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El sari verde, relato del autor ecuatoriano Alfredo Noriega, radicado en Bélgica.

El sari verde

Alfredo Noriega

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Il suffisait de deux pas pour que le rêve s’écroule Ananda Devi. El sari verde

La mujer me tiende un pedazo de papel. Lo tomo sin saber lo que quiere, ni lo que debo hacer. Me pide un autógrafo. No soy un escritor conocido, e incluso, si lo fuera, ese pedazo de papel arrugado, sacado de su bolsillo, no está como para recibir una firma, que sea o no de un escritor famoso o de un tipo como yo. Le pido que se siente a mi lado. En el papel hay garabatos. Lo firmo y se lo entrego, rogando a Dios que se vaya con mi firma y que esto se termine ahí. Pero la mujer se queda sentada y nerviosa con el

papel entre los dedos. Tiene unos cuarenta años, mal vividos, va vestida simplemente, como esas personas que ya no quieren complacer a nadie. —Me gustaría escribir mi historia —me dice. —Qué bien —le respondo. ¿Qué tiene la gente con querer escribir sus historias? ¿No se dan cuenta que ya somos demasiados en ese trajín? Si todo el mundo lo hace, ninguna historia tendrá sentido, propósito, simplemente interés alguno. Es el mal del siglo, supongo, querer escribir todas nuestras miserias. ¡Basta! Dejen esta lamentable costumbre a esos autores que, como yo, no encuentran nada mejor que hacer.

Pienso en mi abuelo. Le gustaban los libros. Decía: leer está bien, escribir, eso es una pérdida de tiempo. Y yo intentando contradecirlo. —Mi historia es terrible —me dice la mujer.

Me da ganas de responderle: qué historia de vida no es terrible. Pero me callo. Pienso en ese hijo de mi abuelo, que no conocí pues murió cuatro años antes de mi nacimiento aplastado por un camión, tratando de agarrar su balón de fútbol. Mi hermano mayor heredó su nombre, y aunque no lo crean, su talento para el fútbol. De acuerdo con la mitología familiar, mi tío era un crac. Mi hermano también lo fue. El talento del uno fue cortado por las inmensas ruedas de un camión, el de mi hermano por un accidente de moto, del que sobrevivió, pero con las dos piernas rotas. Mi hermano es gay, mi abuelo nunca lo supo, mi hermano salió del clóset después de su muerte. Yo me he vuelto escritor, pero como en la familia ya había un desviado (como hubiese dicho mi abuelo), no he debido sufrir de sus comentarios más o menos agrios. —Quiero escribirla —me dice la mujer. —¿Qué quiere escribir? —pre- gunto como si no la hubiese escuchado antes. —Mi historia, pero necesito ayuda —me responde.

Pretende que además de mi trabajo, tome a cargo el suyo. —Muy bien —le digo—, hable con Pierre. El editor de Onlit, la editorial belga que me publica, y me ha traído a este lugar de Molembeek, a promocionar mi último libro. Él seguramente conoce un taller de escritura.

Pienso haber encontrado la respuesta correcta. Me siento librado de la señora. —¿Puede ayudarme, usted personalmente? —me pregunta. —¿Yo? —Sí. —De acuerdo, suelto, vencido.

Escribo mi mail en su papel. —Escríbame —le digo.

Me levanto y voy al bar, instalado en la librería que nos acoge, diciéndome que la conversación ha durado demasiado, y que una mentira más o menos en mi vida no cambiará el destino de nadie, peor el de esta señora cuyo sufrimiento chorrea por sus ojos marrones y sus manos estropeadas.

El mail llega una hora antes de mi partida al Ecuador. Ese país que me vio nacer y que abandoné sin una onza de remordimiento. ¿De dónde soy?, podría ser mi eterna pregunta. ¿A quién le debo este desinterés por las raíces?

Voy al Ecuador porque mi madre está vieja, y aunque los síntomas no se hayan declarado todavía, porque está moribunda. Voy para cerrar lo que queda por cerrar. Ningún negocio que resolver, ningún terreno o propiedad que vender, ni una mujer a quien amar o un enemigo a maldecir. Simplemente una madre abandonada desde hace mucho tiempo y que busca consuelo antes de irse.

Necesitamos estar sentados en el mismo cuarto durante algunas horas, supongo, comer la misma comida, escuchar los mismos ruidos, antes de irnos cada uno por nuestro lado de una vez por todas.

No abro su correo. ¿Para qué?, me digo, puesto que me voy por un tiempo largo y que, quiera lo que quiera, no podré hacer nada por ella, o muy poco. Termino mis maletas. Solamente cuando estoy en el tren rumbo al aeropuerto de Bruselas, agarro mi teléfono, más por desidia que por otra cosa, y leo su mail.

Buenos días señor, escribe, sin nombrarme.

Gracias por haber aceptado ayudarme.

He aquí el comienzo de mi historia.

Siguen unas veinte líneas, que no leo, creyendo así no inmiscuirme en la vida de esta mujer, a quien mentí, cierto, pero a quien no le debo nada, ni siquiera compasión.

Mi madre no murió durante mi estadía en Ecuador. Quería que me quedase hasta el día de su muerte. Por ahí iban nuestras conversaciones. Al cabo de un tiempo, decidí volver a Bruselas, porque, aunque las apariencias engañen, ocuparme de los otros no es mi única actividad.

Dejé detrás de mí aquel paisaje, cuya amargura invade mis pulmones y seca mi boca, esa ciudad agarrada a la montaña como un viejo ciego a su lazarillo, esa madre que no guarda piedad por sus hijos, pues la abandonaron.

Volví a Bruselas.

Todos necesitamos un espacio en la tierra donde sentirnos a gusto, o menos mal, quizás más cómodos con nuestras desgracias, ¿cierto? Bruselas es la ciudad ideal para ser un pendejo que no le teme al castigo divino. A todo el mundo le vales madres, y tanto mejor.

Agarro el tren para volver a mi departamento en Forest. Estoy mirando por la ventana del vagón las casas de las afueras cuando mi teléfono se pone a vibrar furibundo. No lo cojo, inquieto de lo que puedan guardar esos mensajes encerrados durante tanto tiempo en esa caja.

Los escucho en la noche. Hay un solo mensaje de la mujer encontrada en la librería, repetido no sé cuántas veces. No respondo, pero me doy cuenta de que estoy, como dicen los quiteños, cagado.

Me levanto temprano, Bruselas, como es su costumbre en esta época del año, carga nubes bajas y una llovizna roza los vidrios de mi departamento. Me pongo delante de la computadora y empiezo a golpear sobre el teclado la historia de la mujer.

Trato de mostrar su rostro tumefacto. Estaba recostada sobre un lado de la cama, mirando, como yo ahora, por la ventana. Lloraba, por supuesto. No logro describir su manera de llorar, le doy la vuelta a un par de frases, pero nada qué hacer, ni las sensaciones, ni los sentimientos están.

Me doy por vencido. Me concentro en la descripción de la cara cubierta de moretones.

Sigo.

Le dio el primer golpe, un chirlazo con la mano derecha bien abierta, de arriba hacia abajo. Estaba sentada en la mesa y se cayó. Se levantó y recibió un segundo golpe que prácticamente la noqueó, precipitándola contra los anaqueles de la pequeña cocina del departamento miserable, donde ella, sus hijos y su marido vivían desde hace seis años, en Molembeek. Todos se pusieron a gritar. Su hijita de cinco años la socorrió. ¿Podemos a esa edad tener semejante reacción?, me pregunto. Según su relato, sí.

La niña trató de levantarla mientras los otros lloriqueaban.

Busco una metáfora. Ninguna se me viene a la cabeza. Decido concentrarme en las manos pequeñas de la niña agarradas a su madre media noqueada. Sus dedos se perdían entre la lana gruesa de su saco. Tiró con todas sus fuerzas. De pronto hubo un ruido sobre la mesa. Todos se callaron. La mujer sintió el movimiento de las hojas de los árboles del parque, creyendo que había llegado su fin. Cuando abrió los ojos, los niños ya no estaban, su marido tampoco. El departamento estaba vacío, y ella inexplicablemente sola.

Releo la frase en voz alta, suena demasiado dramática, me digo. Se debe al adverbio, hay que tener cuidado con su uso. Corregiré luego, me digo.

Voy a la cocina a prepararme un café. Son las ocho de la mañana, un rayo de sol entra e ilumina el espejo de la sala, donde aparece mi rostro con una expresión de despecho y el cabello desordenado. Mi madre me hizo dar cuenta de que ya tenía muchas canas, con entradas profundas, insistió. Me acerco al espejo. Veo a mi madre. La veo en mis rasgos. Mis ojos son más claros, cierto, pero la forma y expresión son idénticas a las suyas. —No te mueras —le digo al espejo.

Seguramente es la historia de la mujer que me vuelve emotivo.

Regreso a la computadora. La mujer abrió la puerta de la habitación de los niños, todo estaba en su lugar. Fue a su habitación. Igual. Fue al baño, hizo pipi y se miró en el espejo. Tenía un enorme hematoma que ocupaba el lado izquierdo del rostro, ya no se veía su ojo. Le dolía. Bebió agua directamente de la llave. Volvió a su cuarto y se recostó. Durmió horas. Al despertarse, muy entrada la noche, estaba vestida con un sari verde, sin recordar en qué momento se lo puso ni de qué lo tenía. Tuvo un mal presentimiento. Ni sus hijos, ni su marido estaban de vuelta. Se habían ido, ido definitivamente. Salió del departamento, buscó en la ciudad toda la noche, recorriéndola de norte a sur, de este a oeste, perdida en el marasmo de su espíritu, de su pena, de su despecho. Al volver, el sari verde estaba rasgado y sucio. Se lo quitó y lo echó a la basura.

Mi madre murió. No me di tiempo ni siquiera para ir a enterrarla, no tuve fuerza. La familia se encargó del asunto. Nunca me gustaron las despedidas, peor aún las despedidas definitivas. Me deben estar odiando. Los comprendo, ya soy el hijo que se fue y no se ocupó de ella, de sus manías, de sus problemas de dinero, de sus molestias de salud. Hasta donde sé, ellos tampoco, aunque, a pesar de que no hacían nada por ella, estaban cerca. —Vienen, es cierto —me dijo cuando la fui a ver—, pero vienen para hacerme reproches, eso sí les encanta, los reproches —insistió.

Luego de lo cual tomamos café con humitas, con un gusto delicado, ni tan dulces, ni tan saladas.

Se me viene el agua a la boca.

Estábamos sentados, ella y yo, en la sala. Las fotos de familia colgadas de manera desordenada. —¿Por qué tienes todas esas fotos así? —le pregunté. —Por tu padre —me respondió dejándome con la boca abierta.

Hice una siesta, al despertarme, ya no estaba a mi lado sino en su cuarto, tejiéndome una bufanda. Esta es la última imagen que conservo. La imagen de una madre preocupada por su hijo.

Decido ir a Molembeek. No sé si sea una buena idea. Estoy harto de cargar a cuestas la historia de la mujer. El hecho de no frecuentar a menudo ese distrito de Bruselas me impide terminar su historia, pienso. Antes de la presentación de mi libro, había puesto raras veces mis pies en esa área con mala fama.

Cuna de los yihadistas belgas, han dicho los periodistas del mundo, después de enterarse de que muchos de los terroristas que cometieron los atentados en París procedían de las entrañas

de Molembeek. Un polemista francés propuso bombardearlo para luchar contra el terrorismo islámico. La radio francesa, RTL, declaró que se trataba de una ironía del fulano, uno de esos racistas que abundan por todas partes, también en el país de los «derechos humanos» como se autodenominan los franceses, y al cual esa radio de mierda le da tribuna. Bajo al centro, en el vértice de la rue de Flandre y de la rue Dansaert me meto en el Walvis, ese hermoso café donde me he encontrado un par de veces con Pierre, mi editor, y con Patrick Delperdange, un escritor increíble de novela negra, y me pido una Chimay. Saco el manuscrito. La escena donde se presenta a la policía es un poco clisé. En ese sentido no tiene ningún interés literario, quizás sociológico, pues vemos a los policías bruselenses, medio alcohólicos, xenófobos y misóginos. Igual ocurre con la descripción de la mujer golpeada por su marido, un obrero desempleado al que se le suelta un tornillo, agarra los guaguas y se esfuma.

La mujer entró en la comisaría de policía y contó lo que le estaba pasando.

—Tiene pruebas —le interrumpió el policía. La mujer mostró su rostro hinchado. —Pudo haberse hecho eso en cualquier parte —le lanzó el policía. La mujer no quería, pero se

Voy al Ecuador porque puso a llorar. Los agentes recibieron a regañadientes su declarami madre está vieja, y ción, luego de lo cual, la dejaron ir. La mujer quedó agotada. Fiaunque los síntomas nalmente, no supo si iban a hacer algo. no se hayan declarado —Ya veremos —le dijo el policía que la condujo a la puerta. todavía, porque está La mujer me envió una copia de su declaración que yo puse en moribunda. Voy para una carpeta a la que llamé «cuento Molembeek». cerrar lo que queda por Arrastró los pies durante unos meses, el tiempo de vaciar cerrar. Ningún negocio literalmente todas las reservas alimenticias que quedaban en que resolver, ningún el departamento. El tiempo que el propietario le reclamara los terreno o propiedad que arriendos atrasados. Poco a poco, vender, ni una mujer a amigos y conocidos la olvidaron. ¿Qué significa olvidar?, me quien amar o un enemigo pregunto. Estos hechos pueden formar parte de cualquier a maldecir. Simplemente historia de este tipo. Todo es una eterna repetición, la vida de los una madre abandonada otros y la mía; con unas ínfimas diferencias. desde hace mucho Una tarde (o era anochecer), la mujer se sentó en el banco de tiempo y que busca un parque. Era el comienzo del otoño, cuando las hojas de los árconsuelo antes de irse. boles llevan una gama de amarillos y rojos y el viento te pellizca la piel. La mujer no estaba bien vestida, al contrario. Llevaba atado su pelo largo y, por una razón extraña, se había pintado ligeramente los labios. Un hombre se sentó a su lado. La mujer sintió una agrura subiéndole por el esófago. El tipo no se estuvo con rodeos.

—¿Está sola? —le preguntó. —Sí, respondió la mujer. No, en verdad, no —se corrigió.

El tipo sonrió, creyendo haber caído con la persona adecuada. —Qué bonito día —dijo, guasón. La mujer vomitó, así, de pronto, sin previo aviso. El tipo se alejó, asqueado, insultándola.

Al día siguiente, y durante algunas semanas, la mujer se instaló en el mismo banco del mismo parque, y cada vez un hombre diferente la abordó. Algunos la encontraron bella, bonita, hipnotizante. —¿Hipnotizante? —reaccionó la mujer. —Sí —dijo el tipo. —Pero no nos conocemos. —Por eso mismo —explicó.

Ella se sintió acorralada. El tipo le propuso que lo acompañara y ella obedeció.

En este punto de la narración, el pathos se vuelve banal. ¿Por qué lo siguió? Quizás sea la naturaleza de los seres debilitados por las desdichas de sus vidas.

La mujer me contó que había tenido noticias de sus hijos. Pero que no los había visto. No sabe dónde están. —¿Y la policía? —le pregunté.

Me envió un emoticono al cual le salían lágrimas de tanto reír. Me sorprendió. No utilizo nunca esos cosos para expresarme. Yo hubiera dicho algo así como «ni en sueños se han aparecido esos fulanos» o «¿en qué país crees que estás?» o «los mamiticos tienen otros asuntos que resolver». Miles de alternativas a esa cara riéndose a lágrima viva.

El distrito de Molembeek se levanta delante de mí, justo del otro lado del canal de Bruselas, que le hace de frontera con la zona centro. Pago mi cerveza y cruzo el puente. Hacia la izquierda, a unas cuadras de allí está el MIMA. Todavía tengo en las retinas la exposición de Boris Tellegen, que me trajo recuerdos de las clases de geometría en mi colegio de Quito, y del profesor, un viejo simpaticón que murió atropellado por cruzar una avenida borracho. Decido no ir hacia allá, pues sería estar en terreno conocido, por lo que tomo la chaussée de Gand y me interno en Molembeek sin saber a ciencia cierta lo que busco ni lo que voy a encontrar. La recorro hasta la rue de l’École que me lleva hasta la explanada San Juan Bautista, el santo que completa el nombre del municipio: Molembeek-Saint-Jean. Allí me quedo un buen rato, sentado en uno de los bancos, no lejos de un grupo de hombres, que intuyo son marroquís, y que hablan animadamente. No los veo ser padres de futuros terroristas, me digo, dejándome llevar por esos pensamientos que en ciertos lugares y circunstancias se le vienen a uno, motivados por los miedos. Cuando me dispongo a partir, uno de ellos me dice algo en árabe. —Lo siento —le respondo—, no entiendo el árabe.

Se me acerca. —Mi hermano —me dice—, ¿crees que somos dignos de Dios?

La pregunta me parece estrambótica. —Sí, somos —le digo, para no entrar en discusiones sin sentido con gente cuyas creencias me son tan extrañas. —Entonces —me dice—, ¿nos merecemos o no tus miradas? —¿Cuáles? —me atrevo a argüir.

Los hombres que lo acompañan me muestran ojos inquietos. —Tus miradas inquisidoras.

Esbozo una sonrisa. En la vida, a veces, es lo único que queda. Me levanto. —Hermano —me dice—, somos inocentes tanto como tú. —Mi hermano —le digo—, tú y tus amigos son inocentes, se ve a leguas. No sé si sus hijos sean inocentes, no sé si sus mujeres lo sean. Yo, no soy inocente. Hace siglos que no lo soy.

Me doy la vuelta, dejándolo a él y a sus amigos nadando en su sorpresa. Agarro por la rue du Comte de Flandre hasta que doy con la plaza del ayuntamiento de Molembeek.

Recibo un mensaje en mi teléfono. Es la mujer que me da cita en la esquina de la rue de Courtrai y de la rue Delaunoy. No sé qué responder. Veo en el mapa y me doy cuenta de que estoy, por decir así, a dos pasos de allí. En este punto es tan fácil mentir. Decirle, por ejemplo: lo siento, estoy en Liège, en una lectura, y vuelvo tarde en la noche. O simplemente: no puedo, estoy ocupado. Cualquier pretexto es bueno. Pero me digo que mentirle dos veces es una maldad innecesaria.

Cuando mi madre vino a visitarme a Bélgica, la llevé a París y a Roma. Roma le gustó más, y odió París. Es tu lado religioso, le dije. Me lanzó una mirada furibunda. —Los parisinos son pretenciosos, mientras que los romanos, ellos sí tienen clase —me dijo.

—¿De dónde sacas eso? Puso su índice sobre la sien. —Ya, solté yo. Así fueron nuestras conversaciones durante su estadía. Nos pasamos en una verborrea barroca. Verborrea y barroca deben ser sinónimos, me digo ahora. Teníamos ganas de hablar tras tantos años de silencio. Las madres lo aguantan todo, hasta nuestra indiferencia, La mujer sintió el pero, en cuanto se les da la oportunidad, vuelven movimiento de las a la carga, como si los más de cuarenta años no hojas de los árboles hubieran pasado. Por lo mismo, mentirle a una del parque, creyendo madre no es buena idea, tarde o temprano te lo que había llegado hace pagar. Son pozos sin fondo dispuestos a su fin. Cuando abrió engullirte en todo momento. los ojos, los niños Estoy cerca, le escribo a la mujer, creo, en ya no estaban, su parte, para deshacerme del recuerdo de mi mamarido tampoco. dre. El departamento Me adentro aún más en las profundidades de estaba vacío, y ella Molembeek. La gente entra y sale de sus casas inexplicablemente sola. con parsimonia familiar. La noche va a llegar, fría, en esta Bruselas acorralada. El hombre que se la llevó por primera vez dijo «hipnotizante», quizás el adjetivo le corresponda más a esta ciudad que quiere tanto pudiendo poco. Llego a una plaza donde confluyen las calles Courtrai y Delaunoy, lugar de nuestra cita. El sitio me resulta, viéndolo con ojos ecuatorianos, residencial y espacioso, exactamente el contrario de la imagen que me había hecho de su barrio.

Está sentada en un banco. Es la segunda vez que la veo, sin embargo, la reconozco de inmediato. Levanta la cabeza. Me acerco y le tiendo la mano. Me pide que me siente a su lado. Nos quedamos en silencio, el tiempo de ver pasar un carro cuyo conductor nos lanza una mirada fugaz. —¿Cómo le va? —le pregunto. —Bien —me responde.

Dibuja una pequeña sonrisa. —¿Cómo están sus hijos? —No sé. —Me dijo que había encontrado su rastro, ¿verdad? —Sí. —¿Cómo?

La mujer vuelve a sonreír. —Así —dice, levantando los hombros.

No entiendo lo que ha querido decir. Hace frío, me abotono la chaqueta. Busco en mi bolso y saco mi libro, en donde he escrito una dedicatoria. Lo abre y la lee en voy alta. La mujer que ornamenta la tapa se le parece, el pelo negro, espeso, la mirada ansiosa, la tez pálida. Llevan un abrigo parecido. Se lo digo. Mira la tapa, pero no encuentra nada qué decir. —Vamos —dice. —Estoy a punto de terminar —le digo.

Se pone de pie, frente a mí. Me tiende la mano, yo la tomo y me levanto. Tengo la impresión de que ha olvidado nuestro «pacto literario». Camina calle arriba. Pasamos junto a unos jóvenes que se callan a nuestro paso. Siento sus miradas intimidantes. Sé, sin embargo, que la mujer me protege. Reina de este territorio, diosa de sus evocaciones nocturnas, me digo, dejándome invadir por una poesía boba donde las mentiras

nos reconcilian con el país y sus cementerios llenos de gente demasiado crédula. ¿Dónde diablos estoy? La pregunta llega demasiado tarde.

Me encuentro en el departamento de la mujer. Me parece mucho más espacioso y cómodo de lo que me había imaginado. Me lleva a la cocina y me propone algo de beber. Tiembla. Yo también. —Tendrás que pagar —me dice—, como todo el mundo.

Alfredo Noriega

Quito, Ecuador - 1962 Es narrador, dramaturgo y poeta. Fue miembro del taller de literatura dirigido por Miguel Donoso Pareja, a principios de los años ochenta, y fundador del colectivo La Pequeña Lulupa. En 1985 se instaló en París, donde estudió Lingüística y ejerce como profesor de español. Ha publicado De que nada se sabe (2002), novela que en 2006 fue llevada al cine por Víctor Arregui con el nombre Cuando me toque a mí. En la editorial Cactus Pink publicó Guápulo (2019) y Bruselas (2021).

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