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Tierra roja, tierra de silencio

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Hogar

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Bajo la bendición de Dios, esa tierra que se encubría de rojizo escozor, bajo llamaradas de escarlata encendido, pintan las almas de los que no cambian, de los que no conocen fin.

Ahí estaban, pendientes de un colgajo de nopales, manchadas de lozano jugo de pitayas, burladas en hileras, escupían la forja de los destinos y caminos empedrados, las lenguas de arcilla.

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Arropaban los corazones necios de los hombres, mírelos, tóquelos, cómalos; son rojos, son bravos, son vida que, si usted los encuentra, suyos son.

La semilla arrojada a la tierra habrá de echar raíces, las miradas no son agua, riéguela con mayor furor, que no importa el fruto con que sea irrigada esa tierra roja que con hierro acaricia, cada día será el hogar de las promesas de los bravos … y de los de respiración calmada.

Mario Gómez Hernández Tepatitlán de Morelos

Mamá Roja

“… Y lo primero que harás, será cortar el umbilical” fue el consejo que alguien me dio para “poder armarla en la Capital”. Y no pude, no puedo.

¿Sabes por qué? Porque no quise y no quiero.

¿Cómo decirlo sin romantizar? No me sale, de verdad. Mi umbilical es una liga de impactante calidad.

Aunque vivo fuera del vientre, siempre he de regresar.

Porque aquí: mamá Roja, quita penas y abraza como nadie más.

Tiene tesoros/gente que en ningún otro lugar he podido encontrar.

Huele a tamales de elote, a maíz recién desgranado, a caña, a milpa, a tierra colorada, al aroma de mis iguales, entacuchados y entacuchadas para Navidad.

Siempre es bueno tener un lugar al cual poder regresar.

¿Sabes?, soy de aquí y no he aprendido a ser de allá.

A lo mejor se me escapa el acento de allá, pero el que traigo debajo de la piel es el de aquí; el sutil, el cantadito, el que, deliciosamente, alarga un poquito la penúltima sílaba. Esa, la de la última palabra de algunas frases.

Juan Luis Tovar Tepatitlán de Morelos

Mérida 247-B

Transportes Roma-Tierra Roja, “súbale, hay lugares”, gritó el ojiverde, ¡vengan al Paraíso! dijo, y mucho de cierto había en ello. Pero un día tuve que regresar por la ruta Tierra Roja-Roma, al paraíso perdido, que siempre estuvo cerrado. Aquella mañana su enmohecida puerta se abrió y comprendí todo, en un cuartucho de tres por ocho. Ella, la protagonista de Hasta no verte Jesús mío, lo logró, nos hizo volar alto. Salí corriendo a decirle que nuestras raíces había encontrado, pero fue inútil, cuando sus ojos me vieron supe que su cerebro se había secado.

Francisco Oviedo Ciudad de México

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