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Oda ilegítima a Fernando Pessoa

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El Woodstock negro

El Woodstock negro

Nada más elaborado y sencillo que la heteronimia de Fernando Pessoa. Sentirse otro no es una cualidad del poeta o del enfermo mental: nos concierne a todos. En ciertos momentos de la vida hemos querido plenamente no ser nosotros. Por cierta circunstancia de los días, tuvimos que cicatrizar nuestras heridas en otra parte. En algún momento, alguna vez. No se trata de inventarse un pseudónimo, de pretender ser otro, de usurparse a sí mismo. De traicionarse. Se trata de un trato, un pacto inevitable con la imposibilidad de mantenerse en un solo ser. Fernando Pessoa es, entonces, varios y uno. “Tal vez no haya en mí otra cosa que la máquina de revelar a quien no soy”, escribe en uno de sus libros esenciales, las prosas aforísticas de El libro del desasosiego Como Kafka, Pessoa sobrevive a partir de textos póstumos. Como Kafka, publicó parte de su obra en vida, pero otra buena porción de textos quedó manuscrita y fue resucitada póstumamente. Ambos siempre estuvieron afuera, como muertos en vida antes de la muerte. No se lo propusieron, así les tocó. Como les tocó escribirse a sí mismos, inventarse. “Esa historia es la historia de cualquiera”, pudo escribir Borges a propósito del desamor, “pero de cuantas hay bajo la luna es la que duele más”. Sí, pero no. Una cosa es inventarse, otra inventariarse. A Pessoa le ocurrieron ambas cosas: se exploró en cuatro o cinco heterónimos para escribir, se repartió entre sí mismo para mejor abarcarse y publicó sus poemas bajo los auspicios de Alberto Caeiro, desde el desdén de Álvaro de Campos, según los imaginaba Ricardo Reis, contra lo que dijera Bernardo Soares y algunos más que lo asaltaron en el camino, algunos otros que lo sorprendían en el desasosiego de despertar siendo el otro, el mismo.

Como Kafka, como mucha gente, Pessoa padeció un trabajo que no era el suyo, obligaciones laborales que cumplía como el mejor, auxiliar de contable que hacía traducciones de correspondencia comercial a las órdenes del patrón Vasques, en la oficina de la Rua dos Douradores, pero en las que el alma se quedaba afuera, como un visitante invisible al que se le cierra la puerta en la nariz sólo porque no pertenece a esta dimensión. Y es otra vez la sensación de ser otro la que gobierna sus actos, su visión del mundo, su manera de estar. Pessoa cree que hay frases, imágenes, que tienen vida propia, autónoma, sonidos “que han ganado exterioridad absoluta y alma por entero”. Y cuando advierte extrañamiento, cuando aletea la alteridad pero, al mismo tiempo, no logra encarnarla en un pensamiento, en un poema, siente como si pasara hambre, un malestar orgánico que, al advertir voces externas y no poder asirlas, lo destroza de tristeza en medio de la nada.

Ocurre que “vivir es ser otro”, dice, y entonces lo que se dice o piensa es siempre otra cosa: “No es posible sentir si se siente hoy como ya se sintió ayer.” Eso es recordar, piensa Pessoa. Se es un apretado número de circunstancias distintas metidas en un mismo saco. Se es un buzo de uno mismo en mares inhóspitos donde ser nosotros no quiere decir nada. Se es una siesta inconstante soñada por el que no somos cada que dormimos el sueño de estar vivos.

Porque Pessoa fue la encarnación de Bartleby, ese oficinista inventado por Melville que prefería no hacer las cosas, que se quedaba viendo una pared de ladrillos porque no veía una pared de ladrillos sino el espejo-aleph de un vasto universo de señales inadvertibles. Porque siempre está ahí, a la mano, aunque no lo advirtamos, el “don de desconocer-

La orfandad y la tragedia familiar acompañaron tristemente a Pesado en su infancia y adolescencia y eso se resiente en su literatura. No en balde los vástagos en sus dos cuentos largos son hijos alejados. Los protagonistas cardinales, dos parejas de enamorados, son huérfanos en ambas narraciones.

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