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LAS REGLAS DEL OLVIDO ISABEL GARZO
© Autora: Isabel Garzo Ortega, 2013 © Título original: Las reglas del olvido © Ilustración de portada: Conrad Roset © Diseño de portada y cubiertas: Andrés Segnini © Maquetación: Abraham Navas © Fotografía de la autora: Raúl F. Zorzo
Edita © LoQueNoExiste, 2013 · www.loquenoexiste.es Promoción y Relaciones Públicas: Medialuna · www.medialunacom.es ISBN eBook: 978-84-939899-6-5 Depósito legal: M-11514-2013 Impreso en Madrid, abril de 2013 Las reglas del olvido está inscrito en el Registro General de la Propiedad Intelectual con el número de asiento registral 16 / 2012 / 12328
LoQueNoExiste C/Isabel Colbrand 10, Edif. Alfa III, 5ª planta, 28050, Madrid Tfno: 91 567 01 72 www.loquenoexiste.es
Prólogo a
Las reglas del olvido No podía ser otro sino Nietzsche quien escribiera que la idea del suicidio hace soportable más de una mala noche. Porque el suicidio es el olvido absoluto, capaz de engullir de un trago fracturas de ánimo, un pesar irreductible en la conciencia, los posos ácidos de un desamor, e incluso la hipoteca. ¿Quién no ha coqueteado alguna vez con la posibilidad de podar las ramas podridas del árbol de su vida segándola por el mismo tronco que la sostiene? El olvido absoluto tiene, sin embargo, el problema de ser absoluto y eso le resta mucha credibilidad. Y sobre todo poesía. Apenas un réquiem y se acabaron las flores que pudieran brotar en el futuro. La amnesia, en cambio, resulta mucho más interesante, porque se lleva lo que hemos sido por o para otros y nos deja desnudos ante lo que somos sin el penoso fardo de la historia personal, como una marioneta a la que hubieran cortado los hilos. Cierto es que la hipoteca o el desamor seguirán allí, pero seguro que los miramos con otros ojos. Esta vez solo nuestros. Desnudos de los hábitos, las palabras y esos gestos que empleamos más veces para ocultarnos que para mostrar, ¿qué vemos? ¿Qué queda cuando se van los recuerdos? ¿El yo en estado puro? ¿La pura nada? ¿Los genes? ¿El alma? ¿El asombro permanente? Lo que desde luego queda son los otros, esos que nos miran y nos hablan sabiendo más de nosotros que nosotros mismos. En el caso de que sigamos siendo nosotros, claro está, y no debe ser fácil orientarse entre esa multitud de fragmentos que nos devuelve cada persona con la que hasta el momento del olvido hemos compartido alegrías, viajes, traiciones, o quizá algo peor: confidencias. 5
Sin memoria somos niños en el laberinto de nuestra propia existencia. Así son las reglas del olvido, ésas a las que deberá enfrentarse la protagonista de esta historia. Con el cerebro privado de la ocupación de recordar, su empeño será más grave, decidir si es preferible construirse o recomponerse. Cada día se convierte entonces en una criba con la que debe separar la arena del oro para averiguar el resultado de esa tremenda destilación, y cada noche traerá la esperanza de que algún sueño, esa zona de nuestro interior que escapa a las ataduras de los recuerdos y la conciencia, traiga una imagen familiar a la que asirse con fuerza. Con verbo certero, imágenes deslumbrantes y un ritmo narrativo impecable, Isabel Garzo consigue que sintamos como propias las angustias, las dudas y las respuestas de Inés en la búsqueda de su identidad. O de sus identidades, para ser más preciso. Es sabido que solo pasan dormidos por la existencia aquellos que alguna vez perdieron la capacidad de sorprenderse. A mí me sorprendió conocer a una mujer que deseaba ser más fea de lo que era, a una gata que respondía con diversos tonos cada vez que se le formulaba una pregunta, a un hombre tan bipolar que una mitad de su mente era incapaz de recordar lo que pensaba la otra, a una alumna de mis clases de filosofía que se ha convertido en una magnífica escritora… Y tenía algo más que decir, pero se me ha olvidado.
Miguel Sandín Escritor y profesor de Filosofía
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A mis padres, Fernando y EloĂsa, la mejor compaĂąĂa.
Y a ti si, sin buscarte, te encuentras de pronto entre estas palabras.
1 Hay cosas que las personas pueden elegir sobre sus vidas y otras que les vienen dadas. O así debería ser. Yo nací un diecisiete de noviembre y me encontré impuesto hasta lo más elegible, como una princesa comprometida desde antes de dar sus primeros pasos a casarse con el rey de un lejano país, como un esclavo que llevara esas siete letras escritas en la sangre por la única razón de ser hijo de unas personas y no de otras, o de haber nacido en un sitio y no un poco más allá o un poco más tarde. Como ellos, no pude elegir nada. Tenía veintinueve años.
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2 Poco importaba que fuera yo misma quien había tomado esas decisiones en el pasado. Fue otra versión de mí la que lo hizo. Esa otra Inés tuvo la oportunidad de construirse año a año, momento a momento; golpe tras golpe. Y de pronto, en aquella cámara blanca de paredes convexas y esquinas envolventes, me presentaban el resultado de sus decisiones en una bandeja, ante mi cama, con aquel hipnótico sonido de fondo como testigo. Me ofrecían un resultado plano que no me servía sin el contexto del camino que había desembocado en él. Y me topé con una vida ajena que tenía que aceptar y con un puñado de miradas extrañas que me observaban expectantes buscando en mí una respuesta que no sabía darles e intentando provocarme unas emociones que no podía sentir. Me encontré con veintinueve años vividos, con un nacimiento tardío e injusto que volvía mi vida aún más breve de lo que ya de por sí lo es cualquier otra. El primer reto que me encontré no fue el de recordar. Fue el de decidir si quería aprender a amar de nuevo a cada uno de esos rostros extraños que esperaban que los amara.
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3 Justo antes de despertarme, tuve un sueño que recuerdo con total nitidez. Soñé con un país en el que los animales, al morir, se convertían poco a poco en plantas vivas que hincaban sus raíces en el suelo y comenzaban una nueva existencia. No soñé que visitaba aquel país, solo soñé que existía; yo no estaba en él. Resultaba que, a su vez, las plantas que morían mutaban en pequeños animalillos que, tras retorcerse y desperezarse hasta hacerse a la idea de su nuevo cuerpo, daban unos pasos tambaleantes y se alejaban del lugar del milagro para continuar ese ciclo. En el camino quedaban ramas sobrantes amputadas, raíces inútiles o algún miembro animal olvidado. Al ser estas mutaciones arbitrarias y parsimoniosas, no era raro encontrar de pronto un zorro que se hubiera formado cuando un brote del arbusto del que procedía aún tenía un leve soplo de vida, por lo que al animal le asomaba detrás de la oreja una hoja de un color verde ácido. Otras veces era el tronco de un fornido roble el que, entre sus nudos, mostraba de pronto una oreja. El país siguió evolucionando en ese juego de reglas torpes, y se fueron multiplicando las pezuñas que asomaban de las ramas y las hojas con pelajes de guepardo o de pantera. Hubo algún oso que, al despertar de su hibernación, descrubrió que no podía moverse porque había echado raíces. Y así fue fluyendo la vida hasta que dejó de ser fácil distinguir a los animales de las plantas. Miraras donde miraras, solo había seres que se parecían a bolas de materia viva indeterminada. Algunos avanzaban lentamente, arrastrándose; otros permanecían inmóviles y tan solo se notaba que estaban vivos por su respiración irregular y pesada. A veces no era fácil determinar la frontera entre la vida y la muerte. Casi todos los seres del país se encontraban en un tercer estado de transición de una existencia a otra, y nunca se podía saber con claridad cuándo habían alcanzado una de ellas (animal o vegetal), porque el proceso era ya entonces casi siempre fallido y mortal, y enseguida sus cuerpos cambiaban la marcha, perezosos, y comenzaban a mutar en sentido contrario, tendiendo a un estado que nunca alcanzarían porque la pureza se había perdido para siempre.
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4 No hacía mucho que el reloj había marcado las diez de la noche de aquel viernes diecisiete de noviembre cuando algo dentro de mi organismo decidió que estaba preparada para abrir los ojos. Los mantuve un segundo abiertos, pero la visión era borrosa y sentía como si alguien me apretara los párpados con los pulgares, así que los volví a cerrar de forma inmediata. Algo cambió en el ruido de fondo que escuchaba de forma monótona desde que, unos minutos antes, mis sentidos habían empezado a responder. El pitido se había vuelto más frecuente y definido. A ese sonido se unió el del personal sanitario que iba y venía, que comprobaba mis constantes vitales y daba la voz de alarma a quien pudiera estar interesado: «se ha despertado». En ese momento no se encontraba en el hospital ningún familiar o conocido, como supe más tarde. Las diez de la noche de un viernes era una buena hora para marcharse sin cargo de conciencia y, de todas formas, los médicos habían dejado claro que no era probable que despertara tan pronto. No tardaron en llegar. Para entonces yo ya tenía los ojos abiertos, aunque continuaba con una náusea que invadía por turnos cada rincón de mi cuerpo. He intentado muchas veces evocar el intenso sentimiento que me sobrevino entonces y, aunque en ocasiones consigo rememorarlo en mi cabeza con bastante exactitud, me resulta del todo imposible explicarlo con palabras. Era una suerte de vacío físico y mental, como si hubieran censurado una parte de mis aptitudes y me hubieran dejado ahí tirada con el alma amputada. Aún era pronto para darme cuenta de que no recordaba, pero de algún modo sabía que una parte de mí había desaparecido. Basándome en la expresión de los rostros que desfilaban ante mí, supe con certeza que tenía que haber un buen motivo para compadecerse de mí. Lo supe por lo pronto que las expresiones de alegría y alivio fueron sustituidas por caras de preocupación y, sobre todo, preguntas. Para muy pocas tenía yo respuestas («¿cómo te sientes?»). Para la mayoría, formuladas tanto por médicos como por visitantes, no tenía ninguna: —¿Recuerdas por qué estás aquí?
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—Sabes quién soy, ¿verdad? —¿Has hablado ya con Rocío? La primera persona que vino a verme fue mi madre. Vi entrar a una señora menuda y desarreglada que salvó sorprendentemente rápido la distancia que había entre la puerta y la cabecera de mi cama, como si llevara patines. Ya estaba llorando cuando entró, y al mirarme a la cara sus lágrimas se hicieron más caudalosas. A mí me inspiraba el cariño que puede inspirarte un personaje entrañable de una película, esa actriz secundaria bonachona y rechoncha que hace de sirvienta de los protagonistas. Me pareció lógico que una persona así irrumpiera de pronto en la habitación, pero los dolores y mareos iban en aumento y en ese momento ni siquiera me detuve a plantearme de quién se trataría, aunque pronto ella se encargó de dejarlo claro. Recuerdo las siguientes horas como breves flashazos cinematográficos que me mostraran escenas y personajes sueltos sin ninguna relación entre ellos. Yo perdía el conocimiento y volvía a recobrarlo, me dormía y me despertaba, y cada vez que recuparaba la conciencia durante algunos segundos o minutos el cuadro que se presentaba ante mis ojos en la pequeña habitación blanca había variado. A veces había un hombre callado, siempre más cerca de la puerta que de mi cama. Otras veces había cinco o seis personas alineadas junto a la pared de forma grotesca, como si estuvieran esperando detrás de un panel de cristal para un reconocimiento policial, que me miraban con la vergüenza con la que se observa a un enfermo, con esa sensación de invasión de la intimidad y de improcedencia. Todos preferirían estar en cualquier otro lugar. Algunos hablaban entre ellos para intentar desviar los ojos de mí, otros me miraban atónitos como si fuera algo maravilloso o terrorífico, es difícil determinar la diferencia. «The nervous scream or laugh are quite close together1». Cuando, meses después, leí esta frase del cineasta Tim Burton en una revista, no pude evitar acordarme de aquellas muecas a caballo entre la fascinación y el horror. Del mismo modo que dicen que se recuerdan de manera más nítida los pensamientos que se tienen justo antes de dormir, 1 «El grito nervioso y la risa nerviosa están bastante cerca.» (N. de la A.)
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creo que mi cerebro guardó en un rincón específico los momentos que sucedieron a mi despertar. Muchas veces estaba él. Era un joven moreno con una pequeña cicatriz en su mejilla derecha que venía a desequilibrar el gesto poco expresivo de su rostro. Vestía pantalones vaqueros y sudaderas deportivas. Solía acariciar mi mano o solo sostenerla hasta que el sudor nos hacía moverla a alguno de los dos. Al igual que los demás, escudriñaba en mis ojos buscando una complicidad que yo no podía darle. No fue hasta bastantes días después cuando todos comenzaron a asimilar el verdadero estado de mi cabeza. Al principio, los médicos les tranquilizaban diciéndoles que era normal que estuviera desorientada debido al accidente y que lo más probable era que todo volviera a su cauce poco a poco. Pero los días pasaban y, aunque el resto de mis aptitudes mentales parecían intactas en las numerosas pruebas que me realizaron, mi memoria no parecía evolucionar en ningún sentido. Al repaso minucioso de mi historia clínica siguieron los análisis de sangre y de tejidos (siempre me dio cierta aprensión eso de estar hecha de «tejidos»). Después, hubo pruebas neurológicas de todo tipo: escáneres, electroencefalogramas, resonancias. Pero mi mente parecía encontrarse bastante cómoda con su nuevo estado, sin ninguna intención manifiesta de variar. Al final, los profesionales se pusieron de acuerdo en el diagnóstico que sería mi etiqueta durante el resto de mi vida: una lesión estructural en la corteza cerebral debida al accidente me había producido una amnesia retrógrada permanente. El doctor Casas fue quien me explicó mi situación. Tenía las manos muy morenas y su rostro lleno de arrugas con aires de prenda recién doblada me inspiraba confianza. No me conocía de nada, y a mí me tranquilizaba la certeza de que mi relación con esa persona empezaba y terminaba donde yo podía verla. Los médicos y enfermeras eran los únicos a los que podía mirar a los ojos sin que esperaran nada, sin encontrarme en situación de desventaja por las cosas que ellos sabían de mí y yo desconocía. Una mañana entró en mi habitación con una bata blanca bajo la que asomaban unos pantalones vaqueros. En el bolsillo de la bata tenía tres bolígrafos; uno de ellos había pintado por accidente una línea en la tela blanca. Intententé imaginar una situación de urgencia en el hospital en la que mi doctor estuviera tan preocupado (o despistado, o ensimismado) como para 14
olvidar que no había puesto el capuchón al bolígrafo antes de guardarlo, pero su intervención interrumpió mis invenciones. Tras sonreírme, acercó una silla a mi cama y me lo explicó todo con el balance justo de dulzura y profesionalidad. —Inés, te voy a explicar lo que te pasa, aunque pareces una chica lista y creo que, con tanta prueba y tanta pregunta, ya habrás deducido gran parte tú sola. Le ofrecí algo que era más una mueca que una sonrisa. El cansancio y la impaciencia son dos sensaciones difíciles de expresar de forma conjunta. —El accidente te ha provocado una pérdida de memoria grave. Se llama amnesia retrógrada permanente. Lo que quiere decir es que puedes crear recuerdos nuevos sin ningún problema, pero los recuerdos del pasado han desaparecido y no los podrás recuperar. —¿Todos? —Prácticamente. Algunas personas olvidan solo una parte. Depende mucho de la intensidad del golpe. Tú llevas un mes en coma. Al principio pensábamos que podía ser temporal, pero ya se ha confirmado. Has perdido los recuerdos de más o menos veinte de tus veintinueve años de vida. —¿Más o menos? —Sí, no es fácil decir con exactitud hasta dónde afecta la amnesia. Otros pacientes sí son capaces de determinar su último recuerdo. Pero en tu caso, al haber perdido tantos años, la línea es menos nítida. Quizá recuerdes algo de tu infancia, pero de forma muy difusa. —¿Y las personas? ¿No voy a recordar a mi familia, a mis amigos…? —El accidente ha provocado problemas graves en las conexiones sinápticas. Eso hace que no te acuerdes de ellos. Puede que algunos te suenen, por decirlo de alguna manera, de esos primeros años que quizá no 15
hayas perdido. Puede haber lugares o personas que hagan que tu cabeza haga «click». Pero tienes que tener cuidado con esas sensaciones. Hay ciegos que, al oír que están siendo alumbrados con una linterna, aseguran que ven algo de claridad, aunque en realidad no les estén iluminando. No están mintiendo, en realidad creen ver algo. Puede que tú, si te esfuerzas demasiado por encontrar conexiones con tus recuerdos pasados, llegues a sugerir a tu cerebro asociaciones que no son reales. Aparté mi mirada de los meticulosos pliegues de sus arrugas y la dirigí al ribete de la sábana, donde podía leerse el nombre del hospital repetidas veces. Él continuó: —Sin embargo, los automatismos están intactos. Puedes hablar, como ya has comprobado, y también caminar o entender idiomas extranjeros. Siempre y cuando los conocieras antes del accidente, claro. ¡Aquí no hacemos milagros! Me miró, y creí notar en sus labios una pizca de emoción que enseguida se fue por donde había venido. —También puedes tocar el piano, me han dicho que no lo hacías nada mal. Lo que no recordarás será cuándo y cómo lo aprendiste. —¿Y cómo es eso posible? ¿Cómo puedo mantener todas esas habilidades y no acordarme de qué cara tiene mi madre? —Cada campo de la memoria se almacena en una zona diferente del cerebro y de una forma determinada. Hay personas que han perdido el habla u otras funciones debido a traumatismos muy severos. Tu zona dañada ha sido tu «disco duro». Supongo que tus seres queridos tendrán que ponerte al día de tus vivencias pasadas. —Quizá tengo que considerarme afortunada. —Bueno, visto de determinada forma, así es. Estás sana, tus capacidades están al cien por cien. Solo, digamos… tu cabeza ha decidido «formatear» lo vivido hasta ahora. Míralo de este modo. 16
Cuando tuvo lugar esa conversación, yo no pensé que el doctor me estuviera advirtiendo sobre nada demasiado importante. Almacené esa información dentro de mí sin apenas procesarla. Ahora, desde la distancia, reconozco que esos consejos me sirvieron para vencer las primeras tentaciones de construir a la desesperada una base sobre la que edificar mi novata existencia. Esas fugaces advertencias fueron el cimiento de mi capacidad futura para sacudir las migajas de recuerdos de mi infancia que aparecían en mi cabeza en lugar de aferrarme a ellas. Ni siquiera creo que se pueda llamar «recuerdos» a ese puñado de asociaciones o de imágenes que producían alguna sensación en mí. Gracias al doctor Casas, conseguí no fiarme nunca demasiado de ellas. Muchas personas me han preguntado después, con una mezcla de curiosidad y morbo, qué se siente al haber perdido tantos años de bagaje, al tener que fiarse de lo que los demás te cuentan sobre ti mismo. Pero no se hace demasiado raro cuando no recuerdas otra forma de existencia. Así que, para mí, el puzzle al que tenía que enfrentarme cada día era lo habitual. No me planteaba los días de otra manera.
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