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EL ACUERDO
A Rubí por el Tong Shu y otras conversaciones.
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Linares consultó su calendario chino, acostumbraba a revisar el Tong Shu que cada año le entregaba su consultora René Ampudia y se basaba en este para tomar decisiones importantes.
Después de año y medio de acuerdos con sus altas y bajas, finalmente, llegaba el día de concretar el negocio. Carlinhos sería oficialmente su socio y eso le confería cierto aire de importancia, algo así como un título nobiliario empresarial. La internacionalidad. Traspasar las fronteras gracias a la globalización; las redes sociales ahora lo permitían todo. Solo bastaba llegar a un acuerdo y ahora lo habían conseguido.
Carlinhos era un verdadero hombre de negocios que sabía disfrutar de la vida, lo que Linares llamaba un bon vivant, sus historias en Instagram eran testimonio de ello, siempre en restaurantes tres estrellas Michelin, ¡qué manjares comía!
Además, era un hombre disciplinado que todo el mundo amaba: testimonio de ello su cuenta de Facebook. Entrenaba como atleta olímpico a sus casi sesenta años y era admirado por sus más de tres mil seguidores, por supuesto, todos ellos amigos entrañables que había cosechado durante su vida. Era todo un dandi, bueno así lo etiquetaba Linares, quien admiraba a los hombres bien vestidos que se hacían acompañar de hermosas mujeres; él trataba siempre de seguir su ejemplo. Ser socio de Carlinhos lo hacía sentirse bien. Le insuflaba ese aire sofisticado que él tanto necesitaba.
Llegó puntual al encuentro. Eligió la mejor mesa para que, cuando su socio llegara con los otros accionistas que había prometido presentarle, pudieran disfrutar de la vista y él pudiera sentarse en la orientación que René le había dicho que era la adecuada, justo donde la energía sería favorable. Pasados los quince minutos con los que llegó anticipado, sus manos empezaron a sudar. No tardarían en aparecer Carlinhos y los accionistas por la puerta. Había ensayado mil veces ese encuentro. Dicen que solo hay una oportunidad de dar una primera impresión y Linares quería estrechar la mano de su socio y darle ese abrazo apretado y fraternal que solo se dan quienes están destinados a hermanarse para cambiar el mundo y hacer la diferencia. Miraba su reloj impaciente. Y la manecilla que primero parecía no moverse, poco a poco se fue deslizando hacia la hora acordada y después a
pasar de ella. Superados los diez minutos de tolerancia acostumbrados, Linares se aflojó la corbata que empezaba a asfixiarlo. Tomó un poco de agua. Le pidió al mesero que esperara, que no pediría aún porque estaban por llegar los demás. Diez minutos más y le mandó un mensaje. Con la vista fija en él, esperando respuesta, sintió que fueron siglos los que tardó en aparecer el color azul en las dos palomitas. Pero no hubo respuesta. Tomó de la mesa la servilleta y la pasó por su frente húmeda. Se limpió también el sudor de las manos. Volvió a ajustarse la corbata. Pensó en el depósito que Carlinhos le había pedido como adelanto de la negociación, un acto de buena fe ante los accionistas, algo que, dijo Carlinhos, diera fe de su liquidez. Entró en su aplicación al banco para revisar los movimientos. La transferencia había sido deducida de su cuenta. No era la suma lo que realmente le importaba. Para Linares, esa cantidad no significaba nada. Lo que le hacía latir aprisa el corazón, lo que provocaba su taquicardia era la sospecha del engaño. Pero bueno, Carlinhos era un hombre importante, tal vez algo se le había atravesado y pronto se disculparía.
Linares esperó más de una hora tratando de llamar por teléfono, encontrando justificaciones para la ausencia del que pretendía ser su futuro socio. Después, salió de ahí derrotado.
No hubo más señales de Carlinhos. Incluso bloqueó a Linares de sus redes sociales. No contestó jamás el teléfono.
Linares se sintió despechado, hecho a un lado, como si le hubieran roto el corazón. Y es que, aunque no quisiera reconocerlo, Linares se había hecho demasiadas expectativas alrededor de Carlinhos. Había construido sendos castillos imaginarios —uno de su propia persona como socio de aquel dandi y otro del propio Carlinhos— que le impidieron ver la realidad.
Le habló a René para reclamarle. El Tong Shu que auguraba “Éxito” —día más auspicioso y positivo, día de logros, con las energías positivas en todos los aspectos y día propicio para iniciar un negocio— no había sido más que una profunda desilusión. Linares empezaba a pensar que todo aquello era un fraude.
René lo escuchó paciente, con esa mirada compasiva con la que se ve a un niño al que le han negado un caramelo. Cuando Linares terminó de desahogar su frustración, con esa voz pausada que la caracterizaba, sin afán de convencerlo de nada le dijo una sola frase: “El éxito no siempre está donde tú crees; no todo lo que es bueno para ti, a la larga, te hará feliz en el momento.”
Pero Linares pareció no escuchar o no entender aquel escueto mensaje. Sumergido en su dolor, siguió hablando de Carlinhos regodeándose en el daño que le hacían todas esas mentiras y en el dolor que le causaban esas pústulas que supuraban en su ego. Fue entonces cuando volvió a saber de Carlinhos. Le llamó y afligido le contó que había sido víctima de un secuestro, que había perdido todo y ahora necesitaba una cantidad más grande para poder seguir adelante con el acuerdo.