la casa del fuego
Sobre los museos en general y los de arte en particular
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Ángel González García
Sorprendentemente, Michel Foucault no incluyó los museos entre las «heterocronías», esos lugares donde, según él nos reveló y demostró en un ensayo célebre, el tiempo transcurre de un modo distinto al habitual y familiar, y cuyo ejemplo más extremo sería obviamente el de los cementerios. Los museos no lo son, dijeran lo que dijeran algunos artistas de vanguardia enemigos suyos, y el caso es que dejaron de parecérselo a medida que sus obras fueron aceptadas allí donde hasta ese momento habían creído firmemente que reinaba la muerte, cuando probablemente solo era el orden, cierto orden. No cabe duda de que la fundación de museos de arte contemporáneo no solo aplacó a esos artistas, entre los que destacaron los futuristas italianos, intransigentes con casi cualquier supervivencia del pasado, fueran las corbatas o la ciudad de Venecia, sino que además contribuyó seriamente a la regeneración de una tipología en decadencia. Bastó con que algunos museos alemanes compraran a principios del siglo xx obras del nuevo arte francés, como hizo Hugo von Tschudi, para que se emprendiera una encarnizada lucha en defensa del arte en general, como si la ausencia del más moderno lo volviera inconcebible y no solo incompleto. Im Kampf um die Kunst, el panfleto que la editorial Piper publicó en 1911 con el fin de contrarrestar la oposición de los artistas alemanes más conservadores, o sencillamente más chovinistas, contaba con Wassily Kandinsky y Franz Marc como valedores más activos, quienes pocos meses después, y quizás incluso al hilo de esa «lucha por el arte», publicarían en la misma editorial un extraño almanaque, El Jinete Azul, que era el nombre que daban a su asociación esos artistas, que los historiadores del arte suelen calificar de «expresionistas», pero a mi juicio habrían coincidido en algo más concreto, aunque no menos enigmático: la idea que se hicieron del arte como una actividad de orden «espiritual», y ajena, pues, a las circunstancias históricas; un arte fuera del tiempo, como precisamente –o poco más o menos– ocurría con el atrapado en los viejos museos. Exactamente, Kandinsky y Marc, los editores de un almanaque que significativa y paradójicamente no incluía un calendario para el nuevo año, se desentendían de las afinidades históricas entre sus obras de arte favoritas para buscarles otras más recónditas, misteriosa expresión de una común «necesidad interior», como ellos decían, y por lo que a nosotros concierne perfectamente intemporales. Kandinsky y Marc ilustraron esa convicDer Blaue Reiter, editado por Kandinsky y Franz Marc. Múnich, R. Piper, 1912. ción, que ahora probablemente no nos resulte inveroPágina doble del almanaque. símil, yuxtaponiendo reproducciones de obras de arte de cosas tan ajenas históricamente como un cuadro de El Greco y otro de Robert Delaunay, o un bronce de Benín y un sepulcro gótico inglés. Su almanaque constituía así una especie de museo portátil; en realidad, un proyecto de museo en lucha contra el tiempo, causa final de destrucción de las obras y empresas de los seres humanos; un museo que nunca se llevó a término; pues aunque no faltan los que aspiran a conservar obras de arte de todos los tiempos, solo eventualmente, y a guisa de experimento, las entremezclan, como se veía en dicho almanaque, sin distinguir siquiera entre artistas cultos –por así decir– y artistas populares o primitivos, e incluso carentes de cualquier educación artística, como los niños o los domingueros. Al cabo de muchos años, Solomon R. Guggenheim, insatisfecho con las sedes anteriores de la colección de pintura «no-objetiva» que había reunido aconsejado por una discípula de Kandinsky y propagandista de lo que su maestro había reivindicado en su famoso libro Sobre lo espiritual en el arte, Hilla Rebay, le encargó a Frank
Lloyd Wright otra más adecuada y más visible donde salvó limpiamente el escollo que suponía darle una casa a lo que parecía no necesitarla en este mundo: toda aquella pintura «espiritual», pues eso era propiamente lo que se había exhibido como pintura «no-objetiva», casi un eufemismo; y en efecto una pintura que, aunque solo fuera por negarse a la consistencia material de los objetos que salen incesantemente de las manos de nuestra especie, que no en vano ha sido calificada de faber, parecía destinada a un mundo desmaterializado, no sé si «superior» o sencillamente fuera del mundo, que Wright acertó a evocar al exterior mediante la sucesión de cuerpos cilíndricos cada vez más voluminosos en el cuerpo principal del edificio, que en vez de hacernos sentir un peso creciente, consigue lo contrario: cierta sensación de ingravidez. Y mucho más en el interior, gracias a la monumental rampa de doble hélice, que empieza por desorientarnos y acaba por hacernos perder pie y empujarnos hacia una especie de ninguna parte, la residencia adecuada para una pinFrank Lloyd Wright, Hilla Rebay y Solomon R. Guggenheim ante la maqueta tura «espiritual». del museo, Hotel Plaza, Nueva York, 20 de septiembre de 1945. El proyecto de Wright nos habla oscuramente de ello antes de entrar, aunque solo dentro del edificio se nos hace luminosamente claro, gracias a la cubierta cristalina que corona el torreón y que Wright quiso destacar en una fotografía de 1945 donde posa al lado de la maqueta del museo. La luz entra a raudales por ahí, confiando quizás en que a su vez brote de ahí, de todos esos cuadros liberados de la opacidad de la materia, luminosamente ingrávidos, y formando de ese modo un eje vertical que conecte el suelo con el cielo, nuevo axis mundi, y se entiende que un mundo «espiritual», de cuya existencia solo tendríamos una prueba en este «templo del espíritu», que es precisamente lo que Hilla Rebay le había encargado a Wright en una carta fechada el 1 de junio de 1943. En esa misma carta, y con el fin de ponerle en antecedentes sobre la naturaleza de la colección, o hablar incluso en nombre de los cuadros que la constituían y albergaría el museo, Hilla Rebay los definió escuetamente con la palabra «orden», y a continuación como «creadores de orden». Wright se veía, pues, invitado a diseñar un templo que irradiara orden, que lo pusiera en el arte de su tiempo, con fama bien ganada de desordenado y hasta caótico, como muy pronto iban a demostrar algunos pintores de Nueva York, y para más inri en el ámbito de la pintura «no-objetiva», que de pronto dejaba de ser garantía de orden; y todo por culpa de los surrealistas, sus viejos y encarnizados enemigos. De suerte que el Museo Solomon R. Guggenheim llegaba a destiempo, o a contracorriente, aunque luego surgiera de allí una nueva generación de pintores convencidos de las virtudes de la geometría, e incluso más rigoristas que los que Solomon R. Guggenheim había coleccionado y promocionado. En realidad, ya desde su invención a finales del siglo xviii y comienzos del xix, el museo no solo llegaba un poco tarde, sino que nacía prácticamente muerto, carente de una función verosímil; o dicho de otro modo: empecinado en la exaltación de un orden artístico en declive: el orden que se manifestaba, antes que nada y sobre todo, en la arquitectura y la escultura de los antiguos griegos y romanos. A este respecto, el museo Pío-Clementino habría parecido el modelo perfecto de no ser porque su contenedor había sido improvisado dentro de los palacios vaticanos, y no se correspondía, como hubiera sido congruente, con el lenguaje clásico de la arquitectura; no disponía de un edificio ad hoc, que hiciera visible de inmediato aquel orden artístico que sin duda custodiaba, pero no irradiaba al exterior. La congruencia entre la naturaleza del edificio y la de sus colecciones constituye indudablemente la principal contribución de Schinkel o Von Klenze a la historia de una tipología mucho más inestable funcionalmente que la mayoría de las que se definieron –o quizás solo se redefinieron– al mismo tiempo que los museos: el cementerio o la cárcel, por poner dos ejemplos que los artistas de vanguardia iban a considerar afines. Desde luego, muy pocos dudaban entonces de la verosimilitud y necesidad de un orden artístico sostenido por la convicción de que la práctica del arte se rige por reglas, normas o preceptos de validez universal, apenas discutibles, obligatorios también
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galerías antiguas, salones y museos modernos
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Juan José Lahuerta
Acostumbrados como estamos a las paredes blancas de los museos modernos, con los cuadros separados regularmente en filas horizontales, no ya sin tocarse sino sin mirarse siquiera entre ellos, uno tras otro y sala tras sala, siempre a la altura sin esfuerzo de nuestras cabezas, las vistas que David Teniers el Joven pintó hacia la mitad del siglo xvii de la galería que el Archiduque Leopoldo Guillermo tenía en Bruselas –por ejemplo– nos dominan, nos subyugan, nos avasallan. No he usado estos verbos sinónimos sin pensarlo: hablo, en efecto, de lo que nos unce, de lo que nos convierte en vasallos. Expresamente me refiero, en fin, a que cuando contemplamos los muros forrados de pinturas del suelo al techo y de esquina a esquina de estas representaciones, sufrimos una especie de regresión a un estado de esclavitud, a un estado anterior a todo lo que los mitos de la liberación o de la emancipación moderna –hablo de arte, claro, pero podría hablar de otras cosas– aún representan, aunque sea solo en términos de publicidad, que no era otro su destino. Otra cosa es el placer David Teniers el Joven, El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas que uno pueda encontrar en esa regresión, pero de eso ya en Bruselas, óleo sobre cobre, 1651-1653. Museo del Prado, Madrid. hablaremos. En cualquier caso, el canon expositivo que estableció el MoMA en los años treinta, supuestamente liberador del museo antiguo, del Salón académico, del marco tallado y dorado o de lo que fuera, en lo esencial aún vigente, tenía respetables antecedentes en la vanguardia europea, aunque el de Le Corbusier, tan nítido, tan inmediato, es probablemente el más elocuente. A sus clientes, algunos de ellos artistas, como Ozenfant, y otros coleccionistas, como Raoul La Roche, les pedía que mantuviesen las paredes de sus casas tersas y limpias, bajo una lechada de cal, y la pintura alejada de la visión cotidiana, guardada en unos casiers à tableaux a los que había que acudir, como a los estantes de una biblioteca, cuando se sintiese la necesidad de contemplar un cuadro. Tal necesidad era, no será preciso decirlo, puramente espiritual, intelectual, dictada por una exigencia superior del conocimiento que solamente esa especie de businessman universal bajo cuyo signo imaginaba Le Corbusier al hombre nuevo, podía concebir. Quiero decir que la contemplación de ese cuadro, aunque se produce en silencio y soledad, no tiene nada que ver con la actitud del pensieroso, tan absorbente y crítica que fácilmente conduce a los peligros de la acedia o a los dolores de los estigmas, sino que forma parte de los atributos del hombre moderno, como el motor, el deporte o la higiene, todos ellos perfectamente niquelados e intercambiables. La contemplación de ese cuadro recién extraído, pero solo por un momento, del casier à tableaux –siempre nuevo, por tanto–, tiene que ser distante, nada empática, puesto que su fin es la afirmación del que la contempla o, propiamente, sostiene, como ser de su tiempo. El casier à tableaux separa los cuadros unos de otros, impidiendo el conjunto, pero los corta también de las contingencias de la vida, cuya expresión, por lo general imprevisible y muchas veces melancólica, sobre todo en lo que se refiere a su relación con los objetos en verdad poseídos, como podrían ser los artísticos, excelentes o modestos, da igual, reprime.
Pongamos un caso extremo: el de Isabella Stewart Gardner, cuyo primer cuadro, comprado como un impulso tras la muerte de su hijo de dos años, fue, precisamente, una Virgen con Niño –un supuesto Zurbarán–, anunciando así, desde el principio, el que iba a ser el tema dominante de su colección –y luego de su museo–, levantada sobre una idiosincrática relación entre arte y luto.1 Un supuesto Bellini, comprado justo antes de la también temprana muerte de su marido, fue dispuesto por ella en su memoria en una especie de altar doméstico hecho con una silla, una mesa y un vaso de flores siempre frescas: un Cristo con la Cruz a cuestas. Marcadas por aquel sentimiento de luto inaugural, las obras que Isabella iba comprando tenían, en general, que ser conservadas en el estado en que eran adquiridas, sin restauraciones ni limpiezas de ningún tipo, exaltando así, por encima de cualquier otra característica, la de su temporalidad. Esas obras eran, en el sentido más elevado, viejas, es decir, obras que habían atravesado el tiempo, pasado por él, o él por ellas, siendo el tiempo el que al final las había ido modelando. La duración es lo que transforma, en una sola dirección y hasta el desgaste total, la obra inicial del artista, inacabada al salir de sus manos, siempre incompleta. Su primer Zurbarán no era un Zurbarán, y tampoco el Bellini era un Bellini, aunque, en verdad, como depósitos de tiempo, ambos fuesen lo que tenían que ser. Solo ahora esa duración ha quedado cortada en un instante por los criterios científicos imposibles de obviar de los conservadores del Isabella Stewart Gardner Museum de Boston, quienes, en las correspondientes fichas de catálogo, relegan esas obras a «círculo de» o «escuela de». La duración de la obra se detiene en el momento mismo en que su precio se derrumba, pero su valor se mantiene sostenido por una subjetividad melancólica, al fin y al cabo también muy rentable. Como caso extremo, Isabella era una perfecta figura fin-de-siècle, no solamente retratada por John Singer Sargent en diversas pinturas y por Henry James en uno de los personajes de The Wings of the Dove: ella misma hizo de su vida un diseño cuidadosamente elaborado, pero no exento, por eso mismo, del ridículo agobiante de esa época de estetas, siempre teatralmente insatisfechos y, al final, obsesionados, como no podía ser menos, por la acumulación y la cantidad. Como otros decadentes involuntariamente tragicómicos, y probablemente sin mayor fortuna que ellos, Isabella Stewart Gardner creyó poder establecer con las obras de su colección una relación de amor basada en la duración del tiempo, radicalmente opuesta a la novedad y al instante, aunque acabó vencida por su propia extraordinaria capacidad de atesorar gracias a la inagotabilidad aparente de su dinero, que, quién lo duda, y menos en estos tiempos, todo lo puede comprar. Que Hans Richter, Man Ray, Marcel Duchamp y otros titulasen una famosa película Dreams That Money Can’t Buy nos habla de qué quería la vanguardia emanciparnos: del acuerdo entre kapital y duración, entendido, eso sí, como un misterio teológico demasiado fácil de descifrar. Quiero decir que Isabella Stewart Gardner, millonaria, es la esclava de sus obras, a las que cree amar como si no lo fuera, mientras que aquel businessman corbuseriano, a solas con su cuadro en el casier à tableaux, es el hombre nuevo, que se cree emancipado gracias, precisamente, a esa obra que sostiene en sus manos, y precisamente gracias a que, cortada de todas las demás, se muestra como única obra de arte, transparente, instantánea. Bien sabemos, sin embargo, cuál era esa época en la que Le Corbusier exigía paredes limpias, cuadros guardados en armarios y una relación puramente espiritual con la obra sola: la de la gran desposesión, aquella en la que «el calor había huido de las cosas». Las obras de arte se objetualizan como las cosas abandonadas por el calor. El «viaje a la inflación alemana» no es más que el ejemplo de cualquier viaje, y, simultáneamente, el museo moderno, en el que las obras se colocan siempre a distancias regulares, una a una y una por una, en el marco de sus paredes blancas, convierte aquella supuesta elevación intelectual del hombre nuevo en una gran parodia del mito vanguardista de la emancipación moderna. Pero yo había empezado estas líneas con dos vistas de David Teniers de la colección del Archiduque Leopoldo Guillermo, y quisiera volver a esas paredes completamente forradas de cuadros –muchos de ellos considerados hoy por la Historia del Arte grandes obras maestras–, porque tal vez nos proponen otras formas distintas de asombro y avasallamiento. Es obvio, y hay que decirlo enseguida, que las vistas de Teniers, las dos que comentamos y otras más que pintó, no tienen por qué mostrar la colección del Archiduque tal como de verdad estaba colgada en las salas de su palacio –quiero decir, que no tienen por qué ser realistas–. Pero esto no es lo importante: lo
Círculo de Giovanni Bellini, Cristo con la Cruz a cuestas, óleo sobre tabla, c. 15051510. Instalación en el Isabella Stewart Gardner Museum, Boston.
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1 Michael Ann Holly, The Melancholy Art, Princeton University Press, Princeton, Oxford, 2013.
el futuro ingrávido de los museos
Javier Arnaldo
En 1928, el mismo año en el que se logró transmitir la primera señal transatlántica de televisión, publicó Paul Valéry el escrito titulado La conquista de la ubicuidad. Ese breve texto está entre los que le señalan como poeta de la estirpe bendecida por Apolo con el don de la inspiración profética. Ahí anunciaba el advenimiento de «una sociedad para la distribución de Realidad Sensible a domicilio», una sociedad emancipada de la ingrata servidumbre de los museos, puesto que en ella el suministro de las imágenes custodiadas por estos se produciría con parecida eficiencia a la del abastecimiento de agua, gas, electricidad y cualquier otro elemento de distribución a cuya red pueda estar uno conectado en casa. En lo que respecta a los materiales sonoros, daba por prácticamente resueltos los impedimentos técnicos para escuchar a voluntad en todo momento y situación cualquier pieza, habida cuenta de la disponibilidad de grabaciones musicales y transmisiones radiofónicas; pero aún había por entonces un recorrido pendiente de transitar para que «un Tiziano que está en Madrid» llegara «a pintarse en el muro de nuestro cuarto con la misma fuerza y verosimilitud con que recibimos una sinfonía».1 El repertorio del universo visible que quedaría al alcance de la vida perceptiva doméstica estaba destinado a incluir notoriamente las obras y colecciones de museos que, sin abandonar su lugar de conservación, nutrirían a voluntad la demanda de experiencia de piezas artísticas. El historiador del arte Werner Hofmann denominó telemuseo a esta nueva versión de establecimiento museológico cuyo patrimonio ubicuo se personaliza de tantas formas como terminales existan. Asociaba la fórmula adelantada por Valéry con el título del coloquio Télé-Musée que reunió a un grupo de congresistas en Lille precisamente el mismo año en que escribió el artículo en cuestión, en 1989.2 Destacaba la confianza depositada por parte de Valéry en la experiencia de lo artístico que sacrifica el contacto con la pieza original. Ciertamente, a diferencia de teorías posteriores, como la muy célebre que formuló Walter Benjamin a propósito de la creación sometida al ímpetu de la reproductibilidad técnica, por cuyo efecto se produce una pérdida de lo que llama «aura», la interpretación que hace Valéry del triunfo de las reproducciones accesibles no extraña en estas nada de los originales. Por el contrario, elogia la adecuación de esa nueva sociabilidad de la imagen a una «mecánica afectiva, que maneja y pulsa a su antojo, es universal por esencia; encanta y hace danzar por toda la tierra».
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Advenimiento de la telemusealización
1 Paul Valéry, Piezas sobre arte, trad. J. L. Arántegui, Antonio Machado, Madrid, 2005, pp. 132 y 133. 2 Werner Hofmann, «Exposition: monument ou chantier d’idées?» Les Cahiers du Musée national d’art moderne, 29, 1989, pp. 7-15.
El horizonte de realización del telemuseo se siente más cercano que en el siglo pasado en la actual «Era Wifi», dotada de la tecnología que admite el trasvase de cuadros a cualquier pantalla mediante conexión inalámbrica. La conquista de la desmaterialización de los iconos visuales, transformados por la tecnología digital en matrices numéricas, aptas para ser descodificadas en terminales de red que devuelven con definición regulable el aspecto de cualquier imagen, ha franqueado el paso a una distribución universal a demanda de las imágenes, perfectamente comparable a la de los registros sonoros.
Con todo, mucho antes de poder administrarse «la distribución de Realidad Sensible a domicilio» con ayuda de los mapas de bits, ilimitadamente perfectibles, el ensayo del telemuseo ya había sido hecho convincentemente, si bien en el formato de un programa televisivo, que, no porque no lo mereciera, no tuvo difusión universal. El realizador Kijû Yoshida inició en 1973 una serie documental sobre historia del arte en la que estuvo trabajando hasta 1977. El componente irrenunciable de la tecnología telemuseística es la fotografía, que antes de digitalizarse ya podía ser difundida a discreción sin alambres, papel ni proyectores. Los noventa y cuatro capítulos de esa serie fueron emitidos por la cadena de televisión japonesa que lo contrató a la sazón. Desde el primero de ellos, dedicado a Leonardo, la pintura europea fue el asunto preferente de la serie, más tarde atenta a la producción artística de otros lugares, particularmente Egipto y Japón. Si escogemos los episodios dedicados a Pieter Brueghel, artista que, como la historia pone de manifiesto, es de esos tan perennes como inimitables o difíciles de reproducir, nos sorprenderá el acabado trabajo de telemusealización de su obra conseguido por este realizador. La cámara de Yoshida y su voz nos guían como visitantes comprensivos de sus cuadros en el museo, o en el museo de los museos que comprehende. El retrato del visitante que pasa fugazmente por delante de las pinturas de Brueghel hace de indicador de nuestra presencia real y disiente con el detenido y cuidado retrato telemuseístico de las mismas. De las operaciones de cámara combinadas con la voz del narrador y las ilustraciones sonoras aportadas por Toshi Ichiyanagi resulta una representación fehaciente de las obras del pintor. La cámara nos sitúa ante las pinturas, encuadra detalles, aproxima a aspectos, guía ordenadamente la mirada con movimientos expertos y reveladores, ordena la visita con una maestría que ningún plan museológico podría igualar. En la película se ilumina expresamente cada obra, diferenciándola de la penumbra del museo. Más aún, se flanquea cada episodio con vistas urbanas actuales de lugares que incumben al pintor, y se insertan planos en este mismo sentido, de modo que Bruselas, Amberes y Breda conforman, mucho más que las salas de los museos que conservan las obras filmadas, el espacio en que se contiene el trabajo artístico de Brueghel. Al presentar La torre de Babel, tabla conservada, como tantas otras del artista flamenco, en el Kunsthistorisches Museum de Viena, el narrador habla de Amberes: «Sería fácil sin duda poner en paralelo la imagen de la torre de Babel, que se derrumba por haber atraído la cólera de Dios, con el siniestro futuro de Amberes, cuando el pintor vivía en la ciudad, que era en aquella época el mayor puerto mercante de Europa del Norte. Una ciudad tan llena de deseos de este mundo vil, que ya había fundado la primera bolsa de comercio de la historia». El telemuseo creado se libera del confinamiento de las relaciones que atenaza al museo real, para proteger la unión en una sola pantalla de relaciones reales. Incluso la materialización de la obra en la pantalla está implícita en el discurso cinematográfico de Yoshida. Al filmar Los cazadores en la nieve, última obra en el orden que establece e interpretada como réquiem del pintor, pone en off el comentario siguiente: «Esta obra rehúsa, por así decir, toda reflexión y toda hipótesis sobre la realidad vivida por el pintor mismo. Desvela por sí misma el hecho de que el cuadro no es ninguna otra cosa más que un cuadro». Difícilmente atribuiremos el mérito de ese luminoso ensayo de conocimiento a la mera codificación analógica de las tablas de Brueghel y a su emisión mediante señales de onda. Antes bien, rememoramos esa cosecha pictórica a distancia por méritos imputables al encuentro del orden compositivo con el que Yoshida la despachó. La comunicación con los cuadros, por direccionada que esté, incluso quizá por estar tan compuesta, alcanza la eficacia de una visita modélica. Werner Hofmann entendía que el telemuseo anunciado por Valéry inauguraba una transformación cualitativa de la experiencia. «La conquista de la reproducción no es la de una ubicuidad de las artes en nuestras cuatro paredes –sería esto una simple reducción material, acompañada de un aumento en el plano cuantitativo–, la verdadera conquista que nos brinda la reproducción es la reflexión, una, así pues, nueva cualidad. Iría incluso más lejos: la reflexión sobre el arte no puede obrar libremente sino cuando se apoya en la reproducción».3 La reproducción es intrínsecamente esforzada, aporta reflexividad a la vista, descubre relaciones ordenadas, establece lecturas y se libera del viciado arbitrio del museo, en cuyos recorridos, según dijo Valéry en 1923, «una belleza estorba cada paso y a cada instante desvían a diestro y siniestro obras maestras entre las que hay que conducirse como un borracho entre bares».4 Los museos, artefactos imposibles
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3 Ibídem, p. 8. 4 De «El problema de los museos», en Paul Valéry, op. cit., p. 138.
para Valéry, producen un vértigo que cabe combatir, o bien gracias a que «nos volvemos superficiales», o bien porque nos parecemos «eruditos», cuando sustituimos «la sensación por sus hipótesis» 5 y los cuadros nos sirven para corroborar lo que sabemos. En todo caso, para no renunciar al Tiziano que está en Madrid, y ahorrarse la poco saludable borrachera del museo, el poeta contempló, para una etapa por venir de la civilización, el servicio de su emisión a domicilio.
En la época de la reflexividad Una civilización «ni voluptuosa ni razonable» edificó museos, dice Valéry, pero también perfeccionó tecnologías de la difusión y de la ilusión fotográfica. Esta es susceptible de proporcionar duplicados de cualquier imagen y de proponerse a la vista como técnica de su objetividad mecánica, pero también de ofrecer información no desvelada a simple vista por las obras. Reparemos por un momento en el uso de la Fotograma de la película de Kijû Yoshida Brueghel: Cuando el pintor macrofotografía, de la imagen que resulta de fotografiar con alta rees testigo de la ruina de su país [episodio II: La belleza violada solución uno a uno los segmentos que cabe distinguir en un cuadro, del paisaje], 1974. hasta completar toda su superficie y unirlos en una nueva imagen, medida en gigapíxeles y exenta de soporte material, para obtener una vista abrumadoramente detallada de la capa pictórica. Resulta de ella un instrumento muy valorado para el trabajo científico vinculado a la conservación de obras. Otras aportaciones de la fotografía, como la reflectografía infrarroja, van asimismo a la cuenta del análisis físico de las obras y revelan realidades tan escondidas como el dibujo subyacente de las pinturas. Las prestaciones de estos trabajos científicos no verbales pueden ser, sin embargo, otras. Las propias macrofotografías son objetivamente ingrávidas y se pondrían al servicio del primer telemuseo de alta definición que se constituyera. Las imágenes de dibujo subyacente conseguidas mediante fotografía con luz infrarroja se han convertido ya en varias ocasiones en objeto de exposición mu46
Aspecto de la exposición El trazo oculto. Dibujos subyacentes en pinturas de los siglos xv y xvi, Museo Nacional del Prado, Madrid, 2006.
5 Ibídem, p. 139. 6 El trazo oculto. Dibujos subyacentes en pinturas de los siglos xv y xvi, cat. exp. Museo Nacional del Prado, Madrid, 2006.
seística, como hizo el Museo del Prado6 para dar a conocer dibujos conservados bajo la capa pictórica de algunos de los cuadros de su colección. Antes de su descubrimiento fotográfico esos dibujos pertenecían al patrimonio invisible del Museo y no eran propiamente musealizables, mientras que su conocimiento y transmisión implican posible o potencialmente a la museografía de las obras que los esconden; preparan, en suma, la musealización de lo que la pintura contiene, pero que no se ve, sino en fotografía. La exploración fotográfica del museo so subsume en una cultura de la imagen que lo desborda y alecciona, y hace de las colecciones objetos para una interpretación visual que no se activa en la mera exhibición. Establece una reflexividad infinitamente perfectible, comunicada mediante imágenes. La película realizada en 2003 por Jean-Marie Straub y Danièle Huillet Une visite au Louvre constituye literalmente un patrón ejemplar de visita a ese museo, pero susceptiblemente también la versión acabada de un modelo de visita en progresivo perfeccionamiento, de cuyo devenir se hace cargo la cámara.
Una escultura y catorce pinturas están filmadas en Une visite au Louvre en largos planos sucesivos. Su eje temporal es el de una visita siempre actualizada para el espectador, al situarse todas las obras en un presente, en el que se rueda y en el que se ve,7 como el de una pieza musical grabada, en cuya temporalidad no se distinguen la de la interpretación, la del registro y la de la escucha. Las obras escogidas son las que se mencionan en el libro de Joachim Gasquet Cézanne, en el capítulo donde su autor recrea las afirmaciones y razonamientos del ya anciano pintor en conversación con él en una visita al Museo del Louvre. La voz en off de Julie Koltaï encarna la de Paul Cézanne ante las obras sobre las que habla, presentadas, con pocas excepciones, completas, con sus marcos, en encuadres además bien singularizados y planos frontales sin cortes. La sostenida intensidad de la visión de las piezas se corresponde con el ímpetu arrebatador de los juicios, de admiración o de condena, que formula de la película de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet Une visite el pintor. Una simbiosis tenaz de audio e imagen refuerza Fotograma au Louvre, 2003. con un vigor poco común la experiencia de las obras, y presumiblemente pocos visitantes del Louvre verán in situ lo que logran ver ante Las bodas de Caná del Veronés, El concierto campestre de Tiziano, La cocina de los ángeles de Murillo o El Paraíso del Tintoretto en el filme de los Straub. Como en el final del capítulo dedicado a la visita al Louvre de Gasquet, al término de la película se pronuncia la protesta de Cézanne por el inadecuado lugar en que se ha confinado una pintura imprescindible de Courbet. Ante El entierro en Ornans, con la cámara recogiendo el cuadro completo para un espectador situado en el centro estratégico de su vista, ante un muro de museo, del lugar que contiene lo que admira en su oficio, Cézanne dice: ¿Quién entiende a Courbet? Lo encarcelan en este sótano. Protesto. / Iré en busca de los diarios, Vallés… / Que hagan llevar este lienzo a su lugar, a la luz. Que se vea. / Tenemos en Francia una máquina como esta y la escondemos. ¡Que le peguen fuego al Louvre, entonces! / ¡Ya mismo, si se tiene miedo de algo que es bello!8 Para ordenar la quema del Louvre (donde por entonces colgaba El entierro de Ornans) Cézanne esgrime que la pintura no está bien colocada y no recibe suficiente luz. Este argumento guarda analogía con el empleado para la defensa institucional del museo como espacio paradigmático de exhibición artística: puesto que en las iglesias las pinturas no se ven bien y en las residencias privadas no pueden verse, hay que ponerlas a la luz que puede prestarles el museo público. La historia del museo es en buena medida la del progresivo cambio y mejora de su iluminación, hasta la generalización de los límites impuestos en la actualidad por la conservación preventiva, que se aconseja no sobrepasar y que previsiblemente se reducirán en el futuro. Los Straub filmaron los cuadros a cámara lenta para ganar luz de la pintura. Por eso la llamada de Cézanne a prender fuego al Louvre queda simbólicamente neutralizada por una película que repara el mal infligido a la pintura por el museo. La vida de la memoria artística puede conocer un nuevo episodio liberando su experiencia visual de un árbitro como el muMimmo Jodice, Atleta, Museo Arqueológico, seo, propósito al que asiste con mayor sensibilidad lumínica su fotografía. Atenas, 1994. La posición del espectador, la incidencia de la luz, aunque sea artificial, interferencias del público, acompañantes, movimientos, asociaciones que se causan, circunstancias múltiples que se presentan como condicionantes en la visión de las obras expuestas en el museo transforman el contacto con ellas. Los museos tienden hoy en día a homogeneizar y regularizar en lo posible sus espacios con una iluminación muy equilibrada y previsiones en el orden de exposición y en el comportamiento del público dominadas por un sentido de ecuanimidad, rigurosa exigencia, confort y uniformidad, que se 7 Natalia Ruiz, «El museo en el cine», en Modelo refleja en una especie de neutralización de las excepciones. Establecen, en otras palamuseo, ed. Javier Arnaldo, Editorial Universidad de Granada, 2013, pp. 25-36. bras, un estereotipo para la homologación visual de la obra única, sin constricción de 8 La segmentación mediante barras del texto su autonomía. Precisamente la fotografía de museos ha sido muy sensible al rescate transcrito quiere recoger los silencios que se de las excepciones y, en este sentido, ha aportado un esfuerzo importante de ampliaproducen en el film al hacer el recitado de las palabras de Cézanne. La traducción está tomada ción de la cultura de la imagen que estos producen, eso sí, en planos de relación muy de la establecida en los subtítulos en español receptivos a la proyección de la heteronomía artística de las obras. Entre los muchos de la película.
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Museo Nacional de Arte Romano 1986
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1 Rafael Moneo, «Construir sobre lo construido», en Apuntes sobre 21 obras, Gustavo Gili, Barcelona, 2010, p. 113. 2 Trinidad Nogales Basarrate, «Planteamientos para la instalación del MNAR. Las salas de retrato», Boletín de la ANABAD, n.º 3, 1988, pp. 132-133. 3 Rafael Moneo, op. cit., p. 109.
El Museo de Mérida invita a pensar en la museografía como arquitectura. Su autor, Rafael Moneo, lo explica con claridad: el edificio está proyectado en función del encadenamiento de los restos de la ciudad romana con una realidad viva, «todas las Méridas». En vez de presentar las ruinas de forma que se puedan contemplar según se camina sobre ellas, su continuidad con el edificio del museo se consigue a través del sistema de construcción, casi romano. Los arcos que perforan los muros paralelos que cruzan transversalmente el solar definen el espacio que el arquitecto llama «nave virtual», en la que se instalan las piezas más valiosas, flanqueadas por las que ocupan las naves perpendiculares. La imagen de esas naves está ligada a las arquitecturas de la memoria. Moneo habla de «una inmensa biblioteca de restos pétreos suspendidos»,1 pero hay más evocaciones históricas: desde los museos de arte clásico alemanes hasta los palacios renacentistas con restos arqueológicos en la fachada, pasando incluso por el almacén, un recuerdo de la antigua iglesia de Santa Clara donde en tiempos estuvieron expuestas las colecciones. Si pensamos la museografía desde la potencia de la arquitectura, es como si esta blindase los objetos. Las piezas exentas y sin urnas predominan sobre las protegidas por vitrinas. Su percepción individual se fía, en gran medida, a su situación en el espacio, a la iluminación natural (uno de los aspectos más elogiados del museo) y, en todo caso, al tipo de pedestal que la sustenta. Un ejemplo muy expresivo de ello es la cabeza de Augusto situada al fondo de la arquería derecha. Procede del teatro, un recinto sacralizado, que se recrea ahora en un espacio aislado, bajo un arco de medio punto, a través de un soporte singular y de la luz cenital, que resalta las «calidades pictóricas de la obra», atrayendo la atención del visitante.2 Por otra parte, el que los mosaicos de la casa romana estén en el suelo y casi puedan pisarse permite que el público se acerque con naturalidad a las colecciones. También refuerza el protagonismo de la arquitectura la decisión museográfica de usar los muros de ladrillo, sin juntas, como trasera para las piezas. Se trata de un soporte «no contaminado», «neutro», «en el que los fragmentos romanos encuentran un adecuado marco».3 Hay una «lectura del museo escalonada o gradual, por la que el visitante pudiese ir seleccionando en el recorrido los temas de su interés», pero la mencionada escasez de enmarcados y vitrinas invita a deambular. A esto ayuda la información auxiliar. No se trata tanto de la presencia de elementos gráficos singulares como de la discreción de rótulos y paneles, que se sitúan intencionadamente aparte de las piezas. Su subordinación es un valor porque, como otros aspectos de la instalación museográfica, hace pensar en Mérida como museo para el espectador emancipado.
Museo de la Real Armería 1999
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La Real Armería que se construyó donde había estado la del antiguo Real Alcázar de Madrid, creada por Felipe II y destruida por un incendio en 1884, quiso ser como la original: una sala de armas imponente y diáfana, decorada con tapices y panoplias, donde la distribución y ordenación de la significativa y heterogénea colección real de armamento se pensó, como de origen, cuidadosamente. Aunque prescinde de algunos detalles, como la iluminación cenital, la museografía de Ginés Sánchez Hevia recupera en gran medida el ambiente de la armería cuando se terminó en 1893: paredes pintadas de color rojo inglés1 sobre las que cuelgan tapices con escenas que, a veces, permiten establecer paralelismos con los objetos expuestos. Por ejemplo, en La revista de las tropas en Barcelona, que forma parte de serie de paños sobre la conquista de Túnez realizada por encargo de Carlos V, las armaduras de algunos personajes son como las que vemos en la sala. Concretamente, el jinete de la parte inferior izquierda lleva piezas de la armadura de Mühlberg del emperador, situada frente al tapiz.2 El montaje tiene mucho de escenografía. Hay un orden de la visita, temático y cronológico, que favorece diversas lecturas –al menos una histórica y otra artística–, pero se recrea la disposición anterior a esta instalación, que consistía en situar las armaduras en dos filas enfrentadas, como prestas a iniciar a batalla. Se muestran armas de parada, piezas de materiales muy ricos y lujosos objetos de representación de poder.3 Los cuadros que se exponen junto a todo ello, retratos de personajes de la realeza que portan esas armas, lo subrayan. El espacio central está menos despejado que en tiempos pasados porque lo ocupan
las armaduras ecuestres. El resto se sitúan sobre maniquíes tapizados y realizados ex profeso, que sustituyen de manera elegante a los antiguos de madera. El trabajo con los soportes es uno de los aspectos más cuidados de este museo. La variedad es grande porque se precisan, además de para armaduras completas, para todo tipo de armas y piezas sueltas. El propio arquitecto explica que «muchas piezas tienen un lugar específico para sostenerlas. Por ejemplo, las espadas no se pueden sujetar por las hojas, las testeras deben exponerse con cierta inclinación, la adarga de cuero, por su gran fragilidad, necesita una gran superficie de apoyo…».4 Otro soportes específicos fueron las peanas de los caballos. Se barajaron distintas soluciones y al final se diseñaron unas ovaladas que funcionan bien para composiciones ecuestres y evitan accidentes del público, aunque es una pena que se hayan tenido que rodear de catenarias. El arquitecto proyectó estas peanas de modo que creciesen en altura con la distancia «para aumentar el efecto de perspectiva y recordando las enseñanzas de Palladio».5 Ya no es solo estudio minucioso de cada soporte, sino atención a cada uno de los detalles que contribuyen a definir el ambiente espacial del museo. 1 Álvaro Soler, Guía de la Real Armería del Palacio Real de Madrid, Patrimonio Nacional, Madrid, 2000, pp. 16-17. 2 Ibídem, pp. 21-22. 3 Álvaro Soler, «La Real Armería de Madrid», Arbor, n.º 665, 2001, p. 7. 4 Ginés Sánchez Hevia, «Soportes, o el elogio de las pequeñas virtudes, Revista de Museología, n.º 24-25, 2002, pp. 132-133. 5 Ibídem.
Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira 2001
El museo surgió en torno a la conocida como «neocueva». El último cierre del yacimiento en 2002, pensado para garantizar su conservación, planteó la posibilidad de mitigar con una reproducción de la cavidad el esperable descenso del turismo. Lo singular es que el proyecto, realizado entre 1997 y 2001, se insertó en un riguroso programa científico y museológico que implicaba reconstruir la cueva tal y como había sido en el Paleolítico,
en vez de hacer una réplica de la existente. A pesar de que para calificarla se usan indistintamente los términos copia, réplica y facsímil, en la neocueva se restituye la entrada primitiva, que quedó taponada por un derrumbe hace trece mil años, y se eliminan los muros y refuerzos interiores que se habían ido construyendo prácticamente desde que se descubrió. En virtud de lo que es más una tarea sustractiva que una operación de copia literal,
la neocueva puede presentarse como algo más «más veraz que la verdadera», pues en ella se materializa «la restauración que el original no permite».1 El acceso está orientado como el de la cueva en tiempos prehistóricos. Se abre a un entorno real, el que pudo haber existido. El cierre de vidrio necesario para el control climático enmarca el paisaje y, en palabras de Juan Navarro Baldeweg, distingue «entre un ámbito virtual y otro real». Aflora aquí esa consideración del pintor y arquitecto acerca del papel del marco, «la “ventana” de la estética clásica».2 En el interior, los grabados, dibujos y pinturas del techo, los famosos polícromos, son facsímiles de los de la cueva cuando se cerró, ejecutados con los mismos materiales. Exhaustivos estudios científicos y documentales permitieron realizar también una reproducción topográfica al milímetro, con roca artificial compuesta en un 80% por polvo de roca caliza. La neocueva es una sala del museo. Tiene pasarelas que imponen un recorrido seguro y accesible y que contienen las instalaciones y los textos informativos. Su diseño es deliberadamente contemporáneo. La luz aparece igualmente como elemento artificial. A diferencia de otras réplicas de Altamira (la del Museo Alemán de la Ciencia y la Técnica en Múnich y la del Museo Arqueológico Nacional en Madrid), la neocueva no está fuera del museo Ðno era compatible con la intención del arquitecto de integrar las nuevas construcciones en el paisaje–; desde la biblioteca pueden verse la superficie agrietada del trasdós y la estructura de cables de la que cuelga. En realidad, la neocueva es una sala especial dedicada a una obra singular. Nadie que la visite puede pensar que ha estado en una gruta real. Pero el rigor de su factura, el tacto con el que se sitúa frente al paisaje y, sobre todo, el contexto de investigación y pedagógico del que surge la alejan de la banalidad de los parques temáticos. De hecho, la literalidad con que se presenta como evocación, y no tanto como copia, permite describirla como «artificio extraordinario».
1 Luis Fernández-Galiano, «Elogio del facsímil», El País, 21/10/2000. 2 On Diseño, n.º 235, 2002, p. 261. 3 Luis Fernández-Galiano, op. cit.
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Museo Nacional de Escultura 2009
El museo es también ejemplo del éxito de una museografía al servicio de una idea clara, la de subrayar, en estos tiempos de «uniformidad museística»,2 la especificidad de los fondos, que representan una de las culturas figurativas más ricas de la Europa católica. Precisamente para definir su singularidad se favorecen puntos de vista no necesariamente frontales, o se sitúan figuras en espacios que, como las esquinas, adquieren visibilidad por el hecho de estar ocupados. En muchas salas se pueden ver perspectivas variadas y complementarias de las piezas desde la misma posición. El disfrute está en la contemplación. Hay pocas vitrinas y es fácil apreciar matices, materiales y hasta el reverso de los retablos. La textura de los muros, su «color neutro y de acabado non finito», favorece también que la luz se «focalice intencionadamente sobre las piezas». ¿Qué marco museográfico conviene a la profusión decorativa y el caudal expresivo dominantes? La contención, un tipo de lenguaje con el que los arquitectos se sienten cómodos. Los soportes son variaciones sobre un tema geométrico; abundan los de latón dorado cubierto por una pátina oscura, «dando reflejos que cambian en función de la luz y que, además, producen un efecto visual de ligereza». Algunas soluciones se repiten, como los podios de retablos a modo de mesa de altar, recreando la posición original. Otras son específicas, llegando incluso a la reconstrucción topográfica de los fragmentos, como en el retablo de la Pasión de Cristo de Rodrigo de Holanda. También funcionan las repisas para enfatizar gestos y movimientos de figuras exentas, como el banco del retablo de los patriarcas de Alonso Berruguete. La visita se ordena para presentar el arte en la historia, pero algunas actuaciones ponen en cuestión la uniformidad cronológico-estilística. Además de los hiatos impuestos por la especificidad de ciertas piezas, la discontinuidad surge de agrupaciones que crean ámbitos hacia el pasado –como en las salas donde se subraya la vinculación entre Barroco y Contrarreforma o hacia el futuro, a través de ambientes que proponen al espectador contextos relacionados con la cultura visual o con medios de otras épocas, como el cine de Val del Omar–. La situación de la capilla al principio o al final del recorrido también combate la linealidad. Analizar el actual montaje expositivo del Museo Nacional de Escultura de Valladolid implica valorar la proporción en la que se manifiestan exceso y contención. La relación entre edificio y colecciones,1 en las que domina la escultura religiosa de los siglos XV a XVIII, es muy directa. No hay que olvidar tampoco que el Colegio de San Gregorio fue una institución teológica con gran peso doctrinal en el Renacimiento y el Barroco. En este contexto, la intervención de Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano adopta diversos enfoques: por una parte propone un pabellón de acogida que dialoga con lo existente a través de formas y materiales contemporáneos; por otra, trabaja con las preexistencias bien integrándolas o bien tratándolas como excepciones.
1 Se analiza la parte del museo dedicada a escultura y pintura. 2 María Bolaños, «¿Un nuevo museo? El Museo Nacional Colegio de San Gregorio», Revista museos.es n.º 5, 2009-2010. (Las palabras entrecomilladas han sido tomadas de este texto).
Fundació Francisco Godia 2009
Las instalaciones se adaptaron a estos pies forzados. El criterio principal fue que se distinguiese claramente lo nuevo de lo que permanece.3 Nada de imitaciones ni pastiches: la iluminación de las salas es intencionadamente moderna y, por ejemplo, se aprovechan fragmentos de muro blancos, separados de paredes y techos, para esconder los sistemas de ventilación, a la vez que se convierten en soportes para piezas. Son elementos nuevos, que, como explica Daria de Seta, coautora del proyecto expositivo, median entre visitante, edificio y colección. En las zonas menos condicionadas por lo existente se actuó con mayor libertad. Destaca la intervención en la terraza, una zona fronteriza donde se evoca la idea de espacio público que Ildefons Cerdà imaginó para L’Eixample. Una pieza de Cristina Iglesias concebida ex profeso para el lugar establece una continuidad entre las salas de exposición y ese jardín urbano diseñado por Garcés,4 una continuidad acentuada por los reflejos que recoge su superficie. El itinerario de la visita es cronológico y se resuelve en dos recorridos concéntricos en torno a la escalera principal. Además de fomentar el diálogo entre las piezas, muy heterogéneas, y las salas, se busca que cada objeto resuelva su mejor presentación individual o en grupo. Uno de los dispositivos más interesantes es la gran vitrina de cerámicas hispánicas de los siglos xiv a xviii. Se trata de un «mecanismo tecnológico» (así lo describe De Seta) que reactualiza un mueble tradicional al tiempo que aísla y enmarca las vistas a la calle Diputació. El éxito de la propuesta institucional que plantea la Fundació Godia –inseparable de la calidad de la remodelación arquitectónica y museográfica– se puede medir por lo rápido que funcionó, en el sentido de que numerosas fundaciones –Fran Daurel, Vila Casas, AlordaÐ Derksen o Suñol– dieron enseguida el paso de mostrar públicamente sus obras de arte.5
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La Fundació Francisco Godia es una institución que conserva parte de una colección particular, la que el empresario y piloto de Fórmula 1 que le da nombre reunió entre los años sesenta y setenta del siglo pasado y heredó su hija Liliana, y las nuevas obras que se han ido sumando a partir de 1999, cuando se creó la fundación. Su objetivo es situar estas obras en un renovado contexto conceptual, que no es otro que la puesta en valor y la difusión pública del papel que puede desempeñar el coleccionismo privado en la protección del patrimonio artístico y cultural.1 En las plantas baja y principal de la Casa Garriga Nogués, un inmueble modernista de L’Eixample de Barcelona proyectado por Enric Sagnier en 1905, tiene su sede la fundación. El valor patrimonial del edificio y el de la colección se potencian entre sí a través de la integración de la arquitectura en el discurso expositivo. El proyecto de rehabilitación de Jordi Garcés eliminó preexistencias sin valor, conservó elementos originales o los restituyó. Un equipo de conservadores y restauradores del museo se encargó del tratamiento de los elementos ornamentales.2
1 Mercè Obón, «Fundació Francisco Godia: una colección privada abierta al público». Agradezco a la autora, conservadora de la Fundación y a Daria de Seta, arquitecta y coautora del proyecto museográfico, los datos proporcionados para elaborar este texto. 2 Santi Barjau y Antonio Sagnier, «La Casa Garriga-Nogués», pp. 461-467. 3 «Nueva sede Fundació Francisco Godia», On Diseño n.º 303, 2009, p. 109. 4 Ibídem. 5 Mercè Obón, op. cit.
Museo Nacional del Prado 2014
Miguel Zugaza, director del Museo del Prado, conversa con Selina Blasco acerca de temas relacionados con decisiones museográficas que atañen a la colección y su implantación en el edificio histórico y en su ampliación
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En un museo como el Prado, no puedes dejar de pensar en la museografía como una reflexión larga en el tiempo. La propia historia del museo no es otra cosa que una historia de su museografía, de la forma en la que desde 1819 –cuando abre las puertas al público– se va configurando la presentación de las colecciones. Lo que llamamos retóricamente «la colección permanente» es la principal manera de hacer historia del arte que tiene un museo. La forma de exponer no solo es mostrar a los visitantes su colección, sino también es la reflexión que hace el museo en cada tiempo, en cada momento, del significado de la identidad histórica y de la calidad de su colección. En el Museo del Prado, con casi doscientos años de vida, se han ensayado muchísimas formas de presentar la colección. De hecho, creo que una de las exposiciones más importantes que hemos realizado en los últimos años en el Prado fue El grafoscopio, que era en realidad la historia de la museografía del Prado en su primer siglo de existencia. En ella se podía ver cómo la colección se fue disponiendo a lo largo de prácticamente todo el siglo xix; primero la colección real, luego la colección del antiguo Museo de la Trinidad, y finalmente las obras religiosas de los conventos. Este proceso de ubicación se realiza con la dificultad de presentar una colección de pintura y escultura en un edificio ideado por Villanueva para la historia natural. Este edificio se convirtió en modelo para otros museos de bellas artes, como la National Gallery de Washington. La forma de ordenar la colección, la museografía, es una tarea dilatada en un museo histórico como es el Museo del Prado. Cada momento exige una serie de respuestas. En los últimos años, la ordenación de la colección ha estado condicionada por un acontecimiento capital, la ampliación física del museo. Hay que tener en cuenta que se fue ampliando a lo largo de la historia, incorporando más espacios para presentar la colección, pero no se definió un orden de visita definitivo. Y es la ampliación de Moneo la que se lo permite. No es que sea la más actual, sino la que ha tenido previsto, desde el principio, la idea de recuperar el edificio de Villanueva para la colección, liberándole de las servidumbres que ha ido asumiendo, retirando las exposiciones temporales, trasladando toda la actividad de conservación a la ampliación, generando un nuevo espacio de recepción del público con todos los servicios que ahora se exige tenga previstos el museo para atender a los visitantes. La ampliación en el claustro de los Jerónimos ha permitido liberar al edificio de Villanueva de un cierto secuestro que la falta o la limitación de espacio le imponía, y rescatar el templo
del arte y del conocimiento que es. Creo que la ampliación ha ofrecido al edificio de Villanueva la oportunidad de volver a mostrarse como un lugar donde se celebra exclusivamente el arte. El hecho de ocupar el espacio central, el espacio absidial que diseñó Villanueva en su proyecto inicial, para presentar la serie «Las musas» de Cristina de Suecia, es una especie de emblema de esa idea, del museo como templo dedicado al arte. La presentación actual de la colección, el relato de la historia del arte que propone el Prado, trata de combinar el discurso más extenso y enciclopédico del ámbito del arte español con el más intenso que extenso de otras escuelas, fundamentalmente la italiana y la flamenca. Trata de interpretar ese largo discurso de la historia del arte en una secuencia que sea más comprensible para el público y donde la sensibilidad se oriente. En este punto tengo que advertir que no es malo que el visitante se pierda un poco dentro de los museos. Creo que los que ofrecen muchas pautas de visita, demasiadas guías, itinerarios y demás, resultan muy paternalistas. Está bien que el visitante busque o encuentre inesperadamente las obras. Los museos son también un juego de la búsqueda de los tesoros, y no solo el «Tesoro del Delfín» que, por cierto, lo tenemos guardado en el sitio más recóndito del museo. La experiencia que tiene el visitante con el arte tiene algo de encuentro y de revelación. El orden Los museos históricos como el Prado tienen que mantener una parte reconocible. Además, las obras de arte buscan de una forma natural su lugar, por la importancia permanente que otorgamos a esas obras o a sus creadores. Pita Andrade dice –y es verdad– que existen «ejes consolidados» a obras que han encontrado su lugar y que son difíciles de trasladar. Cuando pasen muchos años, quizás cambie nuestra forma de ver esas obras y se buscarán otras ubicaciones. Al final, las obras de arte mandan de alguna manera. De hecho, por ejemplo, es lo que ocurre con Las Meninas. Fue un cuadro muy poco popular cuando abrió el museo, ya que la obra más reconocible era el Emperador Carlos V, a caballo, en Mühlberg de Tiziano. Esta era la obra emblemática. Pero con el tiempo, Velázquez ha ido buscando el centro del museo y con Las Meninas encontró el lugar central que ahora tiene. Este triunfo de Velázquez y Las Meninas tienen sus sacrificios museográficos. Cuando el museo era menos frecuentado por el público se mostraba en una habitación independiente. Quienes
Museo de Colecciones Reales
A punto de terminar este libro, el edificio de Mansilla + Tuñón para el Museo de las Colecciones Reales, que se proyectó en el año 2002 (tras un concurso convocado por primera vez en 1999), está en su última fase de construcción, también a punto de concluirse. El exceso de tiempo transcurrido hasta ahora es, en este caso, tanto signo de los tiempos que corren como de los pasados, ya que la dificultad ha rodeado secularmente los proyectos que han ido dibujando poco a poco esta cornisa de Madrid en la que está el Palacio Real, uno de los lugares, por su situación sobre el Campo del Moro, más bellos del mundo. Y no siempre la arquitectura ha estado a la altura de las circunstancias.
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De momento se conoce una propuesta museológica –poco más que una declaración de intenciones– en la que los fondos histórico-artísticos, que se caracterizan por su heterogeneidad y por su extraordinario valor patrimonial (destacan el conjunto de más de dos mil tapices y la colección de carruajes), se presentan siguiendo un criterio cronológico que parece inevitable como seña de identidad de una institución históricamente fundamentada en la herencia y la legitimidad dinástica. También se contempla la opción de compaginar la instalación reservando espacios para «grandes conjuntos singulares», y sin duda, teniendo en cuenta el elevadísimo número de piezas que integra la colección, será este uno de los aspectos a los que más atención deberá dedicar el proyecto museográfico.
Museo de Altamira [neocueva] ubicación entitad titular tipo de actuación fecha arquitectura museografía
producción y montaje
avenida marcelino sanz de sautuola, s/n, santillana del mar (cantabria) administración general del estado nueva construcción 1994-2001 Juan Navarro Baldeweg ute ingenia empty tragacanto (reproducción cueva) pedro saura y matilde musquiz (reproducción pinturas rupestres) ute ingenia empty
entitad titular tipo de actuación fecha arquitectura
colaboradores
142
museografía contratistas
plaza museo plaza, 2, bilbao (vizcaya) gobierno vasco, diputación foral de bizkaia y ayuntamiento de bilbao tipo de actuación reforma y ampliación fecha 1994-2001 arquitectura Luis María Uriarte colaboradores P. Basáñez, J. Ramón Forester, B. Arana, F. Pagazaurtundua, J. I, Eskubi, IDOM, J. C. Perales, J. A. M. Castañeda, X. Gorostiaga museografía Miguel Zugaza, Ángel Bados, Javier Viar contratista y construcciones olabarri y balzola ubicación
entitad titular
CosmoCaixa
Museu Picasso ubicación
Museo de Bellas Artes de Bilbao
montcada, 15-23, barcelona ajuntament de barcelona reforma y adaptación a uso museístico 1981-1986; 1998-1999; 2003; 2009-2011 (anexo nueva planta) Jordi Garcés (con Enric Sòria primera actuación; con Daria De Seta y Anna Bonet, anexo nueva planta) M. Inaraja, R. Soto, J. Lleal, J&G Asociados, J.i . Eskubi Jordi Garcés closa alegret, ohl
ubicación entitad titular tipo de actuación fecha arquitectura museografía
producción y montaje
carrer d’isaac newton, 26, barcelona obra social “la caixa” remodelación y ampliación nueva planta 1994-2004 Robert y Esteve Terradas Jorge Wagensberg - Hernán Crespo (fundación la caixa); Grupgraf, Saguecom, Marc Boada, Javier Mariscal, rsa cosmos, Jesús Moreno y Asociados, Joan Sibina y Augusto Saavedra marsicano, péndulum, metode, espai visual, Josep María Solé, saroc, gálic
Museu del Cinema Museo del Traje ubicación entitad titular tipo de actuación fecha museografía colaboradores
avenida de juan de herrera, 2, madrid administración general del estado remodelación 2003-2004 Ginés Sánchez Hevia Bonadei & Grassia Vancram (iluminación)
ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura y museografía colaborador producción y montaje
Museu de la Música ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura y museografía colaboradores producción y montaje
lepant, 150, barcelona ajuntament de barcelona, institut de cultura acondicionamiento para uso museístico 2006-2007 Dani Freixes, Eulàlia Gonzalez, Pep Anglí (Varis Arquitectes) Marta Andreu, María Marín croquis
carrer de la sèquia, 1, girona ajuntament de girona rehabilitación y adaptación a uso museístico 1994-1998 Dani Freixes, Eulàlia Gonzalez, Pep Anglí (Varis Arquitectes) J. Mallarach, A. Alsina, J. Roig, Maria Domènech (iluminación) relluc
Museo Nacional de Escultura ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura y museografía colaboradores
producción y montaje
cadenas de san gregorio, 1-3, valladolid administración general del estado ampliación 2001-2009 Nieto Sobejano Arquitectos P. Quero, C. Ballesteros, J. C. Redondo, L. Labradero, D. Bouvier, V. Perelló, E. García Piza, M. Mesas ute ypuntoending y sit
Villa Romana La Olmeda ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura y museografía contratista
cl-615, km 55, pedrosa de la vega (palencia) diputación provincial de palencia nueva construcción 2005-2009 Paredes y Pedrosa Arquitectos ute la olmeda, intervento (iluminación)
Museo Madinat al-Zahra ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura colaboradores
Fundació Francisco Godia ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura museografía
diputació, 250, barcelona dopplette, s. l. remodelación y adaptación a uso museístico 2007-2009 Garcés - De Seta - Bonet Daria de Seta
museografía producción y montaje
Museo Cerralbo ubicación entidad titular
Museo de La Rioja ubicación tipo de actuación fecha arquitectura museografía colaboradores producción y montaje
plaza de san agustín, 23, logroño administración general del estado, comunidad autónoma de la rioja (gestión) 2006-2013 José Miguel León Pedro Feduchi J. Gimeno, B. Roldán, I. Arenas, A. Martín expociencia
tipo de actuación fecha museografía colaboradores producción y montaje
ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura museografía producción y montaje
serrano, 13, madrid administración general del estado remodelación del edificio y renovación del montaje de la colección permanente 2008-2013 Frade Arquitectos ute acciona - empty - man, frade arquitectos (diseño) ute acciona - empty - man
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía ubicación entidad titular tipo de actuación fecha museografía colaboradores contratistas
santa isabel, 52, madrid administración general del estado renovación de salas 2010-2011 Herreros Arquitectos M. Fraile, V. Meléndez (responsable del proyecto) T. Rueda (iluminación), M. Sal (gráfica) sacyr, art per cent (instalación obras)
ventura rodríguez, 17, madrid administración general del estado recuperación de ambientes originales 2002-2013 Lurdes Vaquero Argüelles y Julio Acosta cromática y taller 18 (restauración), Maria Domènech (iluminación) amar xxi, exmoarte, alcoarte, horche 143
Museo Nacional del Prado ubicación
Museo Arqueológico Nacional
conjunto arqueológico madinat al-zahra, a-431, km 5,5, córdoba administración general del estado, junta de andalucía (gestión) nueva construcción 2005-2009 Nieto Sobejano Arquitectos M. Ubarrechena, C. Ballesteros, P. Quero, J. C. Redondo, M. Mesas Nieto Sobejano, Frade Arquitectos empty
entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura museografía
colaboradores contratista
paseo del prado, s/n, madrid administración general del estado ampliación y reordenación de colecciones 2002-2007 Rafael Moneo Rafael Moneo (edificio jerónimos), cuerpo facultativo de conservadores del museo y área de exposiciones (edificio villanueva) Rafael Moneo (edificio villanueva), Jesús Moreno y Juan Alberto García de Cubas ute el prado
Museo de las Colecciones Reales ubicación entidad titular tipo de actuación fecha arquitectura colaboradores contratista
palacio real, madrid patrimonio nacional nueva construcción 200o-2014 Mansilla + Tuñón S. Hernán, M. Peralta, R. Arend, A. Regueiro fcc construcciones, dragados
Ángel González García
Profesor Titular de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid. A lo largo de su trayectoria, ha compaginado la labor docente con otras actividades, como la participación en el proyecto artístico y expositivo de la Galería Multitud (1975-1976), vinculándose después a la Galería Buades. Ha ejercido la crítica de arte en Cambio 16 y en El País y ha formado parte del comité de selección de los Salones de los 16 en sus primeras ediciones; ha sido director de los Seminarios de Arte y Estética del Círculo de Bellas Artes de Madrid y asesor de adquisiciones del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Como comisario de exposiciones, cabe señalar: Carlos Alcolea (1998) y Carlos Franco en Silos. La obra gráfica (2007) y, junto con María Vela Zanetti, Andrés Rábago «El Roto» (2009), además de su participación en las significativas: 1980 (1979) y Madrid DF (1980). Premio Nacional de Ensayo en 2001 por su libro El Resto. Una historia invisible del arte contemporáneo. Prolijo escritor y ensayista, entre sus libros merecen mención: Religión arte pornografía (2014); Roma en cuatro pasos. Seguido de algunos avisos urgentes sobre decoración de interiores y coleccionismo (2011); Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte (2008); Arte y Terror (2008) y Alberto Giacometti. Obras, escritos y entrevistas (2006). A estos se añaden sus múltiples colaboraciones en catálogos de exposiciones, como Bonnard (1983); Picasso. Suite Vollard (1991); Los cuerpos perdidos: Fotografía y surrealistas (1995); Arte moderno y revistas españolas: 1898-1936 (1996); Zush: la campanada (2000); Manet en el Prado (2003); Giuseppe Pagano. Vocabulario de imágenes (2008); Antonin Artaud (2009); Los Esquizos de Madrid. Figuración madrileña de los 70 (2010); Chardin (2011); Luis Frangella. La jarra vertiente o Máquina de dibujar (2011); Luis Claramunt. El viaje vertical (2012) y Economía Picasso (2013), así como su participación en la edición facsímil del libro A. Rodchenko y V. Stepanova: La Aviación soviética (2009) y diversos textos dedicados a la obra de Juan Navarro Baldeweg, Carlos Pazos y Sigfrido Martín Begué y el ensayo «La arquitectura nunca duerme (Una casa para elefantes y otras cosas por el estilo)» (2014), además de su participación en revistas como El Paseante, Arte y parte, Sileno, Acto y Fluor. Profesor invitado a impartir conferencias, cursos y seminarios de doctorado en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, Universidad de la Gomera, Universidad de Málaga, Fundació Tàpies, Fundación Mapfre, Museo Fundación Thyssen-Bornemisza, Círculo de Bellas Artes, Academia de España en Roma o la Fundació la Caixa.
Juan José Lahuerta
Arquitecto y profesor de Historia del Arte y la Arquitectura en la Escuela de Arquitectura de Barcelona. Es autor de distintos libros sobre temas de arte y arquitectura contemporáneos, como por ejemplo, entre otros, de 1927. La abstracción necesaria (1989); Antoni Gaudí. Arquitectura, ideología y política (1993); Decir Anti es decir Pro. Escenas de la vanguardia en España (1999); Le Corbusier. «Espagne». Carnets (2001); El fenómeno del éxtasis (2004); Japonecedades (2005); Destrucción de Barcelona (2005); Le Corbusier e la Spagna (2005); Estudios antiguos (Premio internacional de ensayo del Círculo de Bellas Artes (2009) y Humaredas. Arquitectura, ornamentación, medios impresos (2010). Ha sido el editor del volumen de ensayos de las Obras Completas de Salvador Dalí (2005). Ha colaborado con distintos museos en exposiciones como Dalí. Arquitectura (Barcelona, 1996); Arte Moderno y revistas españolas (Madrid, Bilbao, 1996); Universo Gaudí (Barcelona, Madrid, 2002); París-Barcelona (París, Barcelona, 2002) y Dalí, Lorca y la Residencia de Estudiantes (Madrid, 2010). Es miembro del consejo de redacción de Casabella (Milano) y fundador y director de la editorial Mudito&Co (Barcelona). Ha sido asesor del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid), senior curator del Museu Picasso (Barcelona) y profesor en New York University. En la actualidad es Jefe de Colecciones del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC).
Javier Arnaldo
Doctor en Historia del Arte y profesor titular de esta asignatura en la Universidad Complutense de Madrid. Cursó sus estudios en la Universidad Autónoma de Madrid, Ludwig-Maximilian-Universität de Múnich y Freie Universität de Berlín. Ha sido becario investigador de la Fundación Alexander von Humboldt en el Instituto de Historia del Arte de la Universidad de Hamburgo y en el Warburg Institute de Londres y entre 2001 y 2011 trabajó en el Museo Thyssen-Bornemisza como conservador-jefe adjunto y director de investigación. Entre sus publicaciones están los siguientes libros: Fragmentos para una teoría romántica del arte (1987); Estilo y naturaleza. La obra de arte en el romanticismo alemán (1990), Las vanguardias históricas (1993); Caspar David Friedrich (1996) e Yves Klein (2000). Ha sido comisario o co-comisario de muy diversas exposiciones, entre las que cabe descacar: Ángel Ferrant (1999); Analogías Musicales. Kandinsky y sus contemporáneos (2003); Brücke. El nacimiento del expresionismo alemán (2005); ¡1914! La vanguardia y la Gran Guerra (2008); Goethe: Paisajes (2008) y Bores / Mallarmé (2012). Sus artículos científicos han tratado diversos temas de la historia cultural de la Edad Contemporánea. Ha estado asimismo al cargo de algunas ediciones, como, por ejemplo, los escritos de Ángel Ferrant (1997) y Los cien aforismos de Franz Marc (2001). Entre sus publicaciones recientes están los libros colectivos: Goethe: Naturaleza, arte, verdad (2012); El arte en su destierro global. Cultura contemporánea y desarraigo (2012); Cuando las imágenes tocan lo real (2013) y Modelo museo. El coleccionismo en la creación contemporánea (2013).
Selina Blasco
Doctora en Historia del Arte y profesora de la Sección Departamental de Historia del Arte III (Contemporáneo) en la facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid. Trabaja sobre escritos de arte y sobre relaciones entre texto e imagen. Ha impartido e imparte cursos de posgrado y máster sobre «La imagen descrita», «Investigación y Teoría en Bellas Artes» (Máster en Investigación en Arte y Creación) y «Arte como Diseño» (Máster en Historia del Arte Contemporáneo y Cultura Material-MNCARS). Ha formado parte de proyectos de investigación I+D financiados en convocatorias públicas y escribe sobre relaciones entre arte, objetualidad y arquitectura, intervenciones artísticas en espacios expositivos y prácticas artísticas como investigación. Ha sido miembro de jurados para la concesión de premios y selección de proyectos artísticos y colabora como experta evaluadora de Proyectos I+D con la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva (ANEP).
Rocío Robles
Doctora en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid. Ha disfrutado de una beca de investigación en el Departamento de Exposiciones del Museo Reina Sofía (2012-2014), participando así en distintos proyectos expositivos; ha obtenido también una beca de colaboración y prácticas museológicas en la Peggy Guggenhein Collection, Venecia (2002) y una beca de Formación de Personal Investigador de la Comunidad de Madrid (2002-2006), realizando estancias en Milán y en París (Centre André Chastel - CNRS - Paris IV - Sorbonne). Miembro del equipo de comisarios para la exposición Encuentros con los años 30 (Museo Reina Sofía, 2012), su actividad profesional también se extiende a otras instituciones y museos nacionales, y ha colaborado con el Museo Thyssen-Bornemisza, el Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente y el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (MUSAC). Es autora de diversos libros y artículos, entre los que cabe señalar Pintura de humo. Trenes y estaciones en los orígenes del arte moderno (2008); La colección. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Claves de lectura (parte I) (2010); «Le Train Bleu: la couleur et le mouvement d’un voyage» (2006) y «Tatlin. Sueños de hierro» (2002), y ha participado en el catálogo Fotos & libros. España 1905-1977 (2014). A estos se añaden sus trabajos para Ediciones de La Central, con los ensayos, entre otros, Picasso. Guernica, 1937; Picasso surrealista; Picasso y Braque cubistas y Juan Gris, y la edición de Picasso y sus críticos I. Recepción del Guernica, 1937-1947 y Picasso y sus críticos II. Los años comunistas (2012). Invitada a impartir clases y conferencias en universidades y museos españoles (Museo del Prado, Universidad de Salamanca, Universidad Autónoma de Madrid, Universidad Complutense de Madrid, CSIC, CAAC / Universidad Internacional de Andalucía - UNIA). Ha sido docente en la UNED (2008) y en la actualidad es profesora de Historia del Arte en la UCM.
Iker Seisdedos
Periodista; licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto, cursó el máster en periodismo El País - Universidad Autónoma de Madrid. Trabaja en el rotativo madrileño desde 2004. Tras pasar por El Viajero, El País Semanal y Tentaciones, fue responsable brevemente de EP3, suplemento juvenil del diario. Entre 2007 y 2015 fue Jefe de Sección de Cultura. Es redactor jefe del área de «Domingo» del periódico. Forma parte, desde su fundación, de El Estado Mental, revista bimestral sobre cultura e ideas, de la que actualmente es editor asociado. Es profesor de Ensayo de SUR (Escuela de Profesiones Artísticas, impulsada por el Circulo de Bellas Artes y La Fábrica).
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