En todo lo que miran mis ojos estás Tú. Valmore Muñoz Arteaga Selección para la entrevista «Soy un lector voraz de literatura erótica», realizada por Radamés Larrazábal para Revista Lunes. Noviembre 4, 2013 www.revistalunes.com
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A Camila Sofía cuyo nacimiento, como todo nacimiento, representa una nueva posibilidad.
El Perdido es un bello poema sufí escrito por Javad Nurbakhsh que dice “En todo lo que miran mis ojos estás Tú, quieres volverme loco de amor sólo por Ti”. Podrían estos versos suponer que se trata de un poema de amor del amante a la amada, pero no es así, aunque puede ser. El poema que, efectivamente, es de amor está dedicado a la expresión máxima del amor, y cuando digo máxima me refiero al amor mismo hecho otro nombre: Dios. En Occidente nunca hemos contemplado la posibilidad de comprender a Dios como Amante. Oseas, uno de los profetas menores cuya obra cobra vida en plena decadencia moral y religiosa en Israel, afirma que la inclinación de Dios por sus criaturas se sustenta sobre la base de una pasión de amante. He allí la razón desde la cual se sustentan, por ejemplo, algunas explicaciones teológicas sobre los celos de Jahveh en el Antiguo Testamento. Esa visión de Dios como amante parece ser compartida dentro del conocimiento y experiencia de amor en los místicos cristianos. Los místicos parten de la idea de que todos los santos son teólogos apoyándose seguramente en san Juan quien escribe que todo el que ama ha nacido de Dios y lo conoce. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. El amor y la caridad son la esencia misma de la santidad cristiana en cuanto a su naturaleza indisoluble del amor de Dios y del prójimo. Desde siempre, todos los santos han compartido estas mismas características: caridad y amor. El conocimiento de Dios de los místicos cristianos se fundamentó en vivir a plenitud la experiencia de Dios desde el amor. Dios Amante con el cual me fusiono tan absolutamente que, como intuyera Meister Eckhart, nos volvemos uno, y en esa unidad todo se vuelve fructífero.
Dios-Amante ha dejado su beso muy dentro y para hallarlo nuestros labios han de hundirse en las profundidades del alma, el lugar secreto de lo Más Elevado, en las raíces, en las cumbres, en las mismas fronteras de lo humano. En el Corán, libro sagrado del islam que, según los musulmanes, contiene la palabra de Dios revelada a Mahoma, se nos habla de Dios como el Ser que se ha autocalificado como el infinitamente grato y amante. En la Torá, Dios dice a Moisés: «¡Oh, hijo de Adán! Por el derecho que te he otorgado, yo te amo y por el derecho que tengo sobre ti, ámame» El amor está mencionado en el Corán tanto como privilegio de Dios como de las criaturas. Los textos proféticos musulmanes están cargados de ideas sobre este tema. Ibn Arabi dice que se debe a que la morada del amor es una distinción elevada y que el amor es el principio de la existencia universal. Del amor se nace, según el amor hemos sido hechos, hacia el amor tendemos y al amor nos entregamos. Dios es Amor en cuanto a que su pureza nos penetra el corazón y cuya limpidez no está sometida a alteraciones accidentales. Un amor que abandona la propia voluntad ante el amado. La palabra altísima que revela la naturaleza de Dios, Dios es Amor, brota en el pensamiento de los espirituales de todas las épocas para expresar lo que sienten acerca de Dios, o para reafirmar con su experiencia la revelación del misterio. La caridad no es un nombre, afirma san Simeón, es la esencia misma de Dios. Santa María Magdalena de Pazzi escribe: «¡Oh amor!, Tú eres amoroso amor… Tú haces cada cosa por amor… Tú estás todo lleno de amor; dáselos a todas las criaturas y haz que todas te amen, te deseen y te busquen solo a ti amor…» La experiencia de Dios, queda claro, es única e incomparable por cuanto Él es único e incomparable. Dios no es una formalidad. Dios es una experiencia amorosa que no se puede razonar ya que implicaría concebirlo como una empresa contradictoria,
porque aquello que se abriría ante nosotros no sería otra cosa más que una creación de nuestra mente humana. El misterio divino es inefable y ningún decir lo describe. En tal sentido, para Raimon Panikkar, el silencio de la vida es el a priori de la experiencia de Dios. El silencio de la Vida es aquel arte, dirá Panikkar, de saber silenciar las actividades de la vida para llegar a la experiencia pura de la Vida. «El Silencio asoma en el momento en que estamos situados en la fuente misma del Ser; la fuente del Ser no es el Ser, sino “la fuente” del Ser» A partir de ese Silencio construyo mi relación con Dios y esa relación es, desde ese silencio distinto, siempre amorosa. Pero un amor puro, es decir, un amor sin soporte, sin substancia, sin “seres” que se aman. Un amor puro, movimiento de aproximación y de unión, simple soplo amoroso. La dimensión amorosa de todas las cosas, que se descubriría entonces, dirá Panikkar, no solamente como una mera dimensión al lado de las cosas, sino como el constitutivo de las cosas. Las cosas “son” en cuanto aman. El amor es la gran placenta del universo. San Agustín afirma que es verdad que el amor del hombre, cuanto más alcanza la condición de verdadero amor, es decir, voluntad del bien auténtico y, por tanto, de Dios que es el sumo bien, «capacita al hombre para vivir, hasta donde es posible, no su vida, sino la vida misma de Dios» Por ello la imperiosa necesidad de renovarnos constantemente en ese amor sin perder la conciencia de que existe una abismal distancia entre nuestra capacidad de amar y el amor que es Dios. Esto no tiene discusión, al menos, eso creo. También teniendo conciencia de que el amor se ha transformado en un envoltorio que se rellena arbitrariamente, riesgo fatal, dirá Benedicto XVI, en una cultura sin verdad y es la verdad la que libera a la caridad «de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal».
Quienes creemos en estas cosas del espíritu nos resulta necesario volver a los místicos y beber de esas fuentes la sustancia que brinda soporte a palabras que hoy parecen tan vacías como Dios y Amor. Volver a los místicos quienes no banalizaron su arribo a las últimas fronteras de lo humano. Volver a los místicos puesto que con ellos parece todo distinto. Allí no parece existir la posibilidad de la respuesta preparada para conquistar sin convencer. Lejos de algunas mentes que tienen respuesta para todo, como lo señalara Armando Rojas Guardia: «Uno introduce la pregunta, y al instante aquella máquina sapiente elabora la respuesta infalible que pretende calmar fatuamente la sed, el bochorno, la vergüenza que emanan del vacío, de las regiones postreras –y tantas veces atroces– de la conciencia». Quizás, la posibilidad de una mejor vida no se halle en volver a los místicos. Quizás sea todo más sencillo. De pronto lo importante es intentar comprender a aquellos que han tejido su relación con Dios desde el amor sin libros. Una relación construida a partir de la caricia de la inocencia que no ha caído todavía de rodillas. La pureza de una inocencia que aún persiste, que todavía respira de un Dios menos complejo, más cercano, más parecido al hijo por el cual nos desvelamos, más parecido a la compasión honesta de quien tiende la mano olvidando durante ese instante las diferencias tenidas en el pasado. Quizás se trate de observar más y hablar menos. Quizás se trate de todo esto o de nada.
Valmore Muñoz Arteaga (Maracaibo, 1973) Profesor en la Universidad Católica Cecilio Acosta. MSc. en Filosofía. Licenciado en Educación, mención Educación Integral; Licenciado en Educación, mención Lengua y Literatura. Director de la Facultad de Ciencias de la Educación (UNICA) entre 2011 y 2012. Actualmente Decano de la Facultad de Ciencias de la Educación (UNICA). Ha publicado Mario Briceño-Iragorry desde la vigilia (2000), Desde la Memoria (2002), Bajo la Caligrafía de la Noche (2004), Sylvia (2008), Notas Marginales sobre Pensamiento Latinoamericano (2011) Sobre Occidente (2012) y Artesanos de la Angustia (2012) @vmunozarteaga
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