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2n de Batxillerat “Los recuerdos del mañana” Martí Serra i Vila

“Los recuerdos del mañana”

Martí Serra i Vila / 2n de Batxillerat

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LLENGUA CASTELLANA_PROSA_1R PREMI

Juvencio Andrade no se demoró ni el más mínimo instante; dejó el recordatorio junto al vaso de whisky que ocupaba el centro de la mesilla del salón; se puso el traje de paño oscuro que no había salido de su armario en los pasados diecinueve años, tomó con relativa incertidumbre el paraguas negro, pues a pesar de la sequía el cielo parecía anunciar lluvia, y tras cerrar las once cerraduras de la puerta con sus respectivas once llaves, puso rumbo a la casa del suegro que nunca había llegado a tener.

No le hizo falta bajarse del coche para percatarse de la amargura que colmaba el ambiente. Sin molestia ni recato, Juvencio Andrade avanzó entre el tumulto con la misma ligereza de un crío de cinco años, sin echar vistazo alguno al interior del castillo que durante años había ansiado, ni tampoco a la inconformidad y la desgana de los rostros de la muchedumbre, vestida ésta con ropajes lujosos que Juvencio Andrade no se demoraba en apartar de forma brusca.

Para ser sinceros, la mañana que recibió el recordatorio, Juvencio Andrade no reparó en ningún momento en la que para muy pocos fuera una tragedia, sino que fue la oportunidad de verla a ella la que puso en marcha los hornos de su corazón, y si vistió su traje de paño negro que nadie nunca antes había usado no fue por respeto al difunto, sino porque no quería que su figura despuntara demasiado entre el tumulto. Era una emoción difícil de comprender, pero sin razón alguna que le viniera a la mente, Juvencio Andrade siempre sintió una especie de rechazo hacia el ahora muerto Julián Ocaña. A lo mejor fue que nunca llegaron a conocerse del todo bien.

Juvencio Andrade avanzó entre la multitud sin un rumbo preciso, aunque guiado por un instinto que le señalaba dónde frenar, dónde torcer, dónde dar media vuelta, y dónde pegar un grito que quedaría atrapado bajo el constante cuchicheo porque una gorda de sesenta años y tobillos doloridos le limitaba el paso.

Aunque no llegó a darse cuenta hasta llegado el momento, Juvencio Andrade se fue llenando de temor a cada paso que daba. Cierto es que, visto desde ojos distintos, la sensación que transmitía era la de un hombre decidido y valeroso, y asimismo lo sintió él. Juvencio Andrade no pudo evitar notar la tembladera de sus piernas encogidas, ni tampoco pudo disimular el leve hormigueo que parecía emanar de las puntas de los dedos de sus manos, y que progresivamente recorría su cuerpo entero paulatinamente hasta llegar a las puntas de los dedos de sus pies. No pudo ocultar tampoco el débil centelleo de unos dientes ya muy gastados, delatados por lo que pretendía ser una sonrisa de esperanza renovadora, pero que se debía, sin que Juvencio lo admitiera todavía, a la aceptación del cruel suplicio de los amores contrariados.

Los más de diez mil días con sus noches que precedieron a la mañana de la llegada del recordatorio, no hubo un solo minuto en que Juvencio Andrade no tuviera presente el recuerdo de Julieta, si bien rara o ninguna vez había llegado a reparar en ello. Todo acto, toda palabra, todo pensamiento, todos y cada uno de los movimientos de Juvencio Andrade iban teñidos por la ausencia de Julieta, por el breve aunque intenso recuerdo de sus jornadas en la universidad, y por encima de todo, por el futuro tan brillante, tan dulce, tan todo, que había imaginado junto a ella, y por el desaliento y el impacto que seguía a su imposibilidad. Pues a pesar de comprenderlo e incluso de tratar de admitirlo, Juvencio Andrade nunca fue capaz de olvidarla, y en consecuencia, nunca fue capaz de dejar de soñar.

Siempre la tuvo presente; la veía en todas partes, la escuchaba en el viento, la imaginaba en las tinieblas, siempre con una esperanza latente de que su fantasía fuera real; y siempre con un resultado idéntico. De noche, sin que nadie le viera, trepaba hasta su tejado y se tumbaba ante el dominio de un firmamento oscuro atildado con estrellas y nubes de nieve. Con esfuerzo para contrariar las necesidades del corazón, cerraba sus ojos y tendía su mano derecha al azar, a la esperanza, y a pesar de que nunca fue de tener mucha imaginación, Juvencio Andrade la inventaba a su lado, le rozaba los rizos que colgaban sobre sus mejillas pecosas, y apretaba con fuerza su mano en un vano intento de no dejarla ir. Pero entonces abría los ojos, y se encontraba con el dolor que siempre ha corrompido a las generaciones humanas desde su origen mismo; la triste, y solitaria, soledad.

Juvencio Andrade llegó al fin al jardín que se ubicaba en la parte trasera de la casa, donde procedía a tener lugar el sepelio del eterno Julián Ocaña. La muchedumbre envolvía el hueco rectangular destinado a la caja del muerto, y junto a ella, situada en el lateral del hoyo, Juvencio la vio. Lucía un largo vestido blanco que parecía más para bodas que para entierros. Llevaba también un par de jaleas plateadas adornadas con un lazo del mismo color en la punta, y su rostro no mostraba la aflicción que manifestaba su madre, quien fingía tratar de ocultar un llanto que a Juvencio le pareció visiblemente provocado. Julieta Ocaña se mostraba seria, con la mirada baja y los brazos tomados por las manos a la altura del ombligo. Al lado de ambas, más bajo y más rollizo, el padre Evaristo recitaba versos improvisados que anteriormente no había tenido tiempo para preparar, o así lo argumentaba él, y aunque por buenos u honestos que fueran, la ronquera de su voz parecía alterar el mensaje que pretendía dar.

- Es como si le rezara al diablo -pudo escuchar Juvencio Andrade en una ocasión. Tras finalizar su discurso, el padre Evaristo echó algo sobre el ataúd que Juvencio Andrade no pudo identificar, y acto seguido se posicionó al lado de Julieta, bajó la cabeza con los ojos cerrados, y junto a él lo hicieron los quinientos sesenta y un invitados que habían asistido a la puesta del muerto bajo tierra, donde nunca jamás volvería a ver la luz. Todos bajaron la cabeza; todos menos Juvencio, quien permaneció mirando fijamente el rostro seco de Julieta. Y Julieta, que bajó la cabeza pero no cerró los ojos, se dio cuenta de ello.

Fueron tan solo doce breves segundos, aunque a ambos les quedaría en el recuerdo la sensación de haber vivido una eternidad. Al advertir la figura de Juvencio, Julieta Ocaña subió la mirada por primera vez en toda la ceremonia, y sus ojos cayeron sobre él con todo el peso de una vida de silencio. El mundo dejó de existir para ambos; sólo estaban ellos dos, y nadie más, y lo que desde fuera pudiera parecer un mero duelo de miradas, se tradujo en ellos como una batalla de emociones reprimidas con el tiempo que luchaban por salir al descubierto, pero que no lograron su propósito, al menos en Julieta, pues ni su expresión ni su gesto se alteraron lo más mínimo, y una especie de rabia de origen incierto mezclado con un rechazo grosero y belicoso fue lo máximo que

218 tuvo que llegar a soportar. Realmente, Julieta Ocaña nunca tuvo problemas para afrontar lo que para ella debía definirse como una realidad amarga; tuvo problemas para comprenderla, y eso la llevó a ser como era ahora, tan fría, tan desconfiada, tan diferente. Por su lado, Juvencio Andrade no pudo contener la agresividad de la corriente de emociones adversas que fluía por su cuerpo, y tal fue así que no pudo evitar derramar una lágrima de su ojo izquierdo. Cuando sus ojos y los de Julieta se entrecruzaron, aquel espíritu robusto que había mostrado a lo largo de su estancia en la casa de los Ocaña Oirín se desvaneció, y le vinieron al corazón el miedo y el recuerdo de toda una vida insuficiente. Recordó la primera vez que la vio junto al gran ventanal del cuarto piso de la universidad, con sus rizos tímidos que parecían dorados por el impacto del sol contra ellos, y el aspecto angelical que lucía; recordó las cartas, las más de cien cartas que llegó a dejarle en la entrada de su casa atrapadas bajo piedras para evitar que una ráfaga de viento se la pudiera llevar por los pormenores del destino; recordó su belleza desmesurada, la timidez con que diariamente la había observado sin que ella pudiera verle; recordó las tantas noches que su corazón la había anhelado a su lado, los tantos y tantos momentos que la había imaginado, que la había, por así decirlo, creado, ya no por el persistente deseo, sino por puro menester; recordó las infinitas lágrimas que había derramado en honor a Julieta, su querida y única Julieta, y las innumerables promesas que llegó a lanzar en vano al aire durante todos sus años de enamorado.

Cuando los doce segundos hubieron pasado, un hombre que se encontraba al lado de Juvencio advirtió la lágrima que bajaba lentamente por su mejilla, y en un intento de mostrarle su apoyo rodeó sus hombros con su brazo derecho, y como si fuera aquello un detonante, Juvencio Andrade estalló en un llanto silencioso aunque palpable, y junto a él lo hizo, aunque mayoritariamente de forma aparente, gran parte de la muchedumbre, y Julieta Ocaña Oirín, quien en toda una vida se había mostrado como una mujer fría, cauta e incluso un tanto arrogante frente a Juvencio Andrade, bajó la cabeza tratando de no ser vista y derramó la exacta cantidad de cinco lágrimas sin que nadie la viera; nadie, excepto Juvencio Andrade.

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