Suplemento Semanal, 27/12/2020

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SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 27 DE DICIEMBRE DE 2020 NÚMERO 1347


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LA JORNADA SEMANAL

Portada: Rosario Mateo Calderón.

2 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

LA(FRAGMENTO)BALADA DE NADIE Luis Tovar ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

NAVIDAD: CUENTOS Y RECUENTOS Para nadie es un secreto que la Navidad, lejos de significar lo que sus orígenes indican, puede ser su antípoda exacta: no un motivo para el regocijo, el recogimiento y la paz del alma, como quieren lo mismo las máximas católicas que los villancicos de ellas emanados, así como la mercadería de diversidad y superficialidad infinitas que pretenden sustituir, vía consumismo y apariencia, todo aquello que no se siente, precisamente para ocultar lo que sí, quizá en mayor medida en los tiempos aciagos de la pandemia: desolación, desazón, desamparo, desencanto, sinsentido, angustia o amargura de todos los calibres… y tal vez, allá en el fondo y a pesar de todo, alguna lucecita esperanzada. De eso versan los cuentos, navideños o todo lo contrario, que ofrecemos a nuestros lectores al cierre de un año que tanto nos ha puesto a prueba.

||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| DIRECTORA GENERAL: Carmen Lira Saade DIRECTOR: Luis Tovar EDICIÓN: Francisco Torres Córdova COORDINADOR DE ARTE Y DISEÑO: Francisco García Noriega FORMACIÓN: Rosario Mateo Calderón LABORATORIO DE FOTO: Jesús Díaz, Jorge García Báez y Ricardo Flores. PUBLICIDAD: Eva Vargas y Rubén Hinojosa 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. CORREO ELECTRÓNICO: jsemanal@jornada.com.mx PÁGINA WEB: http://semanal.jornada.com.mx/ TELÉFONO: 5604 5520. ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauhtémoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cuitláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

Ah, look at all the lonely people. Paul McCartney

Natasha SEGUIRÁ SIENDO LO que fue? No faltaría a quién preguntarle por ella, pero la verdad es que su interés no llega tan lejos; es sólo que allá de vez en cuando la recuerda o, para ser más preciso, rememora los escasos datos que de ella supo: su nombre, la calle donde vive –¿vivía, vivirá?–, quiénes sus padres, sus hermanos, el apodo que le pusieron desde niña. No más, ni menos de lo que sabe y recuerda de muchísimos otros habitantes de Altavilla que, a pesar de lo poco que siempre supo de ellos, para él eran emblemáticos: el viejo jardinero que ofrecía sus servicios de casa en casa, de nombre ignoto, a quien debido a su paso, lentísimo, llamaban el Correcaminos. El hombre bajito y barrigón, invariablemente vestido con mezclilla, camisa de manga larga a cuadros, botas y sombrero de palma, que llevaba en el brazo una canasta rebosante de cacahuates, habas y pepitas de calabaza, además de una ollita de peltre con cajeta casera que vendía en barquillos para helado. El señor de los merengues, con su charola siempre en alto, moreno, de poquísimas palabras, que todavía aceptaba jugarse la mercancía a los volados. El hombre, más avejentado que viejo, roja la nariz, que todas las tardes empujaba su largo carrito de madera, pregonando la vendimia de jícamas, pepinos, naranjas, rebanadas de piña y cocos con chile, mercancía de cuya salubridad ínfima nadie dudaba, aunque no por eso vendiera menos. Don Silverio, el policía de barrio, doblemente atípico por honesto y por querido, que murió del balazo disparado por un ladrón en plena huida. Otro jardinero, éste pagado por el municipio, a cargo del cuidado del pequeño parque y las jardineras en torno al kiosco, a quien llamaban Chavo y que el español lo hablaba poco y mal. El globero, joven calvo prematuro, a quien jamás nadie vio sin una sonrisa llenándole el rostro y que recorrió las calles de Altavilla a lo largo de un par de generaciones. El vendedor de verduras y legumbres, de quien al parecer todos ignoraban el nombre, de sombrero muy gastado, huaraches y un viejo saco que no se quitaba ni en los días de más calor, además del costal donde se revolvían ajo, cebolla, lechuga, calabaza, nopal, jitomate, tomate verde, papa, zanahoria, y que cuando le pedían algo que no llevaba o se le había terminado, siempre respondía preguntando: “¿Cuántos queres pa’mañana?” Se le conocía como el Marchante y, como a todos los otros, no le venía mal el sobrenombre porque ya


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bulto y ser advertida de repente, llevando en las manos la botella de Coca Cola el manojo de cilantro la bolsa de pan o lo que en casa le hubieran encargado, y cuando uno volvía a mirar ya no estaba más. Ésa, o esta otra: Natasha era como un foco de pocos watts, que iluminaba escasamente y, sin remedio, nada más el solitario y reducido ámbito de su silencio; de luz tan tenue y de tan corto alcance, que entre su ausencia y su presencia no había disparidad notable y, por eso, mirarla o recordarla, como allá de vez en cuando llegaba a suceder, le hacía pensar en ella como la llada Eleanor Rigby del barrio, sola entre los solos, callada nónimos, entre los silenciosos, la más discreta entre los anónimos, Penélope que se había cansado de esperar, tall vez muy desde el principio y al parecer sin amargura,, si uno se ostro y a su atenía al permanente gesto apacible de su rostro andar que, visto siempre desde lejos, daba la impresión de llevarse perfectamente con un paisaje del que Natasha fors, las puertas, las maba parte igual que los muros, los postes, illa ● banquetas y el resto de las calles de Altavilla

Ilustraciones de todos los cuentos: Rosario Mateo

fuesen frutas, legumbres, globos, merengues, cacahuates o servicios lo que brindaban, tenían en común el hecho de recorrer la colonia de extremo a extremo, día tras día, cada mes de todos los años. También estaban los que, por el contrario, jamás se les veía fuera de su sitio, comenzando por los propietarios y al mismo tiempo dependientes de los negocios locales: la señora Delis en su homónima papelería y dulcería; don Enrique en su miscelánea, incapaz de no galantear a su clientela femenina; la mamá de Marcos, un exhippie que terminó de publicista, ambos michoacanos de nacimiento y atendiendo su paletería; la señora Yola y familia en la farmacia, bautizada con el nombre de su hija; la güera de los juguetes, invariablemente pobres, tristes y empolvados, en el que todo mundo llamaba “el mercadito”, y ahí mismo la señora Lore, su hija y su yerno en una de las dos únicas carnicerías, lo mismo que la tortillería, negocio familiar también, de una pareja silenciosa a más no poder, él siempre de espaldas alimentando con masa la ruidosa máquina, ella despachando, acostumbrada ya a que, sobre todo los niños, miraran con total impudicia que le faltaba el ojo derecho. Esos y otros negocios eran el destino cotidiano, repetido y fatal de Natasha –por alguna razón, aunque supiera su verdadero nombre prefería recordarla con este otro que el barrio le había impuesto–: estudió una carrera y decían que la ejerció; algunos aseguraban que tuvo mínimo un novio, aunque nadie la viera jamás con él; de seguro tenía al menos una amiga, pero lo único que a todos les constaba era que Natasha fatigaba una y otra vez las banquetas de Altavilla para ir a la tienda de abarrotes, la recaudería, la farmacia, la tintorería, la papelería, las tortillas el pan la leche un refresco aspirinas jabón todo lo que se ofreciera en su casa, donde quedaba claro que jamás se les habría ocurrido mandar a ningún otro miembro de la familia. Bajita y delgadísima, de gestos y ademanes menos que discretos, mínimo el timbre de su voz, brevísima la sonrisa, quién sabe qué pensaría Natasha, qué desearía, con qué soñaba. Recordarla era lo mismo que imaginar si estuvo conforme con esa rutina de mandadera familiar oficial, o si aquella estampa de pequeñez irreparable ocultaba una imaginación enriquecida de tanto fertilizar en la soledad y el silencio. Si le preguntaran, él respondería que la imagen con la sca, que su mente comparaba a Natasha era, lugarcomunesca, ela de un pajarito por lo tímida, lo delgada y lo aparentemente furtiva; por su manera de estar sin estar, de no hacer

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DESCENSO AL CIELO Ademar Alpuche Lazcano* ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

DE LEJOS, AGA lucía como una brillante línea roja, su punyabi de seda reverberaba bajo la lluvia de cristales de la araña. De cerca, se desmentía la argucia de su linealidad, su cuerpo era un compendio de dunas y granadas, de bulbos y de olas; Kira se rendía ante al tropel de fiebres que la cercaban aquella tarde, y entre el sopor monzónico, los guisos hirvientes con masala y el milagro profano de la transustanciación en carne de la flama, su vida parecía emigrar del mundo entre sudores, apetitos y sofocados jadeos. Kira miraba a Aga tanto como Aga la miraba a ella, pero Aga mantenía el control de todo, sus ojos domesticados apenas ronroneaban al verla, su risa se contoneaba desnuda y casta entre los invitados a la mesa, nada la delataba, nada ponía en evidencia lo que Kira daba por cierto: cuando los amantes se encuentran, se cierran las puertas del universo. Ya sólo existían ellas, núcleo bipartito de un cosmos desierto. A Kira le lastimaba la lejanía física de Aga, quería libar de su luz quemante, acercarse, anular los abismos de la distancia y tocarla, correr el dorso de su mano sobre la impoluta continuidad de su piel indostánica, abrirse paso entre la noche de su cabello y pernoctar en ella, agitar las ajorcas de su fino tobillo y escuchar su canto de serpiente, besarla, poner en sus propios labios la memoria del azúcar y el anís estrella, olerla con la avidez de un beduino que encuentra una flor en las arenas. Kira no podía seguir allí, necesitaba exorcizar sus ansias, alimentarse al menos de las sombras y los ecos de su amada, así que se levantó; nadie en el barullo de la cena notaría su ausencia, nadie, salvo Aga. La recámara estaba abierta. Kira miró dentro del armario y acarició la colección de saris de Aga, aspiró el humilde perfume de su jabón, abrió su joyero de madera y la imaginó: Lakshmi en el reino mineral, el tilak bajo un rubí, el pecho embriagado de perlas, las muñecas cuajadas de pulseras; Kira se descalzó y puso un pie dentro de la zapatilla carmesí, sus dedos se encogieron, una pequeña muerte la paralizó, un alfiler la clavó a aquel instante. Esa era la forma como Kira la amaba, pero y Aga, ¿cómo la amaba a ella? De pronto, miró una vieja libreta, un diario, pensó; Kira lo abrió, las palabras respiraron, le lamieron el cuello, soltaron su peso sobre su vientre, era un diminuto loto bajo el cuidado de una tormenta, siguió leyendo, deseaba saber más, estar más cerca, sintió una invasión de calor, las palabras le enseñaban sus dientes luminosos, todo era

chispas y chasquidos, susurros y lumbre y piras y lenguas; de repente lo encontró, su nombre entre las llamas, su propio nombre en el epicentro del incendio, quiso pronunciarlo pero ya era demasiado tarde, el fuego de Aga lo consumía, Kira lo vio salir de su boca y las pequeñas letras hechas pavesas se escabulleron por el aire, una bandada de mariposas quemadas dispersándose en el viento. Ya no sería quien fuera, nunca vería de nuevo a la persona que veía al espejo, sobre su frente se vertían las aguas de un largo bautismo sacrílego, Aga sostenía su cabeza y Kira no titubeaba ●

*ADEMAR A. LAZCANO, (Pachuca, 1977) es comunicólogo y traductor. Ha participado en diversos talleres literarios; actualmente trabaja como freelancer y prepara su primer libro de narrativa.


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REGALO NAVIDEÑO Alejandro Montes ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

BLANCA PENSÓ QUE, como regalo navideño, merecía acostarse con otro hombre que no fuera Ricardo, su marido. Por ello convenció a Hilda y Bibiana para no ir al festejo de la compañía de muebles donde trabajaban en el área de ventas. Insistió en fugarse al departamento de Hilda por dos razones: estaba cerca y vivía sola. Sería una reunión exclusiva de chicas: platicarían a gusto para sacar las presiones de la chamba. Era viernes y la gerencia de la empresa había organizado la acostumbrada comida de fin de año para los empleados. Pero ellas mejor fueron al Oxxo por un par de botellas de vino tinto y un six de cervezas. Sonrientes se enfilaron con el arsenal de bebidas. Los primeros días de diciembre ya dejaban sentir un ambiente navideño por las calles de la ciudad. El departamento era pequeño pero confortable. Se pusieron cómodas. Blanca marcó al celular de su madre para que cuidara a Luis, su hijo de siete años, hasta que ella llegara, pues –dijo de manera apresurada– saldría de la oficina muy tarde por la comida decembrina. Colgó satisfecha (no era la primera vez que pretextaba excusas de esa naturaleza). Descorcharon el vino. Brindaron porque nunca terminara su amistad. Se abrazaron como tres niñas alegres. Hablaron de los chismes de la oficina. Siguieron con la otra botella. Pusieron música, bailaron entre ellas. Atacaron las cervezas. Fumaron. Hilda sacó de la despensa una botella de vodka que tenía escondida desde su cumpleaños anterior. Sonó el celular de Blanca: era Ricardo, quien le hablaba para saber el motivo de su tardanza. Ella le contestó que no la molestara. Colgó el teléfono. Los aplausos de las amigas se dejaron escuchar por toda la sala. De repente Blanca soltó su deseo: hacerlo con otro hombre que no fuera Ricardo. Después de todos esos años de matrimonio se había ganado el derecho a revolcarse por mera lujuria con otro tipo. “Aún soy joven y merezco no desperdiciarme inútilmente”, decía mientras se comportaba desenvuelta: levantaba los brazos histriónicamente, sonreía, fumaba como actriz de cine. Hilda y Bibiana le seguían la corriente. Rondaban los cuarenta. Hilda era soltera por convicción. Bibiana, divorciada por necesidad. Conforme avanzaba la tarde Blanca se mostraba más firme en dicha decisión al grado de volverla necedad. “Una mujer como yo lo necesita verdaderamente grande para sentirse viva”, movió sus manos sugiriendo tener algo entre ellas. Hilda y Bibiana se sonrojaron.

Hilda propuso contratar un chippendale para que fuera al departamento. Bibiana rió nerviosa. Blanca aceptó sin dudar. Hilda encontró un anuncio en el internet de su celular que decía “Hombres sexis a domicilio”; llamó para acordar un servicio. Negoció el precio porque según el perfil y las actividades del chippendale sería el costo de la visita. Eligió el paquete con masaje erótico incluido. Las tres sacaron dinero de sus carteras pero Bibiana dijo que Blanca sería quien estuviera sola con aquel hombre en el cuarto de Hilda. Ese sería el regalo de papá Noel. Se miraron con complicidad: rieron malévolamente. A las nueve de la noche llegó el hombre al departamento. Era alto, delgado, con una maleta de viaje. Ellas lo esperaban aún con media botella de vodka en medio de la sala. El chippendale se instaló. Dijo que pusieran en el estéreo el disco compacto que colocó sobre la mesa de centro mientras iba al baño a preparar su espectáculo. Con música electrónica mezclada con gemidos de mujer salió disfrazado de policía, se desnudó hasta quedar en tanga, se colocó un casco de bombero, en seguida un sombrero de piloto, cada vez era más atrevido en sus bailes para gustar a ellas. Blanca, Hilda y Bibiana gritaban, reían, lo acariciaban, le apretaban las nalgas, le pellizcaban el pene. Felices decían obscenidades. El chippendale preguntó empuñando su miembro quién iría con él a la habitación. Blanca se dejó llevar de la mano por el tipo. Antes de cerrar la puerta, apagó su celular. Hilda y Bibiana se miraron alegres, también con un poco de envidia. Veinte minutos después salió el tipo del cuarto. Molesto solicitó su dinero. Se fue del departamento sin siquiera despedirse. Hilda y Bibiana corrieron impacientes a lado de Blanca. Parecían un par de niñas desbocadas por el patio de la secundaria. La encontraron llorando, envuelta en las sábanas de la cama. Se alarmaron porque pensaron que le había hecho daño, pero Blanca estaba perfectamente bien. Intacta en totalidad. Hilda preguntó molesta por el motivo de su llanto, ya que eso era lo que había deseado. Blanca sólo atinó a decir que era una mujer buena, ejemplar, que amaba con todo su corazón a su familia. Buscó su celular para marcarle a Ricardo y, entre lágrimas, pedirle que fuera por ella inmediatamente. Bibiana recogió del piso el paquete cerrado de condones y se los pasó a Hilda. Se miraron en silencio… Decidieron ir por otro trago de vodka a la sala para que Blanca se vistiera ●


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6 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

CRÓNICA DEL ÚLTIMO REY DE LA ALDEA Alonso Vázquez Moyers ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

ESTABA A PUNTO de abrir la puerta de entrada, la entrada a Palacio. El guardia que la sostenía mantuvo el talante marcial y obedeció la orden del Rey: ciérrela, yo puedo abrirla. Es posible, como dicen en su séquito, que no le gusten los rituales del poder, los gestos cortesanos. Tal vez, quería sentir en el peso del portón los años de lucha que lo habían conducido a ocupar la silla vacía más preciada de la Aldea. Pero había en ese gesto mucho más: era el niño que abría el regalo, que no convidaba a nadie más el dulce, dulcísimo poder, que, aunque probaba diariamente en bocados, nunca parecía empalagarlo. En realidad, debió decir: yo quero abrirla. Así comienza la que, luego de muchos años de búsqueda en archivos y bibliotecas, daba cuenta de la existencia del último rey de la Aldea. Podría estar sujeta a controversias, no obstante. Y, sin duda, refutarse la veracidad de mucho de su contenido. Su autor, un bufón de la antigua corte que perdió su empleo, había emprendido una campaña en contra del nuevo Rey. Y ese dato tal vez pueda ser menos controvertido. La interpretación casi unánime del “retrato del bufón, el pregonero y el Rey Bello”; es que los antiguos reyes consintieron (bastante bien) a ambos personajes; incluso, en esferas íntimas se decían amigos. La investigación histórica sobre la Aldea, no obstante, es incompleta y confusa. Se sabe que existió, se tienen referencias precisas de su ubicación. Se dice incluso que sus fundadores pensaron en un mito para nombrar a esa pequeña comunidad, que comenzaba en la porción de playa que no pertenecía a Los Propietarios, se extendía por una cadena montañosa y llegaba hasta los lindes del muro del Imperio; éstos, que nunca pensaron en un nombre para su extensísimo territorio, no permitieron que sus vecinos del sur nombraran al suyo. Tiene algo de lógica, si me permiten formular una hipótesis. Estoy seguro, que hay hombres que desearían ser conocidos simplemente tes como el Campeón, el Honorable o, como los antecedentes del último rey el Guerrero y el Bello. El problema es que del último Rey se sabía muy poco. Hasta se dudaba de su existencia. Y ese hecho ponía en duda otros. Tanto, que algunos investigadores sugerían a que la Aldea, su historia, personajes y leyendas, eran una invención de la Academia de Investigaciones Históricas de a la Aldea, que recibía subvenciones públicas y organizaba

congresos anuales en Venecia, Estambul, San Francisco y Londres. Cuando Eleuterio Sánchez encontró la crónica, pensó que sería maravilloso reconstruir, a partir de ese detalle, la historia del último Rey. Sin mayor dato, supuso que la mejor forma de reconstruir la vida de un Rey era imaginarse en su posición. Así que pensó que podría ser interesante añadir algunos datos bibliográficos. Recordó que a él, de niño, le invadía el pánico cuando su mamá lo dejaba encerrado en casa, mientras se iba a trabajar. Que ese miedo lo acompañaba aún, de otras formas, en su caminar, habla y movimientos reflejos, que revelaban una personalidad introvertida e insegura. Así que el último Rey, Eleuterio, sería un personaje valiente, sin miedos, que desde niño había destacado por su liderazgo y, de adolescente, por ser un verdadero galán. Pero para que la crónica, a partir de la cual se reconstruía la historia no resultara muy disonante, ya que finalmente se trataba del único texto histórico que daba cuenta de la existencia del último Rey, había que añadir adversidades y luchas. Pensó cómo él había sido menospreciado en la Academia, cómo su trabajo historiográfico y su prosa exquisita no habían sido valorados por el Comité, que decidió no darle una plaza como catedrático. Así que escribió que el Rey Eleuterio: “Disponía de una pluma maravillosa, elocuente y controversial para la estrechez mental de la época; casi podría afirmarse que sus cartas inspiraban la mejor poesía. Pero no la poesía ceñida a las reglas de la métrica de entonces, sino el verso libre y provocador, de estilo rambaudiano, por lo menos. Esa capacidad, adelantada para su tiempo, no fue bien recibida tampoco en los periódicos, que rechazaron (como a él le habían negado) una y otra vez la publicación de sus cuentos, que hacen pensar en Maupassant, a pesar de haberse escrito al menos un siglo antes. Ese rechazo despertó en él interés en la política. Sus dotes de líder encausaron su frustración.” El relato era convincente, en realidad. Y aunque el jurado dijo que había una aparente exaltación de la figura, el re relato biográfico aportaba datos suficientes para corrobora rar la autenticidad y valor histórico de la investigación. Complacido, dijo que, efectivamente, era posible que se hubiera guiado por cierta emoción, ya que se identifica caba mucho con el personaje desde niño; no por nada, sus pa padres lo habían nombrado Eleuterio, como el último rey de la Aldea ●


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SABANERO Agustín Ramos ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

Para Marco Morales y Rosina Conde DESPUÉS DEL CONGRESO de poesía, parte de la diversión en la sala del Paco Moon en Villa de Seris consistió en contemplar las entradas triunfales de un niño de seis o siete años cuando el Moon lo presentaba: –Desde Houston Texas, después de su gira por la Unión Americana, el ídolo de Tijuana, Los Mochis, La Laguna, Pachuca, Mazatlán, Morelia, León, Guadalajara, Tepic y otras arenas de la mejor lucha libre del mundo… ¡The Winner! El enmascarado venía desde su vestidor en el piso de arriba hasta donde los invitados brindábamos. Buen poeta y buen papá, el Moon iluminaba con una linterna sorda a su hijo, luchador rudo de andar fachoso y capa de toalla La Josefina, que descendía uno por uno los escalones con los puños en alto agradeciendo la ovación del respetable… No tenía con quién luchar pero luchar era lo de menos, su gusto eran los aplausos mercenarios y los relampagueos amorosos del papá Moon alumbrándolo y voceándolo. Apagándose la linterna y encendiéndose la luz terminaba una función. ¡Más, más!, pedía él, y coreábamos todos con tal de que también siguieran las rondas de bacanora y tacos de asada y machaca con chiltepín. Sería por la época navideña o no sé por qué sería pero yo extrañaba mucho a Luci y a Elvi, de la misma edad del enmascarado pero con visajes y emperifolles diferentes porque ellas de grandes querían ser encueratrices de la tele (¡pero más, papito, más!, decían). Y aunque todavía no me diera ni un toque las imaginaba escoltando a The Winner y me ganaba una risa de aquellas, risa de hasta las lágrimas que no sabes ni de qué o por qué. Otra parte de la diversión, ya con la luz encendida, las series del arbolito apagadas y el mocoso dormido en el sofá, consistiría en atizarnos con el debido fervor. El Moon, buen anfitrión también, cómo no, había forjado tres por cabeza, como si los regalaran de aguinaldo, como haz de cuenta sábanas para coyotas, digo casi casi tacos en vez de churros. Pero fue la de malas que yo debía volar a Tijuana y el chofer del instituto de cultura había quedado de recogerme en un hotel del centro de Hermosillo. Salí al aeropuerto a mil por hora y sin siquiera haber probado mis churros, que fueron a dar donde Dios me dio a entender. Y fue hasta verlos de reojo en el aeropuerto de Tijuana que me acordé de ellos, sobresalían a plena luz de los vidrios biselados del pasillo de inspección, un tapete

de polímero antiderrapante de diez infinitos metros de largo por sólo medio de ancho. Se me aflojaron los brazos, la quijada, las corvas, las glándulas sudoríparas. No podía salirme de la fila ni deshacerme de los tres tacos tres, dos de machaca y uno de macizo para llevar, que brillaban como epifanía al revés en el compartimento lateral de mi mochila. Y si no me oriné fue por milagro y porque hice algo todavía más bochornoso, llorar como el jibarito, a moco tendido, pensando qué sería de mis hijas, prospectos de encueratrices pero más, mi Dios querido. Al llegar mi turno de revisión el agente aduanal, de cachucha café, camisola caqui y fornituras padrotas, me dio unas cachetaditas diciendo: -Ande pues, burrito sabanero, pásele a lo barrido ●


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8 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

GATITOS Eve Gil ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

HIZO DE TODO para rescatar la Navidad… hasta adquirir un kit navideño de cubrebocas, careta y guantes, con estampados de Santa Claus y pinitos con esferas… de ésos que no se verían este año, porque tampoco habría venta de árboles. De nada sirvió. El 24 estaba recluida en su habitación, mirando TV como un día cualquiera. Películas de catástrofes ambientales: maratón. Su madre le dejó en la puerta una bandeja con chocolate caliente, delicioso, y unos churros crujientes, a sabiendas de que su hija siempre prefirió el postre… o porque los pavos también estaban en cuarentena. Las únicas luces de la noche provenían de los faroles de la calle, y uno parpadeaba peligrosamente frente a su ventana, como a punto de reventar. Intentó conectarse con sus amigos, hacer algo parecido a una fiesta virtual, pero la mitad dependía de un respirador, y los que no… no hacían más que lamentarse por lo injusto que era todo o, de plano, se habían dopado para que aquella Navidad sin Navidad transcurriera como un mal sueño. Escuchar villancicos sería masoquista. A los menos infortunados les llegaría algún regalito de Amazon, desangelado sustituto del Niño Dios. “Hasta las guerras respetan la puta Navidad. El Bicho no.” El cuento habría de repetirse en Año Nuevo. Cero abrazos. Nada de visitar a los abuelos, que insistían en no usar celular. Sólo correos electrónicos sumamente escuetos. Desearse “lo mejor” a través de Whatsapp, incluso a sus padres que, desde febrero, cuando se desencadenó “el bicho”, dormían en cuartos separados y se comunicaban a través del celular con ella, y entre sí. El farol frente a su ventana terminó por tronar, por lo que ya ni ese remedo de pirotecnia le quedaba. A través del

televisor, dramáticas voces en off narraban la llegada del Nuevo Año mientras un dron recorría ciudades desiertas a través del mundo. Tokio. Bangkok. París. Nueva York. Como si una bomba de neutrones hubiera borrado a los humanos de la faz de la tierra, dejando intactos edificios y puentes. “Sólo las luces, que destacan ‘21’ por todas partes, a manera de invocación desesperada, hacen sentir que no es una fecha cualquiera”, decían los amodorrados locutores. Eran más festivas las películas de catástrofes. Optó por empujarse un par de Xanax con el chocolate caliente. Amaneció inusitadamente soleado para ser invierno. Experimentó el grato cosquilleo del sol entre las pestañas. Un toquido a su puerta la sobresaltó. Hacía tanto que nadie tocaba. Mecánicamente exclamó ¡Adelante! y sus padres ingresaron, sonrientes, sin cubrebocas ni guantes, vestidos de blanco y toda la actitud de querer abrazarla. Ella los recibió, pensando en lo ingratas que solían ser las fechas decembrinas, que la forzaban a sucumbir a la cursilería de los mayores. –¡Guau! –Exclamó. –¡Es como si lo anterior hubiera sido una pesadilla!... ¡Qué gran manera de iniciar el 2021! –¿2021? –sus padres intercambiaron una mirada cargada de extrañeza. –¡Sí!... ¡Ya se acabó el maldito fucking 2020!... ¡Se acabó, se acabó! –comenzó a brincar en la cama como una niña. Abrió las ventanas para gritarlo a los cuatro vientos, sin que sus padres atinaran a reaccionar. Las calles lucían tan solitarias como un 1 de enero de cualesquier año. Lo normal: –¡Púdrete 2020!... ¡Vete a la mierda y nunca vuelvaaaaaaas! –Querida –con una mirada cargada de preocupación, la madre intentó meterla en orden, palmeando su espalda. Tras hacerla sentar en la cama, verificó que su frente no estuviera hirviendo. El padre la contemplaba con estupor absoluto, moviendo la cabeza. –Estás bromeando, ¿verdad, nena? Estamos a primero de enero de 2020… 2020… –¿Qué?–se carcajeó la chica. –¡No, mami…! –Mi niña volvió a tener pesadillas –gimió el padre, desalentado. La chiquilla siguió la dirección del dedo de su madre que apuntaba hacia el calendario de mininos que tan nítidamente recordaba haber colgado con antelación, el mes de octubre, en la primera página que proclamaba “1 de enero”, a manera de recordatorio de que todo terminaría. Que la pesadilla no podía ser eterna. Bajo la foto de un precioso gatito sagrado de Birmania se leía claramente: Miércoles 1 de enero de 2020 ●


LA JORNADA SEMANAL 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

COMO ANTES Rafael Aviña ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

ATRAVESÓ COMO LO hacía todos los días la Alameda Central. El aire se sentía extraño y denso. Tomás respiraba con dificultad a pesar de ese cielo, tan claro y tan limpio como no lo había visto en años, quizá en décadas. Qué viejo estoy –pensó. Salió de esas reflexiones para concentrarse en algo aún más raro. No se escuchaba el habitual tráfico cotidiano. Por el contrario, destacaba el trinar de pájaros, el viento meciendo con suavidad las hojas de los árboles y, en medio de ello, aquella añeja melodía que salía de un organillo que no alcanzaba a localizar pero que inundaba la atmósfera con su música tan peculiar y melancólica. Tomás se detuvo un momento para tomar aire. Miró hacia Avenida Juárez y vio un par de autos más bien antiguos circulando en sentido contrario. En definitiva, algo estaba mal ¡Qué irresponsabilidad! Estos sujetos van a provocar un accidente! Miró a su alrededor para encontrar una mirada cómplice de sorpresa por la demencia de ese acto temerario. Sin embargo, las pocas personas que circulaban por ahí no parecían percatarse del hecho. Seguían su camino con paso lento y sin prisa. Más extraño aún le pareció que la entrada del tren subterráneo había desaparecido. ¿Ahora qué arreglo le estarán haciendo? Tomás no le dio importancia al hecho, ni tampoco a los pantalones Topeka acampanados de una pareja de jóvenes. Algo anormal sucedía. ma? ¿Era él, el aire, la Alameda, la ciudad misma? n una de las larTomás decidió sentarse un momento en a ligero confort gas estelas de piedra que solían servir para ó una rara texde los paseantes. Se aflojó la corbata, sintió e día, su mujer tura al tocarla y la observó. Juraba que, ese le había elegido la corbata negra con rayass rojas imitación o pasado. En su seda que le había regalado su suegra el año n color caqui de la lugar estaba la antigua corbata de algodón abía adquirido un escuela secundaria, que de tanta lavada había color grisáceo. La sonrisa se convirtió en una carcajada.. ¿Cómo era posible que pudiera haberme equivocado de esa forma y me hubiera puesto la que usaba en la secu? La risa se congeló rbata ya no exisen el rostro de Tomás. Recordó que esa corbata bía regalado su tía, tampoco su uniforme. Todo eso lo había madre haría unos treinta años. Sostuvo la corbata entre sus a vieja melodía: manos y fue entonces que recordó aquella era un tema que interpretaban Los Cinco Latinos con Esteto, no la oía desde lita Raval: “Como antes”. Le pareció insólito, oamericano. que iba a la primaria en el Instituto Latinoamericano. Respiró profundo. Escuchaba la música pero el organintó y siguió su llero no se veía por ninguna parte. Se levantó ue llevaban glacamino. Vio pasar a una pareja de niños que

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diolas blancas y a una mujer mayor que se cubría el cabello con una suerte de velo. Suponía que ya nadie usaba chalinas para ir a la Iglesia –pensó. La Alameda era la misma, pero tenía un aire anormal e inexplicable. Tomás llegó a Avenida Juárez. Le llamó la atención la marquesina del Cine Variedades: “Estreno: Cinco de chocolate y uno de fresa. Angélica María y Fernando Luján.” Tomás recordó la minifalda de Angélica María en esa película. En ese instante supo que algo andaba en verdad mal. El Variedades había desaparecido varios años atrás. Tomás comenzó a sudar. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Intentó tragar saliva, pero un severo dolor en la garganta se lo impidió. Las piernas le temblaban. Caminó con dificultad hasta una de las bancas de hierro forjado y observó una de aquellas estatuas de mármol que representaban a una ninfa. Recordó que aparecían precisamente en la cinta de Angélica María. Angustiado, sintió que una mirada lo atravesaba. Era un niño de unos diez años que calzaba unos peculiares tenis blancos de lona, del mismo color que el pantalón y una camisa azul rey de manga corta. Una vestimenta similar a su uniforme de deportes en el Instituto Latinoamericano. Intentó hablar con él, pero el dolor en la garganta se lo impidió. Aquel niño le recordaba a alguien que él conocía. A lo lejos, empezó a escuchar de nuevo la antigua melodía. El organillo dejó de sonar y fue entonces que reconoció la voz de Estelita Raval y Los Cinco Latinos… “Como antes, más que antes te amaré/ por la vida yo mi vida te daré…” Tomás se miró en el interior de los ojos color miel de aquel chiquillo. Fue como mirarse a sí mismo en un espejo. El niño se despabiló al escuchar el chiflido de un adulto que lo esperaba. El pequeño corrió hacia aquél… tal vez su padre. Tomás levantó la mano para despedirse. Era inútil. Cerró los ojos con lentitud. Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas y sonrió. Al menos, había conseguido llevarse aquella instantánea de la Alameda detenida en el tiempo, en el corazón de un Centr Centro Histórico imperturbable, incluyendo aquella frase qu que adornaba un edificio público: “Feliz Navidad 1968 y Próspero Pró Año 1969”… “En mi mundo, todo el mundo eres tú/ nunca a nadie quise tanto como a ti/ cada día, cada inst instante/dulcemente te diré / como antes, más que antes, te amaré…” ●


LA JORNADA SEMANAL

10 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

AL SEXTO NO ME DISTE Enrique Héctor González ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

ESTÁBAMOS DORMIDOS Y hablábamos de música, de estupefacientes, del gusto por la violencia grasosa del nuevo cine escocés. Platicábamos echados en la alfombra de tu casa. Y en eso pasó una flecha de silencio y luego otra, y otra: un verdadero fuego cruzado de voces vacías y huecos llenos de imágenes sin palabras. No nos habías invitado a todos, es un hecho. Éramos diez, seis non gratos. Les pedí perdón, a todos, por mis últimos silencios, sin pronunciar palabra. (Hablando, ya me había disculpado por mis últimas frases: tenía más sentido lo primero que lo segundo.) Estábamos dormidos y platicábamos de todo al mismo tiempo, usurpando los turnos, desordenando el aire con manojos de silencio arrojados de uno a otro. Una gota de agua, descolgándose de quién sabe dónde, derogaba la autonomía de tu insomnio: su premeditada sorpresa no dejaba de caer en la conciencia de cada cuerpo tirado en ese cuarto. La música se había secado en el espacio neutro de la casa en penumbras, sin tiempo para despedirse, sin otras almas que arrastrar, sin motivo aparente. Estábamos dormidos y conversábamos en voz baja con las uñas del sueño, con los anómalos animales del sueño, con la mano derecha de la mesa lengüeteada por tu zapato. Nos dijiste –fueron tus últimas palabras– que nos fuéramos, pero luego también te dormiste, nos quitaste los ojos de encima y los colgaste de algún punto en el aire. Y entonces, en calma, una coma descalza nadó de un lado a otro en el cuarto vacío, sin nosotros. Estábamos hablando y luego nos callamos y luego otra vez te vimos levantarte, escupir hacia abajo desde la ventana. Luego regresaste y te volviste a ir y regresaste de nuevo con el arma en la mano y nos apuntaste a cada uno con ese dedo duro, frío como una lente filmando, fulminando los rostros que nunca supusieron ese látigo en la carne, ese ruido desesperado, ese fin afín al sueño –ya se sabe. Estábamos diciendo que estabas loco, que cómo pudiste invitarnos (a unos y excluirnos a otros), que de dónde salía esa gota de agua que labraba, con su piedra de luz, nuestras palabras disfrazadas de silencio. (En el cielo del techo había una nube de cal zurcida, en las sombras, a la escasa claridad que entraba de la calle.) Estábamos cantando hacia adentro, con los ojos puestos en cero, arropándonos con el calor de la noche, y entonces viste que no pensábamos irnos y que tú ya no te sostenías en tu sombra, y nosotros creímos que bromeabas cuando fuiste engrapándonos con una bala a cada uno en el piso.

Estábamos sin estar, preguntándonos qué carajos hacíamos ahí, quién eras tú, quiénes eran las palabras, por qué se imponía el silencio tan fácilmente, cuando estalló el primer rostro, y luego un gesto y luego el asombro congelado en los ojos de todos. Estábamos a tu disposición, diez y luego nueve y ocho y siete (al sexto no me diste) y seis y cinco, y se agotaron las balas, se cansó tu pistola, se cayó de tu mano y te fuiste despacio; cruzaste la puerta y te fuiste. Estábamos mudos, presas del peor de los espantos (estar vivos), silenciosos cadáveres contemplando la muerte recién nacida de la Bestia, del Guaje, de la Chompa, del Cocodrilo y del Alcanfor. Estábamos seguros de que estabas cerca, tal vez sentado en la escalera, pero no salimos a buscarte, salivábamos en silencio la vigilia de los muertos, velábamos sus almas secretas. (Estábamos al borde de Almodóvar, al filo de Yáñez, a la vera de la cifra con que Borges dispuso el mallarmeano azar de los dados, la suerte de estar vivos sin remedio.) Estábamos viendo el foco apagado, la sangre encendida, la noche sin palabras, el inútil parpadeo de la luz en el vacío. Estábamos por despertar, por untarnos la muerte verdadera de la Bestia y de los otros en la cara. Estábamos, uno tras otro, de espaldas a la pared cargada de palabras muertas ●


LA JORNADA SEMANAL 27 dee diciembre de 2020 // Número 1347

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EL SUICIDIO DE VERÓNICA Alejandro García Abreu ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

ESTE RELATO PERTENECE lamentablemente a la realidad. Todo ocurrió durante el 25 y el 26 de abril de 2003 en Ciudad de México. Después de las siete de la noche del viernes, Verónica colocó un banco bajo una resistente rama del sauce que reinaba en el jardín de su casa. Se subió al frágil mueble. Ató dos nudos con una soga. Se cercioró de que fueran perfectos. Un extremo pendía de la rama. El otro le rodeaba el cuello. Cuando concluyó la revisión de la soga y quedó satisfecha con el resultado se balanceó para que el banco cayera sobre el pasto. El cuerpo inerte de Verónica se convirtió en un péndulo. Tenía veinte años; yo, diecinueve. Era una amiga entrañable. Fue un gesto que no admitía dilación. Su madre la encontró. Sin saber todavía lo ocurrido, durante la noche intenté comunicarme con ella vía telefónica. Era demasiado tarde. Los fantasmas se comunican sólo desde la memoria. Horas antes, nuestro grupo de amigos de la universidad nos reunimos en un bar cercano a Ciudad Universitaria, un encuentro al que nos convocó Verónica con una semana de antelación. Se dio a la tarea de organizar la reunión con la seguridad de que ninguno de los invitados faltaría. Todos asistimos a la cita. Comenzamos a beber a las tres y media de la tarde, tras concluir las clases del día. En el bar intercambiamos anécdotas, conversamos sobre historia y literatura, disertamos sobre el nihilismo y la muerte y nos emborrachamos. En un instante me percaté de que Verónica sonreía sutilmente y derramaba algunas lágrimas. “¿Qué ocurre?” “Nada grave. Te platicaré después.” La respuesta impertérrita me desconcertó. Se dirigió a otro asiento para conversar con los demás. La estadía en el bar concluyó con su partida del recinto. “Hasta el lunes”, me despedí. Sonrió y me besó la mejilla, sin emitir palabra alguna. Me abrazó fuertemente. El único vínculo de Verónica con el mundo del que su familia sabía era yo. A primera hora de la mañana siguiente recibí una llamada telefónica de una prima suya. “Hola. ¿Eres Alejandro, el amigo de Verónica?” “Sí”, respondí preocupado. “Verónica murió ayer.” No especificó que se había quitado la vida. Pregunté por los servicios funerarios con un fuerte sentimiento de dolor. Me sequé las lágrimas. Comuniqué la noticia a los amigos que nos reunimos la tarde anterior en esa especie de última cena,, de velorio anticipado, de despedida categórica, a la que nos convocó Verónica. Después del funeral regresé a casa. Con un litro de whisky en la sangre abrí el sobre con sellos postales espa-ñoles que aguardaba en mi mesa de trabajo. Contenía el a número 63-64, publicado en marzo de 2003, de la revista

Turia. Revisé el índice. Encontré “El suicidio de Gabriel Ferrater”, texto de Roberto Bolaño. Lo leí inmediatamente. Esperaba con firmeza alguna respuesta. Subrayé en mi ejemplar de Turia: “Hay suicidios que ponen en jaque nuestra noción de cultura, como el de Walter Benjamin, y otros, como el de Hemingway, que más bien parecen trámites de aduana, encuentros largamente diferidos en aeropuertos. // El suicidio de Gabriel Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX, se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a los veintitantos años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater decidió suicidarse y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la única salvedad de que aquel año él cumpliría cincuenta, una cifra y una edad redondas. Vivir más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.” Me cautivaron las ideas de Bolaño sobre ese arte mortuorio. Roberto Bolaño siempre escribió contra la muerte. Pero el texto sobre Ferrater funciona de manera distinta: el escritor chileno denota la aceptación del destino autoimpuesto por el poeta catalán y a la vez revela la admisión de su propio y cercano final. Quedé atónito tras la lectura del texto sobre Ferrater. Pensé que la coincidencia entre ese episodio de mi vida –el último de la vida de Verónica– y la repentina aparición, horas después, de un texto de Bolaño sobre el suicidio implicaría sosiego. No lo sentí. No lo he encontrado. Sé que no lo hallaré. El de Verónica también fue un suicidio cerebral, pensado en detalle, meticulosamente premeditado. Entre sus planes estaba despedirse en silencio de sus amigos. De mí, en absoluta circunspección. Lo proyectó de tal modo que su plan salió perfectamente. Durante esos días me convertí en suicidólogo literarrio. Quedaron unidos para siempre en mi recuerdo mi a amiga y el escritor que admiro. Me dio tristeza el falleccimiento de Bolaño dos meses y veinte días después de q que Verónica se quitara la vida. Las preguntas continúan, en particular una: “¿Qué o ocurrió?” El silencio se acumula. Es el grito inaudible a ante el desgarro y las cenizas ●

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LA JORNADA SEMANAL

12 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

Leer

LA ESPECULACIÓN DE LO HUMANO L

Exhalación, Ted Chiang, Sexto Piso, México, 2020.

Alejandro Badillo |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

a obra del escritor estadunidense Ted Chiang (1967) llegó al gran público después del éxito de crítica del filme Arrival basado en Story of Your Life, novela corta de su autoría. Exhalación, libro de cuentos que publicó este año Sexto Piso, parece seguir la temática de ciencia ficción de sus primeros trabajos; sin embargo, un examen más detenido revela que estamos ante lo que algunos críticos llaman “ficción especulativa”, clasificación mucho más amplia que abarca, simplemente, todo lo que va más allá del realismo literario. Exhalación parece un inventario de posibilidades llevadas, casi siempre, a sus últimas consecuencias. Cada una de las piezas parte de una idea suficientemente sugerente como para desarrollarla aún más. En los cuentos cuya temática se acerca a la ciencia ficción clásica se plantean los dilemas que enfrentará el ser humano cuando la tecnología intervenga en los procesos más íntimos de nuestras vidas. En este sentido Chiang toma, como marco de referencia, el transhumanismo, es decir, la influencia de las máquinas en la expansión de nuestras habilidades físicas y mentales. Sin embargo, más allá del tópico común del cyborg explotado por el cine –una mezcla de robot y humano–, el autor explora procesos en apariencia ajenos al mundo cibernético hollywoodense como la memoria o las emociones. Por ejemplo: en “La verdad del hecho, la verdad del sentimiento” Chiang imagina una tecnología que permite grabar cada instante de nuestras vidas para, de esta forma, poder consultar cualquier segundo de nuestro pasado en un archivo casi infinito. Por otro lado, como una especie de contraparte o trama paralela, el autor narra cómo la civilización introduce la escritura a una tribu que desconoce por completo esa herramienta. Ambos registros: la omnisciente cámara futura que registra todos nuestros actos y las letras dejadas en un papel que nos acercan a los pensamientos de otras personas, son problematizados en un tono que mezcla lo narrativo con lo ensayístico. Al final del cuento nos queda una pregunta inquietante: ¿hasta qué punto cambiará nuestra experiencia humana, nuestra relación con el otro, cuando tengamos un respaldo que ofrece una verdad incuestionable? ¿Qué pasará, por ejemplo, con el derecho al olvido, con la posibilidad de reimaginar o resignificar una

experiencia dolorosa? ¿Cómo se transforma el concepto de la historia cuando se pasa del lenguaje oral a la aparente objetividad de un escrito? Exhalación ofrece otras historias que se alejan de la ciencia ficción y entran a terrenos de la alegoría. En “El comerciante y la puerta del alquimista”, Chiang hace un homenaje a Las mil y una noches contándonos las vicisitudes de un hombre de negocios que intenta, a través del viaje en el tiempo, reparar un error en su pasado. El cuento, estructurado como si fuera parte del clásico libro árabe, conecta una historia tras otra hasta llegar al mismo resultado: no se puede cambiar el destino. Lo único que permite la magia es explorar los resquicios de un sueño lúcido que conduce, invariablemente, al mismo despertar. Exhalación es una buena muestra de las posibilidades de la ficción especulativa y su capacidad para preveer escenarios que poco a poco se asoman en nuestro horizonte. El autor dispone el escenario sólo como un anzuelo. Una vez que nos dejamos seducir por el encantamiento nos encontramos en un juego filosófico que nos reta. En el cuento que le da nombre al libro leemos la crónica de un robot que describe la tragedia de su mundo: el aire que nutre los cerebros de sus habitantes provoca, al mismo tiempo, un colapso progresivo e inminente. Al final sólo queda la voz del sobreviviente que, de alguna manera –al menos esa es su esperanza– se integrará a la experiencia vital de un hipotético explorador que alcance a encontrar su última huella. Así es la literatura: una continua expansión que, cuando parece agotarse, logra generar una génesis inesperada ●

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En nuestro próximo número

SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA

JOHN LE CARRÉ

Y LAS SOMBRAS DE LA TRAICIÓN


Arte y pensamiento

LA JORNADA SEMANAL 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

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Las rayas de la cebra / Verónica Murguía

Cuatro recuerdos y gratitud YO TUVE UNA relación pasional, llena de gratitud y de asombro con John Le Carré. Como ocurre con la mayor parte de los autores que uno ama, esta relación fue absolutamente unilateral. Le Carré, en mi opinión el mejor escritor de novelas de espionaje, murió el 12 de diciembre de este año que tanto nos ha quitado. Con él se fue George Smiley, su personaje más duradero y el más entrañable. Smiley es un héroe poco usual. Silencioso, tímido, se pasea en pantuflas por la casa con una taza de té frío en la mano mientras, en apariencia, espera el regreso de su mujer: una adúltera temperamental que, sin embargo, lo ama. Smiley parece que solamente espera. En esa inmovilidad su mente prodigiosa, su memoria y su paciencia desenredan los hilos de varias tramas de espionaje y contraespionaje; de mentiras y medias verdades. El primer recuerdo: después de una larga sequía de lectura que padecí con horror, Smiley me rescató. A ese rapto debo la impresión, un poco inquietante, de haber vivido con los ojos vendados hasta entonces. Smiley y su gente, como los llama el autor, se saben de memoria las placas de los coches de su cuadra, el tiempo que una carta tarda en llegar, dejan señales en la puerta para saber si alguien se metió y hablan en clave la mitad del tiempo. Tienen ocho pasaportes distintos en un cajón secreto, hablan chino y ruso, saben descifrar códigos y matar con un periódico enrollado. Chin, me dije después de leer El espejo de los espías: estos se hacen diez vidas plausibles sin hacerse bolas y yo no puedo con la mía sin perder la licencia y olvidarme de traer la leche. El segundo recuerdo tiene que ver con un diagnóstico. En 1996 supe que padezco una enfermedad neurológica que tiene lo suyo. Me medicaron y, al principio, me la pasé en las nubes. Ese mismo año estuve dos meses con mi marido en París, donde él trabajaba en una traducción. París se me reveló apenas debido al medicamento y yo estaba harta de mi letargo. Hasta que encontré El infiltrado en una librería. La lectura de las peripecias de Pine en su lucha contra Roper me despejaron. Quedé lista para caminar durante semanas, alerta, por fin. No todo es miel sobre hojuelas entre sus libros y yo. No me gustan sus escenas de amor, ni sus protagonistas mujeres. Los amoríos me parecen tiesos, ellas un poco de cartón. Pero Le Carré sabía cosas fundamentales. Como pocos, nos informó que no se puede confiar en ningún gobierno. El tercer recuerdo tiene que ver con la guerra de Irak. Le Carré, generalmente discreto, poco dado a conceder entrevistas y quizás un poco escaldado por haberse peleado públicamente con Salman Rushdie, se encolerizó por el indecente papel que hizo Tony Blair en la invasión. Criticó, señaló inconsistencias, escribió, dio entrevistas y declaraciones. Recuerdo la furia en sus artículos cuando el científico especialista en armas, David Kelly, apareció muerto después de denunciar que la invasión estaba motivada por el deseo de apropiarse del petróleo de Irak. Kelly filtró a la BBC que Bush mentía y que el informe de Colin Powell era pura basura. Le Carré no fue atendido como merecía, pero nadie que dijera la verdad en esos años lo fue. Ni siquiera Hans Blix. El cuarto recuerdo tiene que ver con la adaptación de su novela El jardinero constante al cine. Fui a visitar a un amigo a su casa. Su hijo estaba mirando la película en la tele. Me senté un rato a ver. En unos minutos estaba atrapada por la red que Le Carré tendía sobre los lectores y, en este caso, espectadores. Era tan clara la simpatía por los inocentes y las víctimas, que me di cuenta, con felicidad, de que a mi autor le importaba un rábano parecer un ingenuo. A él, que había sido un espía profesional, que conoció nazis, traidores como Kim Philby, traficantes de armas. A un hombre que vivió todo eso, ya en la vejez le parecía importante distinguir sin relativizar. Lo voy a extrañar muchísimo ●

Sala Principal Foro Shakespeare. Foto.Cortesía Recinto.

La otra escena / Miguel Ángel Quemain

Una política cultural del silencio y el desatino LAS DOS INSTANCIAS ejemplares que además funcionan como un termómetro de lo que sucede en el país en materia cultural son CDMX y el Gobierno Federal, en su mayoría concentrados en la capital del país. Con todo y que la realidad de CDMX es local, muchísimos grupos que viven en ella negocian de manera federal, porque son proveedores y trabajadores por honorarios del organismo federal (en ocasiones su outsourcing) y en este territorio tienen que dirimir sus diferencias y enfrentar, con mayores ventajas, las mismas contrariedades que sus colegas en el interior del país. El escenario más precario lo padecen las personas dedicadas a las artes escénicas, que no sólo colaboran en las puestas en escena sino en talleres y cursos que son un espacio fundamental para esta política, que se presume de apoyo y reconocimiento a un sector de la población conformado principalmente por jóvenes, quienes han hecho de estos talleres un paréntesis mientras logran encontrar un empleo o continuar sus estudios. Los maestros y coordinadores de estos talleres, ellos mismos creadores, ejecutantes e intérpretes, la mayoría fuera de los apoyos del Fonca, sólo tienen como sostén las tareas ya comprometidas y presupuestadas, incluso con adeudos que no se han pagado desde inicios de este año. Como bien señaló Juan Villoro al comentar la situación de un desafortunado chat grupal entre funcionarios de la Secretaría de Cultura creado para denostar y burlarse de los colectivos culturales con los que negociaban y nombrar “desactivación colectivos”, la situación es particularmente difícil luego de “la desaparición de un fideicomiso decisivo como el Fonca y la disminución de apoyo a Efiartes. El Fonca tenía sesgos criticables, como favorecer a un núcleo de privilegiados, y Efiartes depende de los intermediarios que consiguen el recurso y no siempre reparten bien lo que les corresponde a los creadores”. El conjunto que protesta es un colectivo que anima la vida de la promoción

cultural y tiene una palabra o una idea que es justificación y bandera de sus demandas; dicen que su trabajo sirve para restituir el tejido social, idea que también está en muchos niveles del gobierno como un matiz, un eufemismo, un gesto político al que en administraciones anteriores se le dio categoría política, administrativa, eslogan, consigna: participación ciudadana, que hace veinte años el anfitrión lelo de San Francisco del Rincón pretendió sustituir por el concepto ciudadanización. Me parece justo referir el activismo de este grupo, porque no deja de manifestarse inconforme ante la falta de respuesta de la burocracia cultural, a tal grado que piden la renuncia de Alejandra Frausto. Esta relación ha alcanzado unos niveles de enorme violencia por ambas partes; los que descalifican y piden la renuncia de la secretaria, Alejandra Frausto, y los que piden el nombramiento de un interlocutor de calidad que los grupos reconozcan, alguien que les cumpla el pliego petitorio, un escucha y un negociador. Es urgente que, si no se ha tenido el tino de nombrar un secretario de Cultura (entre sus propios funcionarios hay personas de una gran solvencia moral e intelectual, desde Ancona hasta Espinasa), la propia Jefa de Gobierno tome las riendas, modere y escuche a esos colectivos. Lo mismo tendría que hacer Alejandra Frausto. Esa distancia no es sana. No se puede medir todo con el mismo rasero y sentirse agraviados por sus protestas y reclamos. No se debe utilizar el poder administrativo para responderles con el silencio, signo de indiferencia y desprecio. Estos talleristas y teatreros sin techo no merecen eso porque, a pesar de que la frase (restablecer el tejido social) se ha vuelto algo hueca, tienen razón: su trabajo le ha dado un sentido a muchas vidas desprotegidas y marginales que todas las semanas esperan a talleristas que han vivido años con la incertidumbre sobre la fecha de sus pagos y la renovación de sus contratos ●


LA JORNADA SEMANAL

14 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

Arte y pensamiento

La Casa Sosegada / Javier Sicilia

Borges y la inmortalidad EN UNA LÚCIDA conferencia, como todas las suyas, Borges aborda un tema paradójicamente poco frecuentado en una época donde la muerte se ha vuelto cotidiana, “La inmortalidad”. En ella, el autor de El libro de arena contrasta la noción cristiana de la sobrevivencia personal después de la muerte, con otra de naturaleza panteísta que define como un yo indeterminado que cada criatura, sin saberlo, hace presente en lo infinito del tiempo. “Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo, aparece la inmortalidad de Cristo.” “Cada vez que repetimos un verso de Dante o de Shakespeare, somos, de algún modo” el instante en que lo crearon. Lo mismo sucede con otros que no conocimos, que ni siquiera sabemos que existieron, pero cuyas presencias, hechas de infinitos actos y palabras, están cosida a la trama del mundo y, en consecuencia, a cada uno de nosotros. En ese momento, aunque no lo sepamos, ese ser o esos seres están viviendo en nosotros. No hay en este sentido, para Borges, ningún ser humano que esté muerto. Habitantes que, con la huella de su presencia, crean y forman la urdimbre del tiempo, “cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto”. Lo que llama mi atención no es la adhesión de Borges a esa forma generosa de la inmortalidad, que está en perfecta concordancia con su literatura, sino los motivos de su creencia en ella. A Borges, la inmortalidad personal, que reprocha asombrado a Unamuno, le espanta, no porque le parezca un acto egoísta y limitado, sino porque le recuerda el agobio de su propia existencia. Contra Unamuno, que después de la muerte quiere, como lo promete el cristianismo y su noción de resurrección, continuar siendo Miguel de Unamuno, Borges no quiere seguir siendo Jorge Luis Borges. Quiere “ser otra persona”. “Espero –dice con tono desesperado– que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma.” Esta afirmación, que clama por la nada, por la desaparición absoluta del ser, que después –porque sí le importa la inmortalidad– matizará y lo llevará a su borgeana afirmación panteísta, tiene su origen en lo insoportable de su existencia. Su deseo de desaparecer no es, en su fondo, un deseo de la nada. Borges, que a lo largo de su conferencia habla lúcidamente de la inmortalidad del alma y sus variantes en el pensamiento filosófico, no podía ignorar lo que Parménides ya había dicho sobre la imposibilidad de pensar la desaparición absoluta –“Del no-ser no puede hablarse.” Creo, más bien – como lo relata en otra parte al hablar de sus insomnios– que, atormentado noche y día por universos infinitos, paralelos y laberínticos, pensaba en un sueño sin imágenes, profundo y tranquilo como un lago del que quizás, algunas noches, tuvo la experiencia. Borges no podía concebir que Unamuno quisiera seguir viviendo devorado por la angustia existencial de su pensamiento, como él lo estaba de los laberintos mentales que lo acosaban noche y día. Su deseo no era la nada, el no-ser, que es imposible pensar desde el ser que somos, sino la liberación del ser en la profundidad del sueño. Su teología nace de su deseo de dormir, de su necesidad de olvido. Su idea de la inmortalidad es la del insomne. Contra el querer de Unamuno, que resume la afirmación de Tomás de Aquino –“La mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre”– Borges opone otro, “el de las personas que necesitamos dormir” y que, como lo expresa su teología, sin apartarse de la vida, dejan, después de vivirla, de padecerla. Sea como quería Unamuno o Borges, releer “La inmortalidad”, en estos tiempos de muerte y de desprecio, es estimulante. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos ●

Odysseas Elytis Las pequeñas épsilon

Los accidentes del tiempo LOS ACTOS DEL hombre están, como él mismo, expuestos a accidentes. Los actos del espíritu no son una excepción; al contrario. Los “accidentes del tiempo” hacen destrozos en nuestra literatura, y los más grandes escritores que han llegado hasta nosotros siguen llenos de moretones. El tiempo lo muestra: en el mundo de los significados aquello que creíste árboles no eran más que postes de telégrafo, y las espléndidas sombras, simples lagos invisibles que se te convirtieron en trampas. Alguien que ve correctamente, a las jóvenes muchachas les habla como a futuras ancianas, y esta dureza lo preserva de una segura y próxima decepción. Esta águila, de todas las jóvenes hace una bellísima a quien no alcanza la vejez. En la pintura, en la música, esto es más factible, precisamente porque faltan las ideas (quiero decir, los significados), o, si las hay, es sólo por analogía. He aquí por qué razón sostengo que la poesía también debe hablar, cuanto se pueda, por analogía, muy principalmente con los sentidos. Emplear los medios de aquellos que –no sin cierta arrogancia–, considera mudos, y que agregue su propio más con gran precaución. Cuando uno está frente un fresco antiguo o ante un mosaico bizantino encuentra más o menos todo lo que pediría actualmente de una obra de arte: figuras y colores conforme a un ordenamiento determinado en la superficie. El rojo o la línea curva nunca han sido superados, como nunca se ha superado el calor del cuerpo amado o el aroma del jazmín. Sin embargo, las invasiones a la Tasos1 del siglo VII, como por supuesto las diferencias de los ortodoxos y los arrianos2 en el otro siglo VII, el de después de Cristo, ya no nos dicen nada. Y son éstas, por desgracia, las que dificultan actualmente al lector de Arquíloco o de Romanós.3 No hay más que tomar los dos períodos de Eluard –el surrealista y el marxista– para medir en una y la misma persona, y a la mínima distancia temporal, la verdadera diferencia ●

Notas: 1 Isla al nortes del Egeo y al sur de Cavala. Serie de incursiones militares que los habitantes de Paros realizaron en contra de los tracios que habitaban Tasos a principios del siglo VII aC, y a las cuales se refiere Arquíloco, pues participó en ellas. El motivo del conflicto era la explotación de los recursos minerales de Tasos. 2 Partidarios del arrianismo, doctrina sectaria contraria a la divinidad de Jesucristo, fundada por Arrio (280-336), que sostenía que el Verbo o Hijo de Dios no es igual o consubstancial al Padre. 3 Romanós Melodós (siglo VI), considerado como el más grande de los poetas eclesiásticos y el más importante de los poetas bizantinos. Escribió Himnos.

Versión y notas de Francisco Torres Córdova


Arte y pensamiento Bemol sostenido / Alonso Arreola

T : @LabAlonso / IG : @AlonsoArreolaEscribajista

Arvo Pärt, 85 y tintineante DECIDIMOS DETENERNOS CUANDO la lista se hizo demasiado larga; cuando esta columna se convertía en obituario, en esquela funeraria. No repetiremos los muchos nombres caídos ante el virus. De cara a un abismo diferente y otra vez desde el encierro (por favor quédese en casa, lectora, lector), celebramos hoy a quien cumpliera un ciclo largo burlándose de la muerte y sus jinetes, dando esperanza al año que se acaba. El enorme Arvo Pärt logró ochenta y cinco traslados alrededor del sol en septiembre pasado. Desde entonces esperábamos el momento de abrazarlo con palabras. Lo postergamos porque sabríamos que sería complejo transmitir su magia. ¿Lo conoce? No partiremos de sobreentendidos. Cada vez se habla menos de él, aunque se trate de uno de los más grandes compositores del último siglo. Las razones de su importancia son comprensibles. Abocado a una sacralidad que se inscribe en el reduccionismo minimal, su obra ofrece ventanas entre la introspección y la noche más estrellada. Es conmovedora. Sí. Lo diremos con todas sus letras pese a ser uno de los más terribles clichés: la suya es música que acaricia al alma. Hablamos de composiciones que guardan una bellísima relación entre la lentitud, la poca densidad armónica y la sutileza melódica. De voces –humanas o instrumentales– que cumplen con grandes premisas un bloque indivisible. De tesis que abarcan amplios rangos con pequeñas expresiones de materia. Escuchando a Arvo Pärt el oído se humedece con múltiples fenómenos cuidadosamente trabajados. Lo mejor es que no le importa ni se atribula. No atiende a ellos con el deseo de comprensión, pues las fantasías de su autor no pretenden aplausos ni llamar la atención. La suya es una humildad que madura sin caer del árbol, pero que se sostiene con un rigor a prueba de todo. Suceden así juegos de espejos, frases palindromáticas, permutaciones de motivos simples, evasión de funciones armónicas, serialismos, expresiones matemáticas que sin entrar en laberintos se vuelven sofisticadas a base de repeticiones y combinaciones extremas. Todo mientras nos decimos: pero qué hermoso suena eso; mientras alguien pregunta (siempre alguien lo hace): ¿quién es el autor de algo tan bonito? Yendo más a fondo, podríamos explicar un poco el concepto tintinnibular (tintineante). Es una técnica creada por Pärt a finales de los setenta y que consiste en usar notas de una escala, intercalando sus voces con las de arpegios triádicos. Sabemos que esto suena muy técnico, pero hace referencia a elementos simples que entrelazó con gran maestría y sensibilidad a lo largo de sus obras. Ejemplo es la pieza Fratres (Hermanos). Hoy incluso podemos escucharla mientras observamos los movimientos “tintineantes” que varios expertos han animado en internet. Llegados a este punto, pareciera que el compositor pudo ejercer su talento y genio en forma libre. Pero no. Sus ideales estéticos incomodaron a la Unión Soviética que ocupaba Estonia tras la derrota de Alemania en la segunda guerra mundial. La historia de ese territorio es de las más complejas de Europa debido a su posición geográfica, al norte, en el mar Báltico. Se les ha acusado de traidores por apoyar a los Nazis. Vivieron bajo el yugo de Stalin. Han sido hermanos de Finlandia. De alguna manera, imaginando demasiado, la música de Arvo Pärt parecería invocar la paz que conociera lejos de casa, estudiando repertorios medievales y religiosos. De Estonia a Viena y de allí a Berlín, el músico obtuvo la nacionalidad austríaca y pudo desarrollar su voz para alcanzar una fama inusual fincada en la belleza, claro, pero también en la cantidad de películas que lo han requerido. De Los amantes del puente nuevo a los Avengers pasando por el Japón, de Reygadas, Arvo Pärt ha sido uno de los favoritos para suplantar diálogos o subrayar ambientes en la gran pantalla. Dicho eso, nadie mejor que él para cerrar un año herido y comenzar otro buscando luz. Lo dijimos. Durante 2020 muchos perdieron la vida. Hoy los honramos recomendando música que va más allá de la música, y de las palabras. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos ●

LA JORNADA SEMANAL 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

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Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars

Oficios, premios y brechas que se estrechan CIERRA ESTE AÑO, atípico y difícil para el ámbito cultural en general y para el cine en particular, con auténticas albricias: el pasado martes 22 de diciembre, el Consejo de Premiación del Premio Nacional de Artes y Literatura 2020 decidió que el galardón, con carácter manifiesto de “distinción extraordinaria” sea para la directora y productora cinematográfica Bertha Navarro. Nacida en Cuidad de México hace setenta y siete años, el público masivo conoce bien una parte significativa del trabajo realizado por Bertha, pero la mayoría sin saber siquiera de su existencia. Tales suelen ser el destino y la suerte del productor, paradójicos sobre todo cuando su labor lleva como signos distintivos talento y éxito: sin su despliegue impresionante de energía y conocimiento, sin su capacidad no menos admirable de organización y conducción del trabajo colectivo, sencillamente ninguna película sería posible –incluso cuando se trata de esos filmes personalísimos en los que el autor del guión es director, editor, sonidista y hasta gaffer: a querer o no, es su propio productor.

Nuestra cineasta mayor BERTHA NAVARRO TENÍA veinticinco años cuando comenzó una carrera que hoy suma poco más de medio siglo: en 1968, habiendo estudiado antropología, sin asumirlo como su verdadero oficio llevaba producido y dirigido algún documental, pero fue dos años después cuando, con quien era su pareja –Paul Leduc, fallecido en octubre de este año–, debutó en calidad de productora con el largometraje Reed, México insurgente (1970), con el cual se convirtió en la primera y, al mismo tiempo, la más visible y destacada mujer que producía cine en México, con lo cual, y quizá sin habérselo propuesto de manera consciente, abrió una brecha importantísima en la cinematografía nacional, por la que desde entonces y hasta la fecha han transitado decenas o tal vez centenas de mujeres cuya labor como productoras –sin mencionar, por supuesto, a las realizadoras-ha enriquecido de manera inestimable al cine mexicano. Su gremio la conoce y la ha reconocido en innumerables ocasiones: al mexicano Ariel de Oro por su trayectoria, así como al inglés BAFTA a la Mejor Película de Habla No Inglesa por El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2007), deben sumarse todos y cada uno de los galardones obtenidos no sólo por dicho filme, sino por los que han cosechado las películas producidas por ella, sea de manera independiente o en colaboración con su socio Del Toro en la compañía Tequila

Bertha Navarro. Foto: AP / Guillermo Arias.

Gang: entre otras están La invención de Cronos (Del Toro, 1993), Un embrujo (Carlos Carrera, 1998), El espinazo del diablo (Del Toro, 2001) Cobrador: In God We Trust (Paul Leduc, 2006), La delgada línea amarilla (Celso García, 2015), producciones o coproducciones como Crónicas (Sebastián Cordero, Ecuador, 2004) y Rabia (Sebastián Cordero, España-México, 2009) y documentales como Ayotzinapa, el paso de la tortuga (Enrique García, 2017). No le falta razón a María Novaro, hoy titular del Imcine y cineasta por los cuatro costados, cuando afirma que “Bertha Navarro es simplemente lo mejor que le ha sucedido al cine mexicano en los pasados cincuenta años. Ha estado siempre atrás, no en el frente. Me parece muy importante reconocerla.” Sabedora del rol que juega en nuestra cinematografía, conocedora absoluta de la naturaleza y relevancia de una función esencial, en respuesta la productora no habló sólo por ella sino también por sus colegas: “Cada vez somos más mujeres haciendo buen cine y eso me da mucho orgullo, pues cuando empecé éramos muy poquitas. Estoy para todas ellas y ellas para mí. Las cineastas unidas vamos a seguir trabajando juntas.” Enhorabuena y felicidades a quien, hoy por hoy, es nuestra cineasta mayor, quien a lo largo de cincuenta y dos años se ha dedicado de tiempo completo a enriquecer una filmografía, la nacional, que no sería la misma sin su talento y su empeño ●


LA JORNADA SEMANAL

16 27 de diciembre de 2020 // Número 1347

ENTRE LAS SOMBRAS ESCONDIDA Antonio Valle ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

El Niño Nuevo que habita donde vivo me da una mano a mí y la otra a cuanto existe Alberto Caeiro, El guardador de rebaños.

UNA VEZ QUE ESCUCHÓ al profesor de secundaria leyendo a Góngora, Gitano decide que en realidad él no habla español. Se dispone a conocer la lengua –que su madre le negó– leyendo Las soledades, de Góngora. Deslumbrado ante el poder de las palabras, en una colección de tesoros de la juventud, Gitano, además, busca a Cervantes y a Rubén Darío, a Emily Brönte y a Poe. Meses después, mira el suave caminar de Rosita. Con una pelota de fut girando entre su cuerpo, Gitano le ofrece una hermosa danza a la trigueña. Esa noche, cuando Rosita vuelve a casa, bajo las sombras móviles de un árbol, Gitano le pide que sea su novia. Rosita dice “sí”, y lo enseña a besar. En aquella Navidad, después de tocar con su lengua la lengua de la virgen, como si frecuentara a “El guardador de rebaños”, inventa un relato imaginario del niño dios. Su mente queda imantada con el haz esmeralda que nace de los ojos de Rosita. Antes de dormirse, ella piensa que en la lengua de Gitano vive el niño Dios. Durante el Año Nuevo de 1974, como los célebres peces en el río, Gitano bebe y bebe y vuelve a beber; les argumenta a sus amigos que es por la alegría de que ha visto a Dios nacer… Después de vomitar un buen trozo de tristeza, el chico cree encontrar la llave para trascender su timidez. Antes de que la culpa lo desbaste, se emborracha con Alejandrinha, una brasileña culta, considerablemente sensual y exitosa. Poco después escribe, “La pelota”: Juega con ella, domínala, flota, se va como un sueño, juega con otra. Gitano hace la calle donde vive Rosita. Camina abrazado de una rubia con la que fantasean más de tres adolescentes, y aunque la chica aprieta los labios para besarlo, Gitano resplandece cuando camina con aquella joven glacial y “estilera”. Rosita, que no ha dejado de llorar, intenta tirarse de un puente que atraviesa el Periférico. Gitano olvida la prueba de la virgen suicida y, mientras bebe ron barato, sigue leyendo Historia universal de la infamia. Gitano entierra la imagen de Rosita hasta que años después, en una Navidad post hippie, mientras bebe cocteles Margarita, escucha al Grupo Folklórico y Experimental Neoyorkino: “Yo te recuerdo cariño/ mucho fuiste para mí/ Siempre te llamé mi encanto/ siempre te llame mi vida/ hoy tu nombre se me olvida.”

Entre las rumbas (y tumbas) de sus pasiones, Gitano percibe un extraño resplandor esmeralda. Al tipo, que todavía no sabe cómo ha logrado llegar a los “veintisiete”, ahora lo llaman Fascineitor. Después de recitar los horrendos versos de su “Intento de poema para el amor de cinco” y “El revolcadero”, la dulce Rocío muerde el anzuelo, y luego, en el corazón de la nochebuena, hace una trenza con Valérie. Años después, Gitano apaga las luces de Navidad intentando cantar “El loco”: “Que abrazado de un árbol/ le platico mis penas”, pero no termina la canción porque se va de bruces sobre un pino recamado de esferas. Enseguida, intenta deleitar a Cloe mezclando sus vainas con una canción de José Alfredo: (“Amanecí otra vez entre tus brazos/ y desperté llorando de alegría/ pero, ¡oh!, ahí no estabas tú// sólo dunas/ otra espalda/ el mundo”.) Luego, en un pasaje de delirium tremens, Gitano sufre alucinaciones visuales y auditivas, está convencido de que desde hace medio siglo vive con Rosita. Dice que su casa huele a ropa sucia, a alcohol y a costillas echadas a perder. Jura que todas las noches Rosita le pregunta: ¿Por qué, cabrón charro misterioso, por qué dejaste de quererme? En un sueño, Gitano vuelve a la casa de Rosita. Es nochebuena y duerme entre periódicos viejos. Gitano es un actor de David Linch; de pronto escucha el timbre telefónico que repiqueteaba en los setenta. Descuelga. Es la voz de Rosita: “No estoy muerta… Eres tú quien vive en ruinas.” Alguien echa a girar en la consola: La primera vez que vi tu rostro, el disco de Roberta Flack que le regaló Rosita en una Navidad remota. Ha pasado un diluvio de tiempo. Ahora, en una típica reunión pagano-navideña, vuelve a sonar la vieja canción neoyorkina: “…y como nunca te lloré/ entre las sombras escondida//… Anda pronto/ y regresa luego/ y dame un pasaje/ que me voy al cielo…” La última estrofa envía a Gitano a vivir una larga temporada en el infierno. Durante años no dejó de repetir un verso de Sor Juana: “¿para qué me enamoras lisonjero/ si has de burlarme luego fugitivo?” Cuando sale de prisión y logra quitarse la máscara que se hizo con incontables fantasías, Gitano recuerda un fragmento de la historia que le contó a Rosita: “Alcanzo el pie de la posada/ junto a huérfanos y reyes/ Ellos/ como tú y yo/ querida niña/ disfrutamos de la gala temperada/ que la Virgen imantó en el Niño.” Cuando Gitano termina de contarme este relato, me pide incluir este mensaje: “Si acaso llegara usted, Rosita, a leer esta historia, mediante la gracia de Tonantzin, sabrá comunicarse con Luis Tovar, director de este espacio. Sólo usted conoce mi rostro y nombre verdaderos.” ●


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