LOS OTROS CUENTOS DE
NAVIDAD Gil, Ramos, Montes, Uribe, Gutiérrez Alcalá, García Abreu, Arellano, Valle, González, Fonseca, Ogarrio, Orea y Tovar
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 22 DE DICIEMBRE DE 2019 NÚMERO 1294
LA JORNADA SEMANAL
Portada: Rosario Mateo Calderón
2 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
LOS OTROS CUENTOS DE NAVIDAD No sólo la prestigiada revista The New Yorker sino muchos otros medios tienen, alrededor del mundo y desde hace muchos años, la costumbre de publicar cuentos que aludan a las celebraciones decembrinas, con la Navidad a la cabeza. Con esta entrega, por tercer año consecutivo nos hacemos eco de dicha tradición editorial y ofrecemos a nuestros lectores las trece piezas cuentísticas con las cuales igual número de autores abordan los festejos navideños desde muy diversas aristas, que van desde lo profundamente personal hasta la visión más colectiva. En todos los casos se trata, como apreciará el lector, no de propuestas literarias convencionales sino de otros cuentos para la Navidad.
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Cuento
NAVIDAD PARALELA Eve Gil
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CONCLUYÓ LA MISA de Gallo poco después de medianoche. El padre Cayetano experimentaba una extraña emoción. No era que en años previos no se hubiera sentido ligeramente afiebrado y trémulo como ahora... pero no recordaba haber experimentado con esa intensidad tales síntomas desde la primera vez que ofició esa misa tan especial, siendo relativamente joven. Despidió cordialmente a los asistentes, que cada año eran menos, cerró los portones de la pequeña y encantadora parroquia y se marchó a dormir, seguido por los ecos de cánticos y risas que dejaron tras de sí los fieles, y optó por programar el despertador de su móvil una hora antes de lo habitual en noches como ésa: siete de la mañana. Necesitaba estar a solas con Dios una hora antes de que iniciaran las actividades señaladas en el calendario. Una tonadilla lo trajo de regreso del mundo de los sueños. Pero no era el Jingle bells que había programado desde el 1 de diciembre. Nunca
en su vida había escuchado aquella melodía, que no se diferenciaba gran cosa del timbre de fábrica. No le concedió demasiada importancia: seguramente lo desactivó por error. Apagó de mala gana el aparato que habría de prenderse una vez más, con la misma musiquilla, mientras se aseaba para su cita con el Señor. Era probable que tuviera que cambiar aquella chatarra por algo más nuevo. Nunca se le había ocurrido hasta ahora que, de la nada, comenzaba a fallar ostensiblemente. Optó por no perder tiempo buscando la anomalía. Se rasuró, se lavó y abandonó su aposento buscando unos minutos de intimidad con Su Señor. Abrió la puertecilla que comunicaba la sacristía con el altar, y antes que sus ojos dieran credibilidad a la escena, el unánime chirrido de las bancas lo hizo desterrar duda alguna: la iglesia estaba tan llena como la noche anterior… incluso más. Como si nunca hubiera despedido en la puerta a sus fieles. ¿Es que acaso no cerró los portones con el cuidado con que recordaba haberlo hecho? Pero cuando aclaró la imagen que se extendía como un lienzo ante sus ojos, advirtió algo todavía más raro: aquellos no eran sus fieles. No había un solo rostro que le resultara conocido, ni remotamente familiar. Tampoco había un solo niño, cuando recordaba haber saludado a una docena de ellos anoche. No pudo evitar preguntar quiénes eran, pero las miradas permanecían fijas y ansiosas en el sagrario, sin mirarlo a él. El padre Cayetano debió haber hecho la misma pregunta más de cinco veces sin obtener respuesta a cambio. Tras unos cuantos minutos que se le antojaron infinitos, aquel gentío desapareció ante sus ojos como florecillas del desierto. Luego no supo nada más. Cuando despertó, el sacristán, el único que poseía una copia de las llaves, se encontraba a su lado, haciendo todo lo posible por reanimarlo. El padre Cayetano olvidó la prudencia o el temor de que lo creyeran loco: le expuso lo que había presenciado. El joven pelirrojo lo escuchó sin manifestar el más leve gesto de asombro: -Ánimas del purgatorio, padre -susurró, a manera de explicación l *Hermosillo, Sonora, 1968. Es autora, entre otros, de Réquiem por una muñeca rota, Tinta violeta y El suplicio de Adán.
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VERDAD BUENA, DEL LIBRO
Cuentos completos
Agustín Ramos ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
El duende Cristito El sombrero de Bichito DE ABUELO RARA vez volvió a vender borregos, nomás los mataba para las barbacoas de la familia, que como buena mata siguió y sigue y sigue dando. Pero cuando le agarró un mal aire en la cabeza ya era bisabuelo. La cosa estuvo así, habían terminado de comer y estaban pellizcando tostadas con sal y chiquiteando refino cuando Bichito se levantó de la mesa y fue a meter a la cócona de engorda que los biznietos habían sacado para jugar. Lo hizo sin decir ni reclamar nada, porque si los nietos y biznietos venían con gusto al rancho, era porque les llamaban la atención los animalitos, ¿por qué más?, decía Bichito. La familia había ido creciendo a la par que la finquita. Y aunque su mujer hubiera faltado antes de que todos los hijos salieran a estudiar, y con eso todo hubiera ido cambiando, la fotografía sepia de sus papás y la de estudio de su señora, no se movieron jamás de su lugar. Tampoco su sombrero de palma cocida de gallero de Sahuayo, que ya ni copa ni alas tenía y era el puro redondel, como el del cómico Capulina, decían los nietos. Y los biznietos lo único que conocieron del sombrero fue la marca de alambre que coronaba la cabeza entrecana de Bichito, quien agarró la costumbre de calárselo sin darse cuenta, como también la otra de decir que así se llamaba, Bichito, porque así le empezaron a decir los más chiquitines, quienes no podían decir bisabuelito. Entonces, pues, cuando Bichito salió a rescatar a la guajolota lo agarró de frente el ventarrón, él se aparró en un surco para protegerse con las espigas de la cebada y cuando se levantó tenía briznas sobre las sienes y tras las orejas, ahí donde había puesto las manos para sostener el sombrero. Cuando Bichito regresó al comedor en esas fachas una nieta le preguntó, ¿pues qué andaba usted jugando escondidas en el pajar o qué, Bichito? Comentó lo sucedido con su sombrero y los mayores le dieron un sentido pésame, y es que lo ameritaba, lo mismo o más, que un pariente no muy lejano, un animal de pie de cría (o la cócona de engorda para la Nochebuena) l
CHALITA Y SU hermano Pillo pasan y repasan todo el santo día el pasillo que une la casa con los chiqueros. Aunque la verdad, no es un pasillo sino una brecha que los puercos han ido haciendo cada que los hermanos levantan la rejilla. Fue ahí, al anochecer, cuando mero menos se veía, cuando lo hallaron. Ahí, en el pasillo que no es pasillo, chiquilín y panzón, fosforescente. Era lo que aquí conocemos como duende, quién sabe en otros lados. Los demás, ve tú a saber, pero éste apareció a los nueve días de que Chila, la cuñada de Chala, abandonara a Pillo. Y era duende, sí, con toda la barba, pero le gustaban los hombres. Él mismo se lo dijo a Chalita, y que su nombre era Crístofer. Chalita le decía Cristito. Órale, Cristito, no seas mal alma, encuéntrame el control remoto. Y el control aparecía. Ve Pillo, estaba entre los jehuites, ¿cuándo lo iba yo a hallar? Anda, Cristito, por vida tuya, hacen falta centavitos. Y en menos que canta un gallo venían del pueblo por una cócona o por blanquillos. Pillo nomás paraba oreja; porque de ver, no veía nada, pero sí lo oía: no eran cuentos. ¿Cuánto pides por la marrana bien criada? Esa no porque está dando de mamar. Dámela, tú de mi vida. ¿Y qué hago yo con los lechones? Te la merco con todo y todo… Al poco tiempo, Pillo se animó. Ándale, Cristito, haz que regrese Chila, tú de mi alma. ¿Con todo y los hijos que ya traiba? Pillo bien que oyó pero se quedó pensando un rato, no mucho. ¿Pos luego?, a fuerza que sí, con todo y todo. ¿Nada de nada?, preguntó Chalita mero hoy, al otro día. Nada, dijo Pillo; regresaba de la ordeña. De pendejo te concede el deseo si está enamorado de ti. ¿Tú crees que haya duendes jotos? Hay duendes celosos, eso creo. Chalita dice esto hasta que acaban de almorzar, primero lo primero. O no es mi duende, dice Pillo. O no le echaste todas las ganas a tu fe, Pillo. Y así se la han pasado, pasando y repasando todo el santo día l *Tulancingo, Hidalgo, 1952. Es autor, entre otros, de Al cielo por asalto, Olvidar el futuro, La vida no vale nada y Como la vida misma.
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Cuento
LOS TIRADORES Alejandro Montes ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
CUATRO DE LA madrugada. Ramiro pensó en el reclamo que le haría su mujer por pasar la noche navideña fuera de casa. “Ya no me cree nada –torció el volante para enfilar sobre el Eje Central–, piensa que tengo una amante… me vale”. Mauro miraba un par de borrachos caminar en zigzag por la banqueta. –Este domingo llevaré a mi hijo al Six Flags –el desencanto enmarcó la voz de Mauro. – ¿Eh? Yo llevaré a los míos con mis suegros al recalentado –rieron con desgano. El semáforo marcaba rojo. Se pasaron el alto. Sólo ellos circulaban por el Eje Central. – ¿Sabías que programan los semáforos para hacer tráfico y así dar tiempo a la venta de los ambulantes de coche en coche? Mauro no dudó de la pregunta de Ramiro. Era lógica. Recordó las cámaras de seguridad policíaca colocadas por todas partes. “Sí, es pura mamada”, contestó molesto aunque, como regla invariable, sobreponía placas falsas al auto que utilizaban en sus encuentros nocturnos. Sintió el golpe de angustia que durante la semana lo acompañó. Se alojaba a mitad del pecho. No había motivo para sentirse así: el negocio en telecomunicaciones de la empresa fue jugoso. Con esa ganancia alcanzaba para los regalos navideños y las esperadas vacaciones familiares en Orlando. Quizá Fer, su esposa, hubiese sido la causa; pero la cosa iba bien con ella, es más, en la semana tuvieron algo de sexo. – ¿A veces no te dan ganas de llorar y luego te sientes molesto contigo mismo? –Mauro miró de reojo el Palacio de Bellas Artes. Recordó cuando se conocieron en el Bar París. Brindaron, rieron, se sintieron bien. Ramiro suspiró. Intentó decir cualquier cosa para tranquilizar a Mauro, para arrancarle la tristeza. Sólo atinó a decir que por eso estaban juntos: para apoyarse. Se miraron. Doblaron por Donceles. Dejaron atrás el Fru Fru, luego la Asamblea; pasaron Chile, Brasil, hasta Justo Sierra. Mauro miró las ventanas de los edificios de departamentos con adornos y luces de colores navideños. Todos estarían dormidos en sus camas mientras ellos deambulaban. – Cuando eras niño, ¿cuál fue el mejor regalo que Santa te llevó? –Ramiro preguntó sólo por hacer plática. –La pista eléctrica de carros de carrera –Mauro recordó de inmediato mientras miraba las cortinas metálicas cerradas de las librerías de viejo de la calle de Donceles–. Pero valió madre porque no duró ni una semana…
Ignoraron el Templo Mayor y San Idelfonso. Llegaron al parque Loreto. Ahora sí estaban solos. Había valido la pena esperar un largo mes desde el último encuentro. ¡Qué importaban los reclamos, las muecas de coraje, los gritos de ira, las amenazas de divorcio de sus respectivas esposas! El aquí y el ahora fueron los ejes prometidos en el Bar París. Sintieron esa emoción nerviosa cosquillearles por el cuerpo. Ramiro disminuyó la marcha del auto. Mauro sacó el revólver: disparó furioso por la ventana hacia los indigentes que se habían refugiado de la noche fría en ese lugar. No eran más de cinco. Estaban envueltos en cobijas apestosas y cartones grasosos. Rayaron la madrugada los gritos de dolor de uno de ellos. Mala suerte: sólo lo hirieron. Después de los tres disparos –nunca más–, Ramiro picó el acelerador. Escaparon por las calles oscuras del Centro. Cuatro con treinta: hora de regresar alegres con los regalos de Santa Claus para sus pequeños hijos l *Ciudad de México, 1975. Académico, egresado de la FFyL de la UNAM, es autor del cuentario El amor no es para cerdos como tú.
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FURIA FEMENINA Marina Uribe
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[…] SI NO ES fácil para una mujer trabajar en una oficina ni en una universidad ni en un hospital ni en un restaurante ni en su propia casa ni en donde sea, en esta escena pues tampoco […] no creo que el hip hop sea especialmente machista, la sociedad es bien pinche machista de por sí, es parte de lo mismo, en todos lados luchamos por nuestro lugar […] mis líneas exponen esta problemática con un mensaje dirigido principalmente a las homies, sí, pero también buscan hacer conciencia en los batos, recordarles de dónde vienen […] todos llegamos a este mundo por una vagina, y le costamos sudor, sangre, llanto y esfuerzo a nuestras madres […] los aztecas decían que las parturientas eran unas guerreras, las que morían dando a luz tenían reservado un lugar de privilegio junto al sol, como los que morían en sacrificio o en batalla, como los colibrís o las mariposas blancas […] tengo una hija, y sí, me cambió la vida, bien decía mi jefa, auténtica guerrera, cuando cargues a alguien en tus entrañas entenderás qué onda […] el vínculo madre-hija es algo muy especial, sólo nosotras sabemos […] claro que me apoya, como en todo, como siempre, gracias a ella estoy donde estoy, nos sacó adelante con un marido golpeador y alcohólico, huérfana de madre, padre canero, hermanos piedrosos, un sueldo miserable, a pesar de lo jodido siempre nos tuvo un plato de la sopa más sabrosa y nos procuró una buena educación […] empecé como todas, como todos, rayando las libretas con versos y garabatos, buscando mi expresión, mi desahogo, y de pronto ya estaba en batallas con batos que se ardían cuando me los chingaba, a los batos les caga que una morra se los chingue, hay unos que sí respetan, da gusto cuando se tragan su orgullo y te reconocen […] no es fácil llegar a los escenarios, menos grabar un disco y menos aún que la gente cante contigo, que haga suyo tu dolor, tu grito, no sólo necesitas talento o perseverancia, sobre todo tienes que ser honesta, sentir lo que dices para provocar el mismo sentimiento en los demás […] nunca fui una de esas morras que la maman por una rolita, quizás eso pasa en otros géneros, pero aquí no, la mayoría de las raperas somos bravas, no nos rebajamos ni nos dejamos, al contrario, nos ponemos al tú por tú con cualquiera y somos congruentes con lo que decimos, qué contradicción sería cantar por nuestra dignidad y luego dar favores para que salga el sencillo […] el graffiti es otro rollo, más obsesivo y anónimo, es como un fantasma que te persigue y no se nombra, apenas puedes sugerir sus formas en las paredes, y de pronto tú eres esa forma, ese fantasma en la ciudad […] tener en las manos una lata y escuchar el tsssssssssss tsssssss tsssssss tsssssssssssssssssss tssssssssssssssssssssss tssss es una adrenalina indescriptible, una locura, es el único arte puro porque se hace para que todos lo vean y nadie lo compre, porque es ilegal y efímero, porque también lo engendra la noche […] esos idiotas creen que el hip hop es invento suyo y privilegio suyo,
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no entienden que así como el lenguaje, la pintura, la medicina, la tecnología o la calle, graffitear y rapear es algo que nos pertenece a todos […] la calle es cabrona, culera, te exige lo mejor y lo peor de ti, el barrio es un punto denso en el que se mezcla lo familiar con la escoria [...] ante el abandono cotidiano de los padres, que no es nada más que quieran desaparecer sino que también son víctimas de un sistema estructural de opresión y marginación, uno queda expuesto a los vicios, a la violencia, y de pronto son estos putazos los que terminan de educarte […] me rescató el amor de mi madre, a pesar de su ausencia siempre nos hizo sentir amados, crecimos fuertes y no caímos del todo en el desmadre […] quien vive en el barrio sabe que la calle es la verdadera escuela, a mí me enseñó que la palabra puede ser un arma más eficaz para defendernos y dar esperanza […] sólo las prostitutas la conocen bien, ellas han visto y han sufrido de todo ahí, por eso les dedico una de mis rolas […] quién se prostituye más, aquella que ofrece su cuerpo porque no tiene otra opción, porque la vida no le dio oportunidades pero sí hijos con harta hambre, o la que con título universitario, camioneta, ropa cara, casa grande y sirvientas no cuestiona su rol femenino y está sometida a la voluntad de su bato […] la banda piensa que el feminismo es un discurso radical de marimachas, una ideología del resentimiento y el odio, pero nel, ser feministas es darnos nuestro lugar como mujeres y exigir que se respete, cualquier mujer con un poco de amor propio es feminista […] esas son mamadas, una madre soltera no necesita ponerse un pañuelo verde para reconocerse feminista […] el disco se llama así porque eso es lo que lleva, furia femenina, como los anteriores, pero ahora siento esa furia más madura, con más propuesta […] la denuncia se mantiene, por su puesto, el rap es poesía y la poesía es denuncia, es la búsqueda de un mundo más justo […] el mundo estaría más chido si lo gobernaran mujeres plenas […] sólo nosotras sabemos lo que es gestar y amar y cuidar y entregar la vida, una política que se sostenga en esto, imagínate […] la vuelta al matriarcado, a huevo, mira a dónde nos han llevado estos pendejos […] pues que no se dejen, que no se callen, que muera el patriarcado, que sigamos luchando por la libertad y la justicia para todos, que unidas hacemos diferencia y ni una más, ni una menos […] gracias a ti, revolución, girl power l *Cuidad de México, 1950. Licenciada en Literatura Hispánica, es investigadora del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios del Colmex.
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6 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
CUCHILLO
Roberto Gutiérrez Alcalá* ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
TOCARON el timbre. Yo estaba en la cocina, tratando de sacarle filo a un cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello muy pronto, quizás esa misma noche. Lo dejé, junto con el afilador manual, a un lado del fregadero y, murmurando una maldición, caminé hasta la puerta. La abrí. Era Dios. Llevaba una barba larga y sucia, un pantalón de mezclilla bastante desgastado y una camiseta blanca con la leyenda “¿Qué me ves?” en letras rojas. -Pasa –dije. Dios entró en mi hogar y con lentitud se dirigió a la sala. -Siéntate. ¿Quieres beber algo? -Sí, un poco de agua -respondió. -Tengo Coca Cola. -No, prefiero agua. Fui a la cocina, serví el agua, regresé a la sala y le extendí el vaso. Dios se lo llevó a la boca y bebió de prisa. -¿Quieres más? –pregunté. -No, gracias –dijo, y dejó el vaso vacío sobre la mesita de centro. -¿Sabes que es una de tus mejores creaciones? –dije. -¿Qué? -El agua. No hay nada como ella. Es tan sencilla, tan elemental, tan endiabladamente sutil... -Sí, debo admitir que estuve inspirado cuando la concebí –dijo orgulloso. Me senté también. Las sombras de la tarde-noche habían inundado toda la casa. Sin embargo, concluí que, en presencia de Dios, convenía no encender ninguna luz y permanecer en penumbras. -Bueno, ¿y a qué debo tu visita? –inquirí. -Tú me llamaste, ¿no te acuerdas? -Sí, pero hace mucho. Creo que aún era niño. Dios se echó hacia adelante en el sillón, clavó su mirada en la mía y dijo: -Escucha: antes, miles de millones de creyentes -¡miles de millones!- me llamaban a diario, pero no podía darles gusto a todos al mismo tiempo. ¡Era imposible! -¿Y qué hay con la omnipresencia, eh? -Puras patrañas. -De todos modos no entiendo por qué has venido a verme precisamente ahora. -Desde hace años, la demanda ha bajado de manera considerable, lo cual me ha permitido atender las llamadas rezagadas. La tuya era una de ellas. -¡Ah! Sentí hambre, así que le dije a Dios que me
Cuento
acompañara a la cocina. Prepararía unos sándwiches, anuncié. Él se ofreció a ayudarme. -Bien, ¿qué tal si cortas unas rodajas de jitomate y cebolla? -Claro –dijo, y cogió el cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello. Aquellos sándwiches en verdad nos quedaron muy sabrosos. Los devoramos todos, rociados por unas cervezas. Ya con el estómago lleno, las cosas parecían funcionar mejor. Dios y yo volvimos a la sala. -A pesar de todo me da gusto que hayas venido –dije. -A mí también. Te la debía, ¿no? ¡Ja ja ja! -Y a todo esto, ¿cómo te va allá por donde sueles moverte, el Cielo? -No me quejo –respondió Dios-. Aunque la soledad es dura. A veces me harta. -¿Estás solo? –pregunté intrigado. -Tan solo como tú y todos y cada uno de tus congéneres. La diferencia es que ustedes, si así lo desean, pueden recurrir a mí. Yo, en cambio, ¿a quién recurro? Por encima de mi cabeza no hay nadie más. Por encima de mi cabeza sólo está la nada, la fría y rotunda nada. De inmediato me percaté de que aquella plática podía tomar un sesgo peligrosamente filosófico. Cambié de tema. -¿Cuánto tiempo te quedarás acá? -No lo sé. Una semana, quince días... Ya veré. Estoy pensando que, como aún tengo muchísimas visitas por hacer, podría venir cada seis meses. Sería una especie de distracción para mí. -Sí –dije. A esa hora, la oscuridad ya era absoluta. Aunque estábamos a no más de dos metros de distancia el uno del otro, apenas distinguía sus rasgos. De repente, Dios se levantó y dijo: -Me voy. Me paré, lo tomé del brazo y lo conduje hasta la puerta. -Tenía una deuda contigo, pero ya la saldé –dijo-. He disfrutado tu compañía y, por supuesto, ¡tus sándwiches y las cervecitas! -Tú les pusiste el toque divino... -¡Sí, ja ja ja! Abrí la puerta. Dios salió a la calle. Lo vi alejarse poco a poco por la banqueta, rumbo al sur. Al cabo de un minuto cerré la puerta y entré en la cocina. El cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello yacía al fondo del fregadero. Ahí lo había dejado Dios. Lo lavé con esmero para quitarle el olor a cebolla y lo puse en el escurridor. Luego me fui a dormir l *Ciudad de México, 1961. Es autor de los libros La vida y sus razones y El corrector de estilo.
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ENIGMAS Y DESESPERACIÓN
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Un cuento de navidad
Alejandro García Abreu
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LA HISTORIA ES verídica. Ocurrió hace quince años. El 25 de diciembre de 2004, tras diversos estudios que evidentemente anunciaban la fatalidad, se tomó una estúpida decisión y mi padre fue sometido a una cirugía innecesaria que confirmaba el diagnóstico inicial: colangiocarcinoma en fase terminal. El daño generado por la operación agudizó los estragos del cáncer, esencialmente elevó el nivel de dolor. Se cumplió el tiempo restante de vida comunicado por uno de los primeros médicos que lo atendieron: dos meses y medio fue la sentencia de muerte. Otros doctores aumentaban sin sentido las expectativas. Leía yo durante los días previos Los detectives salvajes, sobre jóvenes soñadores y enérgicos. Su autor, Roberto Bolaño, había muerto un año y medio antes por problemas hepáticos, un mal en las vías biliares. Antes de su muerte, el autor chileno me cautivó con Amuleto y con su poesía. Cuando nos dieron la noticia de la metástasis en el cuerpo de mi padre y su condición irreversible, llevaba yo dos días leyendo frenéticamente Los detectives salvajes. Suspendí la lectura en la segunda parte, la pieza coral que incluye un pasaje sobre Ezra Pound y su traductor Joaquín Vázquez Amaral. Retomé la novela meses después. Las voces de Vázquez Amaral y de Pound me acompañan desde entonces: imagino constantemente el timbre y la intensidad de sus modos de hablar. Un día me reuní con un viejo amigo y me pidió que le recomendara lecturas. Inmediatamente le recomendé Los detectives salvajes. Fascinado también por el hechizo, durante sus días de lectura de Bolaño me telefoneó: mi padre tiene cáncer. Recomendé el libro a otro amigo de antaño y se sumó a mi entusiasmo por la novela cuando nos reunimos los tres y la obra del escritor chileno se volvió el eje de la conversación. Leía mi amigo de antaño el libro cuando me telefoneó: mi padre tiene cáncer. Los tres padres murieron. Los tres padres fueron diagnosticados con cáncer en fase terminal mientras sus hijos leíamos Los detectives salvajes. La extraña reacción a los extraños –por coincidentes– fallecimientos fue la creación de una revista literaria llamada Los Suicidas –que nunca prosperó y cuyo nombre vaticinó el final–, denominada así para rendir homenaje al mezcal que se bebía en la novela. Cuando desapareció Los Suicidas, que elaboré y edité con ímpetu y pasión hasta su último número, regresé a la novela de Bolaño y encontré los siguientes subrayados, que había olvidado para ese entonces: “¿Te piensas suicidar, Arturo?, dije yo. Lo oí cómo se reía. De suicidio nada, al menos por ahora, dijo apenas con un hilo de voz”, se
lee en Los detectives salvajes. Bolaño describe al suicidio en la novela como un gesto desesperado y enigmático. Posteriormente escribió: “Sus últimos días fueron de soledad y de dolor y de rabia por todo lo irremediablemente perdido. No quiso agonizar en un hospital. Cuando acabó el último libro se suicidó.” La maldición es otra, nunca el suicidio. Resulta una sensación inenarrable. Nos despedimos los suicidas, mote impuesto a quienes elaborábamos la revista. Quedamos perdidos porque también queríamos ser detectives salvajes, entre disyuntivas literarias y mezcal. En busca de lo inefable. En contra de la orfandad, la que se refiere a la ausencia y también la existencial. El escritor chileno sabía que moriría. Quería decir adiós. Lo único que permanece de esta historia es un apunte de Bolaño, de su alter ego específicamente, una profecía fúnebre apuntada en un papel rescatado por Ignacio Echevarría –su amigo designado como la persona a quien deberían consultarse sus asuntos literarios–, incluido en la primera e histórica edición de 2666, su última novela: “Y esto es todo, amigos. Todo lo he hecho, todo lo he vivido. Si tuviera fuerzas me pondría a llorar. Se despide de ustedes, Arturo Belano.” Feliz navidad. En el ambiente percibo el enigma y la desesperación. Pienso en la soledad y en lo irremediablemente perdido. “Si tuviera fuerzas me pondría a llorar. Se despide de ustedes, Alejandro García Abreu.” l *Ciudad de México, 1984. Es ensayista y editor, coautor de Geopraphies du vertige dans l’oeuvre d’Enrique Vila-Matas.
LA JORNADA SEMANAL
8 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
Cuento
MÁS NOCHEBUENAS VENDRÁN Diego Armando Arellano
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ERA UNA TRADICIÓN de los Hernández alargar la fiesta de Nochebuena hasta la madrugada. Ya sabes, nadie quería perderse la sorpresa del último regalo. Tú no te acuerdas de esos tiempos porque eras muy pequeño, gateabas apenas o acaso dabas unos pasitos para volver a sentarte, pero aquello era verdaderamente especial. A lo mejor de lo que sí te acuerdas es de la primera Nochebuena sin tu abuelito Alberto, había sido muy difícil de sobrellevar su muerte, nadie se atrevió a sentarse en el lugar en donde él siempre se sentaba y, para honrarlo, las dos noches siguientes tus tías le dejaron sobre la mesa un buen pedazo de pavo relleno de tocino y almendra. Tengo ligeros recuerdos de eso que me estás contando, Luisa, pues cuando murió mi abuelo yo tenía seis años. No dudo que esa Navidad debió ser muy triste para todos, aunque para un niño de esa edad seguramente no debió ser así. Desde luego hay otras cosas de las que me acuerdo: en la Nochebuena del ’92 yo tenía una pierna rota y, sobre el yeso, mis primos hermanos me dejaron caritas felices y mensajes que decían recupérate pronto. Fui inmensamente dichoso. Luego de eso, Nochebuena dejó de extenderse hasta la madrugada porque mi abuela también había muerto, y uno de mis tíos tomó de su alhajero unos aretes de esmeralda que valían mucho dinero. Eso provocó que todos en esa casa desconfiaran, y de eso también me acuerdo bien aunque hayan pasado muchos años. Claro que me acuerdo, mi niño, al año siguiente volvimos a trasnocharnos y la música se acabó hasta la Navidad, tuvo que llegar la policía municipal y encender la sirena un par de veces para que paráramos, tú estabas tan asustado, por Dios, y es que en verdad la música estaba alta, esa debió ser la última noche en la que vi a todos contentos, como hacía mucho no pasaba. No recuerdo nada de eso. Vinieron, sí, otras celebraciones que vagamente tengo en la cabeza, sucedieron no hace tanto; qué extraño, ¿no, Luisa? Me acuerdo de una por ejemplo en donde se quemó toda la cena y entonces se tuvo que echar mano de un recalentado de sopa de fideos y cocido de res que había en el refri, y de otra en donde mi padre, ya tomado, me gritó que me recortara el cabello largo porque parecía una mujer, y por ese motivo le grité ojalá te mueras pronto, todos, sin excepción, me reprendieron, hey Beni, no le digas eso a tu papi porque luego no te lo vas a perdonar. Cómo olvidarlo, Dios mío. Con el paso de los años nos empezamos a ser menos: ya ves que los Hernández Baltazar ya no fueron a la celebración porque les pareció muy costoso seguir cenando pavo en esos años en donde no podían despilfarrar. Ante eso, se cambió para siem-
pre lo que se servía de cenar y a tus tías les costó mucho aceptar esa derrota moral. Sí, lo sé, Luisa, lo que había comenzado en la historia familiar como una celebración única e irrepetible se convirtió en otra cena más: con platos de unicel y refresco de cola para brindar amargamente. Mi padre se murió al rato de esos cambios, ¿cierto?, y la Nochebuena nos desfiguró con su tiniebla espesa a los que nos quedamos vivos. No te acuerdes de eso, Beni. No lo recuerdes. Te hace mal. “Todo pasado fue mejor”, se me ocurrió decir a mí en una de las últimas fiestas a las que asistí, y el más grande de los de mi abuelo Roberto se me echó encima a los golpes hasta casi matarme de una contusión cerebral. Pasé un par de meses en cuidados intensivos con promesas de dolores de cabeza recurrentes que hasta la fecha no se me han presentado. No era para tanto. Ese era un loco y de la peor calaña. No era para que casi te matara, mi niño. Luego, aunque no estoy seguro, asistí a una o dos celebraciones más de Nochebuena en casa de los abuelos, en donde no quedaba otra cosa que los recuerdos y ahora esta plática contigo, ¿no es curioso, Luisa? Me dices que hay cosas que no recuerdo porque era un niño muy pequeño, pero son las cosas que aún permanecen vivas en mi cabeza, y de los hechos más recientes, más terribles, apenas si se asoman fugaces y esquivos en mi mente, dirás que no estoy en mis cabales pero quizá los golpes en mi cabeza sí tuvieron consecuencias al final o tal vez, puede ser, aún no me perdono ese “ojalá te mueras pronto” que grité tan fuerte.No fue tu culpa, hijo, ya no te atormentes. Esa Nochebuena ya pasó y vendrán a ti otras noches más dichosas, ya lo verás l *Periodista y narrador, ha publicado, entre otros, en Luvina, Cuadrivio, La Rabia del Axolotl y Punto en Línea (UNAM).
LA JORNADA SEMANAL 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
AMARCORD:
OTRO SUEÑO REALIZADO
Antonio Valle
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A Jorge Valle Ésta era la vida. Todo lo demás, mentira. Juan Carlos Onetti FANTOMAS RECORDÓ CÓMO, medio siglo antes, extendió la fotografía de la señora, cuando le enseñó a leer al Ángel la palabra “mamá”. Luego, enrollando una hoja del periódico se fumó un cigarrito de humo. Acto seguido, entre ataques de carcajadas y tos, hipnotizado por las tetas repolladas, el Ángel logró articular la palabra Amarcord. Esa noche el Ángel soñó con lunas gemelas que pronto se convirtieron en dos búhos de nieve. El Ángel despertó llorando, pero ni su primo Sueños ni su hermano Moroco se acercaron a consolarlo porque arriba, en el desván de la azotea donde construyeron el club Fantomas, los héroes habían encendido una vela para ver cómo latía la señora Amarcord. La mamá-enfermera del Caballero Triste solía decir que el chico Piel Roja era un hijo de puta; tal vez lo que quería decir era que el pelirrojo le gustaba a Lupita, la lavandera que vivía en el cuarto de azotea del dieciséis. Era tanto el rencor de la madre-enfermera que sin vergüenza les contaba a los niños que había visto volar a Lupita -como a las tres de la mañana- sobre las palmeras de la Diagonal. Por libre asociación, el viejo Fantomas recordó al Ángel esperando en la farmacia a que le surtieran las píldoras contra la epilepsia, justo cuando el tío del Piel Roja le compró un helado de limón. El Ángel alcanzó a darle una lengüetada antes que Moroco tirara el iceberg obsceno y, mientras el Ángel lloraba, Moroco le decía al tío del Piel Roja que pronto lo iba a lamentar. Para reanimar al Ángel, Moroco lo llevó con el Caballero Triste a comprar estampas del álbum de futbol. El joven le dio a Pastorita, la suave criatura que administraba el paraíso en escala, unas monedas para que permitiera que los más chicos del Club Fantomas se llevaran algunos tréboles, chicles y agüitas para cumplir su misión. uuu -Brrrr, tiritó el Ángel, mientras la reina le ensartaba una gorra de conejo, guantes sin dedos y una bufanda de Tontín. Entonces, mirando a la señora de su devoción, el Ángel no acertaba a decidir si le gustaba más la madre de los indios pobres o la señora Amarcord. Más tarde, los chicos dibujaron la ruta por la que tomarían por asalto la azotea de la vecindad; aquella antigua construcción de la Diagonal que separaba el país de los ladrones buenos de la nación de los delincuentes furtivos, al otro lado de las palmeras, en la frontera donde los niños necesitados gritaban en la taquilla del cine: “Extra”; “Ovaciones” y “Últimas noticias”.
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Al día siguiente La Reina y El Ángel llegaron en un cocodrilo para poner el nacimiento del niño de Oz. Regresaban del mercado con series, esferas y un metro de “cabeza de indio” para coser los sacos de regalitos. Luego, El Ángel y el Caballero Triste se fueron, con las camisas azuleando en su carrito de madera y balines, dispuestos a desembarcar los regalos para los niños de la vecindad. Esa noche, bajo un mar aéreo, tornasolado por la luna invernal, envuelto en una sábana, la amenaza elegante brincó la primera barda esperando la aparición del Sueños. Al rato, protegido con su máscara de nubes y estrellas, chicoteó el Sueños como una bandera abierta en el desierto donde Venus brillaba como la estrella de Navidad. Los héroes sortearon los abismos iluminados por las cascadas púrpuras que bajaban del cielo y, fumándose un “Commander” de tabaco Virginia, recargados en un tinaco de asbesto aguardaron a que estallaran los primeros cohetes, señal de había nacido el niño de Oz. Los faroles iluminaron las mejillas rojas, moradas y naranjas de los niños de la vecindad y, mientras estrujaban la violeta de sus chicles, los hábiles voceadores giraban entre constelaciones de tréboles y agüitas. Agazapados, los pequeños protagonistas del Club Fantomas miraban cómo las brujas tramaban de plata el patio de la vecindad. Ya estaba entonada la madre-enfermera cuando el Caballero Triste despabiló sus ojos azules para ver al Piel Roja abriendo el portón por donde se escurrieron Fantomas y el Sueños. Detrás del cristal helado y sin vaho, el Caballero soportó el espejismo hasta que, inmovilizado por un certero flashazo, salió el tío siniestro del chico Piel Roja corriendo en pijama. Esa fue la última vez que brillaron Fantomas y el Sueños. Por supuesto nadie le creyó a la madre-enfermera cuando dijo que toda la noche, en la azotea de Lupita, los héroes y el Piel Roja se burlaron de ella cantando villancicos aciagos, bebiendo sidra y bailando mambos de Pérez Prado. Para la fiesta de año nuevo el Ángel se durmió haciendo dibujos de poneys; mientras en la misa de gallo Moroco, apretado a La Reina, se esforzaba en entonar las mañanitas. Lo cierto es que no lograba silenciar el escándalo de luz y sonido que Pérez Prado desataba en su mente. Medio siglo después, Fantomas recordó el sueño milagroso que tuvo con el fotógrafo de bodas y primeras comuniones, cuando le hizo una fotografía donde empalmaba su mano con la herida del dulce Señor de la Resurrección. Más tarde se persignó, todavía extasiado, frente al árbol de la Virgen Morena que como siempre lo miró cariñosa. Para el seis de enero, ya sintiéndose un poco menos sublime, mientras su hermano y el Sueños buscaban sus zapatos y los regalos que los Reyes les habían escondido, Moroco se acercó al Ángel para decirle en dialecto secreto que desde ese día el Club Fantomas era suyo. Eso incluía la colección de postales y cuentos, máscaras, cuerdas, guantes y capas, además, por supuesto, de la fotografía de la deliciosa señora Amarcord l *Ciudad de México, 1956. Ensayista y editor, dirigió la revista Hojas de Utopía y ha sido tallerista en La Casa del Lago de la UNAM.
LA JORNADA SEMANAL
10 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
AMBOS CELEBRAN
Enrique Héctor González
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ELLA AMA AL hombre con el que vive, eso está claro. Ambos celebran su ruidoso aniversario de diez años en el bar de moda. Él conoce al dueño, fue su socio tiempo atrás, a los dos les ha ido muy bien sin el otro. Ella invita a la reunión a amigos y amigas que van llegando poco a poco; los invitados de él han sido al parecer más puntuales. El lugar está anegado de gente, pero en la mesa de en medio, privilegiada por la acumulación gradual de sillas cada vez que llega alguien, reina un ambiente estupendo. Él es un gran anfitrión, recibe amablemente a quienes se van incorporando, charla con todos, se deshace en atenciones. Ella, más parca, más linda, más liviana, permanece casi todo el tiempo en la silla que él le ha asignado. Tocan los mariachis, la gente se la pasa bomba, como suele decirse. La embriaguez va haciendo sus estragos. De pronto ella se pone de pie y se acerca adonde acaban de llegar unos amigos. Él se disculpa porque no hay lugar (con el aire del que por lo bajo piensa que fue su culpa por llegar tarde) y enseguida les va a conseguir asientos extra. Todo el mundo se saluda, choca vasos, es cordial y educado dentro de su peda. La fiesta transcurre. Él es un verdadero amigo de todos: va saltando de lugar en lugar, canta en duetos improvisados, dedica guiños significativos, sonríe todo el tiempo. Ella calladamente se sienta junto a uno de sus invitados, quizá el más joven de todos ellos, un tipo de mal talante que se dulcifica cuando ella se aproxima. La espalda de la mujer es realmente hermosa, una piel blanca y alisada que invita al roce, una tenue hilera de vértebras verdosas sobresaliendo a lo largo.
Cuento El invitado no hace nada, por el momento sólo la mira con arrobo. Ella lo acaricia subrepticiamente pero siempre con algún enfático pretexto, cordial, excitada y a su modo segura de sí misma, exacta, bellísima, casi maternal. El hombre le ofrece un cigarrillo, el cual ella acepta como un beso que quiere ser casto, y aun tiene el cuidado de ofrecerle el tabaco de regreso a cada tanto, enrojecido por su bilé, para que él inhale. El marido, por su parte, se entretiene con otra recién llegada que al poco rato se le va a las ingles. Él apenas hace acuse de recibo y retira su mano con discreción. Él y ella se aman pero él, naturalmente, ha cogido con cuanta idiota y ella desea como nunca al invitado del cigarrillo, lo desea como a un hermano imprevisto, como a un hombre que se deshace en consideraciones, aunque no sea el caso. En un momento dado, al calor de la conversación, el joven le desliza un dedo espalda abajo, hasta donde el amplio escote lo permite, sin que nadie se dé cuenta. Ella inmediatamente se aproxima para abrazarlo, según esto en razón de acomodarle el cuello de la camisa. El marido no mira nada, como siempre, entretenido en su peda y en los ojos de una mujer que le dice al oído, no quisiera ser tu esposa. Él entonces repara en la proximidad de los otros dos. Le da un trago a su vaso y sonríe en dirección a ellos, ella le manda un beso con la mano. Son la seis y media. A la tarde le queda por lo menos una hora mientras el cotilleo entre amigos y desconocidos, entre recién arribados y la gente de siempre, está que arde. Queda claro que a ella la excita más que nunca el amigo mamón, a quien solo ha besado dos veces en otras tantas reuniones cordiales, pero por quien quiere ser penetrada en el acto, de manera casi circense. Se conforma, por lo pronto, con darle pausadas palmaditas en la espalda, con aproximar su muslo al suyo, con dedicarle miradas insustituibles. Se acomoda en un momento dado los tirantes del vestido y el tipo alcanza a ver algo que lo conmueve: un pezón erizado como un lunar con escalofríos. La invita entonces a la terraza, ella acepta, lo toma de la mano. Son casi las siete, la noche se demora más de la cuenta. La pareja desaparece tras una cortina de colgantes y macetas cuya frescura recuerda el Edén de los libros, una Biblia ilustrada para niños. El marido le da otro trago a su vaso, pero no deja de mirar hacia el sitio donde su mujer, de pronto dura y decidida pero húmeda y suave alma adentro, ha dejado su perfume como huella de que estuvo ahí para escapar hacia donde, a los pocos minutos, se oye un disparo. Donde estaba el marido hay un hueco de humo. En la terraza, el amante que no lo fue mira aterrado a la mujer de quien, pistola en mano y con la cara de imbécil que en el último momento se apodera del semblante de los suicidas, le sonríe entre vahídos sanguinolentos, boqueando en el piso, como un buzo que ha perdido su escafandra l *Ciudad de México, 1961. Ensayista y docente, egresado de la FFyL de la UNAM, es autor entre otros de Anfropiflume y Los párpados de Leda.
LA JORNADA SEMANAL 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
DUENDES EN CARRUSEL
Gabriela Fonseca
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EN ALEMANIA LA ropa del diario y para el colegio es igual para niños y niñas hasta los diez años. Pantalones, camisetas, suéteres y chamarras de colores lisos y muy vivos que cambian según la temporada. Hay vestidos en tonos pastel para las niñas y trajecitos formales para los niños, claro, pero la ropa más común es unisex. En invierno, cuando los pequeños traen gorras y capuchas que les cubren el pelo es difícil diferenciar a las niñas de los varones y todos parecen criaturas asexuadas de narices rojas. Particularmente en Navidad, pareciera que de los bosques que rodean las ciudades alemanas salieron duendes coloridos. Existe permisividad para que los niños se vistan solos sin necesidad de “combinar” sus prendas. Es raro ver a chicos, por ejemplo, en tonos de azul. La mayoría prefiere el contraste y las combinaciones chillonas. No es una cuestión de igualdad de género; simplemente es una de las formas con que en Alemania se trata de incentivar que las parejas tengan más niños. La ropa unisex podría ser heredada por un segundo o tercer vástago, independientemente de su sexo. Pero ese niño rara vez llega. Hay quienes atribuyen la falta de interés de los alemanes en procrearse a “la falta de esperanza” que supuestamente deriva de haber perdido dos guerras mundiales. La verdad es que la vivienda se construye pequeña, de una recámara. Quien quiere un bebé deberá tenerlo en la sala; quien quiere dos necesita una casa. Desde el embarazo hay que buscar lugar al pequeño en el jardín de niños y la situación sólo empeora al paso de la vida académica. Es común que uno de los progenitores tenga que renunciar a su empleo al tiempo que los gastos aumentan por el hijo único. El Estado da ayudas económicas y permisos de crianza tanto a madres como padres; aún así, el nivel de vida del alemán cae en picada tras tener un hijo. En el centro de la ciudad de Colonia existe un crucero importante en la zona comercial. A ambos lados de la calle, en pocos minutos, pueden juntarse decenas de personas que esperan llegar a la otra acera. En Navidad, cuando los pequeños están de vacaciones y acompañan a sus mayores, esos grupos de personas se vuelven coloridos y contrastantes. Cerezas, lilas, verdes botella, azul pavorreal, amarillos y naranjas que contrastan con las vestimentas neutrales de sus mayores. Hace falta ser observador, o extranjero, para notar que de un lado de la acera todos los niños están llorando. Esto se hace más evidente al cruzar la calles, cuando uno de los grupos se entrevera con el otro. Algunos
sollozan estoicos, otros berrean como espectros, y a otros sólo se les escurren por los ojos sus corazones rotos. Los padres llevan en el rostro un fastidio teñido de congoja. Pasando el crucero hay un enorme carrusel antiguo con caballos tan coloridos como sus pequeños jinetes; son cuatro hileras de hermosos caballos de madera. Y en uno de ellos, una rareza: gemelos con ropas diferentes pero rostros idénticos. Uno de ellos molesta al otro. Ambos lloran cuando su padre los arranca de su corcel aunque ellos se aferran a su montura y le suplican que compre otro boleto. No hay grandes filas para comprar boletos, los caballos ocupados son muy pocos, la canción navideña del carrusel toca sin cesar como fondo musical al llanto de los niños que ahí se origina. Los padres tienen prisa y no pueden detenerse a que el niño dé tres minutos de vueltas. Padres más indulgentes ceden a los ruegos y compran un boleto para una vuelta, quizás dos. Pero al terminar los tres minutos el pequeño quiere otra vuelta, y al terminar el pequeño quiere tres. Quien ya dio tres vueltas quiere otras tres. Quien ya dio seis vueltas quiere quedarse en el carrusel para siempre girando, sin volver a la escuela, a su falta de esperanza, a su departamento pequeño, a su crecer sin hermanos l *Ciudad de México, 1966. Periodista y narradora, la novela La pasión de Trista es su libro más reciente.
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Cuento
LA JORNADA SEMANAL
12 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
ETERNIDAD
Gustavo Ogarrio
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QUIZÁS TODO ESTO lo digo porque no encuentro otra manera de contar la historia de estos perros de mandíbula serena y ojos más bien de doloridos batracios, como una manera de adaptar la mirada y el olfato a la ausencia del olor a caca de caballo en las calles empedradas, que hoy se han vuelto pistas negras de choques espectaculares y donde mueren ancianas y ciegos que son atropellados por la velocidad de un mundo en el que las cigüeñas ya no existen y en el que los pájaros poco a poco van abandonando las cornisas y los árboles de iglesias y casas hechas para morir de otra manera. Quizás yo sólo quiero decir que antes de este mundo había un mundo de apodos espeluznantes que corrían con sus dueños hacia la farmacia más cercana en medio de la noche para comprar el jarabe de color grosella y
aliviar la tos infernal de la hermana pequeña, una tos como sacada del pulmón derecho de algún diablo herido de muerte y que hacía temblar todo el cuerpo inflamado de temperatura sonrosada por dentro y que también la hacían ver como una fruta deshidratada que movía los párpados fosforescentes en señal de que al día siguiente no comería el consomé de pollo que su madre le había preparado para contrarrestar esas fiebres de ultratumba. Quizás estamos hablando de que ese consumo de energía eléctrica no alcanzaba para entender la aparición de los espectros por las calles solitarias y la alegría con la que la primera comunión se imponía como un jeroglífico invisible en la frente. A veces me quedaba quieto en la esquina de mi cama para escuchar los rumores que acompañaban a las lluvias de agosto; algunos truenos que de golpe iluminaban el cuarto y que, como un látigo de luz, momentáneamente le daban vida a la cruz que se dibujaba entre los delgados metales y el cristal de la puerta, como un mensaje más de aquella eternidad opaca que poco a poco muere sin que nadie ni nada le lleve la cuenta l *Ciudad de México, 1970. Cronista y ensayista, es autor entre otros libros de La mirada de los estropeados y Nunca seremos poetas.
DADO Arturo Orea ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
QUIZÁ LA PRIMERA vez fue a los cinco o seis años. Hoy, con el triple de edad, nada había cambiado –pensaba– mientras daba vueltas en el pequeño espacio que la alojaba. La luz indirecta se colaba por las paredes sucias. Con la cabeza rapada, en el rostro sus ojos eran apenas dos manchas opacas. Las manos maltratadas, pringosas, casi sin uñas, colgaban de sus brazos delgados como ramas vencidas a los lados del tronco de un árbol enjuto. Vuelta y vuelta una y otra vez, trataba de hacer pasar el
tiempo. “Hasta que todo acabe –repetía desde niña y aún ahora–; sólo de vieja podré acabar con este infierno.” Laida, era su nombre que nadie sabía. La llamaban Dado y quizás por eso había estado rodando con la fortuna siempre de lado. Una vuelta, otra más y otra en el pequeño espacio, hasta agotarse –así era su rutina– y todo gris, como el uniforme y su vida. Desde muy niña llegó varias veces ahí por pequeños robos, después por consumo de drogas o alcohol. “Pequeña infractora”, decían entonces, luego siguieron casi a propósito todos sus regresos. Y así los riesgos que corría al filo de su íntimo propósito que acaso era morir. –Dado –le decían–, te juegas la vida y aquí estás todavía. –Para qué la quiero. Si no me muero ahora sólo me haré vieja. Así mejor me muero más pronto. Salgo de aquí, me atrapan de nuevo, hoy estoy, mañana ojalá que ya nada sea… eso, nada –musitaba en la celda sucia, entre vuelta y vuelta, con sus ojos pequeños, semicerrados l *Ciudad de México, 1951. Cardiólogo, articulista y conductor radiofónico, ha publicado, entre otros medios, en la revista Punto en Línea y La Jornada Semanal.
En nuestro próximo número
SEMANAL LEONARDO DA VINCI: SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA
500 AÑOS DEL GRAN INASIBLE
LA JORNADA SEMANAL 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
GUITARRAS DE AIRE
Luis Tovar
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BASTABA CON CERRAR puerta y persianas para que el escenario quedara casi listo: cuando las luces de la noche afuera se iban encendiendo, la recámara dejaba de ser lo que solía para convertirse, durante una hora o dos, en foro o en estadio, únicamente iluminado con el foco a la mitad del techo, pero cubierto con el cucurucho de papel que Beto le ponía para atenuar la luz desnuda y darle al ambiente la apariencia que, en la imaginación o en el recuerdo quizá de alguna fotografía vista por ahí, debía tener un concierto en toda regla. Él no podía reparar en ese punto: llevaba demasiados pocos años en el mundo como para haber juntado las imágenes que hacían falta para comparar, de modo que la iluminación y el escenario sólo podían ser perfectos. De lo que sí era consciente por completo era que, a lo largo del lapso él diría que eterno del concierto, su hermano y el mejor amigo de su hermano, ambos mayores que él por cinco inalcanzables años, dejaban de ser los que eran para convertirse en muchos otros, desde luego todos músicos famosos, aunque en ese entonces él tampoco supiera o apenas recordara los posibles nombres. Eran ríos de recuerdos que sólo después, nunca en esos días y mucho menos antes, habrían de hallar cauce y acomodo en el mapa memorioso una vez que hubiesen adquirido plena identidad. La maravilla, esa palabra que también tardaría algún tiempo en arribar, consistía en que no necesitaba ni siquiera la imaginación; cuando mucho, apenas era preciso un empujón muy leve por su parte –de ella, la imaginación, o la de él tal vez– para que sus ojos y sus oídos de tres o cuatro años vieran y escucharan tocar, sólo para él, a dos rockeros de talento y generosidad impresionantes. Imposible recordar cuál habría sido la primera canción y en realidad poco importaba: el asunto era contemplar a Beto y a Miguel de pie sobre las camas, cantando en su falso inglés, despreocupado y entusiasta, mientras rasgueaban sus guitarras de aire. De haber conocido el término, los habría calificado de virtuosos, además de infatigables, pues el concierto se repetiría casi de seguro al otro día, pasado mañana y las siguientes tardes. Tocaban ahí, en el dormitorio, por las puras ganas de tocar, en realidad y como no podía ser de otro modo en esas circunstancias, sólo para ellos, exactamente a la manera en que, muchísimos años después de ese momento, él se enteraría de que le gustaba tocar a Neil Young, y aunque en aquellos años que inauguraban los setenta otra imposibilidad era enterarse siquiera de la coincidencia, más tarde sería extremadamente grato
pensar que alguna vez pudieron haber sido simultáneos el concierto del Young original y el de sus jovencísimos imitadores, igual de reales ambos para los sentidos de él, cuando sus ojos miraban a Beto y a Miguel sobre las camas y sus oídos escuchaban salir del viejo aparato de radio monaural bien pudo ser “I Almost Cut My Hair” de Crosby, Stills, Nash & Young o, en una de ésas, la mismísima “Harvest Moon” de Neil. Por el puro gusto, porque sí. No nada más alegres y despreocupados sino felices en definitiva, y hete ahí otra palabra todavía sin usar, pero ésta por la razón afortunada de que no hacía ninguna falta saber cómo bautizaron hace mil años o más al éxtasis, el trance, la experiencia trascendente o viaje místico sin moverse de su sitio: eso sin palabras que le abría los párpados, le atravesaba el pensamiento, lo dejaba enmudecido, le borraba entera su todavía nebulosa noción de horas y minutos y lo hacía desear que aquello no acabara nunca, que Miguel y Beto no soltaran nunca sus guitarras de éter, que nadie nunca los llamara para la merienda ya, Roberto, dejen de estar brincando en esas camas y lávense las manos que se les va a enfriar la leche l *Ciudad de México, 1967. Entre otros libros, ha publicado Diccionario del mar, Sin rastro de nosotros y El tiempo real.
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LA JORNADA SEMANAL
14 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
Arte y pensamiento
Artes visuales Germaine Gómez Haro germainegh@casalamm.com.mx
Laura Anderson Barbata. Intervención: índigo
EN EL muca Roma se presenta la exposición Intervención: índigo de Laura Anderson Barbata (México, 1958), artista multidisciplinaria que se ha dado a conocer por sus ambiciosos proyectos de arte participativo. Bajo la curaduría de Ixchel Ledesma, se presentan doce piezas de indumentaria que fueron realizadas para ser usadas en una procesión que tuvo lugar en 2015 en Nueva York. Sobre este trabajo me expresa Laura en entrevista: “El proyecto nace de la colaboración entre zanqueros de distintas comunidades y mi intención fue hacer un comentario acerca de la violencia que sufren las personas de color en todo el mundo. Es un trabajo que me tomó mucho tiempo poder realizar. Parte del color azul –el índigo, el añil– porque el proceso de su elaboración es mágico y hermoso. Es uno de los colores naturales más antiguos que existen y en todas las culturas tiene un significado espiritual muy poderoso. Por lo general está asociado con la protección y el conocimiento, con la sabiduría y la realeza. Y para mí no es accidental que la policía se vista de azul, ya que su deber es protegernos. Ahí encontré mi metáfora: el azul como símbolo de protección y de servicio a la comunidad.” Lo que vemos en la exhibición son los trajes diseñados y confeccionados enteramente por la artista, a partir de retazos de textiles tradicionales provenientes de muy diversas culturas –México, África, Asia, Medio Oriente– cuyo rasgo común es su teñido con añil. Los personajes inspirados en mitologías populares son una obra de arte per se, cada uno realizado con el rigor y la sofisticación estética que ha caracterizado todo el trabajo de esta creadora que siempre me ha parecido atrevida y provocadora, desde que la conocí décadas atrás en la escuela secundaria. “Todas las obras las hice a mano yo sola, con textiles que he recolectado de
todo el mundo”, señala. Cecilia Delgado, directora de la institución, agrega: “También hay una analogía de una restitución del tejido social del mundo y celebrar su diversidad. El trabajo de Laura abarca muchos territorios: es una metodología que involucra desde un lugar antropológico, histórico, los derechos humanos, el activismo, una lectura de género.” Los personajes fueron originalmente concebidos para formar parte de la procesión que dio inicio en la Prefectura de Policía del barrio de Bushwick en Brooklyn, Nueva York, atravesó el barrio mexicano hasta llegar al parque María Hernández: “Ese parque lleva el nombre de una mujer que vivía en el primer piso de un edificio colindante y cayó muerta por una bala perdida un domingo cuando cenaba en su casa. Para mí era importante hablar de esa violencia callejera, del racismo, de la discriminación. Mi obra es una combinación de procesión, ritual, protesta, tradiciones, la unión de muchas culturas a través de la música y la danza.” Participan zanqueros de distintas comunidades: los Brooklyn Jumbies, los zancudos de Zaachila, Oaxaca, y los Diablos de la Costa Chica de Guerrero, representantes de la tradición afromexicana. Como complemento de la exhibición se proyecta el video documental de la procesión neoyorquina, aderezada con la música del grupo Jarana Beat y la participación del célebre bailarín y coreógrafo Chris Walker. La exhibición se presentó anteriormente en el Museo Textil de Oaxaca donde se diseñó el complejo montaje museográfico que hace destacar las piezas. Antes de dedicarse de lleno a las artes visuales, Laura Anderson realizó estudios de filosofía, arqueología, sociología y antropología, por lo que sus preocupaciones han girado siempre en torno a la creación de un arte con dimensión social que
Izquierda: Vista de la exposición. Derecha: Reina índigo con Mad Bull.
rebase el plano formal para incidir en el compromiso ético del artista en el mundo contemporáneo. Intervención: índigo se puede visitar hasta el 8 de febrero de 2020, fecha de la clausura en la que se llevará a cabo una gran procesión que recorrerá las calles de la colonia Roma con motivo de la celebración cultural de las comunidades afroamericanas l
Arte y pensamiento
LA JORNADA SEMANAL 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
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Bemol sostenido/ Alonso Arreola @LabAlonso
Movimiento… Educación… Belleza… (ii de iii) EL ERROR ARTÍSTICO no existe si el impulso fue correcto. La intención pesa tanto como el intento, y más cuando en mente y cuerpo sufrimos inercias de nuestra especie, de nuestra cultura, manifiestas en una de supervivencia protectora. De pronto este dedo sobre el piano no quiere seguir la orden que le exigimos a través del sistema nervioso central, pues rompemos con la simetría y la seguridad que luego evitará que caigamos de las escaleras o nos atropellen. De la misma forma, los paradigmas mentales sustentan un avance “sin descarrilamientos” manteniéndonos a salvo en repeticiones sistémicas que nos han sido heredadas desde nuestra primera respiración. Allí la trascendencia del juego. Es en él donde nos permitimos ingresar a nuevos sistemas y reglas, aunque sea momentáneamente, para cambiar resultados y mecanismos del pensamiento y el cuerpo. En ellos hay límites, sí, pero no nos tensan ni preocupan; nos impulsan a liberarnos. Allí la importancia de que la iniciación en las artes ocurra desde niños, a través de un juego inteligente y que sea generador de creatividad; un juego que incentive el nacimiento de voces libres otorgando sentido a la teoría y al cuerpo en contextos sorpresivos. Mente, voz, cuerpo. Esa sería la ruta. La mente como teoría, la voz como la persona y el cuerpo como la técnica. Porque el negocio pedagógico no es el de cobrar por impartir información que luego se ejecute, verbigracia, en un instrumento musical dejando en el estudiante la responsabilidad de su adaptación y utilización en la vida. La inclusión de “la voz personal” abre una puerta de confianza en donde, sí, utilizamos escalas, acordes, ritmos, melodías, dinámicas, intenciones, etcétera, pero en relación con intereses, preocupaciones, problemas o excitaciones de la vida cotidiana, familiar, social, espiritual, psicológica o sexual. Es con este juego pedagógico como podemos aproximarnos a una improvisación constructiva que motive al autoconocimiento; ésa que deja un legado, un aprendizaje incluso teniendo sustancia etérea, pues exhibe los mecanismos de su factura. Asimismo, incomodemos a la mente y que la falta de confort sea el aliento que nos anime. Son tiempos en los que levantar la voz de la inconformidad parece obligado. Hay demasiado entretenimiento y ligereza. Sí. La pedagogía debería ser más práctica. Hay mucho de clínica en ella (si usamos términos médicos). Su especialista ha de tener una visión distinta al resto de los especialistas; una mirada construida desde preceptos generales pero adaptados a su intuición y a cada paciente o, en este caso, a cada estudiante. Esta mirada disciplinada ha de cuestionar su propio método, algo esencial para impulsar la creatividad como una integración mental de nivel superior, manifiesta en cualquier ámbito de la vida. No es una ley constante pero, con quienes desean dedicarse de lleno a la música o las artes, invitaríamos a una multidisciplina que amplíe sus abrevaderos y fuentes de inspiración (que intenten escribir, actuar, mejorar su capacidad lectora, su apreciación plástica y su reflexión sensorial; incluso que estudien carreras afines o complementarias). Con quienes se dedican ya a otras actividades y ven en las artes no un hobby o pasatiempo sino una pasión complementaria, aprovecharíamos la interdisciplina y pluridisciplina con aspectos que puedan ayudarlos no sólo a entender mejor la materia artística, sino a entreverar procedimientos que ejercen diariamente en sus trabajos. Decía Basarab Nicolescu: “Disciplina, Interdisciplina, Pluridisciplina y Transdisciplina son todas como flechas de un mismo arco, el arco del conocimiento Humano.” Apuntemos a una educación integral, holística, que enriquezca a los estudiantes de cualquier área del conocimiento con los mecanismos del arte. ¿Se podrá ese regalo bajo el árbol, Santa Claus? Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos l (Continuará.)
Cinexcusas/ Luis Tovar
Recuento 2019 (I de II) EL PASADO MARTES 17, la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica (Canacine) llevó a cabo la decimosexta entrega de sus premios al cine mexicano. A diferencia del Ariel, otorgado por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (amacc), los de la Canacine son premios híbridos en los que conviven, con mayor o menor lógica y equilibrio, consideraciones mercadotécnicas, de ingresos en taquilla, celebridad mediática y, quizá, estéticas o artísticas también. Este juntapalabras desconoce la manera en que los premios Canacine se deciden –jurados, encuestas, reportes financieros; vaya usted a saber–, pero tratándose de una Cámara, es decir una entidad orientada más a lo económico que a cualquier otro rubro, no parece raro que, además de las habituales Mejor actriz y Mejor actor, hayan estrenado una categoría llamada Actor/actriz favorito del público y que el primer ganador haya sido ese histrión formidable llamado Omar Chaparro, por su desempeño junto a ese otro pilar dramático nacional llamado Martha Higareda en No manches Frida 2. Otro buen ejemplo del perfil premiador canacinesco es la referida categoría Mejor actriz, ganada por Cassandra Ciangherotti pero no por su participación en Las niñas bien –donde no tuvo el rol protagonista, a cargo de Ilse Salas–, sino por su muy flojo y lugarcomunesco desempeño en Solteras y, encima, puesta a competir con Gabriela Cartol, magnífica en La camarista, y la propia Salas. Las otras dos nominadas fueron, olvidables por completo, Regina Blandón por Como novio de pueblo y Diana Bovio por Mirreyes contra Godínez. Remáchese el eclecticisimo esquizofrénico de la Canacine con lo que nominó a Mejor película: en el mismo saco puso Las niñas bien, Chicuarotes, Sonora, Perfectos desconocidos, Mirreyes contra Godínez y No manches Frida 2, dejando fuera a La camarista, cuya directora, no obstante, ganó el premio a Mejor director.
Los números Inconsciente o solamente involuntario, el palmarés de la Canacine refleja en buena
medida lo que sucedió con el cine mexicano durante el año que está por terminar. Con cifras de la propia Cámara, los filmes nacionales más socorridos fueron las multimencionadas No manches Frida 2 y Mirreyes contra Godínez, con 6 millones 651 mil y 4 millones 582 mil boletos pagados, respectivamente. Les siguió un par de bodrios de similar calaña, Tod@s caen, con 2 millones 676 mil y Dulce familia, con 2 millones 226 mil asistentes cada una. Entre las cuatro sumaron 16 millones 135 mil boletos pagados, es decir, casi el cincuenta por ciento de los que pudo vender el cine mexicano en su conjunto durante 2019, que ascendió a 33 millones 500 mil boletos. Lo anterior significó un incremento, en los dos últimos años, de seis por ciento del boletaje total para el cine mexicano, que pasó del cinco al once por ciento. No suena mal, siempre que se eviten las comparaciones tristes, por ejemplo con la situación en Alemania, donde el cine local tiene una presencia cercana al veinte por ciento –meta que en México nadie espera alcanzar el año próximo ni al siguiente–, para no mencionar la realidad francesa, con más de un tercio de presencia nacional en sus pantallas, o la coreana, que rebasa el cincuenta por ciento. Puede verse película por película: la mexicana más vista –No manches...– rebasó apenas la cuarta parte de los espectadores que tuvo Toy Story 4, que fueron casi 25 millones. En términos económicos, el referido once por ciento para el cine mexicano, equivalente a unos mil 709 millones de pesos, palidece dramáticamente si se le compara con el total de la “recaudación” –como le encanta decir a Mediomundo–, que incluso antes del estreno de la enésima entrega de Star Wars y las cifras definitivas de Jumanji, Ángeles de Charlie y demás miasmas decembrinos reciclados, ya lleva 18 mil 187 millones de pesos; es decir, menos del diez por ciento para lo mexicano. Ciento dieciséis filmes nacionales estrenados este año, once por ciento de participación en taquilla, nueve y pico por ciento de ingresos y cuatro bazofias ganonas, para un balance ni siquiera agridulce l (Continuará.)
LA JORNADA SEMANAL
16 22 de diciembre de 2019 // Número 1294
Vilma Fuentes
VIAJE DE VACACIONES
D
ecidida a gozar de unos días de vacaciones durante el periodo navideño y el fin de año, analicé las diversas ofertas de agencias de viajes gracias a Google. Pude comparar precios, calidad de hoteles, informarme si las comidas están comprendidas en el costo, si se trata de pensión completa, si la recámara es para dos personas con una sola cama o dos, si hay servicio de masajes, sala de deportes, alberca… Las ofertas eran lo bastante vastas para extraviarme en ellas, las posibilidades infinitas o casi. Mi presupuesto, en cambio, limitado. Recurrí, entonces, a agencias especializadas que auxilian en la búsqueda del hotel y el transporte de la mejor calidad al precio mínimo. Lo único que estas agencias no ofrecen es la elección del lugar de vacaciones. Toca al vacacionista escoger su destino: Acapulco, Siberia, las Islas Marías, Alaska, Londres o un desierto, los sitios, próximos o lejanos, son tan variados como los gustos de la clientela que estos servicios tratan de satisfacer. Vacaciones tranquilas o trepidantes, deportivas o culturales, de aventuras entre animales salvajes, con encuentros románticos o sadomasoquistas, pues en gustos se rompen géneros. Algo desorientada ante la abundancia de ofertas, me puse a recordar en dónde he gozado más de unos días libres. Cuáles fueron mis distracciones preferidas, las que me dieron tanto descanso como placer. Cuál es, en fin, mi actividad preferida. Como soy de carácter más bien optimista y puedo disfrutar de lugares simples, sean paisajes marítimos, del campo o urbanos, distraerme en un café desde cuya terraza puedo ver pasar los caminantes dejando vagar mi imaginación o pasar una jubilosa noche en vela sin ver pasar el tiempo leyendo o releyendo un buen libro. Ah, el vicio de la lectura me trajo a la memoria a Valéry Larbaud, gran viajero, quien tomaba sus vacaciones sin salir de París, contentándose con alojarse en un hotelito de otro barrio de la ciudad. Pero eso significaba cargar una maleta con libros, ropa y tantos otros objetos necesarios a la vida diaria.
Llegué a la sensata conclusión, dictada por el fastidio de ir a un aeropuerto y tomar un peligroso avión así como el de evitarme aduanas y trámites, de quedarme en París sin salir de mi casa. No sólo era lo más barato, era también lo más placentero. Me di cuenta que, en realidad, ya había comenzado mis vacaciones con la lectura de los viajes propuestos a tantas y tan distintas ciudades, tan diferentes paisajes, cuyas bellas imágenes pude contemplar en la pantalla de la computadora. Para decirlo de una buena vez: llevaba dos días viajando entre San Petersburgo, Beijing, Nueva Delhi, Buenos Aires, Bagdad, Sudáfrica, Tahití, la Muralla China, el desierto del Sahara. El riguroso azar hizo aparecer en la computadora el nombre de Honoré de Balzac. Me vino entonces la luminosa idea de viajar también en el
Llegué a la sensata conclusión, dictada por el fastidio de ir a un aeropuerto y tomar un peligroso avión así como el de evitarme aduanas y trámites, de quedarme en París sin salir de mi casa.
tiempo y sumergirme en el vastísimo universo de este escritor. Universo que, además, me es familiar, lo cual me permitiría viajar en tierra conocida. De la idea al acto, del dicho al hecho, sin siquiera deber levantarme de la mesa, sentada frente a la computadora, busqué La comedia humana. Ahí estaban todos los volúmenes. Cierto, la lectura en una pantalla priva del placer sensual de tocar las páginas. Recordé a José Emilio Pacheco olfateando las páginas de un ejemplar de Le réel est un crime parfait, Monsieur Black, que Jacques Bellefroid le obsequió. Viaje en el tiempo donde no vi pasar las horas, su silencioso tictac ritmado por el latido estelar, a la vez poseída por él y fuera de él. Más allá de las noches pasadas por Balzac a escribir libro tras libro un universo acaso más real que el suyo, crucé el umbral de esa realidad más duradera que nace de la imaginación pues los seres imaginarios no pertenecen al tiempo. Había leído, tiempo atrás, la obra de Balzac, descubriendo poco a poco su deslumbrante galaxia. Aquí y allá, de una novela a otra, van apareciendo los protagonistas de cada narración. En cada libro van apareciendo nuevos personajes que toman el primer rol frente a los que fueron protagonistas en otras lecturas. Provincianos, parisienses, cortesanas, aventureros, procuradores, campesinos, pintores, reos evadidos, amos del hampa, costureras: hombres y mujeres que forman una sociedad desfilan entrecruzando sus destinos. El lector no puede sino maravillarse ante una obra que, como diría Bellefroid, es a la vez epifanía y antifanía. Dumas escribió una obra más vasta, genial, pero no estableció las relaciones entre sus personajes como Balzac hizo entre los suyos: Rastignac, Vautrin o Maufrigneuse, los cientos de personajes que adquieren una densidad tal que se vuelven familiares y siguen siempre, al menos en nuestro mortal siempre, vivos. Mi viaje terminaba. Los fulgores del alba despuntaban. Sentí lágrimas. ¿Irritación de los ojos? No. Había vuelto a llorar por el destino de Eugénie Grandet. No trabajo en ninguna agencia, pero me permito proponer viajes al país de las maravillas en los libros l