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Los relojes de bolsillo: el tiempo entre tus manos
El tiempo también tiene historia y se han inventado muchos artefactos para contarla o, al menos, tratar de medirlo y, con ello, tener la ilusión de que lo tenemos en las manos. Es el caso del reloj de bolsillo, ese “siniestro dios” (Baudelaire dixit), cuyo origen se cuenta en el texto que sigue.
Aquí y ahora, así se vive, ahoritita, la dictadura de la instantaneidad. Lo que aparece un segundo en una pantalla, sin importar el significado, es lo real. El pasado y el futuro diluidos en el presente.
La celeridad domina el ritmo diario, la cena en un minuto, millones de fotos, letras, gráficos, colores en un clic. Lo público y lo privado se amalgaman en la superficie. Ya no hay distancias. Ya no existe el tiempo, el flujo es continuo.
Por ahí de 1510, durante el renacimiento, el ser humano se adueñó del tiempo cuando Peter Henlein inventó el reloj de bolsillo. También ayudó que por esa época Juan Calvino autorizó, gustosamente, el préstamo de dinero con intereses, en oposición a lo que decía la Biblia: el que prestaba dinero a tiempo y cobraba intereses cometía un pecado mortal.
No se sabe a ciencia cierta que el retratado sea Cósimo, pero los conservadores de la Galería Uffizi de Florencia y del Museo de la Ciencia de Londres han llegado a dicha conclusión, ya que “Cósimo era un gran patrón de la ciencia y la tecnología, es probable que hubiera poseído un reloj de este tipo, que muestra con orgullo en la pintura”. Lo cierto es que el cuadro fue pintado por el maestro Maso da San Friano alrededor de 1560, y se cree que “puede ser el más antiguo que muestra un verdadero reloj”.
Ya para el siglo XVI, los relojes de bolsillo dejaron de ser objetos raros y su precio disminuyó considerablemente, pero a lo largo de la historia han conservado su aura de magia. Son tesoros construidos en talleres de renombre, incluso Voltaire fundó una fábrica de relojes; Catalina la Grande en Rusia y el rey Luis XV de Francia fueron sus mejores clientes. Su taller llegó a producir hasta 4 mil relojes al año.
Qué es el tiempo, es otra pregunta sin respuesta en la historia de la humanidad. Aún hoy, el tic-tac del minuto que pasa, aunque sea en una pantalla brillante, es la manera más tangible que tenemos de sostenerlo en nuestras manos.
El tiempo sin tiempo
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Desde la Edad Media, con el invento del reloj mecánico, el hombre ya no dependía de las campanadas de la iglesia para regir sus horas y comenzó a llevar una vida más ordenada; ya podía hasta medir cuánto se tardaba la cocción de sus comidas; cómo iba cambiando cada amanecer, cómo los días se enumeraban en cosechas. El tiempo perdió su aura divina y aterrizó en lo terrenal. Tan fue así que los relojes de bolsillo se convirtieron en joyas, en objetos de deseo.
El primer retrato donde aparece este objeto esfera con números en la carátula sostenidos por una caja de oro es de hace 450 años. Se cree que el retratado es el duque de Florencia, Cósimo I de Medici. El duque sostiene en su mano derecha un reloj de bolsillo.
Sí, nada más y nada menos que Cósimo de Medici, el fundador de una de las más poderosas dinastías del Renacimiento; el mecenas que fundó la Academia Neoplatónica en Villa Careggi, que se encontraba llena de obras de artes, y se le denominó el Jardín de los Medici; el banquero que prestaba dinero, cobrando intereses cada cierto tiempo.
EN NUESTRA época la concepción que tenemos del tiempo ha cambiado tanto que creemos ser dueños de las horas. ¿Hemos abolido el tiempo o lo hemos puesto al centro de nuestras vidas o, como dice el filósofo español Manuel Cruz, el tiempo ha muerto? Es cierto que todo se mueve más rápido en la contemporaneidad, pero ¿no es cierto también que esa prisa nos deja muchas más horas muertas para dedicarlas al ocio, a nosotros mismos? ¿Esto es positivo?
En su libro Dead Time: Temporal Disorders in the Wake of Modernity, Elissa Marder sostiene que el trauma, la adicción y el fetichismo que impregnan la cultura moderna proviene de que nos sobra el tiempo.
En cambio, Charles Baudelaire encontró arte en el aburrimiento. Fueron esas horas muertas, las de mayor tedio, las que produjeron poemas como “El reloj”, al que define como “un ‘siniestro dios’ que nos va hiriendo con cada segundo que pasa, con un tiempo que nos absorbe la vida, pues nos lleva siempre a la muerte; únicamente, el reloj nos va avisando y nos incita a aprovechar lo que podamos de cada segundo…”
Hoy somos dueños de cualquier tipo de instrumento que mide el pasar de los segundos, pero el tiempo se disuelve en nuestras manos. Ese concepto que nunca hemos logrado sostener va desapareciendo frente a nosotros. Ya lo dijo San Agustín: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”; queda clara la perplejidad que produce la intangibilidad del tiempo.
O bien, como sostuvo Aristóteles, el tiempo sólo existe para nosotros, en tanto que el alma capte cambio o movimiento ●
En defensa de la labor que llevan a cabo las llamadas editoriales independientes de poesía, este artículo hace el encomio de algunas de ellas, sobrevivientes de la pandemia y de los rigores de una industria editorial despiadada (incluyendo las librerías), convencidas de la importancia de la difusión de la poesía, aunque, se afirma aquí, poco a poco la “buena poesía se vuelve un asunto secreto”.
Hace unos treinta años los proyectos editoriales independientes decidieron hacer una apuesta peculiar: no ser efímeros. Con muy distintos proyectos, capacidades y presupuestos El Tucán de Virginia, Verdehalago, Colibrí, Trilce, Ediciones Sin Nombre, Aldus, El Milagro y La Otra, vivieron a principios del siglo XXI un buen momento, pero muy pocos, a pesar de su calidad, aunque algunos siguen vivos y activos, consiguieron escapar a esa condición de fragilidad. El gran problema: la actitud de distribuidores y librerías. En ese camino algunos nuevos sellos como Almadía, Vaso Roto y Sexto Piso consiguieron, ellos sí, dejar ese espacio semioculto de los editores independientes.