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EL ACUERDO Pág

EL ACUERDO Pág

AMOR COLOIDE

Después de un malentendido más con Alejandra, entré a dar mi clase abatido. Trataba de no pensar más en ello, de no atormentarme recordando sus abruptos cambios de parecer, sus desconcertantes estados de ánimo, sus contradictorios acercamientos y rechazos. Yo la quería. No solo eso, le profesaba gran admiración pues, además de presidir el consejo al que yo pertenecía, era un ser humano sensible y brillante que siempre provocaba un latido dentro de mí. Pero ya no quería pensar en ello, porque había algo que me lastimaba, se me escapaba eso que no lograba entender y me dejaba así, como en ese momento, vacío, inánime.

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Asenté mi portafolios sobre el escritorio y encendí el proyector con la clase que tenía programada. Mi discurso avanzaba aburrido, con displicencia. Lo que menos me apetecía en ese momento era repetir eso que sabía de memoria: “¿Qué es una mezcla?… la unión de dos sustancias puras: la de menor cantidad es el soluto y la de mayor cantidad el disolvente.”

Alejandra era una adulta firme, recia, pero yo la veía frágil. Aunque tenía mi edad, la condición que la había marcado desde la infancia me hacía verla —de eso apenas me daba cuenta— disminuida. O al menos eso se me vino a la mente mientras hablaba. Se me figuró que en esa mezcla yo era el disolvente. Y asumí el defecto de Alejandra como una escasez que la convertía en el soluto.

“Diferenciamos una mezcla homogénea de una heterogénea dependiendo de las fases que se logran visualizar a simple vista: una sola zona uniforme nos da una mezcla homogénea porque homo significa igual: es decir una mezcla que se ve igual tiene una sola fase, como el agua y el azúcar.”

Había algo que me atraía de ella, algo con lo que resonaba; cada una de sus palabras parecía mía, habíamos crecido en el mismo lugar, frecuentado los mismos espacios y nuestros referentes eran los de dos hermanos, las coincidencias constantes. Pero algo doloroso en el pecho me decía que no éramos iguales.

“Si logramos diferenciar dos o más fases en la mezcla, entonces es heterogénea, porque hetero significa desigual, diferente: como el aceite y el agua.”

Mientras daba la clase, fui imaginando qué habría sucedido si yo y Alejandra nos hubiéramos cruzado de niños; si en lugar de ir a escuelas vecinas, hubiéramos compartido el mismo patio de juegos, si hubiéramos sido compañeros de banca. Si ella hubiera querido mezclarse entre mis amigos. ¿Qué le habríamos dicho a aquella niña que en lugar de hablar balbuceaba? ¿Con qué sentimiento repulsivo habría visto mi yo adolescente a esa joven de cara escindida? ¿Habría callado o me habría unido a las risas de mis amigos burlándose de aquella falla geológica que rompía la geografía de su paladar y su labio?

Cuando vi por primera vez a Alejandra, su rostro adulto (ligeramente desfigurado) me causó un breve estremecimiento. Entonces, ya era yo un hombre maduro, de ciencia. Y ella, a pesar de eso, me pareció hermosa, interesante, misteriosa. Su vergüenza parecía haber quedado atrás. Sabía disimular muy bien la cicatriz de la cirugía.

No, la vida no era justa y, aunque sentía algo profundo por ella, el rencor que tenía Alejandra por sus vivencias pasadas era denso y aun me tocaba. Por más amor que yo le profesaba no lograba diluirse.

“Hay un punto intermedio y muy interesante donde el soluto no es tan pequeño como en una solución, ni tan grande como en una suspensión y se quedan suspendidos, a eso se le llama coloide”, predicaba más bien pensando cómo hacer de nuestro amor un coloide.

Yo nunca había lastimado a Alejandra, sin embargo, ella sabía que, si en el pasado nuestras vidas se hubieran cruzado, si hubiéramos coincidido en el mismo salón, en el mismo parque, yo no me habría atrevido a jugar con ella, no hubiéramos sido amigos. A lo más que hubiera podido aspirar hubiera sido a que mis ojos no quisieran detenerse en ella y la borraran; a ser invisible. Dentro de ella, sepultado tal vez en las profundidades, su resentimiento lo sabía y me amenazaba.

En nuestra unión, estaban mezclados de manera inexorable la inseguridad y el encono de la niña que Alejandra había sido con mi vergüenza y mi culpa por lo que pudo haber sido. Suspendidos en la mezcla de nuestros sentimientos, lo nuestro era un amor coloide que nos hacía cómplices, indisolubles.

Al salir de clase, me importó muy poco si mis alumnos me habían entendido. Creo que esa vez mi discurso no fue más que una confusa reflexión introspectiva, pero de pronto, a mí me quedó todo muy claro, tanto, que hasta sentí un impulso de correr hacia Alejandra; de abrazarla, de acariciar su rostro y besar la cicatriz de su labio, de pedirle que me perdonara. Pero me quedé ahí, escondido en la soledad de mi auto, evadido.

No podía hablar de esto con ella, habría tenido que hacer una confesión absurda, pues no se puede pedir perdón a alguien por algo que no hiciste.

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Este cuaderno apuesta al futuro y no tan sólo como proyecto editorial, sino también como vehículo para la expansión de las ideas que se generan en Quintana Roo; la única manera de que podamos alcanzar un porvenir luminoso como comunidad depende de lo que sembremos ahora.

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