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La flor de la palabra/ Irma Pineda Santiago Nabaana’, la reciprocidad en la vida y en la muerte

NABAANA’ ES UNA palabra que se usa en la lengua didxazá para nombrar la tristeza, ese sentimiento de dolor provocado por la ausencia de algo o alguien. Al mismo tiempo nabaana’ es para los binnizá o zapotecas un tiempo de encuentro con sus muertos, ya que en este período las personas acuden a los cementerios para visitar a sus familiares difuntos, para pasar un rato en convivio con ellos, compartiendo la comida y la bebida que llevan a las tumbas, con la música que algún trovador, guitarra en mano, toca ante las familias que lo solicitan y luego continuar su camino entre los sepulcros. A veces, los sones melancólicos brotan de los instrumentos de viento que los integrantes de las bandas musicales tocan durante el día y la noche. Actualmente nabaana’ es una celebración sincrética, entre lo cristiano y la antigua religiosidad zapoteca. Aunque se desconoce con precisión su origen, la Iglesia católica lo ha hecho coincidir con la cuaresma, de tal manera que vemos en parelo dos tipos de eventos. Uno es la celebración de la pasión de Cristo, representada en los rituales de la Iglesia. El otro es la asistencia de los vivos al Yoo Ba’ o la morada de los muertos, lo cual significa que se devuelve la visita que las almas nos hicieron en casa, a finales de octubre, en el tiempo de xandu’, cuando también se convivió con ellos a través de las ofrendas de copal, flores, platillos y bebidas tradicionales.

Tanto xandu’ como nabaana’ son dos momentos de encuentro que los binnizá tienen con la vida y la muerte, y sobre todo significan la reafirmación de uno de los elementos más simbólicos para la mayoría de las culturas indígenas del país: la reciprocidad. Esto se debe a que, en la cosmovisión de los pueblos originarios, para que el universo funcione debe existir un equilibrio: si hay luz, debe haber oscuridad; si hay frío, debe existir calor, y así cada ser o cosa que nos rodea debe tener una contraparte, por lo tanto, en los vínculos humanos, si recibimos algo debemos devolverlo, no necesariamente con la misma cosa o la misma acción, pero debemos ofrendar algo a cambio de lo recibido, como una manera de equilibrar nuestra existencia en el mundo.

Aunque el mundo no es igual para todos, desde la concepción zapoteca, por ejemplo, existen tres planos: el plano del inframundo, donde habitan las almas de las personas fallecidas, y no se trata de un cielo o un infierno como nos presentan varias religiones. El inframundo o Ga’ Bia’ (nueve palmos, en referencia a los nueve escalones que se descienden), es el sitio gobernado por Pitao Bezelao y su compañera Xunaxi, donde reposan las almas, para luego renacer, después de subir nueve escalones representados por los nueve meses de gestación. Existe un segundo plano que es el de esta tierra, donde estamos quienes nos decimos vivos y convivimos cotidianamente con Cozana Gubidxa (Sol), creador de todas las cosas en la tierra. Y un tercer plano donde habitan los seres sagrados que sostienen la fuerza de la naturaleza, como Pitao Cosío o el señor del rayo y del agua.

Esta relación de las personas con las deidades requiere también un constante intercambio, un permanente dar y recibir, no como transacción comercial, sino como algo necesario para cerrar el círculo que somos los seres humanos con lo sagrado, en el que se incluyen también aquellos que ya descansan en la casa de los muertos. Por eso suelen decir las abuelas sabias que cuando sólo recibimos sin dar nada a cambio, rompemos ese círculo y las cosas ya no funcionan. Un ejemplo de ello es que sólo hemos tomado lo que la naturaleza nos da, hemos violentado las entrañas de la tierra para arrancar sus riquezas, pero no estamos devolviendo nada para compensar lo arrebatado. Por ello, dicen los ancianos, ahora tenemos tantas y tan extrañas enfermedades, y por ello nabaana’ es un buen tiempo para recordar que la reciprocidad es necesaria para la vida y para la muerte ●

La otra escena/ Miguel Ángel Quemain

de Las criadas

LAS CRIADAS (1947), de Jean Genet, bajo la dirección de Víctor Carpinteiro, es un alegato sobre la dominación de una clase social poderosa sobre otra, con plena conciencia de lo que significa la aplanadora de ese poder que infantiliza, traviste y feminiza para garantizar la sumisión del humillado que sólo puede mirar hacia arriba, de rodillas y ofendido. Pero lo antedicho sólo refiere una parte del trabajo minucioso y sólido en la dirección de Carpinteiro, que hace flotar en tacones a esas criaturas travestidas en una anulación de la diferenciación de los sexos: inútil distinción, pues lo que cuenta es la transformación de esas criaturas escénicas a quienes Carpinteiro les ha exigido un esfuerzo actoralatlético en todos los sentidos. Ha colocado sus voces sobre una armonía coral que las enlaza, en ese cuerpo fuerte, marcado, que da la impresión de poder representar la obra cinco horas más de lo acordado. Travestismo también de la palabra, en una práctica escénica que transforma el desprecio en un gesto inmortal que llega hasta hoy con esa fuerza de representar personajes sexuados, pero no en la heteronorma castradora en la que uno se pregunta sobre el destino de los genitales si alguien se atreve a frenarlos con violencia.

La actualización de la obra en su literalidad consiste en una exhibición de las atrocidades de los más poderosos frente a los débiles, regodeados con su fragilidad y su impotencia para cambiar el orden de las cosas. Refiere el director esta voluntad del sujeto de entregarse a la humillación frente a un espectador abatido y pusilánime que se queda de brazos cruzados: ¿hasta cuándo?

Los actores Iván Duarte, Alan Blasco (las criadas) y Murias Reynoso (la señora) poseen una energía asombrosa, son jóvenes y poderosas marionetas articuladas por un demiurgo que sabe hasta dónde apretarlas para sorprenderse con la ficción precisa de su dolor influyente y húmedo, de sus cuerpos que transpiran frente a nosotros, crispados, mezcla de piel y tela.

Carpinteiro tiene la trayectoria y el pasado requeridos para enfrentarse a una obra que reclama la corporalidad, el hallazgo del personaje, pero por otro lado también convoca esa mixtura entre el movimiento escénico y la coreografía que exigen esos cuerpos a un tris de ponerse a bailar, pero sin el aliento de una parodia ni de la farsa, con todo y que la obra traza algunos rasgos fársicos.

Después de una concentrada dirección en montajes anteriores sobre la potente anatomía emocional y física de Ángeles Marín, no deja de asombrar un trabajo sobre el cuerpo masculino que se somete a la femineidad que sugieren las telas y los accesorios al servicio de esa violencia a la cual Genet puso nombre de mujeres, aunque sugirió que en la puesta (¿un aliento isabelino?) la interpretaran actores. Hay una serie de lecturas de esta obra que pesan sobre nuestra cultura. Una buena parte de la crítica literaria y la filosofía francesa se han volcado al entendimiento de Las criadas, una obra incómoda de un autor incómodo. Sin embargo, Carpinteiro la coloca en la música de fondo de los derechos humanos, en el desvelamiento del sadismo y la crueldad, como expresiones de una subjetividad compartida cuando se vive al margen y contra la vida misma.

El espacio escénico del Círculo Teatral, revivido y bendecido por los dioses del teatro que han nutrido de un público ávido y fiel que no dejará caer ese territorio de nobleza y generosidad artística, es preciso para que sobre su madera suenen esos cuerpos y sus accesorios, telas, zapatos, tacones, puños; que se deslicen por ese escenario ahora enorme, esas Criadas, para que se vistan y desvistan con violencia a espaldas de su Ama, con ropa ajena.

Todavía queda todo abril para poder disfrutar este trabajo, que sin dificultad se puede ver más de una vez porque ese nudo Borromeo de los actores no permite que nos quedemos con una sola versión de lo sucedido ●

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