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PRIVATE PARTY Pág

PRIVATE PARTY

Cudberto era poeta de esos que riman flores con resplandores, cerezas con fresas; de los que le cantan al amor y hablan de los sentimientos y el alma y comparan los ojos de su amada con luceros y el llanto con la lluvia.

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Yesaida lo conoció cuando su ex la cortó y ella, desesperada por recuperarlo, fue a dar al sitio recuperatuparejaenhoras.com, que dirigía Cudberto. El flechazo fue fulminante y Cudberto lo selló escribiéndole un hermoso poema que Yesaida imprimió y, bien doblado, guardó entre sus generosos senos, pegado al corazón: “Mujer de mil colores como el cielo y sus albores, / lléname de tus besos, / yo solo quiero embelesos / y cuando ríes a carcajadas / montarte quiero a horcajadas.”

A lado de Cudberto, Yesaida se convirtió en una exploradora de hoteles de paso y aprendió, en cada encuentro, que el éxtasis puede prologarse e ir en aumento. Jamás Yesaida se había sentido tan ardiente, jamás había sentido que su cuerpo era capaz de provocar a un hombre de la manera en la que excitaba a su amante.

Para cuando Cudberto le confesó su apego por estos nidos de amor clandestinos, Yesaida ya había experimentado en el Play la habitación Pop, Lounge, Rock y Tropical y habían cogido, las tres horas que siempre pagaban, al ritmo de cada una; le encantaba eso de coger con tema. En el Sensaciones, prefería la suite de la cama redonda, esa que tenía el espejo en el techo más grande y la luz en tonos rojos, porque las de neón, como azules, le parecían tétricas. Además, tenían siempre la promoción de dos horas, dos cervezas, dos condones por doscientos pesos.

Entre sus favoritos estaba el Private Party, porque tenía su pequeña tarima con un tubo y le encantaba hacerle a la stripper y bailar.

La noche de la confesión, estaban en las Cerezas que, por ser clientes VIP, les daba tres horas extras por sus trescientos pesos. Como Cudberto andaba medio bajoneado —no le quiso explicar por qué—, después de hacer el amor, se quedaron ahí tendidos platicando. Ella quiso saber desde cuándo su ardiente amante tenía esa fascinación por los moteles y Cudberto le confesó, sin recato, que desde su infancia: su madre había sido camarista en el motel de un tío suyo allá en la carretera Toluca-Morelia, cuando vivían en un pueblo cercano llamado El Pitorreal. Cudberto

apenas caminaba, pero ya andaba agarrado de la falda de su madre mientras esta lavaba baños y cambiaba sábanas. “Cada vez que entro a un motel, regreso al seno materno, a los brazos de mi madre, a su pecho, a mi infancia”, le confesó, “mi madre, entre cuarto y cuarto, se tumbaba en la cama a darme chichi y yo mamaba viendo nuestro reflejo en el espejo del techo.”

Yesaida sintió que algo dentro de ella se esfumaba; se quedó yerta, desnuda, tendida al lado de Cudberto, quien después de aquella confesión se quedó dormido, recargado en sus maternales senos, bajo el gran espejo.

Sigilosa, con la libido aniquilada, la amante descolocada tomó sus cosas y desapareció.

Cudberto siguió siendo poeta de esos que riman melancolía con todavía, de los que creen que un clavo saca a otro clavo y que no hay mal que por bien no venga; de esos enamoradizos que convierten a las chicas en exploradoras de motelitos de amor.

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