Agota Kristof, la escritora a la que no le interesaba la literatura Eve Gil Los imperdonables: Clint Eastwood, el iconoclasta de sí mismo Moisés Elías Fuentes El sexo como herramienta de venganza. Centenario de Boris Vian Ricardo Guzmán Wolffer
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 28 DE JUNIO DE 2020 NÚMERO 1321
ROGELIO CUÉLLAR o la revelación del silencio José Ángel Leyva
LA JORNADA SEMANAL
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A un ruiseñor John Keats
ROGELIO CUÉLLAR O LA REVELACIÓN DEL SILENCIO “Lo supe desde las primeras imágenes que imprimí en un cuarto oscuro sin ayuda de nadie: soy fotógrafo, pero me gusta más pensar que soy un revelador de miradas y silencios.” Así de sucinta y precisa es la descripción que de sí mismo hace Rogelio Cuéllar, ese hombre detrás de la cámara que ha captado no sólo la imagen, las miradas y los silencios, sino también el espíritu de sus retratados, que se cuentan por centenas entre los anónimos e imprescindibles habitantes de Ciudad de México y muchos otros lugares, así como entre pintores, escultores, músicos, literatos y otros miembros del mundo cultural contemporáneo, del cual Rogelio viene haciendo un retrato colectivo desde hace ya más de cinco décadas. A ese hombre cálido, generoso y permanentemente atento, está dedicada esta entrega del diario que es su casa y el suplemento que es su habitación constante.
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Me duele el corazón, y mis sentidos me fallan como si yo fuera un ebrio o apurara un opiáceo y me hundiera un momento después en el Leteo; no es por envidia de tu buena suerte, sino por ser tan feliz en tu dicha, –pues tú, ninfa del árbol de alas de aire, bajo la fronda armónica de un haya verde de abundantes sombras, celebras el estío en voz tan fácil. ¡Oh, un sorbo de vino!, atemperado por largo tiempo en lo hondo de la tierra, sabor a Flora y al país cetrino, al baile y la canción y al sol radiante, ¡Oh, un vaso febril de sur ardiente!, colmado del sonrojo de Hipocrene, con perlas de burbujas en la orilla y púrpura en la boca, que bebiera sin ser visto por nadie y huir contigo hacia el oscuro bosque. Perderse, disiparse, y olvidar lo que tú nunca has visto entre las hojas, el cansancio, la fiebre, el ansia aquí donde los hombres se oyen suspirar; donde el temblor perturba tristes canas, donde la juventud se seca y muere, donde sólo pensar es estar lúgubre y una mirada hastiada y gris; donde lo bello pierde su ojo límpido o el nuevo amor carece de mañana. ¡Lejos! ¡Lejos! yo iré volando a ti, sin el carro de Baco y sus amigos, pero en las alas ciegas del poema, a pesar del cerebro vago y lento. Ya contigo, la noche es tierna, y alta la Reina Luna está en su trono ungida por el brujo fulgor de las estrellas; pero aquí todo es negro, salvo la brisa con la luz del cielo a través de la verde sombra acuosa. No puedo ver qué flor está a mis pies, ni qué olor suave pende de las ramas, mas la noche fragante me hace hallar los perfumes que cada mes regala a la hierba, al zarzal o a los frutales, espino blanco y rojo brote indómito, violeta pálida cubierta de hojas; y, lo mejor de mayo,
la rosa llena de húmedo licor, con el rumor de moscas del estío. Oigo entre sombras; tengo mucho tiempo de medio desear la muerte plácida, la llamé con la rima de las musas, para dejar al aire mi hondo aliento; hoy más que nunca es bello perecer, a media noche descansar sin pena, mientras derramas tu alma allá en las cosas. ¡En éxtasis total! Cantarías en vano a mi oído, y polvo yo sería en tu alto réquiem. ¡No eres para la muerte, inmortal pájaro! La prole hambrienta no te causa mal; la voz que oigo fue oída en el pasado por el emperador y los bufones; Quizá es la misma voz que hizo un camino en la pena de Ruth, cuando lloró, añorando su hogar, en suelo extraño; la misma voz que muchas veces ha encantado las mágicas ventanas abiertas hacia el mar en tierras yermas. ¡Yermas! ¡El eco mismo es un redoble que me lleva de ti a mi soledad! ¡Adiós! La fantasía, falaz elfo, no engaña tan bien como ella pretende. Adiós, adiós, tu himno se disipa más allá de los prados, en el curso inmóvil, monte arriba, y recogido ahora en valle claro; ¿Fue una visión o un sueño en la vigilia? Huyó el canto, ¿yo estoy despierto o duermo?
JOHN KEATS (1795-1821), como Arthur Rimbaud, realizó toda su obra en su juventud y en un plazo muy corto. Entre los dieciocho y los veintiséis años ocurre el prodigio de su poesía. Muchas veces su añoranza de lo divino lo coloca en el mismo sitio que exploró Hölderlin. La belleza de sus sensaciones intelectuales, una voluntad de entendimiento, nos deslumbra por su fuerza y claridad como en el poema “La roca de Ailsa”. La “Oda al ruiseñor” concibe el mundo sensual del bosque, donde vive y canta el ave inmemorial, y toca el plano infinito –siempre igual a sí mismo– de los arquetipos, como Borges explicó siguiendo a Schopenhauer.
Versión y nota de Víctor Manuel Mendiola. Revisión de Eva Cruz.
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VENTA DE ALCOHOL
EN TEXAS EN TIEMPOS DEL COVID-19
La regulación de venta, distribución y servicio de bebidas alcohólicas en Texas es célebre por su rigor, a través de la Comisión de Bebidas Alcohólicas de Texas. Sin embargo, la pandemia ha generado cambios y ajustes en dicha regulación, lo cual seguramente tendrá consecuencias, motivo de esta breve pero puntual crónica.
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e los estados de la Unión Americana, Texas cuenta con uno de los organismos más estrictos para regular la venta, distribución y consumo de bebidas alcohólicas: la Comisión de Bebidas Alcohólicas de Texas (TABC, por sus siglas en inglés). Esta instancia, cuya sede se encuentra en Austin, ha funcionado con distintos nombres desde 1935, dos años después de que el gobierno federal dio fin a la llamada Ley Seca, que prohibía la producción, distribución y venta de alcohol en el país. La capacidad de legislar sobre esa materia le fue conferida a cada estado; Texas, de fuertes raíces conservadoras, desde un primer momento emitió un severo reglamento que regulaba la venta y consumo de toda la gama de bebidas que requieran alcohol para su preparación. Con el correr de los años, la Comisión se ha vuelto más rigurosa en cuanto a requerimientos para permitir el comercio de alcohol. Como es de suponerse, los dueños deben tramitar el permiso para vender este tipo de bebidas. Pero eso no es todo: los involucrados en la venta de alcohol o que pretendan trabajar como meseros o cantineros, habrán de tomar un curso, aprobar un examen y pagar una certificación bianual que los autoriza a manipular en todos los sentidos los productos derivados del alcohol. Hay que ser mayor de edad para poder solicitarlo. En el curso, que no es impartido por TABC sino por institutos independientes, se enseñan las formas de expender alcohol en Texas. Se hace hincapié en el cuidado que se debe tener cuando son menores de edad (según esto, es requisito indispensable pedir una identificación oficial, vigente y con foto para verificar la edad) o personas ya alcoholizadas las que intentan comprar la bebida.
Saúl Toledo Ramos ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
A grandes rasgos, se da una introducción de cómo calcular los grados de alcohol con que cuenta cada bebida y cuánto es lo que se puede vender a los clientes tomando en cuenta su peso, género, el tiempo en que tardan en consumir una bebida y si han ingerido alimentos o no. Muy penado es, o era, dispensar alcohol para llevar. Muchos tópicos para una clase de dos horas, luego de la cual viene el examen. Todo el proceso cuesta unos veinte dólares. Con la llegada de internet el curso se puede cubrir en línea. Esto ha reducido los costos (unos diez dólares) pero ha propiciado algunos vicios, siendo el más común que el servicio se revenda por fuera: hay personas que ofrecen aprobar por otros cobrándoles cinco dólares. Muchos prefieren pagarlos que estar sentados frente a la computadora. TABC regularmente hace operativos, sobre todo con menores de edad, a los que envía a bares y restaurantes a pedir alcohol. Muchos han caído y, con la promesa de una buena propina, sirven las bebidas y se vuelven criminales, según la ley, y se les imputan multas y cárcel, así como la pérdida de su certificación y su trabajo. Algunos grupos civiles, integrados por familias en cuyo seno ha habido muertos y accidentados por la ingestión de alcohol, han presionado al gobierno para que sea inflexible con los responsables de estos percances. Hasta hace poco, cuando el cliente no aceptaba las disposiciones e insistía en seguir bebiendo, el empleado tenía que involucrar a los gerentes y, de ser necesario, al dueño del local. Si el conflicto no se resolvía, había que llamar a la policía y los uniformados se encargaban. Hace poco más de una década, luego de que un joven ebrio murió en un accidente en el que aparentemente no había
Notimex/Eduardo Jaramillo.
culpable porque el muchacho impactó su auto contra un árbol, la madre exigió que se castigara a quien le había proporcionado las bebidas. Los propietarios de bares y restaurantes fueron señalados, pero se defendieron. Alegaron que en muchas ocasiones ellos ni siquiera están presentes a la hora de la venta de alcohol; entonces, no se les podía acusar de nada. La responsabilidad recayó en el que quizá sea el eslabón más frágil de la cadena: los meseros y cantineros. Actualmente, si alguien bebe y se accidenta, el responsable es el último que puso una bebida a su disposición, lo cual es arbitrario y hace que paguen justos por pecadores. Los meseros ganan alrededor de dos dólares por hora y dependen de las propinas para subsistir. Es uno de los trabajos que los gringos no quieren hacer. La mayoría son ilegales, una acusación les acarrearía graves problemas. Ahora bien, cuando Greg Abbot, gobernador del estado, anunció hace unas semanas la reapertura al veinticinco por ciento de su capacidad, de bares y restaurantes, también emitió un edicto que autoriza a vender alcohol para llevar a la casa con el pretexto de que así será más fácil y rápida la recuperación económica. Con esto, de un plumazo, dio fin a reglas que tenían visos de legendarias, no por su aceptación sino el tiempo que tenían funcionando. La semana pasada, en su cuenta de twitter, el político escribió que la venta de alcohol para llevar continuará durante mayo y, con un dejo de alegría, agregó que por lo que le han comentado sus gobernados, esta práctica puede seguir por siempre. Hay quienes están contentos con la medida y hasta ahora los detractores no se han manifestado. ¿A quién se culpará cuando empiecen los accidentes que esta medida genere? l
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AGOTA KRISTOF A
Un recorrido crítico a través de tres novelas (El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira) de la autora húngara Agota Kristof (Csikvánd, 1935-Suiza, 2011), en las que mediante la eficacia narrativa de un estilo sin efectos y casi sin afectos muestra el horror de la guerra –la Revolución húngara, 1956– y el absurdo humano, con personajes sórdidos, indiferentes y ambiguos.
LA ESCRITORA A LA QUE NO LE INTERESABA LA LITERATURA
dominarlo: el francés. Se encontraba a mitad de dicho proceso cuando se impuso escribir poesía y teatro en esa lengua. Estos ejercicios, que resultaron más que válidos, le permitieron concretar una novela titulada El gran cuaderno, publicada en 1986. Objetivamente hablando, no es una obra maestra. La narración se siente un poco dislocada y presurosa, se advierte claramente la intención de “contar una historia” sin ocuparse gran cosa de los recursos literarios. Cuando en su segunda novela menciona a un sepulturero comiendo tocino con cebollas ante una tumba abierta, no pude evitar pensar que esa sería la forma más clara de describir el estilo de esta autora. Con todo, El gran cuaderno es una magnífica historia en la que, tal vez por la radical ausencia de poesía, las terribles vivencias que van fortaleciendo –o insensibilizando– a los protagonistas adquieren un realismo gota Kristof era una joven casada con un pro- tosco y bárbaro. No se advierte ningún rasgo autobiográfico. No descartemos, sin embargo, que la fesor de historia que en sus tiempos libres autora haya conocido a un par de niños parecidos, leía en húngaro, la única lengua que conoo que les haya traspasado aspectos de su biografía, cía, pero que si experimentó el impulso de incluso de su personalidad. escribir, se lo guardó muy bien. De pronto, la Revolución húngara de 1956 fue aplastada por el Pacto de Varsovia y tuvo que salir huyendo junto Los gemelos de El gran cuaderno con su esposo y su hija, una bebé de apenas cuatro meses, con rumbo a Suiza. De ser una chica cultiANTE LA INMINENTE invasión de su país, nomvada pasó a convertirse en analfabeta, pues desco- brado con la inicial K., la madre de los gemelos, a nocía por completo las lenguas del idioma del país quien se describe sencillamente como “una joven que la adoptaría: alemán, francés e italiano. Se vio hermosa”, opta por suplicarle a la abuela de los críos forzada a trabajar en una fábrica para subsistir y, al que se haga cargo de ellos mientras puede regresar cabo de cinco años de sufrimiento –discriminación, a recuperarlos. Esto, aunque salte a la vista que no hambre, pleitos conyugales–, tomó la decisión de existe ninguna relación afectiva entre ellas. La vieja abandonar a su marido, llevándose a su hija, y de campesina, que no luce como madre de “la joven esforzarse por aprender el idioma elegido hasta hermosa”, se refiere a los muchachitos como “hijos
Agota Kristof .
Eve Gil ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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de perra”. Con todo, termina quedándose con ellos. La actitud inicial de la abuela hace esperar una existencia infernal para niños y, aunque en principio son sometidos a duras faenas domésticas y bañados de insultos, no parece ser nada que Lucas y Claus no puedan soportar. Con el tiempo, se van volviendo indispensables –que no amados– para la malencarada anciana, quien, se dice en el pueblo, envenenó a su marido y lo sepultó en el jardín. A los chiquillos no parece importarles ni las leyendas en torno a la abuela (que podrían ser ciertas, pero tampoco les interesa), ni la forma en que se dirige a ellos. Comida no falta. Vino tampoco (los muchachitos son bebedores precoces y por la noche se escapan para cantar en cantinas de mala muerte). Poco a poco van edificando un mundo personal. El gran cuaderno del título es su refugio y su trinchera. Un viejo cuaderno, adquirido en una polvorienta papelería, la única del pueblo, donde se han suspendido las clases por la guerra, aunque eso no afecta mucho a los gemelos que también son profesores uno del otro. Sus únicos amigos son ellos mismos. Lo más cercano que tienen a una amiga es una adolescente ninfómana y de escasa inteligencia, que cuida abnegadamente de su propia abuela e inicia a ambos en los escarceos sexuales. Siempre juntos, viven las mismas experiencias… de hecho, la historia es narrada por ambos, como si hablaran al unísono o fueran un mismo personaje o, más interesante aún, no se distinguiera quién toma el relevo sobre El gran cuaderno, uno de los aspectos destacables de la novela. La muchachita flaca no es la única mujer que contribuye a su precoz incursión en el sexo y ellos simplemente se dejan llevar por la promesa de unas golosinas. Son tiempos de guerra, de habituarse al olor de la muerte. ¿Qué puede significar el sexo en una situación como ésa, en la que no se tiene la certeza de estar vivo al día siguiente? La madre cumple su promesa de regresar por ellos. Lo hace acompañada de un apuesto militar, que no es su padre, y un bebé en brazos: su media hermana. La abuela, que antes los acogió de mala gana, se niega a devolverlos. Los niños le suplican que se vaya tranquila, que están muy bien con la abuela. Pero la mujer insiste en llevárselos. Justo en ese instante estalla una bomba en el jardín. La abuela hace lo posible por impedir que contemplen aquella terrible escena de la madre y la hermanita destrozadas, pero ellos se las ingenian para rescatar los restos: “durante meses, pulimos y barnizamos el cráneo y los huesos de nuestra madre y del bebé, después reconstruimos con
mucho cuidado los esqueletos uniendo cada hueso con trocitos de alambre fino …” Los hermanos lucen indiferentes ante esta escena, aunque optan por conservar las osamentas de ambas. Los horrores continúan apilándose, y aunque no parezca ser la intención de la autora, la frialdad con que son narrados roza el humor negro. Finalmente, uno de los hermanos toma la decisión de cruzar la frontera junto con otro recién llegado: el padre. No se sabe si fue Lucas o Claus. Dos años más tarde se publica La prueba, narrada en tercera persona y protagonizada por Lucas. Se asume que fue Claus quien logró escapar de la ciudad sitiada. Continúa viviendo en casa de su abuela y conserva su hábito de recorrer las cantinas y tocar la armónica a cambio de un tarro de cerveza.
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teme que éste, en su afán de protegerle, le impida continuar asistiendo a clases. Lucas, nada tonto, parece leerle el pensamiento a Mathias y opta por hacerse visible como padre del niño de la manera más amable posible, y adapta la papelería como un lugar de recreo para chiquillos. No imagina que esta idea, que al principio da buenos resultados, terminará en tragedia para Mathias y, por ende, para él mismo. Lucas, que había mostrado poca compasión hacia hechos espantosos que afectaron a seres muy cercanos a él, no consigue recuperarse de este golpe y opta por abandonarlo todo sin mirar hacia atrás. Casi al mismo tiempo retorna, cargando un pesado costal de temores y culpas, relacionadas con su ciudad adoptiva, pero también con la natal. Su principal motivación para volver es reencontrarse con su gemelo. En este punto termina La prueba y comienza La tercera mentira (1992), escrita con un carácter mucho más lúdico que sus antecesoras, y si bien comienza justo donde concluye la anterior, advertiremos, no sin sorpresa, cómo su trama toma direcciones contradictorias, al grado de casi negar las historias previas. No creo que sea casualidad que aparezcan personajes con nombres idénticos a los de personajes de El gran cuaderno y La prueba, que resultan ser personas completamente distintas. En medio de la frenética búsqueda de su gemelo, de quien la gente le ofrece versiones contradictorias, se nos presenta la posibilidad de que Claus sea en realidad Lucas, es decir, que hayan pactado intercambiar identidades en algún momento que nunca se especificó. Más aún: que no se trate de gemelos, sino de un solo personaje que lleva ambos nombres: Lucas Claus.
El sentido del sinsentido De La prueba a La tercera mentira AUNQUE EL GRAN cuaderno es una novela más emocionante, La prueba es mucho más emocional y se advierte un cambio considerable en el estilo narrativo de Kristof, pese a mediar sólo dos años entre la publicación de una y otra. Lucas es un personaje colmado de claroscuros y, por lo mismo, muy bien trazado. La amoralidad de la infancia nunca se esfuma del todo. Acoge en su casa a Yasmine, una joven con un hijito discapacitado, y acepta que ella le pague su amabilidad con sexo. Por otra parte, él mismo parece dispuesto a pagar con sexo un favor de Peter, un alto funcionario homosexual (aunque la palabra “homosexual” no se leerá por ningún lado), pero Peter resulta ser más honesto y rechaza la oferta, pese a encontrar muy hermoso a Lucas. Cuando Yasmine se marcha dejándole al niño (aunque se sugiere que ella no ha “huido”, sino que pudo ser víctima de un infortunado incidente), Lucas opta por conservar al niño y adoptarlo cuando termine la esperanza de que la madre regrese algún día. El pequeño Mathias, pese a su severa desventaja física, posee una inteligencia equiparable a la del añorado gemelo de Lucas, aunque con un candor del que Claus carecía. Impulsado por el amor paternal, Lucas compra la papelería en la que él y su hermano se surtían de cuadernos y lápices, y se muda a la casa mucho más amplia de Víctor, expropietario del negocio. Además, inscribe a Mathias en la escuela. El muchachito padecerá toda clase de abusos a manos de sus compañeros de clase, los cuales no reconoce ante su padre adoptivo (pese a regresar cada día con nuevos cardenales o marcas de puños) no por hacerse el valiente, sino porque
ESTAS TRES NOVELAS, reunidas recientemente en un solo tomo por Libros del Asteroide, con la traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué, además de presentarnos múltiples facetas de la guerra que asoló el país natal de la autora, son una muestra fehaciente de su evolución como escritora. Lo que no cambia de un libro a otro es la sordidez con que Kristof expone los horrores de la guerra, sin escatimar el tipo de palabras hechas para narrar lo inenarrable. Ella lo atribuye a su gusto por la dramaturgia, que parece superar al de las novelas: “Diálogo puro. Lo justo, sin relleno ni grasa. ¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura.” Poco antes de morir, el 27 de julio de 2011 ya había dejado de escribir pues, según declaró en alguna entrevista, “no tengo ganas, no le encuentro sentido” l
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LOS IMPERDONABLES
Clint Eastwood, el iconoclasta de sí mismo
A partir del análisis de la famosa película Los imperdonables, estrenada en 1992, del igualmente famoso actor, productor, director y músico, en este ensayo se pasa revista a su filmografía, sobre todo del género western, sus temas recurrentes y su carácter no pocas veces contestatario en el contexto de la sociedad estadunidense.
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acia 1985, Clint Eastwood dirigió y protagonizó El jinete pálido (Pale Rider), basado en Shane, el desconocido, clásico del western dirigido en 1953 por George Stevens, en el que el pistolero Shane defiende a una comunidad de granjeros de los abusos del terrateniente Ryker y sus pandilleros. Atraído por la idea de establecerse en el campo, cuando enfrenta al temible asesino Wilson, Shane comprende que él y su enemigo pertenecen a la etapa violenta del oeste, por lo que ninguno tiene cabida en la nueva era, que busca la construcción de la paz y la prosperidad económica. Sin embargo, Shane se redime de su pasado violento al convertirse, así sea de modo involuntario, en un romántico caballero errante que equilibra la balanza entre los fuertes y los débiles. Al contrario, el Predicador de El jinete pálido, quien protege a una comunidad minera del ambicioso empresario LaHood, no posee el aura romántica de Shane, que viste de color claro y monta un caballo alazán, en tanto que el Predicador viste de negro y monta un caballo pardo, más cercano al sheriff que regresa de la tumba en La venganza del muerto, western de 1973 también dirigido y protagonizado por Eastwood, espectro con el que el actor y director dio un giro fantasmal al “Hombre sin nombre”, que interpretó bajo la dirección de Sergio Leone en la Trilogía del dólar y que lo lanzó a la fama. Luego de El jinete pálido, Eastwood dejó transcurrir siete años para la realización de Los imperdonables (Unforgiven), que ha sido, a la fecha de estas líneas, su último western, estrenado en 1992, con base en un texto original escrito en 1976 por el curtido guionista David Webb Peoples, que el veterano director adquirió en 1980 pero guardó doce años, convencido de que necesitaba dar mayor profundidad humana a su discurso cinematográfico, al tiempo de lograr una narrativa en apariencia sencilla.
Las alegóricas venganzas EFECTIVAMENTE, AUNQUE COMPLEJA en cuanto a su retrato de personajes, la trama de Los imperdonables se basa en una anécdota mínima: apoyado por su compinche de juerga, en el pueblo de Big Whiskey un vaquero alcoholizado le acuchilla el rostro a la prostituta Delilah (Anna Thompson), quien se ha reído de la pequeñez de su pene. Sin embargo, cuando Alice (Frances
Arriba: fotograma de El jinete pálido, 1985. Abajo: fotograma de Los imperdonables, 1992.
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Arriba: fotograma de La venganza del muerto, 1973. Abajo: El aventurero de medianoche, 1982.
Fotograma de Ruta suicida, 1977.
Fisher), líder de las prostitutas, exige justicia, el proxeneta Skinny (Anthony James) y el sheriff Little Bill Daggett (Gene Hackman) coinciden en sólo multar a los vaqueros con la entrega de unos caballos, decisión que ofende a las mujeres al punto de reunir sus ahorros y ofrecer mil dólares por la muerte de los vaqueros. Esta sencilla anécdota, que en otras manos habría dado paso a un western de venganza, dio oportunidad a Eastwood para adentrarse en la construcción de las condiciones para los estallidos de violencia en la sociedad estadunidense, y no por casualidad el filme se estrenó el tres de agosto de 1992, apenas tres meses después de los disturbios de Los Ángeles, provocados por el veredicto que exoneró a los policías que habían masacrado a golpes al taxista afroamericano Rodney King un año antes. Así como ocurrió en el caso real de Rodney King, tampoco para las prostitutas existe la justicia en la ficción cinematográfica de Los imperdonables, por lo que, como la comunidad afroamericana en las calles de Los Ángeles, a las mujeres sólo les queda optar por la venganza, personificada por el aspirante a pistolero Schofield Kid (Jaimz Woolvett), el riflero Ned Logan (Morgan Freeman) y William Munny (Clint Eastwood), el forajido metido a padre de familia y malogrado criador de puercos, quienes han de consumar la venganza, que no será sino perversión de la justicia que desencadenará más violencia.
Violencia e inversión de los valores morales EN LOS IMPERDONABLES, la violencia es un constructo exclusivamente masculino, desatado no por la burla al tamaño del pene del vaquero, sino por la desacralización del pene como encarnación del poder patriarcal, a pesar de que el patriarcado ha provocado la injusticia y el desequilibrio. No por nada el filme está lleno de símbolos fálicos oscilantes entre el ridículo y la tragedia. Ridículo, el relato sobre Dos pistolas Corcoran, que tenía el pene más grande que su revólver, que le estalló en la mano durante un tiroteo; tragedia, la historia del Inglés Bob (Richard Harris), asesino de obreros chinos para la compañía ferroviaria, quien llega a Big Whiskey con su biógrafo w. w. Beauchamp (Saul Rubinek), atraído por los mil dólares, pero termina castrado cuando Little Bill le quita su revólver. Icono del western, Eastwood supo leer en el argumento de Webb Peoples la intención de presentar una historia del oeste en la que se invertían los valores morales del género, por lo que el hombre sin nombre se llama aquí William Munny y no es un espectro sino un pistolero retirado, con dos
hijos y en la miseria, con un pasado plagado de crímenes atroces y a la vista, y no envuelto en la bruma del mito. William Munny representó así la desmitificación del propio Eastwood como prototipo del hombre del oeste, al tiempo que la emergencia de un nuevo arquetipo al cual, por cierto, el veterano director no se ocupó de dar un aspecto particular, sino que lo moldeó a partir de la sola imagen, apoyado por la fotografía de Jack N. Green, quien siguió el curso de los hechos con planos generales, americanos, medios, estilizados pero distantes, alterados aquí y allá por reveladores planos en contrapicada, como la secuencia en que Logan se niega a acompañar a Munny, mientras por encima de él asoma su rifle cual una aureola pervertida; o la del tiroteo final, cuando Munny confirma el alcance de sus crímenes. Filme de gran sobriedad narrativa, Los imperdonables logró alta eficiencia debido a la inteligente asociación del fotógrafo Green y el editor Joel Cox, quien partió de un montaje narrativo para derivar en una fusión de montaje ideológico y expresivo, consiguiendo momentos de gran belleza visual, al tiempo que de enorme tensión narrativa, como la secuencia en que Schofield y Munny conversan a la sombra de un árbol mientras la joven Little Sue (Tara Dawn Frederick) cabalga hacia ellos, magistral escena en que el plano/contra plano de la conversación se alterna con el avance de Sue, y culmina cuando ella anuncia la muerte de Ned, lo que deja la impresión de haber visto un plano secuencia fragmentado.
La corrupción del padre y los marginados OTRA CARACTERÍSTICA DEL cine de Eastwood ha sido la recurrente presencia de personajes marginales, a contracorriente de una sociedad que los relega o los olvida. Es el caso del policía alcohólico que intenta reivindicarse protegiendo a una prostituta en Ruta suicida (1977), el dueño del fracasado circo del viejo oeste en Bronco Billy (1980), o el cantante en busca de un éxito que se le niega durante la Gran Depresión en El aventurero de medianoche (1982). En Los imperdonables, el director estadunidense incluyó dos grupos de marginados, a saber, los viejos pistoleros y las prostitutas. Marginados, sí, pero antagonistas, porque los viejos pistoleros corresponden al mundo de los hombres misóginos, violentos y opresores, en tanto que las prostitutas se hallan confinadas al silencio, la invisibilidad y la explotación. Por ello, la exigencia de justicia que alzan desestabiliza el cosmos asfixiante e inmóvil de los hombres, a más
de que los cuestiona, los remueve y los enfrenta a su reflejo, deforme, en el espejo. Taciturnas, como Sally Dos Árboles (Cherrilene Cardinal), la esposa de Ned; muertas, como la esposa de Munny; recluidas, como las prostitutas, en Los imperdonables, sin embargo, las mujeres tienen mayor densidad humana que los hombres, toda vez que, aun desde la marginalidad y el silencio, se reafirman en sus otredades (la individual y la colectiva). Inquietante sugerencia, a pesar de la revuelta final de Munny ante las injusticias cometidas en Big Whiskey, tal acción no implica la reposición de la equidad, ya que, de hecho, la masacre en el bar de Skinny no es un acto de justicia sino de aversión, que Munny resume en estas palabras: “Yo soy William Munny y he asesinado mujeres y niños. He matado casi todo lo que se mueve o respira.” Tal aseveración no es la de un justiciero, sino la del ángel de la muerte que habla con la voz de un asesino rencoroso. Por lo demás, así como es una representación corrupta de la justicia, Munny también representa la corrupción de la figura paterna. Padre biológico de un niño y una niña, los educa con base en la estricta moralidad de su esposa fallecida, pero sólo se convierte en proveedor al regresar al asesinato; padre simbólico de Schofield Kid, lo empuja al asesinato, en lugar de alejarlo de éste; padre justiciero de la prostituta Delilah, igual que los otros hombres, se sirve de ella para enriquecerse y volverse un hombre próspero. Cineasta tildado de conservador, en Los imperdonables Clint Eastwood fue capaz de desmontar su propia proyección de hombre macho en el imaginario colectivo, lo que no es poca cosa, si se tiene en cuenta que su enorme éxito cinematográfico se sustentó en dicha proyección. Pero no sólo eso. Con Los imperdonables, el director, actor y músico puso en tela de juicio a la sociedad estadunidense, que desde hace años ha basado su coexistencia en la intolerancia y la violencia, fenómenos cada vez más acendrados en la ciudadanía de aquel país que, a sus noventa años, aún preocupan y ocupan al cineasta, nacido el 31 de mayo de 1930, veterano y legendario por derecho propio l
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8 28 de junio de 2020 // Número 1321
De una larga conversación surge esta cumplida semblanza en primera persona de un emblemático fotógrafo de pura cepa en nuestro país, desde los diecisiete años hasta sus casi setenta, Rogelio Cuéllar (CDMX, 1950), fotorreportero insigne del 68’, autor de retratos de personajes célebres – Jorge Luis Borges, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Emil Cioran, Francisco Toledo...–, y de desnudos masculinos y femeninos, sobre todo en blanco y negro, esa “gama de grises” que es “una gramática visual.”
Rogelio Cuéllar
o la revelación del silencio Fotos: María Luisa Passarge
L José Angel Leyva ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
a luz de la calle ilumina el interior de mi casa, frente al Parque México, en la Condesa, tan castigada por los sismos de 1985 y de 2017. Observo el desorden de la sala, cientos de objetos artísticos, cuadros, marcos, lámparas, carpetas, libreros y muebles destinados a contener miles de negativos fotográficos, papeles. Enciendo un cigarrillo y me sirvo una copa de vino para someter el impulso de continuar trabajando. Es de noche. He pasado horas en el cuarto oscuro, revelando negativos, imprimiendo en papeles de distinto formato. Por los grandes ventanales veo danzar la sombra de los árboles. Estoy a punto de cumplir setenta años de edad y cincuenta y tres de fotógrafo. Me pregunto ¿quién soy, qué soy? Con certeza un enamorado de su oficio que aún vive la impaciencia de reve-
lar e imprimir las fotos que captura. En este caos aparente hay un orden, una sintaxis no sólo de trabajo, también de existencia; mi hogar es mi estudio, mi centro de operaciones. Tengo una colección de fotoesculturas de madera, las adoro; elijo una en particular: una figura de cedro en la que está sobrepuesta la imagen de un hombre muy bien vestido, elegante, pero carece de rostro, lo cubre una nube de pintura blanca. Cuando la compré supe que era el retrato que buscaba, un personaje marcado por la ausencia. Soy Rogelio Cuéllar, hijo de Esperanza Ramírez viuda de Cuéllar. Fui doblemente huérfano en la infancia. Nunca supe de mi padre biológico, a quien dejé de ver como a los tres años. Mi madre decretó la muerte de su segundo marido, Ignacio Cuéllar, quien me reconoció como hijo y me dio su apellido,
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pero doña Esperanza, que era una tapatía de armas tomar, lo puso de patitas en la calle. Desde entonces fue viuda y yo huérfano por segunda ocasión. Ella no era una persona que se quedara en el lamento y de inmediato comenzó a buscarse la vida. Una amiga le enseñó a hacer tamales oaxaqueños y puso de inmediato un puesto. Luego tendría fondas y restaurante. Vivíamos en la colonia Portales. Yo era muy pequeño, siete u ocho años. Me llevó a la parada del tranvía, el que iba de Emiliano Zapata hasta la Basílica de Guadalupe, y me dio instrucciones para llegar a la calle de Guatemala, atrás de Catedral, donde debía comprar hojas de tamal. El Centro se convirtió en un universo de misterios y comencé a recorrerlo con avidez. Fue el inicio de una constante fuga de la escuela hacia distintos lugares de la ciudad. Cuando llegaba a casa con la boleta de calificaciones, mi madre, que era analfabeta, me decía: “Ay, hijito, mejor fírmalas tú.” Me encantaba subirme a los autobuses, trolebuses y tranvías. Llegaba hasta su última parada, exploraba los lugares y volvía por el mismo medio. Me gustaba ver despegar y aterrizar los aviones en el aeropuerto o ver la entrada y salida del ferrocarril en la estación de Buenavista. Xochimilco, los Viveros de Coyoacán, Chapultepec, el lago, el castillo, eran también mis lugares favoritos. Ir-venir, una especie de melodía que sonaba en mi pensamiento. Era un solitario con muchas amistades. Por todos lados sembraba afectos, pero amaba la libertad de estar solo.
“Fotografiar todo cuanto veía…” SOY FOTÓGRAFO, PERO me gusta más pensar que soy un revelador de miradas y silencios. Lo supe desde las primeras imágenes que imprimí en un cuarto oscuro sin ayuda de nadie. Estaba en el bachillerato, en la prepa cinco, cuando se organizó una excursión. Por las tardes trabajaba como ayudante de dibujo publicitario en Litográfica Rojas donde, además del permiso, logré que alguien me prestara una cámara. Me la pasé haciendo fotos durante el viaje. Días después me autorizaron usar el laboratorio de revelado. Embriagado por la emoción y el aroma de los reveladores y los fijadores vi
aparecer las imágenes en la película y luego en el papel; descubría un lenguaje para expresarme. Después de mi jornada laboral en Litográfica Rojas iba a la Academia de San Carlos a tomar cursos de pintura, pues deseaba ser artista plástico; luego opté por el dibujo publicitario porque me insistían mucho en que de pintor me moriría de hambre. Tenía ya un gusto por el arte; desde la niñez coleccionaba las cajitas de Cerillera la Central, sus Clásicos de lujo, con ciento veintidós pintores y sus respectivas biografías. Yo sabía quién era Renoir, Matisse, Da Vinci, Picasso, Miró, Toulousse, etcétera. Aún no tenía conciencia social, pero en 1968 conocí a Héctor García y le pedí ser su asistente. De inmediato me dijo que sí, me dio película
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De izquierda a derecha: Rogelio Cuéllar con Carlos Payán, CDMX, 2018; Javier Bassi, Montevideo, 2018; Vicente Rojo, CDMX, 2018. Abajo: Susy Delgado, Viveros Coyoacán, 2019.
para mi cámara y un sello que decía “Foto Press Héctor García”. Cuando fuimos a cobrar a Difusión Cultural de la UNAM le pagaron mil 400 pesos y él me dio cien a mí. Con ese dinero me mandé a hacer mi propio sello y me puse a trabajar por mi cuenta. Fui a Novedades, que tenía una revista para señoras y me pidieron fotos. Me las compraban a veinte pesos. Fue la primera vez que vi mi nombre identificando mi trabajo. Ese hecho me dio una conciencia de visibilidad, de un estar aquí, de una obra con un nombre. Durante esa
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Arriba: Rogelio Cuéllar con Héctor de Anda, CDMX, 2018. Izquierda arriba: Rogelio Cuéllar Gabriela Gutiérrez, CDMX, 2019. Izquierda abajo: con Olga Chorro, CDMX, 2019.
época, Margo Glantz dirigía Punto de Partida y lanzó un concurso de fotografía, cuyo premio era la publicación. Allí me vi también representado con una foto. Eso me gustó. Comenzaron a tener lugar las manifestaciones estudiantiles y me identifiqué con sus motivos contra el régimen autoritario, contra la policía represora, contra el cinismo político, contra un sistema injusto y corrupto, en una sociedad muy desigual. Fotografiar todo cuanto veía fue mi manera de contribuir a la causa. Margarita García Flores hacía entrevistas que publicaba en la Gaceta de la UNAM y me invitó a que fotografiara a sus entrevistados. Tito Monterroso y Ricardo Garibay fueron los primeros. Garibay me pidió las fotos, pero me aclaró que no tenía dinero para comprarlas; a cambio me invitó a desayunar. Acepté. Comenzó una amistad que me aproximó a discusiones sobre diversos temas que iban del psicoanálisis a la literatura, de la música a la pintura, a la política. En el Centro Mexicano de Escritores (CME) había una galería a la que yo asistía con frecuencia y conocí a su director. Ya en confianza le pedí el teléfono de Juan Rulfo para fotografiarlo. Le llamé y le dije que eran para el CME, en el que él era tutor. Me dio fecha, hora y lugar. Ignoraba que él era fotógrafo, sólo sabía que era un gran escritor. Me citó en el propio CME. Llevaba una cámara de 6x6 que me habían prestado. ¿Cómo quiere hacer las fotos? Me preguntó. Con luz natural; vámonos para afuera, le respondí. ¿Quiere que haga algo especial? Nada, le
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Izquierda Rogelio Cuéllar con Rafael Cauduro, Cuernavaca, 2019. Derecha: con Gustavo Monroy, CDMX, 2019.
contesté, sólo míreme. Fue una sesión de dos rollos de largos silencios. Yo tenía diecinueve años. Me casé a los veinte años de edad con Elvira García. A los veintiuno tuve a Iván y seis años después a Natalia Isadora. Vicente Leñero dirigía Revista de Revistas y aceptó mis fotos con los reportajes de Elvira. En 1973 tomaron rectoría dos porros muy temidos, Castro Bustos y Falcón. Don Pablo González Casanova era el rector. Leñero me mandó a Rectoría, pues los fotógrafos de Excélsior no habían podido entrar. Con mis veintitrés años a cuestas era muy audaz y temerario. Castro Bustos era un hombre de barba crecida al estilo Charles Manson. Él y Falcón posaron para mí en la oficina del rector. Ese año obtuve el Premio Riuz a la mejor fotografía. Como recompensa, le pedí a Leñero que me presentara con Julio Scherer. Leñero aceptó, pero me recomendó que no le dijera nada de mi premio, y fue lo primero que hice. Scherer me dijo: mire, a mí los premios no me interesan, lo que pido son mejores fotos cada mañana, pero lo felicito. Comencé a trabajar en Excélsior. Elvira y yo estudiábamos en la Carlos Septién. Sólo duré un año porque Avilés, el director, me pidió que diera clases de fotografía. Así que, fast track, pasé de alumno a maestro. Allí aprendí la diferencia entre foto documental, reportaje y ensayo fotográfico. Fernando Macotela me invitó, casi de manera simultánea, a dar clases en Ciencias Políticas de algo que se llamaba equivalencia curricular, fotografía como lenguaje social. En 1974 entré al CUEC a estudiar cine, con la consigna y la conciencia de que no deseaba dejar la fotografía. Quería aprender el lenguaje cinematográfico para ampliar mi panorama y tener mayor libertad, sobre todo cuando empleamos la cámara súper 8 para pequeños documentales. Ese año realicé Ixim winik/El hombre de la tierra del maíz, un documental sobre un congreso en los Altos de Chiapas al que asistía el obispo Samuel Ruiz, el gobernador Velasco Suárez y todas las etnias del estado. De allí fui a las comunidades a filmar su vida cotidiana. Hice una exposición en Guanajuato y conocí a Enrique Ruelas. Fernando Macotela, entonces director del Festival Cervantino, me abrió aún más el panorama y comencé a reconocer a los grandes directores de teatro y dramaturgos: Julio Castillo, Héctor Mendoza, Margules, Luis de Tavira, Héctor Azar, quien fundó el CADAC. En esa misma época hacía trabajos para difusión Cultural de la UNAM y Héctor Azar me comenzó a dirigir dentro del escenario como fotógrafo. Ponte aquí, muévete allá.
Toledo, Cioran, Borges y el Duende de la mirada cómplice LUEGO VINO UNA larga temporada en Culturas Populares por invitación de Esther Seligson, quien dirigía el Teatro Popular Campesino. Rodolfo Stavenhagen era el director. Entré con plaza fija para diferentes proyectos y recorrí los estados del país para conocer sus culturas regionales. La Ciudad de México ha sido también un tema, pero no como nostalgia, sino como memoria de la urbe que me tocó vivir. La fotografía me ha dado la posibilidad de conocer personas con quien nunca imaginé conversar, con artistas admirados, me ha llevado a países y lugares remotos, no sólo a conocer sino a exponer, como Moscú, Cracovia, China, en donde he estado tres veces. El embajador Agustín Gutiérrez Canet supo que yo tenía fotos de Cioran y me invitó a Rumanía para hacerle un homenaje en la Biblioteca Nacional, en Bucarest. A Cioran lo retraté en París. Esther Seligson, quien era amiga y traductora del filósofo, me recomendó con él. Un amigo mexicano que hablaba francés le llamó por teléfono. Cioran le dijo que aborrecía que le hicieran fotos, pero si deseaba conocerlo podría pasar a verlo a inicios de enero; estábamos a finales de noviembre. Yo sólo sabía decir, je suis fotographe. Cómo él tampoco sabía español sólo me respondía, pas des photos, pas des photos. Harto de escuchar la misma frase se alzó de hombros y comencé a fotografiarlo. Lo de Borges fue en su primer viaje a México. Estuve con él toda la semana, desde las 8 de la mañana hasta la media noche. Me llamaba Duende porque escuchaba el sonido de mi cámara Pentax por todos lados y a todas horas. Estaba prácticamente ciego, pero aún veía sombras. Cuando le llevé una de las fotos que le hice para que me la dedicara le dije sin pensarlo, apesadumbrado por la despedida: “Maestro, ¿nos volveremos a ver…?” Él hizo una pausa, y saboreando las palabras, ironizando, con esa sonrisa tan Borges, me respondió “Ya veremos, Duende, ya veremos.” A José Emilio Pacheco solía visitarlo con frecuencia pero no se dejaba retratar. Le propuse hacerle una foto en su biblioteca y me dijo, esta no es mi biblioteca, es mi comedor. Un día llegué y me pidió que le ayudara a mover tres filas de libros para localizar uno que requería con urgencia. Le dije que sí, pero con una condición, hacer una foto allí, en ese momento. Se quedó pensando y me dijo: “Está bien, Rogelio, pero también pongo una con-
dición, que me dejes ponerme una gabardina que no he estrenado.” Con gabardina nueva, en medio de la sala rodeado de libros, en su comedor invadido por la biblioteca, él, muy elegante, se dejó al fin retratar. Con Toledo fue difícil porque no podía tener un retrato frontal. Su mirada era siempre esquiva. Las primeras fotos que le hice son de abril de 1984, en el taller de Mario Reyes. Fueron de espaldas o medio embozado con su paliacate, ocultándose a la cámara. Sólo veinte años después tuve esa oportunidad en Oaxaca mientras él trabajaba. Le pedí con firmeza, mírame, y en ese instante capté la fuerza de su expresión. Exigir que los ojos del personaje me sigan proviene de mi aprendizaje en la pintura y también de las condiciones iniciales, pues no tenía un equipo que sustituyera a la luz natural. Si no poseo la complicidad de la mirada no hay retrato. El libro Nueve pintores mexicanos, de Héctor García, con texto de Juan García Ponce, fue un referente fundamental, lo mismo el trabajo de David Douglas Duncan, fotógrafo de Life, quien además de ser reportero de guerra fotografió a Picasso durante años en sus procesos creativos. Yo me dije: quiero hacer algo semejante. Me gusta sobre todo el blanco y negro, particularmente cuando hago fotografía erótica o de desnudos. Creo que este tipo de fotografía capta más la realidad por la síntesis que significa esa distancia del negro al blanco, la gama de grises: es una gramática visual. Me interesa el cuerpo, masculino y femenino, como paisaje. Sergio Jiménez me dio clases de actuación, cuando estudié cine, y me enseñó a gobernar el cuerpo de los actores. Yo practico esa misma metodología y actitud para estructurar la fotografía alejándola de los clichés, de las poses para la eternidad. Veo los límites con la pornografía, su delicada línea. Me gusta tocar esa fibra y situarme en ésta, recorrerla sin traspasar su frontera. Privilegio lo estético y evito a toda costa la mirada. La mirada me distrae, el paisaje exige toda mi atención. Me interesa mucho que mis imágenes formen parte de la memoria colectiva, pero detrás de cada fotografía hay muchas otras historias, como tantas otras fotos, incluso las que no he hecho. No se volverán a repetir, cierto, pero esas fotos están en mi mente. La cámara fotográfica es una extensión de mis sentidos, de mi cuerpo. Traduzco sus ruidos en intensidad de luz, en velocidad, en tiempo. El oído dialoga con la cámara. Esa incertidumbre entre el clic y la imagen resultante me emociona. No es una metáfora, deseo hacer clic con la realidad, sentir el clic de esos instantes l
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12 28 de junio de 2020 // Número 1321
BOLÍVAR ECHEVERRÍA, EL FILÓSOFO AFORISTA D Ziranda, Bolívar Echeverría y Alberto Castro Leñero, Era/Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2019.
Antonio Soria |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
e Bolívar Echeverría, nacido en la ecuatoriana ciudad de Riobamba hace poco menos de ocho décadas, y fallecido en Ciudad de México hace exactamente diez años, son conocidos y reconocidos varios de los volúmenes de ensayo filosófico-político que legó a una posteridad hasta el momento en franca deuda con quien, además de marxista lúcido y brillante –como su estimado y admirado Adolfo Sánchez Vázquez–, para muchos figura entre los más importantes pensadores latinoamericanos de los tiempos recientes. Textos suyos imperdibles e indispensables para entender a fondo el pensamiento y el clima espiritual –por decirlo con una imagen hasta hace no mucho en boga– de esta región del mundo, son, entre otros, La modernidad de lo barroco, Modernidad y blanquitud, El discurso crítico de Marx, Definición de la cultura, Siete aproximaciones a Walter Benjamin y La americanización de la modernidad. Para quienes, como le sucede a la mayoría, se han aproximado o han sabido de Bolívar Echeverría sobre todo en tanto filósofo y ensayista provisto de un rigor académico y una estructura discursiva irreprochables, un libro como Ziranda significará una completa rareza, cuando no inclusive una especie de anomalía: ¿Bolívar Echeverría aforista? ¿El filósofo y catedrático que ha reinterpretado, para mejor explicar/se/lo, a Marx, Benjamin y otros monstruos del pensamiento, entregado a la dispersión (aparente) y la poca rigurosidad (ídem) del aforismo o ese texto brevísimo a veces llamado microensayo, ambos recursos más literarios que ensayísticos? La respuesta, inevitable y necesariamente coloquial, sería “pues sí, ¿cómo la ven, señores de la Academia?” Para más señas y más asombro quizá por parte de uno que otro autoproclamado censor de las formas correctas del discurso, en los aforismos aquí reunidos consiste la feliz derivación que B. E. quiso y supo extraer de la Minima Moralia, de Theodor W. Adorno, a finales del pasado milenio, luego de haberlo estudiado a fondo con el propósito de impartir un curso. Conforme con los resultados, el autor tuvo a bien publicarlos a manera de entregas, a lo largo de 2003, en la Revista de la Universidad de México, y es apenas ahora, una década más tarde –aunque el registro editorial indique 2019–, que los aformismos bolivarecheverrianos ven la luz en forma de libro. En diálogo intergráfico-textual con el trabajo plástico de Alberto Castro Leñero, los aforismos
fueron agrupados bajo la palabra que da título al volumen con la intención juguetona de emular los efectos que produce el artefacto llamado precisamente “ziranda”: con seguridad quedan pocas personas que lo recuerden, pero una ziranda es, grosso modo, un poste de mediana altura, del que penden tres o cuatro cadenas, de cuya asa al final debe uno aferrarse y girar en torno al poste tan rápido como sea posible, para que la fuerza centrífuga generada impela a echarlo disparado, mientras las piernas comienzan a elevarse, seguidas del cuerpo entero, y uno se sostiene con todas sus fuerzas. Ahora imagine el lector ese mismo efecto, literalmente vertiginoso, pero producido por las ideas, los conceptos, los puntos de vista y los hallazgos que un aforismo o un microensayo es capaz de revelar, en muchos casos con más prontitud y eficacia que un largo discurso, sobre todo en manos de un pensador informadísimo y tan certero como B. E. Pero no crea en las palabras de este reseñista y acuda mejor a la fuente directa, de la que se dejan aquí un par de ejemplos brevísimos: “Fácil. Tenemos las leyes, sólo falta quien pueda cumplirlas. Cuando tengamos las dos cosas, estaremos en la democracia. Ya tenemos el hueco; sólo falta forrarlo de acero… y tendremos un cañón.” “Imposible regresar a Dublín. Tal es el trabajo de la nostalgia, que termina por sacrificar su objeto en beneficio del objeto añorado. Uno quiere volver, pero volver es imposible; no sólo por lo de Heráclito y el río, que ya de por sí es implacable, sino porque, transfigurada, la ciudad a la que uno quisiera regresar sólo puede existir en verdad, espejismo cruel, en el universo inestable de la memoria.” l
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En nuestro próximo número
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA
GRANDE Y TERRIBLE
LAS CARTAS DE ANTONIO GRAMSCI EN LIBERTAD
Arte y pensamiento
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La otra escena/ Miguel Ángel Quemain
Resistencia teatral ante la distancia Las rayas de la cebra/ Verónica Murguía
La obligación de pensar EN UNA DEMOCRACIA, por definición, hay pluralidad, variedad de opiniones, estrategias e idearios. No es un sistema cómodo. El Estado se debe obligar al diálogo y los grupos en los que cualquier sociedad normal se divide, también. Pero hasta ahora la democracia es el mejor sistema de gobierno. Los demás, y cualquier libro de Historia lo confirma, suelen terminar con una mayoría explotada y una minoría que se solaza con los frutos del trabajo ajeno. El totalitarismo, del signo que sea, se opone a las libertades individuales y a los derechos humanos. Esto se aplica, por supuesto, a los regímenes comunistas que en este mundo han sido: baste recordar que Stalin mandó matar a más comunistas rusos que Hitler. Yo, qué quieren, asocio la democracia con una gran clase media. Mayor en número que los pobres y que los ricos. Una clase media con acceso gratuito a servicios de salud, con escolaridad, sueldos decentes y la seguridad de que sus garantías individuales serán respetadas. Lo de la escolaridad me parece importantísimo, así como la libertad de expresión. Las democracias escasean y sé que todas, hasta las más logradas, tienen defectos. Ni siquiera los países septentrionales de Europa son democracias perfectas, pero cuando leo acerca de sus sociedades se me cae la baba y me retuerzo de envidia. Por esto que escribo, me perturba que el presidente afirme que “es momento de estar con él o contra él”. ¿Por qué? Porque muchos estamos con él en algunas cosas y en total desacuerdo en otras, y eso no debería convertirnos ipso facto en sus adversarios, esa palabra a la que es tan afecto y que revela tanto de su carácter. Yo, que suponía que al manifestar nuestras disensiones estábamos cumpliendo con nuestro deber ciudadano, me quedé con el ojo cuadrado al leer sus declaraciones. El presidente tiene un montón de adversarios, que nada le han hecho y cuyos afanes son vitales para el país. Enumeraré sólo a los grupos que ha atacado en estos días: ambientalistas, colectivos feministas, defensores de
derechos humanos, al Chícharo Hernández, grupos de búsqueda de desaparecidos, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, a un montón de científicos y académicos tachados de conservadores y muchos artistas, periodistas y escritores. De este último grupo dijo que sus miembros “se refugian en la supuesta objetividad para no comprometerse, que sabemos es una forma hipócrita de tomar partido”. Esto, en un tweet del 2 de junio, en el que alaba a Damián Alcázar, el actor, quien llama a los dudosos “pusilánimes, cobardes, resentidos, corruptibles”. Zaz. Periodistas, artistas y escritores quedaron como lazos de cochino por no pensar como López Obrador. Por mi parte, creo que es esencial que los periodistas se deban sólo a la verdad, no al gobierno. Los artistas y escritores, igual. Se deben a su visión de las cosas. Lo fácil sería tratar de quedar bien con un presidente que exige un pensamiento único. Por ser mujer y feminista debo objetar muchos dichos de López Obrador. Me importa el medio ambiente: con horror veo que sólo en este año han sido asesinados seis activistas por su trabajo. El presidente no conoce sus nombres, ocupado como está con el Tren Maya. ¿Y los precios del petróleo? ¿Santa Lucía? Los tres proyectos insignia de este gobierno han sido rebasados por la realidad que develó la crisis sanitaria. Los tres ejes de crecimiento, según yo, deben ser la seguridad, la educación y las energías renovables. Eso no me convierte en una traidora o una mala mexicana. Si el presidente leyera a Shakespeare, algo que siempre conviene, le recomendaría que prestara atención al lugar de donde salen los golpes más alevosos: de quienes jamás dicen lo que piensan de verdad y esconden sus intenciones detrás de la adulación. No estoy de acuerdo con el culto a la personalidad ni con la descalificación de quienes piensan diferente. Quiero vivir en una democracia, incómoda y todo l
HACE UNAS SEMANAS las artes escénicas aparecían doblegadas, sin rumbo ni certeza por la distancia avasallante que imponía la pandemia que provocó el coronavirus, pero hace apenas unos días se logró una de las pretensiones tanto institucionales como de los grupos más sólidos en el interior del país: ampliar el alcance y la comunicación de las compañías que no viven en las grandes ciudades del país y que sólo conocíamos gracias al impulso de la Muestra Nacional de Teatro. Cuesta trabajo decidir dónde poner el acento de la jerarquía informativa, pero empezaré por reconocer a los fundadores de la Asociación Nacional de Teatros Independientes (ANTI), que reúne a treinta y siete teatros de dieciocho estados de la República para desarrollar, dicen, un proyecto nacional, aunque yo creo que serán múltiples proyectos, muchos transversales, con el propósito de fortalecer la colaboración y la solidaridad entre ellos. Hay muchos grupos que han querido sumarse y no han tenido respuesta, pero imagino que la tendrán, pues no aprovechar el impulso de esta ola sería un desperdicio en materia de negociaciones legislativas y programáticas con los gobiernos federal, estatal y municipal. Los organizadores han vivido entre la preocupación por su arte y los mecanismos de sobrevivencia, y difícilmente tendrán una oportunidad como ésta para concertar nacionalmente voluntades artísticas de distintas calidades, sí, pero de necesidades gremiales muy homogeneizadas por la desigualdad y la insuficiente atención institucional. El signo de estos tiempos de diversidad está o debe estar marcado por un profundo respeto entre creadores, por luchar contra la descalificación entre organizaciones, vencer la arrogancia de aquellos que se sienten superiores a otros por las razones más extrañas y absurdas, y compartir con todos los desniveles que hay entre las compañías, los recursos y apoyos que genere esta iniciativa. Todo lo anterior, sin que se les ocurra pensar en términos de quién lo merece más, una idea muy difícil de erradicar si se piensa en elementos como antigüedad, cantidad de montajes, experiencia nacional e internacional, formación actoral, premios y apoyos recibidos, amplios dossiers de reconocimiento crítico y cobertura periodística. El punto consiste en qué hacer para sobrevivir y combinar la necesaria e impostergable utilización del teatro a distancia, combinado con salas que conserven a sus espectadores de manera remota para evitar contagiarse y ser una baja en el elenco por descuidar su salud, en muchos casos precaria y con altas comorbilidades por falta de seguridad social. He asistido durante dos semanas a prácticamente todas las puestas en escena y estoy muy admirado y conmovido por la fuerza espiritual de los congregantes y congregados al milagro colectivo del teatro. Nos hemos acompañado muchos espectadores que nos reconocemos sin vernos la cara ni escuchar nuestras voces al inicio de la función. Al final de cada una viene el añejo rito del comentario, las preguntas y la exposición entusiasta de los creadores que comparten lo que quisieron hacer, lo que creen que lograron y la emoción solidaria de un público que sabe aplaudir y apoyar de manera decididamente acrítica, pero con mucha curiosidad sobre lo que acaban de ver, que es uno de los requisitos de la interpretación: asumirse como un espectador que sabe que no lo sabe todo y que se informa respecto de lo visto con los propios autores, sobre sus intenciones estéticas. Quería empezar por decir quiénes integran esta extraordinaria experiencia que hizo posible la fundación de la ANTI, pero apenas digo que son Boris Schoeman (Teatro La Capilla), Gabriel Pascal y David Olguín (El Milagro), Lourdes Pérez-Gay, Amaranta Leyva y Emiliano Leyva (La Titería), Alejandro Aldama (Foro Contigo América), Jessica Sandoval (Un Teatro) y Teresa Kanoi (Valu-Arte). Ramiro Galeana Mellín, hombre orquesta, difundió de manera apasionada en un ejercicio de acercamiento a medios y comunidad teatral encaminado a resignificar la promoción del teatro. Lo que resta y lo que fue está en www.anti.org.mx l
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14 28 de junio de 2020 // Número 1321
Arte y pensamiento
ProsaIsmos / Orlando Ortiz
Guillermo Prieto y la estufa del tinterillo EN EL SIGLO XIX, y tal vez desde antes, se le llamaba “estufa” a la carroza cerrada y con cristales; eran carruajes lujosos que utilizaban en las grandes ocasiones los reyes, emperadores, presidentes y prelados eclesiásticos. El presidente Bustamante tenía su estufa, de la que Guillermo Prieto nos dice: el pescante estaba forrado de pana blanca con flecos dorados y bordones espléndidos, su interior estaba tapizado con todo lujo y su testera eran mullidos cojines; el tronco de tiro eran frisones enjaezados con chapetas brillosas y correas lustrosa, completaban el conjunto dos lacayos ataviados adecuadamente y ostentando escarapelas tricolores. Pues bien, Guillermo Prieto, cuando estaba estudiando todavía, lo cual no significaba que no trabajara como burócrata, aspiraba a la mano de una doncella pero el padre de ella se oponía a tal relación, y todavía más a consentir el matrimonio de su hija con ese “tinterillo” que no tenía ni en qué caerse muerto. Por circunstancias que no vienen al caso, G.P. llegó a director del Diario Oficial durante la presidencia de Bustamante (la forma en que lo consiguió es parte del anecdotario curioso de nuestro personaje), y al parecer contaba con toda la confianza y simpatía del primer mandatario. Harto del desdén de su futuro suegro, se le ocurrió impresionarlo y mostrarle que no era un “vil tinterillo” sin oficio, beneficio ni futuro. Cierto día, en charla con Bustamante, le dijo que quería pedirle un favor: que le prestara su estufa para ir a pedir la mano de su amada. El presidente soltó la carcajada y le respondió que al día siguiente el vehículo estaría a su disposición. Y así fue. El arribo del amante al barrio de su adorada fue impresionante, pues una carroza engalanada con terciopelos, sedas, flecos, borlas y ventanas encristaladas, tirada por caballos impresionantes y con lacayos, no era común, y menos cuando se trataba de la estufa del presidente. El presunto suegro tuvo que tragarse el disgusto y de mala gana concederle la mano al pretendiente. Detalles como el anterior y su desmedido amor a lo popular, incluso a los usos y costumbres de los estratos más bajos de la sociedad, generaba una imagen equivocada de Guillermo Prieto. En su momento y después. De ahí que intelectuales serios critiquen, por ejemplo, que haya ocupado altos puestos durante la presidencia de Juárez y otros gobernantes liberales. Sin embargo, de su capacidad para ocupar
la Secretaría de Hacienda no había duda. Tanto Ignacio Ramírez como Melchor Ocampo así lo pensaban y declaraban. Ambos fueron dos de sus más grandes amigos, y ninguno de ellos era turiferario de nada ni de nadie. Incluso ambos llegaron a ser calificados de intransigentes. En una carta que Melchor Ocampo le envió a Prieto, se disculpa por no haberse despedido de él y por haberle recomendado a Juárez que le diera la cartera de Hacienda. (Eso, en aquellos críticos y turbulentos tiempos, era como comunicarle que se había ganado la rifa del tigre.) Y añadía: “Hay muchos que no te quieren, pero yo te digo que entre ellos hay muchos que sólo afectan despreciarte, porque te envidian. Otros te echan en cara los errores o las ligerezas de la juventud y parecen persuadidos de que has de ser siempre muchacho. Otros te tachan de poeta. ¡Insensatos! ¡Otros que te han visto oscuro y pobre, no quieren comprender que puedas ser ministro de Estado!... Desgraciado de aquel que no ha hecho ingratos, porque es señal de que no ha hecho beneficios... ”Es muy natural que no te quieran ni hablen de ti aquellos cuyas concusiones o cuya inutilidad y pereza no consientes, aquellos cuyas malvadas combinaciones frustras, aquellos cuya fatuidad o cuyas pretensiones no contentas...” La carta completa es un testimonio de la confianza que alguien a quien la posteridad reconocería como el filósofo de la Reforma, le tenía a este hombre tan afecto a la gente del pueblo y a sus expresiones, amante de las letras y luchador liberal incansable e incorruptible; que en ocasiones pudo equivocarse, llevado por las circunstancias, pero no por intereses personales l
Avante despacio Odysseas Elytis
3 (2da parte y final) POR DESGRACIA, MIENTRAS más aumentan los letrados, más se pierde esta concepción. Se trata de una rudeza de la educación que nos prohíbe ver la vida como un enigma sin presentarnos pruebas de que no lo es. Dispuestos en formación, cegatones legislan en nombre de la arruga y de las cifras, los miserables, cuando lo que a ti te ocupa es sustituir, escribiendo, con tu cuerpo pensable el “cuerpo que transcurre”, para evitar la vejez. Sin embargo, así adquiere tu vida, según la hora o la estación, la forma del rombo, el aroma de las verbenas, el tono ocre del muro, el ritmo de un trío de Haydn, el viento de la velocidad de tu automóvil. En ocasiones miras tus vivencias alejarse a gran profundidad con una perspectiva claramente onírica, y en otras volver de nuevo al primer plano, tanto, que distingues los poros de tu piel. La casa ligerísimamente revestida de rosa y blanco que alguna vez soñaste y que encontraste idéntica en la realidad, pero con las puertas y las ventanas cerradas, sin que nunca sepas el misterio que encierra. Como también la falda color durazno que te hacía señas desde lejos una noche en algún cine de verano, y que te volviste a encontrar en la portada de un libro de poemas que recibiste al día siguiente por la mañana de una desconocida colega rumana y que no lograste leer jamás. En pocas palabras, lo que atrapa tu mente y lo que atrapa tu mano hecho una sola cosa. A veces pesado, lleno de sensaciones primigenias; a veces ligero o aéreo, como las líneas lejanas de las montañas que al fondo distinguimos mientras navegamos. Que ni se atrapan, ni se tocan, ni sabes si algo ocultan tras de sí. Ahora las aguas parecen más serenas, ha amainado el viento y se escuchan más fuerte las máquinas y los latidos de mi corazón. Sobre todo ellos –¿cómo si no? Ningún puerto nos recibe ya. Es un hecho. La antigua indiferencia ha llegado a ser hostilidad. Apenas nos vamos a acercar en el muelle se aglomera una voluble multitud; arpías abotonadas hasta el cuello, viejos malévolos, jóvenes con arete y abrigos largos y negros. Gesticulan, gritan, nos hacen seña de alejarnos, de irnos, parece que presienten de qué especie es nuestra carga, la importancia que tiene el “bien” o la “oposición”, que para ellos da lo mismo. El único camino que nos queda ahora es el peligro. Es aquella negruzca línea divisoria que se dibuja a la derecha, al fondo, la que está llena de rocas afiladas, escollos, arrecifes, remolinos, aguajes. Nos quedamos detenidos en medio de alta mar. Su soledad es interminable y amarga. Se extiende hasta los más extremos límites del horizonte, parecería que se tensa, se atiranta, hasta que en un momento dado toque tu mente su otro extremo ideal que yace más allá, pero con el que en esencia linda, como ocurre con todos los contrarios en su mayor intensidad. En efecto, ahora siento que estoy cerca, que casi “tiento” aquello que narran los viejos marineros sobre una vasta e ignota claridad, en la que tu peso no cuenta, y donde la luz no es la del sol que conocemos ni la de ningún otro cuerpo celeste o artificial. Es la luz que no requiere pasar por los ojos para que se te haga sensible. Ahí, dicen, se consuma la reconquista del cuerpo sin su parte vulnerable. La reintegración de la materia que te constituye con base en elementos completamente desconocidos y estremecedores para nosotros, sobre todo desde el punto de vista de que no se subordinan ya a los procesos del tiempo. Así, pues, viraje todo a la derecha y avante de frente al peligro. No puede ser de otra manera. O te rindes y permaneces uno de los de aquí, o pasas allá. Atención. Que nadie se apoque. Las manos sobre el timón. Ya un mensaje de oxígeno transterrenal llega hasta nosotros. Atención. Coraje. Llegó el tiempo de verificarse. Avante. Avante despacio hacia lo no turbio, lo ineludible, lo desnudo, lo claro, lo comprensible en sí mismo, lo inalterable l Versión de Francisco Torres Córdova
Arte y pensamiento
LA JORNADA SEMANAL 28 de junio de 2020 // Número 1321
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Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars
El baile del daño colateral
Bemol sostenido / Alonso Arreola T : @LabAlonso / IG : @AlonsoArreolaEscribajista
Dinergía dorada LA PROPORCIÓN ÁUREA o Divina Proporción es un concepto antiguo que se remonta a la alquimia egipcia, griega y medieval, así como a la búsqueda de la mítica piedra filosofal dadora de salud, vida eterna y poderes de transmutación. Luego, y por otro lado, se refiere a la búsqueda de la belleza, a lo que hace la Naturaleza a través de una Física aún misteriosa, y que el hombre ha manipulado con mayor o menor claridad en la ciencia, la arquitectura, la pintura, la escultura, la publicidad y, claro, en la música. Para intentarla hay una condición señalada por ese neologismo creado en el magín del arquitecto y diseñador húngaro György Doczy: la dinergía, que supone la “unión de opuestos complementarios” y que fácilmente se aprecia en flores, conchas marinas y galaxias; que a su vez responde a la multiplicación de rectángulos áureos; que a su vez se conecta con la serie de Fibonacci; que también se vincula al ordenamiento de los tonos en las teclas del piano… y de allí hasta la complejísima Teoría de Cuerdas y los quarks (más pequeños que protones y neutrones), lo que contribuye a la famosa “Teoría del Todo” a la que tantos físicos –como Stephen Hawking– han dedicado esfuerzos inmensurables. ¿A qué vamos con esto? Llevamos semanas pensando en los ensamblajes que, atrayendo opiniones divergentes, dotan de interés y valor a la vida en sociedad. En la música hay acordes de Tónica, Subdominantes o Dominantes. Conjuntos de notas que por consonancia o disonancia generan reposos o tensiones para lograr su movimiento en el tiempo. Avanzando por las vías del aire, como impulsada por los fuelles de una máquina de vapor, la música precisa este cisma para que salgan chispas y suceda el “calor” que la desplace. Ello nos deja mucho que aprender sobre leyes acústicas (otra vez la Física) que podrían pacificar y encauzar ánimos cruzados si nos internáramos en sistemas que con todo y sus contradicciones funcionan maravillosamente. Pero eso no pasa en México. Desde la cúpula de nuestro gobierno y hasta el nivel más rastrero de la ciega fe, las divisiones terminan pudriéndonos en una
árida constancia. Las piezas no juntan sus diferencias generando contrapesos ni balanzas. Las paradojas caen vencidas por torpes verborreas. Los oxímoros huyen a sus madrigueras apenas salen de una boca que, matutina o vespertina, improvisa sin elementos de mínima eficacia que mantengan rumbo y sentido honesto incluso con tropiezos, infortunios o lapsus de humana tontería. ¿Qué pasa entonces? Que los del presidium, aun cargados de buenas intenciones, sufrieron ya la transmutación que provoca el poder sobreexpuesto, autoritario, categórico; el de un solo color en la brocha y dos notas en el diapasón. El de esa conversión en la que ni el diálogo con “los otros” ni la autocrítica aparecen en las particellas de la orquesta. Verbigracia: lo sucedido recientemente con el Conapred fue de suyo desafortunado, cierto, pero no se permitió a sus responsables la mínima réplica para justificar tan raro acorde con una escala personal (ésa por la cual estaban en sus puestos). Por el contrario, la batuta conductora se detuvo en un gesto absurdo y señaló la puerta de bastidores. Quedaron sillas vacías, nuevamente, y los primeros y lambiscones violines acudieron al auxilio dispuestos a tañer instrumentos cuya naturaleza desconocen pero que, eso sí, tocarán al unísono aunque desaparezca la libertad polifónica, la armonía de contrarios que enriquece a las buenas óperas humanas. Mientras seguimos desafinando y perdemos dinergía, quedémonos con este poema del gran Rafael Alberti dedicado, precisamente, “A la Divina Proporción” y, claro, al poder de los límites (¿o al revés?). “A ti, maravillosa disciplina,/ media, extrema razón de la hermosura,/ que claramente acata la clausura/ viva en la malla de tu ley divina./ A ti, cárcel feliz de la retina,/ áurea sección, celeste cuadratura,/ misteriosa fontana de mesura/ que el Universo armónico origina./ A ti, mar de los sueños angulares,/ flor de las cinco formas regulares,/ dodecaedro azul, arco sonoro./ Luces por alas un compás ardiente./ Tu canto es una esfera transparente./ A ti, divina proporción de oro.” Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos l
A PROPÓSITO DE su participación en el más reciente Festival Internacional de Cine de Morelia, en noviembre de aquel 2019, esto se dijo del largometraje de ficción ganador absoluto en el FICM: “Fernando Frías de la Parra mejoró notablemente desde su ópera prima Rezeta (2012), a su segundo largoficción, titulado Ya no estoy aquí (2019), en el que, a partir de un guión suyo, cuenta la vida cotidiana de una pandilla de adolescentes llamada Los Terkos, habitante de los barrios populares del Monterrey contemporáneo. A ritmo de música kolombia –así, con ‘K’– y bailes orgullosamente autóctonos, la trama se centra en la vida y suerte de Ulises, menor de edad que se ve obligado a emigrar a un Brooklin que tampoco parece tener nada para él. Sensible, penetrante y sin la menor pretensión edificante, Ya no estoy aquí retrata estupendamente un flanco urbano aún muy poco visitado por el cine.”
Favelas, comunas y otros barrios bajos ES INEVITABLE: PRÁCTICAMENTE desde la primera secuencia de Ya no estoy aquí, en la memoria resuenan ecos de filmes como la célebre Ciudad de dios (Fernando Meirelles/Kátia Lund, Brasil, 2002) y la no menos conocida La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, Colombia, 1998). La causa de tal asociación no podría ser más diáfana: en los tres casos la esencia fílmica consiste en exponer, con un alto grado de vivacidad y crudeza, los necesariamente durísimos avatares que a un adolescente de muy escasos recursos le toca en suerte vivir, habiendo nacido y crecido en un ámbito urbano repleto de carencias, ofrecedor constante de toda suerte de riesgos, en el que sin metáfora posible se vive al día y, de modo invariable, bajo la ley no escrita del más fuerte o, en palabras más precisas para el caso mexicano, la del más cabrón, gandalla u ojete. Ese es el flanco urbano poco frecuentado por el cine, al que se hace referencia líneas arriba: como las favelas de Río de Janeiro y las comunas en el perímetro de Medellín, colonias como la Independencia, la Monte Cristal y la Niño Artillero, desmienten al Monterrey de postal e informe de gobierno con sus eternas balaceras y sus muertos cotidianos en las aceras, sus menores de edad violentadas, violadas y embarazadas, su trasiego de drogas a la luz del día, su división insondable en “territorios” de este o aquel cártel, sus jóvenes obligados a una de dos: servir de sicario, de halcón o de camello al narco –y eso durante muy poco tiempo pues bien se sabe que habrán de contarse entre los primeros muertos–, o irse de ahí para no volver, a menos que quiera reencontrarse con el mismo riesgo inminente de muerte prematura que un día, si corrió con suerte, lo hizo escapar.
Los hijos de la guerra y otros damnificados ESA ES LA historia de Ulises (magnífico, Juan Daniel García Treviño), un adolescente que, como le sucede a millones en este país nuestro tan herido, ni siquiera se sabe o intuye hijo de la guerra o, más bien, del criminal despropósito calderonista consistente en simular un combate al narcotráfico poniendo al frente de dicha pantomima a un sujeto siniestro, hoy en día sujeto a proceso penal, cuya más terrible consecuencia se tradujo en cientos de miles de muertos y, cerrando la pinza trágica, en millones de jóvenes y no tan jóvenes que, como el Ulises de Ya no estoy aquí, se ven obligados no a vivir sino a sobrevivir, con herramientas tan escasas que sus existencias transitan, en una paradoja cruelísima, de la violencia cotidiana inevitable pero inconsciente, a un deseo de felicidad pueril de tan sencillo, y que en el caso de Ulises, su pareja sentimental y su banda de Terkos, consiste en muy poco más que bailar el ritmo denominado kolombia en las tocadas barriales. Orillados, es decir marginados; olvidados, es decir ignorados; abandonados, es decir condenados, Ulises y los que son como él, revientan los oídos sordos de un sistema socioeconómico, el neoliberal, que los considera sobrantes, desechables o, como dijo el carnicero de Michoacán, ya cuando por fin están muertos, simples “daños colaterales” l
LA JORNADA SEMANAL
16 28 de junio de 2020 // Número 1321
Ricardo Guzmán Wolffer
El sexo como herramienta de venganza.
Centenario de Boris Vian El análisis de dos novelas del genial escrito, dramaturgo, poeta y músico, de origen francés, Boris Vian (1920-1959), Escupiré sobre vuestra tumba y Con las mujeres no se puede, dan pie a una muy oportuna reflexión sobre los conflictos raciales, el sexismo y algunas de las barbaridades propiciadas por el capitalismo voraz.
L
a vigencia de Boris Vian (Francia, 1920-1959), en sus novelas Escupiré sobre vuestra tumba y Con las mujeres no se puede, no sólo deriva de la eficacia narrativa para lograr que el autor se identifique con el narrador, a pesar de ser un violador, asesino y hasta torturador, sino de exponer el proceso mental de quien usa el sexo como arma. Escupiré… es esquemático en la lucha racial. Basta hacer un personaje con la piel blanca, Lee, a pesar de ser parte de una familia negra donde el racismo ha cobrado víctimas, para modificar el planteamiento: como no parece negro, accede a la sociedad blanca de un pequeño pueblo, donde los jóvenes de clase media son presentados como borrachos y promiscuos, y los de clase alta, además, son pedófilos. Entonces parece adecuado que Lee abuse de ellos emborrachándolos, a pesar de ser menores de edad, y acostándose con las jóvenes. Pero cuando conoce a las hermanas Asquit, de otra localidad y mucho más adineradas, evidencia que el sexo con ambas obedece a un plan para matarlas. Y lo hace, pero paga con su vida. El esquema maniqueísta se complica. ¿Puede tolerarse la respuesta violenta en una sociedad donde el Estado forma parte de la represión racista? Al final de Escupiré…, con todo y haber sido baleado, Lee es ahorcado. Con su peculiar humor, más evidente en otras novelas, Vian lo plantea como si fuera una peculiar tradición estadunidese que debe respetarse, a pesar de haber sido detenido el asesino por la policía. El Estado racista. ¿Suena conocido? En México, desde hace décadas, las bandas de secuestradores incluyen miembros policíacos o militares en activo o retiro; los cárteles ni se diga. Regiones completas son devastadas bajo la mirada cómplice de la policía. El fenómeno integracionista entre policía, política y delincuencia parece irreversible: los homicidios y delitos violentos aumentan. Con las mujeres no se puede es más humorístico, pero de planteamiento visionario. Para atacar la división social, las lesbianas vuelven drogadictas a las jóvenes adineradas para manejar su vida. Pero en contrapartida está Francis Deacon, quien no sólo cuenta con recursos económicos y políticos, también es un depredador sexual que bebe como el que más y no pestañea al rescatar a su amiga, violar a las lesbianas para obtener información y devolver los balazos, las torturas y los sobornos. Todo bajo un discurso plagado de bromas frescas. Vian se emparenta con la literatura negra estadunidese al plantear conflictos sociales, evidenciar las corruptelas en temas de seguros, la policía y los “altos” círculos sociales. Si
en Escupiré… se planteaba la lucha racista como inicio del conflicto, en Con las mujeres… no sólo estamos en la franca lucha de los sexos, sino también en las formas de control entre estratos que, debiendo estar integrados, se confrontan no sólo por el dinero, sino por la posibilidad de imponerse. Si el discurso sexista se traza de ellas hacia ellos, ellos lo retribuyen cuando Francis y su hermano violan alternadamente a una integrante de la banda de estafadoras, y resulta que la convierten a la heterosexualidad, como si sólo le hubiera faltado la debida cópula masculina para permanecer en esa “normalidad”. Incluso, ella pide más sexo a ambos; ya no para ver quién puede más, sino porque esa es su verdadera naturaleza. Y el guiño democrático se asoma, pues entonces puede haber usuarios desaforados del sexo en ambos géneros. Pero el clasismo se desliza en el discurso. Si Francis puede estrellarse voluntariamente, tomar diez mil dólares y hasta acudir a la policía sin el temor de ser detenido, es porque su padre conoce a las personas correctas y además tiene el giro comercial que le permite tener poder en esa sociedad donde el crimen individual forma parte de la cotidianeidad. A más de cincuenta años de su publicación, ambas novelas nos recuerdan que la denuncia social no está peleada con el humor literario, ni con la necesidad de que el lector participe en resolver los motivos de los personajes. Los protagonistas se presentan como unos pillos que nos remiten a las novelas de aventuras picarescas de muchas latitudes, pero pronto se advierte que Vian no hace unidimensionales a los participantes de sus análisis sociales. La violencia sufrida por negros y lesbianas explica la reacción de rencor y violencia homicida de las novelas, pero nos impone el reto de establecer si también los justifica. Quizá la inmovilidad social nos dé la respuesta. Como en las mejores novelas negras, el dinero manda, pero aquí se plantean algunas consecuencias de ese capitalismo disfrazado de Estado social. Bajo la óptica de las novelas de Vian, las marchas feministas y su rabia traducida en dañar monumentos y reclamar casi todo, tienen una nueva dimensión. La violencia social está ahí, aunque no se traduzca en cuerpos decapitados y mujeres desaparecidas. El problema es que la violencia se ha diversificado tan irreversiblemente, que muchos minimizan la ausencia de muertos visibles. Nacido hace cien años, Boris Vian es un autor que sigue hablando del capitalismo y sus barbaries l