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Publicamos un cuento de Eliécer Cárdenas, como homenaje póstumo a su obra y legado.

Roque Dalton (1935 – 1975)

El compromiso con la poesía y la revolución hasta el final de sus días

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Eliécer Cárdenas

(1950-2021)

Novelista destacado de su generación, con títulos como Juego de Mártires (1976), Diario de un idólatra (1990), El enigma de la foto perdida (2013). En 1978, su novela Polvo y Ceniza logró el Premio Nacional Casa de la Cultura Ecuatoriana. Obtuvo, asimismo, el Premio Aurelio Espinosa Pólit, en 1987, con con la obra de teatro: Morir en Vilcabamba. Fue también, periodista y Cronista de la ciudad de Cuenca.

Crucero del amor tardío

Eliécer Cárdenas

La volví a ver casi a los diez años, pero ella me reconoció de inmediato cuando en el Desfile de la Ecuatorianidad en Nueva Jersey yo curioseaba y el acto estaba por empezar y con robustos policías gringos, siempre con sus juegos de esposas colgantes de las cinturas, desviaban el paso de los autos ante la multitud de compatriotas que con las banderas tricolores desplegadas, se hallaban impacientes por iniciar la marcha en ese pegajoso calor de agosto, en mitad del verano americano.

Conchita —siempre me había pedido que no la llamara «doña Conchita», a pesar de la respetable diferencia de edades que nos separaba— caminó hacia mí en un trotecito, acomodándose sobre el abundante pecho la banda que le otorgaba una suerte de especial distinción en la primera fila del cortejo. Su agilidad parecía desmentir los ochenta y tantos años que tenía. Estampó un perfumado beso sobre mi mejilla y preguntó si participaba en el desfile. Le respondí que solamente pasaba por ahí, nada más. —Te avergüenzas de la tierra en que naciste, mal ecuatoriano —me increpó en son de broma, y sin permitir que yo presentara alguna excusa para esfumarme, me tomó de un antebrazo con un aire imperativo situándome junto a ella a la cabeza del desfile, justo detrás del vehículo que portaba la bandera y el escudo nacionales y que llevaba a las reinas de las asociaciones y sus damitas de honor.

Conchita Mera fue condiscípula de mi mamá en la escuela, y desde entonces fueron amigas de toda la vida, eso es exacto porque murió mi madre y ella asistió a sus funerales con el rostro más triste y afligido que los de sus propios familiares. Conchita se había casado joven, por supuesto, y se había separado del esposo, ya no tan jovencita. Fue enfermera diplomada por más de cincuenta años y trabajó como tal incluso cuando se radicó en los Estados Unidos con sus hijas. La última vez que nos habíamos visto fue justamente una década atrás, en una recepción del Consulado de Nueva York, adonde la invitaban con frecuencia porque era un ejemplo de compatriota integrada exitosamente a USA entre cientos de miles de paisanos concentrados en sus respectivas barriadas pobres, monolingües, sin otro porvenir que envejecer en trabajos duros, aguardando siempre una improbable legalización para vivir en un país donde eran necesitados como mano de obra barata, pero no bienvenidos. —Se le ve tan joven, Conchita —lancé mi no tan mentiroso piropo cuando arrancaba el desfile, entre las notas de una grabación del himno nacional y los aplausos del público congregado detrás de las cuerdas que ceñían los flancos de la avenida. —Y eso de qué me sirve — Conchita agitó su encrespada cabellera cana con reflejos azulados gracias al efecto de algún ingrediente de salón de belleza y estilismo—; acabo de divorciarme. ¿Cómo era aquello? Me interesé de inmediato. Y Conchita empezó a referirme su peripecia matrimonial entre las banderitas que se agitaban a nuestro paso en el desfile.

Conchita —siempre me había pedido que no la llamara «doña Conchita», a pesar de la respetable diferencia de edades que nos separaba— caminó hacia mí en un trotecito, acomodándose sobre el abundante pecho la banda que le otorgaba una suerte de especial distinción en la primera fila del cortejo.

—Pues Ubaldo se puso a temblar, como si yo fuera entonces la mismísima emisaria del infierno —se ajusta en la cabeza el sombrerito que una repentina ráfaga de viento había movido—; después, con muchos aspavientos y misterio, sacó un pequeño frasco y lo puso sobre el velador.

Ella viajaba con cierta frecuencia a nuestro país, con el objeto de visitar algunos familiares y amistades. En uno de aquellos viajes conoció a un arquitecto ecuatoriano jubilado que había pasado buena parte de su vida en Panamá, donde formó familia, tuvo hijos y enviudó. —Se llama Ubaldo, si es que vive todavía —precisó Conchita en un tono claramente despectivo. A nuestro lado surcó una motocicleta policial. Cuánto debe costar a la alcaldía de Nueva Jersey esta clase de constantes desfiles de latinos, pensé.

Conchita prosiguió: Ubaldo, el arquitecto, era mayor a ella con cuatro años. «Pero la diferencia de edad no me pareció mucha. Él era alto, bastante bien conservado en apariencia», dijo ella, si bien, explicó de inmediato, el amor a esas alturas de su vida ya no constituía un sentimiento ni una apuesta al porvenir, ni nada, pero sí un poquito de ilusión. «Para mis últimos años», apostilló con un suspiro.

En su siguiente viaje a Ecuador, Conchita y Ubaldo decidieron casarse. Intercambiaron aros, exhibieron ante la respectiva autoridad civil sus respectivos certificados: de viudez él; de divorcio ella. Y firmaron el acta matrimonial con unos testigos de edades también crecidas.

Partieron de inmediato en un avión hacia Ciudad de Panamá. Habían decidido que harían su luna de miel en un crucero por aguas del Caribe, que siempre le había ilusionado a Conchita, según dijo. «Cada cual pagó su parte, Javiercito, porque ninguno de los dos queríamos aparecer ante el otro como avarientos o interesados», explicó mientras el Desfile de la Ecuatorianidad avanzaba entre fanfarrias, aplausos, banderas flameando y confeti por aquella avenida flanqueada por agencias para el envío de encomiendas ecuatorianas, restaurantes colombianos, salones de estilismo de venezolanas y uno que otro templo metodista o mormón cuyos fieles eran principalmente peruanos, según pude notar a lo largo de mis recorridos en la zona.

En Ciudad de Panamá los hijos de su reciente esposo le miraron con ojos de escasa simpatía pero de todos modos les desearon una maravillosa luna de miel y uno de ellos los llevó hasta Colón en cuyos muelles avistaron las líneas de pisos escalonados y claraboyas uniformes de un inmenso buque de crucero. Abordaron la nave junto a matrimonios de edad, viejos solitarios o en grupos, y unas pocas parejas jóvenes. Los mayores lucían sombreritos flexibles, gafas, equipos fotográficos y se movían afanosos entre los puentes y la

cubierta. Ellos, una vez entregadas las maletas en el respectivo camarote, se apresuraron en posesionarse de unas tumbonas contiguas y servirse de una bandeja, ella un sorbete de melón y Ubaldo un gin and tonic. —El viaje comenzó maravilloso, el servicio de primera, el capitán y la tripulación nos colmaban de atenciones y el baile de gala en la primera noche a bordo fue sencillamente inolvidable — mientras Conchita hablaba advertí que su vanidad de anciana, pero femenina al fin y al cabo, le hacía lucir unas sedosas pestañas postizas allí donde solo quedarían unos escasos restos de las originales—; pero, Javiercito…

Aquel «pero» me alertó. ¿Qué había ocurrido en una luna de miel que comenzó tan bien? A nuestros pies el asfalto de la avenida parecía a punto de derretirse por el creciente calor de la mañana veraniega.

Cuando ella y Ubaldo se retiraron a su camarote, él destapó una botella de champán especial que había llevado a bordo. Bebió varias copas él, y ella solamente una. Cuando Conchita creyó conveniente hacerlo se encerró en el baño y se presentó luego ante el esposo con un negligée de encajes que dejaba al descubierto sus piernas —miré hacia sus extremidades inferiores embutidas en un pantalón blanco y, caramba, eran todavía gruesas y bastante armoniosas—; la música que llegaba de atrás la interrumpió unos instantes.

—Yo lo lamenté más cuando Ubaldo, todo palidísimo y desencajado, me confesó que padecía epilepsia, de manera que la pastilla azul debió precipitarle el ataque. Usted me conoce, Javiercito, yo soy terneja y le dije entonces a Ubaldo “se acabó nuestro matrimonio, no me sirves de nada”.

—¿Y qué pasó entonces, Conchita? —Pues Ubaldo se puso a temblar, como si yo fuera entonces la mismísima emisaria del infierno —se ajusta en la cabeza el sombrerito que una repentina ráfaga de viento había movido—; después, con muchos aspavientos y misterio, sacó un pequeño frasco y lo puso sobre el velador.

Me imaginé de inmediato el contenido de aquel frasco. Uno no necesita ser un mago para suponer que un hombre, pasados los ochenta, requiere de algo más que el mero deseo de acostarse con una mujer para hacerlo, y mucho más si ella ya no es una jovencita, ni mucho menos. —Ubaldo sacó del frasquito una pastilla de color azul, y con muchos circunloquios me avisó para qué servía esa medicina. Yo le dije: «Muy bien, tómatela ya, mi amor». Pero él dejó la pastilla azul sobre el velador y con una mano puesta en una mejilla se puso a contemplarla como si se tratara de un bocado imposible de tragar. Así pasó nuestra primera noche de bodas. Pero yo soy muy paciente, como usted sabe, Javiercito.

Nada sabía yo por supuesto de su proclamada paciencia. Pero mientras ella me refería su experiencia, las filas que venían detrás nos habían ido rebasando y de pronto nos vimos al lado del carro alegórico de las reinas. Alguien nos ofreció serpentinas que Conchita y yo las arrojamos hacia las muchachas, en largas espirales rosas y verdes, y las jovencitas coronadas con diademas nos agradecieron ofreciéndonos unas encantadoras sonrisas. —El crucero siguió su recorrido. La comida en los almuerzos y cenas siempre de primera. A mí me encantan los mariscos, pero mi colesterol no me permite degustarlos con frecuencia. Pero hice de lado mi dieta de vieja y me atraqué de camarones en coctel, camarones apanados, fritos, de todo. Menos mal que mi salud no me cobró. ¿Sabía usted, Javiercito, que hace dos años me extirparon el bazo?

No lo sabía, claro, y me encontraba impaciente porque siguiera refiriéndome la historia de su luna de miel. El sol golpeaba implacable nuestras nucas desde el firmamento, y el desfile parecía próximo a concluir. Los americanos permiten, pero con cierta parsimonia las reuniones públicas latinas, caso contrario las vías donde se celebran tendrían desfiles interminables.

Conchita refirió que el crucero surcó plácido las aguas transparentes del Caribe y al llegar a San Andrés se bajaron de a bordo para disfrutar de las playas y comprar artículos sin ningún recargo. Se iba acercando el día en que el crucero atracaría en el fin del periplo en los muelles de Colón, y Ubaldo, su esposo, cumplía cada noche en el camarote de los dos el exasperante ritual de sacar la pastilla azul, colocarla sobre el velador y mirarla indeciso horas y horas, mientras la furiosa consorte prefería pasarse embarrando su rostro con cremas y pintándose las uñas una o otra vez. —La última noche —dijo Conchita— el capitán anunció que a la mañana siguiente desembarcaríamos. Hubo chiflidos de protesta. Todos, o casi todos, habían pasado cinco días felices con sus respectivas noches, menos yo, Javiercito, en lo que a las noches se refiere. Los camareros nos repartieron en la sala de baile esa noche gorritos de papel, cornetitas y matasuegras, y movimos el esqueleto, mi marido y yo, hasta la madrugada. Cuando fuimos al camarote, en la cara de Ubaldo se veía que, ahora o nunca, tenía que enfrentarse a la pastillita color azul.

El desfile desembocaba en una plazuela en cuyo fondo se había instalado una plataforma metálica, adonde treparon las reinas, los organizadores del acto

y dos invitados especiales, un alcalde ecuatoriano que estaba de visita y un ex dirigente deportivo prófugo en los Estados Unidos desde hacía muchos años por lo que sabía, pero que entonces nadie parecía reparar en el pasado del sujeto. Mientras se daban las alocuciones respectivas, Conchita concluyó su relato. —Ya tómala de una vez, ordené a Ubaldo, entregándole un vaso con agua que yo misma se lo llevé del lavabo. Se puso la píldora en la lengua y se la pasó con un buen bocado que le hizo agitar la nuez de su garganta de viejo, toda arrugada. ¿Sabía usted Javiercito, que por las arrugas del cuello se puede calcular la edad de una persona? Lo leí en alguna parte. Yo, puesta mi negligée provocativo y las manos sobre la cintura, guardé impaciente el efecto deseado. Habrían pasado cuatro, cinco minutos como máximo, cuando el pobre hombre cayó al piso entre convulsiones y espumarajos que le salían de la boca. Parecía que iba a ahogarse en sus salivaciones, con la lengua hacia dentro. Yo, como soy enfermera jubilada, lo atendí dándole una toalla a morder entre sus espasmos, y llamé a un médico de a bordo. Los viajeros del tour fueron saliendo de sus camarotes por los gritos que yo debí dar en esos momentos. Al fin llegó uno de los médicos del crucero y el pobre Ubaldo no recuperó cabalmente el conocimiento hasta la mañana.

Conchita se calló para tomar aire. El alcalde invitado había concluido su discurso y recibió una condecoración de parte de una de las reinas. Comenté apenado a Conchita que lamentaba lo ocurrido en el crucero.

—Yo lo lamenté más cuando Ubaldo, todo palidísimo y desencajado, me confesó que padecía epilepsia, de manera que la pastilla azul debió precipitarle el ataque. Usted me conoce, Javiercito, yo soy terneja y le dije entonces a Ubaldo «se acabó nuestro matrimonio, no me sirves de nada». Apenas desembarcados en Colón, llamé a uno de los hijos de él y se lo entregué advirtiendo que tramitaría de inmediato el divorcio.

Permanecimos en silencio mientras el ex dirigente deportivo prófugo por corrupción tomaba el micrófono e iniciaba una alocución, ponderando la nostalgia que sentía por la tierra distante. «Quién te cree, sinvergüenza», dijo Conchita en voz alta y luego, dirigiéndose a mí, dijo: —No creas, Javiercito, todavía me quedan esperanzas en cuanto a un amor realizado a pesar de mi edad —sonrió coqueta y se pasó la mano por las puntas de su cabello bellamente cano con reflejos azulados.

Eliécer Cárdenas

(Cañar, 1950 -Cuenca, 2021) Narrador y autor de obras de teatro. Realizó estudios universitarios de Jurisprudencia en la Universidad Central de Quito. Periodista. Desempeñó diversas funciones culturales, entre ellas la Presidencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Azuay, director de la Bienal Internacional de Pintura de Cuenca, así como director de la Biblioteca Municipal de Cuenca. Entre sus obras destacan: Polvo y ceniza (Premio Nacional de Novela Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1978); Que te perdone el viento (Premio Bienal de Novela Ecuatoriana, 1992); Una silla para Dios (Premio Diario El Universo, 1997); Relatos del día libre (Premio Joaquín Gallegos Lara); Diario de un idólatra (finalista del Premio Rómulo Gallegos, 1990); Morir en Vilcabamba (teatro, Premio Aurelio Espinosa Pólit, 1993), y El pinar de Segismundo (2013). Varias de sus obras han sido traducidas al inglés, francés, alemán, italiano, portugués y hebreo.

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