Edipo Gay. Heteronormatividad y psicoanálisis. 2a. edición.

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Jorge N. Reitter

Edipo gay Heteronormatividad y psicoanรกlisis

SEGUNDA EDICIร N AMPLIADA


Reitter, Jorge N. Edipo gay : Heteronormatividad y psicoanálisis – 2° ed. – Buenos Aires, Letra Viva, 2019.    158 pp. ; 22 x 14 cm.   ISBN 978-950-649-874-0 1. Psicoanálisis. I. Título CDD 150.195

© 2019, Letra Viva Editorial Av. Coronel Díaz 1837, Buenos Aires, Argentina letraviva@elsigma.com www.imagoagenda.com © 2019, Jorge N. Reitter jrreitter@gmail.com Dirección editorial: Leandro Salgado Edición / Corrección: Nicolás Cerruti nicolascerruti@gmail.com Primera edición: Noviembre de 2018 Segunda edición: Septiembre de 2019

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Queda prohibida, bajo las sanciones que marcan las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método de impresión incluidos la reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin previa autorización escrita del titular del copyright.


A SofĂ­a, a Alicia, a Olga

Al movimiento de liberaciĂłn gay



Índice

Prólogo. La homofobia en el clóset Prólogo a la segunda edición

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I. Heteronormatividad y psicoanálisis Edipo gay

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Psicoanálisis y homofobia

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Heteronormatividad del psicoanálisis

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El enredo originario. De cómo el psicoanálisis no pudo escapar a la heteronorma

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Edipo reloaded

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II . Miscelánea Acerca de lo políticamente incorrecto del erotismo

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Replantear lo posible en cuanto tal

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La homosexualidad como perturbación y como lujo

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Felix Julius Boehm

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III. Bonus tracks Ciclo de conversaciones “estar analista” Espacio coordinado por Pablo Tajman y Manuel Murillo

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Epílogo 143 Bibliografía 155


Prólogo La homofobia en el clóset

El 1° de diciembre de 1921 Ernst Jones comenta, en una de las circulares del Comité Secreto, que los holandeses le consultaron sobre la conveniencia de aceptar como miembro de la sociedad psicoanalítica a “un doctor conocido manifiestamente como homosexual”1. Jones se los desaconseja, y plantea a los restantes miembros del Comité la pregunta si la exclusión de los homosexuales de la formación analítica debiera ser la norma general para la Asociación Psicoanalítica Internacional. Freud y Rank opinan que no, “la decisión en tales casos debería basarse en una valoración individual de las cualidades de la persona”2. Para gran decepción mía, la postura de Ferenczi (él, que antes de su encuentro con el psicoanálisis había defendido valientemente los derechos de los “uranistas” ante la Asociación Médica de Budapest) es que “por el momento sería mejor rechazar por principio a todos los homosexuales manifiestos; generalmente, son demasiado anormales”3. Finalmente triunfa la postura de negar a los homosexuales la posibilidad de la formación psicoanalítica, sin que Freud se haya opuesto a esta decisión con la firmeza con la que defendió el análisis “profano”. Esta postura rigió en la I.P.A. por más de cincuenta años, pero nunca fue escrita. En los Estados Unidos, y a partir de la lucha del movimiento de liberación gay, las cosas fueron cambiando. En Francia, Jacques Lacan fue, en el plano clínico e institucional, el primero que rompió radicalmente con la persecución de los homosexuales en la I.P.A., los analizó sin intentar “curarlos” de su homosexualidad y jamás les impidió convertirse en analistas si lo deseaban. Según Elisabeth Roudinesco, cuando en 1964 fundó la École Freudienne de Paris “aceptó el principio de su integración como didactas”. Sin embargo, en el plano teórico jamás dejó de ubicar la homosexualidad del lado de la perversión. 1. Wittenberger, Gerhard y Tögel, Christian (editores), Las circulares del “Comité Secreto” 1921, Editorial Síntesis, Madrid, 2002, página 204. 2. Ibíd., página 201. 3. Ibíd., página 213.

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No tengo la impresión que esta liberalidad en lo fáctico de Lacan se haya trasladado a las instituciones lacanianas. Recuerdo por ejemplo que en mis años de estudiante en la Facultad de Psicología de la UBA (una facultad que en ese clima post-dictadura vivía una euforia lacaniana) se planteaba la pregunta de si un homosexual, un “perverso” según Lacan, podía ser psicoanalista. De eso hace varios años, pero hace unos días nomás me contaban que Jorge Alemán preguntaba, en un seminario, en qué sociedad psicoanalítica los miembros que eran gays podían serlo abiertamente. En un capítulo de este libro comento que cuando los militantes del Frente de Liberación Gay luchaban con la Asociación Americana de Psiquiatría para retirar la homosexualidad del DSM plantearon la propuesta: “dejen de hablar de nosotros, hablen con nosotros”. Ya eso intentaba desestabilizar las relaciones de poder: no nos traten como objetos, somos sujetos. Pero esto corría el riesgo de establecer que estaban los psiquiatras por un lado, los gays por otro; cuando obviamente eran muchos los psiquiatras que además eran gays (en ese contexto, muy en el clóset). En el congreso que define la eliminación de la homosexualidad como patología se busca, como medida política, que hable un psiquiatra que además sea gay, para evitar que el campo de la psiquiatría (para el caso el campo científico) se constituyera como heterosexual. Dudo que esa deconstrucción se haya producido aún en nuestras instituciones psicoanalíticas. A lo largo de los capítulos incurro en algunas reiteraciones que me hubiese gustado evitar. Pero en el proceso de edición tomé conciencia de que una buena parte de lo que planteo se basa en cosas no escritas. De hecho la bibliografía psicoanalítica sobre la homosexualidad, o si preferimos, sobre la gaycidad, es, en los últimos decenios, casi inexistente. Me tuve que valer, en una medida importante, de cosas que escucho (o que me comentan que alguien escuchó) en un seminario, un grupo de estudio (pero siempre como una acotación al margen, algo dicho como entre paréntesis), en frases dichas en los pasillos de un congreso, en intervenciones en los análisis que me llegan a partir de segundos análisis, o en consultas que me hacen a partir de la lectura de algún texto mío, o algún video que está en la web4. No puedo dejar de evocar aquí las cosas dichas pero jamás escritas que Freud escucha de tres 4. Desde que empecé a difundir las ideas de este libro, y especialmente desde que el canal de Youtube Asociación Libre, de Matías Tavil, posteó un video sobre el tema, unas cuantas personas gays de distintos lugares me consultaron con dudas en relación a la postura de sus psicoanalistas. Sospechaban una presión heteronormativa en sus análisis, pero por efecto de la transferencia no se resolvían a creerlo. Debo decir que la mayor parte de las veces la sospecha estaba plenamente justificada.

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Prólogo

de sus maestros acerca de la etiología sexual de la histeria. Las reiteraciones que no pude evitar, entendí entonces, no se deben sólo a mis limitaciones, sino también a lo muy limitado del material escrito sobre el tema. ¿Qué pasa con la relación del psicoanálisis con la homosexualidad que no se escribe, no se puede escribir, o se puede nombrar sólo en los márgenes? Parece ser que la “epistemología del clóset” (Eve Kosofsky Sedgwick) rigiera las relaciones del psicoanálisis con la gaycidad. A lo largo de estas páginas intento desentrañar, en las diversas teorizaciones del psicoanálisis, algunas de las razones de esa dificultad, que ha afectado y sigue afectando negativamente la vida de muchas personas. El orden de los capítulos de la primera parte es cronológico. La primera versión del primer capítulo es del año 2013, la del último del 2017. Algunas ideas se repiten inevitablemente porque busco obstinadamente respuestas a una misma pregunta: ¿se pueden encontrar maneras menos heteronormativas de plantear la relación del complejo de Edipo con el complejo de castración (como pretendo demostrar en este libro, los dispositivos heteronormativos por excelencia del psicoanálisis)? Creo que a medida que avanzan los capítulos mis ideas ganan en precisión, aunque aún quede un largo camino por transitar. La segunda parte reúne una miscelánea de artículos cortos de temas diversos, pero siempre relacionados con el tema central. Por último, a modo de bonus track, hay una conversación con Manuel Murillo y Pablo Tajman en la que siento que logré expresar con claridad mis ideas, con el plus de frescura que da el diálogo con otros. La producción teórica en psicoanálisis no suele surgir de la ciencia pura y desinteresada (si es que alguna ciencia lo es): incluye al sujeto y su deseo. Este libro es el recorrido, el producto y el testimonio de un sostenido e intenso trabajo subjetivo (y un doloroso duelo) para resolver cuestiones que ningún psicoanálisis pudo resolver. Por ello, si bien la mayor parte de lo que dice es transferible a otras formas de la diversidad sexual, está especialmente centrado en la cuestión gay.

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Prólogo a la segunda edición

Esta segunda edición de Edipo gay llega a menos de un año de que se publicara el libro. Nada mal para un texto de psicoanálisis en tiempos de crisis editorial. Más allá de la previsible alegría que me provoca, creo que, independientemente de sus méritos o defectos, es indicio de que un libro sobre este tema hacía falta. La novedad más importante que trae esta segunda edición es un epílogo que recoge algunos efectos que trajo la publicación del libro y que, en mi opinión, a la vez resignifican y ratifican lo más esencial de lo que propongo en estas páginas. Hice, además, algunas pequeñas correcciones y agregados en el texto. Si yo hubiese elegido libremente, en el sentido de la libertad abstracta y no condicionada con la que sueña el yo, habría querido escribir un libro destinado a convertirse en un clásico, un libro duradero. Pero, como en toda elección que realmente merezca ese nombre, en cierto sentido yo no elegía. Si logra su cometido, Edipo gay está destinado a desaparecer, como la cinta magnética que se autodestruía en cinco segundos de una serie que alegró mi infancia. Lo mejor que le puede suceder es dejar de ser necesario. Idealmente, lo duradero sería su efecto, no su sustancia. Lamentablemente la historia indica que las posibilidades de que eso suceda son bastante azarosas. Después de terminar de escribir el libro, o en el proceso de escritura, y principalmente gracias a la lectura de Rita Segato, tomé conciencia de la colonialidad de los modos de producción del saber. Mis interlocutores en el libro son casi exclusivamente del Norte. Puedo decir en mi descarga que mi padre era europeo, y uno muy formado en la hermosa cultura de Europa del este, y que mi madre, si bien había nacido en Buenos Aires, habló inglés antes que castellano. Quiero decir que la influencia de la cultura europea me llega por doble vía, cultural-colonial, pero también libidinoso-familiar. Uno de los efectos de la publicación fue encontrarme con voces que venían haciendo planteamientos afines a los míos acá, a la vuelta de la esquina1. Que yo las desconociera no sólo habla de mis limitaciones personales, sino 1. En particular descubrí una afinidad con mi modo de pensar y enseñanzas novedosas en la producción de Facundo Blestcher. De haber estado ya más descolonializado (o de haber

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de lo cerrado del medio psicoanalítico lacaniano. Clausura que a mi modo de ver está muy relacionada con el lastre heteronormativo que afecta al psicoanálisis. En futuros libros espero, como el personaje de un poema de Borges, encontrarme más con mi destino sudamericano. Si bien hubo quienes consideraron que el libro es sumamente clínico, hubo también quienes preguntaron por sus implicancias clínicas. Es que, parafraseando a Lacan, podría decir que el libro se ocupa de una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de las sexualidades disidentes. ¿Por qué una cuestión “preliminar”? Lo pienso como la tarea de despejar lastres heteronormativos para preparar el campo a la operación analítica. En el libro insisto en visualizar una especificidad de la experiencia gay, pero también insisto en señalar que lo que determina esa especificidad no es subjetivo, sino político. ¿Hay una especificidad de la clínica LGTTBI? Sí y no. El lugar que cada sujeto ocupa en las relaciones de poder determina en gran medida su subjetividad. En un imaginario mundo no heteronormativo, ese mundo donde Edipo gay ya no sería necesario, sería sin duda distinta la subjetividad de las personas LGTTBI. En ese mundo la experiencia gay¸ por ejemplo, no estaría determinada por la injuria y el clóset. Pero seguramente las formas de sociabilidad y el modo de las relaciones sexo-afectivas del colectivo mantendrían alguna especificidad, no homologable al modo en que se establecen en la heterosexualidad. ¿Subsistiría la heterosexualidad, tal como la conocemos, en ese mundo imaginario? Preguntas imposibles de responder. Pero en este mundo, bien real y aún muy patriarcal, una vez visualizado, hasta donde ello sea posible, el régimen heteronormativo, resta, creo yo, entender que el modo de sociabilidad, de relaciones sexoafectivas y la problemática con la identidad se plantean con cierta especificidad para quienes no responden a la sexualidad hegemónica. Entiendo que mi libro provee algunos elementos para llevar adelante esa tarea, si bien se ocupa de la injuria y del clóset y no de los modos de sociabilidad. Añoro un libro sobre ese tema escrito desde una perspectiva psicoanalítica. Pero no tengo la impresión que estas especificidades hagan de la clínica de personas LGTTBI esencialmente otra clínica. Como todo el mundo, las personas LGTTBI tienen miedos, problemas con el goce, dificultades con lo que desean, postergan los actos, se enredan en las trampas del amor, se melancolizan y tratan de esquivar sus verdaderas responsabilidades. Finalmente se trata también de inhibición, síntoma y angustia. Buenos Aires, junio de 2019 sido el medio en que me muevo más abierto a la pluralidad del pensamiento) algunos de sus textos estarían seguramente en la bibliografía.

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I Heteronormatividad y psicoanรกlisis



Edipo gay “El silencio mismo, las cosas que se declina decir, o que está prohibido nombrar, la discreción requerida entre diferentes interlocutores, es menos el límite absoluto del discurso, el otro lado del cual está separado por un límite estricto, que un elemento que funciona a lo largo de las cosas dichas, con ellas y en relación a ellas en el marco de estrategias globales”. Michel Foucault La voluntad de saber “«Closetedness» itself is a performance initiated as such by the speech act of a silence”. Eve Kosofsky-Sedgwick The epistemology of the closet “Y por mucho que se haya admitido en estos últimos años que no hay naturaleza, que todo es cultura, sigue habiendo en el seno de esta cultura un núcleo de naturaleza que resiste al examen, una relación excluida de lo social en el análisis y que reviste un carácter de ineluctabilidad en la cultura como en la naturaleza: es la relación heterosexual. Yo la llamaría la relación obligatoria social entre el «hombre» y la «mujer»”. Monique Wittig El pensamiento heterosexual

Este libro surge de la convicción, seguramente polémica, de que el psicoanálisis tal como se lo practica se lleva mal con las sexualidades que no responden a la normatividad heterosexual. Por supuesto hay muchos modos de diferir con la norma heterosexual, y cada uno requiere un tratamiento particular, yo me voy a centrar en algunos aspectos de la relación del psicoanálisis con la “homosexualidad”1 masculina, la forma de sexua1. ¿Homosexual, gay o puto? Dilucidar esta cuestión de vocabulario requeriría un escrito aparte, ya que no tienen las mismas resonancias semánticas. Digamos sólo que la primera denominación fue incautada por la psiquiatría de un panfleto escrito en defensa de los derechos de los hasta ese momento sodomitas, la segunda se impone a partir de los eventos de Stonewall en 1969, o sea del nacimiento de un movimiento de liberación gay. “Gaycidad”, que como sustantivo estaría muy bien, lamentablemente no suena bien en castellano (para mí al menos). “Puto” sería la forma vernácula más habitual y tradicional de llamar al que, con el movimiento de liberación, devendría gay. En primera instancia

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lidad que pone de manifiesto que los amos también tienen un agujero en el que potencialmente hay goce. Por supuesto “el psicoanálisis” es un campo muy complejo y para nada homogéneo y hay analistas mucho más dispuestos que otros a acoger otras formas de sexualidad, así como hay otros que se ufanan de “curar” a los “homosexuales”, que entonces serían, claro está, enfermos. Pero mi convicción es que, más allá de todas esas importantes diferencias, de simpatías o antipatías personales, de las posiciones políticamente correctas, las aceptaciones genuinas o los silencios elocuentes, el psicoanálisis tal como se lo practica y se lo transmite queda, en algunas de sus conceptualizaciones centrales, del lado de los dispositivos de regulación de la heterosexualidad obligatoria. Mi afirmación será polémica al menos por dos motivos. Primero porque estarán los que no estén de acuerdo con mi consideración, quienes creen que el psicoanálisis no tiene ningún prejuicio respecto de otras formas de sexualidad. Pero también será polémica en el sentido de que se me argumentará que no hay nada específico en la experiencia gay, que esa no es una categoría del psicoanálisis y que por lo tanto no es un tema pertinente2. Respecto de lo gay mi impresión es que el psicoanálisis suele situarse en una de dos posiciones (¡a veces el mismo analista sostiene las dos!): o la “homosexualidad” es una patología, o no es un tema3. Y aunque estoy de acuerdo que gay, u “homosexual”, no son categorías del psicoanálisis, creo que hay una especificidad de la experiencia gay, que un psicoanalista hará mejor en tener en cuenta a la hora de escuchar a una persona homosexual. Por “experiencia gay” me refiero a aquella por la que alguien pasa por el sólo hecho de ser gay, independientemente de toda otra consideración subjetiva. Las dos manifestaciones mayores de esa experiencia son la injuria y el clóset4, con la contrapartida de la compleja y siempre precaria salida del clóset. Un gay puede permanecer en el clóset toda su vida, otro puede salir de clóset en ciertos ámbitos pero no en otros, otro puede decir: “que piensen lo que quieran, yo no me escondo”. Esas son las tiene un carácter injurioso, si bien fue reapropiado como una “citación descontextualizada de la injuria” (Butler). Personalmente lo siento demasiado agresivo, excepto en el uso entre personas gays, o sea, entre putos. 2. Es cierto que “homosexual”, o “gay” no son categorías psicoanalíticas. Pero tampoco lo son “hombre” o “mujer”, “niño” o “niña”, y sin embargo las utilizamos profusamente sin mayor cuestionamiento. 3. Algunos colegas con los que he hablado sobre el tema me dicen cosas del estilo de: “a mí me da lo mismo con quién tiene sexo mi paciente, no me importa si es hetero u homosexual”. Puede ser una actitud no prejuiciosa, cosa que valoro, pero todo este libro intenta transmitir que lo más importante no es si al analista le da lo mismo, sino que para el analizante no da lo mismo, no es indiferente ser gay o no serlo. Si no establecemos una falsa simetría entre hetero y homosexualidad. 4. Nótese que ambas son experiencias de lenguaje, pero también de poder.

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diferencias singulares, pero todos, por el hecho de ser gays (y en esto no cuenta ninguna consideración de “estructura clínica”), conocen la experiencia del clóset y tienen, quieran o no y permanentemente, que tomar decisiones al respecto. Del mismo modo, todo gay, sea o no realmente injuriado, debe contar, por ser gay, con la posibilidad de la injuria. Una amenaza que siempre va a estar en el horizonte. Si el analista no entiende algunas cuestiones que hacen a la especificidad de esa experiencia, y no entiende que no son atribuibles a ese sujeto en particular, sino a la posición que el sujeto gay tiene en relación al Otro, un Otro que incluye mucho más que el lenguaje, o los padres, que incluye al sistema educativo, a los medios, al Estado, al discurso médico-psiquiátrico y jurídico, a las representaciones artísticas, a toda una estructura de poder muy compleja y afortunadamente no siempre coherente, si no lo entiende es casi seguro que va a aplastar sobre la subjetividad del analizante eso que escapa a su lectura (y posiblemente a la de su analizante), y lo más probable es que de ese modo en lugar de ayudar a resolver la neurosis genere más culpa y represión. Freud estableció una relación entre paranoia y homosexualidad. El paranoico se defendería contra una homosexualidad inconsciente. Por otra parte parecería que los homosexuales podrían ser un poco paranoicos. Y es cierto, sólo que su “paranoia” no se puede reducir a mecanismos “psicológicos”, son los dispositivos de poder que sostienen la heterosexualidad obligatoria los que generan tan frecuentemente una respuesta “paranoica”. Un gay no se siente perseguido por su gaycidad, en muchos ámbitos lo está; no es, o no es sólo un fantasma neurótico. Si lo pensamos sólo en términos de mecanismos “psicológicos” no hacemos más que reforzar los dispositivos de poder que imponen el silencio sobre el tema, le estaremos diciendo a ese sujeto que él tiene un problema, cuando el problema es mucho más grande y complejo que un fantasma persecutorio, que además puede ser que tenga. Es frecuente que en mis discusiones con mis colegas lleguemos a un desacuerdo que seguramente no tendrá resolución, y que puede no la necesite, será que tenemos formas diferentes de leer en este punto. Ellos me reprochan que yo confundo las causas subjetivas con las consecuencias sociales; yo les reprocho que tienen demasiado poco en cuenta la enorme dependencia del sujeto respecto del Otro5. Ellos, según mi punto de vista, minimizan excesivamente la dependencia del sujeto respecto del Otro. Yo 5. La lectura de Foucault cambió mi idea de lo que es el Otro, me hizo pensar el Otro de un modo más complejo, más abierto, teniendo en cuenta dispositivos más variados y más complejos de producir subjetividad. Como dije más arriba, cuando pienso al Otro no me limito ni al lenguaje (el tesoro del significante) ni a los padres, o a la madre (lo edípico).

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no tengo duda que sólo podemos operar con el sujeto, pero no me olvido que no hay sujeto sin el Otro, y que es a partir del Otro que hay sujeto. A veces me parece que mis colegas consideran que lo único que cuenta es la singularidad, el famoso caso por caso, que sin duda es fundamental, pero que sólo tiene sentido en su dialéctica con lo general6. Según mi punto de vista si no tomamos en cuenta la dependencia que el sujeto tiene del Otro se puede generar, imperceptiblemente, la idea de cierta omnipotencia del sujeto, que no dependería de determinadas condiciones histórico sociales ni del entramado de las relaciones de poder7. Quiero ser bien claro en este punto: no me refiero a un sujeto que se forma en una familia, en un contexto edípico, y luego se encuentra con ciertas condiciones histórico sociales y ciertas relaciones de poder, sino que estoy diciendo que esas condiciones y esas relaciones lo hacen ser el sujeto que es, que ya están presentes en el lenguaje que lo baña, en la familia en la que desarrollará su drama edípico, que ponen los límites muy determinados a partir de los cuales se constituirá como sujeto y tal vez y con un gran trabajo subjetivo, pueda hacer una diferencia, constituirse en agente de su propio discurso, enunciar una verdad propia, dar una respuesta8. 6. A lo largo de todo este libro prevengo en varias ocasiones contra cierto uso del argumento del “caso por caso”, generalmente utilizado para desacreditar cualquier generalización y para despolitizar la teoría. Espero que en el contexto quede claro por qué lo hago: no porque no me parezca fundamental, sino porque si sólo ponemos el acento ahí corremos el riesgo de creer que tratamos con individuos que se fundan a sí mismos en su singularidad, y entonces, queriendo rescatar al máximo la singularidad caemos ingenuamente en todos los espejismos yoicos. La singularidad está siempre en una relación dialéctica con la generalidad, trato de que esto no se olvide porque tiene importantes consecuencias en la dirección de la cura. 7. A lo largo de este libro me voy a referir muchas veces a las relaciones de poder. Es un concepto que tomo de Michel Foucault, y que adopté porque lo encuentro muy posibilitador. A medida que avanza en su obra, Foucault se ocupa cada vez más del poder, de cómo se ejerce, de cómo se lo representa, y de cómo cambia en su forma de ejercicio. Plantea que occidente teorizó el poder de un modo jurídico-discursivo. Es el poder pensado en términos de derecho, que sobre el sexo no puede más que decir que no: prohibición, censura, el castigo. Su modo de operación es la Ley y el discurso. En lo que más nos interesa, es la forma en la que el psicoanálisis ha pensado el poder. A esta forma de representar el poder Foucault opone su modelo, basado en la idea de relaciones de fuerza múltiples, mecanismos de poder que funcionan no en base al derecho, sino a la técnica, no en base a la ley, sino a la normalización, no en base al castigo, sino al control, y que se ejercen en niveles y formas que desbordan al Estado y sus aparatos. En la teoría de Foucault el poder no es algo que se tenga o de lo que se carezca, nadie está fuera de las relaciones de poder, nadie deja de ejercer cierta forma de poder. Por eso relaciones de poder, porque el poder nunca es atributo de alguien, sino una relación estratégica de fuerzas. Es una manera mucho más dinámica de pensar la cuestión del poder y que, al correrse de la idea de un foco único de Poder, permite pensar (dicho en nuestra jerga) que el Otro nunca es omnipotente. 8. “… las relaciones de poder no están en posición de exterioridad en relación a otro tipo de relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales) sino

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El hecho mismo de ser sujeto del lenguaje implica dependencia: de un lenguaje, de los discursos que lo preceden, lo ubican en determinado lugar, fijan límites que podrá o no transgredir, pero incluso esa posibilidad de transgredir es partiendo de cierta ubicación que el sujeto no elige. Y, punto crucial en mi planteo, las relaciones de poder son inmanentes al lenguaje desde el vamos, no existe un lenguaje que quede por fuera de ellas. Me parece, sí, que hay ciertas condiciones en las que aparentemente se puede prescindir de cierta lectura de los dispositivos de poder que constituyen al sujeto. Es cuando compartimos con el otro, el semejante, similares condiciones económicas, de clase, raza, nacionalidad, sexualidad, etc. En ese caso el hecho de no leer la posición del sujeto respecto del Otro, de estar sólo atento al aspecto fantasmático de la relación al Otro, puede no hacer gran obstáculo al desarrollo de una cura, aunque de todos modos se corre el riesgo de naturalizar lo que es en realidad construido, histórico y contingente. Voy a ponerlo también en estos términos: en cada contexto de clase, raza, género, orientación sexual, los significantes se combinan de tal modo que las palabras, las frases cobran significados más o menos estabilizados9. Por supuesto eso no va a impedir a un sujeto hacer sus propias combinaciones, pero va a ser a partir de esos sentidos que vienen del Otro. Ejemplo: la palabra puto va a ser completamente otra proferida en un discurso machista como injuria que si la usan dos gays para dirigirse entre ellos, dándole el valor de una “citación descontextualizada de la injuria”, como la llama Judith Butler10, una forma de “inversión performativa”. Pero en cuanto se trata de otro con el cual, en alguno de los aspectos citados o en otros, no compartimos una posición similar respecto del Otro, cuando el lugar que tenemos en las relaciones de poder es muy diferente, si no hacemos esa lectura corremos un serio riesgo de proyectar nuestros prejuicios (de clase, de raza, de género, etc.) en la escucha. Por ejemplo, en la escucha de un analizante de una clase social distinta de la nuestra corremos siempre el riesgo de atribuir a su subjetividad, en el sentido de su respuesta singular, lo que es atribuible a los modos de clase de ese sujeto, en el sentido que le son inmanentes: ellas son los efectos inmediatos de los repartos, desigualdades y desequilibrios que allí se producen, y ellas son recíprocamente las condiciones internas de esas diferenciaciones; las relaciones de poder no están en posición de superestructura, con un simple rol de prohibición o de reconducción, tienen, allí donde se juegan, un rol directamente productor”. Foucault, Michel, Histoire de la sexualité I, La volonté de savoir. París, Gallimar, 1976. [Mi traducción]. 9. Cuando se habla del “Otro de la época”, en singular, se desconocen las relaciones de poder, al suponer un Otro igual para todos. 10. Citado en Preciado, Beatriz, Terrorismo anal. Manifiestos recientes. La Isla de la Luna, Buenos Aires, 2013.

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que no definen nada de su singularidad. Como analistas, y especialmente en algunas circunstancias, tenemos que ser un poco antropólogos. Y un poco historiadores. La historia es una de las vías regias a la castración del Otro. Cuando los hijos empiezan a entender que los padres también fueron niños, que también tuvieron padres y que tuvieron que lidiar con cuestiones parecidas a las que a ellos, los hijos, los ocupan; es decir, cuando ubican una dimensión de la historia, pueden des-idealizar a los padres, humanizarlos, castrarlos. Para entender cómo se fue transformando la experiencia gay en algunos países de occidente haremos un brevísimo recorrido por algunos hitos, elegidos en función del activismo, de la militancia, es decir, de la lucha y del acto de tomar la palabra; intentando enhebrar en esa trama el lugar (contradictorio, como veremos) que ocupó el psicoanálisis.

Teólogos, psiquiatras y activistas Se trata, en lo que se refiere a la experiencia gay, de algo a lo que los analistas debiéramos, creo, ser muy sensibles: la enunciación, la posibilidad de hablar, la obligación de callar. No es para nada casual que haya iniciado este escrito con un epígrafe de Foucault acerca del lugar estratégico del silencio. En occidente cristiano (dejando aparte la antigüedad greco-romana) los únicos testimonios de la por entonces “sodomía” con los que contamos anteriores a mediados del siglo XIX son los de los inquisidores, los teólogos, los jueces. Hasta la década de 1860 en la que las primeras voces se empiezan a hacer escuchar, la “homosexualidad”, que todavía se nombraba con otras palabras, no había hablado en primera persona. Si todo se pudiera reducir a cuestiones relativas al sujeto, a su deseo, a un sujeto que de ese modo queda reducido al individuo, si alcanzara con un planteo en función del “caso por caso”, como si cada uno pudiera hacer lo que quiera en términos absolutos (no determinados), ¿por qué durante un período tan largo de tiempo nadie habló y luego las voces se multiplicaron rápidamente? Es evidente que un cambio en las circunstancias históricas (léase, en las relaciones de poder) hizo posible hablar. Claro, en teoría nada impediría que en el siglo XVI, por ejemplo, alguien hubiese tomado la palabra para defender el amor entre hombres. Pero si hablar puede costar la tortura y la hoguera, uno lo piensa dos veces. Se ve entonces la relación más que estrecha entre discurso y poder, relación que cuando se disfruta de lugares de poder (ser burgués, ser blanco, ser heterosexual) es mucho más fácil de pasar por alto. Pero a mí me parece evidente que si hablar va a costar la vida, o la pérdida de todo aquello que le da un sentido y otorga un lugar en la sociedad, se imponga el silencio. 22


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Diferenciemos entonces callarse, como acto del sujeto, de tener que callarse, como determinación exterior al sujeto. Y como analistas sabemos en qué medida para un sujeto callarse, o ser silenciado, implica no realizarse. Uno de los lejanos puntos de partida de esta conminación al silencio en el marco de la cristiandad es la lectura medieval de la epístola de San Pablo a los Efesios. Entiéndase bien, son cosas a las que como analistas debemos prestar mucha atención, el punto de partida no es la epístola del inventor del cristianismo, sino la lectura medieval de un pasaje de la misma. En el versículo 3 del capítulo 5 dice San Pablo: “La fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros, como conviene a los santos”, queriendo presumiblemente decir: “ustedes no debieran hacer esas cosas, incluso no debieran ni siquiera nombrarlas”. Algunos teólogos medievales leyeron este pasaje como la existencia de un pecado tan grave que el sólo nombrarlo era infame, y decidieron, por razones muy complejas en las que no puedo detenerme en el marco de este trabajo, que este pecado era justamente… la sodomía. Está claro que la epístola de San Pablo ni siquiera nombra la sodomía, pero así fue interpretado el pasaje, trayendo, por supuesto, enormes consecuencias11. La historia de la humanidad está permanentemente entretejida de interpretaciones dudosas y malas traducciones que cambian el curso de los eventos. Y de este modo la sodomía se convirtió en el pecado nefando, lo cual literal y etimológicamente quiere decir el pecado que no se puede nombrar. Esta concepción es la que llevará a acuñar la conocida frase del “pecado que no osa decir su nombre”, que Oscar Wilde, en el juicio que le hicieran diera vuelta famosamente como “el amor que no osa decir su nombre”. Porque el verdadero problema de lo que hoy podríamos llamar la cuestión gay12 no es literalmente lo sexual, lo carnal per se. A lo largo de la historia de la humanidad la gente se las arregló, mejor o peor, para tener el sexo que quería a pesar de todas las prohibiciones, mandatos o poderes que se opusieran. Las listas de prohibiciones que las diferentes culturas blanden para controlar los placeres del cuerpo son al mismo tiempo la enumeración de los placeres a los que la humanidad se entregó, se entrega y se entregará. Y todas las culturas y los dispositivos de poder están perfectamente dispuestos, en mayor o menor medida, a hacer la vista gorda a todo eso en tanto se mantenga la requerida discreción. Es decir, en tanto no se pretenda alterar las relaciones de poder. El problema de la “homosexualidad” nunca fue, ni esencialmente será, 11. Agradezco a Mark Jordan, autor de un libro fabuloso que se llama The invention of sodomy in Christian theology por haberme aclarado, con su habitual gentileza, este punto. 12. Es la denominación que elije Didier Eribon en otro excelente libro, que se llama justamente La cuestión gay.

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el de los obstáculos a los actos, en todo caso ese no es el punto clave. El verdadero problema se plantea cuando la “homosexualidad” pretende legitimarse, y para ello hacerse escuchar, hablar o escribir en primera persona. Esto ya había sido un problema en la Grecia clásica, en la que algunos escritos de Platón son un sostenido alegato por legitimar el amor entre el erastés y el eromenós. Pero en la órbita cultural del cristianismo triunfante habrá que esperar hasta 1860 para que la “homosexualidad” empiece a hablar en primera persona. Lo hace por primera vez en lo que todavía no era Alemania, en el reino de Hanover. Después de haber tenido que renunciar a su trabajo de abogado para evitar un proceso que lo podría haber llevado a la cárcel por su preferencias sexuales, Karl Heinrich Ulrichs decide no avergonzarse ni callarse, comunica a su familia y amigos que era uranista (término que él mismo había acuñado) y publica cinco ensayos, recopilados luego en un libro que se va a titular Estudios sobre el misterio del amor masculino, en el cual va a dar la primera definición moderna de la que en muy breve lapso se llamaría homosexualidad: “un alma femenina atrapada en un cuerpo masculino”. En este libro Ulrichs crea varios neologismos para nombrar las diversas orientaciones sexuales. Éste es un punto muy interesante, una vez que la “homosexualidad” y las diferentes formas de vivir la sexualidad osan decir su nombre hacen ola, por así decirlo, en el lenguaje, generando modificaciones e invenciones hasta el día de hoy. No es posible hacerse escuchar sin incidir en las relaciones de poder, por eso Ulrichs fue al mismo tiempo el primer activista de los derechos de los uranistas, viajando por Alemania, siempre escribiendo y publicando y siempre con problemas con la ley, por sus afirmaciones, no por sus actos. Sus libros fueron repetidamente prohibidos y confiscados, lo que no impidió, por supuesto, que de todos modos tuvieran una amplia difusión. Finalmente logró hablar en el Congreso de Juristas Alemanes en Múnich, en 1867, donde pidió la abolición de las leyes contra la “homosexualidad”. Logró hablar, pero no logró ser escuchado: lo abuchearon hasta que tuvo que retirarse. De todos modos el tema ya estaba instalado y nunca más pudo ser completamente ignorado. A los 54 años, agotado y sintiendo que ya no podía hacer nada más en Alemania, se exilia por propia voluntad en Italia. En 1895, a los 75 años, recibe el único reconocimiento universitario a su obra, un diploma honorífico de la universidad de Nápoles. Ese mismo año muere. Al final de su camino puede tener la paz de escribir: “Hasta el día de mi muerte, miraré hacia atrás con orgullo13 por haber encontrado la valentía para enfrentarme 13. Acá ya aparece la palabra “orgullo”, que tanta importancia tendrá, como respuesta política a la inducción de la vergüenza, en las luchas de gays y lesbianas.

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cara a cara al espectro que por tiempo inmemorial ha estado inyectando veneno en mí y en hombres de mi naturaleza. Muchos han sido llevados al suicidio porque toda su felicidad en la vida estaba contaminada. De verdad, estoy orgulloso de haber encontrado la fuerza para dar el golpe inicial a la hidra del desprecio público”14. Es interesante ver lo que hace la psiquiatría con la producción de Ulrichs. Carl Westphal, un neurólogo y psiquiatra alemán, el inventor del término agorafobia, da, en el campo de la psiquiatría, la primera definición moderna del “instinto sexual contrario” tomando casi literalmente la definición de Ulrichs: la psique (en lugar del alma) de una mujer en el cuerpo de un hombre (y viceversa). Y la llamo la primera definición moderna porque es la primera en términos puramente psicológicos, no anatómicos. Sólo que allí donde Ulrichs reclamaba que el uranismo sea considerado “natural”, es decir no patológico, ni mucho menos criminal, Westphal hará del “instinto sexual contario” una perversión, una patología del supuesto instinto sexual. Por otra parte Krafft-Ebing, el mediocre psiquiatra que se haría muy poderoso e influyente, pasando en cortísimo plazo del anonimato a la fama al publicar su famosísima Psychopathia Sexualis (la principal referencia psiquiátrica del primero de los famosos Tres ensayos de teoría sexual de Sigmund Freud), confiesa en una carta a Ulrichs que “fue solamente el conocimiento de sus escritos el que me interesó en un campo tan enormemente importante”15. Sin embargo rechazó vehementemente la idea de que la homosexualidad fuera de algún modo “natural”, mantuvo a lo largo de las doce ediciones de su libro que era una condición patológica y degenerada, y habló de Ulrichs y de otros escritores uranistas como fraudes “que buscaban enriquecer el conocimiento médico con chismorreo necio acerca de sus enfermedades”16.

Freud Si tomamos Tres ensayos de teoría sexual como el texto fundante del psicoanálisis acerca de la “sexualidad” veremos que el mismo contiene tanto un planteo completamente revolucionario respecto al modo de pensar la sexualidad, algo nunca dicho antes, como un planteo convencional, retrógrado y normativo. Esta contradicción, a mi juicio (y al de 14. Encontramos en este párrafo condensados los dos elementos de lo que yo denominaba experiencia gay: injuria y experiencia del clóset, y una potente respuesta a ambos. 15. Citado en Francis Mark Mondimore, A natural history of homosexuality. The John Hopkins University Press, Baltimore, Maryland, 1996. 16. Ibíd.

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muchos otros) hace que el psicoanálisis arrastre hasta el día de hoy un lastre de heteronormatividad que lo pone, en este sentido, por debajo de su potencial. El primero de los tres ensayos, el de “Las aberraciones sexuales”, hace un planteo que de una forma muy interesante se anula a sí mismo, pero ni Freud ni en general el psicoanálisis posterior sacan la conclusión que se deduce del planteo: que el movimiento mismo del desarrollo de Freud hace estallar el concepto de perversión en el cual el mismo texto se basa. Pero Freud, en lugar de sacar todas las consecuencias de su propio planteo se queda al mismo tiempo con su teoría nueva y con la vieja (y ahora caduca) noción de perversión. Interesante ejemplo de renegación, mecanismo que paradójicamente el psicoanálisis iba a atribuir a las “perversiones” mismas17. La noción de perversión en la cual se basa todo el capítulo no es ninguna innovación freudiana, sino que la toma sin cuestionarla de la psiquiatría del siglo XIX, para la cual la perversión era una enfermedad funcional del instinto sexual, definido por su meta, la reproducción, y en consecuencia por su objeto heterosexual. Todo lo sexual que estuviera por fuera de esa meta supuestamente natural sería clasificado como perverso, desde el beso hasta la necrofilia. Dejemos de lado la evidente continuidad que hay, más allá de los diferentes marcos discursivos, entre este planteo y la enseñanza secular de la Iglesia acerca de la sexualidad. Hay un párrafo del texto de Freud que tira abajo definitivamente esta concepción del instinto sexual, un párrafo que es tan novedoso y tan trascendente que lo voy a citar literalmente. El párrafo se encuentra al final del primer apartado del libro, dedicado justamente a la “inversión”: “No nos es posible deducir de lo hasta aquí expuesto una explicación satisfactoria de la génesis de la inversión, pero sí podemos observar que nuestras investigaciones nos han conducido a un resultado que puede ser de mayor importancia que la solución del problema en un principio planteado.” Acoto de paso, que la mayoría de los teóricos gays estarían de acuerdo con la primera parte de la frase, la de la imposibilidad de llegar a una “explicación” satisfactoria de la “inversión”; al punto de desconfiar, con muy buenos motivos, de todo intento de “explicar” la “homosexualidad”. Continúa Freud: “Resulta que habíamos representado como excesivamente íntima la conexión de la pulsión sexual con el objeto sexual. La experiencia adquirida en la observación de aquellos casos que consideramos anormales nos enseña que entre la pulsión sexual y el objeto sexual existe una soldadura cuya percepción puede escaparnos en la vida sexual normal, en la cual la pulsión parece 17. Todo este desarrollo se basa en el extraordinario libro de Arnold Davidson The emergence of sexuality, que no me canso de recomendar.

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traer consigo su objeto. Se nos indica así la necesidad de disociar hasta cierto punto en nuestras reflexiones la pulsión y su objeto. Probablemente, la pulsión es al principio independiente de su objeto, y no debe su origen a la excitaciones emanadas de los atractivos del mismo”18. Al leer este párrafo también entendemos por qué el libro sobre la sexualidad se abre con el tema de la “inversión”: la “homosexualidad” hace patente de un modo muy evidente la contingencia del objeto en el campo de la sexualidad. Pero unos pocos renglones más abajo Freud vuelve a hablar de las “Desviaciones respecto al fin sexual”, y a afirmar que “como el fin sexual normal se considera la conjunción de los genitales en el acto denominado coito”19. El texto se desarrolla íntegro en la tensión entre una sexualidad estallada, que no tiene ningún objeto natural, y una narrativa evolutiva, presente en nociones tales como fijación, regresión, primacía genital o etapas de la libido. Ahora bien, la contradicción entre estas dos líneas debe ser precisada, y es en parte sólo aparente. Porque no hay objeto para la pulsión es que hay dispositivos culturales para regular, para “normalizar” la sexualidad, no podría ser de otro modo. El problema, según entiendo, es que el psicoanálisis re-naturalizó de dos modos esos dispositivos, velando su carácter histórico y contingente. El primer modo de re-naturalización de los dispositivos de la sexualidad20 es el evolutivo: las etapas de la libido, culminando en la etapa genital, madura y por supuesto heterosexual. Sabemos hasta qué punto Lacan insistió en señalar las trampas y los peligros de esta vía evolutiva. El segundo modo es más sutil y menos simple de desarticular, se trata del complejo de Edipo. 18. Freud, Sigmund, “Tres ensayos para una teoría sexual”, Tomo III, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, Tercera edición, 1973, página 1179. 19. Ibíd., página 1180. 20. Dispositivo de sexualidad, dice Michel Foucault (yo involuntariamente lo transformé en dispositivo de la sexualidad –espero que sea una torsión que denote apropiación) es un concepto que da cuenta de las relaciones del poder con el sexo. La palabra clave es “heterogeneidad”, la idea de que no hay una estrategia única, global, valedera para toda la sociedad en las relaciones del poder con la sexualidad. Está pensado en oposición al dispositivo de alianza, aquel que en todas las sociedades rigió tradicionalmente las relaciones sexuales: matrimonio, parentesco, herencia (en términos generales es el que se tiene en cuenta en la teoría psicoanalítica). El dispositivo de sexualidad es propio de la modernidad, y es el que crea la sexualidad como campo específico. Este dispositivo múltiple está en el origen y es el efecto de la proliferación de discursos sobre la sexualidad que se produce a partir del siglo XVIII. Está compuesto, para Foucault, por cuatro grandes conjuntos estratégicos: la histerización del cuerpo de la mujer, la pedagogización del sexo del niño, la socialización de las conductas procreativas, y el que más nos interesa en este libro, la psiquiatrización del placer perverso. Uso este concepto un poco a mi modo, que irá quedando claro con la lectura, sobre todo para destacar que hay muchos otros dispositivos, además del edípico, para regular las sexualidades.

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Lacan Toda la conceptualización teleológica de la sexualidad, con su narrativa de las etapas de la libido que culminan, en el mejor de los casos, en la genitalidad madura, adulta y heterosexual, queda demolida por la crítica lacaniana, que pone en evidencia lo que es: ideología con pretensiones de ciencia. Lacan nos enseña a no pensar en términos de individuo sino de sujeto, sujeto del lenguaje, y nos enseña que en tanto tales nuestra vida se da en un plano de artificialidad, de artificio, sin ninguna posibilidad de retorno a ninguna armonía supuestamente natural, a ninguna “relación sexual”. Pero, a pesar de toda su crítica a lo que él denomina la pastoral psicoanalítica, la teorización lacaniana no escapa a los mecanismos de regulación de la heteronormatividad. El articulador de este aspecto normativo que aún conserva el psicoanálisis lacaniano es el complejo de Edipo, y particularmente en su articulación con el complejo de castración. En general los teóricos de los estudios de gays y lesbianas rechazan violentamente todo el planteo supuestamente falocéntrico del psicoanálisis, y yo creo que con mucha razón. ¿Cómo no rechazarían un planteo que dice que son enfermos, que no alcanzaron la sexualidad madura y genital, que los deja del lado de la perversión o de las soluciones “poco felices”21 del complejo de Edipo? Tienen en mi opinión mucha razón en su rechazo, y al mismo tiempo hay mucha verdad en el planteo freudiano del falo como ordenador del goce sexual. El asunto es cómo liberar a la teorización de la fase fálica del lastre que la vuelve heteronormativa. La complicación, a mi juicio, está posiblemente en que el planteo lacaniano, en este punto al igual que el freudiano, hace depender demasiado la posibilidad deseante del sujeto de la diferencia sexual anatómica. La “mujer” desea un hijo porque no tiene el falo, que entonces queda homologado al pene, porque si no ¿por qué tendría que ser una “mujer” la que desee un hijo?22 La “mujer” busca el falo en el “hombre”, que lo tendría, a su vez, por tener un pene. Y ese hombre, en la medida en que tiene pene, 21. “Si Juanito arriba a una solución feliz de la crisis en la cual entró, vale la pena preguntarnos si podemos considerar que al final de la crisis estamos frente a la salida de un complejo de Edipo completamente normal” Lacan, Jacques, Le Seminaire, livre IV, La relation d’objet. Op. cit., página 323; “… es solamente por intermedio de cierta posición tomada en relación al falo –para la mujer en tanto que falta - para el hombre en tanto que amenaza– que se realiza necesariamente eso que se presenta como debiendo ser la salida, digamos, más feliz” Lacan, Jacques, Le Seminaire, livre V, Les formations de l’inconscient. Op. cit., página 328 [Mi traducción, los resaltados son míos]. 22. Pienso en todos los esfuerzos y renuncias que hizo un paciente gay para poder tener un hijo y me queda claro que el deseo de hijo no tiene una relación necesaria con la falta de pene.

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podría ser padre23. Entonces parecería que la subjetivación, el acceso a la dimensión deseante y a la cultura, la posibilidad de no quedar totalmente identificado a ser el falo del Otro, todo eso queda supeditado a que la manera de posicionarse ante la diferencia sexual anatómica culmine en una posición heterosexual y en hacer coincidir el falo con el pene, la vagina con el no falo24. Y esto a pesar de la afirmación de que el falo es un significante. Este es el tipo de desarrollos que llevan, coherentemente, a pensar que un “homosexual” renegaría de la castración, de la diferencia, porque “no querría saber nada de la diferencia sexual”. Y conduce a una idea a mi juicio muy complicada en sus consecuencias clínicas, ya presente en Freud, pero que sigo escuchando en muchos analistas, que los “homosexuales” inconscientemente estarían fijados a una mujer, por supuesto la madre, y que cada vez trasponen “al objeto masculino, sin solución de continuidad, la excitación que ella les provoca” y que “su aspiración compulsiva al hombre aparecería condicionada por su incesante huida de la mujer”25. Idea muy peligrosa por dos razones: en primer lugar porque tiene implícita la noción de que “en el fondo” todos deseamos lo mismo, un coito heterosexual26, y que si no lo buscamos es porque lo evitamos, estamos inhibidos por el temor a la castración. En segundo lugar es una idea peligrosa en la dirección de la cura, porque genera el espejismo de que entonces, análisis mediante, se podría vencer esos supuestos temores, ese “no querer saber” y, quién sabe, el paciente volvería finalmente al redil de la sana heterosexualidad. Y lo peor es que tal vez “suceda”, tan enorme es el poder de la transferencia, pero a la larga, como ya lo decía Marguerite Yourcenar en 1929, es un inútil combate. El asunto es muy complejo porque no creo que el psicoanálisis se equivoque cuando plantea el falo como un articulador mayor en el campo de la sexualidad, ni tampoco plantearía que el falo no tiene ninguna rela23. “… hay alguien [el padre] que puede responde en cualquier circunstancia, y que responde que en todo caso el falo, el verdadero, el pene real, es él quien lo tiene. Es él quien tiene el ancho de espada, y que lo sabe”. Lacan, Jacques, Le Seminaire, Livre IV, La relation d’objet, Éditions du Seuil. Paris, 1994, página 209 [Mi traducción. El resaltado mío]. Me hago cargo, traducir atout maître como ancho de espada nos devuelve un Lacan rioplatense, pero entiendo que no desentona con el espíritu de la cita. 24. “Sabemos por lo tanto que es de él [del complejo de castración] que dependen estos dos hechos – que por un lado el niño se vuelva un hombre, que por otro lado la niña se vuelva una mujer”. Lacan, Jacques, Le Seminaire, Livre V, Les formations de l’inconscient. Éditions du Seuil, Paris, 1994, página 186 [Mi traducción]. 25. Freud, Sigmund, Op. cit., página 132. 26. Lo cual tal vez sea cierto (en la erótica gay se llamaría activo-pasivo-versátil, en la lesbiana butch-femme), pero no en el sentido genital.

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ción con la diferencia anatómica de los sexos, o con la materialidad de los cuerpos. Que el falo no sea el pene (¡ay, el verbo ser y sus peligros!) no quiere decir que no tenga una relación privilegiada con ese órgano. El órgano que representa por excelencia el poder del patriarcado y que paradójicamente es el punto débil de los hombres, el que no responde a ningún poder, sólo al deseo, a lo que escapa a todo control. Que el falo esté en el centro de la articulación de la sexuación, entonces, no pone en juego sólo el poder de los hombres, sino también su castración27. La dificultad que tiene el psicoanálisis para escapar a los dispositivos heteronormativos está tal vez en una cierta petición de principio presente en la narrativa edípica. “Hombre” y “mujer”, si estamos hablando de sujetos, no de individuos, son significantes que denotan una posición sexual que no está determinada por la anatomía, y mucho menos por ningún instinto, son posiciones respecto del falo28 que se establecen en esa encrucijada de deseos, formas de goce, prohibiciones, anhelos, fascinaciones, desilusiones, amores, desengaños, que llamamos complejo de Edipo. Pero en la habitual narrativa edípica se habla del complejo de Edipo “de la niña” y “del niño”, poniendo entonces al principio lo que se suponía que se iba a encontrar al final, los sujetos sexuados. En el inicio de la narrativa definimos por la anatomía, en el final por el deseo, y se considera el final “feliz” aquel en el que coinciden la anatomía con lo que se supone que se espera “normalmente” de ese cuerpo. Si bien en la anatomía imaginaria (la anatomía del deseo) el falo puede tomar (y muchas veces toma) forma de pene, ingresar al Edipo con un pene no quiere decir ingresar como “hombre”, como “niño”, en el plano de las identificaciones y del deseo; así como ingresar sin un pene no impediría salir con un falo en el campo del deseo. Esto dependerá del complejísimo interjuego entre el sujeto y lo que encuentre en el deseo del Otro, o mejor dicho en el campo de fuerzas de los deseos cruzados de los Otros significativos. Pero esto es en general aceptado en la teorización psicoanalítica, si bien muchas veces es conceptualizado como desviación o como perversión. Donde yo sitúo un “obstáculo epistemológico” de la teoría en este punto es en la postulación de una necesaria heterosexualidad en la pareja de los padres29, que resultaría en la necesaria, en la “feliz” heterosexualidad de los hijos. 27. Eso es algo que podríamos responder a los teóricos que no quieren saber nada del planteo supuestamente falocéntrico del psicoanálisis. Pero claro, si queremos hacernos escuchar sería bueno que nosotros también escuchemos. 28. Pero seguramente no sólo posiciones respecto del falo. 29. La cuestión es muy compleja, tal vez siempre haya una heterosexualidad en el plano fálico, pero no necesariamente en lo genital. (Ver nota 26).

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La experiencia de las familias homoparentales nos enseña que la sexuación del hijo depende menos de las diferencias sexuales anatómicas de los padres de lo que podría deducirse de la teorización corriente del complejo de Edipo. Los hijos de estas familias, integradas por dos papás o por dos mamás no muestran ninguna diferencia significativa en cuanto a la elección de objeto respecto de los hijos de las familias heteroparentales. Ese es un dato muy contundente del que creo que debemos tomar nota para repensar nuestras categorías.

Prohibición edípica y prohibición de la homosexualidad Afirma Monique Wittig en El pensamiento heterosexual30 que es la homosexualidad, y no el incesto, lo que representa la mayor prohibición del “pensamiento heterosexual” (la mejor traducción posible de algo que en inglés tiene resonancias completamente distintas: the straight mind). No podría decir qué tanto se puede sostener esa afirmación31, pero me llevó a algunas reflexiones. La prohibición del incesto prohíbe, en el límite, a unas pocas personas, con las que casi nadie se muere por tener relaciones sexuales, después de todo. Por otra parte es cierto que sin esa prohibición la estructura social colapsaría, no se sostendría, rápidamente se confundirían las nominaciones (el padre sería el cuñado, la madre la abuela, y cosas así, hasta que ya nadie sabría cómo denominarse, ni quién es, ni qué lugar ocupa), y la trama de los intercambios se iría desintegrando. Muy distinta es la prohibición de la homosexualidad: esa sí impide que muchísima gente viva la sexualidad a su manera (bueno, para ser exactos pretende impedir, prohibir lo que es nunca da resultado). ¿Cuál sería la catástrofe supuesta si se levantara tal prohibición? Si me pongo en el lugar de las mentalidades más homofóbicas, me imagino que dirían que si sólo hubiese relaciones homosexuales sería el fin de la humanidad, nadie ya se ocuparía de la reproducción de la especie. Pero aparte del hecho de que a esta altura del desarrollo científico y tecnológico eso es relativo, el planteo mismo sería absurdo porque supondría que todo el mundo querría tener relaciones homosexuales, cosa demasiado poco probable. Tal vez sea un fantasma que surja de los muy evidentes deseos homosexuales que subyacen, pero ahí nomás, al machismo dominante. 30. Wittig, Monique, The straight mind. Beacon Press, Boston, 1992. 31. Pero es cierto que el planteo estructuralista de la prohibición del incesto articulada a las estructuras de parentesco implícitamente excluye cualquier relación que no sea heterosexual. Véase La homosexualidad como perturbación y como lujo, en este mismo volumen.

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Por el contrario, si la prohibición de la homosexualidad lograra su cometido (supongamos por un momento esa ficción afortunadamente imposible) entonces sí ocurriría una catástrofe: la desaparición de toda la gente gay y lesbiana, y su enorme contribución a la cultura. Me voy a adelantar a una crítica que seguramente me van a hacer: me van a decir que hay desarrollos posteriores de Lacan que permiten otra lectura, principalmente los referidos a las fórmulas de las sexuación. Pero por un lado esos desarrollos, muy interesantes y con muchas cosas para pensar, no aportan mucho a la perspectiva que yo estoy tomando en este trabajo. De hecho la palabra “homosexual” prácticamente desaparece en los últimos seminarios de Lacan y, que yo sepa, nunca usó la palabra gay. Y nunca se retractó de sus reiteradas afirmaciones de que la homosexualidad es una perversión. Pero la principal razón por la cual me atuve principalmente a la conceptualización del complejo de Edipo de los seminarios cuatro y cinco es porque, a mi juicio, es la conceptualización desde la que la clínica es corrientemente leída en lo que podríamos llamar, parafraseando a Freud, la práctica analítica de la vida cotidiana. Digamos que en este punto me interesa más el catecismo que la Biblia, porque el destino de mucha gente depende más del primero que de la segunda32.

32. Después de publicado el libro entendí que hay una razón más importante: el tema central de mi libro no es la homosexualidad, o la gaycidad, o, como la llama un analizante, la putud, sino la heteronormatividad, la homofobia y el dispositivo de la sexualidad, y cómo inciden en la producción de subjetividades, en su estigmatización (con su costo en sufrimiento subjetivo) y en el discurso y en la práctica del psicoanálisis. Las fórmulas de la sexuación, hasta donde las entiendo, intentan dar cuenta de la sexuación (siempre pensada binariamente) a partir de dos modos de goce. Se podrían hacer deducciones respecto de la homofobia a partir de esas consideraciones (el rechazo al goce femenino, por ejemplo), pero me resulta mucho más interesante cómo se encara el tema desde otros discursos que se ocupan específicamente de lo que me interesa.

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Psicoanálisis y homofobia Este artículo fue publicado en el suplemento Soy del diario Página/12 el 13 de junio de 2014. Yo quería que apareciese, en un suplemento LGTTBI, un artículo escrito por un psicoanalista que hiciera una lectura crítica de los aspectos heteronormativos del psicoanálisis, y que estuviera escrito en un lenguaje claro y, en la medida de lo posible, accesible. Lo pensé como un artículo dirigido ante todo al lector LGTTBI que quiere emprender un análisis y quiere elegir terapeuta, o al que está en análisis y tiene dudas sobre el modo de intervenir de sus analistas; como una suerte de antídoto o de advertencia. Mi agradecimiento a Liliana Viola, directora del suplemento, que accedió a la publicación. Este era el segundo artículo que yo escribía sobre el tema y mi manejo del vocabulario era mucho más torpe que el que tengo ahora. Si lo volviera a publicar supongo que lo titularía “Psicoanálisis y heteronormatividad”.

¿Es el psicoanálisis homófobo, tal como lo plantean muchos teóricos de los estudios de lesbianas y gays y de la teoría queer? ¿Forma parte el psicoanálisis (para ponerlo en términos más contundentes) de lo que Eve Kosofsky Sedgwick denomina el proyecto genocida de occidente respecto de los homosexuales? Casi siempre cuando hago estas preguntas a mis colegas analistas me miran sorprendidos e incrédulos, tan convencidos están de que la respuesta es evidente que nunca se les había ocurrido que una pregunta así tuviera siquiera posibilidad de ser planteada. Claro, muchos de ellos no son personas homófobas, y eso, sumado tal vez al eco lejano de tiempos en los que el psicoanálisis era acusado de pansexualismo, hace que ni se les cruce por la cabeza que el psicoanálisis, en alguno de sus aspectos, pueda formar parte de un dispositivo represivo, y no de un método para levantar la represión. En los tiempos que corren, y gracias al coraje de tanta gente que en los últimos ciento cincuenta años decidió tomar la palabra y no conformarse con ser objeto de condena o de estudio (pero siempre de condena), es demasiado fuerte decir a viva voz que la homosexualidad es una enfermedad, aunque es lo que algunos analistas sigan pensando, si no ¿por qué algunos se jactarían, en privado por supuesto, de “curar” homosexuales? Pero aun los que honestamente creen no pensar de ese modo, que son la 33


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mayoría, no están en buenas condiciones para recibir, sin psicopatologizar, a las sexualidades no heteronormativas, porque (al menos esa es mi hipótesis) las bases teóricas de esa patologización están aún muy poco cuestionadas en casi todas las teorizaciones psicoanalíticas. Ahora bien, es cierto que el psicoanálisis hizo un planteo absolutamente novedoso respecto de la sexualidad, uno que tiraba abajo el concepto imperante en la psiquiatría de fines del siglo XIX acerca del instinto sexual, cuando afirma que no hay ninguna relación natural entre el “instinto sexual” y un objeto o un fin determinado. Acá estaba abierta la posibilidad de recibir a todas las formas de sexualidad como variantes del instinto que dejaba de ser tal, pasaba a ser un impulso, una tendencia que no portaba consigo ningún saber previo acerca de su objeto ni de su fin, que se denominó pulsión. ¿Qué pasó con todo ese potencial del psicoanálisis? Según mi lectura la respuesta tiene que ver con una cuestión bastante compleja que intentaré simplificar. El potencial revolucionario para todos los dispositivos de poder que regulan la sexualidad que tenía la hipótesis de la contingencia del objeto de la pulsión (o sea, que nada establece de antemano que por ser hombre me tenga que gustar una mujer, por ser mujer me tenga que gustar un hombre, ni cómo me tiene que gustar gozar del cuerpo, del mío o del otro; sin contar con que nada garantiza que todo pueda encajarse en los moldes hombre y mujer) se vio compensando en la teoría analítica a partir de un esquema conceptual que sería extremadamente famoso: el complejo de Edipo. Con él, el psicoanálisis vuelve a anclar en la heterosexualidad (y en la familia) la sexualidad que su propio descubrimiento había hecho estallar. ¡Ojo!, no estoy diciendo que haya que deshacerse de toda la teorización del complejo de Edipo ni que no haya mucho de verdad en ella. Digo que el modo en el que es planteada, particularmente en la medida en que se articula con lo que en la teoría se denomina complejo de castración (el hecho de que la diferencia anatómica de los sexos sea simbolizada en términos de tener o no tener falo), lleva a re naturalizar las relaciones sexuales, a hacer, por consiguiente de “hombre” y de “mujer” datos incuestionados, y a ubicar la diferencia sexual anatómica como LA diferencia absoluta, aquella que daría cuenta de todas las demás. Es una cuestión teórica compleja cuyo resultado es que toda forma de sexualidad que no sea heterosexual y genital es leída como patología, bajo la forma de la perversión1, de la renegación de la castración (lo que dicho 1. Acá se me va a retrucar que “perversión” no es una patología, sino una estructura. Pero yo preguntaría a quienes eso sostienen si les gustaría ser denominados con una palabra, “perverso”, cuyo significado primario, según la Real Academia Española, es “Sumamente malo, que causa daño intencionadamente”, y que en el Diccionario de uso del español de

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de otro modo querría decir no querer saber nada de la diferencia ni de la falta, como si la única diferencia que existiera fuera la sexual anatómica y si la única falta que contara fuera la “falta” del pene en la mujer). Y una vez que teorizo que, supongamos, la homosexualidad se basa en una forma de renegación de la castración, o sea, que un gay buscaría en un hombre una mujer pero con pene y no que simplemente le gusta un hombre, será grande la tentación de encaminar el análisis en el sentido de intentar que el analizante deje de “renegar”, que se dé cuenta de que, en el fondo (“inconscientemente”), está buscando una mujer en ese lindo chonguito, pero le da miedo que no tenga la cosita. Planteadas las cosas de este modo todos somos heterosexuales, sólo que algunos lo aceptan y otros no querrían saber nada de eso. Por eso digo que es una manera de teorizar que lleva a re naturalizar la sexualidad, y, paradójicamente, a no incluir las diferencias en nombre de la diferencia. De ahí que muchos psicoanalistas terminan intentando “curar” homosexuales, aunque crean que no. Y digo “intentando” porque de la “elección” de objeto no hay cura: como mucho se podrá lograr que alguien se convenza de que desea lo que se supone que hay que desear. Por suerte muchos analistas son incoherentes y trabajan bien a pesar de estos impases teóricos, pero sigue siendo cierto que el psicoanálisis como teoría, en tanto no se revisen estos planteos, no puede pensar la homosexualidad ni otras formas de sexualidad sino como patología, desviación, renegación, por más que se haya vuelto tan incorrecto políticamente afirmarlo que se lo calla. ¿Afirmo yo entonces que el psicoanálisis es inherente e inexorablemente homófobo? No, de ningún modo. El psicoanálisis es la única forma de terapia que no apunta a ser sugestiva ni directiva, aunque, como ya Freud mismo lo señalara, haya una dosis ineliminable de sugestión, por el simple hecho de que se trabaja con la palabra. Pero, a pesar de la imposibilidad, de los inevitables obstáculos, algo de lo real2 pasa si analizante y analista no ofrecen una resistencia desmedida. Por eso sigue siendo, en mi opinión, por lejos, la forma más poderosa de trabajo sobre la subjetividad. Claro que, como toda herramienta poderosa, está llena de peligros. María Moliner se define como “Depravado, malvado. Muy malo, capaz de hacer mucho daño a otros y de gozar con su padecimiento: ‘Un hombre perverso, capaz de cometer un crimen. Un niño perverso, que martiriza a los animales’ ”. Por supuesto que existen personalidades así, lo grave es ligar eso “perverso” a ciertas formas de sexualidad. Por otra parte, cada vez que en una conversación se quiere condenar la conducta moral de alguien, los psicoanalistas suelen bajar la voz para sentenciar que se trataría de un “perverso”. Sutiles deslizamientos de sentido. 2. Con “algo de lo real” quiero decir algo que escapa a los engaños del sentido inducidos por el lenguaje, y también algo de lo real de goce, de la forma de gozar de ese sujeto, más allá de los ideales y de los dispositivos normalizadores.

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Que la teoría analítica se desprenda del lastre homófobo que contiene depende exactamente de lo mismo de lo que depende el destino de cada análisis: de que los analistas se dejen interrogar, de que escuchen lo que los analizantes tienen para decir en lugar de aferrarse religiosamente a la teoría, por más interesante, valorada y atesorada que sea. En tanto los analistas intenten hacer encajar a los analizantes en el lecho de Procusto teórico/religioso del dogma complejo de Edipo/complejo de castración tal como en general se lo piensa, tendrán dificultades para darle lugar a las distintas formas de vivir el amor y el erotismo. *

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Los impases de la teoría psicoanalítica para pensar y dar lugar a la diversidad de sexualidades pesan mucho menos, me parece, cuando quien llega a análisis es alguien que ya ha asumido su forma de gozar, por ejemplo cuando alguien se presenta como gay o lesbiana. Esto muchas veces va de la mano con la pertenencia a grupos de referencia y la participación en alguno de los modos que la cultura gay o lesbiana puede asumir. Es interesante en dos sentidos: en primer lugar porque muestra cómo, cuando un sujeto se sostiene en sus propios actos, es mucho más inmune a los efectos sugestivos. En segundo lugar muestra la importancia enorme de la relación a los otros, a los grupos de pertenencia, a la construcción de cierta identidad, una importancia que muchas veces los psicoanalistas minimizamos u omitimos en función de algo que también, por supuesto, es fundamental, que es la singularidad, el caso por caso. Mi opinión es que de la permanente dialéctica entre lo singular y lo general se privilegia sólo uno de los términos, que es el que más cuenta en los análisis, pero de ningún modo el único a considerar. Ahora, cuando el que llega a análisis es alguien que aún no se atreve a asumir una sexualidad no heteronormativa, ahí el problema puede ser bastante complicado, y es común que el psicoanálisis haga una presión desmesurada para encaminar al paciente por las sendas de la sana heterosexualidad edípica (o que el paciente tenga muchos menos recursos contra esa presión), demorando a veces por años (¡los años de la juventud!) la posibilidad de asumir la propia sexualidad. Alguien llega a análisis para resolver el problema de su goce y en cuanto al goce sexual (¡nada menos!) en lugar de encontrarse con una ayuda se encuentra con un obstáculo más, justo donde esperaba una resolución.

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