Dos cuentos. Antonio López Ortega Selección para la entrevista «El libro es nuestra más íngrima dosis de felicidad», realizada por Adriana Morán Sarmiento para Revista Lunes. Septiembre 2, 2013 www.revistalunes.com
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La mansión embrujada La noticia se escurrió lenta hasta nuestros oídos: inauguraban un autocine en la urbanización. Abriendo los ojos como búhos, mi hermano y yo nos miraríamos bajo el efecto de un hechizo. Luego buscaríamos las bicicletas en el patio, inventaríamos una excusa ante la madre distraída (bordaba un tucán en la nueva falda de mi hermana) y nos perderíamos tras el velo que comenzaba a dibujar la noche. Contaban que, saltando el muro de los Barnola y abriendo un hueco en la cerca de alambres, podía llegarse a una ladera de pinos que lindaba con el autocine. Fuimos, en total, unos ocho. Los afiches —puestos a todo lo largo de la urbanización— anunciaban el estreno de una película de terror: “La mansión embrujada”. El recuerdo quiere resumirla en contadas secuencias. Una familia —padre, madre, hijo y abuela paterna— llega a una hermosa casa de campo en donde piensa pasar algunos días. El ama de llaves les da la bienvenida, departe instrucciones generales y le pide muy especialmente a la madre que la única atención que requiere la casa es subir diariamente un desayuno sencillo en una bandeja que debe colocarse en la pequeña antesala del único dormitorio del ático. La propietaria —se nos dice— es una pobre mujer inválida que se desliza en su silla de ruedas por sobre el piso de madera y que apenas alcanza a asomarse de tarde en tarde por la única ventana del cuarto. El ama de llaves se despide y nosotros —mimetizados en los troncos rugosos de los pinos— comenzamos a juntarnos hombro a hombro. La película se acelera y el miedo nos va paralizando. Nos identificamos con el niño cuando casi se ahoga en una piscina de aguas súbitamente encrespadas. Sufrimos con
el padre cuando un bosque viviente le paraliza el avance del automóvil. Morimos con la abuela —inolvidable Bette Davis— cuando el pálido conductor de un carruaje tirado por caballos negros llama de pronto a la puerta y le arroja el ataúd que llevará sus propios restos. Alberto —el menor de los Barnola— comienza a llorar y pide que lo devuelvan a casa justo en el momento en que algunos de nosotros hemos comenzado a sospechar de la madre: enigmática Karen Black que no ha dejado de llevar religiosamente la bandeja todas las mañanas para luego recogerla vacía al final de la tarde. Ya en las postrimerías, el desencajado rostro de Oliver Reed — hombre débil y enamoradizo— le implora a la esposa que abandonen la mansión, que salven sus vidas. Abrazados todos en la ladera como una cadena humana, entre ventiscas Y música de acordes tenebrosos, vemos cómo el hombre enciende el automóvil, cómo el hijo se monta en el asiento trasero, cómo la esposa pide unos minutos para despedirse de la propietaria, cómo el hombre le dice que no, que no suba, cómo ella insiste, cómo sube hasta el ático, cómo el hombre espera, cómo la mujer no baja, cómo el hombre pierde la paciencia, cómo sube de dos en dos los escalones para buscarla, cómo grita llamándola, cómo llega hasta la antesala del ático y encuentra la bandeja vacía, cómo irrumpe de golpe en el dormitorio, cómo se encuentra a la vieja de espaldas en su silla de ruedas, cómo la ve mirando por la ventana, cómo le pregunta por la esposa sin que la vieja conteste, cómo la cámara —que somos nosotros en la ladera— comienza a girar lentamente para descubrimos que la vieja es la esposa, que la esposa es la encarnación del alma de la casa, cómo el hombre grita —junto con nosotros—, cómo retrocede hasta salir disparado por la ventana, cómo su cuerpo cae en cámara lenta
desde el ático, cómo su rostro se estrella contra el parabrisas del automóvil, cómo sólo nos quedamos con el aullido del hijo viendo la cara ensangrentada del padre… Algunas imágenes nos siguieron alimentando durante meses: el rostro magistralmente envejecido de Karen Black, los ojos brotados de Oliver Reed, la orfandad radical de un niño que grita. Regresamos sudorosos y pedaleando como bestias. Aún creo oír a mi hermano despertándome en medio de sollozos, aún lo siento escurrirse en mi cama con la piel de gallina, aún lo recuerdo poniendo leche y pan duro en una bandeja que luego dejaría en el patio para las almas extraviadas.
Del libro: Naturalezas menores (Ediciones Alfadil, 1991)
El muro Durante tres semanas seguidas, echando el cuento a quien se le atravesaba en el camino, mi hermano refirió repetidamente un episodio visto en la televisión: “Una mujer enferma y paralítica está en su cuarto. Hay muy poca luz. Maniobrando de un lado a otro la silla de ruedas, te das cuenta que la vieja está levantando un muro de ladrillos en la mitad del cuarto. Con la ayuda de una cuchareta de albañil, va colocando y pegando trabajosamente un ladrillo tras otro. La vieja sonríe: No sabes por qué, pero sonríe. De pronto oyes una voz, oyes una voz que dice “no me hagas esto, mamá, no me hagas esto”. La cámara te descubre a un hombre que está del otro lado del cuarto. El hombre llora y se amarra el cuerpo con las manos. Tú supones que es el hijo, tu lo supones porque el hombre no cesa de decir “no me hagas esto, mamá, no me hagas esto”. Pero la vieja, nada. Está abstraída, está fuera de sí. Sólo una sonrisa ciega la sostiene. El muro va creciendo y el hombre ya no puede hacer nada. Queda un último orificio. Sí, queda el último orificio en el que la vieja va a calzar el ladrillo final. Y es entonces cuando la vieja asoma un ojo desorbitado y dice “es mejor así, hijo mío, es mejor así”. La vieja coloca la última pieza de su obra y el hombre cae de rodillas tapiado para siempre. Pero hay una cosa que no entiendes: ¿por qué sigue habiendo luz si el hombre ha quedado tapiado? La cámara va abriendo lentamente la toma y es entonces cuando te das cuenta. No es el hombre el que ha quedado tapiado: es la vieja la que se ha encerrado a sí misma, es la vieja la que ríe del otro lado mientras el hijo golpea el muro con los puños”. De En frasco chico.. Editorial Colihue.
Antonio López Ortega (Punta Cardón, 1957) Narrador. Licenciado en Letras y Magíster en Estudios Hispánicos en la Universidad de la Sorbona. En 1995 fue ganador de la Bienal Mariano Picón-Salas. Ha sido director de publicaciones de Fundarte, coordinador de los talleres literarios y miembro del consejo directivo del CELARG, así como del directorio del Conac y del consejo de redacción de la revista “Criticarte”. También ocupó el cargo de director literario de Alfadil Ediciones. Fue fundador de la editorial Pequeña Venecia y de los talleres de expresión literaria de la Universidad Simón Bolívar. Fungió como Director – Gerente de la Fundación Bigott, en la cual también se desempeñó como director de la revista Veintiuno. Ha publicado Larvarios, Lunar, Armar los cuerpos, Naturalezas menores, Ajena, Fractura, Río de sangre, Indio desnudo, entre otros títulos. Junto a Carlos Pacheco y Miguel Gomes, editó La vasta brevedad. Antología del cuento venezolano del siglo XX. En 2007 recibió la Beca Guggenheim.
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