientos y su corazón logró deshacerse por completo de su armadura. Meses después, la pequeña descubrió algo en él. Su muñeco tenía la boca recta y rígida, no podía sonreír, y por eso decidió regalarle un pequeño tesoro. Lo cogió entre sus manos y lo acarició. Inclinó con cariño un simple lápiz rojo sobre su áspero rostro y, de lado a lado, le dibujó una sonrisa que mágicamente le endulzó la mirada. A Bill ya no le importaba ser pequeño e insignificante para algunos. Ahora sabía que la felicidad no se basa en joyas ni en monedas de oro, sino que son esos pequeños detalles que te regalan sonrisas los que día a día te hacen ser feliz.

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La misión de Colmillo Teresa Huertas Roldán

Un día, después de un sueño inquieto, se despertó convertido en una criatura extraña, muy extraña, que él nunca había visto. Hacía tiempo que todas las noches sentía un intenso cosquilleo que, poco a poco, le recorría todo el cuerpo. Por culpa de este, no conseguía dormirse hasta después de medianoche. Normalmente, se despertaba una y otra vez. Y la causa era un sueño, siempre el mismo, en el que aparecían criaturas desconocidas y unos hombres muy extraños. Este sueño rutinario no tenía nada que ver con el lugar en el que vivía, Arizona. Arizona es más bien un desierto donde los animales, muy escasos, están adaptados a la seca y calurosa vida. Encontrar comida es difícil, y más difícil aún, encontrar agua. Colmillo era un indio. Tenía la piel oscura, el pelo negro como el ala de un cuervo y los ojos, negros y penetrantes. Era un chico diferente. No se parecía a los demás chicos, los cuales eran buenos cazadores. Él ni siquiera sabía tirar bien una flecha y, cuando fracasaba en el intento, hasta los niños pequeños se reían y mofaban de él. Incluso su padre, el jefe de los Pies Blancos, conocido como Águila Blanca, se reía de él a veces, pero en realidad se sentía avergonzado por tener un hijo incapaz de tirar una flecha. Y en estas situaciones, Colmillo deseaba desaparecer para siempre. Su padre sólo se sentía orgulloso de él cuando resolvía problemas que los demás eran incapaces de solucionar. Porque Colmillo tenía un don: la inteligencia. Aquel día, después de un sueño inquieto, Colmillo despertó convertido en un lobo. Pensó que no era el mejor momento para que los espíritus hicieran cosas extrañas. Estaban en guerra. La tribu de los Pies Sucios había matado a un miembro de los Pies Blancos, y estos les habían declarado la guerra. Dentro de la tienda no había nadie, estaba solo. Consiguió ponerse de pie después de cinco intentos y aún no se atrevía a moverse. Cuando se sintió seguro de sí mismo, levantó la pata derecha y dio su primer paso de lobo. Al salir de la tienda se percató de que todo estaba silencioso y solitario. Parecía que hacía años que no había nadie. No se veía ni un alma, aunque las tiendas y todo lo demás seguía justo donde lo había visto la noche anterior. Pero, de repente, todo quedó sepultado bajo una luz cegadora. De la luz salió un águila blanca enorme con águilas más peque134


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ñas acompañándola. El águila grande aterrizó enfrente y le dijo: «Tu pueblo se ha ido. Los guerreros se prepararon y fueron a luchar, y las mujeres y los niños están a salvo. Si quieres volver a ser un hombre, demuestra lo que sabes». Al terminar de hablar, alzó el vuelo y desapareció en la luz junto a las otras águilas. Pasó un tiempo y Colmillo despertó. Estaba tendido en el suelo y muy confuso. No sabía qué hacer. Quería volver a ser un hombre; siendo un lobo, no sabía cómo podría ayudar. ¿Debía ir con las mujeres y los niños o con los guerreros? Nadie lo reconocería y no sabía si ellos lo entenderían. Debió de pasar casi un día hasta que se levantó de un salto con una idea en la cabeza. Descubrió un rastro de pisadas y lo siguió. En esta ocasión, su agudo olfato lo ayudó cuando las pisadas se dividieron junto al río Colorado. Esta señal sólo significaba una cosa. Los guerreros iban en dirección al Gran Cañón, y este era un lugar que dificultaba las posibilidades. Los guerreros le llevaban un día y medio de ventaja, así que decidió no pararse y acelerar el paso. Debió de tardar un día en alcanzarlos. Lo primero que vio Águila Blanca cuando Colmillo se acercaba fue una criatura de pelaje grisáceo, orejas puntiagudas y ojos de un azul pálido. El animal se le acercaba y los demás prepararon sus arcos para dispararle. Y cuando estaban a punto de hacerlo, el jefe les gritó que no lo hicieran y no entendían por qué. Pero no tuvieron tiempo de tener respuesta, pues oyeron a un cuervo. El cuervo de los Pies Sucios. Rápidamente, todos cogieron los arcos y flechas, los escudos y las lanzas, y se prepararon. Colmillo tenía que pensar rápido y, justo en el instante en el que los enemigos dispararon la primera flecha, Colmillo dio un salto y se interpuso entre su gente y los Pies Sucios. Estos nunca habían visto un lobo y al ver sus colmillos afilados y sus enormes garras, volvieron sobre sus pasos y se marcharon. En ese momento, el águila más grande apareció mientras una luz muy blanca los envolvía. Los Pies Blancos se quedaron sorprendidos ante lo que estaban viendo. El águila rodeó a Colmillo con sus alas, se elevó y dijo: «Has cumplido con tu cometido. Ya puedes volver a ser un hombre». Y desde ese momento, Colmillo volvió a ser un hombre, pero su vida cambió. Poco a poco se fue convirtiendo en el mejor guerrero de la tribu. Ahora se sentía entero, pues tenía la inteligencia 135


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y la valentía. Ya nadie podía reírse de él. Años más tarde, Águila Blanca decidió nombrarlo su sucesor, y todos estuvieron de acuerdo porque sabían que era el que mejor lo haría. Colmillo murió siendo un anciano y su sucesor fue su hijo primogénito. Desde entonces, los Pies Blancos pintan en sus escudos la cabeza de un lobo y recuerdan la historia de Colmillo, que los más ancianos cuentan a los jóvenes para que no cometan los errores de sus antepasados.

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Preestreno

LA VIUDA EMBARAZADA Martin Amis

Durante aquel verano caliente, interminable y eróticamente decisivo, Keith se alojaría en un castillo situado en la ladera de una montaña que miraba a un pueblo de Campania, Italia. Y ahora caminaba por las callejuelas apartadas de Montale, desde el coche al bar, en el crepúsculo, flanqueado por dos rubias de veinte años, Lily y Scheherazade… Lily: 1,65 m., 86-64-86. Scheherazade: 1,78 m., 94-58-84. ¿Y Keith? Bien, pues de la misma edad, y delgado (y moreno, de barbilla engañosa, barba incipiente, aire testarudo); y se ubicaba en ese harto disputado territorio existente entre 1,67 y 1,70 metros. Datos personales vitales. Que originalmente remitían —en las ciencias sociales— a nacimientos, matrimonios y muertes; ahora remiten a medidas: busto, cintura, caderas. En los días y noches largos de su primera adolescencia, Keith mostraba un interés anormal por esos datos personales (las medidas); solían poblar sus ensoñaciones en sus regodeos solitarios. Aunque siempre fue incapaz de dibujar (era un manazas con los lápices de dibujo), podía escribirlas en el papel: siluetas de mujeres hechas números. Y toda posible combinación, o al menos todo aquello remotamente humanoide (89-114140, por ejemplo, o 152-152-152) parecía digno de reflexión atenta. Si las medidas eran 116-119-79, o 79-119-116, convenía reflexionar sobre ello. Pero, de algún modo, uno siempre se sentía impelido a remontarse hacia atrás, hacia el arquetipo del reloj de

arena, y una vez que se has visto enfrentado a (pongamos) 246-8-246, ya no hay ningún territorio ignoto que explorar; durante una hora puedes deleitarte mirando fijamente el número ocho, primero de pie, luego tumbado; hasta volver somnolientamente a las llorosas y tiernas combinaciones de los setenta y tantos-cincuenta y tantos-setenta y tantos. Meros dígitos, meros números enteros. Sin embargo, de chico, cuando veía este tipo de datos debajo de la fotografía de un cantante o de una starlet, le parecían locuazmente indiscretos, pues le decían todo lo que necesitaba saber sobre algo que no iba a tardar en sucederle. No es que deseara abrazar y besar a aquellas mujeres; aún no. Deseaba rescatarlas. Las rescataría (por ejemplo) de una fortaleza isleña… 86-64-86, Lily; 94-58-84, Scheherazade…; y Keith. Los tres estudiaban en la universidad de Londres; derecho, matemáticas, literatura inglesa. Intelligentsia, aristocracia, proletariado. Lily, Scheherazade, Keith Nearing. Caminaron por callejuelas empinadas, deterioradas por los escúters y cruzadas transversalmente por colgaduras de ropa limpia y de cama agitadas por el viento, y de cuando en cuando, en alguna esquina, acechaba una hornacina, con velas y tapetes y la estatua tamaño natural de un santo, un mártir, un clérigo macilento. Crucifijos, túnicas, manzanas de cera, lozanas o corruptas. Y luego estaba el olor, a vino agrio, a humo de cigarrillos, 137


Lily y Scheherazade (con Keith más o menos en medio de ellas) se vieron rápida y surrealistamente envueltas por un enjambre de jóvenes que gritaban, rogaban, reían con estrépito

a repollo hervido, a alcantarilla, a colonia lacerantemente dulce…, y un tufo penetrante fiebre. El trío hizo un cortés alto en el camino al ver cómo una rata parda y majestuosa —magníficamente integrada— cruzó la calleja a paso holgado. De haber tenido la facultad del habla, les habría dedicado un maquinal buona sera. Ladraban los perros. Keith aspiró hondo, tragó una gran bocanada del tufo cosquilleante, mordaz de la fiebre. Dio un traspié, y recuperó el equilibrio. ¿Qué le pasaba? Desde su llegada, hacía cuatro días, Keith había vivido en una pintura, y ahora estaba saliendo de ella. Con sus rojos cadmio, sus zafiros cobalto, sus amarillos estroncio (todos recién preparados), Italia era una pintura, y ahora él estaba saliendo de ella y entrando en algo que conocía: el centro de ciudad, y las barriadas escaparates de la humilde urbe industrial. Keith conocía las ciudades. Conocía muchas calles principales humildes. Cine, farmacia, estanco, confitería. Con superficies de cristal y luces de neón en el interior —las manifestaciones más tempranas del brillo de boutique del estado-mercado—. En un escaparate, maniquíes de plástico marrón caramelizado, uno de ellos sin brazo, otro sin cabeza, dispuestos en actitudes de presentación cortés, como dándote la bienvenida a la forma femenina. El reto histórico se manifestaba tal cual, sin tapujos. Las madonas de madera de las esquinas de las callejuelas serían desbancadas finalmente por las damas de plástico de la modernidad. 138

Y entonces sucedió algo, algo que él nunca había visto antes. En cuestión de quince o veinte segundos, Lily y Scheherazade (con Keith más o menos en medio de ellas) se vieron rápida y surrealistamente envueltas por un enjambre de jóvenes, no chicos o jovenzuelos, sino hombres jóvenes con camisas elegantes y pantalones planchados, que gritaban, rogaban, reían con estrépito, todo ello muy vivazmente, como en un truco de naipes de reyes y truhanes: barajando, peinando las cartas, desplegándolas en abanico bajo las farolas… La energía que irradiaban era digna (le pareció) de un motín carcelario de extremo oriente o de algún país subsahariano. Pero de hecho no tocaron a nadie, no bloquearon a nadie, y después de un centenar de metros volvieron a disponerse en formación abierta, como una tropa ruidosa; aproximadamente una decena de ellos se contentaron con la vista desde atrás, mientras otra decena se agrupaba hacia el centro desde los costados, y la mayoría en cabeza y caminando de espaldas. ¿Y dónde ha visto alguien algo semejante? ¿Todo un tropel de hombres caminando de espaldas? Whittaker les estaba esperando, con su bebida (y la especie de saca de correos), al otro lado de la luna manchada. Keith entró en el local, mientras las chicas se rezagaban junto a la puerta (conferenciando o reagrupándose), y dijo:


PREESTRENO

—¿He visto visiones? Ha sido una experiencia nueva. Jesucristo, ¿qué diablos les pasa? —Es un enfoque diferente —dijo Whittaker, arrastrando las palabras—. No son como tú. No creen en lo de hacer las cosas con calma. —Yo tampoco. Yo no hago las cosas con calma. Si lo hiciese, nadie se daría cuenta. ¿Y qué cosas con calma? —Pues haz como ellos. La próxima vez que veas a una chica que te gusta, ponte a hacerle unos Jack saltadores1. —Ha sido increíble, eso. Esos…, esos putos italianos. —¿Italianos? Vamos, eres británico. Puedes encontrar algo mejor que «italianos». —Está bien. Esos moros… Quiero decir, esos putos comejudías. —Eso se les llama a los mexicanos. Qué patético. Los italianos, Keith, son «italianini», «espagueti», «macarroni». —Ah, pero a mí me enseñaron a no hacer distinciones por razón de raza o cultura. —Lo cual te será de gran ayuda. En tu primer viaje a Italia. —Y todos esos altares… En fin, te lo dije, son mis orígenes. Yo no juzgo. No puedo. Por eso tendrás que cuidar de mí. —Eres muy sensible. Te tiemblan las manos; míratelas. Y ser neurótico es un trabajo duro. 1 Jumping Jack (Jack saltador): ejercicio consistente en saltar sin desplazarse del sitio, abriendo y cerrando las piernas y juntando y separando brazos y manos por encima de la cabeza. (N. del T.)

—Es más que duro. No estoy loco, exactamente, pero tengo episodios. No veo las cosas con claridad. Interpreto mal ciertas cosas. —Sobre todo con las chicas. —Sobre todo con las chicas. Y estoy en minoría. Soy un tío y soy británico. —Y hetero. —Y hetero. ¿Dónde está mi hermano? Tienes que ser un hermano para mí. No. Trátame como al niño que nunca tuviste. —Muy bien. Lo haré. Ahora escucha. Escucha, hijo mío. Empieza a mirar a esos tipos con un poco de perspectiva. Fulanito Macarroni es un actor de teatro. Los italianos son fantaseadores. La realidad no es lo bastante buena para ellos. —¿No? ¿Ni siquiera ésta? Se volvieron. Keith en camiseta y vaqueros, Whittaker con las gafas de montura de concha, los parches ovalados de cuero en los codos de la chaqueta de pana, la bufanda de lana de color pajizo, como su pelo. Lily y Scheherazade se dirigían ahora hacia las escaleras del sótano, suscitando —en los parroquianos entrados en años del local, todos varones— todo un fantástico abanico de ceños. Sus formas suaves avanzaron, a través de la acechante panoplia de gárgolas, y se volvieron, y empezaron a bajar las escaleras, una al lado de la otra. Keith dijo: —Estos vejestorios. ¿Qué están mirando? —¿Que qué están mirando? ¿Qué crees tú que están mirando? A dos chicas a las que se les ha olvidado ponerse algo de ropa 139 139


—La culpa es vuestra —dijo Whittaker—. No contentas con ir desnudas… sois rubias. Las chicas seguían enrojeciendo y encrespándose en silencio, y se apartaban con soplidos las hebras de pelo de la frente

encima. Le dije a Scheherazade: Esta noche vas a la ciudad. Ponte algo de ropa encima. Vístete. Pero se le ha olvidado. —Y a Lily también. No lleva nada de ropa. —No haces distinciones culturales, Keith. Y deberías hacerlas. Estos viejos acaban de llegar tambaleándose de la Edad Media. Piensa. Imagina. Eres de la primera generación de urbanos. Tienes una carretilla aparcada en la calle. Estás tomándote una copa de algo, y tratas de mantener el tipo. Levantas la vista y ¿qué ves? Dos rubias desnudas. —…oh, Whittaker. Ha sido tan horrible. Ahí fuera. Y no por la razón obvia. —¿Cuál es la razón obvia? —Mierda. Los hombres son tan crueles. No puedo decirla. Lo verás por ti mismo cuando volvamos. ¡Mira! ¡Siguen ahí! Los hombres jóvenes de Montale estaban ahora al otro lado de la luna, amontonados como acróbatas silentes, en un rompecabezas de caras que se retorcían contra el cristal —caras extrañamente nobles, caras clericales, llenas de un nobleza doliente—. Una por una fueron retirándose, y desapareciendo. Whittaker dijo: —Lo que no entiendo es por qué los chicos no actúan así cuando soy yo el que pasea por la calle. Por qué las chicas no se ponen a hacer Jack saltadores cuando te ven pasar por la calle. —Sí. ¿Por qué no lo hacen? Les pusieron delante cuatro jarras de cerveza. Kith encendió un Disque Bleu, y añadió 140

humo a los resoplidos sulfurosos de la cafetera, y a la neblina de desconfianza supersticiosa del local: los parroquianos y su mirada aquejada de cataratas, que veían y descartaban, que veían y no daban crédito… —La culpa es vuestra —dijo Whittaker—. No contentas con ir desnudas… sois rubias. Las chicas seguían enrojeciendo y encrespándose en silencio, y se apartaban con soplidos las hebras de pelo de la frente. Scheherazade dijo: —Bueno, lo sentimos. La próxima vez vendremos vestidas. —Y llevaremos velo —dijo Lily—. ¿Y lo de que somos rubias? —Veréis —siguió él—. Las rubias son lo opuesto a su ideal piadoso. Y eso les hace pensar. Con las morenas no hay nada que hacer… Son italianas. No follan contigo a menos que les jures que te casarás con ellas. Pero las rubias… Las rubias hacen cualquier cosa. Lily y Scheherazade eran rubias, una con los ojos azules y la otra con los ojos castaños, y eran de tez transparente, y tenían el candor de las rubias… La cara de Scheherazade —pensó Keith— tenía ahora un aire de hartazgo apacible, como si acabara de comer rápida pero placenteramente algo sabroso y codiciado. […] Traducción de Jesús Zulaika. Este texto es un fragmento de la novela La viuda embarazada, del escritor inglés Martin Amis, que la editorial Anagrama publicará en febrero de 2011.


agenda eñe INVIERNO 2010

Arte

Arte flamenco Nueva York. Bodegones, vanitas, paisajes, retratos y escenas religiosas e históricas: la plástica holandesa a lo largo del siglo xvii. Guggenheim-New York. Hasta el 23.01.

Miroslaw Balka Madrid y Burgos. Intervención escultórica del artista polaco que pone en cuestión los emblemas de las ideologías y el poder. MNCARS y Abadía de Santo Domingo de Silos. Hasta el 25.04.

México ilustrado Madrid. El impresionante arte del dibujo y del grabado mexicano entre 1920 y 1950: Diego Rivera, Miguel Covarrubias, José Guadalupe Posada y Leopoldo Méndez, entre otros. Instituto Cervantes. Hasta el 09.01.

Annika Larsson Madrid. La Fábrica presenta en première para España Copia y Drunk, los nuevos trabajos de Larsson. Fotografías y vídeos que escarban en las relaciones de poder, firmados por una de las más renombradas videoartistas del momento. La Fábrica Galería 14.12 al 29.01.

Abstract Expressionism Nueva York. Hans Hofmann, Jackson Pollock, Barnett Newman, Willem de Kooning, Lee Krasner, David Smith, Mark Rothko… Las mayores obras maestras del expresionismo abstracto estadounidense. MoMA. Hasta el 25.04.

Moda y desnudo Madrid. Todo o nada: el proceso de quitarse la ropa según el peruano Mario Testino. 54 fotografías que ilustran dos de sus líneas de trabajo, en este caso paradójicas. Museo Thyssen-Bornemisza. Hasta el 09.01.

arco cumple 30 Madrid. La Feria de Arte Contemporáneo llega a los treinta años con Rusia como país invitado y una gran delegación de galeristas de América Latina. Ifema. 16.02 al 20.02.

La fuerza de la palabra León, España. Aballí, Badiola, Neshat, Valldosera, Cerith Wyn Evans… Artistas que han hecho de la palabra un factor esencial en sus obras. MUSAC. Hasta el 23.01.

Virxilio Viéitez Vigo. Cincuenta mil negativos analizados… El trabajo más conocido junto a obras inéditas, en la retrospectiva de uno de los maestros de la fotografía española del siglo xx. MARCO. Hasta el 24.04.

Antes que todo Móstoles, Madrid. El joven y muy activo Centro de Arte Dos de Mayo dedica todo su espacio a 56 autores fundamentales del arte español contemporáneo. CA2M. Hasta el 09.01.

Desaparecidos Barcelona. El proyecto fotográfico de Gervasio Sánchez en zonas de conflicto de once países. El tema: la desaparición forzosa. CCCB. 01.02 al 01.05. Watercolour Londres. Todo lo que necesitas ver y saber sobre la acuarela en el arte. Desde el Renacimiento hasta artistas contemporáneos ingleses como Thomas Girtin, Patrick Heron, Howard Hodgkin y la mismísima Tracey Emin, entre otros. Tate Britain. 16.01 al 21.08. 141


Eñe. Cosecha EÑE 2010

MATADOR Miquel Barceló, el nombre más sobresaliente del arte español contemporáneo, ha aceptado el reto de crear un Matador a su medida, con colaboradores como Rafael Sánchez Ferlosio, Aivazovksi, Joseph Nadj, Jonathan Franzen y Jonathan Safran Foer, entre otros.

Artes escénicas Bayerisches Staatsballett Sevilla. La bella durmiente, el clásico de Perrault que inspiró a Chaikovski, interpretado por el Ballet de la Ópera de Múnich. Dirige Ivan Liska. Teatro de la Maestranza. 11 al 15.01. Razas Madrid. Provocador thriller de David Mamet en el que un adinerado ejecutivo blanco es acusado de violar a una chica negra. Naves del Español, Matadero. Hasta el 23.01. Celebración Barcelona. Un mundo endogámico al margen de la realidad. Un texto de Harold Pinter. Una coproducción del Lliure y El Canal. Teatre Lliure. 13.01 al 27.02. 142

La página en blanco Madrid. Ópera en dos actos escrita por la soprano, compositora y directora de orquesta Pilar Jurado. Teatro Real. 11.02 al 02.03. Werther Madrid. El clásico de Goethe recreado por Jules Massenet bajo la dirección musical de Emmanuel Villaume. Teatro Real. 19.03 al 06.04.

Cine Sundance Utah, Estados Unidos. Vuelve el festival de cine independiente más importante del país de Obama. Varias sedes. 21 al 31.01. Cortos en Mieres Mieres, Asturias. Décima edición de este sorprendente festival de cortometrajes. Varias sedes. 21 al 28.02. Todos a Málaga Málaga. El festival que consagró a Daniel Sánchez Arévalo y Rodrigo Cortés llega a su decimocuarta edición. Varias sedes. 26.03 al 02.04.

África de cine Lo mejor del cine africano, gracias al proyecto Diez ciudades para África. Valladolid, Logroño, Barcelona, Burgos, Palma de Mallorca, Vigo, Casares (Málaga), Madrid, Valencia y Córdoba. Hasta el 01.04.

CÓMIC La Bande Dessinée Angoulême, Francia. Una retrospectiva de Baru, una exposición de autores de Hong Kong y un homenaje a Snoppy, en este atractivo festival de cómic francés. Varias sedes. 28 al 31.01.

LIBROS Veinte años La Habana. La Feria del Libro de Cuba dedica su 20a edición al Bicentenario de la Independencia en América. Varias sedes. 10 al 20.02. Nórdicos en París París. El Salon Du Livre recibe a los principales escritores de Dinamarca, Finalandia, Islandia, Noruega y Suecia como invitados de honor. Varias sedes. 18 al 21.03.


MODA Y DESNUDO / ANNIKA LARSSON / WATERCOLOUR / MATADOR / RAZAS / WERTHER / LADY WARHOL / EL OJO DEL FOTÓGRAFO / WILLIAM KENNEDY / RICHARD AVEDON / CARMEN LINARES / FOALS IN JAPAN

Lady Warhol Ocho pelucas se necesitaron para crear Lady…, un Warhol travestido posando para la cámara de Chris Makos a principios de los ochenta. Además del libro, publicado por La Fábrica, hay una exposición itinerante que puede verse en el Fotografiska de Estocolmo hasta el 30 de marzo. Picnic en Hanging Rock ¿Has visto esa película de Peter Weir en la que unas alumnas de un internado desaparecen durante un picnic el día de San Valentín? Pues bien, ese clásico está basado en una novela de culto del mismo nombre que ahora, por primera vez, la editorial Impedimenta publica en castellano. El ojo del fotógrafo El mítico libro de John Szarkowski publicado por el MoMA en 1966, en una reedición de La Fábrica que vindica su vigencia como una introducción indispensable para comprender la fotografía moderna. PAUL STRAND EN MÉXICO Por primera vez y de manera integral, un periodo clave en la carrera del fotógrafo neoyorquino: su estancia en México a principio de los años treinta. Textos de Krippner y Alfonso Morales Castillo. Edita La Fábrica.

William Kennedy Atención a este discípulo de Saul Bellow, ganador del Pulitzer de Novela en 1984 y autor de guiones como el de The Cotton Club, que filmó Ford Coppola. Libros del Asteroide ha publicado su Roscoe, negocios de amor y guerra, al que seguirán otros títulos de su bibliografía imprescindible. Richard Avedon De Sean Penn a Barack Obama, pasando por Bob Dylan y Schwarzenegger. En Retratos del poder comparecen los protagonistas de cinco décadas de historia norteamericana. Avedon, uno de los más grandes fotógrafos de todos los tiempos, en el catálogo de La Fábrica.

Grupo Enigma Zaragoza. La famosa Orquesta de Cámara del Auditorio, en su decimosexta temporada. Auditorio de Zaragoza. 25.01, 22.02, 05.4 y 24.05. Cuarteto Arditti Madrid. Piezas de Brahms, Ullmann y Schönberg, con la participación de la violista Isabel Charisius y el violonchelista Valentín Erben. Auditorio Nacional. 26.01. Carmen Linares Sevilla. En la plenitud de su carrera, la cantaora presenta un repertorio que incluye poemas de Juan Ramón Jiménez, Lorca y Borges. Teatro de la Maestranza. 05.02.

MÚSICA MGMT Barcelona y Madrid. Los creadores de Oracular Spectacular y Congratulations en dos salas legendarias. Salas Razzmatazz y La Riviera. 16 y 17.12. Jazz & rap Valencia. La fusión de Kase-O y Jazz Magnetism, de vuelta a los escenarios. Sala Mirror. 21.01.

Foals in Japan Tokio, Osaka y Nagoya. La banda de Oxford lleva los temas de Antidotes y Total Life Forever a sus fans japoneses. Varias sedes. 15, 16 y 18.02. Roger Waters Barcelona. El genio creativo de Pink Floyd, Roger Waters, demuestra con su espectáculo The Wall Live que los grandes músicos son como el vino. Palau Sant Jordi. 29.03. 143


Un detective privado se sienta a reflexionar sobre las pistas de un caso y, poco a poco, comienza a atar cabos. Una pareja que se ha conocido a través de Internet decide quedar al fin para su primera cita. Un explorador regresa de un emocionante viaje a tierras lejanas y se dispone a contar su aventura a quien quiera escucharla. Una mujer infiel espera la llegada de su amante secreto… ¿Qué tienen en común estas situaciones que en la historia de la literatura han servido como premisas narrativas para construir espléndidos relatos de ficción? Exacto: siempre hay —y habrá— una copa de por medio. De esas costumbres espirituosas tratará nuestra próxima Eñe. Eñe 25. PRIMAVERA 2011. DRY MARTINI

Eñe. Revista para leer La Fábrica Editorial España Editor Alberto Anaut Directora Camino Brasa Coordinador Toño Angulo Daneri Director de Arte Pablo Rubio / Erretres Diseño Diseño Wiebke Harzer / Erretres Diseño Maquetación TMori Corrección de textos Julia Fanjul Producción Paloma Castellanos

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Consejo Editorial Bernardo Atxaga Miguel García Sánchez Luis García Montero Margo Glantz Antonio Muñoz Molina Rosa Regàs Juan Villoro Asesores literarios Jorge Eduardo Benavides y Doménico Chiappe Gracias a Elisabeth Falomir, Israel Fernández y Daniel Manjarrés Socios Protectores Bancaja BBVA Iberdrola Telefónica

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Esta revista ha recibido una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números editados en el año.


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Donde hay un hueco hay alegría. Iberia colabora cada año con numerosas instituciones públicas y privadas que desarrollan proyectos de carácter social; facilita el transporte de pasajeros necesitados de asistencia; y aprovecha los espacios libres que quedan en la bodega de los aviones para enviar ayuda humanitaria como alimentos, medicamentos, material escolar, o juguetes allá donde se necesita. Ayudamos a lograr que quienes están más lejos, puedan tener todo más cerca.

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