¿Quién? A
20 AÑOS DE LA
Guerra contra el terror SUPLEMENTO ESPECIAL DE LA JORNADA ● DIRECTORA GENERAL CARMEN LIRA SAADE ● 20 de septiembre de 2021 ¿QUIÉN? A 20 AÑOS DE LA GUERRA CONTRA EL TERROR
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Con toda modestia, pero también con toda la determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y que sepa y haga saber para todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que ésta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del Universo. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
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PRESENTACIÓN
“Se los dijimos”: una guerra perdida desde el inicio
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Directora General: Carmen Lira Saade Asistente de Dirección: Guillermina Álvarez Coordinador de Arte y Diseño: Francisco García Noriega Edición de texto: Ángel Bernal Alaniz Retoque digital: Jesús Díaz Hernández, Ricardo Flores Olivares, Adrián García Báez e Israel Benítez Delgadillo Archivo de fotografía: Alejandro Pavón y Sabrina Quiroz Editado por Demos, Desarrollo de Medios, SA de CV Av. Cuauhtémoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México CP 03310, teléfono: 55-9183-0300. Impreso en: Imprenta de Medios, SA de CV Av. Cuitláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, alcaldía Azcapotzalco, Ciudad de México, teléfonos: 55-5355-6702 y 55-5355-7794. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. Ciudad de México 20 de septiembre de 2021. FOTO PORTADA: AFP.
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STA HISTORIA YA la escribí antes”, reflexionó Robert Fisk en un artículo publicado en estas páginas el 24 de enero de 2002. Se refería a la entonces reciente incursión militar de Estados Unidos en Afganistán en venganza por los atentados del 11 de septiembre del año anterior en Nueva York y Washington. Con esa agresión bélica el gobierno estadunidense inició un ciclo que terminó casi exactamente 20 años después –el mes pasado– y casi exactamente en el mismo punto en el que empezó: con el Talibán controlando el país. El lúcido analista y reportero de guerra inglés no vivió lo suficiente para ser testigo de esta culminación –falleció en Dublín, el 30 de octubre del año pasado– pero desde dos décadas antes sabía perfectamente cuál habría de ser el final de ese capítulo en el repetido desastre circular de Occidente en el mundo islámico. Fisk, como otros informadores, instigadores y estudiosos de Medio Oriente, Asia Central y las sociedades árabes e islámicas, avisaron a tiempo: en Washington, Londres, París, Roma y Madrid –por mencionar sólo alguna de las capitales de eso que pretende ser el mundo guiado por el imperativo de la razón– no se entendía nada de nada y la comprensión de los complicados contextos de los países musulmanes había sido sustituida por las más toscas ambiciones económicas y geoestratégicas: petróleo y control territorial. Tal vez si George W. Bush hubiese leído a Edward W. Said o a Tariq Ali habría comprendido la criminal futilidad de sus empeños bélicos en Afganistán e Irak. Si él y sus principales socios de guerra y negocios de seguridad y reconstrucción –Tony Blair y José María Aznar– se hubiesen tomado la molestia de consultar a Howard Zinn y Noam Chomsky, habrían caído en la cuenta de que Estados Unidos y Europa Occidental se enfilaban a perpetrar agresiones que contradecían las pregonadas esencias de Occidente. Lo que queda de manifiesto en los textos de estos autores publicados hace 20 años en La Jornada es que ni siquiera comprendían a sus propias sociedades. Pero la voz de estos intelectuales de entendimiento profundo y conocimiento minucioso no pudo sobreponerse a las formulaciones rústicas, superficiales y en definitiva equivocadas que seguían siendo por entonces la guía principal de los gobiernos occidentales: el “fin de la historia” (Francis Fukuyama), el “choque de civilizaciones” (Samuel Huntington) y otras por el estilo. Por eso Estados Unidos se empecinó durante cuatro periodos presidenciales en construir en Kabul una formalidad democrática a su imagen y semejanza, y por eso la “guerra contra el terrorismo” tuvo como objetivo principal una visión caricaturesca de fundamentalista islámico que pasaba por alto un dato fundamental: el fundamentalista islámico es en buena medida una invención ad hoc para justificar la guerra.
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En realidad, a principios del siglo actual la Casa Blanca, la CIA y el Pentágono llevaban décadas conviviendo con el integrismo musulmán radicalizado y colaborando con él en diversos frentes: de ello dan cuenta los estrechos y petrolizados vínculos de Estados Unidos con la monarquía saudita o el activo apoyo de Washington a los “combatientes de la libertad” que fueron armados, financiados, entrenados y promovidos en Afganistán desde tiempos de Jimmy Carter para que enfrentaran la ocupación militar soviética. Ronald Reagan llegó a compararlos con los padres fundadores de la nación estadunidense. Y entre esos muyahidines se encontraba, sí, Osama bin Laden. Ni el vecino país del norte ni sus aliados fueron capaces de percibir los impactos de sus propias acciones en Medio Oriente y en Asia Central ni lo agresiva y destructiva que resultaba su presencia en esas regiones. Desde el entusiasta respaldo al sha de Irán y a la tiránica dinastía wahabita hasta la promoción del belicismo israelí en contra de Líbano, Siria y los palestinos, Estados Unidos y sus aliados fueron creando un entramado de agravios y rencores que habría de extenderse y profundizarse con lo que siguió: la invasión y ocupación de Afganistán e Irak, el derrocamiento del régimen de Muamar Kadafi y la desestabilización de Siria. Al desalojar del poder al régimen talibán, Washington propició la dispersión de Al Qaeda por África y Asia; al arrasar Irak, entregó ese país a diversas facciones fundamentalistas; al intervenir en Libia y Siria, regaló al Estado Islámico escenarios propicios para su fortalecimiento. Los huecos dejados por los gobiernos laicos que los países occidentales destruyeron –Sadam, Arafat, Kadafi– fueron ocupados rápidamente por diversas ramas del integrismo; en suma: no aprendieron de sus errores. No debe soslayarse, por último, el indignante papel que los medios dominantes de Estados Unidos y Europa desempeñaron al retroalimentar los autoengaños de los gobiernos y transferirlos al conjunto de las sociedades. En octubre de 2001, a pesar de las advertencias de comunicadores y analistas como Fisk, Said, Ali y Gore Vidal, buena parte de las respectivas ciudadanías pensaba que la invasión de Afganistán iba a ser un día de campo para las maquinarias bélicas occidentales y el clamor por la paz fue ahogado por los alegatos patrioteros de seguridad nacional. Pero la “guerra contra el terrorismo” no sólo puso a esas sociedades en la mira de los terroristas sino que se tradujo en una inmediata afectación a las libertades y en un grave deterioro de los derechos humanos en buena parte del mundo. Se les dijo que iban al fracaso y a la multiplicación del horror y no quisieron o no pudieron escuchar. Con una arrogancia casi impúdica dieron por hecho que poseían la verdad única, la receta de la sociedad ideal y la jaula definitiva para encerrar la historia, pero la historia siguió impartiendo sus enseñanzas. Billones de dólares e incontables muertos después, tendrían que empezar a aceptarlas.
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¿Eliminar el Mal?
EDUARDO GALEANO
21 de septiembre de 2001
N LA LUCHA del Bien contra el Mal, siempre es el pueblo quien pone los muertos. Los terroristas han matado a trabajadores de 50 países, en Nueva York y en Washington, en nombre del Bien contra el Mal. Y en nombre del Bien contra el Mal el presidente Bush jura venganza: “Vamos a eliminar el Mal de este mundo”, anuncia. ¿Eliminar el Mal? ¿Qué sería del Bien sin el Mal? No sólo los fanáticos religiosos necesitan enemigos para justificar su locura. También necesitan enemigos, para justificar su existencia, la industria de armamentos y el gigantesco aparato militar de Estados Unidos. Buenos y malos, malos y buenos: los actores cambian de máscaras, los héroes pasan a ser monstruos y los monstruos héroes, según exigen los que escriben el drama. Saddam Hussein era bueno, y buenas eran las armas químicas que empleó contra los iraníes y los kurdos. Después, se amaló. Ya se llamaba Satán Hussein cuando Estados Unidos, que venía de invadir Panamá, invadieron Irak porque Irak había invadido Kuwait. Bush padre tuvo a su cargo esta guerra contra el Mal. Con el espíritu humanitario y compasivo que caracteriza a su familia, mató a más de cien mil iraquíes, civiles en su gran mayoría. Satán Hussein sigue estando donde estaba, pero este enemigo número uno de la humanidad ha caído a la categoría de enemigo número dos. El flagelo del mundo se llama ahora Osama bin Laden. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) le había enseñado todo lo que sabe en materia de terrorismo: Bin Laden, amado y armado por el gobierno de Estados Unidos, era uno de los principales “guerreros de la libertad” contra el comunismo en Afganistán. Bush padre ocupaba la vicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que estos héroes eran “el equivalente moral de los Padres Fundadores de América”. Hollywood estaba de acuerdo con la Casa Blanca. En estos tiempos, se filmó Rambo III: los afganos musulmanes eran los buenos. Ahora son malos malísimos, en tiempos de Bush hijo, 13 años después. Henry Kissinger fue de los primeros en reaccionar ante la reciente tragedia. “Tan culpable como los terroristas son quienes les brindan apoyo, financiación e inspiración”, sentenció, con palabras que el presidente Bush repitió horas después. Si eso es así, habría que empezar por bombardear a Kissinger. Él resultaría culpable de muchos más crímenes que los cometidos por Bin Laden y por todos los terroristas que en el mundo son. Y en muchos más países: actuando al servicio de varios gobiernos estadunidenses, brindó “apoyo, financiación e inspiración” al terror de Estado en Indonesia, Camboya, Chipre, Irán, África del Sur, Bangladesh y en los países sudamericanos que sufrieron la guerra sucia del Plan Cóndor. El 11 de septiem bre de 1973, exactamente 28 años antes de los fuegos de ahora, había ardido el palacio presidencial en Chile. Kissinger había anticipado el epitafio de Salvador Allende y de la democracia chilena, al comentar el resultado de las elecciones: “No tenemos por qué aceptar que un país se haga marxista por la irresponsabilidad de su pueblo.” Una tragedia de equívocos: ya no se sabe quién es quién. El humo de las explosiones forma parte de una mucho más enorme cortina de humo que nos impide ver. De venganza en venganza, los terrorismos nos obligan a caminar a los tumbos. Veo una foto, publicada recientemente: en una pared de Nueva York alguna mano escribió: “Ojo por ojo deja al mundo ciego”. La espiral de la violencia engendra violencia y también confusión: dolor, miedo, intolerancia, odio, locura. En Porto Alegre, a comienzos de este año, el argelino Ahmed Ben Bella advirtió: “Este sistema, que ya enloqueció a las vacas, está enloqueciendo a la gente.” Y los locos, locos de odio, actúan igual que el poder que los genera. Un niño de tres años, llamado Luca, comentó en estos días: “El mundo no sabe dónde está su casa.” Él estaba mirando un mapa. Podía haber estado mirando un noticiario.
Saludo de una mujer iraqui, con su hija, en el centro de Bagdad meses antes de que una coalición internacional encabezada por Estados Unidos comenzará la guerra contra Irak. Foto: Afp
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Comenzó “una nueva clase de guerra” Por primera vez, las víctimas del poder imperial se lanzan
contra éste, sostiene el lingüista estadunidense Noam Chomsky JIM CASON Y DAVID BROOKS Washington y Nueva York, 14 de septiembre.
L “HORRENDO” ATAQUE del martes marca el inicio de un nuevo tipo de guerra que beneficiará a “los hombres duros” de Estados Unidos y sus contrapartes terroristas en el exterior, con los pueblos pobres, y en particular los palestinos, pagando los costos, dijo Noam Chomsky en entrevista con La Jornada. Los del martes fueron, señaló el analista, el primer ataque contra el territorio nacional en dos siglos, y marca la primera vez que las “víctimas” tradicionales de la política estadunidense en el Tercer Mundo lanzan una acción militar contra el centro de los poderes imperiales. Tres días después del ataque, Chomksy habló con La Jornada de sus perspectivas, de lo que el presidente Bush ha denominado la primera guerra del siglo XXI. El profesor del Massachussets Institute of Technology, padre de la lingüística moderna, y feroz crítico del poder, comentó sobre varios aspectos de esta coyuntura, a la que considera un parteaguas histórico: “El ataque terrorista (a Estados Unidos) fue un asalto mayor contra los pueblos pobres y oprimidos de todo el mundo. Los palestinos serán aplastados por esto. Es un regalo a la derecha dura jingoísta estadunidense, y también a la de Israel. Y la respuesta planeada será lo mismo, será un regalo a Bin Laden... el tipo de acción de represalia que se está planeando es justo lo que él y sus amigos están buscando. Exactamente las cosas que promoverá un apoyo masivo y que llevará a más, y tal vez peores, ataques terroristas, lo cual entonces llevará a una creciente intensificación de la guerra. “Tomen como ejemplo un microcosmos. Irlanda del Norte, donde están los llamados hombres duros de ambos lados, quienes simplemente matan sin importar las consecuencias, o si muere más gente de su lado. Bien, eso sólo les ofrece más oportunidades para matar. Amplifíquenlo al nivel de un superpoder y de bombas suicidas que no pueden ser detenidas. Son sólo los hombres duros de ambos lados los que se benefician, y los demás sufren. “Estados Unidos ahora está planeando el tipo de guerra a que está acostumbrado el oeste. Eso es, realizar algún ataque masivo en contra de otros. Pero el problema esta vez es que probablemente será diferente. Eso es lo que desea Bin Laden y otros como él, ataques masivos. Responderán probablemente con más ataques terroristas. Cosas como la ocurrida el martes son en verdad imparables. “Aun si hubieran tenido a toda la fuerza aérea de Estados Unidos volando ese día, no hay mucho que pudieran haber hecho. Los terroristas son bombas suicidas, perfectamente contentos con morir. En 1983, un atentado suicida con un camión-bomba sacó a la fuerza militar más grande de Líbano. No fue un acto insignificante, y no se puede detener ese tipo de acciones. “No deseo ni mencionar el tipo de cosas que, si uno quiere pensarlas, fácilmente se presentan. ¿Qué difícil piensan que sería, por ejemplo, meter una bomba de 15 libras de plutonio a través de la frontera mexicana o canadiense? ¿Estaría más allá
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de sus talentos o los míos, o de terroristas sofisticados? Eso es a lo que estamos invitando. “Lo ocurrido el martes es una atrocidad espantosa, sin duda. Pero es el tipo de terror al que está sujeta buena parte del mundo; como, por ejemplo, la destrucción de la mitad de los abastos farmacéuticos de Sudán (por el ataque estadunidense supuestamente de represalia por atentados de Bin Laden). Es un país africano pobre.... ¿qué pasa cuando se destruye la mitad del abasto farmacéutico? Pues, a nadie le importa en el oeste. Pero uno o dos intentos para calcular el costo de esta acción resulta en decenas de miles de bajas, de muertos. Pero a nadie le importa. Así es como se pretende hacer funcionar la historia.” La Jornada (LJ): ¿Es un nuevo tipo de guerra? Es más que una nueva guerra... es una nueva clase de guerra de diversas maneras. Por un lado, la forma en que la están enmarcando, “o estás con nosotros o enfrentas el prospecto seguro de muerte y destrucción”. ¿Pueden pensar en un paralelo histórico a eso? Ni los nazis llegaban a ese extremo. “Es un nuevo tipo de guerra también, si lo vemos históricamente. Algunos la consideran un parteaguas, y tienen razón. Es la primera vez en la historia estadunidense, desde la guerra de 1812, que el territorio ha sido atacado. Ahora, la gente utiliza la analogía con Pearl Harbor, pero es un error. En Pearl Harbor los japoneses atacaron dos colonias estadunidenses ¿Filipinas y Hawái? el 7 de diciembre. Ataques a una colonia no son ataques contra Estados Unidos. “Estados Unidos ha atacado el territorio de otros; a fin de cuentas está sentado en la mitad del territorio de México y ha atacado a Canadá un par de veces, pero nadie ataca a Estados Unidos. Además, también esa es la historia europea. Pero a diferencia, Europa ha tenido bastantes guerras internas horrendamente sangrientas. Aunque no es atacada por lo que llamamos el Tercer Mundo, las ex colonias, más bien Europa las ataca a ellas. “Esto es ciertamente un parteaguas, la primera vez en la historia en que las víctimas están devolviendo el golpe al territorio matriz. ¿Cuándo han sido atacados Europa y Estados Unidos por gente de sus colonias, o las áreas que dominan? Históricamente, es extremadamente inusual. “Cuando Gran Bretaña conquistó gran parte del mundo, no fue bonito, pero no atacaron Inglaterra. ¿México acaso puso bombas en Estados Unidos cuando fue conquistada la mitad de su territorio? Me imagino que podrían haberlo hecho. Digo, Nicaragua podría haber puesto bombas en Washington, pero eso no ocurrió. Están del lado equivocado del fusil y se supone que ahí es donde tienen que quedarse. “Es por esto que hay tanto horror (en Estados Unidos y en Europa) cuando los palestinos responden dentro de Israel. Es horrible. Pero se supone que deben aguantarlo todo dentro de los territorios bajo ocupación militar. Es la manera en que funciona de la historia para Europa y de Estados Unidos.” LJ: ¿No hay entonces una alternativa a este conflicto? Sí, claro. La alternativa es prestar atención a lo que está detrás. No se trata de lo que uno lee en los artículos de opinión de The New York Times: los locos que nos están atacando porque somos tan magníficos. Eso no es lo que está ocurriendo.
“Ellos (los atacantes) están llevando a cabo atrocidades enormes en respuesta a las atrocidades reales de las cuales somos responsables, y que han continuado. Si se trata de una agrupación de Medio Oriente, lo que probablemente es, uno puede empezar a contar (los atentados cometidos contra esa parte del mundo). Nos podría importar poco aquí, y a casi nadie en el oeste le importa, pero no implica que no le importe a las víctimas. “Por ejemplo, Irak, durante los últimos 10 años. Era el país más desarrollado del mundo árabe, encabezado por un monstruo, pero al oeste eso no le molestaba. Estados Unidos y Gran Bretaña lo apoyaron cuando cometía sus peores atrocidades. Pero en los últimos 10 años ese país ha sido devastado, y ahora es uno de los más pobres del mundo. “Eso no fue en contra de Saddam Hussein, quien ha sido fortalecido..., se ha hecho contra la población. ¿Cuántos han muerto? Ni siquiera sabemos. Hace un par de años, Madeleine Albright estaba preparada para aceptar la cifra de medio millón de niños muertos como resultado de las sanciones estadunidenses, y dijo: es un alto precio, pero estamos dispuestos a pagarlo. Pero eso no significa que los iraquíes estén dispuestos a pagarlo, o la gente de la región. Hay una ira tremenda por esto por todas partes. “En Líbano, los ataques israelíes apoyados por Estados Unidos probablemente han matado de 40 a 50 mil personas durante los últimos 20 años. Nosotros decimos, ¿a quién le importa? ¡Pues a la gente de la región sí le importa! “O vean lo que está ocurriendo en los territorios ocupados. Aquí se informa que helicópteros y jets israelíes atacan concentraciones civiles, y saben perfectamente bien que éstos son de origen estadunidense otorgados precisamente para ese propósito. “Y sigue. Allá saben que Estados Unidos ha estado detrás de las políticas para prevenir cualquier acuerdo diplomático que responda al consenso internacional; Estados Unidos simplemente no permitirá el retiro de Israel del territorio ocupado. “La gente en la región entiende todo esto, y sabe que podemos seguir con ejemplos alrededor del mundo. En estos momentos hay aproximadamente un millón de personas enfrentando el hambre en el norte de Nicaragua y el sur de Honduras, esas regiones recuerdan algunas actividades de Estados Unidos no hace tanto tiempo.” LJ: ¿Cuáles son las implicaciones de todo esto en Estados Unidos? Creo que igual que las próximas acciones estadunidenses serán un regalo para Osama Bin Laden y la gente como él, lo ocurrido el martes es un regalo a sus contrapartes aquí, los hombres duros. Esta será una oportunidad maravillosa para imponer más reglamentación, más disciplina, promover los programas que desean aquí, la militarización del espacio y otras cosas parecidas. Y como señaló Paul Krugman esta mañana, tal vez una reducción del impuesto a las empresas. ¡Perfecto! “Y esperarán, ¿tal vez fracasarán? poder aplastar a la disidencia interna aquí. Ese tipo de cosas. En general, las atrocidades y la reacción ante ellas fortalecen a los elementos más brutales y represivos en todas partes. Así funcionan estas cosas. La dinámica es muy conocida.”
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Columnas de humo suben de los edificios del World Trade Center en Nueva York. El Empire State se ve en primer plano. Foto: Ap Arriba, izquierda:
Un médico cubre los cadáveres de combatientes afganos leales a Padsha Khan, el primero de febrero de 2002, en el Hospital Gardez, en el sureste de Afganistán. Foto: Afp Derecha: Un estudiante musulmán de la Universidad de Indonesia, durante una manifestación en Yakarta para protestar por el apoyo que la ONU brinda a Estados Unidos en su agresión contra Afganistán. Go to hell USA (Vete al diablo EU) Foto: Reuters
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Islam-Occidente: enloquecedora interdependencia La tesis del “choque de las civilizaciones” es un señuelo, como “la guerra de los mundos”
EDWARD W. SAID✝ N EL NÚMERO DE Foreign Afrairs aparecido en la primavera de 1993, se publicó un artículo de Samuel Huntington con el título “The Clash of Civilizations?” (¿El choque de las civilizaciones?) y de inmediato atrajo atención y múltiples reacciones. Puesto que el artículo pretendía compartir con los estadunidenses una tesis original en torno a “la nueva fase” de la política mundial después de la guerra fría, los términos de la argumentación de Huntington parecían amplios, audaces, incluso visionarios. En la mira tenía a sus rivales –las filas de planificadores de políticas públicas, los teóricos como Francis Fukuyama y sus teorías del fin de la historia, pero también las legiones que celebraban el advenimiento del globalismo, el tribalismo y el desvanecimiento del Estado–. Pero ellos, concedía, habían entendido algunos aspectos de este nuevo periodo. Huntington estaba por anunciar el “aspecto crucial, de hecho central” de lo que “debía ser una política global en los años venideros”. Sin dudarlo enfatizó: “Es mi hipótesis que la fuente fundamental de conflicto en este nuevo mundo no será primordialmente ideológica ni económica. Las grandes divergencias entre la humanidad y la fuente dominante de conflicto serán culturales. Las naciones-Estado continuarán siendo poderosos actores de los asuntos mundiales, pero los conflictos principales de política global ocurrirán entre las naciones y grupos de diferentes civilizaciones. El choque de las civilizaciones dominará la política mundial. Las líneas de quiebre entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro.” La mayor parte de los argumentos volcados en las subsecuentes páginas de su texto se apoyaban en la vaga noción de algo que Huntington denominaba “la identidad de la civilización”, y “las interacciones entre siete u ocho (sic) civilizaciones principales”. De éstas, el conflicto entre dos de ellas, Islam y Occidente, recibía la tajada del león de sus atenciones. Sumergido en esta beligerante forma de pensamiento, se apoyaba centralmente en un artículo, aparecido en 1990, del veterano orientalista Bernard Lewis, cuyos colores ideológicos son manifiestos desde el título: “Las raíces de la rabia musulmana”. En su texto y en el de Lewis se impulsaba con temeridad la personificación de entidades enormes en términos de “el Occidente” y “el Islam”, como si asuntos tan complicados como la identidad y la cultura existieran en un mundo de caricatura donde Popeye y Bluto se vapulean sin misericordia, y donde el pugilista más experto siempre le gana la mano a su adversario. Ciertamente, ni Huntington ni Lewis invierten mucho tiempo en la dinámica o la pluralidad internas de toda civilización, ni en el hecho de que el reto principal de casi todas las culturas mo-
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dernas estribe en la definición o interpretación de cada cultura; tampoco en la posibilidad, poco atractiva para ellos, de que hay mucha demagogia e ignorancia ramplona en la presunción de hablar por toda una civilización o una religión. No, el Occidente es el Occidente y el Islam es el Islam. El reto de los planificadores occidentales de políticas públicas, dice Huntington, es asegurarse de que Occidente se haga más fuerte y mantenga a raya a todos los otros, en particular al Islam. Preocupa más que Huntington suponga que su perspectiva –esa de revisar el mundo desde una percha que esté por encima de los apegos ordinarios y las lealtades ocultas es la correcta, como si todos los demás anduvieran por las ramas buscando respuestas que él ya encontró. De hecho, Huntington es un ideólogo, alguien que quiere convertir a “las civilizaciones” y “las identidades” en algo que no son: entidades cerradas, selladas, que se purgaron de las miriadas de corrientes y contracorrientes que animan la historia humana, aquellas que por muchos siglos han hecho posible que la historia no sea sólo una de guerras religiosas o de conquista imperial, sino también una de intercambio, fertilización mutua y confianza compartida. Esta historia invisible es ignorada en la premura de resaltar la guerra, constreñida y comprimida ridículamente, que en “El choque de las civilizaciones” Se argumenta como realidad. Cuando en 1996 publicó su libro, con el mismo título, intentó conferirle a sus argumentos algo más de sutileza, y lo llenó con muchas, muchas notas a pie de página; por desgracia, lo único que logró fue confundirse, demostrar lo torpe que era como escritor y lo poco elegante que era como pensador. El paradigma básico de Occidente contra el resto (reformulando la oposición propia de una guerra fría) se mantuvo incólume y aparece, a veces con insidia, a veces implícito, en la discusión que siguió a los terribles sucesos del 11 de septiembre. El ataque suicida, patológicamente motivado, horrendo asesinato de masas cuidadosamente planeado por un grupo de militantes perturbados, se ha convertido en confirmación de las tesis de Huntington. En vez de tomarlo como es la “gran idea” (uso el término sueltamente) de una bandita de fanáticos enloquecidos con propósitos criminales, las grandes luminarias (de Benazir Bhutto, ex primera ministra paquistaní, al primer ministro ita-
liano Silvio Berlusconi) han pontificado en torno a los problemas del Islam y, en el caso de Berlusconi, han usado a Huntington para despotricar afirmando la superioridad de Occidente –cómo “nosotros” tenemos a Mozart y Miguel Ángel y ellos no–. (Días después se disculpó a medias por insultar al “Islam”). Pero, ¿por qué no se han buscado paralelismos, seguramente menos espectaculares en su destructividad, entre Osama Bin Laden y sus seguidores, y cultos como la rama de los davidianos o los discípulos del reverendo Jones en Guyana o el Aun japonés? Llenen por favor cualquier detalle faltante. Incluso el semanario británico The Economist, normalmente sobrio, en su número de septiembre 22-28, no puede resistirse a la vasta generalización y ensalza a Huntington, de forma bastante extravagante, por sus “crueles y arrasadoras, y no obstante agudas” observaciones acerca del Islam. “Hoy”, afirma el semanario con solemnidad impropia, Huntington escribe que “los miles de millones de musulmanes en el mundo están convencidos de la superioridad de su cultura, y se obsesionan por la inferioridad de su poder”. ¿Habrá encuestado a 100 indonesios, 200 marroquíes, 500 egipcios y 50 bosnios? Aunque así fuera, ¿qué clase de muestra es esa? Son incontables los editoriales en los diarios y revistas de América y Europa que le añaden a este vocabulario de gigantismo y apocalipsis; no son editoriales diseñados para edificar al lector, sino para inflamarlo con pasión indignada como miembro de “Occidente” y decirle lo que hay que hacer. Surgen los combatientes autodesignados, particularmente en Estados Unidos, que con retórica al estilo Churchill proclaman una guerra contra quienes los odian, los destruyen y los despojan, mientras conceden escasa atención a las complejas historias que desafían tal reduccionismo y que se cuelan de un territorio a otro, en un proceso que sobrepasa todas las fronteras –aquellas que supuestamente nos separan en campos armados. Este es el problema con etiquetas tan poco constructivas como Islam u Occidente: nos dan pistas falsas y nos oscurecen el pensamiento cuando intentamos hallar sentido en una realidad desordenada que no podemos encasillar ni amarrar así nomás. Recuerdo haber sido interrumpido por un hombre que se levantó entre el público de una conferencia que impartí en la West Bank
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Una mujer afgana y su hijo se resguardan dentro de un campamento de refugiados a unos 15 kilómetros de Kabul, 16 de junio de 2002. Según el organismo de refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), aproximadamente un millón de afganos ya han regresado a su patria este año, en lo que será el mayor regreso de refugiados jamás visto Foto: Afp Arriba:
El humo ondea desde una de las torres del World Trade Center y las llamas cubren los escombros durante la explosión de la segunda Torre Gemela. Foto: Ap
“Este es el problema con etiquetas tan poco constructivas como Islam u Occidente: nos dan pistas falsas y nos oscurecen el pensamiento...” ¿QUIÉN? A 20 AÑOS DE LA GUERRA CONTRA EL TERROR
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University, en 1994, y que comenzó a atacar mis ideas por “occidentales”, tan contrarias a las estrictamente islámicas que él profesaba. “Por qué usa usted saco y corbata”, fue la primera réplica simplista que se le ocurrió, “eso también es occidental”. Se sentó después con una sonrisa apenada en el rostro, pero recordé este incidente cuando comenzó a fluir información de cómo se las habían ingeniado los terroristas del 11 de septiembre para obtener los detalles técnicos requeridos para perpetrar los homicidios en el World Trade Center y el Pentágono, y para maniobrar los aviones que usaron. ¿Dónde traza uno la línea entre la tecnología “occidental” y, como declarara Berlusconi, “la incapacidad islámica para ser parte de la modernidad”? No se puede, por supuesto, pero finalmente me quejo de lo inadecuadas que son las etiquetas, las generalizaciones, las aseveraciones culturales. A cierto nivel, las pasiones primitivas y el know-how sofisticado convergen para darle visos de realidad a una frontera fortificaNiño afgano clama da ya no sólo entre “Occidente” e “Islam” sino entre pasado por ayuda tras quedar y presente, entre ellos y nosotros, por no hablar de los atrapado en una barrera propios conceptos de identidad y nacionalidad en torde alambre de púas en una no a los cuales existe un desacuerdo y un debate interbase militar de Estados minables. La decisión unilateral que nos lanzó a trazar Unidos en Kabul. rayas en la arena, emprender cruzadas, oponer el mal Foto: Ap con nuestro bien, extirpar el terrorismo y –como dice
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Paul Wolfowitz con su vocabulario nihilista– finiquitar las naciones por completo, no facilita la lectura de esas supuestas entidades. Nos dice en cambio que es mucho más fácil hacer declaraciones belicosas con el propósito de movilizar pasiones colectivas que reflexionar, examinar, analizar aquello con lo que lidiamos en realidad, la interconexión de innumerables vidas, las “nuestras” y las de “ellos”. En una serie de tres notables artículos –publicados entre enero y marzo de 1999 en Dawn, uno de los semanarios más respetados de Pakistán–, el fallecido Eqbal Ahmad, escribiendo para un público musulmán, analizó lo que denominaba las raíces de la derecha religiosa y se lanzó acremente contra las mutilaciones promovidas por tiranos absolutistas y fanáticos cuya obsesión por regular la conducta de las personas hace que “el orden islámico se reduzca a un código penal, despojado de su humanismo, su estética, sus búsquedas intelectuales y su devoción espiritual”. Esto “entraña la afirmación absoluta de uno de los aspectos de la religión, generalmente descontextualizado, en contra de todos los otros. Un fenómeno que distorsiona la religión, rompe las bases de la tradición y sesga el proceso político donde quiera que se despliega”. Como ejemplo pertinente de esta ruptura de las bases tradicionales, Ahmad presenta primero el rico y complejo significado pluralista del término jihad, y luego se concentra en demostrar que en el confinamiento actual del término guerra indiscriminadas contra los supuestos enemigos, es imposible “reconocer (…) la religión, la sociedad, la cultura o la política islámicas como las han vivido y experimentado por siglos los musulmanes”. Los islamitas modernos, concluye Ahmad, están “preocupados por el poder, no por el alma; por movilizar al pueblo con propósitos políticos y no por compartir y aliviar sus sufrimientos y aspiraciones. El suyo es un programa muy limitado y constreñido en tiempos”. Lo que agrava la situación es que en los universos del discurso “judío” y “cristiano” hay un celo y una distorsión semejantes. Fue Conrad, con más fuerza que cualquiera de sus lectores de finales del siglo XIX, quien imaginó, quien entendió que las distinciones entre el Londres civilizado y “el corazón de las tinieblas” se colapsaban muy rápido en situaciones extremas, y que las alturas de la civilización
europea podían revertirse instantáneamente a prácticas bárbaras, sin preparación o transición. Fue también Conrad, en El agente secreto, publicado en 1907, quien describió la final degradación moral del terrorista y la propensión del terrorismo hacia abstracciones como “la ciencia pura” (y por extensión hacia el “Islam” o el “Occidente”). Porque hay ligas, mucho más cercanas de lo que supondríamos, entre civilizaciones aparentemente enfrentadas y, como lo han mostrado tanto Freud como Nietzsche, el tráfico entre fronteras cuidadosamente mantenidas, incluso vigiladas, es con frecuencia bastante fácil. Pero resulta entonces que tales ideas fluidas, plenas de ambigüedad y escepticismo, en torno a nociones a las que nos aferramos, no nos proporcionan una guía práctica y pertinente para situaciones a las que ahora nos enfrentamos, y resurgen los bandos tranquilizadores de lucha (una cruzada, el bien contra el mal, la libertad contra el miedo, etcétera) extraídos de la oposición entre Islam y Occidente, al modo de Huntington, de la que el discurso oficial sacó su vocabulario en los primeros días después del 11 de septiembre. Desde entonces, ese discurso se ha morigerado notablemente, pero a juzgar por el flujo constante de acciones y palabras de odio dirigidas contra los árabes, los musulmanes y los indis de todo el país –más los reportes de los esfuerzos por hacer cumplir la ley–, se mantiene el paradigma. Una razón adicional para su persistencia es la perturbadora presencia de musulmanes por toda Europa y Estados Unidos. Piensen en las poblaciones de Francia, Italia, España, Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos, incluso Suecia, y estarán de acuerdo en que el Islam ya no está en los bordes de Occidente, sino en el centro. ¿Pero por qué amenaza tanto su presencia? Sepultada en la cultura colectiva está la memoria de las primeras grandes conquistas del Islam árabe, iniciadas en el siglo VII, que –como anotó el célebre historiador belga Henri Pirenne en su crucial libro Mohammed et Charlemagne, aparecido en 1939–, hizo añicos de una vez todas y para siempre la antigua unidad del Mediterráneo, destruyó la síntesis cristiano-romana y dio paso a una nueva civilización dominada por los poderes del norte (Alemania y la Francia carolingia), cuya misión, parece decirnos, fue
reanimar la defensa de “Occidente” contra sus enemigos histórico-culturales. Lo que Pirenne deja fuera, caray, es que, para crear esta nueva línea de defensa, Occidente recurrió al humanismo, la ciencia, la filosofía, la sociología y la historiografía del Islam, que ya se habían interpuesto entre el mundo de Carlomagno y la antigüedad clásica. Islam está dentro desde el principio, como lo reconoció Dante, gran enemigo de Mahoma, al poner al Profeta en el corazón de su Infierno. Está también el persistente legado del monoteísmo mismo, las religiones abrahámicas, como lo ha puesto correctamente Louis Massignon. Empezando por el judaísmo y la cristianidad, cada uno es un sucesor perseguido por el fantasma de lo que vino antes: para los musulmanes Islam satisface y culmina la líneas de una profecía. No existe aún una historia decente o una desmistificación de la contienda de tantos ángulos en la que se hallan estos tres seguidores –ninguno de los cuales implica un campo unificado o monolítico– del más celoso de todos los dioses, pese a que su sangrienta convergencia moderna en Palestina nos proporcione un rico ejemplo secular de todo lo que permanece irreconciliable entre ellos. No sorprende entonces que musulmanes y cristianos hablen con demasiada facilidad con cruzadas o jihads, pasando por alto, ambos, la presencia judaica; a veces con sublime indiferencia. Tales planes, dice Eqbal Ahmad, son “muy tranquilizadores para los hombres y mujeres que se hallan varados en medio (…) entre las aguas profundas de la tradición y la modernidad”. Pero todos nadamos esas aguas, por igual occidentales y musulmanes. Y ya que las aguas son parte del océano de la historia, es fútil tratar de ararlas o de levantar barreras entre ellas. Estos son tiempos de tensión, pero es mejor pensarlos en términos de comunidades con poder o sin él, en términos de la política secular de razón e ignorancia, y de principios universales de justicia o injusticia, que vagar en busca de vastas abstracciones pero muy poco autoconocimiento y análisis informado. La tesis de “el choque de las civilizaciones” es un señuelo como “la guerra de los mundos”, más para reforzar el orgullo autodefensivo que para entender de manera crítica la enloquecedora interdependencia de nuestros tiempos. Miércoles 10 de octubre de 2001
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Izquierda: Grupo de mujeres ataviadas con burkas esperan algún donativo cerca de una mezquita, al norte de la capital afgana Kabul, en un tradicional viernes de oración. Foto Afp
Derecha: Estatuas históricas de Buda, destruidas dentro del templo Mes Aynak, al sur de Kabul. Este sitio arqueológico se localiza en la segunda mina más grande del mundo no explotada de cobre en la provincia de Logar. Foto Ap
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Ignorar el llanto del débil Bin Laden, el paladín que traicionó una guerra injusta
TARIQ ALI
OS PIRATAS AÉREOS responsables de la agresión del 11 de septiembre no eran fanáticos iletrados y barbudos oriundos de las aldeas de Afganistán. Eran profesionales instruidos y altamente calificados pertenecientes a la clase media. Trece de los 19 hombres implicados eran ciudadanos de Arabia Saudita. Sus nombres son reconocibles. Los tres Alghadi provienen claramente de la provincia de Hijaz del reino saudita, la zona de la ciudades santas de La Meca y Medina. Mohammed Atta, nacido en Egipto, viajaba con un pasaporte saudita. Haya sido él quien daba o no las órdenes, lo importante es que el grueso de los cuadros más importantes de la red de Osama bin Laden (contrariamente a los que actuaron como soldados de infantería) proceden de Egipto o Arabia Saudita, los dos principales aliados de Estados Unidos en la región, aparte de Israel. En Arabia Saudita, Bin Laden goza de un fuerte apoyo. He aquí por qué hasta el momento el régimen saudita, a pesar de su apoyo a Estados Unidos, “no tiene intención de permitir que Washington utilice sus bases”. En épocas normales, el reino saudita es raramente cubierto por los medios occidentales. Para que la atención se dirija sobre el régimen de Riad hace falta el arresto de un ciudadano estadunidense o británico, o bien que una enfermera inglesa sea arrojada por una ventana. Por ello, poco se dirá sobre la religión de Estado, que no es una versión ordinaria del Islam sunita o chiíta, sino una variedad particularmente virulenta y ultrapuritana conocida como wahabismo (Wahhabism). Esta es la religión de la familia real saudita, de la burocracia estatal, del ejército y de la aeronáutica y, naturalmente, de Osama bin Laden, el ciudadano saudita más famoso del mundo, actualmente residente en Afganistán. Grosso modo, el equivalente de esto en Gran Bretaña sería que la Iglesia de Inglaterra fuera remplazada por la Iglesia reformada del doctor Ian Paisley, y entonces la familia real se convirtiera en ardiente paisleiana; y la burocracia estatal y las fuerzas armadas estuvieran vetadas a los no paisleianos. El jeque Mohammed Ibn Abdul Wahhab, inspirador de esta secta, era un campesino que en el siglo XVIII se cansó de cultivar palmeras y pastorear ganado y comenzó a predicar localmente, llamando al regreso a la fe pura del siglo séptimo. Estaba en contra de la excesiva veneración del profeta Mahoma, denunciaba la veneración de los santuarios y de los lugares sagrados e insistía en la “unidad de un solo Dios”. De por sí esto era bastante inocuo, pero fueron sus prescripciones sociales las que comenzaron a crear problemas cerca de 1740: estas insistían en el uso de castigos corporales islámicos y no sólo eso, sino también en que las mujeres adúlteras fueran lapidadas hasta la muerte, los ladrones sometidos a amputación, los criminales ajusticiados en público. Cuando empezó a poner en práctica lo que predicaba, los líderes religiosos de la región se opusieron y el jefe local de Uyayna le pidió que se fuera. Wahhab escapó hacia Deraiya en 1744 y en el mismo año convirtió a su gobernante, Moham-
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med Ibn Saud. Ibn Saud, el fundador de la dinastía que hoy gobierna Arabia Saudita, utilizó el fervor revivalista para inculcar en las tribus un sentido de disciplina antes de lanzarlas a la batalla contra el Imperio Otomano. Wahhab consideraba al sultán de Estambul un hipócrita que no tenía derecho a ser califa del Islam, y predicaba la virtud de una jihad (guerra santa) permanente contra los modernizadores islámicos, hipócritas como los infieles. Los otomanos reaccionaron, ocuparon la provincia de Hijaz y tomaron posesión de La Meca y Medina, pero la influencia de Wahhab persistió y las batallas heroicas se volvieron parte del folclor local. Este protonacionalismo fue utilizado por los sucesores de Saud para expandir su influencia en la península. ALÁ Y EL PETRÓLEO Dos siglos más tarde ellos colocaron las bases de 19 que hoy es Arabia Saudita, pero fue el descubrimiento del oro líquido lo que cambió la región para siempre. Temiendo la competencia de Gran Bretaña, Estados Unidos junto con la Esso, la Texaco y la Mobil formaron la Arabian American Oil Company (Arameo). Esta unión instituida en 1933 fue reforzada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la base USAF (Fuerza Aérea de Estados Unidos) fue considerada crucial para “la defensa de Estados Unidos”. El monarca saudita recibió millones de dólares para favorecer el desarrollo del reino. El régimen era despótico, pero era considerado un importante baluarte contra el comunismo y el nacionalismo en la región y, por este motivo, Estados Unidos prefirió ignorar cuanto ocurría dentro de sus confines. El ingreso de Estados Unidos y la creación del reino saudita fueron brillantemente descritos en una de las contribuciones más notables a la narrativa de Arabia: la pentalogía Las ciudades de sal, del novelista saudita en el exilio Abdelrahman Munif, cuyo nacimiento en 1933 coincide con el del nuevo Estado. La escritura estratificada de Munif –salvaje, surrealista y satírica– provocó la cólera de la familia real. Fue privado de su nacionalidad y expulsado para siempre del país. Sus libros se convirtieron en una codiciada mercancía de contrabando que circula en todas partes, incluso en los palacios reales. Cuando, hace unos 10 años, lo encontré en un poco frecuente viaje a Londres, Munif estaba tan lúcido como siempre: “El siglo XX casi ha terminado, pero cuando Occidente nos mira todo lo que ve es el petróleo y los petrodólares. Arabia Saudita aún no tiene una Constitución, el pueblo es privado de los derechos más elementales, incluso el de apoyar al régimen sin pedir permiso. Las mujeres, que detentan una importante tajada de la
riqueza de la nación, son tratadas como ciudadanos de tercera categoría. A una mujer no se le permite dejar el país sin el permiso escrito de un pariente masculino. Tal situación produce una ciudadanía desesperada, sin un sentido de dignidad o pertenencia”.
Página anterior: Arriba, el artista Jaspal Singh Kalsi muestra una escultura en pequeño formato de las Torres Gemelas con el eslogan
REVUELTAS Y COMPLOTS Negada cualquier apertura secular, en una sociedad en la cual la familia real –un clan con múltiples facciones y microfacciones– con sus dóciles sacerdotes domina cada aspecto de la vida cotidiana, se registraron en los años 60 y 70 varias rebeliones. Una de las novelas de Munif, La trinchera, tiene un desenlace notable. Hay dos complots revolucionarios, uno del que forman parte encolerizados jóvenes inspirados en las ideas modernas. El otro, invisible, dentro del palacio. Todo termina en lágrimas, con toque de queda y los tanques en las calles. Los jóvenes revolucionarios descubren que tuvo éxito la revuelta equivocada. La referencia era el asesinato del rey Feisal en 1975 a manos de su nieto, el príncipe Faisal Ibn Musaid. Diez años antes, el hermano de Ibn Musaid, el príncipe Khalid, un ferviente wahabita, se había manifestado publicamente contra la llegada de la televisión al reino. La policía saudita entró en su casa y le disparó, matándolo. Aun hoy el príncipe Khalid es venerado por los creyentes fundamentalistas, y años más tarde el gobierno talibán le rindió tributo quemando en público casetes y videos y prohibiendo la televisión. Pero el wahabismo sigue siendo la religión de Estado en Arabia Saudita, exportada con los petrodólares para financiar el extremismo en otras partes del mundo. Durante la guerra contra la Unión Soviética, la inteligencia militar paquistaní solicitó la presencia de un príncipe saudita para conducir la jihad en Afganistán. Como ningún voluntario dio un paso adelante, los líderes sauditas recomendaron al vástago de una rica familia cercana a la monarquía. Osama Bin Laden fue enviado a la frontera paquistaní y llegó a tiempo para oír a Zbigniew Brezinski, consejero de seguridad nacional del presidente James Carter, turbante en la cabeza, gritar “Alá está de vuestro lado”.
“Stop Terrorism” (Alto al terrorismo). Foto: Ap Abajo, el líder de la red
terrorista Al Qaeda, Osama bin Laden, dirigiéndose a una multitud en un lugar no revelado, en Afganistán. Foto: Afp
Arriba: Personas cubiertas de polvo caminan sobre los escombros en las inmediaciones del sitio que ocupaban las Torres Gemelas en Nueva York. Foto: Ap
OSAMA, EL ESTADUNIDENSE Las escuelas religiosas en Pakistán, dónde nacieron los talibán, fueron fundadas por los sauditas con una muy fuerte influencia wahabi. El año pasado, cuando los talibán decidieron hacer saltar por los aires a los viejos budas, desde los antiguos seminarios de Qom y Al Azhar llegaron llamados para que desistieran argumentando que el Islam es tolerante. Pero una delegación wahabi del reino saudita había aconsejado a los talibán seguir con
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Vistas del sitio donde estaba la estatua de Buda, de pie, la más alta del mundo que fue destruida por los talibanes en la provincia de Bamiyán, Afganistán. Afganos examinan los restos de un helicóptero estadunidense exhibido en la intersección de Ariana, en la capital afgana, el 7 de noviembre de 2001. Fotos: Afp
sus planes. Así lo hicieron. La insistencia wahabi en una jihad permanente contra todos los enemigos, musulmanes y no musulmanes, tenía que dejar una profunda huella en los jóvenes que más tarde tomarían Kabul. La actitud entonces de Estados Unidos era de simpatía. Un Partido Republicano repleto de cristianos podía a duras penas dar algún consejo sobre la materia, y tanto Bill Clinton como Tony Blair estaban deseosos de publicitar su pertenencia al cristianismo. Precisamente el año pasado un antiguo experto en Pakistán del Departamento de Estado, el liberal Stephen P. Cohen, escribía en el Wall Street Journal (edición asiática, 23 de octubre de 2000): “Algunas madrassas, o escuelas religiosas, son excelentes”. Admitía que “otras son caldo de cultivo de movimientos islámicos fundamentalistas y de partidarios de la jihad”, pero sólo constituyen 12 por ciento del total. Esas escuelas, decía, “tienen que ser puestas al día de modo de que ofrezcan a sus estudiantes una instrucción moderna”. Tal indulgencia refleja con precisión el estado de ánimo oficial antes del 11 de septiembre. Tras el derrumbe de la Unión Soviética, la oposición interna ha sido completamente dominada por grupos religiosos. Estos wahabitas juzgan ahora al reino saudita como degenerado por su relación con Estados Unidos. Otros están desmoralizados porque Riad no ha defendido a los palestinos. La presencia de soldados estadunidenses en el país después de la guerra del Golfo ha sido una señal para ataques terroristas contra los soldados y las bases. Quienes los ordenaron eran sauditas, pero en ocasiones inmigrantes paquistaníes y filipinos fueron acusados y ajusticiados para tranquilizar a Estados Unidos. Quizá tengan éxito, o no, las fuerzas expedicionarias enviadas a Pakistán para cortar los tentáculos del gigantesco pulpo wahabita, pero su cabeza está sana y salva en Arabia Saudita, donde vigila los pozos de petróleo mientras vuelven a crecer sus tentáculos, bajo la protección de los soldados estadunidenses y de la base de la USAF en Dhahran. El hecho de que Washington no haya separado sus intereses vitales de la suerte de la monarquía saudita podría llevar a otros candentes conflictos. Vale la pena recordar la advertencia pronunciada por el poeta secular árabe del siglo X, Abul Ala al Maari, que aún hoy aparece como apropiada: “Y donde el príncipe comandó, ahora el silbido del viento sopla a través de la corte del Estado: ‘Aquí’, proclama, ‘residió un potentado que no sabía escuchar el llanto del débil”.
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Reconstruir Afganistán: puras promesas y componendas El problema es que sin un sentido de la historia no podemos entender la injusticia
ROBERT FISK✝ OLIN POWELL LE dice al general paquistaní Musharraf que lo ayudará a resolver el problema de Cachemira. Tony Blair le ofrece a Yasser Arafat la visión de un Estado palestino. ¿Habremos de dar crédito a sus palabras? La historia muestra que las seguridades prometidas en tiempos de guerra no siempre son lo que parecen. -En 1915 T.E. Lawrence prometió la independencia de Arabia a cambio del respaldo de líderes como Sherif Husseyn. -En 1917, en una carta de Arthur Balfour dirigida a Lionel Rotschild, Gran Bretaña prometió una patria judía en Palestina. -En 1944 el presidente Roosevelt le aseguró al rey Ibn Saud que Estados Unidos no permitiría que los palestinos fueran despojados. -En 1979 y 1990 los presidentes Carter y Reagan prometieron ayudar a reconstruir Afganistán si los mujaidines expulsaban a los invasores soviéticos. -En 2001 Tony Blair le asegura a Yasser Arafat que Gran Bretaña se compromete a buscar “un Estado palestino viable” que incluya Jerusalén. Té en el jardín. Quizá sólo en el viejo imperio británico se prepara té negro con leche en la misma tetera hirviente, y se sirve con montones de azúcar en frágiles tazas. La bugambilia estalla en púrpura y carmesí junto a la pared de ladrillo, mientras algunos mirlos agresivos se persiguen unos a otros sobre el césped recién cortado de mi hotel en Peshawar. Al final del caminito en que se encuentra está el pequeño cementerio británico donde hay lápidas que marcan el asesinato de los soldados del Rajen el siglo XIX, hombres de Surrey y Yorkshire masacrados por aquellos que fueran llamados ghazis, los afganos fundamentalistas de esa época, que con frecuencia entraban en batalla acompañados –y aquí cito al capitán Mannering, en la segunda guerra afgana– “por hombres religiosos llamados talibs”. En aquellos días hacíamos promesas. Una de ellas, apoyar a los gobiernos afganos si impedían la entrada de los rusos. Prometimos riqueza, comunicaciones y educación a nuestro imperio en India a cambio de su lealtad. Poco ha cambiado. Ayer –después de un largo día que se tornó atardecer sudoroso– los cazabombarderos pulsaron el cielo amarillo por encima de mi jardín, chorros supersónicos grises que se elevaban como halcones desde las poderosas pistas de Peshawar para internarse en las montañas de Afganistán. Sus motores de propulsión deben de haber vibrado por entre las osamentas inglesas que yacen en el cementerio al fondo del camino, al igual que el fuego en el canal de Hardy alguna vez perturbó los restos mortales de Parson Thirdly. Y en la negra y enorme televisión de mi cuarto, la pantalla jaspeada y fragmentada fue la prueba de que la historia imperial no hace sino repetirse. El general Colin Powell se colocó a la derecha del general Pervez Musharraf después de prometerle analizar seria-
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Robert Fisk, cartón de Rocha Izquierda, arriba:
Tractor con retratos de Osama bin Laden, por las calles de una ciudad en la frontera de Pakistán con Afganistán, el 7 de octubre de 2002. Foto: Afp
Abajo: Una mujer afgana, frente a una casa destruida en Kabul, el 11 de abril de 2002. Los afganos regresaban paulatinamente a su cotidianidad después de años de guerra. Foto: Afp
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Escombros de una casa que presuntamente fue bombardeada por un ataque aéreo de la OTAN en la aldea de Jabar, distrito de Nijrab, provincia de Kapisa, al norte de Kabul, el lunes 5 de marzo de 2007. Foto: Ap
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mente el problema de las representaciones de Cachemira y Pashtu en la conformación de un futuro gobierno afgano. El general y secretario de Estado estadunidense, a quien ahora debemos llamar presidente de Pakistán, invirtió gran parte de su tiempo en charlar sobre el bombardeo nocturno con artillería por parte de otra vieja reliquia del imperio, el ejército de India. El general Musharraf deseaba una “breve” campaña contra Afganistán, el general Powell la firme promesa de un respaldo paquistaní a Estados Unidos en su "guerra al terror". Musharraf quería una solución al problema de Cachemira. Powell, jurando que Estados Unidos era ahora el amigo cercano de Pakistán, se dirigió a India. Las vanas promesas siempre han sido parte de nuestros conflictos. En la guerra de 1914-1918 –otra lucha contra el “mal”, que no se nos olvide– fueron los británicos quienes hicieron las promesas. A los judíos del mundo, en especial a los judíos rusos, les prometimos respaldar la creación de una patria judía en Palestina. A los árabes, Lawrence de Arabia les prometió la independencia. Hay un momento maravilloso en la película de ese nombre, cuando Peter O'Toole, envuelto en una túnica árabe y con apariencia no muy diferente a Osama Bin Laden, le pregunta al general Allenby (Jack Hawkins) si puede prometerle a Sherif Husseyn la independencia a cambio del respaldo árabe para destruir al ejército turco. Por un breve y devastador segundo, Hawkins duda; luego su rostro se vuelca en una sonrisa benevolente: “Por supuesto”, dice. ¿Acaso no vi justo la misma sonrisa en la cara de Tony Blair mientras entre sus manos apretaba la mano de Arafat conforme lo conducía a través de la puerta de Downing Street número 10, la semana pasada? A final, impusimos la ocupación militar anglo-francesa a los árabes que nos ayudaron y tres décadas después les dimos a los judíos sólo la mitad de Palestina. “Las promesas”, recalcó alguna vez el académico palestino Walid Khalidi, “son para cumplirlas”. Pero no las que se hacen en tiempos de guerra. Para la Segunda Guerra Mundial, le prometíamos independencia de Francia a los libaneses si se alineaban contra los amos de Vichy. Luego los franceses rompieron su promesa e intentaron quedarse hasta que fueron expulsados con ignominia en 1946. Dos años antes, el presidente Roosevelt –ansioso de asegurar derechos petroleros sauditas contra los intereses británicos, cuando la guerra tocaba a su fin– prometió a la monarquía saudita que no permitiría que los palestinos fueran despojados. En 1990, después de la invasión de Kuwait, queríamos que el mundo árabe y musulmán estuviera de nuestro lado, contra Irak. El presidente Bush, padre, prometía “un nuevo orden mundial” en el cual Medio Oriente, libre de amenaza nuclear –de hecho libre de toda amenaza armamentista– pudiera vivir en un “oasis de paz”. Sin embargo, una vez ex pulsados los iraquíes, llamamos a una “cumbre de Medio Oriente” en Madrid, que duró muy poco, y luego vendimos más misiles, tanques y aviones caza a israelíes y árabes que en los 30 años previos. El poder nuclear de Israel ni se mencionó. Y ahí vamos de nuevo. A escasos tres días antes que el señor Powell se interesara repentinamente por los problemas de Cachemira, Yasser Arafat, ese anciano de Gaza hoy desacreditado –“nuestro Bin Laden”, como indecentemente lo llamara el ex general Ariel Sharon– fue invitado a Downing Street, donde Tony Blair, a la fecha cauto partidario de la independencia palestina, declaró que había la necesidad de un “Estado palestino viable”, incluido Jerusalén. “Viable” es el barniz aplicado a una versión menos tasajeada del bantustanato que originalmente se propuso al señor Arafat. Por supuesto, el señor Blair no tiene por qué temer la ira estadunidense, ya que el presidente Bush Jr. descubrió que antes
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del 11 de septiembre –por lo menos eso dice– había tenido “una visión” de lo que podría ser un Estado palestino que aceptara la existencia de Israel. El señor Arafat –hablando inglés en extenso, por primera vez en años– apoyó de inmediato el bombardeo aéreo contra Afganistán. Pobres afganos. No estuvieron a la mano para recordarle al mundo que el señor Arafat apoyó con entusiasmo la invasión soviética de Afganistán. ¿Por qué siempre hacemos política sobre las rodillas mediante promesas que son componendas, a aliados vulnerables y de conveniencia, después de que por años hemos aceptado, incluso creado, las injusticias en Medio Oriente y en el sureste de Asia? ¿Qué tan pronto nos decidimos –no nos anticipamos– a levantar las sanciones a Irak y permitir que decenas de miles de niños iraquíes vivieran en vez de morir? ¿O prometimos (a cambio del derrocamiento de Saddam) retirar nuestras fuerzas de la Península Arábiga? Después de todo –no digan esto en voz alta– si prometimos y hubiéramos cumplido todo esto, se habría cubierto cada una de las demandas de Osama bin Laden. Intriga leer el texto completo de lo que Bin Laden demandaba en su video posterior al ataque del World Trade Center: El dijo en árabe, en una sección extensamente cercenada de la traducción al inglés, que “nuestra nación (musulmana) ha sufrido más de 80 años de esta humillación...” y se refirió al momento en que “la espada ha alcanzado a Estados Unidos después de 80 años”. Bin Laden puede ser cruel, perverso, despiadado, la personificación del mal, pero es muy inteligente. Me imagino que se refería específicamente al Tratado de Sevres, que data de 1920, redactado por las potencias aliadas victoriosas que desmembraron el Imperio Otomano y desvanecieron –tras 600 años de califatos y sultanatos– el último sueño de unidad árabe. El profesor estadunidense James Robbins lo descubrió sagazmente en las palabras que Ayman Zawahiri, lugarteniente de Bin Laden, gritó desde su cueva afgana –en el video de hace unos días– remachando que el movimiento Al Qaeda “no tolerará en Palestina una tragedia como la de Andalucía”. ¿Andalucía? Sí, la debacle de Andalucía marcó el fin del dominio musulmán en España, en 1492. Podemos rociar componendas en forma de promesas a nuestro alrededor. Pero el pueblo de Medio Oriente tiene memoria antigua. A mediados de los 90 solíamos visitar
las librerías de Argel. Del triángulo de la muerte en torno Bentalha, salían a la luz cientos de inocentes con la garganta cortada por un grupo islámico –o posiblemente por las fuerzas gubernamentales–, muchos de cuyos miembros habían luchado en Afganistán contra los rusos. Yo buscaba libros sobre el Islam. Cultura musulmana, historia islámica, pensamiento imbuido de Corán. Ahí estaba todo. Lo curioso es que en los estantes vecinos –lo mismo me ocurrió en librerías de El Cairo– invariablemente hallaba libros sobre física nuclear, ingeniería química, aeronáutica e investigación biológica. Los textos de aeronáutica adquieren hoy, por supuesto, una nueva y atemorizante resonancia. Pasa también con los libros de investigación biológica. Pero la razón para su concurrencia, me temo, yace en la historia de la humillación árabe. Los árabes se contaban entre los primeros científicos al inicio del segundo milenio mientras los cruzados –otra de las fijaciones de Bin Laden– cabalgaban con ignorancia tecnológica hacia el mundo musulmán. Así que mientras en las últimas décadas nuestra concepción popular de los árabes los convertía en un pueblo banal, en su gran medida atrasado pero rico en petróleo, que confiaba en nuestras dádivas anuales y en sus vírgenes celestiales, muchos de ellos se hacían las preguntas pertinentes en torno a su pasado y a su futuro, en torno a la religión y a la ciencia, e indagaban cómo –así lo entiendo– podrían ser parte del mismo universo Dios y la tecnología. Nosotros no tenemos ese pensamiento de largo alcance ni emprendemos tales indagaciones en la historia. Nos la hemos pasado apoyando a nuestros dictadores musulmanes por todo el mundo, especialmente en Medio Oriente –a cambio de su amistad– con vagas promesas de rectificar la injusticia histórica. Permitirnos a nuestros dictadores erradicar a sus partidos socialista y comunista; a su población le dejamos poco
espacio para ejercer una oposición política, excepto la religión. Preferimos bestializarlos –el ejemplo son los señores Jomeini, Abu Nidal, Kadafi, Arafat, Saddam y Bin Laden– en vez de cuestionar con filo histórico. Y de nuevo las promesas. Los presidentes Carter y Reagan, según recuerdo, prometieron a los mujaidines afganos: combatan a los rusos y los ayudaremos. Habría entonces asistencia para recuperar la economía de Afganistán; reconstrucción del país, incluso “democracia” (esto último lo decía el inocente señor Carter), concepto que nos parece ahora muy prometedor para paquistaníes, palestinos, uzbekos o sauditas. Por supuesto, una vez que se fueron los rusos en 1989, no hubo asistencia económica. Pero el año pasado ahí andaba el presidente Clinton vociferando una vez más las promesas de ayuda económica a Pakistan a cambio del rechazo a Bin Laden, y su sentido de perspectiva no dio sino para decirle al pueblo paquistaní que su historia era –agárrense– “tan larga como el río Indo”. El problema, me temo, es que sin un sentido de la historia no podemos entender la injusticia. Compendiamos dicha injusticia, después de años de indolencia, únicamente cuando queremos chantajear a nuestros aliados potenciales con promesas de inmensa importancia histórica –una resolución para Palestina, para Cachemira; un Medio Oriente libre de armas, la independencia árabe, un Nirvana económico– sólo porque estamos en guerra. Diles lo que quieren oír, promételes lo que quieren, lo que sea, en tanto logremos que nuestras flotas surquen los cielos en nuestra más reciente “guerra contra el mal”. Ahí anduvo el general Powell ayer, prometiendo lidiar con Chachemira mientras el general Musharraf pedía que la guerra fuera breve, mientras los aviones atronaban hacia Afganistán habiendo partido de la base aérea en Peshawar. lunes 28 de octubre de 2001
Abajo, izquierda:
Soldados estadunidenses observan el despegue de un avión Hércules C-130 en la base aérea de Bargam, al norte de Kabul, el 15 de enero de 2002. Foto: Afp
Derecha: Abdul Aziz, antiguo cambista afgano, se toma descansa detrás de fajos de papel moneda de Afganistán, en el principal mercado de cambio de divisas de Kabul, el 18 de julio de 2002. Foto: Afp
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Las vanas promesas han sido parte de nuestros conflictos. En la guerra 1914-1918 —otra lucha contra el “mal”, que no se nos olvide— fueron los británicos quienes las hicieron
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Recurrir al engaño y el fervor patriótico para desatar la guerra La invasión a México.... comenzó con una mentira, cuando el presidente Polk dijo a la nación: “Se ha derramado sangre americana en suelo americano” HOWARD ZINN✝ GUERRA Y ENGAÑO* I REVISAMOS LA historia de las guerras éstas comienzan siempre con el engaño. Se requiere del engaño porque si le dijeran al pueblo la verdad no aceptaría la guerra. Remontemos la historia, y vayamos al periodo de la guerra con México, entre 1846 y 1848, cuando en un breve conflicto Estados Unidos ganó y arrebató a México la mitad de su territorio. Esta guerra comenzó con una mentira, con un engaño; comenzó cuando el presidente Polk dijo a la nación: “Se ha derramado sangre americana en suelo americano”. Era mentira, porque no era suelo estadunidense. Había ocurrido un enfrentamiento entre soldados mexicanos y soldados estadunidenses en la frontera, una frontera en disputa. Nadie sabía de quién era la tierra –que México reclamaba y Estados Unidos también–. Pero fue una guerra instigada por Estados Unidos, que deseaba una guerra con México. En su diario, el presidente Polk escribió, antes de la guerra, que aprobaría una campaña militar contra México porque quería California. México controlaba California, poseía California, ésta era parte de México. Después de todo, de dónde salen todos esos nombres que existen en California: Santa Ana y Santa Rosa y San Juan y Santa aquella y San el otro. Así que Estados Unidos ansiaba ese encantador territorio del sudoeste, y recurrió al engaño para hundir al país en la guerra. Luego, como es sabido, a la vuelta del siglo XIX al XX Estados Unidos peleó contra España por Cuba. Es la Guerra Hispano-Americana que comienza con el estallido del barco de guerra Maine en el puerto de La Habana. Nadie sabe quién voló el barco –es de sentido común suponer que los españoles no querrían volar un barco de guerra que les acarrearía una guerra con Estados Unidos–, pero Estados Unidos culpó a España y de inmediato encendió en el país el fervor patriótico, y ya estaba en guerra, de nuevo una muy breve, pero que le permitió no sólo expulsar a España de Cuba sino convertirse en el poder dominante en la isla. Y después cruzó el Pacífico a las Filipinas, otra posesión española, y la tomó. Por supuesto, los filipinos resistieron, pues tenían un movimiento independentista. Esto requirió de otra guerra. Y ésta comenzó también con engaños. Estados Unidos alegó que tropas filipinas habían disparado sobre tropas estadunidenses y tenía que entrar en guerra. Pero no fue exactamente así corno ocurrieron los hechos. Y así podemos seguir. En la Primera Guerra Mundial el alegato era que los alemanes habían hundido una nave desarmada, un barco de pasajeros, el Lusitania, y muchos estadunidenses habían muerto. Bueno, luego resultó que el Lusitania traía una carga de municiones. No era simplemente un barco de pasajeros, era un navío de guerra. Probablemente el caso que resalta con más claridad en la conciencia de los estadunidenses que todavía recuerdan la era de Vietnam es el engaño con el cual comenzó este conflicto. * El presente texto es transcripción de una entrevista videograbada por Media Education Foundation
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El presidente anunció que “le dispararon a nuestros destructores en el golfo de Tonkín y nuestros navíos están ahí en misiones inocuas”, claro, “éste fue un ataque no provocado”. Bueno, la aseveración estaba plagada de mentiras, pero de inmediato el Congreso aprobó –casi por unanimidad en el Senado y unánimemente en la Cámara de Representantes, algo que se asemeja a las recientes resoluciones aprobadas en apoyo a Bush– medidas que en aquel tiempo otorgaron a Lyndon Johnson una especie de cheque en blanco para que hiciera lo que quisiera. El resultado fue 10 años de guerra brutal. Y sí. Esto significa que podemos analizar también las guerras chiquitas, como la invasión a Granada, en la que se dijeron algunas mentiras –que unos estudiantes de medicina estadunidenses estaban en peligro cuando no corrían peligro alguno–. O la guerra contra Panamá que empezó con cuentos como aquel de que “fuimos insultados”: “un sargento y su esposa fueron insultados por tropas panameñas”, y así por el estilo. UNA MUY LARGA LISTA DE MENTIRAS Hay un gran periodista estadunidense, I.F. Stone, a quien se invitaba a algunas clases de periodismo. Abandonó los periódicos importantes para los que trabajaba y fundó un pequeño boletín independiente que se hizo famoso –IF Stone’s Weekly–. Este periodista solía decir a los estudiantes de la carrera, a todos los que deseaban ser reporteros: “Si quieres ser un buen periodista, recuerda sólo tres palabras: los gobiernos mienten. No sólo el gobierno estadunidense, todos los gobiernos. Los gobiernos mienten”. Si la gente de nuestros periódicos, de nuestros medios informativos, partiera de dicha suposición, habría un debate realmente democrático, un intercambio rico en ideas, en vez de esta premura por conformarse a todo lo que el presidente diga. DESENTRAÑAR EL ENGAÑO Todo el engaño que vemos cuando las guerras principian, comienza a develarse después de un tiempo. Lo vimos muy claramente en el caso de Vietnam. Tomó años que el público estadunidense empezara a ver la verdad de lo que ocurría allí.
Al principio creyó lo que el gobierno decía: “Ah, únicamente bombardeamos objetivos militares”. Pero conforme las personas supieron y entendieron lo que ocurría en Vietnam, cuando los veteranos comenzaron a retornar del frente y narraron las atrocidades en las que habían estado implicados, el público comprendió. Hubo sesiones de información, hubo periódicos alternativos, un servicio informativo independiente en el Pacífico –fue ese medio el que destapó el reporte de la matanza de Mai Lai, no los diarios de primera línea. Y poco a poco se fueron descubriendo las mentiras y después de unos años la opinión pública estadunidense dio un giro completo. En 1966 tal vez dos terceras partes del público estaba en favor de la guerra, pero para 1968 o 1969 dos terceras partes estaba en contra. Lo que quiero sugerir, ahora me doy cuenta, es que si existe una campaña de información, si es posible diseminar en extenso información e ideas que destapen los engaños, que refuten las mentiras, que digan la verdad de lo que ocurre, entonces el público, que en un principio se deja engañar y de entrada se apresura a respaldar al presidente, puede recapacitar su posición. Así ocurrió en la guerra del Golfo, en la que no hubo el tiempo suficiente –como sí lo hubo en Vietnam, donde el conflicto duró años–. En el caso de Vietnam pasaron años antes de que la gente supiera lo que estaba pasando. En la guerra del Golfo no hubo tiempo: duró apenas tres meses. Pero aun así, cuando se hicieron encuestas en torno a esa guerra entre seis y nueve meses después, 85 por ciento que había apoyado la guerra al principio, disminuyó entre 45 y 50 por ciento. La gente aprende. La esperanza es que la gente no tenga miedo de decir lo que piensa, que se difunda la información, que haya mítines, manifestaciones y sesiones informativas, que mediante la red electrónica se difundan los hechos por todo el país; que como resultado de este aprendizaje de lo que realmente ocurre en el mundo, y al conocerse la verdad en torno a la política exterior estadunidense, al reflexionar sobre el terrorismo en forma seria y no sólo superficialmente, podamos ser un público que comience a exigir cambios en la posición estadunidense ante el mundo. domingo 4 de noviembre de 2001
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Vista parcial de la fachada destruida de una de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. Foto: Ap
Arriba, izquierda: Iraquíes armados festejan, trepados en un tanque Abrams, del ejército estadunidense, artefacto destruido durante una encarnizada batalla en el centro de Bagdad, 6 de abril de 2003. Foto: Afp Derecha: Un marine de
destruye un mural con la efigie del presidente iraquí Saddam Hussein, en la entrada de una fábrica de aluminio en la ciudad iraquí de Nasiriyah, primero de abril de 2003. Foto: Afp
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En la guerra del Golfo no hubo el tiempo suficiente –como sí sucedió en Vietnam, donde el conflicto duró años–. En el caso de Vietnam trancurrieron años antes de que las personas supieran qué estaba pasando ¿QUIÉN? A 20 AÑOS DE LA GUERRA CONTRA EL TERROR
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Entrevista a Gore Vidal✝ con La Jornada, el 6 noviembre de 2007
Magro, el coro de rechazo a la guerra Demoler la Constitución, logro de George W. Bush, señala el escritor y activista estadunidense DAVID BROOKS, ENVIADO Los Ángeles, California
EMOS PERDIDO LA república y nuestras instituciones”, afirma Gore Vidal, al reiterar que “hemos sufrido un golpe de Estado y (George W.) Bush ha demolido a la Constitución”. El escritor y legendario activista político estadunidense considera, en entrevista con La Jornada, que el estado de esta nación es tan malo que tal vez ya no tiene remedio. “Pocos aquí entienden este punto, pero es lo que ha ocurrido con Bush. Hasta hemos perdido el único regalo que nos dejó Inglaterra cuando nos abandonó a nuestro individualismo: la Carta Magna y el habeas corpus, todo lo que dio el tono del Siglo de las Luces a Estados Unidos”. Vidal es uno de los escritores y críticos políticos más influyentes de Estados Unidos y su participación en los circuitos culturales y políticos de primer nivel durante las últimas décadas lo confirma como una de las voces más lúcidas en el debate político-intelectual de este país y en el mundo. Esa voz se ha vuelto cada vez más feroz después de que llegó al poder lo que él ha llamado la “junta Cheney-Bush”. “Bush es algo nuevo”, dice cuando se le pregunta si el actual gobierno sólo es lo peor de lo que ha habido o significa un cambio cualitativo. “Odia a la república. No la entiende. Consigue a esta pequeña comadreja (Alberto) Gonzales, su abogado personal, y lo único a lo que éste se dedica, antes de que finalmente el Congreso lo obligue a renunciar (como procurador general), es legalizar todo acto ilegal o inconstitucional de este presidente inconstitucional y malicioso que cree en la tortura, cree en matar gente, cree en la guerra unilateral contra otros países que no nos han ofendido de ninguna manera y no nos pueden dañar de ninguna manera”. Imitando la voz de Bush, Vidal declara: “Soy un presidente de tiempos de guerra, soy un presidente de tiempos de guerra… Bueno, es un idiota de tiempos de guerra, eso es lo que es”. –¿Y por qué no hay una respuesta masiva de este pueblo ante estos actos tan explícitos y conocidos, transmitidos por televisión a todos? –Y todos han descubierto que nada de esto le importa al pueblo estadunidense. Nos han convencido de que somos perfectos. Somos la envidia del mundo, nos dicen la economía número uno del planeta. Nada es verdad, pero nos han educado para creerlo. Cuenta que viaja por todo el país dando conferencias, “y frecuentemente tengo que anticipar las preguntas del público. Una de las cosas a las que tengo que responder es esa afirmación de que ‘todos en el mundo quisieran vivir aquí’. Les respondo que nadie quiere nuestro sistema de salud, ¡por Dios! Y les pregunto: ¿cuándo fue la última vez que vieron a un noruego con una green card? ¿Quién dejaría Noruega para vivir aquí?”, aunque no deja de apuntar: “ése es el país más aburrido de la Tierra”. Se le insiste: si todos los mitos de lo que hace de éste un “gran país”, el “ejemplo para el mundo” en derechos constitucionales y democráticos, han sido destruidos en estos
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años, ¿cómo es posible que no haya una reacción popular mucho más amplia hasta el momento? “De eso se trata un golpe de Estado. Éstas (quienes están en el gobierno) son las peores personas del mundo. Los hombres del petróleo, del gas, los ladrones, gente de Texas, un estado al que me gustaría restaurar su antigua independencia y echarlo a los lobos de México –dice, regodeándose en su humor malicioso ante las protestas del entrevistador, y agrega en español–: a la chingada con Texas.” Vidal dice que en respuesta a todo eso se ha dedicado a rescatar la memoria nacional: ha escrito novelas históricas, ensayos sobre diferentes épocas de este país, y hasta obras de teatro (acaba de representar el papel de Lincoln en una obra de Aaron Copland, en la famosa arena de espectáculos Hollywood Bowl). Su libro más reciente es el segundo volumen de sus memorias. La memoria, la historia, es su respuesta, su rebelión, contra la cultura anulada de su pueblo. Actualmente su trabajo de historiador se enfoca en una investigación sobre la guerra de Estados Unidos contra México de 1848. Comenta que el general Ulises S. Grant, comandante de las fuerzas triunfantes del norte en la Guerra de Secesión, quien también ya había participado de joven en la invasión contra México, declaró más tarde que consideraba que la Guerra de Secesión fue el castigo de Dios contra este país por la injusticia y barbarie cometidas contra México en 1848. –Pero, ¿por qué cunde la amnesia histórica en EU? –Es una cultura de televisión, y la televisión tiene el propósito de vender el producto lo más rápido posible y transmitirlo sin otorgarle valor. “Todo es trampa en este país, corrupción y robo. Mire nuestras elecciones: uno recauda suficiente dinero, compra suficiente tiempo en televisión y puede resultar electo aunque nadie lo conozca, aunque a nadie le importe. O sea, ¿cuál es la noticia política todos los días? Cuánto dinero recaudó Hillary... ‘Uy, no. No puede ser, es una antipática’. “Es una mujer inteligente, y eso la hace odiosa a los varones estadunidenses”, indica. Se le pregunta si le cae bien. “Sí: es una mujer inteligente, no es algo frecuente en mi país”. ¿Pero confía en ella?. “No confío en nadie, soy italiano”, responde.Trata de explicar el contexto político-cultural del poder en este país. “Nuestra clase gobernante es Inglaterra. Fuimos extensión del Imperio Británico cuando no era su momento más brillante, y así, todas las fallas que
se pueden asociar con los británicos también rezan con nuestros gobernantes, aunque nuestra clase gobernante no sería considerada como tal según normas británicas. Cumple el papel de nuestros viejos amos coloniales, como los españoles, estoy seguro, aún lo hacen en México: (la clase gobernante) representa a la Regina Isabela.” Y regresa al tema de la amnesia: “hay ausencia de curiosidad, creo que es una característica anglosajona. Ahí es donde somos deficientes, no tenemos ninguna curiosidad, y eso que éramos los exploradores, los que abrimos gran parte del mundo; hicimos todo eso, y carecemos de curiosidad sobre casi todo. Creo que en parte tiene que ver con el sistema educativo, que es vil”. Pero hay una multitud que lee libros, lo que indica hambre por otras versiones de la historia y criticas al poder, se le argumenta; eso demuestra algo, ¿o no? Considera que existe esa hambre “en el viejo Estados Unidos, la república, y algunos tratamos de representarla”. Agrega poco después que, si bien tiene un amplio público, varios bestsellers, millones que leen sus comentarios, no es suficiente. “Sí, tal vez es un signo de esperanza para mi, pero no necesariamente para todo lo demás”, dice. –¿Qué señalaría usted como algo con vida, algo que ofrece un poco de luz en este país? –Hay un coro de rechazo a la guerra, pero me sorprende que aún sea tan magro. Son guerras reales, pero pocos se dan cuenta. CNN dice cuántos murieron ese día, pero ahí queda, entre anuncios de nueve tipos de detergentes diferentes. Entonces uno decide qué detergente quiere y cuál muchacho muerto le hubiese gustado que viviera un poco más. “Es la irrealidad de todo, o más bien, lo surrealista. Los estadunidenses no viven en un país, viven en algún acontecimiento. Ven comerciales de productos que en verdad no quieren, y entre uno y otro está la guerra. “La gente no puede esperar que los medios le comuniquen algo de valor, algo que pudiera nutrir sus energías. Muchos sí desean un cambio, y da la impresión de que algo puede ocurrir, pero no ocurre. No tenemos país, nadie tiene la sensación de vivir en un país: vivimos en un lugar donde si tienes dinero estás bien, y si no estás en la mierda.” –¿Cuáles serían las dos o tres cosas que necesita saber un extranjero –un latinoamericano, un mexicano– que está por visitar este país?
Página anterior: El presidente estadunidense George W. Bush y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, recorren el área de impacto en el Pentágono, donde un avión secuestrado se estrelló contra el edificio como parte de un ataque coordinado contra Estados Unidos. Foto: Afp Arriba, izquierda:
Trabajadores trasladan una cama rescatada de un antiguo hospital bombardeado a un nuevo nosocomio en Kabul, 13 de mayo de 2002. Foto: Afp Derecha:
Restos de un vehículo que explotó en el distrito de Chak, de la provincia de Wardak, al oeste de Kabul, primero de septiembre de 2007. Foto: Ap
“Quienes están en el gobierno son las peores personas del mundo. Los hombres del petróleo, del gas, los ladrones, gente de Texas, un estado al que me gustaría restaurar su antigua independencia y echarlo a los lobos de México” ¿QUIÉN? A 20 AÑOS DE LA GUERRA CONTRA EL TERROR
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Arriba: Cerca de los escombros de Las Torres Gemelas, este hombre pregunta a gritos si alguien necesita ayuda después del colapso de la primera de la primera estructura. Foto: Afp Derecha: El humo se eleva desde las Torres Gemelas, después de que aviones secuestrados se estrellaron contra esos edificios de la Gran Manzana. Foto: Ap
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–El racismo es lo primero que tiene que saber, y la medida en que domina toda esta cultura. Y número dos: gordura. Éstas son las personas que se ven más gordas y espantosas en el planeta. Hablo de mis paisanos. Viajo a Misisipi una vez al año a algo que se llama ‘Día de los Gore’: el clan de los Gore llega de todos los puntos del país, y uno ve a estos puercos enormes, de cara mezquina, labios delgados y ojos pequeños... gente espantosa, y son mi gente. Los Vidal son un poco mejores. Por cierto, entre este clan está Al Gore, el ex vicepresidente y ahora ganador del Nobel de la Paz, primo de Vidal. De pronto, el escritor recita un poco de poesía, su cara cambia y se desvanece su pesimismo. Lo mismo cuando recita pasajes de prosa, citas históricas o anécdotas de sus aventuras artísticas. Se queja de que ya no existe arte en Estados Unidos. Recuerda los años 40, a su cuate Tennessee Williams y otros. “Para mí esos tiempos ejemplifican lo mejor: la guerra había concluido, la Gran Depresión también, y el mundo era nuestro. Éramos 13 millones de estadunidenses que habían servido en las fuerzas armadas durante la guerra, y estábamos, por fin, libres. “Estar en lo militar era estar en la cárcel… éramos cautivos del Estado, pero por fin éramos libres, y cundía la sensación de regocijo, y uno miraba a su alrededor, y este Estados Unidos, que no había sido nada culturalmente, o muy poco, antes de 1945, de repente era número uno en el mundo, en todo. Ballet, ningún estadunidense había visto el ballet antes de la guerra, y de repente había Balanchine y más en Nueva York. En pintura, París había sido la capital de los pintores, y de pronto era Nueva York; en todo, poetas, músicos. Aun tenemos rastros de lo que éramos… creía que esto continuaría; las artes brotaban, deslumbraban”. Pero ya no. Ante argumentos del entrevistador sobre nuevas vertientes culturales, de hip hop y poesía hablada, de tradiciones orales nuevas, de Springsteen redescubriendo a Woody Guthrie, Vidal reprueba a todos. “Pretender que (Bob) Dylan es un gran poeta no va a ayudar la causa de la poesía”, enjuicia. Riéndose con o del entrevistador, añade: “creo que trata de decir que existe un hambre de todo esto”, y al preguntársele si opina lo mismo, afirma: “hay hambre de chatarra”. “Entre algunos jóvenes hay nociones de que sus pensamientos son valiosos sólo porque son sus pensamientos. Pero el arte no se trata de eso, uno tiene que atinar mucho más alto, tomarlo mucho más en serio. No es nada más sobreimponer un Woody Guthrie sobre el hip hop. Siempre regreso a lo que dijo Walt Whitman: para tener gran poesía se requiere de un gran público: empieza con éste”. Agrega que el clima político, el cual “frena la expresión, la conversación”, no nutre la posibilidad del arte.
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La casa de Vidal, en Hollywood Hills, está repleta de arte clásico, sobre todo de arte italiano de los siglos XVI y XVII. El techo de la sala tiene dos paneles como si fuera iglesia; Vidal bromea repetidas veces con que “yo no soy gringo, soy italiano” (vivió durante años en Ravello, donde tenia su otra casa hasta hace poco). Muestra una imagen en vidrio colgada en la pared, y cuenta que las figuras grabadas ahí son sus antepasados, de la familia Vidal, en 1595. “La mayoría de los estadunidenses ni saben que tenían antepasados, abuelos”. En la imagen están en una región de Austria, pero dice que los Vidal son suizos. Llegaron a Estados Unidos en 1848, época de revoluciones en Europa, obviamente había problemas políticos, comenta. “Tengo miles de primos aún ahí, y ellos escriben el apellido como Vital”. O sea, de vida. Responde: “sí, creo que es altamente simbólico, y es mejor ése que tener el apellido ‘de Morte’”, dice riéndose. Dice que su padre y su tío fueron militares, educados en West Point, grandes jugadores de futbol americano. Habla de la tradición católica en su familia, y de los jesuitas, “que aseguran estar de ambos lados” del debate político. De la nada sale un comentario de que “Fidel Castro, ése es tan poco comunista como yo, ése es un jesuita”. Además de su trabajo de historia, Vidal continua haciendo comentarios en televisión, radio y por escrito sobre los graves problemas que enfrenta su país; dice que le han robado el país. La segunda parte de sus memorias, Point to Point Navigation, fue publicada el año pasado y cubre el periodo entre 1964-2006. La primera, Palimpsest, cubre la primera parte de la extraordinaria vida de este novelista, ensayista, critico y activista político (ambos están en las listas de los más vendidos). Su última colección de ensayos sobre política es The Last Empire. Vidal es autor de 24 novelas, cinco obras de teatro, varios guiones de cine y cientos de ensayos, algunos de una extensión de tamaño de un libro. Es considerado uno de los escritores estadunidenses más importantes de los últimos 100 años. Su otra tarea pendiente, cuenta, es la posibilidad de realizar una entrevista con el presidente Hugo Chávez para una de las principales revistas nacionales de Estados Unidos. A sus 82 años de edad, y a pesar de sus rasgos a veces arrogantes (pero a los que, como pocos otros, tiene derecho) y el casi gozo que siente de su visión pesimista, Vidal confirma también lo mejor de este país: la rebelión de un intelectual honesto y comprometido ante la imposición de políticas obscenas y absurdas que intentan anular la memoria y, por tanto, otro futuro para Estados Unidos. Aunque seguramente se burlaría de cualquier pronóstico de un cambio radical en su país por ahora, no cabe duda de que su deseo es por lo menos contribuir a los esfuerzos por restaurar lo que llama “la República”.
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EU: desvanecimiento de una hegemonía ¿Qué podrá sacarnos del profundo agujero en el que nos encontramos?
IMMANUEL WALLERSTEIN✝ STADOS UNIDOS ES un poder hegemónico en decadencia. He estado expresando este punto de vista al menos desde 19801. Este enunciado pretende ser analítico y no una prescripción, y me he encontrado que, con todo, provoca no sólo incredulidad, sino también enojo, y que esta reacción ocurre en todos los bandos del espectro político en todo el mundo. Personas de la derecha consideran falsa esta declaración, o la aprecian como verdadera sólo en la medida de que la superpotencia en cuestión no ha hecho sentir su fuerza de manera suficiente. Más aún, asumen que al hacer dicho análisis, estoy creando una actitud derrotista para mi beneficio propio. Estas personas presentan un extraño grado de incredulidad en el poder de la palabra, o al menos, en mi palabra. Personas de la izquierda a menudo se muestran incrédulas y me dicen que es obvio que Estados Unidos domina la escena mundial y se impone en todo el mundo por medios maléficos, y ante esto, ¿cómo puedo hablar de la decadencia de Estados Unidos? ¿No estoy entonces, de esta manera, distrayendo a la gente de adoptar alguna acción significativa? Personas del centro parecen ofenderse ante la idea de que acciones apropiadamente inteligentes de parte de aquellos en el poder podrían no remediar, en un futuro, las limitaciones de los virtuosos actos estadunidenses. ¿Qué significa ser un poder hegemónico? Significa que normalmente uno define las reglas del juego geopolítico, y que uno se sale con la suya todo el tiempo, simplemente mediante la presión política, sin tener que recurrir al uso de la fuerza. La historia de cómo uno llega a convertirse en un poder hegemónico y porqué esa hegemonía nunca es duradera no es el tema aquí.2 La cuestión, más bien, es qué evidencia tengo de que Estados Unidos es una hegemonía que se desvanece. Desde luego, no voy a negar que Estados Unidos es, hoy en día y hasta el momento, el máximo poder militar en el mundo, y lo será por al menos otros 25 años. Sin embargo, ya no es verdad que Estados Unidos defina unilateralmente las reglas del juego geopolítico, ni que se salga con la suya todo el tiempo gracias únicamente a la presión política, aun cuando lo logra la mayoría de las veces. La presente lucha contra Bin Laden no es la primera, sino sólo la más reciente, instancia de esta nueva realidad. Digo nueva realidad porque hubo una época, no hace mucho, en que Estados Unidos era verdaderamente hegemónico; cuando era la única superpotencia. Esto fue cierto entre 1945 y 1970, más o menos. Pese a la guerra fría y a pesar de la Unión Soviética (o quizás en buena parte gracias a éstas), Estados Unidos lograba casi siempre lo que quería, donde lo quería y cuando lo quería. Do-
Humo y escombros en la torre sur del World Trade Center, mientras aquélla explota después de que dos aeronaves se estrellaron contra ese conjunto arquitectónico neoyorquino. Foto: Ap
Creo que la primera vez que dije esto fue en Amigos y enemigos, publicado en la edición 40 de la revista Foreign Policy. Otoño, 1980.
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Abordé este tema en Las tres instancias de hegemonía en la historia mundial de la economía capitalista, reditado en Las políticas de la economía mundial, Cambridge Univ. Press, 1984.
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Arriba: Nueva York y gran parte de Estados Unidos durante los preparativos por el vigésimo aniversario de los ataques a la urbe de hierro y Washington, DC. Foto: Afp Derecha: Aspecto del Memorial del 11 de septiembre en la Zona Cero, en el bajo Manhattan, donde se ubicaban las Torres Gemelas, el pasado 17 de agosto. Foto: Afp
minaba en Naciones Unidas, mantenía a la Unión Soviética contenida dentro de las fronteras que el Ejército Rojo había alcanzado en 1945. Utilizó a la CIA para expulsar o reacomodar gobiernos que le parecían poco amistosos (Irán, en 1953; Guatemala, en 1954; Líbano, en 1956; República Dominicana, en 1965, y así sucesivamente). También logró imponer su voluntad a sus, a menudo, renuentes aliados en Europa occidental, obligándolos, por ejemplo, a retirarse de operaciones militares (como ocurrió en Suez en 1956), o bien, presionándolos para acelerar ei ritmo de su descolonización porque Estados Unidos consideraba que esto era un camino más sabio y seguro. En ese periodo, los estadunidenses estaban aprendiendo cómo “asumir sus responsabilidades” en el mundo. Tenían una política exterior “bipartisana”. Más tarde, las cosas comenzaron a cambiar. La gran delantera económica que Estados Unidos mantenía sobre Europa occidental y Japón desapareció. Estas naciones se convirtieron en rivales económicos, si bien se mantuvieron como aliados políticos: Estados Unidos comenzó a perder guerras. Fue derrotado en Vietnam en 1973, fue humillado por Jomeini en Irán, en 1980. El presidente Reagan retiró a los marines estadunidenses de Líbano en 1982 (dos días después de haber prometido que jamás se replegaría) porque 200 de estos hombres habían muerto en un ataque terrorista. La guerra del Golfo fue un empate después del cual ]as tropas volvieron a sus posiciones originales. Algunos en Estados Unidos consideran que esto se debió a que no se tuvieron agallas de ingresar a Bagdad (y que en todo caso el no haberlo hecho fue un error). Pero esta decisión del primer presidente Bush reflejó el juicio político militar de que esa marcha por la capital iraquí hubiera llevado al desastre a Estados Unidos, lo que por lo visto fue un juicio sólido y prudente.Y mientras que Jimmy Carter logró imponer un acuerdo de paz en Campo David a Egipto e Israel, en 1978, Bill Clinton no pudo hacer lo mismo con los palestinos e israelíes en el año 2000, aunque lo intentó bastante. La última vez que a Estados Unidos le bastó tronar los dedos para obtener lo que quería fue el 11 de septiembre de 1973, cuando orquestó el golpe militar en Chile y puso a Pinochet en el poder. Pero el 11 de septiembre de 2001 fue
Osama bin Laden quien tronó los dedos, y el pueblo y el gobierno estadunidenses siguen tratándose de recuperar del golpe. Ahora bien, Bin Laden no cuenta con un amplio ejército, ni con fuerzas marítimas y aéreas. Su capacidad tecnológica es relativamente primitiva. No cuenta con fondos que puedan compararse a los recursos del gobierno estadunidense. Por tanto, aun cuando este encuentro termine en empate, él será el ganador. Le tomó 30 años a Estados Unidos aprender a “asumir sus responsabilidades” como poder hegemónico. Desperdició los siguientes 30 años lamentando la pérdida de su gloria y maniobrando en el intento de conservar cuanto poder fuera posible. Tal vez debería emplear los próximos 30 años en aprender cómo ser un país rico y poderoso en un mundo inequitativo que ya no controla de manera unilateral. En ese mundo, debe aprender a entender la realidad de todos los demás países, no solamente Afganistán, ni siquiera sólo de China y Rusia, sino también de Canadá, Europea occidental y Japón. En el mundo colapsante y anárquico que está marcando la transición de nuestro sistema mundial moderno hacia otra cosa distinta, el papel que jugará Estados Unidos –su gobierno, sus ciudadanos, sus empresas– nos concierne a todos. A todos, en cualquier lugar, les interesa obtener una respuesta inteligente, creativa y esperanzadora de Estados Unidos a la crisis mundial en la que todos se encuentran hoy. Estados Unidos sigue siendo, con todo, la potencia más fuerte del mundo, y aún tiene tradiciones y aspiraciones a las que valora y que según mucha gente (no sólo los estadunidenses) piensan que han aportado algo positivo al mundo en el que vivimos. La pelota está ahora en la cancha de Estados Unidos. Es demasiado fácil para los estadunidenses el estar enfurecidos por la: terrible destrucción de vidas humanas en las Torres Gemelas y sus secuelas. Pero ya existe demasiada furia irreflexiva en el mundo (aunque mucha de esta furia, para todos los bandos, sea justificada). No existe garantía alguna de que el mundo pueda navegar los próximos 25 o 50 años con un mínimo de violencia. Pero podemos tratar de analizar qué podría sacarnos del profundo agujero en el que nos encontramos en estos días. 10 de noviembre de 2001
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Estados Unidos... el 11 de septiembre de 1973, cuando orquestó el golpe militar en Chile y puso a Pinochet en el poder. Pero el 11 de septiembre de 2001 fue Osama bin Laden quien tronó los dedos, y el pueblo y el gobierno estadunidenses siguen tratándose de recuperar del golpe 22
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Abogar contra la locura de la guerra Dicen que soy peligrosa porque podría estorbar al santo proyecto de continuar arrojando desde el cielo objetos pesados hasta barrer a la última persona que potencialmente nos odie... BARBARA KINGSLOVER ESTE DÍA NO LE encuentro la gloria. Cuando levanté el periódico y vi la frase “Estados Unidos contrataca” desplegada con todo alarde y refulgencia en letras, que juro medían 25 centímetros de alto –¿no deberían reservar estos tamaños de tipografía para, digamos, la guerra nuclear?–, se me hundió el corazón. Hemos contestado un acto terrorista con otro, hacemos llover muerte sobre la población más aterrorizada y con más cicatrices de guerra que jamás haya llegado al umbral de su casa para asomarse a la calle. Las cajitas de plástico con comida que también hemos arrojado son una farsa. Se reporta que ni las tocan, por supuesto. Los afganos se han pasado la vida aprendiendo el terror que entraña cualquier cosa que se les avienta del cielo. En tanto, la ayuda alimentaría genuina, de la que dependen muchos para sobrevivir, está detenida por la guerra. Hemos matado a los que por pobres o tullidos no pudieron huir, más cuatro trabajadores de asistencia humanitaria que coordinaban la desactivación de las minas terrestres que sitian el suelo afgano. Esa oficina ahora está en ruinas, al igual que mi corazón. Tendré que seguir abogando en contra de esta locura. Me regañarán por hacerlo, bien lo sé. Ya me han achacado todos los adjetivos posibles: traidora, pecadora, ingenua, liberal, peacenik, chillona. Me dicen que soy peligrosa porque podría estorbar al santo proyecto de continuar arrojando desde el cielo objetos pesados hasta barrer a la última persona que potencialmente nos odie. Algunas personas rezan por mi alma inmortal, y otras ofrecen comprarme un boleto sencillo al extranjero, adonde sea. Acepto estos regalos con una gratitud semejante al espíritu de generosidad con que me fueron ofrecidos. La gente amenaza vagamente: “¡no estaría así si su hijo hubiera muerto en la guerra”. (Me siento así precisamente porque puedo imaginarme tal horror). Adversarios más sutiles simplemente dicen que soy ridícula, una soñadora con visiones infantiles del mundo, que imagina que esto puede ser mejor de lo que es. El abordaje más sofisticado, sugieren, es aceptar que vamos todos en un alegre viaje por carretera hacia las fauces de la catástrofe, así que cállate y maneja. Lucho contra eso, lucho como si me ahogara. Cuando me llega el sentimiento de que soy un ejército de una, sola en la planicie, que ondea su ridícula banderita de esperanza, llamo a uno o dos amigos. En inglés ya no recordamos que la última vez que la mayoría de nosotros buscó elegir a alguien, mediante el recuento directo del voto popular, no favorecimos al tipo que hoy nos dice que ganaremos esta guerra y no seremos “mal despreciados”. Y no es que estemos aparte de la multitud. Somos la multitud. Somos millones, eso seguro, que sabemos mirar la vida de frente, no importa qué tan horrible se ponga, e intentamos amarla de nuevo. No es ingenuo proponer alternativas a la guerra. Podríamos ser la nación más bondadosa de la Tierra, dentro y fuera. Miro entonces el panorama y veo que muchas naciones con menos recursos que nosotros han encontrado solucio-
¿QUIÉN? A 20 AÑOS DE LA GUERRA CONTRA EL TERROR
Jóvenes cuidan su rebaño al norte de Kabul. Afganistán es uno de los países más afectados por las municiones y artefactos explosivos sin detonar, con una tasa de mortalidad y heridos de 150 a 300 por mes. Los pastores a menudo se convierten en víctimas, mientras buscan lugares para alimentar a sus ovejas. Foto: Afp
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Soheyla, niña afgana, y su madre Malaleh (detrás), limpian su vivienda en la aldea de Estalef, unos 40 km al oeste de Kabul. Cientos de miles de desplazados internos han regresado a su patria desde la caída de los talibanes, 20 de septiembre de 2002. Foto: Afp
nes a problemas que nos desconciertan. Me gustaría ponerle fin al subsidio público del empresariado y disponer de ese dinero para erradicar el desamparo de aquellos que no tienen techo, como otras naciones ya lo hicieron. Me gustaría contar con un sistema de salud humanitaria, organizado con los mismos lineamientos que Canadá. Me gustaría que el sistema de transporte público de mi ciudad fuera como el de París, muchas gracias. Quiero que nuestro consumo de energía tenga el nivel modesto de los europeos, y luego mejorarlo. Ansío un gob1erno que subsidie las fuentes de energía renovables y no uno que patrulle el mundo por la fuerza para proteger la glotonería por el petróleo. Porque, no se enreden, es esta voracidad por el petróleo lo que nos metió en esta guerra santa, y esta fosa de embrea es profunda. Quisiera que firmáramos el Acuerdo de Kioto hoy, y que reduzcamos las emisiones de combustible fósil mediante una legislación que nos lleve a vidas más seguras, menos voraces, reorganizadas con sensatez. Si fuera ésta la faz que mostramos al mundo, y el modelo que impulsáramos por todas partes, me imagino que nos las arreglaríamos con un presupuesto militar del tamaño del de Islandia. Cómo puedo no asumir el punto de vista de los niños si estamos frente a una guerra en la cual los hombres actúan como infantes. No apelan a la justicia, lo suyo es pura venganza. Los adultos hacen justicia recurriendo a leyes pactadas de común acuerdo. Los criminales que no se civilizan deben rendir cuentas ante instituciones civiles; abolimos el apedreamiento hace mucho. La Corte Internacional y todo el mundo musulmán están listos para juzgar a Osama Bin Laden y sus cómplices. Si invirtiéramos unos cuantos miles de millones de dólares en comida, ayuda médica y educación y no en bombas, apuesto a que tendríamos los amigos suficientes para averiguar
dónde se esconde. Y quisiera señalar, ya que nadie lo ha hecho, que el talibán es un presunto cómplice, no el perpetrador, un punto legal que se pasa por alto en la prisa por hallar un objetivo soberano al cual bombardear. La palabra “inteligencia” sigue aflorando, pero siento que estoy en un campo de juegos donde hay niños que se gritan unos a otros “él empezó” y siguen aventándose piedras que vacían otro ojo, que arrancan otro diente. Sigo buscando a la mamá de alguno que llegue y diga: “¡niños, niños!, aquí no se trata de quién empezó; se están haciendo daño”. Soy la mamá de alguien, así que ahora repito: el punto es que la gente sufre daño. Requerimos parar un momento para revisar el monstruoso desperdicio que entraña el interminable ciclo de las represalias. No hay triunfo alguno por tener las armas más mortales, señores. Cuando en la Tierra hay gente dispuesta de dar su vida al odio y hacer uso de nuestros propios aviones como bombas, queda claro que no podemos pretender que nuestra tecnología es mejor que la de ellos. No puedes vencer el cáncer matando todas las células del cuerpo, o se puede, pero, entonces, cuál es el caso. Esta es una guerra de a ver quién odia más. No hay límite a esa escalada. Terminará sólo cuando tengamos las agallas de reconocer que no importa quién comenzó y tratemos de comprender, y después alterar las fuerzas que generan el odio. Siempre hemos estado en guerra, aunque los ciudadanos estadunidenses hayamos estado casi siempre aislados de lo que se siente, hasta el 11 de septiembre. Entonces, de repente, comenzamos a decir: “El mundo cambió. Esto es algo nuevo”. Si en verdad existe algo nuevo bajo el sol en torno a la guerra, alguna alternativa a que la gente muera por los pesados objetos que se le arrojan desde arriba, entonces, por favor, en nombre de los cielos, quisiera verla. Quisiera verla, ya. jueves 1o de diciembre de 2001
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Los siete niveles de la desesperanza UISIERA AÑADIR AL debate en curso –como narrador únicamente– algunas observaciones breves. Ser una superpotencia inigualable deteriora la inteligencia militar de la estrategia. Pensar estratégicamente implica que uno se imagine en los zapatos del enemigo. Entonces es posible prever, amagar, tomar por sorpresa, desbordar por los flancos, etcétera. Malinterpretar al enemigo puede conducir, a largo plazo, a la derrota -la propia. Así se derrumban a veces los imperios. Hoy, una cuestión crucial es: qué es lo que hace a un terrorista mundial, qué crea a un mártir suicida. (Hablo aquí de los voluntarios anónimos: los líderes terroristas son otro cuento. Y distingo a los terroristas mundiales de los locales, porque estos últimos –como en Irlanda, el País Vasco o en Sri Lanka– son producto de una historia que lleva siglos.) Es una forma de la desesperanza lo que produce, en principio, a un terrorista mundial en este momento. O para expresarlo con mayor precisión, es una forma de trascender y, ofrendando la propia vida, darle sentido a una forma de la desesperanza. Es por esto que el término suicida es un tanto inapropiado, porque la trascendencia le confiere al mártir un sentido de triunfo. ¿Un triunfo sobre aquellos a quienes supuestamente odia? Lo dudo. Es un triunfo sobre la pasividad y la amargura, sobre el sentido de absurdo que emana de cierta profundidad de la desesperanza. Es difícil que el Primer Mundo imagine una desesperanza así. No tanto por su riqueza relativa (la riqueza produce sus propias congojas), sino porque el Primer Mundo se distrae con frecuencia y su atención se entretiene. La desesperanza
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JOHN BERGER✝
a la que me refiero aflige a aquellos que sufren condiciones tales que los obligan a ser inflexibles. Décadas de vivir en un campo de refugiados, por ejemplo. ¿En qué consiste tal desesperanza? En que el sentido de tu vida o las vidas de la gente cercana a ti no cuentan para nada. Es algo que se palpa a muchos niveles diferentes, hasta que se hace total. Es decir, inapelable, como en el totalitarismo. Buscar cada mañana y hallar las sobras con qué subsistir un día más. Saber al despertar que en esta maleza legal no existen los derechos. Experimentar por años que nada mejora, todo va peor. La humillación de no ser capaz de cambiar casi nada, y de aferrarse al casi que conduce a otra espera. Creer las mil promesas que inexorables se alejan de tu lado, de los tuyos. El ejemplo de aquellos reducidos a escombro por resistir. El peso de los tuyos asesinados, un peso que cancela para siempre la inocencia –por ser tantos. Estos son los siete niveles de la desesperanza –uno por cada día de la semana–, que conducen, para algunos de los más valerosos, a la revelación de que ofrecer la propia vida contra las fuerzas que han empujado al mundo adonde está, es la única manera de invocar un todo, más grande que aquel de la desesperanza. Cualquier estrategia planeada por los líderes políticos para quienes dicha desesperanza es inimaginable, fracasará y reclutará más y más enemigos. Traducción Ramón Vera Herrera Viernes 9 de noviembre de 2001
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