Conversaciones con fotógrafos

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BlowUp Libros Ăšnicos



Conversaciones con fot贸grafos Lo real Graciela Iturbide Alberto Garc铆a-Alix Miguel Rio Branco Bleda y Rosa Pierre Gonnord Andres Serrano


Coordinación: Luisa Lucuix Producción: Naiara Garro Diseño original: Garay, Gil, Pita @ La Fábrica Diseño gráfico: Erretres Diseño Maquetación: Myriam López Consalvi Traducción: Herrán Coombs, Gloria Méndez y Mario Merlino Transcripciones y edición original de las entrevistas: Fabienne Bradu, Juana Fernández, Ana Goñi, Marcia Mello, Liliana Merizalde, Sofía Ortega y Ana María Palacio Sánchez Impresión: Julio Soto Impresor S. A. © de esta edición: La Fábrica, 2010 © de los textos: sus autores © de las imágenes de Graciela Iturbide: la artista Cortesía: Galería López Quiroga, México D. F. © de las imágenes de Alberto García-Alix: el artista © de las imágenes de Miguel Rio Branco: el artista © de las imágenes de Bleda y Rosa: los artistas y vegap. Madrid, 2010 Cortestía: Galería Fúcares, Madrid © de las imágenes de Pierre Gonnord: el artista Cortesía: Galería Juana de Aizpuru, Madrid © de las imágenes de Andres Serrano: el artista p. 10: Ojos para volar, Coyoacán, México, 1991. © Graciela Iturbide p. 50: Autorretrato. Buscando a Xila, 2006. © Alberto-García Alix p. 226: © Irina Movmyga, 2009 ISBN: 978-84-92841-71-4 Depósito legal: M-37422-2010

Editor: Alberto Anaut Directora editorial: Camino Brasa Director de Desarrollo: Fernando Paz Producción: Paloma Castellanos Organización: Rosa Ureta La Fábrica Editorial Verónica, 13 28014 Madrid Tel. +34 91 360 1320 Fax +34 91 360 1322 edicion@lafabrica.com www.lafabricaeditorial.com La tipografía utilizada en este libro es la Janson Text. Ha sido impreso en papel Munken Print de 80 g, Creator Vol de 115 g y Woodstock Grigio de 285 g. Impreso en España Estas conversaciones se publicaron originalmente dentro de la colección Conversaciones con fotógrafos coeditada por La Fábrica Editorial y la Fundación Telefónica.

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


ÍNDICE

Graciela Iturbide habla con Fabienne Bradu

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Alberto García-Alix habla con Mireia Sentís y José Luis Gallero

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Miguel Rio Branco habla con Tereza Siza

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Bleda y Rosa hablan con Alberto Martín

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Pierre Gonnord habla con Rafael Doctor

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Andres Serrano habla con Oliva María Rubio

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Biografías

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Selección bibliográfica

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Graciela Iturbide habla con Fabienne Bradu

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El aprendizaje Fabienne Bradu: ¿Podrías evocar las circunstancias y las razones que te llevaron a abandonar el cine a favor de la fotografía? Graciela Iturbide: Entré tardíamente a la Universidad Nacional Autónoma de México a estudiar Cinematografía. Yo hubiera querido estudiar la carrera de Filosofía y Letras, y ser escritora. Ya estaba casada y tenía hijos. Casualmente oí hablar de la escuela de cine, y tenía tantas ganas de hacer algo en mi vida que me inscribí. Siempre la imagen me había llamado la atención, pero nunca se me había ocurrido estudiar cine. Me encantaba estudiar cine, hice dos películas como directora, actué en otra, por la cual me gané el premio a la mejor actriz del año. Pero la suerte fue que allí conocí a Manuel Álvarez Bravo. Él daba clases en uno de los últimos grados; casi nadie iba a sus clases pues todos querían ser directores de cine, y yo de casualidad tenía un libro de Manuel Álvarez Bravo, de la época de las Olimpiadas de 1968, un catálogo que habían editado Miguel Cervantes y Juan García Ponce. Antes de conseguir el libro en el mercado de pulgas de la Lagunilla, no había tenido contacto alguno con su fotografía. Entonces me acerqué a él para que me dedicara el libro y preguntarle si yo podía asistir a su clase: un curso de fotografía normal. Nadie iba a su curso porque todos consideraban la fotografía como la niña pobre del cine. Manuel Álvarez Bravo no solamente me dejó asistir a su curso sino que inmediatamente me ofreció ser su «achichincle». Ya sabes, en México, el achichincle es el ayudante del albañil, del carpintero. Claro, yo no daba crédito. FB: ¿Por qué crees que Manuel Álvarez Bravo te lo ofreció? GI: Creo que advirtió el interés que yo tenía por la fotografía. Dadas las circunstancias en la escuela de cine, donde él veía que nadie se apasionaba por la imagen fija, seguramente dijo: «¡Una que me caiga y pueda venir a mis clases…!». Creo que realmente registró la emoción que yo sentía por la fotografía. Yo tenía buenos maestros en la escuela de cine, pero había algo en la fotografía fija que me atraía. Tal vez tenga que remontarme más atrás para explicarlo. Existe un antecedente en mi vida. Cuando era niña —somos muchos hijos—, mi padre nos sacaba fotos a todos nosotros con su propia cámara. En la casa había un ropero y en un

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cajón se guardaban las fotografías que mi padre había tomado. Para mí, de niña, era un gran placer ir al cajón y ver esas fotografías, estos recuerdos. Había algo especial que no puedo explicar: de hecho robaba fotografías y varias veces fui castigada por el hurto. Para mí era el tesoro de la casa. Me regalaron una camarita a los 11 años, pero nunca tuve conciencia de que quería ser fotógrafa. Quizá a causa del Edipo que pude padecer con mi padre, al ver el libro de fotografías de Manuel Álvarez Bravo y encontrarme con este señor, que me preguntó si yo quería ser su ayudante, cambió toda mi vida. FB: ¿Cuántos años tenía Manuel Álvarez Bravo cuando lo conociste? GI: Don Manuel tenía 67 años. En 1969, era un fotógrafo hecho y derecho, sin duda el más destacado de México, pero en esa época no le daban mucha importancia a su carrera. En los años veinte y treinta, al estar cerca de los muralistas, ganó renombre. Luego vino Cartier-Bresson a México y expusieron juntos. Hubo un momento muy decisivo en su vida con la Galería de Arte Mexicano, junto con Lola Álvarez Bravo. También trabajó en el cine. Pero digamos que, para los sesenta, cuando yo lo conocí, aparte de la estimación y la amistad que le dedicaba Juan García Ponce, todavía no existían libros editados sobre la obra de Manuel Álvarez Bravo. Quizá en los Estados Unidos había más interés por su obra. Para mí, conocerlo fue un premio que me cayó del cielo. Entré a trabajar con un hombre que no sólo era un gran fotógrafo, sino que me descubrió ese tiempo poético, tan mexicano, que era el suyo. Él me decía: «Graciela, no hay que apresurarse, hay tiempo. No se apresure a exponer, hay que trabajar mucho». Todo el tiempo que lo acompañé, me dio la oportunidad de estar cerca de él, de ver cómo trabajaba, de ir a comprar libros con él, de escuchar música con él, la música de Bach. Me empezó a abrir un mundo entero y, sobre todo, este tiempo tan poético y mexicano me marcó. Fue un aprendizaje mucho más amplio que la enseñanza de un oficio. No fue un profesor, jamás fue mi profesor, sino un maestro en el sentido más amplio de la palabra. Él me decía que para imprimir las fotografías siempre había que leer la receta de Kodak, y que eso era suficiente. Yo veía cómo hacía sus copias en el laboratorio. Por aquel entonces, Manuel Álvarez Bravo trabajaba en la editorial de la Plástica Mexicana y, por tanto, estaba en contacto con la obra de Velasco, de

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Clausell y de los muralistas. Entonces suponía adentrarme en este mundo que él conocía muy bien y que era muy rico y fascinante para mí. Yo no era una gente muy culta. FB: En Manuel Álvarez Bravo, ¿era verdadero el rechazo a la técnica o era una coquetería? GI: Manuel Álvarez Bravo no era una persona que manejara perfectamente la técnica. Cuando me decía que siguiera la receta de Kodak, era para que yo me pusiera a trabajar e investigara por mi cuenta. Era una manera muy sabia de introducirme en la técnica, haciéndome notar, por ejemplo, la belleza de un negro o los matices de los grises. Pero él no era un técnico perfecto como el fotógrafo norteamericano Ansel Adams, que dominaba toda la escala de los grises. Digamos que en Manuel Álvarez Bravo había más intuición al hacer las copias, más sentimiento que razón. Para mí, ver cómo iban saliendo los negros y los grises era una experiencia que, en aquel momento, me parecía mágica… Cuando empecé a trabajar con él, tuve la suerte de que el Museo de Arte Moderno de Nueva York le pidió hacer copias de Tina Modotti. Conoció muy bien a Tina Modotti e interpretó atinadamente los negativos de Tina. Yo me limitaba a observarlo, nunca colaboré en sus copias. Él me dejaba ver, tanto en el laboratorio como cuando íbamos al campo. La primera vez que salimos al campo, me dijo: «Como dice el Evangelio, copiaos los unos a los otros», con lo cual quería decir que yo no podía hacer ninguna fotografía que él estuviera haciendo. A mí me sirvió mucho, porque aprendí a encontrar mi propio camino. Cuando uno se encuentra con una personalidad tan fuerte como Manuel Álvarez Bravo, no hay más remedio que embobarse o embelesarse por lo que hacía. Después de un año y medio de estar con él, sentí que tenía que romper el cordón umbilical, seguir por mi propio camino. Manuel Álvarez Bravo me decía que había que tener influencias, pero también que había que sedarlas y, evidentemente, adquirir un lenguaje propio. Entonces, su misma personalidad me ayudó a no imitarlo. Tuve y tengo muchas influencias de él, pero me he ido por otros caminos. Ahora, no puedo negar que me fascinó su manera de ver el mundo, la presencia del universo prehispánico en su obra, la influencia del arte popular que se advierte en sus temas y sus imágenes. Su casa estaba llena de figuritas que comprábamos en los pueblos, tenía

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un gran respeto por el artista popular. Ver y conocer México un poco a través de sus ojos me sirvió de mucho. FB: ¿Hay una fotografía en particular, cuya toma hayas presenciado, que te marcó? GI: Más que una fotografía que él haya tomado, me acuerdo de una fotografía que yo le saqué: está frente a su cámara de gran formato, como pensando y esperando que algo sucediera. Sobre todo me acuerdo, cuando salíamos por el campo, cómo colocaba su cámara grande frente a un paisaje que le gustaba y esperaba a que sucediera algo. Esta paciencia y este tiempo de espera de Manuel Álvarez Bravo, buscar el lugar adecuado donde pudiera suceder algo, es una cosa que me marcó aunque yo no lo haga. He trabajado con muchos otros fotógrafos que tienen prisa y pueden ser tan buenos como él… Manuel Álvarez Bravo sacaba muy pocas fotografías, si acaso hacía dos tomas, nunca se desesperaba. Fuimos a pueblos, a fiestas, y yo veía cómo, de una manera casi invisible, fotografiaba lo que le interesaba sin molestar a la gente ni agredirla. Creo que en eso fue un ejemplo para mí. FB: ¿Tenías la impresión de ver lo mismo que él mientras estaban esperando? GI: Yo veía lo que fotografiaba, pero siempre fui muy prudente. Por supuesto que observaba lo que el observaba, y muchas veces me comentaba después: «¿Vio, Graciela, tal cosa o tal personaje?». Siempre se emocionaba mucho con lo que veía, y comentábamos los resultados cuando revelaba. En el laboratorio, siempre sucedían sorpresas, porque había una diferencia entre lo que yo veía o creía ver y lo que él observaba y la composición que había escogido. FB: Te lo pregunto porque es una cosa que siempre me ha intrigado: he observado un desajuste entre tu legendaria distracción en la vida cotidiana y el ejercicio de tu ojo certero en materia fotográfica. En otros términos, ¿por qué si pasamos las dos por un mismo lugar, hay cosas que yo no veo y tú si las ves? GI: Te sorprendes con lo que ves, pero también con lo que se queda. Muchas veces, piensas: «¡Qué foto más fantástica tomé!», y por más que con el tiempo domines tu cámara y tu ojo, afortunadamente hay sorpresas. Hay momentos en que te preguntas: «¿A qué hora tomé esto?», y te sorprendes; otros, en cambio, te desilusionas.

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FB: ¿Allí residiría la gran diferencia de aprendizaje entre el que estudia la fotografía viendo libros, viendo puros resultados, y el que ve el proceso, la manera de mirar de un maestro? GI: Afortunadamente, mi aprendizaje con Manuel Álvarez Bravo fue en todos los ámbitos. Desde que nos subíamos en el coche, en lo que iba comentando al evocar el paisaje, sus viajes anteriores, las fiestas populares a las que había asistido… todo representaba un aprendizaje muy completo. Aprendía al escuchar todas sus apreciaciones de la vida, de lo que estaba leyendo, o al llegar a su casa, de ver libros de pintura, porque él aseguraba que para formarte tienes que ver mucha pintura, o íbamos a exposiciones. Yo recibí entonces toda esa información que evidentemente me alimentó muchísimo. No era solamente observar cómo trabajaba, cómo tomaba la foto y ver después el resultado, sino participar de su tiempo poético y tan mexicano, como a mí me gusta calificarlo. Obviamente, todo eso, en una escuela, no lo hubiera recibido. Antes que sus imágenes, porque él ha cambiado mucho a lo largo de su vida, lo importante fue el aprendizaje de su manera de ver el mundo, lo que dejó en mí una profunda huella. Me acuerdo mucho de una fotografía suya: una pared con un foco. Creo que en la época en que yo trabajé con Manuel Álvarez Bravo hubo un cambio en sus temas: comenzó a privilegiar la ciudad sobre el campo y a tomar escenas más abstractas. Su sensibilidad es la que más selló mi formación. FB: ¿Ahora te pesa que te designen casi siempre como su discípula? GI: No, estoy muy orgullosa. No es una herencia que me pese. Creo que ya la digerí, y, a pesar de que pronto decidí cortar el cordón umbilical, Manuel Álvarez Bravo es una persona que seguí viendo hasta hace muy poco. Curiosamente, y esto fue muy importante para mi formación, Manuel Álvarez Bravo nunca me dijo si mis fotos eran buenas o malas. Jamás me habló de mi trabajo. Sé que a otras personas les comentaba mi trabajo. Cuando comencé a tomar fotografías, nos mandaba a su esposa Colette y a mí al mercado a ver qué hacíamos, luego veía los contactos y quizá, alguna vez, nos dijo: «Regrese a este lugar». Pero luego, nada. Cuando empecé a publicar libros y se los llevaba, nunca me hizo comentarios. En cambio, recuerdo que una vez fui a Panamá y tomé a unos niños con el puño levantado. No lo hice por razones políticas, sino porque en Panamá los niños levantan las manos para posar en una fotografía, pero alguna editorial de aquí la usó con fines políticos. Y Manuel

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Álvarez Bravo, por única vez, me dijo: «Graciela, todo es político en la vida. No ande tomando cosas deliberadamente». Me sirvió mucho porque tenía razón; una fotografía abstracta puede ser política, depende de cómo la uses. No era una persona protectora o paternal conmigo. Entendí que nunca me iba a decir nada, entonces no le preguntaba nada. FB: ¿Nunca sentiste la necesidad de recibir la palmadita en el hombro? GI: No, nunca me preocupé por eso. Yo estaba tan encantada con la formación cotidiana y, más tarde, con las conversaciones que teníamos, sobre su pasado, de cuando conoció a Tina Modotti, a Diego Rivera, sobre lo que fuera… Era una relación tan rica que nunca me preocupé ni necesité que me diera esa palmadita. FB: ¿Sentiste entonces muy pronto que ya tenías tu propio ojo, como de un escritor se dice que tiene su propia voz? GI: Quizá sentí que, con esta enseñanza, yo podía salir al mundo y ver qué sucedía conmigo. Era difícil trabajar en soledad con el cine, y creo que una de las cosas que más me atrajo al descubrir la fotografía fue que podía trabajar conmigo misma. Además, gracias a Manuel Álvarez Bravo, tuve la gran oportunidad de descubrir mi país con la fotografía. Siempre he pensado que la cámara es un buen pretexto para conocer el mundo. De alguna manera, Manuel Álvarez Bravo me dio la llave para conocer mi país y empezar a descubrir sus distintas culturas. FB: ¿Eso porque el hecho de andar con una cámara te obliga a mirar más? GI: Creo que es un buen pretexto, porque con la cámara tú interpretas la realidad. La fotografía no es la verdad. El fotógrafo interpreta la realidad y, sobre todo, construye una realidad propia, de acuerdo a sus conocimientos o sus emociones. A veces es complicado porque es un fenómeno algo esquizofrénico. Sin la cámara, ves el mundo de una manera, y con la cámara, de otra; por esta ventana, estás componiendo, incluso soñando con esta realidad, como si a través de la cámara se estuviera sintetizando lo que tú eres y has aprendido del lugar. Entonces haces tu propia imagen, estás interpretando. Al fotógrafo le sucede lo mismo que al escritor: le resulta imposible obtener la verdad de la vida. FB: ¿Cómo interpretas al mismo tiempo que estás viviendo algo? Hay una simultaneidad y una velocidad… GI: Porque tu formación y tu intuición están trabajando de un modo inconsciente, y la sorpresa siempre es instantánea. Puedo estar en un jar-

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dín o en una fiesta y ¿por qué me voy a un punto cuando hay cien puntos posibles? Porque allí está actuando la sorpresa, porque yo no puedo fotografiar si no hay sorpresa, si no se produce la chispa de la maravilla.

El mundo indígena Fabienne Bradu: Pasemos al ensayo fotográfico sobre Juchitán; ahora se entiende mejor el origen de tu inclinación por el mundo indígena. Graciela Iturbide: Tuve la suerte de que, en 1979, sin conocerme, me llamó Francisco Toledo para ofrecerme ir a Juchitán. Es un lugar mítico; allí estuvieron Cartier-Bresson, Eisenstein, Tina Modotti, Frida Kahlo, cosa que yo no sabía cuando Francisco Toledo me llamó. Lo que él quería era que tomara fotos y que mis trabajos regresaran después a la casa de la cultura de Juchitán. Me fui por épocas prolongadas a vivir allí. Todo eso lo pude hacer gracias a que Francisco Toledo me regalaba grabados para venderlos y así poder realizar este trabajo, porque yo no tenía un quinto en esa época. En Juchitán, me fui al mercado, me quedé con las mujeres, esas mujeres fuertes, gordas, politizadas, emancipadas, maravillosas. Descubrí el mundo de las mujeres, procuré estar todo el tiempo con ellas y ellas me brindaban cierta protección. Claro, el hecho de ser mujer me facilitó el acceso a su mundo cotidiano y sus tradiciones. El trabajo en Juchitán se demoró seis años con varias interrupciones. Al principio, no pensaba en un libro, de hecho el proyecto no estaba planteado como un ensayo fotográfico, pero empecé a fascinarme con el lugar y a conocer más a las personas, a leer libros sobre la historia zapoteca y, más tarde, Francisco Toledo me propuso hacer un libro. Así regresé a Juchitán y pude fotografiar, por ejemplo, El rapto, gracias a mi relación con la gente del lugar, que me avisó de esta tradición. De hecho, nadie antes la había fotografiado. El rapto hace referencia a cuando dos jóvenes de clase campesina quieren vivir juntos. El muchacho decide raptar a la muchacha, pero todo el asunto se plantea de común acuerdo. Se van a casa del muchacho, él le quita la virginidad con el dedo, la familia del novio se entera que ya tiene a la muchacha, pero la familia de ella no está enterada, y a la mañana siguiente, la familia del novio viene a ver si hay sangre, si

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FB: Cuando hablas de respeto y complicidad con estas mujeres, también decías que te protegían a ti. ¿Cómo fue exactamente la relación con tus modelos? GI: Son mujeres fuertes, grandes hasta físicamente, todo el tiempo estaban contando chistes e historias eróticas en zapoteco —a veces me traducían, otras, no— y tuve la suerte de ir de parte de Francisco Toledo, a quien conocen y quieren mucho. Yo viví en sus casas. Me cuidaban, me llevaban al mercado, me adoptaron de cierta forma. Me dejaban fotografiar y me avisaban de las fiestas, yo me iba con ellas en peregrinaciones de ocho horas. Me enseñaron, por ejemplo, «las pertenencias del lagarto», que es otra tradición de Juchitán, que pocos conocen y sobrevive en el istmo. No era únicamente que me daban permiso para sacar fotos, sino que ellas me proponían y me mostraban las cosas. Fue descubrir Juchitán a través de sus ojos, pero a la vez con los míos. A pesar de que Macario Matus, el entonces director de la Casa de la Cultura, me llevaba a muchos sitios, a las cantinas por ejemplo, allí siempre encontraba a la mujer que me adoptaba y me enseñaba. Así entré en el mundo zapoteco. FB: ¿Qué piensas que vieron en ti para que te adoptaran de esa manera? GI: Creo que se dieron cuenta de que con mi cámara yo era respetuosa y que procuraba esta complicidad. Hay fotógrafos agresivos que yo respeto; por ejemplo, la agresividad es necesaria para documentar la guerra. Lo que vieron en mí fue, sobre todo, la complicidad. Hasta la fecha son mis amigas, y cuando vienen al Distrito Federal me visitan. Una de ellas, Marcelina, me «limpia» la casa, quiero decir, hace el ritual de limpiar las malas vibras, o bien me trae santos de Guatemala. Nunca pretendí mimetizarme con las mujeres juchitecas, vistiéndome como ellas, por ejemplo, aunque a veces me ponía las prendas que me regalaban. En las fiestas, ellas me obligaban a ponerme huipil y enagua y flores en el pelo. FB: ¿Tu concepción del ensayo fotográfico consistiría en volverse casi invisible en una comunidad? GI: Exactamente. Es el tiempo que aprendí de Manuel Álvarez Bravo, pero también tiene que ver con mi personalidad. Estuve en muchos lugares donde me daba cuenta de una fotografía interesante y no la tomaba porque estaba platicando con una de las mujeres. Dependía

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de qué era más importante en ese momento. A lo mejor me perdí algunas fotos buenas, pero era tan importante estar con la señora que tenía al mi lado… La verdad, no recuerdo qué fotografías pude haber sacrificado, pero sí que registraba las situaciones y las dejaba pasar. FB: Los poetas dicen que es necesario saber sacrificar poemas para llegar a ser poeta. ¿Crees que el fotógrafo también tiene que aprender a sacrificar? GI: Claro, es indispensable para volverse invisible. Es más importante conocer los mundos adonde voy, es tan atractivo este conocimiento que la fotografía casi pasa a segundo término. A eso me refiero cuando digo que hay un poco de esquizofrenia que me angustia a veces. Al sacar una foto, sucede algo muy distinto a cuando estás documentándote sobre ese mundo. No entiendo qué me hace sacar una foto. Cartier-Bresson habla del «instante decisivo», que califica como «ojo de lince y guante de seda». Cuando aprietas el gatillo de la cámara, quizá se resumen en tu intuición todo lo que has aprendido y tu imaginación, sin por ello falsear la realidad. FB: ¿Por qué has tomado fotos de Francisco Toledo con animales? GI: Todo lo que pinta Francisco Toledo tiene que ver con las leyendas de Juchitán. Y a la inversa, cuando conoces la vida cotidiana de allí, te das cuenta de que está plasmada en la obra de Francisco Toledo. Evidentemente, cuando descubrí su obra, su visión me influyó. Unas fotos que le saqué a él fueron casuales, y otras, como la de Francisco Toledo con el murciélago, fueron más calculadas y demoradas. Yo compré este murciélago disecado en Nueva York, a Francisco Toledo le encantaban los murciélagos, y allí intervino la complicidad. Empezamos a jugar con el murciélago y fue cuando saqué la foto en la que tú dices que se da una mimetización entre Francisco Toledo y el animal. Pero nada fue calculado. La complicidad puede darse entre nosotros porque creo entender su obra como él entiende la mía. FB: ¿Por qué crees que te llamó para hacer el libro sobre Juchitán? GI: Él no me conocía. Me dio risa porque un día dije delante de él: «Francisco me llamó porque conocía mi trabajo», y él puntualizó: «Ni lo conocía, te llamé porque sí». Evidentemente era una broma y él había visto algunas fotos mías de zonas indígenas de México. Francisco Toledo y Manuel Álvarez Bravo se parecen mucho, y quizá por

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eso tampoco Francisco Toledo me dijo después qué pensaba de mi trabajo en Juchitán. En el buen sentido de la palabra, ambos son muy mexicanos. Es una complicidad silenciosa, de la que nunca se habla. FB: Es una complicidad que incluso tienen ambos con la fotografía… GI: Francisco Toledo empezó a ser fotógrafo hace pocos años. Lo acompañé cuando compró su primera cámara polaroid. Él dice que quería ser fotógrafo antes de volverse pintor. De allí su respeto por la fotografía. Sus polaroids son fotos muy construidas, en las que ensaya un juego erótico. Yo me limito a guardarlas y con su consentimiento las edito y las publico donde juzgamos conveniente. FB: ¿Te importan los comentarios sobre tus trabajos como por ejemplo el que pueda hacerte Francisco Toledo? GI: Para nada. No hago fotos para dar a conocer el mundo indígena o mi país, ni para que me digan si son buenas o malas. Si gustan los resultados, qué bueno. Es una pasión, o mejor dicho, una necesidad de salir con la cámara, es como una terapia. FB: ¿Por qué el mundo indígena? GI: En mis inicios, fotografiaba la ciudad de México. Entré al mundo indígena por Manuel Álvarez Bravo, y me fascinó tanto que sentí sobre todo la necesidad de conocerlo. Desafortunadamente, en México, el mundo indígena está muy marginado y no hemos accedido a vivirlo y a compartirlo por los prejuicios de clase. Mi fascinación no está exenta de cierto lado terrible. Por ejemplo, en Juchitán la gente vive bien, pero hay otras regiones de México que por su misma marginación son deplorables en cuanto a condiciones de vida. Allí hay que hacer algo, pero a otro nivel, no con la fotografía. Como fotógrafa, no intento cambiar el mundo. He participado de otras maneras, nunca con la cámara, a no ser que me lo pidan, como sucedió en Juchitán. Allí fotografié marchas políticas y les di el material. Con semejante marginación y penurias, parece mentira, pero la gente pone más empeño en sus fiestas y tradiciones para que estas se conserven. Es un poco paradójico. Entonces, descubrir su parte ritual me resulta atractivo. FB: ¿Sería una manera de sacar a la fotografía del atolladero del exceso de realidad? GI: Creo que es un falso dilema entre imagen e imaginación, un cliché. Un fotógrafo que no tiene imaginación no es un buen fotógrafo,

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definitivamente. Tampoco hay que caer en el otro extremo, en el barroquismo, que me parece fatal. Si la imaginación significa ponerle cangrejos o cualquier otra cosa a una persona, esto equivale a adornar la realidad pero no es imaginación. Lo importante es el cruce entre la intuición y la disciplina, porque hay que estar atento y a la vez ser invisible. El ojo debe estar atento y captar muy rápidamente todo lo que traes dentro, no sé cómo explicarlo. Lo que el ojo ve es la síntesis de lo que tú eres o lo que has aprendido a hacer, este es el lenguaje fotográfico. Por ejemplo, Strömholm fotografía cosas dramáticas, pero al ver una foto suya no dices: «¡Qué tremendo lugar!». Lo que te intriga es saber lo que sintió ante un pedazo de hielo que estaba tirado en la calle. Es lo que él trae dentro, toda su cultura que interviene para que pueda captar este pedazo de hielo. También tiene una fotografía de París, en la que el agua sale de un caño, que todos hemos visto cuarenta veces, y ves su foto y te angustia. La labor del fotógrafo es sintetizar, hacer una obra poética y fuerte a partir de lo cotidiano. FB: ¿Qué te dio el mundo indígena a ti como persona, no como artista? GI: Conocimientos acerca de la cultura de mi país y conciencia de la marginación. De ellos aprendí que su cultura es diferente a la mía. Me cambió saber que existen otros mundos, tan remotos y a la vez tan cercanos a nosotros. Pero no soy consciente de qué modificó en mí. Acaso aprendí a ver un poco con los ojos de ellos. Al principio de mis incursiones en zonas indígenas, sufría mucho, me angustiaba cuando me preguntaba por qué estaba interesada en este mundo, me sentía como una intrusa. Llevaba una especie de bitácora de mis viajes, apuntes. Después entendí que yo era fotógrafa y que no tenía por qué avergonzarme de mi oficio. Hay muchos momentos de soledad cuando estás fotografiando, de constante reflexión durante los viajes.

El sueño y la muerte Fabienne Bradu: ¿Podrías hablar de las imágenes que previamente viste en tus sueños y luego te encontraste en la realidad? Graciela Iturbide: He tenido algunos sueños que tienen que ver con mi trabajo. Un día, quizá en los ochenta, soñé con una frase que se

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El sue単o, Roma, Italia, 2006


Caballo para Gerzo, Acadian Village, Lafayette, Luisiana, EE UU, 1997


Ostia, Italia, 2007


Mandrione, Roma, Italia, 2007 (La luna)


Chalma, MĂŠxico, 2008


Mozambique, 2006


Guanajuato, MĂŠxico, 1978


Cerca de Campos de Fiori, Roma, Italia, 2007


repetía, «en mi tierra sembraré pájaros», y veía a un hombre con muchos pájaros revoloteando. En mi sueño aparecían la frase y las imágenes juntas. No sé qué significado tenía la frase y visualmente era un hombre con muchos pájaros, y por casualidad, más adelante, lo encontré. Bueno, no es tan difícil toparse con un hombre con pájaros. Fui a una isla del estado de Nayarit, cerca de las islas Marías, donde sólo viven pájaros, y había un hombre que era el cuidador de la isla. Existe una foto muy conocida en la que este señor mira los pájaros. Yo la relaciono con el sueño. Lo que todavía no he averiguado es si la frase tiene que ver conmigo como fotógrafa o como simple persona. Fue cuando quise imprimir la foto que me acordé del sueño y me impresioné un poco. Ahora no sé si he forzado el reconocimiento o fue el sueño que me influyó a ver cierta realidad. Puede ser que la imagen haya sido captada por mi sueño. Otro sueño también tiene que ver con mi trabajo. A raíz de una separación afectiva, soñé con mi casa ardiendo y veía mis negativos consumidos por el fuego, que era lo que más me angustiaba. Me sentía desesperada porque me decía: «Se va a perder mi trabajo». Lo fantástico fue que empezaron a salir de los negativos la mujer con la grabadora caminando y la señora de las iguanas. Tampoco he podido interpretar este sueño, pero de alguna manera se salvaban mi personajes. Quizá signifique que era más importante el personaje que los negativos, pero a fin de cuentas se trataba del personaje inventado por mí en mis fotografías. Por eso me pregunto: ¿se estaban salvando los personajes que yo vi o se estaba salvando mi interpretación de ellos? En realidad, no estoy segura de que se trate de un sacrificio, de que prefiera conservar a los personajes por encima de una buena foto, porque no estaba salvando la imagen real. Quizá sea tan egoísta que, si bien se pierde el celuloide, sí se salva mi imagen. Para mí, el sueño siempre ha sido muy importante en mis trabajos. Sueño en la noche con lo que hice en el día, sueño con las cosas que voy a hacer, tengo sueños premonitorios. Brassaï es uno de los fotógrafos más decisivos en mi vida, su trabajo me deslumbra, sobre todo las series sobre las noches de París: esta manera tan fuerte, tan ruda y tan poética a la vez, de interpretar la vida de los prostíbulos, de las calles nocturnas. Y no solamente me fascinan sus imágenes, sino también lo

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para la posteridad. Nuestros miedos sobre todo tienen que ver con el tiempo, pero ¿cuál es exactamente el trato del fotógrafo con el tiempo? ¿Cómo negocias con él? GI: A mí me obsesiona más la composición, la imagen, que el tiempo. Para muchos otros cautivar un instante es lo más importante, el tiempo es indispensable porque es el movimiento. Pero como yo no tengo muchas imágenes en movimiento, el tiempo pasa a segundo plano. Por ejemplo, tengo una fotografía de una bicicleta con pollos, que vi en Tlaxcala; me pareció rarísima esta imagen de los pollos con las patas atadas para arriba. En ese momento en que yo estaba fascinada haciendo una foto casi abstracta, pasó una pareja de recién casados, ya mayores, con el polvo de Tlaxcala encima, y solamente su madre atrás de ellos. Me quedé tan pasmada que no los tomé, y me arrepentiré toda mi vida de no haberles sacado una foto. Era como una visión de Pasolini en México: llenos de polvo, con su velo, junto a una bicicleta… Pude haberles dicho: «Espérense un momento», o haberlos retratado rapidísimo. Allí me falló el tiempo, me faltó echarme para atrás y tomar la fotografía. Era una imagen bellísima y patética que se me fue. Igual la tomo rápido y me sale desenfocada, o solamente era mi fantasía, influida por películas de Pasolini o Fellini, la que estaba jugando en ese momento. Estos instantes son regalos de la realidad, y de todas maneras es fantástico vivirlos. Tu ojo y tu imaginación deben estar atentos, pero no pude cautivar ese instante regalado. A lo mejor carezco del «ojo de lince» del que habla Cartier-Bresson; soy más reposada, me quedo con lo que está allí, estático. Antes que el tiempo, me interesa la plasticidad del símbolo.

La India Fabienne Bradu: Para el fotógrafo, ¿el viaje es un ejercicio para refrescar el ojo, renovar su capacidad de asombro? Graciela Iturbide: Me parece que el viaje es importante para el fotógrafo, para el turista, para el escritor, para todos. Para mí lo es por la necesidad de conocer y sorprenderme. Otra vez, la cámara es el pretexto para conocer. Pero el conocimiento es doble: cuando viajas

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descubres cosas en el exterior y también dentro de ti, de tu soledad. Para mí el viaje significa mucha soledad aunque esté en contacto con la gente. Me remite a una soledad que, a su vez, permite la reflexión. Cuando viajas, estás expuesto… a no sabes qué. Tenga o no la cámara en las manos, inconscientemente el ojo está encuadrado, es una deformación profesional. FB: ¿Tus trabajos previos con el mundo indígena facilitaron tu entrada a la India? GI: No lo sé. Quizá me lo facilitó en el sentido en que ya estaba acostumbrada a ver otros mundos ajenos al mío. En la India había ciertas similitudes con lo que había visto en México. Pero, pese a las similitudes, al principio fue una realidad muy tremenda para mí. Cuando llegué a Rishikesh, tuve la impresión de llegar a Chalma, porque volví a ver los mismos Cristos kitsch de México, pero con los rasgos de Shiva. Pienso que el mundo indígena fue una especie de filtro previo. En todo caso, la gente es más fácil en la India que en México, a los indios les encanta que les tomes fotos, incluso hasta resulta difícil porque todos quieren salir en ella. A veces tienes que tomar la foto por compromiso, para darles gusto, y luego seguir con lo tuyo. En el mercado de caballos de Lucknow, era tal la cantidad de gente que me seguía para ver la cámara que me fue imposible trabajar. Todos querían ver a través de mi cámara, podrían haber sido 200 personas que me seguían. FB: ¿Desde el principio del proyecto existía la idea de juntar México y la India? GI: Desde un principio, a causa del libro de Octavio Paz Vislumbres de la India. Yo no estuve siempre de acuerdo con la idea de los patrocinadores, porque una vez que ahondé un poco en la India, las diferencias se impusieron sobre las similitudes. Ahora bien, el diálogo que se estableció en el libro entre los dos países sucedió en el momento de la edición. Pero no busqué los pares a la hora de fotografiar la India. Tampoco el proyecto me incitó a volver a mirar México después de la India. Utilicé el material que ya tenía sobre México. No hubiera podido buscar el par, ni de un lado ni del otro. De hecho, las fotos de la India corresponden más a objetos, según yo, a cosas simbólicas. No quería caer en el cliché de lo que ya se había fotografiado allí. Traté de

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ver otras cosas que las que aparecen en los libros sobre la India. Tanto en México como en la India, hay maneras de ser que llaman la atención de un extranjero, como le sucedió a Cartier-Bresson, pero como soy mexicana, pertenezco a un país que escapa, por su marginalidad, de todos los demás llamados industrializados o desarrollados. No sé si logré escapar de los clichés de la India, pero al menos los que tomé no los puse en el libro. Por ejemplo, escogí la mano de Fátima, que es el símbolo del partido comunista tan presente en Calcuta, o el periódico The Times en el suelo con las cazuelas para recoger las limosnas, en lugar de fotografiar al mendigo. Procuré quedarme con los símbolos en los que, para mí, se cifraba la India. En lugar de tomar a un hindú pidiendo limosna, que es lo que a mí me molesta, fotografié el Times y la prótesis abandonada en el suelo, porque sabes que en la India hay gente que se corta el pie para pedir limosna. Traté de hacer algo simbólico con lo que veía en la India. FB: ¿Eso significa que privilegiaste una India insólita sobre una India cotidiana? GI: Bueno, toda la India es insólita. Hay un fotógrafo que ha fotografiado la India y me gusta mucho, Max Pam, quizá él me ha influido. Quiero decir, son influencias positivas, no significa que fui a tomar lo que Max Pam había visto, pero digamos que es uno de los fotógrafos que más me gusta entre los que han fotografiado la India. Como clichés considero al pordiosero, al leproso, aunque también hay fotógrafos que han ido con la madre Teresa y han retratado a los leprosos con resultados fantásticos. Otro fotógrafo de Nueva York ha tomado toda una serie de los saddhus que es fascinante. Pero, si ya se hizo, sería un poco absurdo que yo lo hiciera. Además, desde hace un tiempo, trabajo menos con la gente. Por casualidad, estando en Florida, empecé a fotografiar paisaje y objetos, muy poco antes de ir a la India, y quizá estaba tan metida en el viaje por carretera, viendo esa soledad de Estados Unidos, que cuando llegué a la India preferí retratar una chaqueta colgada de un árbol con pájaros. En octubre había hecho el viaje a Estados Unidos y en diciembre partí a la India. Estaba en una búsqueda nueva, de paisajes, objetos, totalmente contraria a mi actitud de antes, que se fundaba en el contacto con la gente. Empecé a ver cosas que antes no veía, en las que no me detenía. En mi primer viaje

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a la India, todos mis trabajos se centran en objetos y símbolos. Afortunadamente también encontré muchos pájaros, y estaba empezando a armar el libro sobre los pájaros. A los pájaros no los encuentras donde tu quieres. Sobre todo, no me interesa el pájaro en sí, sino en determinadas situaciones, como en Khajurhao, junto a la chaqueta militar colgada en un árbol, o los pájaros revoloteando arriba de la hilera de perros. Quizá si hubiera ido a la India diez años antes, el paisaje me hubiera dejado indiferente. FB: ¿No es un poco paradójico eliminar el elemento humano para fotografiar la India? GI: Sí, pero ahí interviene lo que le sucede al fotógrafo, por qué elige o privilegia ciertas cosas sobre otras. Por ejemplo, me invitaron a Allahabad y no quise ir porque no quería encontrarme con las multitudes. El trabajo sobre los pájaros parte de los escritos de San Juan de la Cruz acerca de las cualidades del pájaro solitario, que volví a encontrar en los poetas sufís de la India. El primer viaje que hice a la India fue con mi familia, para que cada cual encontrara un tema de trabajo de acuerdo a sus intereses: Estela como historiadora, Mauricio como arquitecto, Manuel grabando música y yo fotografiando. Y ¿por qué, si hago un libro sobre pájaros, me encuentro pájaros? Era fantástico, se me daban en mi peregrinar por la India. FB: ¿Cómo en un país de extrema extrañeza vas buscando la sorpresa? GI: Quizá busqué la sorpresa dentro de lo común y corriente que pude haber encontrado en cualquier parte del mundo. La obsesión inconsciente que tenemos los fotógrafos hace que nos encontremos por doquier con el tema que traemos adentro. Los pájaros que yo busco son el pájaro solitario de San Juan de la Cruz, que tiene que ver con el poeta Attar. Pueden estar en la realidad, pero sobre todo están en mí o, podría decirse, que están espiritualmente en la literatura y por eso es difícil descubrirlos en la realidad. La literatura me inspira a buscar el viaje de los pájaros de Attar, que al final llegan a encontrarse con ellos mismos en el espejo. Había leído en Borges la historia del Simurg cuando todavía no pensaba trabajar sobre los pájaros. Pero se ve que me interesaba de tal forma que le mandé este cuento a Abbas, y él, como iraní que además se llama Attar, vuelve a su mundo por este cuento, a fotografiar el Islam. Por mi parte, el cuento me incita a

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de los dos platillos crees que pesa más en el conjunto de tu obra, el del placer o el del dolor? AGA: Hay un dolor inherente a la fotografía, ya que la fotografía refleja siempre un momento pasado, nunca un momento presente. Las fotos dan testimonio de cómo éramos, cómo vestíamos, cuál era nuestro entorno. Hacer retratos es, de alguna manera, coleccionar cadáveres. La cámara registra de forma muy clara el paso del tiempo, que es un elemento muy sentimental. Al enfrentarme al conjunto de mi trabajo veo desplegarse toda mi vida, reconozco los momentos en que tiré las fotos, quiénes eran mis compañeros, cómo me sentía, cómo se sentía la persona que tenía delante, cuál era nuestra relación. La fotografía contiene un elemento fatalista, pero a pesar de todo he disfrutado mucho con ella. MS: ¿Cuál es tu intención última cuando fotografías? ¿Te consideras un fotógrafo histórico o poético? AGA: No me veo de ninguna de las dos maneras. Lo único que pretendo al hacer fotos es dejar que el poder de la cámara fluya. Y las hago, en primer lugar, porque es un trabajo del que vivo; en segundo lugar, porque es una pasión, y, en tercero, porque seguramente es una gran droga. MS: ¿Concibes el arte como una válvula de escape para el propio creador, más que como algo que pueda generar cambios en la sociedad? AGA: A ver, a ver, repite… MS: Que si ves el arte como una válvula de escape que sirve al propio creador, más que como una actividad que pueda incidir en su entorno. AGA: Es que lo de «válvula de escape» me había sonado a motos… (risas). Cuando cojo la cámara no tengo nunca un planteamiento previo sobre lo que voy a hacer, sino que dejo que la intuición, el momento, ese trance del que hablaba, me marquen el camino. Al final queda un negativo irrecusable que muestra si nos hemos equivocado o no. JLG: En un video de Javier Esteban que se proyectó durante la exposición afirmas que no sabrías vivir sin moto. ¿Cómo se explica que hayas prescindido de ella durante los más de seis meses que has empleado en clasificar y seleccionar el conjunto de tu obra para esta muestra?

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AGA: Es que se rompió, y hay que cambiarle el motor, lo cual lleva su tiempo. JLG: A mí me parece una curiosa metáfora del destino. La moto era una tentación demasiado peligrosa para alguien que debía concentrarse en la preparación de algo tan minucioso como una amplia exposición retrospectiva. AGA: No, no. Yo he sentido mucho estar sin moto: me he pasado todo el día cogiendo taxis (risas). En cuanto veo el sol de la mañana, maldigo: «¡Otra vez sin moto!». Siempre pensé que, llegado este momento, mi compañera estaría en la puerta, esperándome, pero así es la vida. Se rompió, y no tiene mayor importancia. JLG: Recientemente has impartido un taller de fotografía en el Círculo de Bellas Artes. ¿Qué conclusiones extraes de las jornadas de intercambio con los alumnos? AGA: Los talleres de fotografía son muy válidos, pero tienen el pequeño defecto de que se acaban precisamente cuando las cosas empiezan a cuajar y cuando ves que la gente aprovecha. Sucede como al terminar el verano, que suele ser la época en que te enamoras. Las clases exigen mucho, tanto al profesor como al alumno. Yo, al menos, me exijo mucho, aunque la técnica no sea la base de lo que quiero enseñar. Y a menudo las enseñanzas no se aprecian en el momento, sino con el paso del tiempo. La clave de un curso está en que te haga amar la fotografía; si sales amando la fotografía desearás hacer fotos. MS: Los alumnos te pidieron dar una clase delante de tus propias fotos, ¿no es cierto? AGA: No, pero fuimos a verlas. Ver imágenes y tomar posición frente a ellas es básico en la enseñanza. Los libros de fotos, las exposiciones e incluso el conocimiento de la historia de la fotografía son vitales para el fotógrafo. Los cursos tienen la virtud de allanar el camino. Si tienes buenos profesores que te hagan amar la fotografía avanzarás más rápido. MS: Tú eres esencialmente autodidacta, pero también has asistido a algún curso. AGA: Me apunté a uno hace diez años. Fui los tres primeros días y no volví. MS: ¿Quién lo impartía?

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MS: Mientras que en los autorretratos miras si eres tú mismo o no… AGA: Sí, pero los gustos cambian con el tiempo. El cuerpo humano, siempre lo digo, es arquitectura. Sobre el cuerpo humano podemos construir igual que sobre un plano. Mis autorretratos de hace diez o quince años eran más estéticos. Cuando has visto una gran cantidad de fotos y empiezas a tener el gusto formado, hay un momento en que te preocupa mucho la estética, la composición formal. Hoy día busco otras cosas. Quizá intento ser más sincero, reconocerme en el dolor y hacer una fotografía más cercana, más desnuda. Sin embargo, no creo que haya muchos cambios entre la primera fotografía que tomé en mi vida y la última. Lo que mandan son lo pequeños vicios a los que nos hemos acostumbrado. Yo tengo tendencia a buscar la frontalidad, me he habituado a mirar de esa manera. No me escondo sino que busco el enfrentamiento directo. Todo retrato es un encuentro entre seres humanos, un enfrentamiento que en algunas ocasiones resulta muy duro. A veces me gustaría cambiar, pero la posición frontal es la única en la que me siento cómodo. JLG: ¿Te identificas con Roland Barthes cuando dice que no hay fotografía sin aventura? AGA: Sí, claro. La cámara implica siempre una aventura. Mirar es una aventura. MS: Estás acostumbrado a verte en fotos estáticas, ya sean retratos o autorretratos. ¿Cómo te has visto a través del despliegue de medios que ha suscitado la muestra? ¿Qué nuevo aspecto de ti has descubierto en la televisión? AGA: Me descubrí una peca… (risas). Bromas aparte, es muy desagradable esa popularidad de la tele. Espero que desaparezca pronto; no me hace ninguna gracia que el frutero me diga: «¡Adiós, artista!» (risas). La popularidad no es para mí. Si te piden una entrevista, la das, pero luego resulta que sacan tus palabras de contexto o destacan la frase más simple o más chorra de tu razonamiento. Siempre quedas como un chorizo o como un imbécil. JLG: Si tuvieras que señalar un momento decisivo en tu evolución como fotógrafo, ¿cuál sería? AGA: Mi evolución como fotógrafo va unida a mi evolución como persona.

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JLG: En ese caso, ¿cuál sería el episodio personal que más te ha marcado? AGA: Nunca he creído mucho en los momentos cruciales. No existe un momento que pueda separarse de los otros. JLG: En 1986, con ocasión de un viaje a Venecia, una serie de peripecias te hacen tomar la decisión de dedicarte por completo a la fotografía. ¿No fue ese un momento decisivo? AGA: Hay un momento en que decido ganarme la vida como fotógrafo, y es cierto que coincide con unas circunstancias personales muy delicadas. Quico Rivas me convenció de la necesidad de montar un estudio, empecé a tener encargo y todo vino un poco rodado. Pero nada de eso influyó en mi visión de la fotografía. MS: ¿Qué papel han jugado las máquinas de fotos en esa visión? ¿Cada cambio de cámara te impulsa a hacer cosas nuevas? AGA: Bueno, yo nunca he sido un hombre que coleccionara cámaras. Las perdía todas, de modo que no podía tener alma de coleccionista. Al principio utilizaba una Nikon F2 con un objetivo de 20 mm, que distorsiona bastante; puedes divertirte mucho con él, y también sentirte condicionado. Luego conseguí uno de 50 mm, y más tarde uno de 135. El siguiente paso fue comprar una cámara de formato medio con un objetivo de 80 mm, que te obliga al plano medio, pues los primeros planos son muy difíciles. Con el 135 mm de formato medio descubrí nuevas posibilidades de acercarme al modelo. La fotografía es una gran rueda, un conjunto de elementos. Tu visión está relacionada con los objetivos que empleas, y cada objetivo tiene sus cualidades. Un angular abre el campo, un teleobjetivo lo achata. Y después están las luces, la ampliadora, los papeles, el trabajo de laboratorio, el día que tengas, lo que te ofrezca el modelo… No hay que olvidar que para hacer un retrato necesitas un cómplice. Todo influye, si has dormido mal o si el banco te ha pasado una letra. Es así en la vida de cualquiera de nosotros. JLG: En un reportaje realizado por Juan Luis Buñuel para la televisión francesa afirmabas que ser fotógrafo no es suficiente. ¿Qué harás en el futuro para no ser solamente un fotógrafo? ¿Editarás libros, dirigirás películas…? AGA: El cine fue mi gran pasión al principio, y es una espina que llevo clavada. De hecho dirigí dos cortometrajes fallidos. Me

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encantaría hacer cine y me encantaría hacer un documental de mis fotos, pero el cine y la fotografía representan dos niveles industriales muy diferentes. Esta ha sido la primera vez que alguien financia una exposición mía. El resto de las cosas con las que me he divertido a lo largo del tiempo me las inventé yo mismo. ¿Quién me iba a dar la oportunidad de dirigir una revista? Nadie, por eso me inventé El Canto de la Tripulación. La fotografía no llena toda mi vida, sino que es un componente más del juego. Por eso, aunque no me diera de comer, aunque no le interesase a nadie, seguiría agarrado a la cámara. Muchas veces, mientras voy por la calle, pienso: «¡Qué buena foto!». Es probable que nunca la haga, pero ese momento de descubrimiento llena mis expectativas como fotógrafo y, hasta cierto punto, mis expectativas vitales. MS: Una vez confesaste que se te han quedado más grabadas las fotos que no hiciste que las que hiciste. AGA: La gente que tienes más cerca es precisamente aquella a la que no haces fotos. Luego pasa el tiempo y no la vuelves a ver. Esas fotos que uno no hizo pero que pudo haber hecho se convierten en una obsesión. MS: ¿Es la luz lo que más te condiciona a la hora de hacer una foto? AGA: La gran rueda de la que hablábamos antes está compuesta por muchos elementos, y uno muy importante es la luz. En cierta manera, la luz es el traje de la fotografía. A veces me llama la atención una habitación en penumbra o un pasillo mal iluminado, y desearía recoger esa luz. No es que me haya dejado de gustar usar el flash, pero su claridad es menos misteriosa. La mancha de luz de una lamparita o el reflejo de un foco en la pared no pueden conseguirse con flash, sino que necesitarías un trípode, lo cual no siempre es posible. Cada día tengo más fijación con la luz, pero tampoco debe primar sobre la imagen, puesto que al fin y al cabo es sólo el traje de la fotografía. JLG: ¿Piensas mucho en el futuro estos días? ¿Con qué cosas sueñas? AGA: Sueño con pagar la moto; tengo la cabeza llena de números (risas). Aparte de eso, trabajo en una carpeta de fotograbados porno. JLG: Bueno, ya que estamos en compañía de bastante gente, quizá podríamos abrir un turno de preguntas o comentarios.

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Pregunta del público: ¿De qué manera influyen los estimulantes o el alcohol a la hora de manejar una cámara de fotos? AGA: Buena pregunta. Soy un hombre que bebe, no lo voy a negar. Cada persona necesita unos alicientes para trabajar, y en mi caso, ya que no me gusta mucho el trabajo, necesito estar cómodo. En según qué ocasiones, un cubata me ayuda a lograrlo. Unos cubatas o un canuto agudizan los sentidos, te relajan y te permiten estar más a gusto contigo mismo. Pero la influencia más importante es la del día siguiente. Con resaca, el nervio óptico tiembla y resulta muy difícil enfocar. Si estás muy pasado no puedes hacer fotos. Sin embargo, la gente es muy exagerada: dos cubatas ya le parece demasiado; no tiene en cuenta que tu aguante es de dieciocho… (risas). Últimamente, como mi hígado ya no es lo que era, bebo menos, y muchas veces echo de menos ese cubatita. Ahora lo estoy echando de menos, por ejemplo. MS: ¿Las fotos desenfocadas son en ocasiones el fruto de la resaca? AGA: No, la resaca se traduce en torpeza. Vamos a hablar francamente: la fotografía consiste en hacer un uso consciente y lúcido de la cámara. Está claro que no es un trabajo mecánico, sino que depende mucho del estado de ánimo. Hay que decidir lo que se quiere transmitir, y encontrar la fuerza necesaria para hacerlo. JLG: Para acercarse a una cierta verdad… AGA: Eso nos gustaría a todos, acercarnos a una cierta verdad. JLG: ¿Es el grado de aproximación a esa verdad indefinida lo que determina el éxito o el fracaso de cualquier proyecto? AGA: «Éxito» y «fracaso» son palabras contra las que siempre me he rebelado. A veces una foto sale mal, pero la imagen es poderosa, vibrante. Antes me importaba mucho que estuviera compuesta y bien enfocada. Ahora sólo me importa lo que transmite. Por eso cada día me parece más difícil hacer fotos. Coger la cámara es exponerse cada vez a mayores responsabilidades. JLG: ¿No estarás cansado? AGA: No, nunca me cansaré de la cámara. Estoy cansado de la responsabilidad. JLG: Tú sueles equilibrar esa responsabilidad con una permanente invitación al juego.

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AGA: De unos años a esta parte, tomar la cámara en las manos se ha convertido en un juego un poco masoquista. Cualquier foto te obliga a una toma de decisión muy compleja, en la que además es preciso actuar deprisa. Las posibilidades de equivocarse son infinitas. MS: ¿Cómo es la relación con tus asistentes? ¿Influyen en tu trabajo? AGA: Claro que influyen. Son amigos, no alguien que pasa por casualidad. El asistente está metido en mi vida y tiene que protegerme y ayudarme; tiene que darme su amistad y su cariño, igual que yo le doy el mío. Estamos juntos para hacer un trabajo y divertirnos haciéndolo. Para pasarlo mal, no creo que interese tener asistentes. MS: ¿Con cada cambio de asistente varía un poco tu manera de hacer fotos? AGA: No, más bien al contrario, porque por regla general yo sé más que el asistente. Si sucediera al revés, sería fantástico; en el fondo, es lo que verdaderamente me gustaría… (risas). Muchas veces he recurrido a grandes fotógrafos, como Luis de las Alas, para que me sirvieran de asistentes. Eso te hace sentirte protegido. A fin de cuentas, el asistente es como tu guardia pretoriana, y además puedes pedirle responsabilidades: «Oye, que la cámara no está cargada»… Pero, ante todo, es un compañero y un amigo. MS: ¿Te ha tocado en alguna ocasión hacer de asistente de tus amigos? AGA: Por supuesto, muchas veces he sido asistente de mis asistentes (risas). PP: Más de una vez has dicho que tu libro favorito es Viaje al fin de la noche. ¿Qué hay de la mirada del protagonista de esa novela en tu mirada? AGA: Entendí muy bien la vida contada de esa manera. El libro de Céline me impresionó mucho, y de algún modo me reconocí en esa mirada tan cínica. Creo que es un gran libro y que la vida es un viaje. La vida de todos nosotros es un viaje hacia la decadencia. Todos envejecemos y vamos camino de la muerte. Pero también creo que en ese viaje hay cosas divertidas. PP: En tus fotografías está tu vida, tus mujeres, tus amigos, incluso los que se han ido, y el libro se cierra con una foto de Susana mirando hacia delante. ¿Qué hubieras hecho de no ser fotógrafo? ¿Qué hubiera sido de tu vida? AGA: Eso mismo me he preguntado yo muchas veces, y nunca di con la respuesta. Imagino que hubiera sido el mismo liante, pero sin

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cámara. Hubiera liado a otro tipo de personajes en otro tipo de viaje. Lo que sí intuyo, conociendo mi carácter como lo conozco, es que no habría hecho ningún trabajo que no desarrollara la parte más íntima de mi personalidad, lo que va conmigo. La vida está abierta a infinitas posibilidades. Nunca conocemos el camino. Un día te encuentras con la fotografía sin haber soñado jamás ser fotógrafo. Otro día te encuentras con una mujer y acabas compartiendo su vida. La magia de la vida es el encuentro.

Tres años después Mireia Sentís: ¿Te ha ocurrido alguna vez algo tan frustrante como descubrir, después de un día intenso de trabajo, que no tenías carrete en la máquina? Alberto García-Alix: Este verano me ha ocurrido algo parecido. Al regresar de vacaciones me encontré con un montón de carretes velados. Y mientras los hacía me había sentido en estado de gracia. Lo sé porque en cada momento dejé fluir mis sentimientos a través de la cámara. Al ver que no había quedado nada me quise morir. Pensé que me habían echado un mal de ojo. Incluso me caí de la moto. Pero inmediatamente he vuelto a hacer fotos, para intentar vengarme. José Luis Gallero: ¿Qué tipo de imágenes fotografiaste en ese estado de gracia? AGA: A ver cómo lo explico. Tú miras a través de la cámara, pero lo que estás buscando es el reflejo de tu propio estado de ánimo. Una tarde coges la cámara y descubres ese reflejo en un paisaje determinado en el cual te reconoces. Puede ser un cactus, un bosque de pitas y chumberas con sus espinas dirigidas hacia el cielo. Y en ese momento da igual que haya luz o no, que tengas foco o no. MS: Cada vez te siente menos apegado a la técnica. AGA: Sí, pero sé más. MS: Claro, por eso te puedes despegar. AGA: A menudo sólo soy consciente del trance que vivo como autor de las fotos, y es difícil saber lo que ese trance inspira a los demás.

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Por un lado está la emoción del fotógrafo, y por otro la del espectador que interioriza lo que ve. Quizá el resultado sólo muestre una mínima parte de los tonos que pretendías mostrar, pero lo fascinante es el trance, la interrogación que en ese momento te plantea cada cosa que surge ante tus ojos. Lo único que me interesa es lo que salga de ahí. JLG: En esta época de crisis generalizada, no parece que dudes demasiado sobre el sentido de tu trabajo. AGA: No, sobre el sentido, no. Nunca me había divertido tanto como fotógrafo ni había tenido tanta conciencia de mis emociones. Sin embargo, me asalta una duda más amplia. Casi sería preferible dudar de mi trabajo. Pero no dudo, porque es lo único que tengo. Una vez coges la cámara estás obligado a disfrutar incluso de tu melancolía. Nadie me obliga a hacer fotos, las hago a mi antojo, porque quiero, para entender algo de mí mismo. Este verano, en Valencia, estuve encerrado en una habitación durante días, agobiado de problemas y maltrecho después de una caída. Por las mañanas, sin haber dormido en toda la noche, me levantaba para fotografiar mis calzoncillos y mis botas en el sueño de aquella maldita habitación… JLG: Tus fotos evocan siempre las escenas de una película que estuviera ocurriendo dentro de ti. AGA: En la actualidad soy más consciente de eso. Antes era consciente precisamente del trance, mientras que ahora lo soy de su poder real. La diferencia estriba en que ahora la experiencia es bastante más lúcida, busca más el sentimiento y menos la forma. En último extremo, la forma está predeterminada: una fotografía es un plano, un papel de una sola dimensión. JLG: Quizá tu obsesión por el cine responde a un intento de ampliar los límites de la fotografía. AGA: Estoy preparando un guión cinematográfico que se titula De donde no se vuelve. Es una historia construida a base de fotografías y una voz en off. Esa voz es la mía, pero va dando entrada a otras voces, música, efectos de ritmo. Es La historia jamás contada, la misma que había pensado anteriormente en forma de libro, la crónica de todos nosotros en el Madrid de finales de los años setenta y principios de los ochenta. Ahora se trata de hacerlo en cine, en forma de documental. Tengo miles de fanzines de la época, cartas, entrevistas; utilizo todo el

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material disponible, desde mi primera foto hasta la última. Durante noches he estado trabajando con Gonzalo García Pino, repasando, quitando, añadiendo. Antes parecía que daba tiempo para todo. Ahora sucede al revés. Es uno de los cambios que más noto. JLG: En una entrevista de 1990 declarabas que tu afición a la fotografía empezó como diversión. Diez años más tarde, en el prólogo a tu libro de la colección PHotoBolsillo, Calvo Serraller escribía: «Durante los casi veinticinco años que abarca la actividad artística de Alberto García-Alix no se puede decir que se haya hecho mayor, pero sí que su mirada se ha hecho más melancólica». AGA: Es cierto, la mirada se ha hecho más melancólica, pero también más sabia. JLG: Quizá porque has tomado conciencia del paso del tiempo. AGA: Porque he tomado conciencia de la pérdida. MS: Recuerdo un cumplido maravilloso que te hicieron en Barcelona. Durante la inauguración de tu exposición retrospectiva en Tecla Sala, una mujer se acercó a ti y te dijo: «Gracias, maestro, al retrato de Camarón sólo le falta cantar». Tuve la impresión de que aquello te conmovía. AGA: Finalmente, lo que da verdadero sentido a tu trabajo es el reconocimiento de los otros, de la gente que dice que tus fotos le han marcado o que le han ayudado a entender algo. Ese agradecimiento siempre me sorprende y siempre me descoloca. En Cuba también se me acercó una mujer y me dio las gracias diciendo que aquella exposición le ayudaba a resistir. Puedes entenderlo como quieras, pero es un halago bonito. MS: Esa mujer lo que quería decirte es que hay belleza en todas partes. JLG: En cualquier caso, no es difícil percibir en tus fotos una especie de llamada a la resistencia. AGA: A la solidaridad más profunda del ser humano. Una forma de ver, de expresarse a través de la mirada, es una forma de ser. El poder de la creación consiste en incitarnos a ver, en despertarnos. JLG: Hace algún tiempo te tatuaste en los dedos de la mano derecha la palabra «todo» y en los de la izquierda la palabra «nada». Cito una frase de André Breton: «Todo o nada. No me opondré nunca a esta fórmula con la que se ha armado de una vez por todas la pasión. A

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lo sumo me atrevería a interrogar sobre la naturaleza de ese todo». ¿Qué es todo? AGA: Lo mismo que nada. Pero soy muy ecléctico en cuanto a los tatuajes. Ahora me he grabado un barquito hundiéndose en el mar, acompañado de la inscripción «Dios está cerca». ¿Qué haces cuando un barco se hunde? O te salvas o te ahogas. Todo o nada. No hay término medio. JLG: Hacia 1988, para una portada de la revista Sur Exprés, fotografiaste un dibujo de Javier de Juan con la leyenda «Todo y pronto». AGA: Ese era un mensaje mucho más intelectual. A mediados y finales de los años ochenta nos considerábamos grandes muchachos y estupendos artistas. Lo queríamos todo. MS: Fama y dinero. AGA: O champán y mujeres, que era lo que se veía en el dibujo. La inscripción «Todo o nada» es una metáfora de mi carácter. Soy un Aries cabezón, que cuando quiere una cosa va a por ella: o ésa o ninguna. «Love and Hate» es un tatuaje clásico para los dedos, pero no me gusta, no me parece positivo. Llevar en los dedos «Todo o nada» me da la opción de hablar sin palabras. Decir «todo o nada» es como decir «si Dios quiere». Un tatuaje, desde el momento en que lo llevas escrito, te obliga a reflexionar. El barquito hundiéndose en el mar me lo tatué una de esas noches en las que tienes ocasión de verte a ti mismo en profundidad. Era la imagen exacta de mis sentimientos. JLG: Seguramente existe una relación muy estrecha entre el ritual del tatuaje y los rituales de sacrificios y redención a través de la sangre. AGA: Lo que quería decirme a mí mismo es que hay un momento en que necesitas encontrar una tabla de salvación. Y quizá la gran tabla de salvación es el amor. El amor nos hace mejores. No sé si suena tonto o romántico, pero es lo que pienso. Y la única manera de no olvidar la lección es tatuarla en tu piel. Una de las virtudes de la fotografía es que estimula la percepción de tu relación con el mundo, con los seres humanos, contigo mismo. Ese momento de magia que te permite verte a ti mismo es lo que te salva. MS: Es decir, que también la fotografía representa una tabla de salvación. AGA: Yo me he hecho adulto con la fotografía. Me ha enseñado a ver, me ha permitido conocer a mucha gente e incluso me ha propor-

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Carmencita china, 2007


Yoy, 2008


No hay portero ni vecinos, 2008


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