Un fragmento de "La reemplazante"

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Un fragmento de La reemplazante Selección para la entrevista «La bailarina ya venía puesta en mi escritura», realizada por Adriana Morán Sarmiento para Revista Lunes. Agosto 04, 2013 www.revistalunes.com

Lunes es una publicación de

www.lavacamariposaeditora.com


LA REEMPLAZANTE (FRAGMENTO)

Una bailarina es un gladiador asirio, un obrero portuario, una cosa contra natura porque además debe bailar como si llevara palomas en el pecho y una ínfima medusa de oro en su mano, dice el maestro. Opuesta a los deseos de escualidez de sus compañeras aspirantes, la pequeña Nadia cree que conservarse demasiado flaca, no ensanchar a su debido tiempo las caderas, llegar a ser irremediablemente chata como una tabla de planchar o llevar el estigma de parecer una niñita ingrávida toda la vida es una catástrofe que aceptará. Piensa ya, cosas que no debe. Piensa, aunque no de esta manera exactamente, que ese otro cuerpo adolescente de Ingrid Mühcn –furibundo, pero a la vez de una sensualidad incipiente y rara- que en ese mismo instante ve de reojo por el espejo de la sala de clases, rehúye el destino de convertirse en un nuevo integrante de ese género femenino adiposo y menstrual, apóstol a los gritos de su claustro incubador, su leche y sus excesos. Ya entonces, aunque flaca y anodina, Ingrid es toda una mujer. Cuando aparece en el escenario, aunque más no sea caminando o quedándose inmóvil, es adulta; sosteniéndose en equilibrio sobre la sola punta de su pie, algo fuera de lo humano. Ya no más su compañera del Instituto, no más la discípula del maestro o la hija de alguien. Una huérfana triunfal. Una compleja, fuerte y a la vez frágil bestia amaestrada con paciencia y dedicación a lo largo de horas, días, meses y años, que hace su número a jaula abierta, que nunca osará mostrar al público sus dientes, lengua babeante ni uñas rapaces; que sola con su alma, sin collar y sin cadena, sin el látigo zumbando en sus rodillas, no va a lanzarse


a la platea al cuello de nadie. Pero, no te haaagas...cabrona, oye como un murmullo amplificado en el silencio de la habitación 239. Si ahora no estás pensando en Ingrid. Si ahora parece que no estás pensando en otra que en vos misma porque Ingrid Giselle Mücnh, tu compañera perpetua, la aristocrática e irreverente Ingrid, tampoco es todo eso. Lo que todavía hoy te sigue pareciendo orfandad no es más que carácter, dominio de sí misma, terreno ganado, legítima autoridad. Ingrid es, y por lo tanto ya lo era entonces, la única: La Prima Ballerina Assoluta. Su Sylphide, el colmo de la delicadeza y el candor. Ingrid no pensaba en vos ni tampoco te miraba, ni siquiera te miró cuando logró convencerte de venir hasta aquí; se estaba mirando ella misma, maquillándose frente al espejo del camarín. Una bailarina no duda: actúa. No piensa- esto no es cierto, pero por ahora es así, podría haber dicho el maestro, ahora es eso en lo que hay que creer ciegamente-, como un perro adiestrado. La veías, aún la ves, y ver es como dejar de ser. Con rotunda anormalidad Ingrid parece moverse dentro de una burbuja que todo el tiempo, sin embargo, hiciera estallar. Baila con la velocidad y el sosiego de una floración. A su alrededor, el espacio cambia de densidad según ella extienda un brazo o gire la cabeza. Donde estuvo su cuerpo hay una estela vibrante. Fuera de escena, cantando viejos boleros a viva voz por los pasillos del teatro o acuartelada en un rincón del comedor donde cada tarde señoritos y gacelas ventilan sus viandas para devorar meriendas de orgía, Ingrid Mücnh, envuelta en su célebre bata con dragones chinos, sus viejas polainas de lana, toalla al cuello y peinetas de abuelita puede, sin esfuerzo, ser el centro de atención. Puede, abandonada con sencilla placidez, tomar un portentoso café con leche con medialunas y hacer los comentarios más agudos. Nadia no es capaz de hablar. Hace


algún comentario lateral, incompleto, confuso; su voz nunca se oye. Sonríe con sistemático compañerismo y es quien ha visto cruzar por aquella cara lavada de Ingrid, ese rostro sin inocencia, un breve signo de fragilidad. Como si algo en el aire amenazara con resquebrajarla igual que a una pintura antigua. La primera vez que vio a Ingrid fue el primer día de clase, poco antes de que el maestro -que ya desde entonces les parecía un hombre mayor- entrara en el salón del Instituto Superior de Enseñanza Artística y en sus destinos. En ese tiempo Ingrid ya era Ingrid. Espigada, casi transparente, dijo: ¿Nadia te llamás? – y agregó:- Igual que “nadie”, pero mujer. Por todo el camarín se propagó un revuelo de risitas impúberes. La reemplazante rió también para demostrar, antes de saber lo que esto le provocaba, que no se sentía herida y que no estaba dispuesta a luchar. Ese primer día mientras Ingrid tomaba ubicación para comenzar la rutina diaria en la barra central, ella se colocaba en una barra junto a la pared, al fondo del salón; luego, cuando debieron salir de a una en la diagonal de giros, salió en uno de lo últimos lugares, bastante atrás, lejos de Ingrid. “Pero mujer”. En la voz destemplada de Ingrid “mujer” había sonado a mala palabra. Condición vulgar, raza sucia. Una niña crecida que se ha ido en vicio, que incomoda, que sangra. Una niña deformada capaz de engendrar una cría entre sus vísceras, que debe ocultar sus miserias, lavar en secreto su impureza, comerse sus placentas amargas, amamantar. Bailarina, no mujer. Algún día una bailarina cualquiera. Pero no. No cualquiera: Nadie. La que habrá aceptado renunciar a los zancos, al chocolate, a los patines, a la bicicleta, a nadar como un delfín en la orilla de un río ancho, a embarrarse como una salvaje, cazar cangrejos y comer renacuajos vivos bajo el sol. Porque la voracidad de la niña debía encauzarse en un anhelo metódico de perfección física. Porque su cuerpo vivo tiritando


en la arena debía adquirir la palidez de una monja de clausura, porque la musculatura de sus piernas no podía hacer esfuerzos impropios mientras Ingrid -esto lo supo mucho después- Ingrid no había renunciado a correr en los médanos cada verano lo que no le impidió llegar a ser Primera Bailarina además de bachiller; y así y todo, con lo flaca que era, había perdido la virginidad mucho antes que ella, una noche, en los techos del teatro, con un fugaz y apuesto James de la Rusia blanca. No cualquiera, la que a esta altura de los acontecimientos terminaría reemplazándola. “Y nadie mejor que la querida Nadia” para sacar las papas del fuego en un viaje al parecer inoportuno pero no había dicho “mejor”, debía recordarlo bien: “Indicada”, eso había dicho, días atrás, en el espejo del camarín de toda la vida. Por eso, no cualquiera, la que la mira y la atestigua, la que no es, la que un día se sacrificará en su lugar. En fin, sacrificarse. El maestro señala con la punta del bastón de roble la posición errónea de su hombro derecho. Entonces –y aunque el género femenino corcovee y se retuerza- más que crecer, lo que la pequeña futura reemplazante hará con disciplina, día tras día, tomada de la barra de madera y frente al espejo del salón con cada rectificación, cada movimiento exacto, cada humilde reverencia, cada revoleo académico será suministrarse, gota a gota, su propio antídoto. Trabajar oscuramente para borrar hasta el último vestigio de humanidad. No para volverse un instrumento único y preciado como Ingrid sino para desdibujarse en otro cuerpo aún mayor, una máquina uniforme, opaca y eficaz, su lugar en el mundo: el cuerpo de baile. A sus quince años no había faltado a ninguna clase ni a ningún ensayo, había trabajado como una esclava superior, había logrado fuerza, equilibrio, sutileza expresiva y un virtuosismo modesto. Y sin embargo, había una cosa de la que no era capaz todavía: sudar. Algo prosaico pasó a ser una meta casi sagrada. Con el tiempo creyó con fervor que en transpirar


el uniforme de clase, en sentir un río de sudor por el cauce de la espalda, en girar y estrellar el espacio de gotitas brillantes había una purificación encubierta, un exorcismo. El maestro la corrige con esa mezcla de desencanto y contrariedad haciéndole repetir una y diez veces la secuencia fallida. De nuevo. ¡Effacée! Sudaría. Sudar iba a ser el secreto goce del sacrificio. Ante el abismo que espera al final del último año de carrera, el padre piadoso y despiadado le da una última e inmerecida luz de esperanza volviendo a apuntarla con su bastón de mágica sanación; y éste se convierte en la ramita seca que pone nuevamente en posición al insecto dado vuelta, la infusión de aire que hace expulsar esa agua muerta que tragan para siempre los ahogados. La reemplazante crece, menstrúa y un buen día logra sudar en forma aceptable. En la audición definitoria para ingresar al cuerpo de baile se desvive por contener una náusea que le acalambra el estómago. Pero igual todo lo que haga será poco. Un repugnante charquito color chocolate habrá sido el broche de oro de la audición, y el maestro con un trapo de piso en la mano, qué barbaridad, limpiando los líquidos estomacales de la mocosa. Años después Ingrid Giselle Mücnh será la solista indiscutible y apenas unas pocas de todas aquellas viejas y angelicales niñas habrán llegado a ser decorosas profesionales de la danza al igual que ella, la de cadera un poco ancha, la defendida por el maestro, la que no lograba sudar, la de espléndidas condiciones para la danza, la de increíble musicalidad, la siempre prolija, responsable, disciplinada que no se equivoca un paso y nunca falta a clase, la de buen carácter, la que nunca se enoja, la buena de Nadia, la que no pierde la paciencia y que finalmente sudó, la que prefirió pasar lo más inadvertida posible, la que aprobó el examen con un rendimiento dudoso, la que no se tuvo fe. Allí estaba, ya entonces, muy derechita. Una especie de ágil impostora entre las jóvenes trabajadoras, las niñas grandes


y castas de inhumana belleza, entre vírgenes y anoréxicas con juanetes, ampollas, articulaciones que crujen y estrías, etéreas integrantes privilegiadas del cuerpo de baile, dignas candidatas a engrosar las filas polvorientas de sílfides sin nombre que seguirán pasando sobre la niebla artificial de bosques de cartón pintado. La que acababa de incurrir, ella sabía muy bien por qué, en una deuda eterna. Sin embargo tenía ahora la feliz impresión de haber podido escapar viva de aquella fosa común. Al fin y al cabo había terminado siendo lo que en un primer instante creyó ver en el espejo del tocador. Esta mujer sola que saca en silencio la ropa de su valija sobre la cama de un hotel en México. La mujer ya no tan joven, sin hijos, la extranjera menuda, bajita, menos bonita de lo que en realidad aparenta, algo afectada en sus movimientos y de mirada esquiva; esa actitud de estar siempre a la defensiva en público, esa rigidez sin matices que te permite no llevar ningún cabo suelto, no valerte de tu propio influjo como conocedora de las posibilidades de tu cuerpo. Una muñeca articulada que adopta, en prácticamente todos los casos, la misma posición. Ni siquiera ahora, a tus treinta y tantos años, desprevenida y desnuda, te sentís una mujer. Esa imagen, pensás de pronto, es la que alcanzaste a ver en el espejo.

Fragmento de La reemplazante, publicado por la editorial Bajolaluna, en Buenos Aires, 2012.

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Fernanda García Curten (San Pedro, 1968) Se formó en los talleres de Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo. Su primer libro de cuentos La noche desde afuera obtuvo el segundo premio del Fondo Nacional de las Artes; luego, Cuentos condenados, recibió el Primer Premio Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”, Puebla, México. Integra las antologías Una terraza propia, nuevas narradoras argentinas y Antología del Cuento Latinoamericano (Secretaría de Cultura de Puebla, México, 2001). Publica ensayos y textos críticos en distintos medios gráficos y digitales, tanto en el país como en el extranjero. Su primera novela La reemplazante obtuvo la mención de Casa de las Américas, (Cuba, 2009) y fue publicada por el sello Bajo la luna. Actualmente coordina talleres literarios en Buenos Aires y en el Taller de las Artes de San Pedro.


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