Matador L

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Abecedario 18 Juan Bonilla. Ele 20

Desiderátum Alberto Manguel. El reloj de Don Quijote 22

Matadores Fotografías de Sofía Moro Miguel Poveda Alfileres de matar, por Fernando Iwasaki 30 Carmen Garrido En la trastienda de El Prado, por Jonathan Brown 32 Manín Pérez El escultor de sarmientos, por Telmo Rodríguez 34

Temblando Marijke van Warmerdam 40 ¡Aquí y ahora!, por Rocío de la Villa 46

Familia Nicholas Nixon 48 The Brown Sisters, por Carlos Gollonet 83

Letras David Foster Wallace. Buenas personas 84 Barry Gifford. Las estrellas sobre el firmamento de Veracruz 86 John Giorno. Me he resignado a quedame aquí 88

Edades Bleda y Rosa. Origen 90 En la máquina del tiempo, por Celia Díez Huertas 102 Antonio Rodríguez de las Heras. El instante dilatado 104 Slavoj Zizek. El bucle temporal del acto 106 Eloy Fernández Porta. TIMEafterTIME. Tiempo™ mediático y tiempo postmedia 108 Félix Curto. Corazón de oro 110 Reflejos de un corazón dorado, por Abel H. Pozuelo 122

Conversación Cristina Iglesias y Alejandro Zaera-Polo. Cuando la idea se hace volumen 124

Dossier Juan Barja. Hablar del tiempo 129

Ciencias Sebastián Chávez. Tiempo encadenado 146 José Ángel Docobo Durántez. La base astronómica de la medida del tiempo 148 Lawrence M. Krauss. Viajes en el tiempo: la realidad es más extraña que la ficción 150

Teatros Escena 1: Jeff Wall. Apariciones 152 Como la manera en que una mano…, por Aaron Peck 160 Escena 2: Paul Graham. Una posibilidad 162 Sócrates y la cocinera, por Francisco Carpio 170 Escena 3: Sam Taylor-Wood. Payasos 172 Como si todo fuera mentira, por Frederic Montornés 178

Autores 187 Créditos 192 Música Matador José Manuel López López La luz y el color de la música, por Manuel Luca de Tena 193

Matador L. El Tiempo



MATADORES Fotografía de Sofía Moro. Texto de Fernando Iwasaki

Los escritores siempre fraguamos nuestra propia tradición. Las tradiciones literarias no pueden ser ni de un solo país ni de una sola lengua ni de una sola época, porque la literatura es un territorio sin fronteras que ya era global mucho antes que existiera el fenómeno de la globalización. Por eso Shakespeare, Homero y Cervantes han vivido a través de los libros que otros hemos escrito y por eso me haría ilusión que Stendhal, Borges y Tolstoi reverberaran en cada obra que yo escriba. Siempre he creído que en otras expresiones artísticas debería ocurrir lo mismo, pues el teatro, la pintura, el baile y la poesía no son estanterías llenas de frascos cerrados. Así, la paleta de un pintor tiene que ser como un cofre que atesore luces, colores y trazos de todas las escuelas, épocas y estilos de la historia de la pintura, con independencia de la poética de cada artista plástico. ¿Qué más da que se trate de un pintor figurativo o abstracto? Sin embargo, el flamenco es una de esas escasas expresiones artísticas donde siempre se ha valorado más el canon, la ortodoxia y lo que permanece, de modo que el vino nuevo del flamenco siempre se ha vertido en odres viejos, a pesar de las admoniciones enológicas y evangélicas. Por todo ello me atrevo a sugerir que Miguel Poveda ha roto esos odres antiguos. Vaya por delante que Poveda jamás ha tenido una mala palabra contra los cantaores clásicos y que siempre ha reivindicado el magisterio de Chacón y Manuel Torre o Marchena y Manolo Caracol. No. Como los guerreros de La Ilíada Miguel Poveda ha recitado en cada entrevista su linaje flamenco y ha enumerado los maestros que admira y de los cuales aprende. A eso no me refiero cuando sugiero que ha roto los odres viejos, porque los odres se rompen mientras canta, como sucede en cualquier accidente laboral. En el flamenco se valora que sus intérpretes sólo consuman flamenco. Por ejemplo, cuando una bailaora tiene estudios de ballet clásico nunca falta alguien que le termina reprochando esos conocimientos y que le advierte sobre los peligros que amenazan la hondura de su baile. En la guitarra abundan ejemplos de críticas al toque que explora armonías o juega con los cortes y que algunos denominan despectivamente «moderno», cuando no «colorao». Que conste que no me refiero a las fusiones, sino a la originalidad que supone investigación y conocimiento, talento y sobre todo sensibilidad. Eso es lo que reconozco cuando escucho cantar a Miguel Poveda: talento, sensibilidad, investigación y conocimiento. En sus orígenes el flamenco habrá sido un arte dionisíaco, pero ha sobrevivido gracias a una vigilancia apolínea que no consiente ni la transgresión ni la disidencia. ¿Acaso he querido decir que Poveda es un transgresor o un disidente? De ninguna manera. Miguel Poveda es respetuoso con la tradición flamenca, pero el linaje de su voz —que no de su cante— supera el acervo musical del flamenco. No puedo demostrarlo, pero intuyo que Miguel Poveda también disfruta de otras músicas. Después de todo, al no ser andaluz y al no pertenecer a una familia flamenca, Miguel Poveda tuvo que llegar al flamenco por placer y el placer nunca es sectario. El placer podría llevarnos al vicio, pero jamás a la represión.

ninguna comparación es odiosa sino —más bien— piropos fulgurantes. Por lo tanto, desde el momento en que un crítico estampa algo así como «Cuando se me abrieron las carnes parecía que no era XXX sino La Niña de los Peines», la cantaora aludida debería sentirse halagada. ¿Qué es lo más grande que quieren escuchar las nuevas estrellas que irrumpen en el firmamento flamenco? Que se parecen a los astros del pasado. Sin embargo, estoy persuadido de que a ningún artista o crítico les gustaría que en su noche de bodas o en la intimidad de cualquier lance erótico, su pareja les confiese a quién le ha recordado o —peor todavía— que les diga algo así como «Cuando se me abrieron las carnes parecía que no eras tú sino XXX». Lo diré con claridad: no sólo es que Miguel Poveda no se parezca a nadie. Es que ni siquiera hizo el más mínimo intento por parecerse a otros cuando muchos ponían en duda su flamencura por no ser ni andaluz ni gitano. Y hoy que ha convertido aquella desventaja en su baza principal, nunca menos que ahora tendría la necesidad de parecerse a alguien. ¿No es una maravilla que el mejor de los jóvenes cantaores contemporáneos sea precisamente un catalán sin raíces andaluzas y sin erre-haches artísticos? No hay mejor antídoto contra los nacionalismos culturales y los nacionalismos estatutarios, que el talento individual de artistas universales como Miguel Poveda. De hecho, los triunfos y la celebridad de Miguel Poveda, refutan o ponen en entredicho más de un artículo de los nuevos estatutos de Cataluña y Andalucía. Miguel Poveda ha compartido escenarios con las principales figuras del flamenco actual, pero fuera de España en general y fuera de Andalucía en particular, su participación es cada vez más solicitada por festivales internacionales que no son necesariamente flamencos, étnicos o alternativos, sino monda y lirondamente musicales, como a los que acuden los grandes artistas del jazz, el tango, la ópera, el rock sinfónico y —por qué no— la canción melódica de autor en cualquier lengua moderna. ¿Equivale aquello a un desdoro, un desaire o una traición al flamenco? De ninguna manera, porque Miguel Poveda sigue acudiendo a las peñas de los pueblos con la ilusión y la humildad de siempre, donde más de una vez le han planchado el traje o le han dado de merendar, como si fuera un hijo más de la familia. A mí no me corresponde hablar de duendes, sonidos negros o pelos como escarpias, mas sí podría asegurar que así como conservo el perfume de La flor de la canela cantada por Chabuca Granda, la risueña emoción de Geraldo Azevedo interpretando su Canção da despedida o las miradas de Carol King mientras James Taylor le dedicaba You’ve got a friend, así también llevaré prendidos en el ojal de la memoria los alfileres de Poveda.

Me parece respetable —incluso legítimo— que haya cantaores a quienes no les guste otra música que el flamenco, pero como toda regla tiene una excepción («Y ésta es otra regla», que decía Bertrand Russell), quizás Poveda escuche en casa, en el coche o en su MP3 música cubana, brasileña, portuguesa o caboverdiana. Tal vez gospel, jazz o country. Y por qué no, sones, boleros y coplas, aquella banda sonora de nuestros padres, cuando Machín, Lucho Gatica y Miguel de Molina eran los dioses de la radio. Y pienso también en Raimon, Serrat y María del Mar Bonet; por no hablar de Ella Fitzgerald, Cesária Évora y Elis Regina o de Benny Moré, Caetano Veloso y Louis Armstrong. Así, cuando Miguel Poveda canta por soleá, por minera o por bulerías, yo —al menos— jamás conjuro a Camarón, Mairena o Pencho Cros, sino a Bola de Nieve, John Lee Hooker y Nino Bravo (sí, he puesto «Nino Bravo». ¿Algún problema?). Borges era un literato, pero sobre todo una literatura. De la misma forma, Miguel Poveda es más un arte que un artista y una música antes que un músico. No encuentro elogio mayor. Siempre me ha extrañado que haya críticos que cuando desean elogiar a un cantaor escriban que les recuerda a otro cantaor. Eso en fútbol, literatura y tauromaquia no sólo sería un agravio sino una inanidad, pero en el endogámico mundo del flamenco

Miguel Poveda. Alfileres de matar Página 23 de 246


MATADORES Fotografía de Sofía Moro. Texto de Jonathan Brown

Durante las últimas décadas, los historiadores del arte se han mostrado cada vez más interesados en el análisis técnico de antiguas obras maestras del arte. En esencia, existen dos maneras de estudiar estas obras: una superficial, que requiere un ojo bien entrenado en el arte y la Historia, y otra centrada en el sustrato material, que hace necesario el conocimiento de herramientas como el radiógrafo y técnicas como la reflectografía o el análisis químico de pigmentos. En teoría, ambos enfoques son necesarios a la hora de esclarecer cuestiones importantes como la autoría o la cronología. Para estudiar un cuadro hacen falta tanto las destrezas del connoisseur como los datos obtenidos por el científico. Nadie entiende esto mejor que Carmen Garrido, directora del gabinete técnico del Museo del Prado. Aunque Carmen ha pasado muchos años en el Prado, su nombre sólo le es familiar a los especialistas. Su contribución al trabajo que se realiza en el museo, no obstante, ha sido extraordinaria. A fin de valorar su peso, es necesario hacer hincapié en algunas características importantes de la colección de la pinacoteca madrileña. Una de ellas es que un elevado porcentaje de sus obras maestras fueron adquiridas por los reyes de España; es decir, se trata de la colección privada de los monarcas, que fue cedida al Estado en 1819. Esto explica que los cuadros no hayan salido nunca de Madrid, lo cual los ha salvado de los estragos del mercado pictórico y el exceso de celo de algunos restauradores. Otra de las características es la concentración que alberga de cuadros de grandes maestros: Velázquez, El Greco y Goya, entre los españoles; El Bosco, Tiziano, Rubens o Tintoretto, entre los extranjeros. Esta circunstancia ha dado a Carmen la oportunidad única de estudiar en profundidad la técnica de estos pintores, entre los más célebres de la Historia. Muchos de estos estudios han aparecido en publicaciones especializadas o como apéndices de catálogos expositivos, en los que a menudo no quedan muy a la vista. En 1992, Carmen publicó, sin embargo, un monumental estudio, Velázquez, técnica y evolución. Este libro, de más de 600 páginas, se ha convertido en una biblia para los estudiantes de la obra de Velázquez y es de recomendación para cualquiera que desee comprender la técnica casi mágica del gran maestro sevillano.

Bosco o Luis Meléndez; son ambas modelos a seguir en el campo del examen técnico pictórico. La colaboración pacífica entre dos autores puede compararse en ciertos aspectos a un matrimonio feliz. Son fundamentales cualidades como la paciencia, la voluntad de compromiso o la crítica constructiva y exenta de rencor. A ellas, Carmen añade la calidez y la generosidad de espíritu. Un ejemplo lo hemos vivido muy de cerca. En el verano de 1994, Carmen invitó a mi hijo Michael a alojarse en su casa, durante unas prácticas de empresa que éste realizó en Madrid. Michael aún recuerda, entre otras cosas felices, el gazpacho de Carmen, que cumple en efecto con los más altos estándares culinarios. La contribución de Carmen al trabajo que se realiza en el Prado y al conocimiento de algunos de los grandes pintores representados en ese museo no puede ser calibrada. Su profesionalidad y su impresionante capacidad de trabajo le han permitido adentrarse en lo más profundo de algunos de los pintores más importantes de la historia del arte occidental.

Poco después de su publicación, Carmen pasó un tiempo en el departamento de conservación de arte del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, donde impartió una conferencia basada en su obra. Yo ya la había leído, y estaba deseando oír a Carmen exponer sus descubrimientos a un público compuesto por los comisarios y conservadores del Metropolitan. El impacto de la conferencia, y de las imágenes que la acompañaron —en las que se mostraban reveladores detalles de la pintura del maestro—, fue enorme. Un tiempo después, decidimos escribir juntos un libro que pusiera a disposición de todos los públicos el contenido de la obra. El resultado fue Velázquez. La técnica del genio, publicado en 1998 en una coedición entre Yale University Press y ediciones Encuentro. A primera vista, podría parecer una tarea sencilla para dos especialistas colaborar en un tema que ambos han estudiado durante años. Sin embargo, destilar nuestros conocimientos para hacerlos comprensibles al gran público fue mucho más dificultoso de lo que habíamos imaginado. Por ejemplo, quisimos que el libro se apoyara en una fotografía de la máxima calidad. Esta tarea recayó en Carmen, quien arriesgó el tipo una y otra vez subiendo y bajando andamios para tomar fotos de los detalles que habíamos decidido incluir. Cuando hubimos seleccionado los cuadros para el libro, cada uno de nosotros escribió sobre lo que mejor conocía: yo, sobre la vida profesional de Velázquez; Carmen, sobre su técnica, engañosamente simple y auténticamente profunda. Me alegra decir que el libro fue muy bien recibido. Cito una de las reseñas, aparecida en el British Bulletin of Publications: «Carmen Garrido tiene el don de hacer resaltar las cualidades y detalles de cualquier cuadro. Para los interesados en el arte español, este libro es una referencia obligatoria». Carmen es una trabajadora incansable. Pese a ser reducido, su equipo de ayudantes produce una enorme cantidad de material de primera clase. Sus servicios son constantemente demandados por los conservadores, recibe innumerables peticiones de colegas desde museos extranjeros y recopila enormes cantidades de información, gran parte de la cual no ha sido aún publicada. Se espera con impaciencia su libro sobre El Greco, resultado de toda una vida dedicada al estudio del original pintor. El catálogo pictórico de El Greco está plagado de atribuciones erradas que pueden ser el resultado de sus prácticas de taller: siguiendo el modelo veneciano, El Greco estableció uno para aumentar su producción y con ella sus ingresos. A este fin, no dudó en firmar cuadros que apenas había tocado. No podremos analizar el problema, sin embargo, hasta que el libro de Carmen vea la luz. En cuanto a sus cualidades humanas, éstas quedan probadas por su talento a la hora de trabajar en equipo. Ha colaborado con historiadores del arte en publicaciones sobre la técnica de El

Carmen Garrido. En la trastienda de El Prado Página 23 de 246



MATADORES Fotografía de Sofía Moro. Texto de Telmo Rodríguez

Nadal Emiliano Pérez Martínez, viticultor, lleva más de cincuenta cosechas podadas. Nació en San Vicente de la Sonsierra, uno de los pueblos de Rioja con más arraigo a la viña. Hoy vive al pie del monte Toloño, en la granja Remelluri. Allí se ocupa desde hace años de sus viñedos más viejos. A la antigua finca siempre fueron a trabajar viticultores de su pueblo. Salían de casa de noche, montados en sus mulos; se cubrían con gruesas mantas zamoranas para protegerse del frío de esas zonas altas; llegaban con la primera luz y labraban las viñas con las mulas. De noche, volvían a recorrer la decena de kilómetros que les devolvía a San Vicente, otra vez a lomos de sus mulas cansadas.

capaz de decir quién las ha podado y en qué parte del viñedo el podador estaba pensando en otra cosa.

Nunca se casó. En la mili, aprendió a tocar el saxofón. Con este instrumento dice que recorrió todas las fiestas de los pueblos de la Rioja. Su banda se llamaba Los Virtuosos. Dice que se lo pasó en grande, pero lo suyo era el campo.

Para él, el gran cambio se dio en los años setenta, cuando las caballerías empezaron a desaparecer y llegaron los primeros «pasqualis». También los primeros herbicidas evitaron labrar los viñedos. Hasta entonces, casi toda la uva había sido buena. En el mercado solamente contaba el peso, se compraba por kilos. Los fertilizantes aumentaron las cosechas y, también, las diferencias de calidad.

Cuando le pregunto por su primer recuerdo en la viña, cuenta cómo con diez años ya acompañaba a su padre al campo. Mientras éste podaba, él pintaba el corte con una brocha untada con sulfato de hierro. También ataba gavillas y hacía cisco, el carbón de sarmiento que utilizaban en el brasero de casa. Manín, que así le llaman, es un viticultor de toda la vida. Representa el último eslabón de una larga cadena que inevitablemente se rompe. Es el final de una viticultura que fue heredando gestos de los ancestros, que supieron observar y aprendieron de detalles que hoy ya no sabemos descifrar. Es, en definitiva, el final de una historia. Fue a la escuela lo justo para aprender a escribir. Manín siempre ha sido peón de campo; no tenía viñas, trabajaba para otros. Sobre todo, trabajó con un agricultor de su pueblo apodado Chirivín. Manín dice que fue el viticultor más «curioso» con quien trabajó. Era uno de los agricultores fuertes del pueblo. Cogía tres mil cántaras de vino, unos 48.000 litros. Tenía trescientos «obreros» de viña, que los elaboraba en su propia bodega en dos grandes lagos.

Habla con nostalgia. Piensa que la gente ya no entiende a las cepas, «por eso tienen que plantar las viñas en espaldera, sujetarlas con alambres». «Porque los de fuera, que vienen a trabajar esas viñas, no tienen ni que entenderlas. Los que vienen a destajo no necesitan ni saber de dónde viene el viento.» Además, Manín está seguro de que los que llevan ahora las viñas no saben ni lo que producen.

Quizás sin querer, el mercado de granel fue alejando a la gente de la viña de la viticultura justa. Los mejores sitios generalmente eran los que menos uva producían. Y, además, eran difíciles de trabajar. Poco a poco se fueron abandonando y las viñas se trasladaron a las zonas más fértiles. Así surgieron las distorsiones. Pero todavía la cultura de la viña permaneció bien arraigada entre los viticultores de los pueblos. Hombres como Manín, que ya han dado todo lo que podían dar al campo y que ahora se preguntan quién va a ser capaz de volver a hacer bonitas cepas. Manín tuerce el gesto cuando le digo que no se preocupe, que ya en Francia y Alemania están volviendo los caballos y que pronto volverán aquí; que se harán escuelas donde los jóvenes aprenderán a podar bien los sarmientos y a afilar sus herramientas. Lo único distinto es que esos alumnos serán viticultores de lujo y cobrarán mucho más de ciento cincuenta pesetas al día, pero seguirán teniendo en cuenta a la luna. Y se irán de noche a casa a lomos de su GTI.

Entonces existían menos diferencias entre los viticultores de un pueblo; del mayor propietario al más modesto la hacienda podía variar de diez a una hectárea. Los viñedos siempre tenían escala humana. Cada propietario era capaz de llevar bien su tierra. Los más grandes se conformaban con tener algún peón para realizar las labores más duras, como la poda o la vendimia. Manín habla de Chirivín con respeto. Cuenta que pasó años podando sólo sus peores viñas. Más tarde, y muy poco a poco, le dejó podar las otras. Le fue enseñando a podar bien. Le gustaba decirle que la viña «ni comer ni dejar». Son esas frases que hoy apenas entendemos y que guardan en su interior mucha dosis de sabiduría. Durante años aprendió a formar cepas erguidas, con brazos abiertos, de formas retorcidas, bonitas, que hoy ya van desapareciendo y mañana serán reliquias. Los buenos viticultores llaman a eso hacer una poda limpia, y para trabajar así hay que saber elegir el día, con buena luna y atmósfera. Afilar bien tu herramienta y entender cada cepa, que siempre es diferente. Ser consciente de que cada corte condiciona el futuro de la planta y su fruto. Cuando insisto diciéndole que él representa el final de un ciclo, se ríe y calla. Pero al rato empieza a decir muchas cosas. El campo para él ha sido duro. No tiene una visión idílica de todo lo que ha vivido. Trabajó siempre mucho, cobraba ciento cincuenta pesetas al día, que entregaba a su madre. Los domingos, ella le daba cincuenta pesetas para gastar. El sol a sol le reventaba. Y la vendimia, que nosotros siempre la vemos como el momento de más exaltación del campo y la fiesta del año, para él no era mejor. Después de cargar miles de kilos al hombro, al final del día tenía que pisar los lagos llenos a rebosar de uva entera sin despalillar. Lo hacía hasta bien entrada la noche. Tiene buenos recuerdos de aquellas noches, seguramente porque se bebían algunos garrafones de vino entre pisa y pisa. Solían ser varios. Se iluminaban con velas, que además indicaban la presencia de carbónico en el ambiente, responsable de muchas muertes todavía hoy en las bodegas. Manín cuenta que más de una vez tuvieron que salir disparados de la cuba al ver que se apagaba alguna. Es consciente de que hace bien su trabajo. Muchas veces me ha enseñado orgulloso un sarmiento bien podado o su herramienta noruega bien afilada. Visitando parcelas, es

Manín Pérez. El escultor de sarmientos Página 23 de 246



FAMILIA

Cada año, desde 1975, Nicholas Nixon fotografía a su mujer junto a sus tres hermanas. La composición de la toma suele ser la misma: un retrato de familia en blanco y negro de las cuatro hermanas situadas siempre en la misma posición y con la cámara puesta a la altura de los ojos. Lo formal es lo que permanece; las que cambian con el tiempo son ellas. Ésta es la historia completa de Las hermanas Brown, de 1975 a 2008.

Nicholas Nixon. Familia

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1975


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E DADES

Antonio Rodríguez de las Heras. El instante dilatado

El Tiempo es como una metamorfosis del rayo de sol, un instante que vuela [...] como es la línea recta un punto que vuela. —Ramón del Valle-Inclán, La lámpara maravillosa El tiempo en el espacio se muestra como una trayectoria. Útil para segmentarlo en períodos, para ordenar los hechos, para organizar las actividades. Pero no consigue recoger dónde estamos. El tiempo como una línea permite marcar el segmento del tiempo pasado y el del futuro, pero el presente se queda en un infinitesimal punto. Debemos entonces aceptar que estamos en una sala que tiene paredes, y que tiene techo, pero en la que no hay suelo. ¿Cómo nos mantenemos en este lugar sin precipitarnos? Porque de esta manera concebido: El porvenir todavía no es, el pasado ya no es y, en último término, el presente sólo es un límite, de manera que el tiempo se derrumba. Jean-Paul Sartre, El ser y la nada

(y en el punto de contacto el presente) sino como tensores. Ambos tensores, pasado y futuro, tiran en sentidos opuestos del instante que los separa y, como resultado, dilatan el instante. El instante dilatado es el presente, nuestro lugar en el tiempo. Así que se necesita la constante tensión de pasado y futuro para que el instante se dilate en presente. La tensión que se ejerce desde el pasado en el presente es la memoria. Y la tensión desde el porvenir se manifiesta en el presente en forma de proyecto. Si alguna de estas dos tensiones decrece, el presente se contrae, se debilita y afloja: empezamos a tener dificultad para encontrar nuestro lugar en el tiempo.

Sin embargo, somos conscientes de que estamos encerrados en el presente. And all is always now —T. S. Eliot, Burnt Norton

La enfermedad que daña nuestra memoria, la desgana por la edad o por falta de ilusión para proyectar el porvenir producen esta distensión, y el lugar en el tiempo se encoge, nuestra estancia se muestra inestable como si estuviéramos sobre la cuerda floja, y el tiempo se hace presente bajo nuestros pies con el vértigo del vacío.

Cambia la interpretación si vemos el pasado y el porvenir no como segmentos

Hay una forma no vertiginosa de hacer volver el presente al instante. Es cualquier camino hacia el éxtasis:

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un largo e incierto ascenso que decrece lenta y compensadamente las tensiones del pasado y del futuro. Se consigue así, sin perder el equilibrio, disfrutar del beneficio del instante: sentir la eternidad. (Funambulismo místico) Con la expulsión del Paraíso, donde vivíamos la eternidad del instante, e iniciar el camino de la hominización, tuvimos, castigados a sufrir, que buscar otro lugar donde alojarnos: el presente. Necesitamos para tener un lugar, después de la expulsión, que éste se sostenga por la acción continua y contraria de los tensores del pasado y del futuro. Esto nos da cobijo, pero también sufrimiento. Por tener memoria sufrimos el dolor de la ausencia. Por proyectar lo por venir sufrimos la zozobra de la incertidumbre. El tiempo así vivido por los expulsados se hace perennemente doloroso. Ausencia e incertidumbre son el cilicio que ciñe la presente existencia. Estas dos angustias son las brechas por donde brota el sentimiento religioso: hay que calmar el dolor por la ausencia, por la herida en la memoria que dejan las cosas, las personas, los sucesos que pasan. Todo, hasta lo más liviano, deja un desazonador roce en la memoria.


ANTONIO RODRÍGUEZ DE LAS HERAS

Para soportarlo, hay que creer en que no todo está perdido sin remedio, en que habrá un reencuentro. A la vez, por empeñarnos en prever lo por venir nos zarandea la incertidumbre. No dejamos de proyectar y de proyectarnos; así que nos encomendamos para que se cumplan las pretensiones y para exorcizar los temores. Encontramos al ser humano cuando no dándose por perdido no abandona a sus muertos, y cuando ensaya la magia contra lo incierto sobre una pared rocosa o con un amuleto. Pero la capacidad de recordar y la de proyectar producen, en compensación al dolor, una potencia única para moverse por el mundo y actuar sobre él. Estas capacidades son el motor de una sorprendente evolución natural, que ha llevado la vida al nivel de complejidad y desarrollo que presenta hoy el ser humano. Pasado y futuro son dos espacios virtuales que se crean gracias a la complejidad del cerebro humano. Son dos mundos imaginarios, uno hecho a partir de recuerdos; otro, de suposiciones. Un mundo virtual se genera y reside en el cerebro. Se rige por unas leyes que no coinciden con las consideradas reales; por ejemplo, en la memoria se pasa del recuerdo de un lugar y de un momento a otro en distinto lugar y tiempo de una forma inmediata que sería imposible en el lugar y momento presentes de quien está recordando. El mundo virtual es un mundo contiguo al nuestro. Esto quiere decir que se crea una resonancia entre ellos: hacemos una inmersión en el mundo virtual pero para volver al cabo de un tiempo a nuestro mundo de partida. Recordamos, por ejemplo, o imaginamos un escenario futuro, pero no nos quedamos ni en el pasado ni en el porvenir, retornamos al poco tiempo a nuestro lugar, al presente. Como lo hacemos cada vez que tomamos impulso y saltamos: volvemos a tocar con nuestros pies el suelo, porque estamos sujetos por la gravedad igual que encerrados en el presente. Pero no por eso dejamos sin descanso de saltar. Así que la realidad del presente está contenida a un lado y al otro por la virtualidad. Nuestro lugar en el tiempo, el presente, está limitado por dos espacios virtuales. Encerrados en el presente, para que haya futuro tiene que haber una disconformidad con el presente. De no ser así, el presente sería una estación terminal. Se proyecta cambiar el presente si no hay pleno acuerdo con él. La complacencia con el presente nos quita el futuro. Por el contrario, continuamente se procura la conformidad de la memoria con el presente. Se reorganizan y reinterpretan los recuerdos para acomodarlos al presente.

Se intenta superar el conflicto del presente con su memoria, porque en el desajuste sale siempre malparado el presente. De modo que por el lado del pasado se busca la conformidad, y por el lado del futuro se necesita la disconformidad. Esta diferencia de potencial mantiene la tensión del presente. La memoria, por tanto, no es estanca ni estática, sino que está en constante amasamiento para conformarla al presente. Por eso, aun si liberados del encierro del presente volviéramos al pasado, no lo encontraríamos; porque de tantos retoques hemos creado otro pasado y sus caminos de retorno nos extraviarían. Sé que si busco al que fui no lo encontraré. —José Hierro, «Fe de vida» De igual manera, la disconformidad del presente genera utopías, lugares a los que nunca llegaremos, pero que nos mueven a buscarlos. Pasado y futuro son inaccesibles, son inencontrables. Nunca se llega al futuro, nunca se recupera el pasado. El presente supone un extravío sin fin. Si dejamos de soportar las tensiones dilatadoras del pasado y del futuro, el presente se repliega al instante. Nos liberamos del sufrimiento de la ausencia y de la incertidumbre, del tiempo que pasa y arrastra y del tiempo incierto por venir, del extravío del presente. Y nos quedamos en el éxtasis del instante: absortos en la quietud del instante. Liberados del encierro del presente, se alcanza la eternidad. Hemos creado modelos de más allá que puedan realizar esta solución extática. Espacios de contemplación y quietud sostenidos sobre el instante eterno. Pero también el ser humano reclama para la otra vida no perder la individualidad, la identidad que le proporciona su memoria. [...] quería saber cómo imaginaba yo esa otra vida. Entonces le grité: «Una vida en que pudiera acordarme de ésta». —Albert Camus, El extranjero Pero la memoria sólo existe si hay presente. Así que volvemos al tiempo que es nuestra perdición, y del que nos queremos liberar más allá. Una solución que se ha imaginado para salir de esta contradicción es la reverberación del presente. Un presente resonando, sin extinguirse, en un espacio eterno. El desalmado capitán pirata y su tripulación sufren un infierno eterno por sus maldades que consiste en que todas las noches de tormenta su bergantín se destroza contra el acantilado y los marineros reviven el horror del naufragio. Eso es lo que vio y escuchó aterrado José Mª Castroviejo una noche de tempestad y queimada en las atlánticas y

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graníticas islas Cíes, tal como nos lo cuenta en Buques fantasmas en Galicia. Y Boccaccio, en su Decamerón, relata la historia de un suceso que se repite periódicamente y que Nastagio degli Onesti y su amada presencian durante una fiesta campestre en el lugar del prodigio: es éste el de un amante desdeñado que persigue con los perros a su dama esquiva, le arranca el corazón tan ingrato para dárselo a los perros y luego se suicida. Pero no sólo es infierno un presente así sostenido. Morel, el personaje de Bioy Casares, consigue con su invención que se repita sin cesar una semana en la isla en compañía de sus más queridos amigos. La máquina les hace morir para pasar a un mundo virtual en el que se repite esa semana pretendidamente feliz. En todos los casos se tiene la memoria de lo sucedido hasta ese momento, por tanto identidad personal, pero se borra una y otra vez la memoria de tal momento repetido. La consunción del presente en el instante o la reverberación inagotable del presente. Liberación del encierro o aferramiento al presente. Éxtasis o individualidad. Pero lo que nos daría la paz sería la síntesis de esta contradicción, la concordia de estos opuestos, la fórmula para ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. —Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida


E DADES

Slavoj Žižek. El bucle temporal del acto

En su magnífico trabajo sobre Vértigo de Hitchcock, Jean-Pierre Dupuy quiso llamar la atención sobre la extraña lógica que subyace en esta misteriosa película: «Un objeto posee una propiedad X durante un tiempo T; una vez transcurrido T, no sólo el objeto deja de poseer la propiedad X; es que ya no es cierto que una vez la poseyera. El valor real de la proposición “el objeto 0 tiene la propiedad X en el momento T” depende por tanto del momento en que esta proposición se enuncia.»1 Es necesario detenerse en la formulación concreta: no es que el valor real de la proposición «el objeto 0 posee la propiedad X» dependa del momento al que se refiere dicha proposición: incluso cuando éste se especifica, el valor real depende del momento en que la proposición se enuncia. O, citando el título del texto de Dupuy, «cuando muera, nuestro amor jamás habrá existido». Piensen en el matrimonio y el divorcio: el argumento más inteligente a la hora de exigir el divorcio (propuesto, entre otros, por nada menos que el joven Marx) no tiene que ver con vulgares lugares comunes del estilo de «como todas las cosas, los lazos del amor son perecederos, cambian con el curso del tiempo», etc., sino que admite más bien que la indisolubilidad es parte inherente del matrimonio. La conclusión es que el divorcio tiene siempre un alcance retroactivo: no sólo implica la anulación del matrimonio en el momento actual, sino algo mucho más radical: que el matrimonio debe anularse porque nunca fue real. Lo mismo puede aplicarse al comunismo soviético; no es suficiente argumentar que en los años de Brezhnev el estancamiento del comunismo fue causa del agotamiento de sus potenciales y el fracaso a la hora de adaptarse a los nuevos tiempos: lo que el triste final del comunismo demuestra es que éste se erigió en un callejón sin salida histórico desde su primer comienzo. ¿Cómo puede funcionar este mecanismo circular? ¿Cómo se puede cambiar el pasado sin viajar en el tiempo? Bergson propuso una solución: es claro que no se puede modificar la realidad pasada; lo que sí se puede cambiar es la dimensión virtual del pasado. Cuando aparece algo radicalmente Nuevo, este algo crea de manera retroactiva su propia posibilidad, sus propias causas y condiciones. Es posible insertar (o extraer) una potencialidad de la realidad pretérita. Enamorarse cambia el pasado: es como si yo siempre-ya te hubiera querido: nuestro amor estaba predestinado, es una «respuesta de lo real». Mi amor presente es causa del pasado que le hizo ver la luz. De igual manera ocurre con el poder legal: en ese ámbito, la sincronía también precede a la diacronía. Del mismo modo en que en un momento alguien cae necesariamente enamorado, ese amor se convierte en un Destino irremisible; también cuando se hace efectiva una sentencia judicial, la contingencia de sus orígenes se desvanece. Una vez

es, siempre-ya ha sido. Cualquier historia que hable de sus orígenes es un mito, como la que Swift propuso en Los viajes de Gulliver sobre el origen del lenguaje: el resultado ya se había presupuesto. En Vértigo ocurre lo contrario. El pasado cambia de manera que el objeto A se pierde. Lo primero que Scottie experimenta es la pérdida de Madeleine, su amor fatal. Recrea a ésta en Judy para luego descubrir que la Madeleine que él conoció ya era Judy fingiendo ser Madeleine. Su descubrimiento no radica simplemente en la farsa de Judy (Scottie descubre que no es la auténtica Madeleine, ya que había creado una copia de Madeleine a partir de ella), sino que, puesto que ella no es una farsa, ella misma ES Madeleine, porque la propia Madeleine era ya una farsa. El objeto A se desintegra y la propia pérdida se pierde, con lo que se obtiene una negación de la negación. Su descubrimiento cambia el pasado, despoja al objeto perdido del objeto A. Verdaderamente enamorado, tras descubrir la verdad Scottie habría aceptado a Judy como «más Madeleine que la propia Madeleine» (es lo que en efecto hace justo antes de la aparición de la madre superiora...): aquí debemos corregir a Dupuy. Según la fórmula de éste, Scottie debería haber abandonado a Madeleine a la suerte de su pasado. Esto es cierto, pero ¿qué debería haber hecho al descubrir que Judy es Madeleine? La Madeleine del pasado era un señuelo imaginario, que fingía ser lo que no era (Judy hacía de Madeleine). Lo que Judy hace al representar a Madeleine tiene que ver con el amor verdadero. En Vértigo, Scottie no ama a Madeleine: la prueba está en que intenta recrearla en Judy, modificando las características de ésta para hacerla más parecida a Madeleine. El chiste de los hermanos Marx ejemplifica bien el resultado: «Todo lo tuyo me recuerda a ti: tus labios, tu pelo, tus brazos, tus piernas... Todo, excepto tú misma». Una persona no se parece a sí misma, sino que es uno mismo. De nuevo, Vértigo se puede interpretar como una variación de otro de los chistes de Marx: «¡Usted se parece a Emmanuel Ravelli!», «Yo soy Emmanuel Ravelli», «Bien, entonces es normal que se le parezca». Es normal que Judy se parezca a Madeleine, porque ella es Madeleine. Por eso la idea de clonar a un hijo a partir de padres que hayan perdido a un vástago es una abominación: si la idea satisficiera a los padres, es porque su amor no era un amor verdadero. El amor no es por las propiedades del objeto, sino por la X abisal, el je ne sais quoi del objeto. En Wissen und Gewissen, Viktor Frankl habla de un paciente a quien trató tras la Segunda Guerra Mundial, el superviviente de un campo de concentración que había podido reunirse con su esposa tras la contienda. Sin embargo, ésta murió al poco tiempo

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por una enfermedad contraída en un campo de concentración en el que ella había estado también recluida. El paciente cayó en la desesperación más absoluta y todos los esfuerzos de Frankl por ayudarle a superar la depresión fueron infructuosos, hasta que un día éste le dijo: «Imagine que Dios me diera el poder de crear a una mujer que tuviera todas las características de su esposa fallecida, de modo que fuera incapaz de distinguirla de la auténtica. ¿Me pediría que la creara?». El paciente permaneció en silencio durante unos segundos, pero al instante se puso en pie y respondió: «No, gracias, doctor», estrechó su mano y se marchó. A partir de ese día llevó una vida normal2. El paciente hizo lo que Scottie, quien precisamente había intentado recrear a la misma mujer, no había sido capaz: darse cuenta de que si bien es posible reencontrar a la misma mujer en lo que se refiere a los rasgos más deseados de ésta, uno no puede recrear el inasible objeto A en ella. Existe una historia de ciencia ficción, ambientada en un futuro a unos doscientos años de nuestros días en que el viaje en el tiempo es ya una realidad, la cual habla de un crítico de arte tan fascinado por la obra de un artista neoyorquino de nuestro tiempo que decide viajar en el tiempo para conocerle personalmente. Sin embargo, descubre que el pintor es un miserable borracho que llega a robarle la máquina del tiempo para viajar al futuro. Solo en nuestro mundo, el crítico de arte pinta todos los cuadros que le fascinaron en su tiempo y que precisamente le movieron a viajar al pasado... Esta historia mistifica con tinte psicótico el círculo de la economía simbólica, en el que el efecto precede a la causa, es decir, la crea retroactivamente. Recuerden la precisión con que Borges formuló la relación entre Kafka y sus múltiples precursores, desde los autores de la antigua China a Robert Browning: «La idiosincrasia de Kafka está presente en menor o mayor grado en cada uno de estos textos. Sin embargo, si Kafka no hubiera escrito, no podríamos percibir esa idiosincrasia. Es decir, ésta no existiría. [...] El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro»3

Lo que Kant intenta desentrañar en este caso no es más que la paradójica naturaleza del ACTO político. Recuerden, de la historia del marxismo, la defensa realizada por Karl Kautsky de la democracia pluripartidista: Kautsky concebía la victoria del socialismo como la victoria parlamentaria del partido socialdemócrata, e incluso sugería que el modelo político apropiado para la transición del capitalismo al socialismo era la coalición parlamentaria de los partidos progresistas burgueses y los partidos socialistas. Lenin guardó su más ácida ironía para quienes se embarcaban a la búsqueda de algún tipo de garantía para la revolución. Esta garantía asume dos formas principales: bien el concepto cosificado de la Necesidad social (no se debería arriesgar una revolución iniciándola demasiado pronto; es necesario esperar al momento justo, cuando la situación ha madurado según las leyes del desarrollo histórico), bien la legitimidad (democrática) normativa («la mayor parte de la población no está de nuestro lado, así que la revolución no sería verdaderamente democrática»). Tal y como Lenin lo expuso en repetidas ocasiones, antes de arriesgarse a tomar el poder el agente revolucionario debe obtener permiso de algún representante del Gran Otro, organizando por ejemplo un referéndum que avale el apoyo de la mayoría a la revolución. Para Lenin, como para Lacan, una revolución se autoriza por sí misma y uno debe asumir que el ACTO revolucionario no está respaldado por el Gran Otro: el miedo a tomar el poder prematuramente y la búsqueda de la garantía son el miedo al abismo del acto, agradablemente escenificados en el intercambio de impresiones entre Lenin y Trotski, poco antes de la Revolución de Octubre. Lenin dijo: «¿Qué ocurrirá si fracasamos?». A lo que Trotski respondió: «¿Y qué ocurrirá si triunfamos?». Y se non é vero, é ben trovato.

1. Jean-Pierre Dupuy, «Quand je mourrai, rien de notre amour n’aura jamais existé», manuscrito inédito de su intervención en el coloquio Vertigo et la philosophie, École Normale Supérieure, París, 14 de octubre de 2005. 2. Víctor Frankl, Wissen und Gewissen, Fráncfort: Suhrkamp, 1966 3. Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones: 1937-1952, Nueva York: Washington Square Press, 1966, pág. 113.

Del mismo modo, una revolución radical consigue lo (que previamente parecía) imposible y crea así a sus propios precursores. Se trata en efecto de lo mismo que ocurre con el estatus legal de la rebelión contra un poder (legal) que se encuentra en la Metafísica de las costumbres, de Immanuel Kant: la proposición «lo que los rebeldes hacen es un delito que merece ser castigado» es verdadera si se pronuncia mientras las rebelión está teniendo lugar. Sin embargo, cuando la rebelión triunfa y establece un nuevo orden jurídico, esa sentencia sobre el estatus legal referida a esos mismos hechos pasados no tiene ya validez. «¿Es la rebelión un medio legítimo que el pueblo pueda emplear para deshacerse del yugo de un supuesto tirano?» Ésta es la respuesta de Kant: «Los derechos del pueblo se ven conculcados; y no hay injusticia que deba caer sobre el tirano cuando es depuesto. No puede haber dudas a este respecto. Sin embargo, es absolutamente ilegítimo para los súbditos perseguir sus derechos de este modo. Si los ciudadanos fracasan en su lucha y se les aplica el más severo castigo, no podrán quejarse por la injusticia cometida, como tampoco podrá quejarse el tirano en caso de que el pueblo triunfe. [...] En caso de que el levantamiento llegue a buen puerto, lo que se acaba de exponer es totalmente compatible con el hecho de que el mandatario, al ser degradado al estatus de súbdito, no pueda iniciar una revuelta por su restauración pero tampoco deba temer ser hecho responsable de su administración estatal anterior.» Kant ofrece aquí una versión personal de la idea de «suerte moral» (o más bien «suerte legal») desarrollada por Bernard Williams. El estatus (no ético, sino legal) de la rebelión se decide retroactivamente: si una rebelión triunfa y establece un nuevo orden jurídico traerá consigo su propio círculo vicioso, es decir, eliminará, arrojándolos a un vacío ontológico, sus propios orígenes ilegales y se otorgará bases legales de una manera paradójicamente retroactiva. Kant define esta paradoja claramente un par de páginas antes: «Si una revolución violenta engendrada por una constitución ilegal establece por medios ilegales una constitución legal, no sería permisible empujar al pueblo a restablecer la constitución anterior; sin embargo, mientras durara la revuelta, todos y cada uno de los que abierta o encubiertamente participasen en ella habrían incurrido en delito merecedor del castigo reservado a aquellos que se rebelan.» Es difícil exponerlo con mayor claridad: el estatus legal del mismo acto cambia con el tiempo. Lo que mientras dura la revuelta constituye un crimen punible se convierte tras la instauración de un nuevo orden jurídico en su contrario; más concretamente, desaparece: es un mediador evanescente que se anula a sí mismo retroactivamente a partir de su propio resultado. Lo mismo ocurre con el principio en sí, con la emergencia de un orden jurídico a partir de un «estado natural» violento. Kant es muy consciente de que no existe un momento histórico en el contrato social, sino que la unidad del derecho y la sociedad civil se impone a la gente con una violencia cuyo agente no tiene ninguna motivación de tipo moral: «Puesto que es necesario que una causa unificadora se sobrevenga a las diferentes voliciones particulares para dar como resultado una voluntad común, el establecimiento de este todo no puede llevarlo a cabo un único individuo del grupo; por ello a la hora de considerar la ejecución práctica de esta idea no se puede contar más que con la fuerza, que instaurará una condición jurídica la cual obligará más adelante a establecer un derecho público. No podemos esperar encontrar en el legislador el arrojo moral necesario para establecer una constitución legal comprometida con la voluntad general tras haber creado un nuevo estado a partir de una horda de salvajes.»

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Eloy Fernández Porta. TIMEafterTIME. Tiempo™ mediático y tiempo postmedia

En sus piezas experimentales, Samuel Beckett imaginó una televisión inmóvil y muda, una escena de tramas quietas donde unas pocas figuras contrahechas, vestidas con harapos y sonámbulas, se desplazarían ordenada y obstinadamente de un extremo a otro de un rectángulo, sin llegar nunca a coincidir ni dirigirse la palabra, sometidas a una misteriosa ley combinatoria. En esta hermética geometría todos los elementos que definen el espectáculo catódico entrarían en bancarrota. El movimiento, el conflicto, el dinamismo, la catarsis e incluso el proverbial humor apocalíptico del irlandés: todo ello desaparecería en una especie de pesebre impersonal y abstracto. La idea de Beckett —la pesadilla de un programador, la miseria del share, la muerte del publicista— resulta tan extemporánea que con frecuencia se considera que no es televisión, sino más bien un ejemplo precursor de videoarte, semejante a aquellas estáticas filmaciones de la luna propuestas por Nam June Paik. Otros comentaristas han descrito estas piezas como una extensión de las prácticas dramatúrgicas de su autor, quien, habiendo vaciado y detenido el escenario teatral, decide trasladar de la platea al plató la música callada de la vanguardia. Sea como fuere, en todos estos géneros creativos la denegación beckettiana de la palabra funciona como un agujero negro que aboca la expresión artística a su extinción, enfrentándola al abismo del no decir. Según él mismo le contó al biógrafo Mel Gussow, en los últimos años de su vida Beckett no daba un palo al agua. Convertido en uno de sus abúlicos personajes, echaba el día a la bartola viendo la tele, y ya sólo se levantaba del sofá para pergeñar alguna de aquellas mínimas obras hiperbreves, merlitonadas y microdramas, que constituyen la parte final de su carrera. Transformado, pues, en uno de nosotros, tenía una sola pasión, que llegó a convertirse en adicción catódica: el tenis. Se enamoró de Chris Evert y seguía con deleite todos sus puntos y competiciones. Aquel que en su juventud amaba a los perdedores y encerraba a sus personajes en cuartuchos o en barriles, en la vejez se extasiaba con las victorias de la novia de América, y sentía que las sedes de los grandes torneos eran las cuatro capitales del mundo. En vano el pobre Gussow intentaba hacerle hablar de antiliteratura, de directores de escena, del ser o del néant: para su interlocutor ya sólo existían la volea y el revés paralelo. And the rest was silence. El inventor de la anti-televisión y el cocooner tienen un elemento en común: la concepción del medio y su relación con el silencio. Beckett lo sabía todo sobre la ATP, pero nunca acudía a los estadios; para él el tenis era una experiencia característicamente televisiva. Si intentamos ver un partido con sus ojos —con esa mirada de reconcentración bonifacia, tan bien captada por John Minihan en sus retratos fotográficos—, es fácil entender cómo el supremo renovador y paralizador del teatro se quedó fascinado, más que

por las habilidades de Evert, por el carácter paradójico que adopta este deporte cuando es retransmitido. Una cámara fija se proyecta sobre un recuadro subdividido en áreas horizontales y verticales, donde dos cuerpos vestidos de blanco se esfuerzan por cambiar de posición, con patrones establecidos de tres o cuatro golpes, poco más. El silencio sepulcral del público —en el único deporte donde no se oyen gritos de ánimo ni sonidos de las cavernas— acoge la reconcentración callada de los jugadores, sólo puntuada, muy de vez en cuando, por alguna indecorosa emisión gutural. Las emociones y expansiones de los tenistas quedan estrictamente codificadas; en efecto, éste es uno de los deportes que más requiere de los hipotextos televisivos —marcadores y comentarios—; sin ellos sería difícil adivinar quién va ganando. La matemática y el recogimiento del tenis se parecen más a un ritual secularizado que a un carnaval catódico; su tiempo es el del rito, y no el del showtime. Flushing Meadows como dramaturgia terminal. La intuición que nació en los laboratorios teatrales de entreguerras no queda circunscrita, pues, al campo del Arte, sino que se extiende a la sociedad del espectáculo en sus diversas manifestaciones. Me gusta pensar en una historia secreta y alternativa de los medios de comunicación que no sería sino la Historia del Mutismo Mediático, esto es, la del crecimiento y prosperidad del silencio en un espacio destinado por naturaleza al rugido y la furia. En la esfera de los media, donde la temporalidad se mide en décimas de segundo, allí donde un retraso en el señal de transmisión es una catástrofe, la irrupción del silencio —sea como error humano, como desfase en la sincronía de los satélites o como estrategia desinformativa— no es una interrupción: no es el silencio como tal el que comparece, sino más bien el Tiempo Real, que se nos presenta, pues, en su plena desnudez, con su guión improvisado, en el esplendor de su nada y de su ahora. En una época en que el Tiempo™ ha quedado encapsulado y programado por las parrillas y temporadas televisivas, acaso sea ésta la única manera de volver a percibir alguna forma de cronología diferenciada del complejo informacional, o aun opuesta a él. Si aún existe tal cosa, no la encontraremos en la retirada mística, ni en la añoranza de aldea, ni en otras huidas hacia adelante de las cronologías tecnológicamente producidas; la respuesta a ese problema no es esencialista, sino pragmática, y sólo podemos hallarla internándonos a fondo en la experiencia mediática: tan a fondo que aparezcan en ella los puntos ciegos, los gazapos, las calladas voluntarias o calculadas. La Historia del Mutismo, pues, sería también la de la transformación de los media tradicionales en postmedia. En ella deberían aparecer algunos parientes en segundo grado de Beckett, como por ejemplo el stand-up comedian norteamericano Andy Kaufman. Aunque provenía de la cantera de los cómicos de bar, Kaufman empleaba en sus

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números estrategias parecidas a las que popularizó el autor de Esperando a Godot. Kaufman sabía aprovechar el efecto escenográfico de la penuria, el impacto emocional de la incompetencia y las modulaciones temporales de la expectativa. Cuando aparecía ante el respetable lo hacía con la peor puesta en escena posible: desmañado y ausente, obnubilado, como si en la más alta ocasión le hubiera dado un aire. Los momentos iniciales de sus números son una obra maestra de creación de tensión por medio del silencio. Patitieso en pleno instante de máxima expectación televisiva, dejaba correr segundos y más segundos de prime time sin decir esta boca es mía, postergando al máximo su primera palabra. Justo cuando el público ya había agotado su paciencia —cuando el regidor se encaminaba hacia el escenario para echarlo a la calle—, empezaba a mover una ceja, luego la otra, ahora un dedo del pie, pasando de una gestualidad infantil a un movimiento magistral, calculado, que arrancaba carcajadas y vítores... Todo para volver de nuevo al estatismo reconcentrado, alternando así el virtuosismo con la torpeza —el tiempo del histrión con el del payaso—. Todas las modalidades del humor están basadas en un principio de pérdida y derroche: el ironista echa a perder la imagen pública de un personaje, la formalidad, el aura de una ceremonia o protocolo. En este caso, lo derrochado es el Tiempo™, tal como lo ha configurado la televisión: si en el prime time el tiempo es oro —si el cuerpo del actor debe adaptarse a esa milimétrica gestión del instante—, el número de Kaufman encarnaba una gozosa liberación de esas cortapisas por medio de una time bomb o bomba de tiempo.

una imagen del tiempo posterior a la presencia humana y al cálculo tecnocrático del instante: un territorio que ha quedado virgen después de haber erradicado la huella del hombre. En la obra del videoartista italocanadiense, esta visión del desierto postmediático tiene su complemento perfecto en la pieza Cathedral, donde un gigantesco centro comercial es contemplado desde una lente en forma de caleidoscopio, de manera que el lugar del gasto aparece como acaso lo vieran los ojos medievales que espían tras una vidriera. Chistosas o sublimes, lunares o muy terrenas, las ficciones postmediáticas fundan su efecto en la sorpresa causada por la desaparición de los formatos de temporalidad prefabricados y la intuición —a ratos infantil, a ratos utópica— de una nueva puesta en hora de nuestros días.

Si las artes escénicas han incorporado a su repertorio el explosivo beckettiano, otro tanto cabe decir de la videocreación. En la obra mencionada al principio de estas líneas, Nam June Paik abrió una de las vías más fecundas de este género: la ruptura con el formato espectacular y la búsqueda de lo sublime no tecnológico. Para el artista coreano, las filmaciones de la luna realizadas por las cámaras de la nave Apollo son, ante todo, una intrusión humana en el tiempo eterno de los astros. En esa intrusión, el hombre ya sólo se define como cameraman: el sujeto que hace posible la filmación del espacio exterior y su integración en la franja de las noticias. La nueva mirada sobre el astro que propone en sus trabajos se plantea, así, como un intento de restituir a los cielos la eternidad por la tv, a la vez que cuestiona los objetos mismos de la contemplación. La luna es el televisor más antiguo: esta idea está presente en revisiones recientes del mismo tema, como la pieza de Marco Brambilla The Sea of Tranquility. Brambilla utiliza el formato de plano fijo que dura décadas para mostrar la progresiva decadencia de la plataforma espacial y de la bandera norteamericana en suelo lunar, hasta su definitiva consunción. El instante final del vídeo, en que ambos objetos han quedado reducidos a polvo lunar —incorporados, en fin, al cuerpo mismo que ocupaban— nos confronta con

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Imágenes de la lentitud. Silencio. Las comunidades menonitas de América, descendientes de los anabaptistas europeos del siglo xvi, son autosuficientes gracias a la ganadería y la agricultura, y llevan una vida voluntariamente austera, alejada del progreso, el consumo y la violencia. Félix Curto ha vivido con ellos en Argentina y Nuevo México. La vida cotidiana de un tiempo detenido.

Félix Curto. Corazón de oro

T he E nd . 2 0 0 7 / B ound f or G lory. 2 0 0 7 / A f ter the G oldrush . 2 0 0 8 / H eart o f G old . 2 0 0 8 / G oing H ome . 2 0 0 7

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