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RECUERDAS TAJIMARA? Pág

¿RECUERDAS TAJIMARA*?

Cecilia, por encima de cualquier cosa, adoraba la confusión y el misterio, por eso cuando llegó a casa de mis padres a buscarme, aun sabiendo que yo me había ido para alejarme de ella, aun sabiendo que ella lo había provocado al confesarme que se casaría con Guillermo, no le molestó que con furia yo la tomara por la fuerza y la subiera al auto. No dijo nada, parecía encantada de que mi mano apretara su cuello y la obligara a entrar mientras le decía: “Yo voy a conducir esta vez.” Y es que antes, siempre, ella me había guiado a su antojo.

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Estaba lloviendo y el paisaje, como tantas veces antes, era gris, lluvioso, pero entonces, yo no me había dado el tiempo de pensar lo que sentía, aceptaba simplemente sin saber si la quería o la odiaba. O, tal vez, me lo escondía a mí mismo para darme otra oportunidad de ser feliz a su lado.

Rodeé el auto y me subí. Arranqué y fui acelerando mientras recordaba el incondicionalmente estúpido amor que le había profesado, la vez que me dijo que se había casado o, cuando tiempo después, me buscó y me dijo que se había divorciado; el odio me sacudió al recordar cómo tras esa declaración yo le confesé mi amor y ella me dijo que siempre me había tenido en cuenta —tenido en cuenta, como si eso fuera algo—, pero que siempre había estado enamorada de Guillermo. Enfurecido, pisé el acelerador. Ella, aunque estaba perturbada, parecía divertirse. “¿A dónde me llevas?”, me dijo con esa misma voz con la que antes me había hecho creer que ambos lamentábamos no haber sido el primero. Como no le contesté, soltó una carcajada y volteó a mirar por la ventana, casi divertida. ¡Cómo me había hecho sufrir llevándome aquella vez a Tajimara para darle celos a Guillermo! Herví con la furia desatada de un reprimido maníaco masoquista que había aceptado ese eterno juego estúpido.

Cecilia a mi lado, sin mirarme, y yo por segunda vez al volante. La primera había sido una vez, de regreso de Tajimara estando ella borracha, cuando después de cuidarla y llamarle a su madre, ella se había ido y esa misma noche salió con Guillermo. De pronto, ella soltó una carcajada, me dijo que era la primera vez que me veía enojado, que cuánto tiempo había tenido que pasar para que pudiera verme así, que la exasperaba cuando me hablaba de sus historias con otros y yo permanecía impasible, siempre cándido, mendigando sus caricias. No pude más, aceleré al máximo y

en un rellano de la carretera apreté el freno haciendo girar el auto y detenerse. Me bajé y la saqué asiéndola con fuerza del brazo. “Me estás lastimando”, gritó riéndose nerviosa, y yo recordaba aquellas tardes de intimidad y sexo, coronadas por su eterna frase: “No voy a regresar contigo.” La tortura de entonces era la tortura de ahora que finalmente se acumulaba, y ella diciéndome que con Guillermo le gustaba porque se venía en él directamente, y yo con mi urgencia, ya sin plazos, de resarcir el vacío de tantos años, de recuperarme, de ser el que nunca había sido, le apreté el cuello y con todas mis fuerzas la estrellé contra un árbol grande, fuerte, enorme, que la hizo de cómplice y la sostuvo para que yo pudiera gritarle a la cara que no me humillaría más, que estaba harto de ser su juguete y de que se burlara de mí. Ella empezó a toser, y yo pensé que ya no había marcha atrás, que si la soltaba volvería a reírse de mí, volvería a restregarme lo bueno que era Guillermo en la cama, y las veces que se había acostado con él, y yo no quería ya escucharla, no podía escuchar ni una sola de sus palabras, me lastimaba su risa y quise extinguirla, apretándola contra aquel tronco enorme, robusto, que me llenaba de energía hasta que ella ya lívida dejó de luchar y, como un pájaro exangüe que cae del nido, la dejé escurrirse en la tierra y pensé algo que había pensado antes: “Cualquier cosa es mejor que una necesidad que nunca es satisfecha.”

*Secuela del cuento “Tajimara”, de Juan García Ponce.

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