Irresistible Venecia
GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO
Fausto Vallejo Figueroa Gobernador Constitucional
Marco Antonio Aguilar Cortés Secretario de Cultura Juan García Tapia Secretario Técnico María Catalina Patricia Díaz Vega Delegada Administrativa Paula Cristina Silva Torres Directora de Vinculación e Integración Cultural Raúl Olmos Torres Director de Promoción y Fomento Cultural Héctor García Moreno Director de Patrimonio, Protección y Conservación de Monumentos y Sitios Históricos Fernando López Alanís Director de Formación y Educación Jaime Bravo Déctor Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural Héctor Borges Palacios Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura
Sergio Guadalupe Navarro Serrano
Irresistible Venecia
Gobierno del Estado de MichoacĂĄn SecretarĂa de Cultura Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Irresistible Venecia Primer edición, 2012 © Sergio Guadalupe Navarro Serrano © Secretaría de Cultura de Michoacán Colección Premios Michoacán de Literatura 2012 Cuento: Xavier Vargas Pardo Jurado calificador: José Luis Castillo González Edgardo Ismael Leija Díaz José Luis Rodríguez Avalos
Imagen de portada: Venezia, Antonello Zoffoli Diseño editorial: Paulina Velasco Figueroa
De venta en la Librería Ágora de la Casa de la Cultura de Morelia
Secretaría de Cultura de Michoacán Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc, C.P. 58020, Morelia, Michoacán Tels 01 (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42 www.cultura.michoacan.gob.mx ISBN: 978-607-8201-22-8 Impreso y hecho en México
Índice
1. El cónsul
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2. La mujer del cónsul
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3. El hermano Salvatore
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4. El piccolo capo
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5. El artista
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6. El pizzero de Venecia
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7. La batalla
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8. Acto breve para un hombre sólo
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9. La musa
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10. El Conde
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11. Amore
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12. El escritor
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13. Lupa
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14. El Doc
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15. Lo real maravilloso
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1. El cónsul
La tarde caía colgada de una supuesta luz canalettiana, filtrando la leyenda veneciana entre las nubes del Adriático. Rumbo al Ponte di Rialto, el aroma a pizza de las trattorias se mezcla con el olor a molusco podrido de los canales. El ambiente es tibio, tranquilo, acogedor, rodeado de una paz antigua aferrada a las fachadas deterioradas; las ventanas cerradas parecen estar así desde hace siglos. Sí, una paz rara, que no es tensa pero tampoco inofensiva; con sabor a mausoleo romano. Por la calle Mercería, no lejos de la Iglesia de San Salvatore, un asta sin bandera sobresale de un edificio. El cónsul amaneció de buen humor. Después de un magnífico desayuno estilo mexicano, salió al balcón a terminar el puro. Siguiendo con la vista el lomo de los tejados, contó varios pájaros a lo lejos que volaban zigzagueantes como 9
golondrinas. Dio varias bocanadas de humo cubano, imaginando que el resto del día continuaría igual de agradable, hasta que sus ojos toparon con el palo desnudo. De inmediato le vino un ardor al extremo del esófago anunciando un ataque de ira. Escupió el puro lo más lejos que pudo y entró a la habitación con ganas de estrangular al primero que encontrara. — ¡Panchito! —gritó a toda potencia. —A sus órdenes, licenciado —contestó el secretario, apareciendo en el marco de la puerta con media torta de mole en la mano. — ¿Por qué no han puesto la bandera en el asta? —Perdón,
licenciado…
la
hemos
buscado por todas partes y no la encontramos. Creo que la dejamos. —Ah, si serán inútiles, mira que olvidar la bandera estos pendejos. ¡No lo puedo creer! A ver si te me vas consiguiendo un sastre para que nos confeccione una urgentemente. Y de esto 10
que no se les escape nada, porque si se entera el presidente nos van a echar a todos a la calle. —A los canales apestosos, licenciado. —Mira cabrón Panchito, no le hagas al payaso que no estoy para chistes. Ahorita mismo te me vas a buscar al sastre. —Ya lo hice licenciado, y no vi uno sino a varios. — ¿Y…? —Pues que cuando vieron el diseño, se negaron a confeccionarlo argumentando que no estamparían una horrible águila plana sobre la bandera italiana. Intenté explicar la coincidencia de los colores, insistiendo que se trataba de otro país llamado México, pero fue inútil; dijeron que nunca habían oído hablar de un lugar con ese nombre.
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2. La mujer del cónsul
Llamarse Gertrudis Bocachica de Tranzino tenía su historia. Ger empezó su carrera diplomática en una florería donde acudían hombres adinerados y reconocidos políticos a adquirir orquídeas para sus amantes. Allí conoció a su futuro marido. Entró buscando orquídeas negras para una cualquiera y terminó obsequiándomelas. Desde ese día insistió cada tarde en llevarme a su departamento pero nunca acepté. El pobre diablo, desesperado, acabó ofreciendo matrimonio. Me trajo a Venecia de luna de miel; quién iba a imaginar que en un año vendríamos a vivir aquí. Una noche llegó tarde y sobrado de copas: El licenciado Garravas quiere que sea cónsul en Venecia y no me puedo negar; haz maletas, tenemos cinco días para estar allá. No puedo quejarme; todos mis caprichos me los ha cumplido. Tengo esmeraldas robadas del Topkapi, diamantes sudafricanos, un Canaletto 13
original y varios Frida Kahlo, además del Giotto en la pared del escusado. Mis seis sirvientes morirían por mí si se los pido y, oh, carissimo Carlo, mi joven maestro de italiano que lee para mis oídos cuando estoy sola. Pero de todos mis tesoros fue “Segismunda VIII” el que más disfruté. Me costó una fortuna de súplicas y mares de lloriqueos hasta que decidí encerrarme en la alcoba, y entonces sí, después de tres noches sin mis favores sexuales, de rodillas prometió cumplir lo que yo pidiera. ¿Qué tan difícil era traer una trajinera de Xochimilco? He visto hasta elefantes indios en los jardines de algunos amigos. Lo más lindo es que el navío llegó en menos de una semana, aprovechando un avión Hércules que hizo escala en México para recoger alimentos donados, de haber sabido también hubiera pedido unas cuatro chalupas. Era la envidia de Venecia; ni la más lujosa góndola se le comparaba. Pintada color mamey con amarillo canario y verde rana, se imponía de inmediato. Un arco bellamente decorado adorna14
ba el frente enmarcando la inscripción Segismunda VIII, hecho con flores amarillas, blancas y azules. Una joya flotante que hacía a los turistas correr tras ella para tomarle fotos. Tristemente, su esplendor no duró mucho. La tarde del 15 de septiembre nos preparamos para hacer un recorrido conmemorativo a nuestra independencia. Yo me vestí de Carlota, mi marido no sabía si disfrazarse del cura Hidalgo o de Morelos pero al final decidió vestirse de Iturbide. Mis criadas lucían enaguas largas con detalles en chaquira, rebozos michoacanos y trenzas falsas. Panchito, el secretario, era el Pípila,
calzón de
manta y sin camisa, con un metate de piedra volcánica amarrado a la espalda. Subimos el mole, los chiles en nogada y varias botellas de Grappa. Tomamos nuestros puestos a bordo de “la segis” y a la orden de “juímonos”, Panchito empezó a remar. Yo inicié el sistema de audio portátil con “La marcha de Zacatecas”. La gente nos miraba asombrada y aplaudía; algunos arrojaron monedas al pasar 15
bajo el Ponte di Rialto. Así seguimos por algún tiempo hasta el momento de la desgracia: una lancha rápida del carabinieri al rebasar, lanzó una ola tan fuerte que hizo a la Segismunda VIII dar un tremendo vuelco. Yo y los héroes de la Independencia caímos al agua con todo el mole y los chiles en nogada. Las seis “adelitas” fueron las primeras en alcanzar la orilla, las enaguas, al llenarse de aire, ayudaron a flotar. El resto fuimos rescatados por los gondoleros, teniendo que bucear para encontrar a Panchito, que se hundió hasta el fondo por el peso del metate. Sentí como haber naufragado en el Titanic. Ya no se ha vuelto a hablar del asunto. Después de pagar la multa por navegar sin permiso, más el costo por sacar a la Segismunda VIII del Grande Canal, he dejado a un lado mis caprichos. No me quejo, lo único que me disgusta es ese olor a madera con pintura quemada que sigue saliendo de la chimenea.
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3. El hermano Salvatore
De haberlo sabido, habría organizado su pequeño “harem” de otra manera. Los monjes Saturninos tienen licencia para darse todo tipo de libertades, siempre y cuando guarden el derecho divino de la discreción. El hermano Luigi Salvatore gozaba de una reputación impecable; cuando hablaban de él, se hacía de una manera respetuosa reverenciándolo como ejemplo de la orden. Hay que mencionar, ejercitando “el derecho divino de la discreción”, que Luigi se encargaba de aprovisionar del mejor vino al Abad y a otros superiores; cuéntese entre adicionales favores, el de reclutar hermanas del monasterio de La Madonna Insassiatta para actos de penitencia en las alcobas de sus Excelencias; igual, conseguía jóvenes bisoños del Convento de San Peterastro. Nadie en toda Venecia era tan eficiente en tales menesteres.
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Haciendo ejercicio del “derecho divino de la discreción” y aprovechando la buona fortuna de sus relaciones, se le ocurrió formar su propio “harem”. Nada suntuoso ni extravagante, más bien algo modesto pero exquisito. De la Orden de las Hermanas Photossinas, sedujo a la madre superiora; de la Orden del Santo Chiodo, a la hermana Rossati; del convento del Sacro Christero, a la hermana Falsatti y del Monasterio del Sacrificio Perpetuo, a Sor Sorella. Se sentía satisfecho, logrando con sus visitas clandestinas un alma más cercana al paraíso. Podía vérsele pasar a diario,con el hábito recogido a media pierna, empujando una carretilla de albañil rebosada de botellas de vino selecto. A esa hora, la plaza desierta concedía la complicidad de los Mori que, desde lo alto del Orologio, uno guiñaba el ojo, mientras el otro soltaba un chorro de orín. Abajo, el león alado soñaba con filetes de T-bone, y la Madonna con Gerber de manzana para su niño. Pero en el reino de dios en la tierra nada es perfecto. Solo bastó un pequeño error para 18
que el mundo celestial del hermano Salvatore probara el sabor de la tierra húmeda; hedionda de tanto sepulcro y rellenos sanitarios. El pequeño “harem” se disolvió gracias a otro derecho no mencionado hasta ahora: “el derecho divino de la indiscreción”. La hermana Falssatti cansada de las llegadas tarde de Salvatore, siempre impregnado de olor a rompope de convento y marcas de flagelo en la espalda, decidió quejarse ante el Alto Tribunal Eclesiástico de la Orden Saturnina. El caso fue menos complicado de lo esperado: cuando las otras monjas se enteraron, también presentaron
acusaciones
semejantes.
Luigi
Salvatore fue declarado culpable y condenado a proveer los conventos con mejor vino, mejor material del espirito della carne y a claudicar para siempre a formar “harenes”, bueno, siempre y cuando estos estuvieran dentro de los límites del “derecho divino de la discreción”.
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4. El piccolo capo
Las botas tejanas de piel de cocodrilo ayudaban un poco; hechas a la medida, el tacón extra alto causaba que las puntas se encorvaran graciosamente hacia arriba. A mitad del cuerpecito, el cinturón piteado remataba en una hebilla chapeada en oro; doce brillantes formaban una “G”. Coronado como estrella de cine western, el enorme Stetson, Diamante 1000x, le caía sobre las orejas. Vestía de azul. Siendo niño, leyó en una vieja revista la consolante frase de Napoleón Bonaparte: “La altura se mide de la cabeza al cielo”. Un argumento poderoso y suficiente para convencer que la estatura no es lo más importante, aunque en el fondo sospechara que el corso, a pesar de su enorme gloria, fue otro triste y acomplejado zotaco. Aun así, escogió el color azul para sentirse a tono con 21
el cielo. Lo bautizaron con el nombre de Ito pero con los años, después de enfrentar abusos de todo tipo en diminutivo, lo cambió por Gulliver. Fue una recomendación especial: —Quien no visita esa ciudad no puede decir que haya vivido. Todos los gansters famosos han estado allí y sería imperdonable, para cualquiera que aspire ser gente importante en el negocio, dejarlo de lado. Así que prepara tus maletas, los vuelos corren por mi cuenta — sentenció el Don. Gulliver extrajo el celular: —Mi amor, lleva las joyas al banco, nos vamos de viaje. Xiomara había sido su amante por muchos años. Los negocios del mini-capo le daban todo lo que ella podía desear. Llevaba cerca de cuarenta operaciones estéticas y pensaba rebasar las cien. Su voluptuoso cuerpo albergaba más silicón que una tlapalería; siempre atenta de no pincharse alguna nalga o alguna teta por temor 22
a vaciarse. El exceso de botox en los labios había cruzado el límite de lo sensual a lo grotesco. No obstante el machismo extremo del hombrecillo, los continuos ataques violentos no le hacían daño porque sus golpes eran débiles. En una ocasión, solo porque en un gesto de cariño le llamó Gullito, quiso asesinarla pero le faltó fuerza en el dedo para jalar el gatillo; luego arrepentido y llorando en sus brazos como niño de pecho, prometió no volver a hacerlo. El oficial de la aduana, luchaba por no soltar la risa ante el hombrecillo de azul. Dando pequeños saltos, Gulliver seguía intentando asomar el rostro por la ventanilla. Le bastó con leer en el pasaporte donde dice “Estatura:”, para cerciorase que el portador era el correcto. —Benvenuti, signore Gulliver —dijo el hombre, a punto de estallar en carcajadas. La pareja, atravesando la Piazza San Marco, difícilmente escapa del fisgoneo de otros turistas. De espaldas, las protuberancias glúteas 23
de Xiomara reúnen las miradas y, en contraste, la pequeña figura azulada evoca la imagen del Llanero Solitario en miniatura. De frente, las protuberancias pectorales forman una profunda “V” en el escote, mientras Gulliver, abriéndose camino con las puntas de las botitas, parece marioneta sin hilos. Deciden sentarse al sol. Un panal de mesas con manteles amarillos esperan junto a la arcada del Procuratie Vecchie.
Cinco cojines de esponja lo elevan a la
altura correcta dejando un vació entre las botas picudas y el piso, las tetas de Xiomara invaden el área por encima del plato. Llega el mesero con la carta y lista de vinos señalando que hay un menú turístico y otro infantil. Gulliver solo entiende la última parte y aprieta los dientes, lamenta no tener consigo la Magnum de gatillo suave. Piden Buchanans on the rocks y un Aniceto. Al regresar con los tragos, el vaso old fashioned de Gulliver lleva una carita de Mickey Mouse grabada en el fondo y en el de Xiomara una jirafa. El mesero, 24
exhibiendo una sonrisa burlona que pasearรก alrededor de la mesa hasta que la pareja abandone el lugar, les dice: Benvenuti a Venecia molto gentile.
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5. El artista
Aún en días nublados la luz canalettiana ilumina a Venecia. Un polvillo ocre que flota en la atmósfera es responsable de los miles de oleos y frescos que se han pintado. Ante unos ojos cualesquiera, la magia de esta luminiscencia resultaría inadvertida, pero para Tononno Pincelatto es algo que alcanza el tamaño de un milagro. De figura un poco corva, il maestro pittore, viste a la usanza renacentista; la boina sobrada le cubre medio rostro y un gabán descolorido le roza los tobillos. Veinte años menor que él, su última mujer lo sigue a corta distancia cargando el caballete y el estuche donde guardan los tubos de óleo y los pinceles. El recorrido se repite cada día excepto los lunes cuando cierran los museos; van desde el studio a la Piazza San Marco y luego al Rialto, de regreso se detendrán en San Stefano. 27
Bajo el brazo, Tononno lleva una de las tres pinturas inacabadas que usa para ganarse la vida. Tiene años pintando lo mismo sobre esos lienzos y hasta ahora ningún turista lo ha notado y, si lo ha hecho, no parece importarle a nadie. Hábilmente diseñó un programa para no repetir cuadro en nueve ocasiones. —Es tan pobre la memoria de los ojos… —argumenta ante su mujer, cuando ella sugiere que pinte algo nuevo. El studio es un miserable cuarto con baño, sin tina ni regadera, y un inodoro siempre a punto de taponarse; el lavabo es florentino con grifería del siglo XVIII, una obra maestra de fontanería, pero gotea cada vez que es usado. Una cama con toldo, florentina también, invade la cuarta parte del espacio. Hay una mesa con dos sillas, un enorme ropero con luna ovalada y un fregadero empotrado bajo la ventana; el resto lo ocupa el taller de pintura. Sobre la pared, el viejo almanaque con reproducciones de Canaletto evidencia la 28
única fuente de inspiración y, para sorpresa de los escasos visitantes, no hay ningún libro de arte en esa habitación. Poco antes de ser expulsado de la Scuola d’arte di Firenze, Tononno decidió pintar solamente como el maestro veneciano, aclarando que nadie iba a despojarlo de tan ardiente obsesión. Ante tal terquedad consiguió que lo echaran de la escuela y que su padre suspendiera la pensión, además de advertirle que no lo quería de regreso a casa. El joven aceptó con soberbia la situación. —A pesar de ustedes pintaré igual que Canaletto —dijo, al tiempo que hacia pedazos el documento de su afiliación a la escuela. Una noche, mientras sus padres estaban ausentes, irrumpió en la casa de manera violenta. En los lienzos con retratos de familia sobrepintó escenas venecianas y en el cuadro ecuestre del abuelo, entre las patas del caballo, el Gran Canal con el puente Rialto. Fue a su habitación y arrancó el lavabo; llamó a los dos tipos que había 29
contratado para que le ayudaran a desmontar la cama y treparon los muebles a la carreta. —¡A Venecia! —ordenó ante el semblante atónito de los hombres. —Imposible, eso está muy lejos —protestó uno de ellos. —No tan lejos como el lugar de donde vienen estas piedras —respondió colocándole un collar de brillantes en la mano. La conoció en la calle, en el tiempo que era permitido que algunos extranjeros vendieran productos exóticos en las plazas. Constanza venía del Perú, recorriendo las capitales de Europa y vendiendo textiles que ella misma fabricaba con un telar de cintura. Al verla, Tononno quedó fascinado; primero con los colores de las telas y luego con los movimientos de ella al subir y bajar “la espalda”. Se olvidó de Canaletto por completo, desde ese instante pensó obsesivamente en pintarla; así, en plena actividad pero desnuda. La cortejó por varias semanas, obsequiándole platos 30
de spaghetti a la carbonara y pizzas de salami siciliano, hasta que ella dijo: —¡Basta! Me acostaré contigo si eso es lo que quieres, pero ya no puedo seguir comiendo esas porquerías; he subido cinco kilos desde que te conozco. Esa noche, Constanza posó desnuda manipulando el telar. Tononno ya no quería ser Canaletto; por su cuerpo viajaba una sensación de goce muy alejada de la luz mágica y de las escenas venecianas; flotaba en un placentero delirio. Después de ciento cuarenta bocetos, hicieron el amor. Esta vez, la luz canalettiana que llegó a la habitación, traía un olor a hierba fresca de El Cuzco. El romance se paseó en góndola por los canales y visitó los lugares más románticos de la ciudad; esperaban el atardecer junto al campanario de San Marcos, abrazados, compartiendo la sensualidad de sus cuerpos. Con los labios hinchados a causa del exceso de besos intercambiados, 31
regresaban al studio. El spaghetti a la carbonara y las pizzas de salami siciliano seguían seduciéndola pero ahora ya no le importaba ganar peso; el amor había transformado la cama en el mejor gimnasio. Tononno volvió a su amado Canaletto en cuanto la pasión bajó de grados. Con sus tres cuadros inacabados seguiría trabajando en las plazas. Constanza, en cambio, abandonó el telar de buena gana; ahora sería la modelo de il maestro pittore, por las noches, y su ayudante durante el día. Se hicieron inseparables: juntos recorrían las calles y, mientras él repintaba los lienzos, ella declamaba poemas de Carlos Oquendo de Amat, con una vehemencia capaz de suspender el paso de los transeúntes que, para desgracia de Canaletto, el performance oral de la peruana resultaba más interesante. Su pasión surgió de manera accidental en una vieja librería de Lima: buscando algo de Vargas Llosa, tropezó con 5 metros de poemas, la única obra publicada del 32
poeta. El libro, en forma de acordeón, contaba con dieciocho poemas escritos en una sola página de cinco metros de largo. Desde ese momento la obra vivió siempre a su lado hasta la terrible noche que le fue arrebatada; un aduanal italiano confiscó el documento sin ninguna explicación. Constanza no pudo hacer nada; junto a las lágrimas en silencio tuvo el remanente consuelo de haber guardado los poemas en su cabeza. Luego visualizó al joven poeta, pobre y exiliado, tosiendo sangre en su lecho de tuberculoso y agradeciéndole con una leve sonrisa sacada del fondo del aliento. Al principio, Tononno no le dio tanta importancia, al contrario, sintió que la atracción del acto de su mujer era benéfica para su pintura, pero en la medida que la popularidad de ella iba en aumento y la suya en decadencia, empezó a preocuparse. Una mañana antes de salir, ordenó a Constanza quedarse en casa y cuando ella preguntó por qué, el italiano respondió: Así es la vida. Lo vio desaparecer tras el primer puentecillo 33
y entonces rescató el telar guardado debajo de la cama. Vagas imágenes le nublaron la vista: en el campo de fútbol de una villa andina varias cholitas jugaban, algunas con niños atados a sus espaldas y todas con sombreros de fieltro. Miró la manta peruana sobre el piso y pudo entender el diseño de una llama estilizada que se repetía ordenadamente al degradarse el color. Luego su vista se fue llenando de humedad al comprender que desde ese momento el amor también se degradaría. Tomó sus cosas decidida a partir pero antes, sobre uno de los “canalettos” inacabados, escribió al óleo: Certamente… la vida es así.
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6. El pizzero de Venecia
Para Giacomo Panzzini hacer pizzas era un arte. La receta para elaborar la base provenía de tiempos bizantinos; el mismo emperador Constantino la había oficializado, aunque la prohibió en todo el imperio después de un intento de envenenamiento con un ingrediente fatal de hongos calabreses. Milagrosamente, la receta sobrevivió gracias a un raro documento de cocina mediterránea del año 330 D.C., rescatado de la última biblioteca de los monjes Saturninos. Un antepasado de Giacomo adquirió la obra de unos mercaderes a cambio de cuatro piezas de oro. Los hombres felices por el buen negocio y creyendo haberlo estafado, cayeron ingenuamente en una emboscada que les tenía preparada. No solo recuperó su oro; también tomó el de ellos, junto con toda la mercancía y dos mulas medio viejas pero sanas. Les perdonó la vida pero los echó desnudos al camino. 35
La fórmula de la salsa era otro secreto ancestral aunque mucho menos antiguo; se dice que fue inventada por Lucrecia Borgia usando el jitomate, recién introducido a Europa, con el propósito de ocultar el sabor de los venenos. Cuenta la tradición que sin la pócima no se disfrutaba igual; docenas de invitados sucumbieron al deleite de las pizzas lucrecianas. Ella es responsable del uso del salami como ingrediente y es sabido también que originalmente el embutido se hacía usando intestinos humanos, lo cual le daba un sabor especial. Cesare Borgia creó una variable de la lucreciana, añadiéndole sangre tibia a la salsa y no es de dudar que el líquido fuera aportado por alguna victima reciente. Este aspecto de la familia Borgia no es referido en los libros convencionales de historia, sin embargo, en el tomo XII de la enciclopedia Meravigliosa storia della cucina italiana se menciona que el Papa Borgia, Alejandro VI, mezclaba vino de consagrar con sangre -no se indica que fuera humana36
para sazonar la salsa pizzera; continúa diciendo que la variable papale incluía lágrimas de judíos arrepentidos, momentos antes de ser quemados. Por último, el libro alude a las gulas de pizza organizadas por el Papa donde era normal que muchos de los concurrentes acabaran muertos; se ordenaba envenenar al azar la mitad de las pizzas y luego se servían. Lo excitante era sobrevivir a esa especie de ruleta rusa medieval. Las pizzas de Giacomo no llegaban a tal grado pero eran las más famosas de Venecia; solo el aroma de su trattoria, La vendetta dei Borgia, era ya una bendición para el olfato. La gente hacía fila por horas para ganar un lugar, sin importar la incomodidad de la espera ni el tufo repentino, proveniente del canal más cercano. Julietta, su mujer, siciliana nacida en Prizzi, un pueblecillo cercano a Corleone, sonríe de buen modo mientras reparte pizzas a las mesas, pero el gesto en su rostro es inevitable: un doce de diciembre, 37
durante los festejos de La Madonna del Fica en su pueblo natal, un miembro de la familia rival les obsequió un queso almendrado impregnado con cianuro calabrés. Ella sobrevivió al atentado pero, como resultado de las convulsiones, su boca quedó esbozando una sonrisa inalterable. Giacomo orquestó la vendetta, enviándoles bajo anonimato, varias pizzas al estilo lucreciano. Opuesto al cautivador sabor de las pizzas el vino era malo. En agradecimiento, la familia de Julietta insistió en enviar el que ellos producían; no hubo manera de rechazar el detalle y prefirieron tomarlo con orgullo. Después de todo, era algo entre familia. Para Fulvio Antonino, el padre de Julietta, ahora sonriente desde el fatídico día del queso almendrado, proveer el vino significó ganancias
inesperadas.
Primero
la
etiqueta
que decía: vino da tavola finissimo, vinícola casa Antonino, Prizzi, Sicilia, dio un toque de categoría que empezó a gustar a los turistas; en poco 38
tiempo invadirían el pequeño pueblo buscando la casa vinícola de Antonino. Al principio no quería verse perturbado pero ante la insistencia de su mujer, que tenía buena visión para los negocios, consintió convertir el lugar en la Vinícola casa e trattoria Antonino, importando las pizzas desde Venecia. Por varios meses el negocio prosperó de manera meteórica y parecía no tener límite hasta que, miembros de la familia rival, infiltrados como turistas mexicanos, inyectaron cianuro calabrés en algunos barriles de vino. El saldo fue brutal: un grupo de treinta turistas japoneses y otro de veintitrés alemanes regresaron a sus países exhibiendo sonrisas permanentes. En respuesta, Antonino quiso repetir la vendetta enviándoles pizzas lucrecianas, pero esta vez no las comieron y las echaron a los cerdos. El negocio cerró en pocos días. Después del incidente, Giacomo decidió rechazar los envíos de vino, a pesar de la objeción 39
de Julietta por temor a incomodar la relación con su padre. — ¡Niente! —Dijo sacudiéndose el sudor sobre la masa—, bastante tenemos con media familia de caras sonrientes como para extender el síntoma por toda Venecia.
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7. La batalla
—Una Venecia sin carnaval sería como El Gran Canal sin el Rialto —aseguró Carmello ante un buen número de ciudadanos de origen calabrés. —No estamos de acuerdo. Creemos que la ciudad ha sucumbido tanto en el pecado, que algo como el carnaval sólo reforzaría la devoción por el demonio —respondió Francesco Spinocchio, representante del grupo. —Tómenlo
como
quieran,
pero
un montón de fanáticos religiosos no van a interrumpir siglos de tradición. —¡Siglos de tradición mis heces! ¿Acaso ustedes ignoran que Bonaparte lo prohibió y no hubo carnaval por más de ciento ochenta años? —Bueno, Napoleón no era veneciano… —¡Ni calabrés! —interrumpió Spinocchio. —¡Basta! Hagan ustedes lo que quieran 41
—dijo Carmello, dando la discusión por terminada. Francesco se quitó el sombrero, lo arrojó al piso y saltó en el, al tiempo que maldecía en calabrés; el resto del grupo hizo exactamente lo mismo. Después de un cuarto de hora, recogieron sus sombreros aplastados y se marcharon. En el área della Misericordia, frente a la Laguna Morte, está asentada la colonia calabresa desde la época de Garibaldi. La gran mayoría son de origen griego, fieles a la Iglesia Ortodoxa; el resto oscila entre judíos joyeros y gitanos que entran y salen. La familia Spinocchio llegó a Venecia expulsada del pueblo natal por tratar de incendiar una mezquita; desde los tiempos de sus tatarabuelos ya eran conocidos por su poca tolerancia hacia otras religiones. Las nuevas generaciones se habían formado bajo el mismo ejemplo y, a raíz de que al patriarca de Constantinopla se le ocurrió soñar bolas de fuego caer sobre Venecia, Francesco también soñó algo parecido pero en 42
lugar de fuego caían uvas. Cuando lo hizo público, la gente interpretó la lluvia de uvas como un homenaje a Baco y por tanto alusivo al carnaval. Entonces se alzó una voz diciendo que esa fiesta pagana no debería permitirse y todos estuvieron de acuerdo; excepto los judíos que ignoraron el asunto, aprovechando el momento para vender algunas joyas, y los gitanos que prefirieron leer sus propias manos en vez de inmiscuirse. Ese mismo día se formó el MOC-PC (Movimiento Ortodoxo Contra el Placer de la Carne), encabezado por Francesco quien se autonombró Il Dux. El objetivo era boicotear la fiesta con un plan muy sencillo: se pondrían máscaras semejantes, estilo Dominó, para reconocerse entre ellos y mientras unos secuestraban a Colombina, otros lanzarían a Arlequín al agua. El resto del grupo iría armado con quesos podridos para cubrir la retirada. Por otro lado, Carmello y su gente preparaban la presentación oficial de los personajes clásicos del carnaval para el día de inicio. De 43
igual manera, anticipándose a un posible ataque, trabajaban el plan de defensa. Se organizó un escuadrón de vigilancia formado con las señoras más gritonas que pudieron hallar; entre ellas varias soprano retiradas. También contaban con un ex luchador de Sumo, disfrazado de El Escribano, capaz de derrumbar paredes a panzazos. Para provocar más a los fanáticos calabreses, Carmello iría vestido de patriarca ortodoxo con barba rosa fosforescente y su mujer de diabla semidesnuda. Convencidos de que tal irreverencia los haría enfurecer hasta lo irracional, adquirieron varios atomizadores de gas de la risa para controlarlos. Todo está en orden y esperan con ansia el día del enfrentamiento. Venecia amaneció nevada. El cielo gris enmarca un paisaje de invierno con algunas capas de hielo sobre el agua quieta de los canales. Igual, los pichones revolotean los tejados y bajan a comer en las plazas; a pesar del frío, la gente ha salido a alimentarlos. La célebre luz 44
canalettiana, aunque ahora tenue y apastelada sigue provocando una sensación seductora, mientras el aroma a café turco empieza a invadir la atmosfera. Los Mori del Orologio dan ocho golpes a la campana y en el interior de la basílica de San Marcos un cura inicia la misa ante un número raquítico de feligreses; afuera, los cuatro caballos de Constantinopla esbozan sonrisas. En dos horas el carnaval dará inicio. A las diez y cuarto, el cortejo carnavalesco de Carmello camina por la calle de Orologio rumbo a San Marcos, cuando sorpresivamente es atacado por las hordas calabreses. Las sopranos huyen despavoridas gritando pero en tonos equivocados; el ex luchador de Sumo resbala en la nieve después de fallar el primer panzazo y queda aleteando sobre el piso como tortuga boca arriba; se dio la orden de accionar los atomizadores pero ninguno funcionó -después supieron que eran de fabricación china-; Carmello trató de impedir el secuestro de Colombina y acabó junto al Arlequín 45
flotando en el agua fría. Sólo su mujer se salvó de ser arrojada al canal, gracias al disfraz de diabla, que era el único personaje aprobado por la iglesia ortodoxa. Antes de retirarse, los calabreses bombardearon con varios quesos podridos. Más tarde, seguros en el área della Misericordia, Francesco Spinoccio y su gente festejan el triunfo con rezos y carcajadas. Ataron a Colombina sobre una cruz en posición de “x” y le lanzaron el resto de los quesos. Luego, para concluir la humillación, la despojaron del disfraz de un abrupto tirón. —¡Ahhh... es un Colombino! —exclaman sorprendidos. Francesco no da crédito. Poseído de curiosidad se aproxima y le arranca la máscara. —¡Ahhh… testa di minchia!... ¡Es el patriarca de nuestra Iglesia! —grita convulso, a punto de colapsar de rodillas.
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8. Acto breve para un hombre solo
No con mucha dificultad se le podía ver aparecer tras las columnas. El sucio panamá medio ocultaba un rostro con exceso de maquillaje: rojo carmín en labios y mejillas, ojos delineados y, por efecto del calor, gruesas gotas de tinte chorreándole desde la cabellera. Hace aparecer una mano acariciando el mármol, y luego asoma un clavel rojo ensartado en la solapa de la vieja chaqueta de lino. Al aproximarse el grupo de adolescentes, todos de pelo rubio con rizos y vestidos de marineritos, deja escapar un suspiro moviendo repetidamente el índice en forma de gancho, mientras se atrapa el labio inferior entre los dientes. Los jóvenes responden con insultos y escupitajos, seguidos de varios puntapiés y puñetazos que lo mandan al suelo. El hombre de blanco se incorpora, limpiándose con la manga 47
la sangre que se mezcla con el colorete, y hace varias caravanas esperando ser recompensado. —Per favore, signor, signora, signorina. Grazie, molti grazie. Los espectadores responden satisfechos; le aplauden y arrojan algunas monedas. El viejo Bogarde las recoge lentamente y luego exclama: —¡La próxima función será a las cinco menos cinco! ¡No falten! De regreso a El Lido, derrama una lágrima al pasar frente al hotel Des Bains, recordando los días en que fue personaje del escritor Thomas Mann. Invadiendo otro rincón de la memoria, la imagen del joven Tadzio le hace expulsar una nueva lágrima. —Mi muerte en Venecia y todavía vivo —dice para sí, al momento de atrapar una gota de sal con la mano. A corta distancia, sentado en un sillón francés, Luchino Visconti sostiene un muñeco de ventrílocuo sobre el muslo; que abre y cierra la 48
boca sin pronunciar palabras. El viejo Bogarde lee los labios de madera, llenándose de goce. Se acerca lentamente y descubre bajo la luz que el títere es una réplica de Tadzio. La boca se cierra de golpe emulando el sonido de dos bolas de billar al chocar. El viejo se queda inmóvil, deseando que se articule de nuevo pero no sucede. —Si quieres que vuelva a hablar, deja tus ganancias del día en el suelo —, advierte Visconti. Bogarde se extrae el pañuelo sucio cargado de monedas y lo tira a los pies del ventrílocuo. El muñeco abre la boca varias veces rematando con un golpe en seco. El viejo pega un salto chocando ambos talones y se aleja gritando: — ¡Lo sabía, lo sabia! ¡Él también me ama!
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9. La musa
Habitaba el último piso del palacete. La cama con dosel de madera alojaba un espejo que, según dicen, había pertenecido a Farinelli. Aunque amarillento por la acción del tiempo, conservaba su poder de reflexión intacto. En la esquina derecha inferior, una “F” estilizada daba fe de la supuesta autenticidad del objeto: se habían fabricado copias por cientos y de tan buena fidelidad, que resultaba imposible para los expertos saber cuál era el original. Sin embargo, para Antonella Bellano no había otro más autentico que el suyo; la prueba era la calidad de imagen que le entregaba. Desnuda, tendida en la cama, modela sus mejores poses mientras el espejo la pinta con maestría: aplica luz donde debe haberla, acentúa formas, volúmenes, revive tonos y texturas, remata depurando un fondo que detalla puentes medioevales y cascadas plateadas, 51
algún carruaje tirado por caballos árabes de crines alborotadas, ríos y pueblos que se esfuman en la distancia. La sesión concluía en el momento que ella entraba al territorio del sueño: se veía flotando en un escenario de opereta, dándole vueltas a un candelero, hasta que la voz del castrato se hacía escuchar. Entonces descendía lentamente y se echaba a los pies del soprano. El público aplaudía el arribo de la musa, creyendo que era parte del acto, pero Farinelli, molesto por la interrupción le lanzaba discretos puntapiés; al principio inofensivos, pero a medida que la obra se iba desarrollando y la mujer insistía en no moverse, las patadas se tornaban brutales. La criada corre las cortinas de un golpe y un caudal de luz canalettiana abofetea el rostro de Antonella. Abre los ojos, todavía oliendo el tufillo perfumado de las botitas del castrato. Evade el espejo, se incorpora y siente el intenso frio del piso. 52
—¡Silvana! —Grita enfadada— ¡Qué cosa es ésta! Cuantas veces he dicho que el tapete va del lado izquierdo ¡Siempre del lado izquierdo! La criada encoge los hombros y abre las manos en señal de ¡Y qué! pero su ama no puede verla. Respirando con dificultad renguea rumbo a la ducha; a la altura de las costillas, una “F” hecha de moretones le adorna el costado. Cada vez, una pintura distinta y el sueño es el mismo. De buena gana lo mandaría desmontar si no fuera por el gran placer que brinda. Sentir el pincel de estaño mover los cercos que encierran los entornos de sus formas; reparar los puentes que sostienen el paso del deterioro, es algo que la vulgaridad de la cirugía estética no podría lograr. Dos o tres costillas rotas, fuera de lugar, dándole pinchazos al pulmón, y siempre buscando succionar el primer soplo de aire cercano, es el precio a pagar. Menos mal que las botas del castrato son de gamuza suave, finamente decoradas con arabescos dorados y ribetes plata: 53
aun así, un elegante par de instrumentos de tortura capaces de quebrar rocas. En el mueble de tocador no hay espejo; un marco ovalado retiene el espacio vacío. Atiborrados de utensilios y artículos de belleza, los cajones permanecen medio abiertos. Sobre la plataforma, tres maniquíes de torso exhiben pelucas de estilos diferentes: una a la Marie Antoniette, otra a la Gina Lollobrigida, y una más a la Tina Turner. Antonella se maquilla al azar, dejando al impulso el color y la cantidad de cosmético que aplica, al tiempo que mantiene un dialogo con la supuesta imagen frente a ella. —Podrías ser cualquier mujer en este instante: la recamarera del duque Damono Vergottini, que se deja coger cada mañana a las 7:45 en punto; la amante del gondolero que es hermosa, pobre, humilde, pero que hace menear la embarcación como una tormenta; la esposa del Commendatore que es feliz compartiendo sus nalgas con la servidumbre… ¡Pero no! Prefieres 54
ser la musa rechazada de un hombre deshuevado, condenado a cantar como una ramera estĂŠrica, y sufrir sus golpes y vejaciones. PodrĂan ser feliz, tĂş y tu espejo, de no ser por esa maldita e irremediable pesadilla.
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10. El Conde
De tez casi transparente y ojos saltones irrigados por diminutas venas rojizas, Carlo admite ante el espejo que este puede reflejarlo. Abre la boca, examina los caninos; los mide con cuidado y nota que no han crecido. Oprime el bot贸n del estuche y salta la tapa; en el interior aterciopelado, un instrumento centellea: forjado en platino, posee una empu帽adura saturada de brillantes. La mano izquierda del conde lo rescata y empieza a limar con delicadeza cada uno de sus colmillos. Cuando cree concluir, muerde un trozo de bistec crudo para comprobar que las incisiones sean correctas. Repasa el colmillo izquierdo y hasta entonces se da cuenta que lo izquierdo es lo derecho. Da otra mordida y queda complacido.
De alguna manera el apellido Vampirelli
afect贸 a muchos miembros de la familia, pero 57
no tanto como a él. Su padre había comprado el titulo a un traficante de hachís que nunca supo explicar el origen del documento y, si lo dijo, este quedó flotando en el humo del narcótico. En menos de tres años, el nuevo conde se convirtió en el principal proveedor de la droga en la ciudad. Convenciendo a los calabreses de que trabajaran para él, no tardaron mucho en exterminar las pequeñas mafias locales: Venezia é tutta la nostra, alardeaban cada vez que podían. El día que Paciano, conde de Vampirelli, apareció flotando bajo El Rialto, dejó cuatro viudas, doce hijos, varios palazzi y una enorme fortuna. No era claro quién lo había asesinado, pero Carlo, sintiéndose el sucesor, mandó despachar a todos los primogénitos, además de a tres capos calabreses. La colonia protestó pero fue suficiente concederles una pequeña porción de territorio para apaciguarlos; claro, sabiendo que esto ocasionaría una lucha interna. Pronto vendrían pidiéndole interceder para frenar el baño 58
de sangre: después de ordenar varias ejecuciones la paz regresó. Con su plan magistral recuperó la zona y además -y aquí lo importante- hizo que los calabreses se sintieran en deuda. Las fiestas del Palazzo Vampirelli se harían memorables. Siempre de disfraces con la única condición de no repetir atuendos. Cuando estos coincidían, los invitados estaban obligados a desnudarse en el acto. Pronto las coincidencias fueron tantas que, de plano, fue mejor declararlas fiestas nudistas. Al fondo del salón renacentista, sentado en el solio que perteneció a Lorenzo de Médici, Carlo mira al vacío con ojos extraviados. Su indumentaria negra hace resaltar la palidez de una tez extraordinaria; como fabricada en parafina. El rostro irradia un halo; bajo la nariz de gancho las puntas de los caninos asoman entre los labios. La mano derecha sostiene un cetro de ébano con incrustaciones de turquesa, mientras la otra anida una pipa de hachís humeante. Alza el cetro con dirección a la boca y da un sorbo a la 59
hueca empuñadura en forma de copa; dos hilillos de sangre resbalan por las comisuras. No hay mesas ni sillas, sólo alfombras sobre el piso. A un costado la enorme chimenea intenta dar suficiente calor pero es imposible; el frio del mármol perfora el grosor de cualquier tejido. Nadie se queja, entregados al placer encuentran la temperatura adecuada. El conde goza las escenas; su risa rebota en la nave, se expande por el recinto, choca en zigzag en las columnas y sale catapultada por el rosetón de cantera. Afuera, Venecia extingue el alumbrado en la víspera de un día de poco sol; el invierno no es favorito de la luz canalettiana y, como tal, desboca otro tipo de pasiones. Fieles a su destino, los Mori dan el primer golpe a la campana. La vibración desprende un fragmento de yeso de la fachada que no salva del descalabre a un pichón refugiado en el dintel; el pájaro cae al canal en picada rompiendo la delgada capa de hielo. Carlo se asoma tras el ventanal emplomado y enfrenta 60
una luz cristalina que le invade el rostro. Cierra los parpados esperando la última campanada. Extrae el espejo de bolsillo, palpa en el relieve del reverso una letra V bordada en oro. Abre los ojos y al contemplar su reflejo siente repulsión por el objeto. Recupera el control, piensa que el momento llegará. Da una calada profunda a la pipa y el humo abulta el tórax; en su interior, visualiza a sus pulmones transformarse en alas de murciélago. Sonríe, los ojos en blanco; las pequeñas venas rojas ahora son azules. La pipa vuelve a sus labios, el pecho se ensancha a punto de estallar al instante que dos grietas se abren en la espalda; el dolor es intenso. Lentamente, los brazos membranosos de un quiróptero emergen esplendidos y se despliegan. El conde da otra calada. Esta vez volaré —dice— pero su corazón, todavía humano, sucumbe ante la sobredosis.
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11. Amore
Para Lord Richard Hummingbird, el ambiente de Trieste resultaba demasiado aristócrata; cargado de convencionalismos y otras cosas de las que venía huyendo, así que decidió cruzar el Adriático e instalarse en Venecia. Rentó un departamento que, aunque lujoso, estaba ubicado en un área humilde. Abría las ventanas y un viento matutino lo regresaba a los días de Brighton: juegos interminables de cricket, el té con crema de Cornwall y scones recién horneados. Bridge con Lady y Lord Holyhand y, por debajo de la mesa, la pequeña mano de la dama apretando las balls de Hummingbird, al tiempo que exclamaba: ¡no sex please, we are british! y echaba a reír guiñándole un ojo al marido. Lord Holyhand había hecho una fortuna inmensa con el ron de Jamaica pero nunca lo 63
había probado: no puedo soportar el olor, decía; huele a negros y a putas. Por eso tomaba scotch de Aberdeen e inhalaba tabaco perfumado al estilo rapé, aunque en verdad su trauma tuviera otro origen que no iba a compartir. En cambio, a Hummingbird le era difícil tolerar la hipocresía de su misma clase y años más tarde se convertiría en acérrimo disidente; conservó su título y fortuna pero rompió con todo vínculo aristocrático. Para despedirse, en su última noche en el Royal Pavillion, entró a la alcoba de Lady Holyhand con una botella de ron en cada mano y una lata con betún de maquillaje. Bebieron e hicieron el amor toda la noche mientras el marido dormía intoxicado, junto a la chimenea, en su wing-chair de terciopelo y un Old English Mastiff disecado a sus pies. Lord Holyhand despierta soñando que está en Jamaica; el intenso olor odiado lo trepana, al mismo tiempo que sus ojos intentan abandonar las cuencas, al ver a su mujer transformada en 64
mulata, desnuda, y en brazos de Hummingbird. Busca el estuche con los revólveres de duelo pero recuerda haberlo prestado. Antes de abrir el vacio armario de los sables se pregunta: ¿quién moriría en esa contienda? Desesperado sale al pasillo, intenta tomar la espada de una armadura de ornamento pero la encuentra atorada. Jala repetidas veces hasta que se la echa encima. El vitral persa del corredor mezcla el color de la luz con el rojo sangre de la alfombra; ante la decoración excéntrica del Pavillion, Lord Holyhand se ha hecho un harakiri involuntario con un arma barata, forjada en Toledo. Un mes más tarde, Lady Holyhand y Lord Hummingbird inician lo que pretende ser un viaje alrededor del mundo. Cuando escalan en Jamaica, la mujer decide quedarse a administrar sus plantaciones de caña: el olor del ron le da sazón a su vida y los mulatos…color. Hummingbird la entiende.
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Enciende un cigarro. La pureza del aire lo hace toser expulsando el humo a presión; un dedo de café se derrama de la taza. Sujeta el plato controlando el movimiento y a lo lejos ve un buque de vapor lanzar una fumarola; por un instante se compara. Regresa el tabaco a los labios y el aroma se amalgama con el sabor amargo del turco mal preparado; da otro sorbo, lento. Cruza las piernas en forma de cuatro. Fija la vista en el pulcro charol del zapato al instante que una gaviota descarga al azar una bomba de mierda. La accidental puntería es precisa: la piel oscura y brillante queda invadida por una estrella cremosa de muchas puntas. ¡Fuck! —exclama el aristócrata, siguiendo por encima de los anteojos el vuelo del pájaro que se pierde en la distancia. Desde el balcón observa a una pareja que se despide; dicen adiós pero luego él regresa y le da un beso. Ella da tres pasos siguiéndolo y él vuelve y la besa de nuevo. La escena se repite varias veces hasta que un pitido estridente 66
interrumpe y entonces el hombre echa a correr sin voltear a verla. La mujer queda mirando; deja que él se diluya entre la bruma remanente para hacer un último ademán de adiós. Da media vuelta y desaparece. Hummingbird extingue el tobago bajo el zapato marcado por la gaviota. Trata de limpiarlo pero le sorprende el poder de adherencia del excremento, que para entonces ha tomado una coloración desagradable; llegando a pensar que sería mejor deshacerse del par con todo y polainas. Recuerda el graznido del ave y hasta encuentra algo de burla en el sonido pero prefiere tomarlo como augurio de buenaventura; una forma rara de bienvenida que pone en su lugar a cualquiera. Un acordeón se oye cercano con una tonadilla que le recuerda sus clases de baile en Pigalle. Hay algo de parisino en esta música —piensa, mientras se ladea el sombrero y desplaza al frente el pie del zapato cagado, como iniciando un tango. Pigalle, Pigalle…les demoiselles d’Pigalle… —improvisa 67
una cancioncilla, simultanea a cuatro movimientos, comprobando que la pequeña fortuna invertida en las clases sirvió para putas y champagne, pero no para mejorar su atrofiado sentido anglosajón del ritmo. Da un par de claps para atraer la atención de la servidumbre pero recuerda que todavía no ha contratado a nadie. El turco produce varios gruñidos en el interior del estómago reclamando los poached eggs y el pan tostado; eructa sin cuidarse las espaldas y disfruta su soledad; aun así voltea a ambos lados para cerciorase. Dobla ligeramente las rodillas y aprieta el vientre dejando salir un formidable pedo. Ahhh… what a moment of happiness… —piensa, al concluir un suspiro. Ahora dobla los brazos imitando a un pollo y empieza a caminar liberando ventosidades a cada paso. Al final de la danza, interrumpida por falta de munición, descubre que no está completamente sólo: sobre el alero, una gaviota observa con intensa curiosidad. ¡Ah!... ¡Eres tú! —grita al pájaro, 68
moviendo los brazos como si fueran alas. El ave gira la cabeza y le clava la mirada con el otro ojo; Hummingbird juraría haberla visto transformar la línea del pico en una mueca burlona. Por la tarde sale a explorar el vecindario. Los jugos gástricos le ronronean dando vueltas en el vientre; busca un lugar donde saciarlos y se mete en la primera trattoria que encuentra. Su presencia enmudece el ambiente por un instante y varios pares de ojos enfrentan los suyos, después todo vuelve a ser normal. Toma asiento y cruza las piernas con el zapato inmolado a la vista, se da cuenta y cambia de pierna ocultándolo bajo la mesa. Una mujer le pone una botella de tinto y un vaso de vidrio empañado por el uso. Bajo el ala del sombrero, observa unas manos morenas, luego sube por los antebrazos, se detiene en la raíz de los senos, ve una boca carnosa que muestra dientes perfectos, trepa a la cima de la nariz y remata en unos ojos esmeralda; profundos, fabricados en otra galaxia, que ya no podrá olvidar. 69
¿Desea comer?... Hay Risotto alla marinara —dice la joven al momento de servir el vino, pero Lord Richard Hummingbird ha perdido el habla, el título de nobleza y todas las noches del pasado. La sonrisa coqueta sobre el rostro de esa chica, le vaticinó que nunca saldría de Venecia.
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12. El escritor
Ese día, la Remington sonaba diferente; había algo incómodo en el mecanismo que tendía a trabar los tipos. Pese a que sus dedos conocían de memoria los secretos del teclado qwerty, no confiaba en ellos; era su oído izquierdo el que detectaba la letra o el símbolo a cada golpe sobre el papel. Molesto, a media cuartilla decide explorar las entrañas del aparato. Jala la tapa y al auscultar palpa un objeto extraño; algo suave y pegajoso, imposible de ver a esa hora de la tarde. Intenta extraerlo pero se escapa entre un laberinto de piezas y palancas. Cierra la tapa esperando haber resuelto el problema. Teclear esa máquina era como tocar el piano. Las notas arrancadas al papel surgían nítidas, en armonía con el timbre cada vez que el carro alcanzaba el borde del margen, pero ahora algo 71
andaba mal. Parecía que el objeto intruso tenía una misión que cumplir; una tarea experta en causar interrupciones. Húmedo y correoso, se antoja imaginarlo de color verde oruga con puntos amarillos y rayas crema. Quizás de ojos fucsia, diminutos y saltones, intentando descifrar un entorno equivocado; perdidos en un bosque de acero insípido, entre aromas a aceite y costras de tinta coagulada. No era un gusano lo que temía encontrar; un temor más profundo latía en la cavidad de sus fobias: el miedo a enfrentar un bacilo extraviado de su propia invención. Volteó la máquina para escudriñar desde la base y sus dedos volvieron a topar con el cuerpo gelatinoso. Esta vez, sintió que la forma cambiaba al tacto, de blando a esponjoso, seguido de unos pequeños impulsos eléctricos. Bastó ese conjunto de sensaciones para convencerse de que era igual a hundir un dedo en el cerebro. Dio varios manotazos al aire intentando deshacer la analogía y regresó al concierto tipográfico. 72
Las notas parecían corresponder a cada tipo, mientras el carro se deslizaba sin tropiezos; golpeaba el timbre y regresaba a la posición inicial. Las letras narraban una historia de suspenso: La amaba pero quería ser el único de sus amantes. Fijó a la proa de la embarcación medio kilo de explosivo plástico para volar al Conde Vampirelli en pedazos. Quería ver sus fragmentos corporales entrar por la chimenea más alta de su palazzo de invierno. Ella moriría también… pero más tarde. Soñaba con ese momento a pesar de que era el filme equivocado. Siempre en esa parte abandonaba la Sala 2 y entraba a la 3 donde ella moría estrangulada: la misma actriz pero en diferente papel. Su obsesión por nelosmn selkd… El sonido de los golpeteos vuelve a mentir. Se desespera y busca en los cajones el insecticida en aerosol. Cuenta, al agitarlo, los golpes del balín metálico dentro del cilindro. Después de cinco, rocía el artefacto por varios segundos. Un olor a tienda de pesticidas le penetra los pulmones. Tose 73
a contraluz buscando el pestillo de la ventana y empuja ambas hojas de par en par. Inhala el aire exterior como un supuesto alivio pero el olor a molusco podrido de los canales domina la atmósfera. Tose un poco más y regresa al asiento. Voltea la maquina y palpa la superficie de la mesa buscando al intruso; lo prevé agonizante, con los diminutos ojos extintos, y sus rayas y puntos degradados a manchas límpidas. Pero lo único que encuentra es un charquillo semejante al remanente de un gusano aplastado. Vuelve a su oficio. Esta vez, el tecleo es perfecto; las notas enclavan las formas de los tipos y la escritura fluye. Llega al final de la hoja y exhala satisfecho. Podría ver la tranquilidad en las líneas de su rostro si estuviera frente a un espejo, y también podría leer sobre el papel, si no fuera ciego, el testimonio de una idea brutalmente aniquilada.
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13. Lupa
Jane, hubiera sido su nombre de tart en Soho; Jannette, le nom de l’artiste en Pigalle; Joan, en el red light district de Ámsterdam. Pero aquí, en el burdel Gomorra vs Sodoma del barrio calabrés, si la llamaban puta era un cumplido. Aun así, gracias a sus habilidades aprendidas de viejos libros, vivía fervientemente solicitada. Su agenda de reservaciones cerraba citas por los dos próximos años y eso que no permitía repeticiones. Los clientes suplicaban por una segunda oportunidad, pero ella los rechazaba argumentando que le traería mala suerte. Siempre fue fiel a su superstición, aunque hubo más de alguno que disfrazado quiso engañarla, hasta que llegado el momento de mostrar los genitales, ella los reconocía de inmediato; podía olvidar un rostro pero eso no. Buffone, les gritaba, sacándolos de la habitación a punta de golpes de tacón-stiletto. 75
Su cuerpo, maravillosamente esbelto, tenía tatuadas escenas eróticas tomadas de los frescos de Pompeya. El hombre que pesa su enorme pene en una balanza le abarca toda la espalda. Plasmada en cada glúteo, la figura de un amante en posición de cópula. Circundando los muslos, un grupo de faunos fornica ninfas. Sobre un seno la figura del sol, sobre el otro la luna, ambos unidos por un puente formado de dos lenguas enlazadas. Grabada sobre el abdomen, Venus sostiene una flor fálica en una mano y con la otra señala la región púbica; el rostro de la diosa sonríe oscilando entre lo sensual y lo perverso. Gianna, deliberadamente, se ha dejado brazos y pantorrillas libres de pintura con la intención de causar un efecto sorpresa al desnudarse. El secreto de su arte está en el juego maravilloso que producen las imágenes en su cuerpo bajo el efecto de la luz. Le fueron tatuadas por manos expertas. Hay quienes aseguran que las figuras toman vida durante la 76
sesión y que no es solamente ella quien participa. Otros dicen que hay algo en el único beso que concede al inicio. Es una decana del oficio, una de las lobas especialistas en el placer del hombre, que a través del tiempo han explorado las tenues fisuras entre el clímax y la petite mort. La alcoba evoca a la de un lupanar en Herculano: dos frescos aluden a las artes de la libido y un tercero al fondo, junto a la cama griega, reproduce El jardín de la villa de Livia. Los pasos del cliente experimentan la tersura de la alfombra persa que enmarca la batalla de Issus, entre Darío y Alejandro; Hefestión asoma media cara sobre la crin de Bucéfalo. Hay velas y lámparas de aceite que cuelgan del techo, reflejando la escena sobre un enorme espejo fijado a las vigas. Desde el capitel de la columna que flanquea la entrada, se percibe el sonido relajante de una flauta árabe. La sombra humanoide de Cassí, semioculta entre las nubes de incienso, sopla una melodía dedicada a las delicias de la noche. Lleva diez años trabajando 77
para Gianna, intercambiando su música por el éxtasis. A Cassí le abulta una giba en forma de cono en la espalda; el artefacto corporal que lo condenó a no ver las estrellas de frente cuando yace en la cama, y que enloquece de pasión a Gianna mientras lo acaricia. Llegó a ser tanta su devoción sensual que mando tatuar sobre el montículo una réplica de la torre de Babel. No hay humano que la satisfaga excepto el enano. Cuando fornican, él no deja de tocar la flauta, ni ella deja de manosear la joroba. Se complementan sin titubeos, sin mesuras; son el uno para el otro como un diluvio que nunca derrama el vaso. Cassí llegó al burdel buscando trabajo cuatro meses después del incidente con el león. El acto era muy simple: la bestia abría las fauces y él introducía la cabeza tocando el instrumento; a los treinta segundos el domador soplaba el silbato y el número concluía. Pero aquella tarde 78
un reloj les recordó que medir el tiempo tiene sus riesgos y la maquinaria, víctima de un cambio repentino de temperatura, hizo que la manecilla tardara cuarenta segundos en llegar al número seis. El león cerró el hocico con Cassí adentro y en su desesperación hundió la flauta en el paladar perforándole el cerebro. El animal quedó muerto al instante y el pobre jorobado fue echado a patadas del circo. Desde que ella lo acogió en su vida, no sólo se convirtió en el amante perfecto sino en su fiel protector. El día que un cliente borracho quiso excederse, Cassí saltó como pequeña bestia furiosa atacándolo a mordidas, le arrancó la mitad de una oreja y un testículo. Fue la última vez que alguien diera motivos para provocar al “Demonio de Gomorra”, nombre que adquirió a partir del suceso. El semi-eunuco cliente, envió desde el hospital una larga carta de disculpa junto a un bello arreglo floral, destacando al centro un 79
grueso rollo de billetes atado con un listón rosa. Gianna premió a su leal guardián con una propuesta erótica totalmente inédita: fornicar sobre la columna. Vivian un idilio insuperable. Pero todo cambió sorpresivamente. Una noche, cuando Cassí subía a ocupar su sitio, resbaló ensartándose la flauta bajo la mandíbula. Igual que el león, murió al instante. Ella no podía creerlo, lo levantó con ternura protegiendo el cuerpecito en su regazo. Sus lágrimas caían aumentando la velocidad del hilillo de sangre, que corría atravesando el campo de batalla del tapete persa. Los pájaros de El jardín de la villa de Livia habían desaparecido, Venus tenía pérdida la sonrisa y el enorme pene del hombre de la balanza, se había encogido hasta la impercepción. Nada era felicidad en esa alcoba. Al siguiente día, luego de que el pequeño cadáver fuera incinerado, Gianna fabricó un ritual a su memoria que duraría el resto de su vida. Se rasuró el triangulo del área púbica y luego, a 80
punta de aguja de coser y tinta arábiga, tatuó el rostro de Cassí haciendo coincidir la boca con la entrada a su sexo. Después de varias horas la obra estaba finalizada. Contempló los trazos del dibujo, todavía inflamados y un poco escurridos, y dejó escapar un suspiro profundo que hizo a los pájaros regresar al jardín. Sonríe con certeza, segura, sabiendo que él volverá a tocar su flauta cada vez que ella sea penetrada.
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14. El Doc
Cuando decidió tomar el curso de detective privado por correspondencia, fue porque no tenía estomago para servirse el lunch sobre el tórax de un cadáver. AI segundo año abandonó la carrera de Médico Cirujano y las repugnantes prácticas de anatomía; nada le molestaba más que el contacto visual con esos fiambres, abiertos sistemáticamente y exponiendo al extremo sus intimidades biológicas. Era el único intolerante, el resto del grupo parecía gozar las sesiones, inclusive bromeaban lanzándose partes seccionadas al rostro, y más de alguno se atrevió a masticar un buen pedazo de glúteo, asegurando que sabía igual que el prosciutto. Sin embargo, el olor del formol le fascinaba tanto que robaba frascos para usarlo como perfume. Le tomó más de tres años graduarse. Su tesis “Como Sherlock Holmes atraparía a Jack 83
the Ripper», le valió una mención honorifica y la inmediata oferta de la prestigiada casa editorial Lettore Cornuto de publicar una edición de cien mil ejemplares. Y ese fue solo el inicio; al siguiente año su fama de detective era tanta que constantemente recibía invitaciones a dar conferencias y a develar monumentos. Se le comparaba con Hercule Poirot, Mike Hammer y Columbo, aunque todavía sin resolver ningún caso. Había montado un elegante despacho decorado al estilo Art Decó en el cuarto piso de un palazzo propiedad del Conde Vampirelli. Desde su oficina, podía contemplar el Giardino Papadopoli; un lugar hermoso aunque infectado de borrachos y vagabundos. Ver los cuerpos tendidos sobre las bancas le recordaba las desagradables sesiones de anatomía, pero a esa distancia y bajo el resguardo de la ventana, sentía poca curiosidad de saber cómo serían por dentro. El día que al fin aceptó llevar su primer caso, lo hizo porque era idéntico a uno que habla leído. 84
—Este caso estará resuelto en doce horas —le aseguró al Conde Vampirelli, su primer cliente. Cuando éste se fue, instruyó a su secretaria, la señora Limón (claro que ese no era su verdadero apellido pero, siendo fanático del Poirot de Agatha Christie, la obligó a hacerse llamar así), de la siguiente manera: —Son fas 8:32, dentro de diez horas exactas por favor llame al Conde y dígale que el culpable es el mayordomo. Que revisen su habitación; la daga está escondida dentro del tanque elevado del excusado. Mis honorarios quedan según lo acordado, más un 4% por pronta respuesta. Empezaba a convencerse de que esta sería la profesión perfecta para el resto de su vida; creía que solucionar crímenes, le resultaba bastante fácil: —Todos los criminales obedecen a patrones de conducta que se repiten —decía—, 85
si se logra descifrarlos, se resuelven por sí mismos. La mayoría de los crímenes ya han sido resueltos en las películas y en las novelas. Y en efecto, su método fue exitoso. Después de más de quinientos casos nunca falló y siempre los resolvía antes de lo acordado. El despacho era una mera pantalla de lo que sucedía en los cuartos interiores, atiborrados de novelas detectivescas, videos y revistas sobre el mundo del crimen. Allí pasaba innumerables horas, estudiando y clasificando el material, pero sintiendo que sus vistazos hacia el parque de los vagabundos aumentaban y, mientras miraba, se acercaba el frasco de formol a la nariz inhalando a profundidad. Un día, la curiosidad de ver el interior de esos cuerpos, se tornó en un deseo incontrolable. Llovía de forma vertical. El empedrado mojado refleja las luces ralas del alumbrado público. Cruza el puentecillo sin prisa hasta alcanzar la entrada al parque. Tras un arbusto, abre 86
el maletín para cerciorarse del contenido: guantes de látex, bisturí del No. 3 con hoja 11, cámara, linterna manos libres y un frasco con cloroformo. Pasa la lancha del carabiniere apuntando con el reflector; sigue de largo, dejando desvanecer en la distancia el par de stops de la popa. El Doc se ensarta los guantes haciendo rechinar la goma contra la piel y va en busca de su primera víctima.
Sobre una banca rotulada con el nombre
de sus donadores, «Cortesía de la familia Vampirelli», un sujeto de cara afable y desaseada esboza un gesto semejante a la tranquilidad. Su cuerpo abierto como un surco, expone músculos, nervios, órganos, arterias; no había sangre. Un fuerte olor a formol penetraba el ambiente.
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15. Lo real maravilloso
El loco Alejo coloca un banco de madera sobre las losetas y trepa. Abre un libro de pastas rojas, pero antes de empezar a leer previene: —¡Attenzione carissimo pubblico! ¡Attenzzione carabiniere! Me encuentro en terreno neutral. Vean que no toco el suelo de esta mentirosa patria y eso me acredita para hablar sin sufrir represalias. Ustedes, carissimo público, serán testigos si en mi carne o en mi intelecto se comete injusticia o, en el peor de los casos, me toca reinaugurar el trayecto sobre el Ponte del Sospiri, rumbo a las húmedas mazmorras del Palazzo Ducale. Quiero decirles, revelarles la verdad acerca de esta tierra de piratas y traficantes de esclavos. Decirles que Marco Polo fue a la China solamente a robarse el secreto de la seda y de los fideos; que todo el oro de las iglesias fue hurtado de otras tierras; que el arte fue subsidiado por 89
las ganancias del despojo y del trabajo esclavo. Escuchen, attenzzione, sepan que nunca hubo tal “Renacimiento”; que es sólo un invento para dominar otras culturas. Sepan que esta ciudad ha sido una farsa eterna; que sus carnavales y canales se están pudriendo y nada la salvará de la ruina. Per favore, denme un minuto de la sua attenzione… Grazie. Debo contarles acerca de “El indio Moctezuma y el libertino preste Antonio”; la artimaña de cómo tergiversar la historia y salirse con la suya. Oigan, oigan… abrid el concierto. Salmo 81. Seguiría hablando por horas. Cuando terminó, sólo sobrevivía un par de turistas japoneses que le tomaban fotos. La pareja agradeció al estilo nipón y se retiraron sin dejar una sola lira. Al bajar del banco dijo entre dientes: —Son vinto eterni dei tuto in un giorno / Lo splendor de’miei e l’alta Gloria / Del valor Messican cade svenata: ¡Antonio Vivaldi hijodeputa! Entre la mierda de los pichones recogió unas cuantas monedas del suelo. Luego se fue 90
alejando con prisa; los Mori anunciaban la hora de pesca y no había tiempo que perder. En el trayecto, recuerda las viejas calles de La Habana con sus edificios semiderruidos, las mulatas paradas en balcones apuntalados, el ritmo de los tambores poseyendo la atmósfera como manos que tejen un edredón urbano. Los días de París también se unieron a la remembranza: largos paseos a la orilla del Sena, la oficina en la embajada, las piernas depiladas de su secretaria bilingüe. Suspira nostálgico y por un instante se siente rodeado de los setos del Champ du Mars pero el maullar de un gato callejero lo reubica. ¡Fascinante! — Reflexiona—, los gatos de aquí se oyen diferente. Busca un lugar cómodo a la orilla del canal, saca el bastón telescópico y ata un gancho a la punta. Deja pasar la primera bolsa; como buen pescador sabe que si está demasiado hinchada lleva más de dos días flotando. Aguarda paciente, ve una de volumen correcto y la engancha. Hurga el interior; saca un mantel de cuadros -algo manchado 91
pero limpio-, un plato ochavado de cerámica china, un frasco de salsa boloñesa a medio llenar, una botella con un cuarto de Lambrusco y dos triángulos intactos de pizza de salami. Del bolsillo izquierdo del abrigo extrae cuchillo y tenedor, del derecho una pequeña copa de plata. Extiende el mantel y ordena con delicadeza cada elemento del banquete. Destapa el Lambrusco y olfatea: Mmm… Salamino di Santa Croce —llena la copa. La ciudad siluetea sus espléndidas cúpulas frente al suave crepúsculo invernal. Algunas aves dan el último vuelo del día y se refugian en la arquitectura de las fachadas. En la distancia se ve al hermano Salvatore cruzar un puentecillo; su carretilla, repleta de botellas, va dejando un tintineo armonioso. Alejo sigue en la pesca; ahora arrima bolsas en busca de residuos de vino. El rescate es fructífero: aparte de tres medios de rosso ha acumulado otros cuatro de bianco; una cava canalera perfecta, no obstante la escasez de los tiempos. Celebra la captura como si estuviera 92
en un torneo de pez vela. Siente el duro borde del muro de piedra, sus pies cuelgan cercanos al agua. El frío avanza pero antes de que la hipotermia invada, el alcohol lo cobija en un regazo de momia inca. Está a salvo. Venecia es luz para el ciego, belleza para el incrédulo, o una mentira olfateada desde siglos y aún la mejor carne para el sabueso. Reposa sus ojos sobre el remanso del agua mientras las góndolas se concentran en San Marcos en espera de turistas. Clava la mirada a lo lejos, achica la oclusión de los parpados, y entonces distingue la cresta espumosa de una enorme ola. No es un oleaje conocido, ni el viento que la impulsa pertenece a este territorio; es una cuadrilla de caballos desbocados, dispuestos a transformar el orden de las cosas. Piensa en la fuente de Trevi aunque ya es un poco tarde; en un segundo, el maremoto arrasa con todo. Varios golpes en el hombro lo regresan a la vida. La arena fresca adherida al rostro no 93
es arena, ni playa el muro de contención junto al puente. Abre los ojos ante el rostro enérgico de un carabiniere que de golpes de garrote ha pasado a puntapiés. Se incorpora con dificultad, recoge el sucio costal y empieza a caminar; el gendarme observa hasta que lo ve perderse entre callejones. Fuera de peligro, Alejo ríe incontenible; es una risa entrecortada, muy íntima, anticipando lo que vendrá después. Desanuda el cordón de la cintura: Perteneció a una cortina del Palazzo Ducale — dice, agudizando la risilla—. El pantalón cae cual telón de finale. Se acuclilla apoyando la espalda en el muro de mármol, y libera el lastre acumulado en su intestino. La risa se torna carcajada. En lo alto de la Basílica de San Marcos, con gesto indiferente, los caballos de Constantinopla siguen observando cómo trascurre el tiempo.
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Irresistible Venecia de Sergio GuadalupeNavarro Serrano se terminó de imprimir el 30 de noviembre de 2012, en los talleres gráficos de Impresora Gospa ubicados en Jesús Romero Flores no.1063, Colonia Oviedo Mota, C.P.58060 en Morelia, Michoacán, México. La edición consta de 1,000 ejemplares y estuvo al cuidado de Héctor Borges Palacios, Mara Rahab Bautista López y el autor.