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VANIDADES
Esta vez trataste de mitigar tu vacío con un nuevo look. En el salón de belleza, sobre el sillón de espera, encontraste la Vanidades de siempre —aunque más maltratada—, torciste la boca tras un suspiro y te tocaste el pecho casi adolorido al recordar la receta y lo que había resultado de esta.
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Habías estado pensando en él varios días, recordando las tardes en las que te pintaba desnuda, añorando ese rincón oscuro que habían compartido, e imaginándote desinhibida, como nunca antes ni después, mostrando provocativa tu desnudez, ofreciéndole (con cierta maldad) un ángulo distinto de tu cuerpo ardiente. Llevabas días pensando en cómo los ojos hambrientos de él te miraban, en el éxtasis de aquellas tardes, y en la oscuridad que los alcanzaba ya sin poses, enredados en su complicidad, sonrientes, gozosos.
Cuando piensas en él, para evitar caer en la tentación de llamarlo, sueles ponerte a escribir. Inventas una historia o viajas con la imaginación siguiendo el mapa de tus recuerdos, pero eres débil, con frecuencia fracasas y aquel día caíste. Tal vez porque también estabas ahí, en el salón de belleza, en ese sillón, esperando, entretenida entre las hojas verdes de esa revista donde se ventila la ropa sucia de la farándula, se tienden al sol las supersticiones y los mitos urbanos, y se seca para siempre la reflexión.
Por eso caíste. Justo al salir de ahí, no pudiste evitarlo y le escribiste: “Mi querido maestro —así te gustaba llamarlo solo cuando le escribías, con esa manía tuya de buscarle un título a tus amantes—, ayer, mientras paseaba la vista entre los títulos exóticos de una librería cerca de L’Odeon, descubrí un libro que reunía la colección de dibujos secretos de varios pintores, entre ellos Picasso y Rodin. La portada, roja, intensa, no tenía más que una sola línea que formaba la silueta de unas piernas sostenidas en alto mostrando con descaro el sexo censurado por el título en francés: Museo secreto: 300 dibujos ocultos. El volumen en cuestión me cautivó, pues me hizo pensar en ti, en nosotros, en las tardes en las que tú, con un esbozo, plasmabas mi sonrisa vertical justo en el momento en el que yo…”
Desempolvaste ese pasado secreto que ambos habían decidido guardar bajo llave, como lo más oscuro de sus nostalgias. “Pensando en ti —seguiste escribiendo—, tomé algunas fotografías
y, deseosa de volver a esos días nuestros, te las envío.” Entonces, buscaste en Internet los dibujos más provocativos para añadirlos. No recibiste una respuesta inmediata, pero por la noche, te escribió: “Mi siempre deseada O, qué sorpresa tan grata tu mensaje, pero no recibí ninguna fotografía. No olvides enviármelas o, mejor aún, ¿por qué no nos encontramos donde antes y las veamos juntos?”
Asustada, con la certeza de haberlas enviado, revisaste tu celular. Entonces, te diste cuenta de que no había sido él, sino tu abuela quien las había recibido. No es la primera vez que te pasa. En vano intentaste borrarlas. Ya era demasiado tarde y lo sabías. Te tranquilizó saber que tu abuela ve poco su teléfono y que tu madre no iría a verla porque estaba de viaje. Las recuperarías al día siguiente, saliendo del trabajo. Acto seguido, le escribiste a él nuevamente —no debiste hacerlo— para contarle lo sucedido y terminaste tu mensaje con: “apenas salga de ahí te aviso, mientras tanto, aquí te mando un adelanto”, y copiaste la fotografía de uno de los dibujos que habías enviado previamente: dos cuerpos trenzados mostrando con descaro la incandescencia del momento. Apagaste tu teléfono.
Al día siguiente, al encenderlo, tenías un nuevo mensaje: “Tenemos que vernos.” Pero hiciste caso omiso y escribiste: “Mi querido maestro, ya estoy en México, pero antes de verte, tengo que ir a borrar las fotografías.”
Al entrar, te registraste y te dijeron que tu abuela dormía. Además, te recordaron que no podías visitarla sin previa cita y con una prueba PCR negativa de no más de cuarenta y ocho horas. Le explicaste a la enfermera que necesitabas entrar al cuarto de tu abuela, que tenías que cambiar su teléfono celular porque estaba fallando y no habías podido comunicarte bien con ella. La enfermera volvió a empezar de nuevo con la lista de requerimientos para entrar, insistió con detalle sobre las medidas de seguridad que era preciso tomar con los ancianos, su vulnerabilidad, la responsabilidad de la institución y te dijo que los familiares de los otros internos eran muy exigentes y cuestionaban todo. Tú, que habías dormido poco —te emocionaba estar nuevamente en contacto con él y tu cabeza atormentada rumiaba historias del futuro que modificabas una y otra vez— solo afirmabas con la cabeza, tratando de interrumpir, pero la enfermera no te dio oportunidad, ni se veía dispuesta a cooperar. “Sí, sí, entiendo todo eso, pero ¿no puede usted traer el teléfono y así resolvemos el problema?”, dijiste aumentando el tono y la velocidad de tu voz sin darte cuenta. Aun así, la enfermera retomó su discurso diciendo que no podía tomar nada de las habitaciones, lo tenía prohibido y te contó cómo un día… bla, bla, bla. No podías más. Con una mueca de desagrado, te diste la media vuelta —sabes muy bien cómo ser grosera— dispuesta a entrar por los jardines directo a la habitación, aunque tuvieras que trepar por el pequeño barandal del balcón.
“Mi querido maestro, me salió caro borrar las fotos del teléfono de mi abuela. No voy a poder ir a nuestro lugar.”
“¿Qué te pasó?”
Le dijiste que habías resbalado del balcón y te habías luxado el tobillo —pensaste en decir que había sido una fractura, pero no querías invocar desgracias, mucho menos alargar tanto el encuentro que ya dabas por hecho y anticipabas— y cuando esperabas que él te dijera que iría a verte, la receta falló. El pintor te dijo que deseaba tu rápida recuperación, que ya no podría verte pues estaba por irse a Groenlandia, que en ese momento no te podía explicar por qué, que había estado algo enfermo pero que allá se recuperaría y que siempre pensaba en ti, en esa cara tuya de niña perversa que solo él podía provocarte. Anexa, viste su selfie con el pelo cortísimo y bata de barbero frente a un espejo donde se asomaba una revista que te hizo dudar.
Esta vez no te hicieron esperar. Aun así, tomaste la Vanidades y buscaste la página que la vez pasada habías fotografiado:
Receta para reconquistar a un viejo amor: Finge estar en un país exótico. Envía un mensaje sobre un recuerdo pasado inquietante. Sé misteriosa, no especifiques. Evita verlo en el lugar de antes. Inventa algo nuevo. Pon cualquier pretexto para mostrarte débil, necesitada.
Sin que te vieran, la arrancaste furiosa, como si al destruirla pudieras dejar todo eso atrás, te acomodaste en el sillón y quisiste creer que ese nuevo look te haría cambiar.