Introducci贸n
Escenas insurgentes
«He estado al alcance de todos los bolsillos, Porque no cuesta nada mirarse para dentro. He estado al alcance de todas las manos Que han querido tocar mi mano ‘amigamente’. Pero, pobre de mí, no he estado con los presos De su propia cabeza acomodada. No he estado en los que ríen con solo media risa, Los delimitadores de las primaveras. No he estado en los archivos ni en las papelerías Y se me archiva en copias y no en originales. No he estado en los mercados grandes de la palabra, Pero he dicho lo mío, a tiempo y sonriente.» Silvio Rodríguez, «Resumen de Noticias».
«I am signaling you through the flames. The North Pole is not where it used to be. Manifest Destiny is no longer manifest.»* Lawrence Ferlinghetti, Poetry as Insurgent Art.
«We are the ones we were waiting for.»** June Jordan, «Poem for South African Women».
* [Te señalo desde las llamas./ El Polo Norte no está dónde solía estar./ El Destino Manifiesto ya no es manifiesto.] ** [Somos las que estábamos esperando.]
F
inales de los años noventa. Un grupo de mujeres afroamericanas agita las banderas de su sindicato en New Haven, Connecticut. Trabajan para el hospital de Yale haciendo camas, limpiando suelos, son enfermeras, son celadoras, reciben un salario miserable, no tienen beneficios de salud. El ambiente es festivo, miles de personas caminan por las calles de New Haven pidiendo justicia, salarios dignos, respeto a la actividad sindical. En una de las esquinas un grupo de estudiantes republicanos (sector mal llamado libertario) agita una pancarta en la que se califica de vagos antiamericanos a los trabajadores sindicalizados y se nos exige que volvamos a trabajar para purificar nuestras almas. Una de las trabajadoras afroamericanas chasquea la lengua y mueve la cabeza «can you believe that?» (¿te lo puedes creer?). «No», le contesto, mientras redoblamos nuestros cánticos y nuestros gritos de justicia en la cara de estos niñatos privilegiados. Las filas se aprietan, estudiantes de doctorado, precarios laborales, secretarias, administrativos, enfermeras, mecánicos, jardineros, limpiadores, gente salida de esos barrios que la Universidad de Yale ignora o quiere simplemente comprar a precio de saldo; un solo corazón latiendo, una masa de gente por la justicia que el New York Times reducirá, si acaso, a una o dos fotos de individuos gritando como animales, si pueden ser personas de color mejor, que nunca hay que perder la oportunidad de reforzar estereotipos racistas. ¿Por qué nunca sacan imágenes panorámicas de las protestas en este país? [Fundido en negro] Detroit, otoño de 2002. Está a punto de empezar la segunda guerra de Irak. Un grupo de amigos madruga para ir a una protesta contra la guerra en el centro de la ciudad del motor. Montamos en el coche con cara de sueño, café en vaso de plástico, en el trayecto apenas hablamos y si lo hacemos es solo para intercambiar información práctica: qué autopista tomar, quién tiene un cigarrillo, dónde está la bolsa de los donuts. La noche anterior nos hemos acostado tarde pintando pancartas y llenando latas de cerveza de peniques para hacer bulla.
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Estamos a punto de llegar a Detroit, buscamos aparcamiento entre casas vacías y apuntaladas con chapas de maderas, a lo lejos se divisa el skyline de la ciudad con sus hoteles abandonados y sus tiendas pobladas solo de fantasmas de otra época de bonanza económica. Caminamos rápido, apretados unos contra otros, los abrigos cerrados y el ceño fruncido. El frío no deja hablar mucho, las pocas palabras que se caen de la boca salen mezcladas con el vaho y el humo de algunos cigarrillos. En la avenida Woodward ya hay un grupo de manifestantes, en los altavoces de la marcha suena el Imagine de John Lenon o alguna canción de Cat Stevens, el partido revolucionario de Bob Avakian pasa panfletos defendiendo el socialismo como única salida a las guerras imperialistas. Un policía montado a caballo vigila desde la esquina con mirada sardónica; nunca se sabe si están para protegernos o para arrestarnos. Dos hippies de sesenta años sonríen cansados, como si la guerra de Vietnam no hubiera acabado nunca. Un ministro afroamericano pronuncia un discurso en favor de la paz. No somos muchos, pero somos. Avanzamos por las calles del centro de Detroit. «What do we want? Peace!! When do we want it? Now!!» (¿Qué queremos? ¡Paz! ¿Cuándo la queremos? ¡Ahora!). Entre consigna y consigna La Necha me dice que esto se parece mucho a protestar en un desierto o en una zona de guerra. No queda nadie en el centro de Detroit, una ruina industrial, una ciudad en la que hubo no una, sino muchas guerras contra la clase trabajadora, contra la mayoría negra; guerras crueles de alta y baja intensidad que duraron hasta que los blancos ricos decidieron marcharse con su dinero a los suburbios, abandonando la ciudad del motor a su propia suerte, una suerte miserable que se compra y se vende en casinos que hacen a los pobres más pobres. Estamos en contra de la guerra, la que devastará Irak y la que devastó Detroit, la guerra doméstica y la imperialista. Lo queríamos ya, lo queríamos y lo queremos AHORA. [Fundido en negro] San Diego, CalifAztlan, 2011. En el parque adyacente a la Lincoln High School hay un camión de una compañía de alquiler decorado con banderas de México, Cuba y Venezuela. Las banderas rojas con el guerrero azteca de la organización revolucionaria Unión del Barrio y las máscaras zapatistas ondean tras los micrófonos sobre los que todavía no hay nadie. De los altavoces sale a todo volumen la música de Calle 13. El parque se va llenando poco a poco de gente joven que tararea canciones de Calle 13 y corridos de los Tigres del Norte. Familias, grupos de amigos, el pueblo trabajador chicano, estudiantes, maestros, camareros, la gente que vive al sur de la autopista ocho para participar
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en la marcha zapatista. Poco a poco nos congregamos alrededor del camión, uno tras otro dirigentes de Unión del Barrio y del colectivo zapatista, que son las principales organizaciones convocantes, desgranan consignas y análisis sobre la necesidad de organizarse como pueblo ocupado, tierra y libertad, la dignidad rebelde, Zapata y Villa, la brutalidad policial contra nuestra gente, la migra, el sueño de una patria libre, la solidaridad con los pueblos hermanos de Cuba y Venezuela, la solidaridad interracial e internacionalista con los socialistas afroamericanos. Arranca el camión y comienza la marcha por el corazón del barrio Logan, uno de los barrios chicanos más antiguos de la ciudad. «Zapata vive, la lucha sigue, sigue», «Ramona vive, la lucha sigue y sigue» y ese año cantamos también «Ernesto vive, la lucha sigue, sigue», para conmemorar el reciente fallecimiento de Ernesto Bustillos, uno de los fundadores de Unión del Barrio. Hace calor, es una marcha larga, de punta a punta del barrio. Una muchacha con una camiseta negra del rapero Tupac Shakur y un piercing en el labio reparte botellas de agua entre los participantes de la marcha. Hay una belleza infinita, incalculablemente comunista en la mano que alarga y la que recibe la botella, en el cuidado y la ayuda que nos procuramos unas a otras, en ese quererse y cuidarse por el simple hecho de estar caminando animados por el espectro de Zapata, se vuelven a abrir las grandes alamedas para que pasen los pueblos también aquí donde menos nos esperan. De un taller de autos salen cuatro o cinco mecánicos, tienen el rostro tiznado de grasa y de sus frentes y sus gestos cansados caen gotas de sudor y sonrisas. «¡Viva el pueblo trabajador!», gritamos; «¡viva!», responden ellos. Por un momento con los puños en alto todo parece posible. Empieza a caer la tarde cuando llegamos al Chicano Park. Un viejo militante canta unos corridos de la revolución y una canción dedicada al Che Guevara mientras toca la guitarra. Uno de los oradores nos recuerda al final que Zapata hizo de su consigna tierra y libertad, porque sin la tierra no se puede ser libres y al pueblo mexicano de este lado de la frontera siguen sin devolverle la tierra que le robaron en 1848. [Fundido en negro] Una pareja de organizadores sindicales llama a la puerta de una oficina. «¿Tienes un minuto para hablar de la situación de los profesores contratados a tiempo parcial?» «No, lo siento.» La puerta se cierra, porque nunca hay tiempo, porque las dos frases más repetidas en cualquier lugar de la geografía de Estados
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Unidos son: «tengo prisa» y «estoy agotada», porque hay miedo, porque no conviene arriesgarse a que te vean hablando con esa gente que tiene fama de meterse en problemas, porque, aunque sea un trabajo de mierda, te da de comer a ti y, tal vez, también a tus hijos. Pero las puertas de las oficinas se abren y los organizadores sindicales aprenden a no preguntar «tienes un minuto» y empiezan directamente a hablar de la precarización laboral, de la falta de seguro médico, de las horas extras que nunca se pagan y de la necesidad de vencer el miedo y unirse en la huelga. La noche antes de la huelga nos juntamos en casa de «los carlonchos», como le decimos cariñosamente a Carlos y Alberto. Podríamos habernos quedado cada uno en nuestros departamentos, pero había cosas que hacer, no servía esperar solos una huelga como el que espera al metro, no servía quedarse frente a la televisión, la lógica era otra. El apartamento es chico, pero tiene buena calefacción y no faltan unas cervezas o un ron para calentarnos en mitad del frío y la nieve de Michigan. Aurelia llega tarde, tapada hasta el cuello con un abrigo de plumas y muchas bufandas, las gafas empañadas, el aliento cortado por la tormenta de nieve y varias cajas de pizza apiladas contra el cuerpo. Entre risas y bromas terminamos algunas pancartas, Aurelia y Manuel esparcen las pizzas por el suelo, nos apelotonamos alrededor de las cajas como palomas escuálidas de parque. Dormimos todos apelotonados en colchones, en el suelo, compartiendo cama sin ser pareja, al calor de los cuerpos, esperando el fragor de la lucha por venir. No amanece todavía y ya se organizan turnos colectivos para ir a la ducha. Por la mañana, nos congregamos a las puertas del sindicato, donde distribuyen las tareas del día, sale vaho de las bocas, se frotan las manos, se bebe café sin parar, nuestra gente patea el suelo contra la nieve para entrar en calor. Nos toca ir a las obras de un hospital y pedirle a los trabajadores que se solidaricen con nuestra huelga de profesores precarios de la Universidad de Michigan. El día anterior hemos pactado con sus enlaces sindicales el paro de la construcción a cambio de futuras acciones de solidaridad con sus reivindicaciones, pero al bajar la cuesta y avizorar al grupo de obreros montados sobre los andamios, nos asaltan las dudas y las obvias diferencias de clase y de trabajo. Uno de los jefes de cuadrilla se adelanta para saludarnos, sus manos rugosas, cansadas y ásperas contrastan con la delicadeza y finura de las nuestras, acostumbradas solo a golpear las teclas de una computadora, manchadas si acaso por el polvo de las tizas. Su sonrisa franca y afable contribuye a limar un poco las diferencias. Mientras se quita el casco, se limpia el sudor y se e nciende un cigarrillo, nos pide que le expliquemos, por qué estamos en
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huelga, por qué queremos que paren. Es curioso cómo la facilidad de palabra, incluso la incontinencia verbal que nos desborda en las clases y en otras actividades, colapsa cuando tenemos que elegir palabras francas y potentes para explicarle a este grupo de hombres por qué peleamos y qué podemos tener en común. Y, sin embargo, pese a nuestras torpes explicaciones, poco a poco palabras como «patrón», «mesa de negociación» o «piquete» vuelven a adquirir sentido y los trabajadores recogen sus cosas y montan en sus camionetas renunciando a un día entero de salario. Los cánticos de alegría estallan: ¡obreros y maestros unidos jamás serán vencidos! ¡Sí se puede! Cantamos, saltamos, combatimos el frío hasta que vemos a un trabajador que, colgado de una ventana, nos dice que él no piensa parar porque nadie le ha avisado y no entiende qué tiene que ver con las cosas que nosotros pedimos. Entendemos o creemos entender sus razones. Cuando caminamos de vuelta a los piquetes, lo divisamos a lo lejos agitando los brazos en la parte de abajo de una cuesta, caminamos hacia él, nos abraza uno por uno: «Perdón, compañeros, no sé lo que me ha pasado, tuve un momento de flaqueza, estaba escuchando sus cantos y me he sentido un miserable por seguir trabajando, un esquirol, no me lo hubiera podido perdonar nunca». El encuentro es conmovedor. No recuerdo todos los detalles de aquella jornada interminable de huelga, ni el balance del contrato sindical, pero jamás olvidaré la cara de este compañero. Para él y con él escribo, atravesado de ese momento fulgurante y anónimo de solidaridad. [Fundido en negro] 2011, entro en un cuarto de un apartamento alquilado en Eugene, Oregon, desde donde se organiza la campaña sindical. Reconozco el parecido con otros cuartos de otros lugares de Estados Unidos donde se organizan resistencias cruzadas, las mismas gentes, el mismo mobiliario destartalado. En la habitación central, la luz oblicua y tenue de un fluorescente arroja luz sobre un grupo de militantes que están reunidos. Sobre la pared hay sillas plegables, una mesa de madera de ínfima calidad llena de panfletos, pegatinas, chapas, un megáfono y una pancarta doblada. En la pared hay fotos de protestas, carteles en defensa del derecho a la salud y la educación, un póster de Mumia Abu Jamal y otro con una caricatura de George Bush, una nariz de Pinocho impostada sobre su cara mientras sostiene un cuento para niños con el libro al revés. Al fondo hay dos cubículos que simulan ser oficinas, con viejas computadoras y mesas de escritorios donde no cabe ni un alfiler, una taza de café viejo, libretas con nombres y
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direcciones, unas tijeras, un par de rotuladores. Tras esos escritorios se sientan Patty o John, que por 20.000 dólares al año dicen que trabajan de 9 a 5, pero no se van nunca a casa antes de las siete y no descansan los fines de semana, porque, a diferencia de sus jefes sindicales, creen en la causa. En el círculo de sillas ya se han presentado Katie, que es madre soltera de dos criaturas, pero no tiene seguro médico; Glen, un taciturno estudiante del community college que no cree en la guerra y trabaja en el McDonald's de la esquina para poderse pagar su educación; Lachelle, que es enfermera en un hospital y quiere un sindicato, pero tiene miedo de su jefe que además trata de acostarse con ella porque es una mujer de color y cree que tiene derecho; Yesenia, que trabaja haciendo camas y limpiando habitaciones en un hospital aunque no tiene papeles y vive aterrorizada con la posibilidad de que la deporten, porque sus hijos nacieron en Estados Unidos; Cindy, que tiene casi 70 años y maduró políticamente en los sesenta luchando por los derechos civiles y el derecho a acostarse con su compañera de toda la vida; Anthony, que es miembro del partido demócrata aunque está decepcionado con Obama. Y por supuesto, estará George, que aunque lleva una camiseta de Malcolm X y juzga a todo el mundo como insuficientemente radical, se pasa las noches al teléfono informando sobre nuestras actividades al FBI.
Otros modos de mirar el imperio: teoría y praxis de la insurgencia invisible Insurgencias invisibles trata de «pensar/actuar» a partir de estas y otras escenas una gramática de la insurrección que dé cuenta del ruido de la lucha pero también del tedio y la falta de glamour de la militancia política, esa obstinación cotidiana que, sin faltarle deseo o fuerza, es condición necesaria de la rebelión. La protesta, el piquete, la huelga, son solo la parte más visible de un trabajo invisible: las visitas a oficinas y casas, las reuniones interminables, las conversaciones incómodas y difíciles con compañeras y compañeros de trabajo, las tardes de domingo que podríamos pasar en el sofá y pasamos haciendo llamadas de teléfono, los gestos pequeños, todo cuenta, no solo la lógica y la gloria de un individuo en un momento explosivo de insurgencia. Para que Rosa Parks se sentara en el asiento de los blancos en Montgomery, Alabama, fueron necesarios muchos cuerpos y muchas intensidades anónimas, mucho coraje sin nombre. Son todas y todos estos anónimos militantes quienes forman la única esperanza de un futuro mejor dentro y fuera del corazón de la bestia.
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Tanto en la belleza explosiva de las grandes escenas de insurgencia como en los momentos cotidianos más banales de organización colectiva en los que he participado, siempre me he sorprendido pensando ¿sabrán que estamos aquí? ¿Se podrán imaginar fuera de Estados Unidos que haya gente aquí que resista y luche? En el origen de esta pregunta está la primera semilla de este libro, porque cada vez que hago un viaje fuera de Estados Unidos, cada vez que abro un periódico fuera de este país o cuando leo uno de esos libros de antropología cultural y divulgación como El planeta americano (1997), de Vicente Verdú, América (1986), de Jean Baudrillard, o incluso los viajes a la hiperrealidad de Umberto Eco, no puedo evitar pensar que la imagen que tienen de Estados Unidos es la de un siniestro basurero capitalista poblado de obesos blancos e ignorantes que desconocen las nociones más básicas de geografía, política o cultura general. No es que esta imagen no contenga una parte de verdad, es más bien que a casi todas estas descripciones aberrantes de la cultura norteamericana subyace el goce secreto de quienes encuentran motivos para sentirse de alguna manera superiores a la potencia colonial que les domina. Consumimos sus películas, admiramos su cultura, copiamos su modo de vida, renunciamos completamente a nuestras señas de identidad, pero en el fondo podemos dormir tranquilos, porque somos superiores a esa manada de americanos ignorantes y groseros. Sin embargo, da grima encender la televisión en Santiago de Chile, en Madrid o en Ciudad de México y comprobar que casi todos los programas de televisión son clones de programas de televisión estadounidenses, incluso los más progresistas e innovadores. La gran paradoja consiste en que, a la vez que avanzan las nociones de relativismo cultural impuestas por la postmodernidad, se impone una sola cultura en todo el planeta que no deja más resquicio que la autocontemplación narcisista de nuestra supuesta superioridad cultural con respecto a Estados Unidos. En el caso del Viejo Continente, la idea de Europa como cuna de la civilización y alternativa a las groseras políticas imperiales de Estados Unidos tal y como la defienden, por ejemplo, Habermas o Derrida, no es más que la consolación melancólica de los viejos intelectuales de los imperios arrumbados. Por eso, estas antropologías baratas de la consolación ciegan más que iluminan, no nos dejan ver que hay más, que no es verdad, como ha escrito Jean Baudrillard, que por debajo de la pirotecnia mediática, del espectáculo capitalista no haya nada, signos sin referente. Por debajo del espectáculo capitalista, «estamos ustedes» que dirían los zapatistas, las personas y las luchas que se describen en este libro, ¡estamos aquí! No todo el país son los blancos orgullosamente ignorantes del Midwest. Hay otro país que lucha subterráneamente
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contra la explotación capitalista, contra la herencia invisible de la esclavitud, contra las guerras imperialistas, contra la privatización de la enseñanza y la salud, contra las estructuras laborales de explotación neocolonial, contra el complejo industrial de prisiones, contra el racismo, etc. De norte a sur, de este a oeste, hay una insurgencia invisible que como el viejo topo de Marx lucha por salir a la luz, dar un golpe en la mesa y voltear la historia en nombre de un presente más tolerable y un futuro más justo, también aquí donde menos nos esperan, «we were the ones we were waiting for» (somos las que estábamos esperando) como afirma la poeta sudafricana June Jordan. Insurgencias invisibles es, en primer lugar, un intento de dar a conocer la heterogeneidad y multiplicidad de luchas subterráneas que acontecen en Estados Unidos sin que se sepa nada o se sepa muy poco dentro y fuera de sus fronteras. Pero no solo es la suma de esos sujetos que no salen en las noticias ni dentro ni fuera del país, es también un modo de mirar la realidad a partir de lo concreto de esas luchas. En las universidades norteamericanas —y supongo que en otras partes también— está muy de moda decir «mi militancia política es lo que escribo», «mis libros son mi praxis política». Los intelectuales tendemos a ser mutilados epistemológicos, pensamos que las palabras son las cosas, creemos, cuando nos ponemos estupendos, que escribir contra la pobreza es contribuir a la eliminación de la pobreza. Y aparentemente los que damos clases se lo transmitimos a nuestros estudiantes. En alguna conferencia oí un rumor relativo a un estudio según el cual a mayor grado de educación en Estados Unidos más probable era que el o la estudiante pensaran que hablar de los problemas del mundo era solucionarlos. No sé si tal estudio habrá existido, pero si no existe, puedo dar fe de que en muchos casos sucede exactamente eso. Escribimos justamente contra ese estado de cosas, contra esa pedagogía subconsciente y tranquilizadora que reproduce el mundo tal y como es, con sus ideas dominantes, ideas que, como dijo Marx en La ideología alemana, son siempre y en toda época las ideas de las clases dominantes. Se trata de escribir justamente al revés, es decir, partiendo desde la materialidad de las cosas y de las luchas colectivas para luego teorizar y no al contrario. En este sentido, Insurgencias invisibles está mucho más cerca de los procedimientos hermenéuticos de la crónica policial del escritor argentino Rodolfo Walsh que de los marxismos académicos abstractos de toda laya. «Evidentemente», afirma Walsh, «tengo que decir que soy marxista, pero un mal marxista, porque leo muy poco, no tengo tiempo para formarme ideológicamente. Mi cultura es más bien empírica que abstracta. Prefiero extraer mis datos de la experiencia cotidiana: me interno lo más profundamente que puedo en la calle, en la realidad, y luego cotejo esa
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i nformación con algunos ejes que creo tener bastante claros»1. Fiel a este modo de trabajo y observación descrito por Walsh, este es un libro pensado en y desde el fragor, el ruido y la furia de la calle, un libro que aspira, como dice Ferlinghetti, a señalar desde las llamas, porque hay una inteligencia única que viene de la praxis en general y de la confrontación con las estructuras de poder que explotan y oprimen en particular. Buena parte de la escritura académica tiene por objeto, de hecho, borrar o esconder que existe una inteligencia propia a los movimientos sociales, que el movimiento obrero, los feminismos o los movimientos de liberación negros generan su propia epistemología y sus propias herramientas teóricas en el fragor de sus luchas, que la teoría no se produce solamente en universidades y think tanks, que la separación, en fin, entre teoría y praxis es una mutilación burguesa interesada en calmar conciencias y apagar fuegos. Por eso, Insurgencias invisibles busca teorizar desde el interior mismo de esa inteligencia que viene desde dentro de los movimientos de resistencia al capitalismo y al imperio. No busco ni acompañar ni hablar por quienes luchan a pie de calle, aspiro a escribir desde dentro, desde el interior mismo de las luchas, codo a codo, como un participante más, sin borrar mis privilegios letrados, pero sin ceder a las tentaciones antropológicas de quienes pretenden saber más que los propios oprimidos. Soy consciente de que mi posición es tal vez imposible, de que no se pueden borrar 500 años de escritura letrada de un plumazo, de que la verdadera escritura revolucionaria debería abolir la firma y el nombre, de que los libros deberían ser como las grandes alamedas de Allende y dar paso a un sujeto colectivo y liberado también en la escritura, pero mientras tanto, o precisamente por eso, he tratado de escribir sin mirar desde fuera; con otros ojos, con otros y no sobre otros, acercándome todo lo que pueda hasta que se queme la pupila para autoabolirme y minar la distancia aséptica entre sujeto y objeto que sostiene y autoriza la racionalidad y la mirada hegemónica de Occidente en las ciencias sociales.
Mirar y contar desde adentro: entre la historia oral y la crónica No hay fondo sin forma igual que no hay praxis sin teoría, el medio es el mensaje como diría Marshall McLuham; formamos nuestras herramientas y luego estas nos forman. Por eso no hay nada arbitrario ni gratuito en haber escogido 1 Citado en Hugo Montero e Ignacio Portela, Rodolfo Walsh: los años montoneros, Continente, Buenos Aires, p. 49.
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la crónica y la historia oral como las formas más adecuadas para romper con la mirada y el goce que promueven las antropologías complacientes del imperio. En Weaponizing Anthropology David Price escribe lo siguiente sobre el nacimiento de la antropología moderna norteamericana: «La formalización temprana de la antropología como disciplina ocurrió entre mediados y finales del siglo XIX en una economía política en la que una mezcla de caballeros exploradores, misioneros, funcionarios de los protectorados coloniales, diletantes y sabios ocasionales empezaron a entender poco a poco los compartimientos de los “otros” que vivían dentro de las fronteras del imperio o en sus bordes. Los primeros antropólogos llenaron ese complejo agujero de conocimiento imperial basándose en una comprensión útil de la cultura que era tanto ilustrada como mercenaria.»2
Al nivel más básico, las crónicas que se recogen en este libro tratan de invertir la mirada, darle la vuelta al calcetín de la antropología para mirar a los opresores, poner en el estrado a quienes siempre tuvieron el privilegio de la mirada y la palabra, subsumir en la otredad al sujeto imperial de la antropología que describe Price, darles de su propia medicina. La crónica, que tiene una larga tradición en América Latina que se extiende de José Martí a la crónica queer y proletaria de Pedro Lemebel en Chile, se presta a esta mirada invertida porque es una mezcla de literatura (contiene elementos de ficción), de periodismo (está anclada en la actualidad) y de antropología (enfoca al estudio de los comportamientos e interacciones humanas). Someter al imperio norteamericano a su propia mirada antropológica ya es en sí mismo un gesto preñado de potencialidad política, pero no es suficiente, pues como ha señalado Audre Lorde3 no se puede desmontar la casa del amo con sus mismas herramientas. En las crónicas, por tanto, he tratado no solo de invertir la mirada, sino de mirar también de
2 «The early formalization of anthropology as a discipline occurred in the mid-to late-nineteenth century in a political economy where a mixture of colonialist gentlemen explorers, missionaries, functionaries at colonial outpost, dilettantes and occasional savants slowly came to understand the ways of the “others” that lived within and at the edges of the Empire’s borders. Early anthropologists filled that complex hole of empire’s knowledge base with a useful understanding of culture that was both enlightened and mercenary.» David H. Price, Weaponizing Antropology: Social Science of a Militarized State, AK Press y Counterpunch, Oakland, 2011, p. 14. 3 Audre Lorde, «The Master's Tools Will Never Dismantle de Master's House», en Sister Outsider: Essays and Speeches, Ten Speed Press, Nueva York, 2007.
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otra forma, pues nuestro empeño no es transformar a los oprimidos en voyeurs sino abolir el voyeurismo y la mirada expropiadora imperial. En ese empeño ha sido fundamental aprender del modo de mirar la realidad que han desplegado en su praxis y en su escritura las compañeras de Ecologistas en Acción. El ecofeminismo y el ecomarxismo, por su voluntad de pensar a partir de la contradicción que supone abogar por un crecimiento exponencial infinito en un mundo donde los recursos naturales son finitos, también han tenido que buscar sus metáforas para describir su manera crítica de mirar a la realidad. En Cambiar de gafas para mirar el mundo (2011) Yayo Herrero, Fernando Cembranos y Marta Pascual no solo abogan por el cambio de gafas que el mismo título de su libro indica, sino también por mirar en aquellas zonas que la farola del conocimiento no alumbra. En sus propias palabras: «En ocasiones las categorías culturales se quedan cortas. Solo dejan ver la parte de la realidad que enfoca la farola. Se mira solo el campo que queda delimitado por la categoría. Por eso, muchas personas piensan que las ciudades de la India son más sucias que las europeas. Simplemente contabilizan la suciedad que se ve. La basura generada en las urbes europeas, aunque es muy superior, se ve menos. Mancha y contamina más lejos, más abajo o más arriba. Lo mismo pasa con la higiene compulsiva: mientras limpias tu cuerpo ensucias el planeta con productos químicos, pero esa segunda parte no queda iluminada por la farola.»4
El poder imperial de Estados Unidos funciona exactamente igual: esconde la basura, la violencia, el sufrimiento y la muerte que produce dentro y fuera de sus fronteras a la sombra de la farola, por debajo de las luces de neón y las pantallas que nos miran agresivamente las 24 horas del día. En las crónicas he intentado que la luz de la farola no me deslumbrara en mi incesante búsqueda de las múltiples sombras que habitan el imperio con sus silencios cómplices. Para mirar en la penumbra a veces solo hace falta, como en La carta robada de Edgar Allan Poe, mirar lo que tenemos tan cerca que no somos capaces de ver; y otras veces es necesario distanciarse un poco y mirar oblicuamente como en el cuadro de Holbein, Los embajadores, para ver la calavera o, como después preconizaría Lacan, los trabajos invisibles del subconsciente. En cualquier caso, la mirada anamórfica y fuera de foco que he utilizado en las crónicas es también 4 Yayo Herrero, Fernando Cembranos y Marta Pascua (coords.), Cambiar de gafas para mirar el mundo, Libros en Acción, Madrid, p. 17.
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un grito contra el presente, un no que contiene la fuerza de un sí, porque como escribe Belén Gopegui en Deseo de ser punk (2011) «a veces un grito no es un sonido sacado de quicio; ni es levantar la voz con descompostura y vanidad. A veces un grito es abrir el cajón, sacar una verdad hecha pedazos y ponerla encima de la mesa». Llegados a este punto habrá quienes piensen, dependiendo de su mayor o menor grado de adscripción al pensamiento de la postmodernidad, que la Verdad, así, con mayúsculas, no existe o que si existe conduce al estalinismo, al gulag o las cámaras de gas de Auschwitz. Los lectores de raigambre más foucaultiana tal vez asuman que la verdad existe pero tiene un estatuto epistemológico débil, que a lo sumo podemos hablar de regímenes discursivos de verdad, pero no de una verdad hecha pedazos que rescatar. Quienes estén más al tanto de la vanguardia teórica me citarán al filósofo Alain Badiou y combatirán con energía mi incapacidad para relacionar una verdad universalizable con un acontecimiento revolucionario como la Revolución Cultural China o el mayo del 68. Últimamente y en otros contextos también me han tildado de manejar una noción prehistórica de ideología y me han dado en la cabeza con uno de los doscientos libros del filósofo esloveno Slavoj Žižek para quien la ideología no cubre ninguna verdad oculta o fuera de foco, porque la gente, al fin y al cabo, sabe perfectamente que existen la explotación, el racismo, la miseria, la pobreza, el desastre ecológico y, sin embargo, siguen actuando como si no existieran o no les afectaran. Por lo tanto, recordarles todo eso que no se ve es simplemente perder el tiempo con una vieja noción marxista de ideología, porque todo el mundo, en el fondo, sabe lo que hay debajo de la alfombra, los muertos no están en el armario, la mirada ya está invertida y fuera de foco. No me interesa entrar en estos debates bizantinos sobre el estatuto epistemológico de la verdad, no porque no sean interesantes —aunque a veces, en ciertos recintos académicos, sí que recuerdan un poco la vieja discusión del catecismo sobre si dios es uno o trino—, sino porque mi noción teórica de verdad es contingente y, sobre todo, ligada inseparablemente a la condición inmanente de la lucha contra las estructuras del capitalismo y su gemelo siniestro el colonialismo. De hecho, me interesa esta discusión off Broadway, fuera de los «mercados grandes de la palabra», como dice Silvio Rodríguez, en la escuelita alternativa del Occuppy Los Angeles, por ejemplo. En esta escuela para la insurgencia yo trataba de contar una vez que no había razones para la desesperanza total y les hablaba del 15M y de sus nuevos lenguajes para la revolución, «vamos despacio porque vamos lejos». Entonces, un obrero, sin acritud, sin alzar la voz ni hacer grandes aspavientos, me dijo, «compañero, solo los que tienen
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la subsistencia asegurada, comida en el estómago y un techo, pueden decir eso, los que no tenemos nada no podemos darnos el lujo de ir despacio, porque ellos van deprisa y van por todo». Me interesa más la verdad de este compañero que las grandes abstracciones académicas, no es voluntarismo antiteórico, mi objetivo es justamente escribir a partir de los hallazgos teóricos de quienes luchan, como este compañero, en el corazón de la bestia. Conviene recordar, aunque sea una verdad de perogrullo, que el conocimiento, especialmente el conocimiento para la insurgencia, no solo se produce en las universidades, los think tanks y los canales oficiales de la cultura, sino también en las calles y en los corazones de las y los que luchan y resisten las múltiples formas de opresión que han creado el capitalismo y sus proyectos imperiales. Es cierto que para evitar el goce de la mirada antropológica complaciente sobre el imperio tampoco es suficiente, aunque sea imprescindible, sacar verdades hechas pedazos o mirar al margen de los grandes mercados de la palabra. Por eso, lo que me interesa en este libro es ligar la deconstrucción de la mirada antropológica de las crónicas con una teoría que hable desde el interior de las insurgencias invisibles. Para ello ha sido imprescindible incluir una serie de entrevistas con militantes de distinta raigambre y formación política que «interrumpen» la lógica de las crónicas. No se trata ya solo de mirar lo que la «farola no ilumina», sino de ligar esa visión con los conocimientos y las experiencias de lucha que aportan las entrevistas y conversaciones con Roberta Alexander, Enrique Dávalos, Rommel Díaz, Adriana Jasso, Harry Simón y muchas otras y otros por quienes no hablo, sino que hablan a través de mi escritura. La realización de estas entrevistas es en todo deudora de otro proyecto que he llevado a cabo en los últimos años, The Spanish Civil War Memory Project5. Entre el año 2007 y el 2009, un grupo de estudiantes de doctorado de la Universidad de California en San Diego bajo mi tutela entrevistaron a más de 100 militantes y supervivientes de la Guerra Civil y la dictadura franquista. Entre los muchos frutos que obtuve de este proyecto, estuvo mi propia formación en historia oral. Lo primero que hay que destacar de la historia oral es que al nivel más simple, por la propia naturaleza de los sujetos que casi siempre hablan por ella, la historia oral es la historia de los oprimidos y los explotados contada por sí mismos y en sus propios términos; es la disciplina que se acerca más a que los subalternos sean sujetos de su propia historia. Por eso, la historia oral,
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http://libraries.ucsd.edu/speccoll/scwmemory/
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como canta Silvio Rodríguez, se archiva en copias y no en originales y no se halla en los archivos ni en las papelerías, no es la historia de los vencedores; por eso mismo, posee el potencial de desestabilizar y desmontar los discursos historiográficos del poder, ofreciendo una narración alternativa que no se puede contener dentro de las lógicas institucionales del Estado liberal capitalista ni someter completamente a la lógica espectacular del libre mercado y sus altavoces mediáticos. Pero la historia oral no solo se distingue de la historia hegemónica o de la antropología por los sujetos que hablan por ella, sino que posee una epistemología radicalmente distinta a la de estas disciplinas y a la lógica de la entrevista periodística o el reportaje. El antropólogo decide o negocia cuáles son las preguntas importantes dependiendo de su orientación ideológica y de sus intereses académicos, mientras que el periodista tiende a arrasar al entrevistado y el historiador tradicional simplemente ignora a los oprimidos porque los considera fuentes de información subjetivas y poco fiables. Hay obviamente excepciones a esta lógica disciplinaria, pero lo importante es que en la historia oral lo central es escuchar al entrevistado y dejarlo que cuente lo que quiera contar y que decida cómo contarlo. El entrevistador está presente para potenciar una historia que no es suya, que no le pertenece, esa es la gran diferencia. Esto hace, en primer lugar, que las entrevistas sean particularmente largas, podríamos haberlas editado, pero creo que eso implicaría justamente retroceder y aceptar el tiempo cada vez más acelerado —casi instantáneo— del cibercapitalismo financiero, porque como muy bien explica Santiago Alba «frente al gag y frente a la mercancía, los relatos se nos hacen largos; los libros, las catedrales, las explicaciones, las conversaciones, se nos hacen largas; la muerte de 3.000 o la de 1.000.000 se nos hace larga; la realidad se nos hace larga. Y también, claro (para los que estamos en eso), la revolución se nos hace larga»6. Contra el click, los emoticonos y la fragmentación epistemológica de las llamadas redes sociales, estas entrevistas reivindican el derecho a la lentitud, al tiempo de explicar en detalle; defienden el deseo de narrar desde el principio aunque todo principio sea arbitrario, porque la historia no empieza en el eterno presente de las mercancías, sino que el presente está preñado de nuestros pasados y solo así podremos alumbrar futuros más justos. Defendemos, en suma, el derecho a construir memorias y herramientas de lucha más allá de la inmediatez del mundo espectacularizado y banal que nos rodea.
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Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria, El naufragio del hombre, Hiru, Donostia, 2010, p. 13.
Además de poseer un tiempo propio, la historia oral, tal y como la practicamos en estas entrevistas, presupone una relación afectiva y un sujeto colectivo que rompe las posiciones tradicionales de sujeto y objeto. Imposible contar aquí todo el «tiempo perdido» antes y después de las entrevistas, las comidas compartidas, las risas, la praxis y las barricadas que quedaron «fuera» de la entrevista, pero que constituyen irremediablemente también el sostén y la armadura de la narración que construimos juntos. Es imposible hacer historia oral sin que se produzca un intercambio afectivo entre entrevistados/as y entrevistador/a. La historia oral —y definitivamente estas entrevistas— no son simplemente un intercambio de racionalidades políticas frío y aséptico, sino un diálogo a corazón abierto y desde dentro de una subjetividad política surgida al calor de una serie de luchas compartidas. Por eso, el final de la entrevista ni siquiera es el final de la relación porque los afectos y las militancias han continuado después de poner el punto final de la transcripción, de manera que el texto escrito que se puede leer en este libro es, como diría mi amigo Daniel Noemi, solo un fragmento más amplio de una trayectoria y una velocidad compartidas. A este punto habrá quién me recuerde con Gayatri Spivak que existen las relaciones de poder entre entrevistador y entrevistado (¿puede el subalterno hablar?), habrá incluso quienes piensen que todo esto no es más que una fantasía intelectual que brota del voluntarismo de mi escritura. A quienes piensen así solo puedo invitarles a que lean las entrevistas y juzguen por sí mismos.
Universidad y militancia: una posición de escritura Universidad y militancia probablemente resulten un sintagma inusual; en muchos imaginarios políticos podrían parecer incluso términos antagónicos, especialmente si pensamos en la deriva neoliberal y el intenso proceso privatizador que sufren en la actualidad muchas universidades públicas a nivel global. Elijo este sintagma en primer lugar, porque es deshonesto no mostrar desde dónde se escribe, no se puede hablar desde todos los lugares a la vez, el Aleph solo existe en las ficciones de Borges. Escribo desde la universidad, porque desde los dieciocho años no he vivido un solo mes de mi vida fuera de un campus universitario, sería absurdo pretender ser lo que no soy o escribir con el cuerpo anclado en lugares sobre los que no tengo experiencia directa. Todo lo que narro en las crónicas lo he visto directamente, lo he oído, lo he sentido; únicamente he cambiado algunos nombres y he mezclado personas y lugares para darle cierta coherencia narrativa a lo que cuento que, en cualquier
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caso, trata de reflejar cierta experiencia colectiva de la militancia universitaria en Estados Unidos que parte conmigo pero va mucho más allá de mí y de la universidad. En 1969 el escritor peruano José María Arguedas —otro de mis grandes modelos anti antropológicos y sin duda uno de los más grandes escritores del Perú y de América Latina— decidió quitarse la vida en su despacho de la Universidad Nacional Agraria, La Molina. En su emotiva nota de despedida dejó escrito entre otras cosas esto: «Recibirán mi cuerpo como si él hubiera caído en un campo amigo, que le pertenece, y sabrán soportar sin agudezas de sentimiento con indulgencia este hecho. Me acogerán en la Casa Nuestra, atenderán mi cuerpo y lo acompañarán hasta el sitio en que deba quedar definitivamente. Este acto considerado atroz yo no lo puedo ni debo hacer en mi casa particular. Mi Casa de todas mis edades es esta: la universidad. Todo cuanto he hecho mientras tuve energías pertenece al campo ilimitado de la universidad»7. Como Arguedas, pero sin su final trágico, mi casa de todos los tiempos ha sido y es la universidad; todas mis energías creativas y políticas las he desplegado en y desde la universidad y, como Arguedas, de no mediar algún cambio drástico en mi vida, moriré como trabajador universitario. Salí de España en 1996 porque quería formarme como latinoamericanista y tal cosa era imposible o muy difícil en la década de los noventa, porque, si somos honestos, debemos reconocer que la crisis y la falta de oportunidades no empieza en el 2008, empieza mucho antes, con el modelo neoliberal y desarrollista impuesto con brazo de hierro por la dictadura franquista en los años sesenta y ratificado más tarde por los Pactos de la Moncloa durante la transición. Había muy pocas oportunidades para formarse en la universidad española a no ser que uno tuviera dinero para pagarse un doctorado o contactos dentro de la universidad y yo no tenía ni una cosa ni la otra. Mi intención inicial fue marcharme a América Latina, pero las universidades latinoamericanas en los años noventa estaban incluso peor que las españolas, porque la mayoría de los países de la región andaban inmersos en un proceso de ajuste económico neoliberal del que se beneficiarían, paradójicamente, las grandes transnacionales españolas (Telefónica, Repsol, Endesa, etc.), que compraban a precios de saldo, en un proceso no exento de tintes neocoloniales, las grandes empresas públicas de países como Argentina o Chile. De modo que, un poco por casualidad y otro poco, al menos inicialmente, contra mi voluntad, acabé en Estados Unidos, primero dando clases de español
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http://www.lamolina.edu.pe/Gaceta/notas/arguedas.htm
y más tarde haciendo mi doctorado en literatura y cultura latinoamericana, con un pie en el norte y otro en el sur. La situación que me encontré en las universidades norteamericanas era fundamentalmente contradictoria. Por un lado, era más que evidente que contaban con muchos más medios para desarrollar su actividad docente e investigadora, pero, por otro, la mayoría de esos recursos provenían de fuentes privadas, es decir, de las plusvalías obtenidas mediante la expropiación del trabajo y los recursos ajenos dentro y fuera de Estados Unidos. Con Justin y Andrés, dos compañeros de la Universidad de Emory, en Atlanta, inventamos la parábola del minero boliviano y la coca-cola para dar cuenta de la contradicción en la que estábamos inmersos. La historia decía algo así: «un minero boliviano sale de una mina en Potosí después de una ardua jornada de casi doce horas bajo la tierra. Tiene sed, acude a la cantina y compra una coca-cola a crédito en la tienda de abarrotes de la minera. Del precio de la coca-cola un porcentaje se lo queda el dueño de la minera, otro la central distribuidora en La Paz y el último, el más grande, llega a la central de Coca-Cola en Atlanta que es el máximo benefactor de la Universidad de Emory. De ese porcentaje que la Coca-Cola da a la universidad nos pagan a nosotros». Y lo más interesante de todo esto es que gracias a la coca-cola del minero se financia todo un sistema de producción de conocimiento altamente crítico, incluso radical. En las universidades estadounidenses es mucho más fácil acceder a las grandes teorías críticas del momento, llegar, por ejemplo, al pensamiento feminista de la última ola, entender lo que es el psicoanálisis y la teoría crítica de raza o participar, incluso, en grupo de lectura sobre El Capital de Marx, cosas todas que al menos en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca eran simplemente impensables. La mayoría de las universidades norteamericanas de investigación están sentadas en una montaña de capital (simbólico y material) que, sin embargo, no socializan, en primer lugar, porque, salvo con la excepción de algunas becas para minorías, son para blancos de clase media alta. El radicalismo crítico de la universidad, incluso cierto activismo político, son tolerados e incluso animados por las administraciones de la universidad porque tienen un impacto muy limitado en la sociedad en general o, incluso, en la ciudad en la que están radicadas las universidades. La producción de conocimiento, esos grandes libros que suelen admirarse tan ingenuamente afuera de las fronteras de Estados Unidos, se financian con la «coca-cola del minero boliviano» (llámese Ford, Pfizer o Apple el «benefactor») y se producen en exclusivas torres de marfil completamente segregadas de la mayoría de la población estadounidense.
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Frente a esta situación, la mayoría de los académicos españoles, latinoamericanos o de otras latitudes tienden simplemente a mirar para otro lado, porque no sienten que todo esto tenga nada que ver con sus vidas reales, que son las que dejaron atrás antes de venir a Estados Unidos. El sentimiento que predomina entre académicos es de aislamiento, nostalgia y agradecimiento. Nostalgia por el país, la lengua y la cultura dejadas atrás, aislamiento por sentirse en un país extraño y agradecimiento por poder disfrutar de unas condiciones materiales para leer, investigar y enseñar con las que ni siquiera podrían soñar en sus países. En mi caso, sin embargo, las cosas no fueron del todo así. En primer lugar, porque durante uno de mis años de lector en la Universidad de Brown, en Providence, Rhode Island, tuve la suerte de compartir la oficina con Pepe Amor y Vázquez, un profesor exiliado español, ya jubilado, que me aconsejó, con esa voz ronca y afable que tenía, que no me aislara, porque ese había sido el error de la mayoría de los exiliados españoles, comer lentejas y paella a las dos de la tarde y vivir como si fueran a volver a España a la semana siguiente. Puestos a participar estaba claro que lo que había que hacer era militar, involucrarse de alguna manera en la vida política de la universidad y de las comunidades que rodeaban a la universidad. Gracias al paciente trabajo de educación política de mis compañeros de los sindicatos GESO (Graduate Employees and Students Organization, de la Universidad de Yale) y GEO (Graduate Employees Organization, de la Universidad de Michigan) pude entender relativamente pronto que las universidades norteamericanas permiten la actividad política, la crítica e incluso la solidaridad con todo tipo de causas y formas de opresión y explotación, siempre que estas no ataquen las bases materiales de la universidad. La capacidad de compromiso de un profesor o una profesora norteamericana está directamente relacionada con la distancia a la que se encuentre la causa de los intereses económicos de la universidad. La mayoría de las universidades de prestigio norteamericanas actúan como hedge funds, son, para ponerlo en términos más prosaicos, lavaderos de dinero, porque tienen un estatuto legal non for profit (sin ánimo de lucro) que permite obtener plusvalías mucho más altas y, en el caso de las privadas, además con un alto grado de opacidad. Todas estas universidades tienen un endowment (un capital bruto) que engorda todos los años con inversiones en empresas como la israelí Carterpillar, que se benefician directamente de negocios éticamente tan dudosos como la demolición de casas en la franja de Gaza. Los laboratorios de las universidades son también utilizados como auténticas maquiladoras de investigación, por ejemplo, farmacéutica, financiados a menudo con fondos públicos cuyos resultados después se externalizan a compañías privadas como Bristol Meyers o
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Pfizer. Por otro lado, las universidades utilizan un sistema de contratación de dos tercios, el conocido star system, dentro del cual un porcentaje cada vez más estrecho de los profesores cuenta con salarios y privilegios incalculables, mientras los otros dos tercios (estudiantes de doctorado y postdoctorado, lectores y profesores contratados) hacen la mayoría del trabajo por salarios de miseria, frecuentemente sin seguro médico. De todo esto en general está prohibido hablar, porque uno se puede quedar sin beca o sin puesto de trabajo. No se habla tampoco del tiempo y el dinero que hay detrás de la producción de grandes figuras académicas norteamericanas como, por ejemplo, Harold Bloom, de cómo se financian las condiciones materiales que les permiten producir con el ritmo y la calidad que producen, más allá de acuerdos y desacuerdos con sus trabajos. Antes de que lo diga alguien más ya lo digo yo: sí, este libro y mi propia carrera académica también están inscritos dentro de esa misma lógica de producción material, pero Insurgencias invisibles es el resultado de una doble desobediencia: en este libro sí se habla de las bases materiales de la universidad y de su estructura de explotación laboral o de segregación racial y además se intenta socializar el conocimiento dentro de una lógica de tiempos y espacios robados. Ahora bien, este tampoco es un ensayo sobre la universidad norteamericana (con datos duros y números sobre su funcionamiento), es un libro que mezcla libremente ficción, crónica e historia oral, escrito por un profesor militante que ejerce su actividad docente y política en Estados Unidos. La escritura de este ensayo, por ende, parte de los recintos universitarios, pero no se queda ahí, sale al encuentro del mundo, busca dar cuenta de una experiencia colectiva de muchos estudiantes y profesores que seguimos pensando, a contracorriente del pragmatismo de mercado, que nuestro deber es socializar el conocimiento, salir a la calle a aprender y compartir conocimientos con las y los que luchan. En este sentido, Insurgencias invisibles también trata de invertir la lógica hegemónica de producción del conocimiento: las universidades tratan de apropiarse de los saberes de comunidades subyugadas y encerrarlos en un archivo; en este ensayo tratamos de dar cuenta de una experiencia colectiva inversa de socialización de un conocimiento que parte y se beneficia de la universidad, pero termina en las comunidades que quedan afuera de estos privilegiados recintos de conocimiento. En otras palabras, se trata de que la universidad salga al mundo, de mirar aquello que está fuera de foco en la sociedad norteamericana, como describíamos en las secciones anteriores, desde la universidad, pero sin quedarse en la universidad, entrando por las tres puertas que hemos diseñado para aprehender
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las rebeliones invisibles: «Racismo y lucha de clases», «Fronteras y militancias migrantes» y «El imperialismo y sus enemigos internos». ¿Por qué elegir estas tres puertas y no otras? Al inicio de cada una de las secciones hay una explicación más detallada al respecto, pero lo fundamental es que las tres muestran el lado más oscuro de la explotación y la opresión en Estados Unidos y, por ende, rompen radicalmente con las ficciones del liberalismo imperial norteamericano tal y como ha venido conformándose desde la primera presidencia de Obama, como continuación de las políticas de W. Bush por otros medios. Estas tres puertas giratorias tratan, como ya hemos señalado anteriormente, de abrir la posibilidad de una crítica desde aquellos lugares y aquellas subjetividades insurgentes que están generalmente ausentes de los debates de la izquierda fuera (y no pocas veces dentro) de Estados Unidos. Como en la Rayuela de Cortázar, pero con menos excesos poéticos y menos angustia existencial, las lectoras pueden entrar por cualquiera de las tres puertas giratorias. Pero más allá de los criterios de organización o, mejor dicho, antes de perdernos en disquisiciones epistemológicas y clasificatorias, lo que a mí me interesa, lo que de verdad me inquieta son los efectos políticos que transcienden a la descripción y organización racional de este libro. Como al narrador de la novela Panfleto para seguir viviendo me interesa que mi escritura produzca efectos fuera de estas páginas o que al menos se plantee cómo producirlos. Fernando Díaz, autor anónimo del Panfleto escribe que «cuando los escritores gritan o se cabrean, cuando alguna vez hacen pintadas o algo equivalente a las pintadas, tienen el buen gusto de hacerlas estéticas y refinadas para que no se note que son rabia escrita mal y pronto, sino que parezcan sobre todo arte o literatura, igual que sus cabreos hechos de silencios, sobreentendidos y ambigüedades». A mí tampoco me interesan los silencios ni las ambigüedades calculadas, me interesa la estridencia, aspiro a que estás crónicas y entrevistas suenen igual que los gritos sin ambages que pronunciamos en una manifestación, una toma o un piquete de huelga, que la rabia desborde las cuatro esquinas de cada una de estas páginas, porque como afirma Díaz «a la mayoría de los escritores y a quienes difunden a los escritores les importa que nada salga fuera. Quieren que se agiten las ondas dentro de la piscina, pero sin que se desborde. Buscan una especie de estremecimiento lírico»8. Este libro está escrito para que el agua de la rebelión se desborde como los ríos en primavera y haga de los «estremecimientos líricos» pura estridencia 8 Fernando Díaz, Panfleto para seguir viviendo, Bruguera, Barcelona, 2007, pp. 79-80 y La Oveja Roja, Madrid, 2014, p. 68.
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insurgente, cantos rodados contra el poder constituido. Esto significa decirle a todo el mundo que estamos aquí, que desde aquí luchamos y soñamos con derribar las altas dosis de miseria y explotación que produce cotidianamente el imperio, porque sin asestar un golpe desde dentro nunca podremos derribar del todo las estructuras de poder levantadas sobre nuestras cabezas durante siglos, pero cristalizadas ahora en una particular configuración de poder alrededor del imperio-Obama. Este libro es un puente tendido hacia fuera de las fronteras de Estados Unidos para conectar nuestra rabia y nuestra rebelión con todas y todos los que luchan en todas partes contra un estado de cosas que condena al menos a dos tercios del planeta a vidas subhumanas e indignas. Habrá quien piense que decir «estamos aquí en pie, todavía luchamos, todavía soñamos» es un brindis al viento, que una golondrina no hace verano, pero como recuerda Carmen Castillo en su duelo-homenaje a su compañero Miguel Enríquez, es necesario «comprender que la política es todo aquello que no se inclina frente a lo imposible»9.
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Carmen Castillo, Un día de octubre en Santiago, LOM, Santiago, 2013, p. 9.
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