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flamenco

Fue uno de los elegidos para la reapertura del tablao Los Canasteros de Manolo Caracol, un viernes 27 de septiembre de 1963, acompañando a Gabriela Ortega y a Manolo Mairena.

Alvarito se estableció en Madrid, se casó y tuvo un hijo, pero murió demasiado joven, con 42 años y muy repentinamente. Quizás si la muerte no le hubiese sorprendido a tan temprana edad, Alvarito de La Isla hubiese estado volando alto, alto en el mundo flamenco de aquella época.

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Desde pequeño demostró sus dotes flamencas, esa voz peculiar, esa altanería sin pertenecer a una clase adinerada, pero Alvarito, con su terno impecable y sus llaves de aquel coche imaginario, siempre daba la impresión de tener el monedero lleno, incluso al abandonar determinadas fiestas, alegando que había sido contratado para algo más grande. Pero él se quería a sí mismo y se creía artista, cosa que era cierta.

se vio con la necesidad de mandar por la mantequilla de «la vaquita» a Alvarito de La Isla a la panadería El Castillo, que se encontraba a unos doscientos metros de la Venta. El cantaor presto accedió al encargo de María, pero los minutos pasaron y no llegaba el encargo. Al final, el pan acabó mojado en aceite de oliva virgen con la incredulidad de la ventera. La ausencia del cantaor se prolongó por horas en un principio, después por días y meses. Al cabo de un tiempo y ante la sorpresa de María, Alvarito se coló con la esperada tarrina de mantequilla. Por lo visto, saliendo de la Venta, un camionero le propuso que lo acompañara a Madrid y allí, cuando vieron el potencial del cantaor, no le dejaron irse. Su simpatía fue contarlo con la tarrina de mantequilla en la mano.

El Trini y Alvarito, dos cantaores unidos por «el pregón», una copla de sal y estero, de marismas, de bocas y coquinas. Un canto a La Isla y un testigo musical de que nuestra historia flamenca existe.

Esa forma de autopromocionarse era típica de aquellos años, cuando la pobreza era el marchamo predominante en los artistas y el llevar un buen abrigo o unos zapatos brillantes, sinónimo de riqueza y éxito. Ya Antonio Burgos, en la biografía autorizada de Curro Romero, contaba la estrategia del torero para situarse en el escalafón, con trajes de segunda mano, coches prestados y utilizando como residencia uno de los hoteles de más prestigio de Madrid, el Wellington, de cinco estrellas y que en ocasiones no podía ni pagar las facturas. Lo importante en aquella época era aparentar y que la gente pensara que la vida te sonreía; el resto vendría por añadidura.

Contaba la ventera María Picardo, de la Venta, la de Vargas, que como cada mañana desayunaba en la mesa principal de la cocina, con su pan, su café de pucherete en vaso grande y su leche condensada, que

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