Juan razón rapaz

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JUAN RAZÓN RAPAZ



Carlos Aguirre de Cรกrcer

JUAN RAZร N RAPAZ


COLECCIÓN NARRATIVA

Primera edición: mayo 2013

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados. © Carlos Aguirre de Cárcer © Tabula Rasa Ediciones S.L.

Apdo. Correos, 3153 - 20080 • Donostia-San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana

Printed in Spain

I.S.B.N.: 978-84-940216-2-6 Depósito Legal: SS-773-2013


“ Este libro incluye dibujos de mi hermano Eduardo y una carta que mi madre, Marisa Garaikoetxea, dirigió al mar; está dedicado a ellos y a mi hermano Iñaki.”



“Mira, el botón es una bruja”, grita un niño mientras juega, y ya no vuelve a tocar el botón. Y, no obstante, el botón no se había convertido en otra cosa que lo que el niño quería, sólo que se había convertido en ello demasiado tiempo… …Se sabe muy bien que los hombres quieren ser engañados, pero esto no es sólo porque los tontos están en mayoría sino porque los hombres, nacidos para la alegría, no tienen alegría y gritan pidiendo alegría… Ernst Bloch



I - EL CASTIGO

Don Eutiquio descendió de la tarima sin delicadeza; se destosió e inició su discurso con algo semejante a un do de pecho: — Vamos a analizar la aparición de los homínidos... Le gustaba su propia voz. Caminaba elevando la mandíbula y con las manos enlazadas tras la espalda. Sus pasos eran sonoros y acompasados; daba un taconazo fuerte entre dos zancadas largas y otro débil después de cuatro medianas. Su cabeza, coronada por un canoso penacho, giraba como la aleta de un tiburón junto al encerado y los pupitres. Exigía máxima concentración en el trabajo; nadie hubiera supuesto que él mismo se distraía. Su habilidad le permitía centrar su charla mientras divagaban sus pensamientos. Estaba orgulloso de su trayectoria. Muchos de sus discípulos habían triunfado; los dos últimos alcaldes de la ciudad estuvieron bajo su tutela; entre sus antiguos alumnos, también figuraban el propietario de una cadena hotelera, un director de orquesta y el dueño de una compañía de transportes; cada año, le enviaban obsequios para agradecer la instrucción recibida. Su modelo educativo jamás prescindiría del premio y del castigo y, como tal sistema, pese a su eficacia, empezaba a cuestionarse, se alegraba de que su jubilación estuviera cercana. No deseaba asistir a la irrupción de la indisciplina en las aulas. 11


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— Durante milenios, la supervivencia se basó en la recolección y la caza... Entre los treinta y cinco muchachos de diez años que, mientras don Eutiquio hablaba de los inicios de la humanidad, pensaban en el final de la clase, Juan Razón Rapaz se hallaba en la penúltima fila. Era un chico de mirada poderosa pero extraviada, con flequillo ladeado y la frente llena de pecas. Sus aficiones se habían caracterizado por ser fervientes y erráticas; podía estar una temporada sin dejar de hacer rompecabezas y, de pronto, decidía no dedicar a eso ni un segundo más. Con el tiempo, ese sería el rasgo más persistente de su carácter; ni siquiera don Eutiquio alteró tal tendencia. La única distracción que mantuvo durante toda su vida fue dibujar figuras geométricas. El maestro contemplaba a su auditorio convencido de que sus clases eran muy amenas. No sospechaba que sus alumnos habían amaestrado su mímica para adecuarla al engaño; frases grandilocuentes rebotaban en los tímpanos infantiles como en una cama elástica donde se las obligaba a hacer ridículas piruetas antes de ser expulsadas. — La población estaba repartida en reducidos núcleos nómadas y el dominio del fuego desencadenó... El vozarrón de don Eutiquio se quebró como si hubieran comenzado a asarle cuando descubrió que un mocoso, ajeno a su explicación, se entretenía llenando una hoja con pirámides y conos. — ¡Juan Razón Rapaz! —gritó—. ¡Póngase en pie y escuche lo que le voy a decir! ¡Es usted repelente y asqueroso! ¡Repelente y asqueroso! ¡Diríjase a esa esquina y manténgase inmóvil, de rodillas y de cara a la pared! Treinta y cuatro niños casi no pudieron aguantar la risa mientras uno de sus compañeros, a duras penas, contenía las lágrimas. “Observen lo que hace su hijo en clase” escribió don Eutiquio 12


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a un lado de la cuartilla que probaba la falta. Exigió a Juan Razón Rapaz que se la devolviera firmada por sus padres; además, debía copiar con perfecta caligrafía varias páginas de un libro. Martín y Paloma, los señores de Rapaz, poseían una tienda de antigüedades; quizá a consecuencia de su inmersión en ese ambiente, sus rostros se habían acartonado precozmente. En su época, no existían grandes adelantos para resolver los problemas de fertilidad y supusieron que no conseguirían tener descendencia. Cuando nació su hijo, consideraron que eran demasiado viejos para darle la compañía de un hermano y que morirían sin haberle visto encauzar su vida. Para reforzar su deseo de que el muchacho fuera sensato, le bautizaron con el nombre de Juan Razón. Querían educarle a la perfección y le llevaron a un colegio famoso. Su exceso de celo les perjudicaba; después de autocríticas compartidas, tras haberse empleado con blandura, respondían con dureza; o al contrario. El niño creció aturdido por las dudas, sin comprender cómo debía actuar. Cuando Juan Razón entregó la nota de don Eutiquio, sus padres se enfadaron y tuvo que jurar que jamás volvería a suceder nada semejante. Los chicos de su barrio se burlaban de él llamándole Juan Ratón; apenas tenía amigos, pero, por la tarde, solía jugar en un parque. Ese día, castigado, no pudo hacerlo. Don Eutiquio obligaba a los desobedientes a copiar largos textos; en aquella ocasión, a causa de la rabia, se había equivocado al elegir el libro. Sin entender muy bien lo que leía, Juan Razón se limitó a transcribir una leyenda sobre el origen de su país: “Aunque El Creador estaba muy disgustado, decidió dar otra oportunidad a la humanidad: formó un edén en lo que hoy es nuestra tierra y adjudicó su gestión a san Fenesto, nuestro santo patrón. “Tienes plena libertad y amplios poderes. Deseo que puebles el lugar 13


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asentando una sociedad equilibrada”, indicó El Creador por medio de un bloque de ofita que brillaba al emitir palabras. San Fenesto dudaba de su propia capacidad, pero se animó al comprobar que disponía de un rincón fértil que proporcionaba alimento con poco esfuerzo; no había gérmenes que causaran enfermedades y los únicos cambios climáticos eran los necesarios para matar el aburrimiento y favorecer la vida. Llamó al lugar Eternaria e inició el proceso utilizando a los primeros seres humanos que se acercaron por allí. No tardó en presentarse Rédulo; iba junto a un par de mulas que transportaban escudos, lanzas y espadas. San Fenesto supo que era un herrero que viajaba para entregar un encargo. Fácilmente, lo confundió al atravesar un bosque; hizo huir a las mulas y lo obligó a seguir un sendero que guiaba a una bella pradera. Agotado, Rédulo se tumbó sobre la hierba y sollozó; había perdido su cargamento y daba por hecho que sería ajusticiado. Casi se murió del susto cuando una piedra verdosa resplandeció y comenzó a hablar ensordecedoramente: “No temas. Has llegado a Eternaria y serás su primer habitante, por la gracia divina”. Rédulo conocía la historia de Adán y Eva y otras similares, pero no imaginaba que algo semejante pudiera sucederle a él. Estaba harto de las epidemias, de que le humillaran los poderosos y de aguantar a su esposa y a sus doce hijos. Aquel milagro, sin duda, era la respuesta a sus plegarias. “¿Y qué debo hacer?”, inquirió con precaución. “Nada. Aquí hallarás lo que desees. Limítate a vivir. En breve, alguien te acompañará. No te preocupes por la soledad”, le aclaró san Fenesto por medio de la piedra prodigiosa. “Eso no es un problema”, aseguró Rédulo. Durante una temporada, disfrutó de aquel paraíso a sus anchas, dedicándose a bañarse, a recoger manjares, a cazar, a pescar y a dormir bajo el cielo más hermoso. 14


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La aparición de Flemo restó algo de paz a Rédulo, que se consoló al pensar que Eternaria era bastante grande para los dos. El recién llegado era delgado y de corta estatura; su dentadura prominente y un pequeño bigote recordaban a un roedor. De su origen, él no contó nada. Viéndole muy astuto, Rédulo dedujo que podía haber sido un ladrón o un consejero áulico caído en desgracia. En Eternaria, se celebraban semanalmente reuniones para exponer ruegos y preguntas. Aunque no se envejecía y se tendía a la armonía, Flemo terminó sintiendo un creciente descontento. Una tarde, después de que Rédulo le empujara porque le había abrazado con sospechosas intenciones, confesó a la ofita sagrada el origen de su inquietud: “deseo disponer de una compañera”. “Yo ya pasé por eso. Aquí soy feliz, sin anhelar cortos placeres y largos dolores. Prefiero mantenerme al margen”, dijo Rédulo. La población de Eternaria debía crecer, pero, como sobraba tiempo, san Fenesto prefería esperar a que hubiera una petición de los residentes antes de introducir nuevos habitantes. Cuando llegó Lascinera, una joven encantadora, ella y Flemo se amaron incansablemente revolcándose entre espigas. Con la excusa de que era el más fuerte y también el más habilidoso por haber sido herrero, consiguieron que Rédulo construyera una amplia cabaña; hasta entonces, habían dormido sobre un lecho de hojas secas, pero la situación había cambiado. Lascinera y Flemo, alabando las bondades del trabajo en equipo, supervisaban la labor de Rédulo. Una vez estuvieron instalados, Flemo sugirió a la roca mágica que también Rédulo necesitaba emparejarse, a pesar de que éste lo negara. Poco después, apareció la bella Montanina; sus zalamerías apenas alteraron a Rédulo y, despechada, se consoló junto a Flemo y Lascinera mientras el herrero mejoraba la casa y preparaba comida. 15


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Cierto día, Flemo comentó a Rédulo que le veía triste y debía recuperar la alegría gracias a una mujer que le complementara adecuadamente. Frente a la ofita sagrada, Rédulo rechazó aquella aseveración, pero, una vez más, la demanda de Flemo fue aprobada. Pechud, la nueva dama, olía a flores. Rédulo hubo de fabricar otra vivienda; inicialmente, se mostró galante con la recién llegada, pero terminó desatendiéndola y ella, viéndose marginada, halló refugio entre las risas de Flemo y sus amigas. Diversas viajeras vinieron: Muslenia, Naloguilla y Senudria. Tarde o temprano, se completaba el ciclo que incrementaba la tropa de Flemo. En una de las reuniones, san Fenesto recibió un aluvión de propuestas simultáneas: Flemo pedía otra muchacha para Rédulo, aunque Rédulo le desautorizaba; Lascinera insinuó que se requerían refuerzos masculinos que aliviaran el agotamiento de Flemo; el resto también expuso variadas demandas... Cuando, una vez más, el santo se disponía a satisfacer los deseos de los suyos, El Creador reapareció después de una larga ausencia y le ordenó que abandonara Eternaria pues se le necesitaba en otros lugares. San Fenesto se entristeció, pero su superior le prohibió dudar: “¡Déjales! Su suerte está orientada. Has cumplido tu misión fabulosamente.”. San Fenesto agradeció el elogio, pero se retiró con el alma encogida. La roca sagrada no respondió a ninguna súplica; su brillo se había apagado definitivamente. “¡Volverán las penurias y las enfermedades! ¿Por qué? ¡Siempre obedecí! ¡Soy inocente!”, gemía Rédulo. Flemo intentó tranquilizarle: “¡Es inútil! ¡Ya no nos escuchan!”. “¡Fue por tu culpa! ¡Desde el principio, supe que lo estropearías todo!”, rugió Rédulo, que se abalanzó sobre su enemigo golpeándole con saña; incluso quiso aplastarle la cabeza con el sagrado pedrusco. Únicamente el esfuerzo conjunto de las seis mujeres evitó la muerte de Flemo. 16


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Se desconoce el curso de los acontecimientos posteriores. Hay quien defiende que los excesos destruyeron a Flemo y que Rédulo elaboró el reglamento de la colectividad. No faltan los que aseveran que Flemo impuso su autoridad y creó un ejército de amazonas domadas. Y abundan quienes sostienen que las mujeres, acaudilladas por Lascinera, hicieron valer su superioridad... El grupo humano que surgió con el tiempo generó un país como cualquier otro: el nuestro.” Juan Razón Rapaz suspiró con alivio cuando concluyó su tarea. La historia había despertado su curiosidad. — ¿Somos descendientes de Rédulo o de Flemo? —preguntó mientras cenaba. Sus padres, Paloma y Martín, abrieron y cerraron la boca pero no contestaron.

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II - MELODÍAS Y PAREDES

La viudez, que llegó cuando culebreaban guerras y posguerras, alteró tanto a Paloma de Rapaz que su físico y su carácter se hicieron irreconocibles. Las arrugas marcaron remolinos en su frente, los rasgos se afilaron, su mirada se descompuso y la carne, como obedeciendo a destiempo a la llamada que desnuda huesos, lastró sus pasos con una hernia parecida a una serpiente. La esposa algo débil pero sensata fue sustituida por una mujer de ideas delirantes que emitía bisbiseos que conducían a un sinsentido. En sus devaneos, comparó a las personas, los sucesos y los días con las teclas, los macillos y las cuerdas de un piano que creaba las melodías de la fortuna. Buscó funciones matemáticas que relacionaran los rayos del sol con los latidos. Averiguó que los años bisiestos eran divisibles por cuatro, excepto cuando eran divisibles por cien, salvo que fueran divisibles por cuatrocientos; tras grandes esfuerzos, en virtud de una analogía que resumía sus teorías, descubrió que también entre sus taquicardias existían ritmos bisiestos. Estaba convencida de que una secuencia numérica definía cada destino y, en su caso, observó que importantes acontecimientos estaban relacionados con fechas y edades que acababan en cero; desestimando las incontables excepciones, consideró que, en los ceros, cunetas circulares, glorietas del tiempo, se hallaba la clave de su vida. A este convencimiento, le siguió el anuncio de que toda existencia es un círculo de ceros y, fuera del cero, no hay nada, pero ni siquiera convenció a su hijo Juan Razón, más atento a las formas 18


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geométricas que al misticismo numérico. Cuando se vio abatida por la enfermedad, aprovechó la circunstancia para reforzar su mensaje. — Hoy, diez de abril, se cumplen cien días desde que comenzó el año y mil desde que murió tu padre. El cero es origen, compañía y futuro —dijo, momentos antes de morir. Juan Razón escuchó las últimas palabras que pronunció su madre sin valorarlas. Su autocompasión fue mayor que su pena. Durante mucho tiempo, sus manos mezclaron lágrimas con suspiros. Los acreedores, favorecidos por un testamento mal redactado, le arrebataron, junto a casi todas las propiedades de sus padres, la tienda de antigüedades, incluyendo tres reliquias de san Fenesto y una almilla de plumas de anadino que había pertenecido al tercer príncipe de Pezglobia. Afortunadamente, pudo conservar un piso en el Edificio Ramnusia, núcleo de un falansterio que jamás llegó a constituirse; se había construido gracias al esfuerzo de un alcalde admirador de Charles Fourier; equivalía a un pueblo autónomo, con sus viviendas y comercios, y, prematuramente envejecido, lucía como un monumento a las ideas desechadas; los paseantes lo contemplaban temerosos de que, en cualquier momento, se derrumbaran sus galerías en voladizo o las estatuas que adornaban los contrafuertes y los tejados. Juan Razón era alto, nervioso e introvertido; en su rostro, flotaban muecas retorcidas. Sus movimientos recordaban a un pelícano que estuviera celoso de un anzuelo; anadeaba amblando y, mientras abría la boca, estiraba el cuello y acercaba su barbilla a la nuez. Pese a lo grotesco de sus gestos, poca gente se atrevía a burlarse de él, salvo a sus espaldas. Admiraba las fantasías escenográficas de Vredeman de Vries, a quien imitaba con maestría. En la Escuela de Arquitectura, nadie le superaba en expresión grá19


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fica y geometría pero, como odiaba estudiar los aglomerantes hidráulicos y la resistencia de las vigas de alma llena, tuvo un rendimiento académico desigual y, en varias ocasiones, estuvieron a punto de retirarle la beca. Dedicaba tardes enteras a limpiar sus compases, escuadras y transportadores de ángulos. Disponía de una mesa bien equipada y trabajaba preferentemente de noche. Nunca empezaba hasta que el papel se había ajustado al tablero como la epidermis a la dermis. Sus madrugadas se consumían mientras buscaba perpendiculares entre los cantos relucientes de sus reglas. Cuando Paloma de Rapaz murió, todavía vivía Társila, su vecina. Era hirsuta y casi completamente sorda, con un moño semejante a la cúpula de un morabito. Vestía de negro desde que falleció su marido. Tras perder a su hijo en la última guerra, se quedó sola. La ausencia de Paloma le permitió cuidar de Juan Razón con la dedicación de una madre. Había servido en la cocina de un hospital y sabía hacer guisos aceptables a partir de sobras repugnantes. Se indignaba al ver los precios de los alimentos. — Cúrcumo, el tendero, nos chupa la sangre —decía, vociferando a causa de su rabia y su sordera—. Por su culpa, deseo que exista el infierno. Társila pasaba muchas horas en iglesias donde asustaba a los feligreses con sus rezos, dignos de un león metido a pregonero. En su vivienda, cientos de imágenes religiosas se amontonaban sobre los muebles; de vez en cuando, entre cánticos y genuflexiones, se agotaba cambiándolas de sitio, pero nunca se olvidaba de preparar comida para su joven vecino. A Juan Razón, le irritaban sus sermones, pero se sabía afortunado por vivir a su lado. Cuando, un día, no le trajeron su cena a la hora habitual, intuyó que había sucedido una desgracia. Aporreó la puerta de la casa de Társila 20


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sin que le contestaran. Como no disponía de la llave que la abría y estaba hambriento, acudió a la policía. Regresó acompañado de dos guardias. Descubrieron el cadáver de Társila en medio de un olor a cirios quemados. Había sufrido un infarto. Juan Razón no pudo sustituir a Társila. La beca universitaria apenas le permitía cubrir los gastos administrativos y reponer el material de dibujo. “Obligado por la amistad”, Cúrcumo, el tendero, le proporcionaba “exquisitas viandas” a cambio de “cualquier cosa”. Por una arqueta de coral negro y teca, uno de los escasos objetos hermosos que le habían permitido heredar de sus padres, recibió un paquete de azúcar y un saquito de patatas; un ejemplar de El paraíso perdido, perteneciente a una preciosa edición inglesa del siglo XVII, equivalió a varias raciones de bacalao salado. Trueques semejantes dejaron su piso casi sin muebles. El polvo dormía en los rincones. Juan Razón, sumido en una apatía fortalecida por la pobre dieta, limitaba sus labores de limpieza a una especie de caza mayor que consistía en recoger, a mano, las bolas de borra que habían alcanzado el tamaño de un puño. A pesar de las circunstancias adversas, aprobó todos los exámenes. En un plazo de seis meses, debía entregar un proyecto de fin de carrera. Él disfrutaba trazando plantas, alzados y perfiles de edificios, pero sufría cuando le exigían planificar las obras. Para obtener el título sin complicarse demasiado la vida, decidió presentar un trabajo dedicado a una casa muy sencilla. Lo peor era que se había agotado el dinero de la beca y le iban a dejar sin agua y sin luz a causa de los impagos. ¡Ni siquiera podría comprar velas! Al margen de la ilegalidad, sólo veía opciones que no aceptaba: trabajar de estibador, vender su piso... — ¿Por qué no alquilas una de tus habitaciones? —le dijo Cúrcumo, después de entregarle varios mendrugos para que hiciera 21


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una sopa fría—. Empieza el invierno y mucha gente buscará un sitio donde dormir. Deja que yo lo organice todo —añadió el tendero, convencido de que aquello podía aumentar sus beneficios. Juan Razón, que no rechazó la propuesta, soportó una preocupación nueva. Durante años, sólo le había visitado Társila y, como dromedarios que recorren una y otra vez el mismo desierto, sus costumbres habían marcado rutas particulares. Sabía que convivir era morir un poco y temía sufrir, en su propia casa, la presencia de un recién llegado. ¿Seguiría el intruso sus indicaciones de buena gana? Una mañana, bajó a la calle mareado por el hambre. Gatos, perros, ratas y palomas habían desaparecido. Estaba a punto de ponerse a cazar insectos cuando le llamó Cúrcumo; junto a él, se hallaba un tipo de unos treinta años, lleno de cicatrices. — Es Heraclio —le indicó el tendero—. Le he informado acerca del alojamiento que estás dispuesto a ofrecerle. Juan Razón elevó la cabeza, encogió el cuello y estrechó la mano de aquel extranjero, agradeciendo que ese encuentro se diera en uno de los pocos momentos en los que él llevaba ropa limpia. Su desconfianza aumentó a medida que descubría detalles contradictorios en Heraclio: se desplazaba silenciosamente y conversaba despacio, pero hablaba más de lo necesario y sus movimientos eran demasiado rápidos. Heraclio había nacido en una comarca montañosa. Era un excelente escalador; desde su infancia, su temperamento, a pesar de las advertencias de sus familiares, le empujó a trepar por los desfiladeros. Un violinista que vivió durante una temporada en su pueblo descubrió que tenía grandes aptitudes para la música e insistió para que recibiera una adecuada formación académica. Finalmente, cuando cumplió doce años, sus padres, convencidos de que si se quedaba con ellos terminaría despeñándose, le enviaron 22


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a una ciudad donde vivían unos parientes suyos. Se convirtió en un espléndido pianista que conocía a fondo todo tipo de armonías y registros instrumentales o corales. Heraclio no permaneció al margen de las convulsiones que sacudieron al continente. Aunque su país se mantuvo neutral durante la última guerra, él participó como francotirador aprovechando su magnífica puntería y su habilidad para cruzar las filas enemigas. Tras firmarse el armisticio, no regresó a su patria. Buscaba a Mermelina, una enfermera que le había atendido cuando cayó herido; le había dedicado más de cien trovas y estaba convencido de que la encontraría y se casaría con ella. Gracias a su amigo Santacresta, un teniente retirado, trabajaba cerca del Edificio Ramnusia, en la Asociación Internacional de Ex Combatientes, donde limpiaba urinarios, servía comida y entretenía a viejos soldados cantando y tocando el piano. Aunque el salario era escaso, no pasaba hambre. El teniente Santacresta era tan grande que parecía increíble que ninguna bala hubiera encontrado su cuerpo después de múltiples batallas. Mantenía desde que le salió el bozo su alcoholismo y sus hábitos puteros pero, pese a sus vicios, aconsejaba con lucidez y protegía hábilmente a su esposa, su suegra y sus siete hijos. Heraclio confiaba en él. Se había convocado un concurso para cubrir una plaza vacante en la Orquesta San Fenesto. Heraclio deseaba obtener el empleo; para ello, debía superar pruebas de interpretación, composición y dirección. Su situación se había complicado. Le habían obligado a abandonar el trastero donde había estado durmiendo porque lo habían llenado de uniformes usados. Por unos días, Santacresta le estaba admitiendo en su casa, pero necesitaba encontrar un lugar donde alojarse durante algunos meses. — No causaré problemas —explicó, frente a Juan Razón y Cúrcumo—. No he de comprar comida y estoy dispuesto a pagar el alquiler con casi todo mi sueldo. 23


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Juan Razón consideró que aquel individuo se comportaba como quien da limosna a un hambriento. Le agarró de un brazo y, para hablar con él a solas, se dirigió a un parquecillo de la calle Clamores. Frunciendo el ceño, recogió un palito y dibujó un plano en la arena. — La cocina comunica con un patio interior —señaló—. Yo trabajo en la sala, junto al balcón. El cuarto que ocuparás tú está completamente vacío. Hay un par de retretes con ducha. Puedes bañarte a diario, pero no uses ningún instrumento musical. En mi casa, los músicos no llevan la batuta. — Es lógico —replicó Heraclio, manteniendo la calma—. No te preocupes. Toco bastante el piano y no necesito practicar más. — Respeta mis normas —prosiguió Juan Razón—. No desates los alzapaños de las cortinas de las ventanas... — ¿Podré asomarme al balcón? —preguntó Heraclio, con sorna no captada. — Sólo si eso no me incomoda. — No temas. Apenas nos veremos. Todos los días, llegaré tarde y, sin hacer ruido, me marcharé temprano. A pesar de que cada uno consideró que era grande la imbecilidad del otro, empujados por la urgencia, cerraron un trato que les obligó a convivir durante medio año. Pasadas algunas semanas, Heraclio se sinceró con Santacresta: — Mientras nosotros nos jugábamos el pellejo en la guerra, él se agarraba a las faldas de su madre. Sólo quiere tomar mi dinero y que yo sea invisible y mudo. He padecido contigo fríos y calores y sabes que no me importa acostarme en el suelo, pero me encanta sentir algo de camaradería y eso es imposible con este hombre. — Resiste un poco más —dijo Santacresta—. Pronto saldrás de ahí. Él se pudrirá en su jaula. 24


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Heraclio confesó que, pese a todo, le fascinaba vivir en el Edificio Ramnusia: — Es como una montaña cubierta de malezas. Me sugiere miles de melodías. — No disperses tu atención —le indicó Santacresta—. En el ejército, cumplíamos las misiones de la manera más sencilla, con el menor número de bajas posible. Ese modo de actuar es válido en cualquier circunstancia. Tus prioridades son entrar en la orquesta y encontrar a tu chica; no malgastes tus energías. En los burdeles, Heraclio frenaba la fogosidad del teniente; fuera de ellos, la situación se invertía. — Bien sabes que, ahora, mis fuerzas se pierden entre pucheros y borrachos —dijo Heraclio—. Para obtener ese puesto, presentaré una sencilla sonata para piano; estoy demasiado ocupado para pretender otra cosa, pero sé que mi capacidad se adapta a empresas mayores. — Ve pasito a pasito —insistió Santacresta—. Deja los saltos largos para más adelante. La mutua antipatía que sentían Juan Razón y Heraclio se vio reflejada y reforzada por una manifestación fisiológica del hecho de ser incompatibles. Si hablaban cara a cara durante más de un minuto, ambos sufrían un intenso ataque de hipo. Abandonando sus sospechas iniciales, terminaron admitiendo que no había burla ni fingimiento y que, del mismo modo que se contagian los bostezos, aquella molestia se reproducía a causa de la reciprocidad del asco que les unía. Supusieron que el mal se había iniciado cuando estrecharon sus manos y lo combatieron reduciendo la duración y la frecuencia de las de por sí cortas y escasas conversaciones. Debían evitar cruzar sus miradas y contener la respiración si, por un descuido, sus alientos se acercaban demasiado. 25


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Pese a los ataques de hipo, Juan Razón y Heraclio hubieran convivido con menos dificultad si no se hubieran visto afectados por un perenne insomnio. Todas las noches, mientras Juan Razón dibujaba en el salón, Heraclio componía melodías en su habitación. Las horas se sucedían y no conseguían concentrarse. Cada uno se distraía y se enfadaba pensando en el otro. A Heraclio no le interesaban los arquitectos; el Edificio Ramnusia le agradaba porque parecía hecho por un gigantesco escarabajo pelotero a partir de restos recogidos por todo el mundo. Juan Razón, amante del silencio, no se hubiera disgustado si le hubieran comunicado que jamás volvería a escuchar música. Usaban distintos compases: ternarios uno y de bigotera el otro; quien sabía que las puertas tienen batientes desconocía que también existen en los pianos y quien conocía todas las fugas de Bach y Beethoven ignoraba que los puntos de fuga son necesarios en ciertas perspectivas. Como sus gustos y habilidades circulaban por vías paralelas, uno no estaba capacitado para enjuiciar las creaciones del otro; sin embargo, los dos se permitían hacer valoraciones negativas. Heraclio estimaba que los dibujos de Juan Razón tenían una categoría similar a la de los que colorean los niños; a Juan Razón, los pentagramas de Heraclio le parecían paredes cubiertas de moscas y gusanos. Paloma de Rapaz, en una charla independiente de su doctrina de ceros, indicó a su hijo que, cuando estuviera desorientado, antes de actuar, aprovechara las propiedades higiénicas del papel para limpiar su mente y reducir sus errores. Las instrucciones eran sencillas: “Desahógate describiendo tus planes o tus dudas y, si es preciso, insulta al mundo entero. No conserves nada de lo que escribas”. Durante su convivencia con Heraclio, Juan Razón siguió las recomendaciones de su madre, que le inspiraban frases similares a ésta: “Se las da de sabio porque sabe silbar y se ha paseado 26


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por una guerra, pero es un cretino que ni siquiera conoce los hexágonos regulares”. Cuando lo que sentía por Juan Razón invadió sus pensamientos, Heraclio comprobó que amores y rencores no coexisten sin robarse protagonismo. La producción de boleros en honor de la dulce Mermelina disminuyó mientras se incrementaba la composición de canciones dedicadas al dueño del piso donde estaba alojado; eran muy pegadizas y gustaban mucho en la Asociación Internacional de Ex Combatientes. — ¡Canta alguna! —suplicaban los viejos soldados mientras aporreaban unas mesas grasientas. Heraclio les complacía, tocando cómicamente el piano y consiguiendo que pareciera que su voz salía de una gruta: — Aunque le canto a causa de un extraño espanto, este Juan Razón sin brillo no merece un estribillo. Rapaz es su apellido y de la paz hace un quejido. No será sagaz, procaz, torcaz ni capataz, pero de avinagrar el agua es bien capaz. Es cliente del silencio que deja orejas sin cabeza. Triste y más serio que la bragueta de un muro. Seco como sal, con odio combate al hambre. Su cabeza es pecera que reseca lo que piensa. Para apartarte, su compás traza un cuadrado. No le mires, no le hables, no le toques. Lo que más le irrita es recibir una visita. Animados por los gestos de Heraclio, los borrachos se entusiasmaban y los sobrios se emborrachaban. En cuanto acababa su actuación, le pedían que la reiniciara. A pesar de la incomodidad de estar obligados a soportarse, llegó 27


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un momento en que Heraclio y Juan Razón casi habían finalizado sus proyectos. Sin estar orgullosos de los resultados, sentían la satisfacción de haber hecho lo necesario para asegurarse un buen futuro, pero un incidente sin aparente importancia lo trastocó todo. Una noche en la que el viento se mostraba caprichoso y violento, cuando Heraclio entró en el piso, se creó una corriente que arrojó al suelo unos papeles que Juan Razón había colocado sobre su mesa de dibujo. Espontáneamente, Heraclio se inclinó para ayudar a ponerlos en su sitio. — ¡Aléjate de aquí! —dijo Juan Razón, empujándole con brusquedad. Enfadado, Heraclio dejó caer lo que había recogido y puso veneno en su contestación: — Lamento haber tocado esos planos infantiles. — Olvídate de mí y ocúpate de poner cascabeles a tus ruiditos —gritó Juan Razón, moviendo de arriba abajo su enrojecida barbilla. Aquel cruce de palabras actuó como una patada contra un castillo de naipes. Juan Razón escribió una enorme lista de improperios mientras Heraclio añadía estrofas crueles a sus canciones. El sueño no fue reparador sino incendiario. Se sentían injuriados y cada pensamiento cebaba la ofensa. La rabia compartida les dirigió por el mismo camino: aunque ya no disponían de mucho tiempo y pese a saber que sus esfuerzos no iban a ser valorados con justicia, decidieron sustituir sus proyectos. Querían apabullar al adversario mostrando su auténtica valía. Juan Razón empezó a diseñar un cenotafio en honor de san Fenesto que superaría al que Boullée dedicó a Newton. Mostraría que admiraba a Gaudí, Paxton y Ledoux. Combinaría lo mejor de la arquitectura conocida con sorprendentes innovaciones. Diseña28


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ría un gran jardín a la italiana y una sala en la que columnas de doble fuste quedarían convertidas en cruces griegas; los espacios libres se verían invadidos por escaleras colgantes inspiradas en las prisiones imaginarias de Piranesi. Se formaría una bóveda anular a partir de la prolongación de un arco rampante y un conjunto angrelado se abriría al exterior a través de cinco fachadas de inmensos frontones con acroteras sogueadas y tímpanos llenos de atauriques y animales bisulcos. Una maravillosa cúpula de cristal remataría la estructura; gracias al adelgazamiento de unas zonas y al engrosamiento de otras, al contrapeso de las trompas de un falso cimborrio y a un secreto sistema de desplazamiento del centro de gravedad, se sostendría únicamente sobre tres pechinas. Juan Razón sabía que esta obra jamás se edificaría, pero se propuso actuar con tanta meticulosidad como si su construcción fuera inminente. Se necesitarían bloques de hormigón de seis metros de espesor, toneladas de mármol policromado y setecientos kilómetros de barras de acero. El armazón sería capaz de resistir terremotos. Pese a que se distraía demasiado haciendo canciones, Heraclio casi había finalizado su sonata para piano cuando el nuevo proyecto absorbió sus energías. Se propuso acabar, rápidamente, una obra más compleja que las de Wagner y Mahler. Su nombre, Sinfonía Autófana, quedaría inscrito en la historia de la música con letras de oro; daría la impresión de haberse generado a sí misma y, en sus siete movimientos, ofrecería a cada persona una ruta hacia el éxtasis. A partir de las notas iniciales, dignas de la lira de Anfión y semejantes al empujón que se da para que una bola de nieve engorde al caer por una ladera, se sucederían sonidos representativos de todos los que en el mundo ha habido, incluyendo los de los motetes, los madrigales, las polifonías alemanas, las ar29


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monías inglesas, el contrapunto francés, el expresionismo atonal y el serialismo integral. Transmitiría emociones inabarcables, desde las inspiradas por el viento de la tundra hasta las que emanaban del esplendor de Mermelina. Heraclio no temía que fuera mal recibida por el público, aunque sabía que, al igual que un bebé no resiste friegas mentoladas, las inteligencias poco adiestradas protestan frente a lo que no comprenden. Él haría frente a los mediocres con valentía y, en las enciclopedias, se le premiaría colocándole junto a los grandes compositores. Cuando Heraclio y Juan Razón modificaron sus planes, se acrecentó su nerviosismo y empequeñecieron sus días. “Ese extranjero quiere enloquecerme. Al ver que he resistido los ataques de hipo, utiliza otras artimañas. Ayer, entró varias veces a la sala desde el balcón, ¡sin que yo le hubiera visto cruzar la puerta en el otro sentido! No le di el gusto de que percibiera mi desconcierto. Pronto, mi proyecto deslumbrará a los profesores y me libraré de él. Mientras tanto, le mostraré que sus payasadas no me afectan”, escribió Juan Razón, en un papel que rompió haciendo pedacitos rectangulares. La Sinfonía Autófona exigía ser alimentada y la inspiración de Heraclio parecía debilitada por la falta de ejercicio. Llevaba meses alejado de las rocas y los barrancos. Le costó comprender que el Edificio Ramnusia, que siempre le había recordado a una montaña, podía ofrecerle las sensaciones que le tranquilizaban. Su patio interior era enorme, lleno de aristas biseladas, antepechos y acanaladuras. Heraclio, que era capaz de colgarse de una escarpia usando un dedo, se aficionó a subir cada noche a la azotea. Salía por la terraza de la cocina y, para atormentar a Juan Razón, regresaba por el balcón. Cuando, feliz y agotado, aparecía repentinamente en el salón, su rival no se atrevía a decir nada. En un 30


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extremo del tejado, había dos antefijas en forma de gato con inscripciones en latín. Su aspecto dependía del mensaje que portaban. Heraclio les llamaba el hambriento y el pasmado; recostado junto a ellos, se sentía acompañado. En ocasiones, el viento manejaba sus ensueños y observaba las luces de la ciudad como si fueran reflejos de estrellas en la mar. Contemplaba las casas y se estremecía al imaginar que, no lejos de allí, Mermelina estaría dormida; él esperaba adquirir el privilegio de poder despertarla cuantas veces quisiera. En esos momentos, su confianza era tan grande que, de haber sabido dónde vivía ella, hubiera acudido a raptarla para llevarla por las cornisas y sentarla, entre el hambriento y el pasmado, a su lado. La gente percibía la felicidad de Heraclio. Su semblante reflejaba que había vencido a Juan Razón, el convencimiento de que iba a conquistar a la bella Mermelina y la satisfacción de estar a punto de concluir la sublime Sinfonía Autófona. En la Asociación Internacional de Ex Combatientes, tanto sus cantatas burlescas como sus salmodias románticas se coreaban como auténticos himnos. — Ni siquiera cuando acabó la última guerra te había visto tan contento —le dijo el teniente Santacresta, chasqueando sus encallecidos dedos—. Procura que tu estado de ánimo no te lleve a ser imprudente. — No temas. Ahora, no hay que nada que desafine en mi vida —replicó Heraclio, mientras echaba lejía a los urinarios. A pesar de que Heraclio disfrutaba de una época favorable para que se manifestara su talento, el séptimo movimiento de la Sinfonía Autófona, más largo que los seis anteriores juntos, le dio tanto trabajo que llegó a ver en el pentagrama una alambrada. Aquella reunión de estridencias debía equivaler a un arca que sal31


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vara de un diluvio de silencio a todos los ruidos. La partitura alcanzó dimensiones monumentales. Se mezclaban el dodecafonismo y la escala diatónica; en varios compases, la sirena de una fábrica acompañaba a chirridos y alaridos. El autor se había perdido en un zarzal de calderones, sostenidos y bemoles. La propia grandeza de la obra impedía que existieran escenarios, coros y orquestas adecuados para ella; esa sinfonía era un latido del planeta y, para interpretarla, era indispensable el mundo entero. La composición se complicó. Heraclio, que no encontraba la coda apropiada para cerrarla, sentía algo semejante a intentar que encajaran semicírculos de distinto diámetro. A menudo, buscaba inspiración junto a los gatos de piedra del tejado. Estudiaba la posición de las estrellas, las sustituía por “notas cósmicas” y memorizaba las melodías que resultaban. Cuando, una noche templada y sin nubes, descubrió en el firmamento lo que necesitaba, se creyó hermano de cada sonido. Sin embargo, en aquel instante glorioso, una voz que ningún oído fértil indultaría cambió su destino; Esténtor parecía haber surgido del averno para cantar una y otra vez Nessun dorma mientras Hércules le apretaba los testículos. Trastornado por la ira, Heraclio se incorporó. Le costó localizar al causante de su desasosiego: un sujeto que, al final de la calle Clamores, gritaba mientras imaginaba que actuaba en un espléndido teatro. La acústica del lugar evitaba que las vibraciones perdieran fuerza. Heraclio deseó que la guerra no hubiera acabado y pudiera recuperar su puesto de francotirador; después de haber eliminado a personas que no habían ofendido a nadie, no era justo permitir que viviera quien le había privado del éxtasis que los astros habían elegido para su sinfonía. “¡La madre que le parió! ¡Qué mal canta!”, exclamó. Y, asomando su cabeza por encima de una gárgola, lanzó una amenaza sincera: 32


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— ¡Te voy a matar si no cierras la boca! Ignoraron su aviso. Heraclio se encolerizó y arrancó varias teselas de un desgastado mosaico. Tirando piedras, tenía tan buena puntería como usando un fusil… El azar alteró las circunstancias repentinamente. Un modillón de los de aspecto menos ruinoso se derrumbó, arrastrando a la galería cuyo vuelo sostenía. Heraclio se agarró al arranque de un arco que también se desplomó; mientras caía, no gritó y, cuando su espinazo se partió, no sintió dolor. El amanecer le mostró una red de parhelios. Emocionado, no lamentó abandonar un mundo que arrincona a sus genios; las luces le revelaban que, en el cielo, la Sinfonía Autófana sería entregada a un escuadrón de ángeles. Pronto, él disfrutaría de una felicidad eterna junto a Mermelina. Su último suspiro coincidió con una sonrisa. El hombre que bramaba convencido de estar honrando a Puccini apareció entre el polvo y los escombros. Llevaba una botella de aguardiente en la mano; su aliento hubiera fulminado en vuelo a una mosca. — Lo he visto todo. Ha sido un suicidio —aseguró. Se formó un grupo de curiosos a los que Cúrcumo ofreció rancios pasteles. Quienes conocían a Heraclio, al verle muerto, se entristecieron. Llegaron policías, un juez y un médico forense. Crecieron los cotilleos. Esa semana, Juan Razón debía entregar su proyecto. Se hallaba consumido por las dudas. En sus pesadillas, el tribunal que juzgaba su trabajo se negaba a concederle el título de arquitecto y se le aparecía san Fenesto para quejarse porque le había dedicado un cenotafio con una cúpula inestable. Aquella noche, había escuchado himnos satánicos y un estruendo similar al hundimiento de un muro; estremeciéndose, dedujo que el brujo con el que co33


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habitaba estaba utilizando nuevos trucos para desmoralizarle. — ¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Aunque luego me muera de hambre, hoy mismo le expulsaré de mi casa! Poco después, Juan Razón sufrió un aparatoso ataque de hipo; quizás, antes de iniciar su excelso viaje, el espíritu de Heraclio se entretuvo girando alrededor de su antiguo enemigo.

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III - EL CEFLACHO

Desde que disponía de un sueldo que cubría sus necesidades básicas, Juan Razón Rapaz vivía en el Edificio Ramnusia sin sentir carencias esenciales. A veces, echaba de menos la comida de Társila o la de su madre, pero se conformaba con los guisos monótonos y frugales que él mismo preparaba. Sin embargo, pensamientos desconocidos iban a alterar su rutina. Su soledad estaba a punto de dejar de ser tranquila. El día que cumplía treinta años, Juan Razón descubrió que, en un rincón de su casa, el zócalo de madera se soltaba con facilidad; al apartarlo, apareció un hueco en el que encajaba de modo casi perfecto una caja de latón decorada con dibujos eróticos de Aubrey Beardsley. A pesar del tiempo transcurrido, el polvo no había llegado al interior; dentro, ordenadas de modo que a cada una de ellas le seguía la contestación correspondiente, había docenas de cartas que Martín y Paloma habían escrito mucho antes de que su hijo hubiera nacido. Aunque, en principio, Juan Razón respetó la intimidad de los ausentes, terminó leyéndolas. Se sorprendió al averiguar que la relación entre sus padres había surgido en la clandestinidad y no se había desarrollado ajena a pasiones y sobresaltos. Cuando conoció a Martín, Paloma estaba casada con Renato Buteo, un celoso carnicero. “Me sumo a los trastos inútiles de mi tienda de antigüedades. Viejos relojes me repiten invariablemente que, sin ti, las horas son inservibles; mis sueños se enredan y sólo pienso en abrazarte, en quitarte la falda y en alargar los besos 35


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mientras se juntan nuestros cuerpos”, escribía Martín. “Estoy aterrada. Renato ha dicho que hará conmigo morcillas si intento abandonarle. ¡Que un rayo acabe con él o conmigo!”, replicaba Paloma… Las emociones de Juan Razón crecieron mientras examinaba confidencias de contrabandistas de sentimientos. El contenido de la caja dejaba muchas incógnitas sin resolver. Aunque lo habían alisado, el último sobre presentaba signos de haber sido arrugado; en él, cuidadosamente recogidos, había fragmentos de una carta de despedida que fue desgarrada con desesperación. De aquella correspondencia, no se deducía que Martín y Paloma terminaron juntos y tuvieron un hijo a una edad tardía. ¿Qué había posibilitado tal desenlace? Juan Razón no encontró nada que le permitiera aclarar unas dudas que iban a acompañarle desde entonces. Un repentino y agudo interés por la literatura le llevó a una biblioteca municipal. Frente a inacabables estanterías, se mareó. Los volúmenes, repartidos según su género y su autor, le parecieron, pese a su inmovilidad, peces que nunca podría capturar con sus manos. — Me llamo Alberto. ¿Necesita ayuda? —le preguntó un funcionario que debía estar a punto de jubilarse. — Estoy aturdido —replicó Juan Razón—. No sé qué elegir. — Alguna preferencia tendrá usted. — Hasta ahora, sólo me ha atraído la arquitectura. He estado centrado en mis estudios y en mi trabajo… Es como salir por primera vez de un pueblecito con intención de dar la vuelta al mundo… Aunque quizá le parezca a usted que estoy loco, aspiro a leer todos los libros que veo aquí. — No dudo de su lucidez, pero una vida no alcanza para completar esa tarea. — Cuando me canse, me conformaré con menos —respondió 36


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Juan Razón, estirando el cuello y elevando los hombros hasta la altura de las orejas. — Sería conveniente seguir un método. Un personaje de La náusea que tenía intenciones semejantes a las suyas iba leyendo por orden alfabético. — ¿La náusea? — Es el título de una novela. Alberto estaba acostumbrado a proporcionar pésimas lecturas. Su trabajo no consistía en enderezar gustos descarriados; intervenía sólo cuando solicitaban sus recomendaciones, pero su inhibición había creado en él cierto complejo de culpabilidad. Frente a Juan Razón, que le escuchaba con suma atención, se sintió importante. Con aquel extraño joven que había aparecido para seguir sus indicaciones, quizá pudiera crear algo tan fantástico como las hadas y los dragones: un lector perfecto. Dándole una palmadita en la espalda, le invitó a que le siguiera. Pavoneándose y empleando un paternal tuteo, llenó su charla de metáforas que parecían sacadas de viejos papeles: — Te has sentido igual que si hubieras visto el mar por primera vez porque la obra literaria de la humanidad es comparable a un océano. Nuestros días transcurren junto a sus costas y se enriquecen si decidimos sumergirnos en él o navegar por su superficie. Cuando conozcas el valor de una buena lectura, creerás que son pocas miles de páginas; recorrerás los caminos del teatro y la poesía y, para ti, serán barcos las mejores novelas. Sin embargo, no conseguirás eso sin esfuerzo porque, aunque careces de tendencias erróneas, todavía no has adquirido algunos hábitos indispensables. Juan Razón asentía con la fascinación de un neófito al que instruye un mistagogo; las pisadas se acompasaban resonando como aplausos. 37


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— ¿Qué dirías de alguien que quisiera conocer personalmente a todos los habitantes del planeta? —dijo Alberto. — Eso es absurdo. — También lo es tratar por igual a los libros que tenemos aquí. Hay demasiados y muchos son malos. Si existen sonidos maravillosos y originales, ¿por qué perder el tiempo escuchando chirridos espantosos y ecos desorientados? Hay que saber elegir y, para eso, puedo servirte de guía porque nada tengo que ver con aquel bibliotecario que describió Musil, un tipo que evitaba interesarse por los libros que le rodeaban. El funcionario, mentalmente, repasó una larga lista de autores. Gracias a préstamos oportunos, su pupilo conocería a los escritores más relevantes de cada época. — No dejes marcas ni señales. Detesto que doblen las puntas de las hojas o que hagan subrayados… Ten a mano un buen diccionario y, si algo te llama la atención, toma notas en un cuaderno. Las revisaremos juntos. La epopeya de Gilgamesh fue la primera obra que Alberto entregó a Juan Razón. Quería averiguar si su ánimo superaba el obstáculo de aquel texto monótono y fragmentado. Mientras esperaba el resultado de esta prueba, eligió un amplio grupo de narraciones cuyo conocimiento le pareció adecuado; a este núcleo básico, añadiría Cuando amo, te amo y Cesárea innecesaria, dos poemarios que él mismo había escrito y que habían sido premiados por el Círculo de Bibliotecarios. Estaba convencido de que sus creaciones no pertenecían a la categoría de ecos desorientados o espantosos chirridos; mostrándolas, esperaba que su protegido comprendiera que uno es heredero y transmisor de lo que ha leído. Desde su infancia, Juan Razón estuvo a merced de impulsos que terminaban agotándole. Debido a esta 38


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peculiaridad, leyó los libros a una velocidad pasmosa. — ¿Las obras de Shakespeare? —preguntó el bibliotecario, incrédulo. — Sí —respondió Juan Razón, mostrando anotaciones que probaban que no mentía. — ¿Y las de Sófocles y Esquilo? — Sí. — ¿Y el Decamerón, la Divina Comedia y los Cuentos de Canterbury? — Sí. — Parece imposible. — Aprovecho mi insomnio y ni siquiera me detengo mientras como. Incluso en el trabajo, con disimulo, leo. — No subestimes la magnitud de lo que te propones. En cada aprendizaje, existe un ritmo que no conviene superar. — Sólo pretendo instruirme con rapidez. — Tu empeño es admirable, pero un buen lector no surge de las prisas. Juan Razón averiguó que, en la literatura, los personajes resucitaban o se reencarnaban caprichosamente; una mujer de una tragedia de Eurípides podía reaparecer, siglos después, convertida en hombre en una comedia de Molière. Si alguien que carece de información previa visita muchas ciudades en poco tiempo, es de esperar que confunda los nombres y sitúe erróneamente los monumentos. Algo similar le sucedió a Juan Razón, que intercalaba sin descanso cortas lecturas. Terminó creyendo que Racine vivió en la antigua Grecia y que el capitán Ahab y Samuel Pickwick aparecían en Anna Karenina. Dejó de cumplir las indicaciones de Alberto; adquirió el Ulises de Joyce y, en estado de semiinconsciencia, copió páginas enteras en un cuaderno. Hubo noches en 39


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las que tuvo un montón de libros abiertos sobre el suelo; estableciendo extraños turnos, se desplazaba alrededor de ellos leyendo unas cuantas líneas de cada uno: ensayos de Montaigne y Maeterlinck; obras de Homero, Virgilio, Ovidio, Tasso, Quevedo, Calderón de la Barca, Flaubert, Balzac y Sterne; pensamientos de Pascal, memorias de Chateaubriand y ensoñaciones de Rosseau; Orlando furioso, Lord Jim, Gargantúa y Pantagruel, La regenta, Viajes de Gulliver, La Cartuja de Parma, Las amistades peligrosas, Primavera Olímpica, La montaña mágica, La novela de Genji, Las mil y una noches, En busca del tiempo perdido… Como si hubiera consumido sus fuerzas en cientos de partidas de ajedrez simultáneas, su entendimiento se descompuso. Mientras leía la historia del tuerto Dreng, vigorosamente narrada por Jensen, sintió que su cuerpo era invadido por lava y perdió el sentido. Padeciendo todo tipo de delirios febriles, permaneció hospitalizado durante tres semanas. — Me extraña que hayas resistido tanto —le dijo Alberto, en cuanto le permitieron visitarle—. ¿Recuerdas por qué enloqueció don Quijote? En exceso, incluso las virtudes se convierten en vicios. Buscando un desafío, has encontrado un castigo. Leer no es recorrer párrafos con la mirada; implica asimilar los significados. Los libros pueden equivaler a venenos, armas o alas. — Prometo actuar con más sensatez —murmuró Juan Razón—. Quiero comenzar de nuevo porque no he comprendido casi nada. — Descansa durante un tiempo. Continuaré instruyéndote, siempre que aceptes mis decisiones y no me ocultes tus iniciativas. Juan Razón asintió, escondiendo su barbilla entre las sábanas. Cuando abandonó el hospital, disfrutó releyendo los libros que Alberto le había prestado. Le gustaban los que mostraban la fuerza del destino. La literatura no le presentó un caso idéntico al de sus 40


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padres, pero encontró similitudes que aumentaron su desconfianza. ¿Qué había sido de Renato Buteo, el carnicero? ¿Y si él, en realidad, no era hijo de Martín? A menudo, para responder a las preguntas que se hacía, imaginaba sucesos dignos de Poe o Dostoievski. Aquella era una época de transición. Los recuerdos de la última guerra iban difuminándose y disminuía el temor al futuro. Gracias a canciones como Mi corazón, Letuario Sunhill, un tenor con genes de plañidera, vendía millones de discos. Junto a los cines, se formaban colas asombrosas para ver haciendo pucheros a la hermosa protagonista de Tu secreto, una historia pueril y descabellada. Juan Razón creía vivir en un zoológico de bichos raros empeñados en fingir felicidades y sustituir penas justificadas por lágrimas de cocodrilo. Sin embargo, aunque rechazaba con enojo la estupidez que veía, empezó a dudar. ¿Y si el necio era él? ¿Y si se asemejaba a ese personaje de fábula que, por haber nacido sin brazos, consideraba grotescas las manos? Cuanto más leía acerca del amor, menos lo comprendía. Gracias a sus padres y a su vecina Társila, Juan Razón había recibido los beneficios del afecto, pero la reciprocidad de su cariño siempre había estado contaminada por el egoísmo. El sentimiento que tan minuciosamente describían muchos escritores le era tan desconocido como las fosas abisales. Aunque sabía distinguir a las mujeres guapas, no creía en el enamoramiento a primera vista, tan frecuente en los relatos románticos. Que Sigfrido amara a Krimilda antes de haberla visto, por la fama de su belleza, era admisible en una leyenda, pero que alguien arruinara su existencia por culpa de unos ojos traidores le parecía un insulto a la inteligencia. Hasta entonces, no había pensado demasiado en el matrimonio; creía que, gracias a las hormonas, surgía de modo natural, igual que la 41


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barba; sólo cuando halló las cartas de sus padres comprendió que podían existir muchas dificultades. Había cumplido treinta años y era el momento de tomar importantes decisiones. ¿Convenía enamorarse si se pretendía encontrar pareja? ¿Carecía él de la capacidad de desarrollar sentimientos intensos? ¿Dónde podía obtener la información que necesitaba? Desconfiaba de la gente y no estaba seguro de disponer de los libros adecuados. Finalmente, como había perdido a sus parientes y no contaba con auténticos amigos, optó por sincerarse con Alberto, aunque temía que el bibliotecario se limitara a recitar una colección de citas engoladas. Martín Rapaz pasaba horas sin abrir la boca; hasta que llegaron sus alucinaciones seniles, también Paloma fue muy reservada. Resultaba extraño que hubieran conservado sus cartas; probablemente, creían que jamás serían descubiertas y no las destruyeron por sentimentalismo. Juan Razón había heredado el hermetismo de sus padres; casi todas las charlas le parecían demasiado largas; evitando salir al exterior en forma de palabras, sus pensamientos, como lombrices de tierra, buscaban refugios oscuros. Solía limitarse a emitir monosílabos y sufría intentando explicar emociones; cuando confesó sus preocupaciones a Alberto, tuvo la sensación de estar expulsando un intestino por la garganta: — Supongo que lo que digo te resultará incomprensible. — En absoluto —replicó el bibliotecario—. De alguien de tu edad que no aspira a dejar de ser soltero, se dice que es un santo o un demonio; no eres ni lo uno ni lo otro. Adoptando el gesto de un afamado explorador que recurre a la falsa modestia, Alberto inició un parloteo en el que exhibió una habilidad respiratoria comparable a la de los cetáceos: — Intentaré orientarte sin pontificar porque cada cual juzga a su modo y nuestra vida sólo es parte de la vida. Algunos ven el 42


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reflejo de la felicidad en el ritmo de las ostras o el bostezo de una oveja, mientras otros se juegan el pellejo por huir del aburrimiento. Todas las emociones se suman a un conjunto que admite la pureza y la inmundicia. Hay más amores que seres humanos; su duración varía y todos evolucionan; algunos poseen significado profundo; otros son simples sílabas que completan estribillos sin sentido; los hay que resuenan igual que tambores en un ascensor y no faltan los que crecen en silencio y mueren de sed. Amamos según nuestra personalidad, pero, como somos complejos, nuestros amores adoptan diferentes formas y podemos comportarnos de un modo que nos sorprende a nosotros mismos. Huxley simplificaba esto diciendo que, básicamente, se distinguen dos tipos de individuos: quienes lo dan todo por amor y quienes sólo esperan del amor que les sirva para entretener una existencia tranquila. En cualquier caso, es evidente que, sea cual sea la naturaleza de lo que sentimos y la importancia que le damos, nada permanece inmutable y no hay tumescencia que se mantenga indefinidamente. El avadar de las pasiones las relaciona con los inventarios; lo que se ha conseguido se añade a la suma correspondiente y los anhelos inalcanzables o imprecisos se abandonan junto a lo que arrinconó el destino… Juan Razón abrió la boca, pero la verbosa apnea de su mentor le impuso una mordaza de palabras ajenas: — Te enamorarás algún día y eso lo cambiará todo porque el amor podría convertirse en el principal edificador de tus recuerdos —aseguró Alberto—. Igual que Rodrigo de Triana, sentirás que has descubierto un nuevo continente donde se magnifican las alegrías y las tristezas. Si tus deseos se cumplen, pensarás que has alcanzado la mayor felicidad; será como si, en tu cuerpo, pequeñas explosiones produjeran una pirámide de palomitas de maíz, pero 43


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no pienses que habrán desaparecido los problemas; a veces, quien busca en el amor salvavidas encuentra naufragios. El placer puede ser breve y la insatisfacción permanente. Cuando Marcial estaba en Roma, añoraba la vida del campo y, cuando volvió a su pueblo, sintió nostalgia por no estar en la gran ciudad. Con frecuencia, minusvaloramos lo que poseemos y, como decía el profeta Jeremías, cada cual relincha por la esposa del prójimo. — No sé si soy capaz de enamorarme —confesó Juan Razón, aprovechando que Alberto se había callado mientras atrapaba una pestaña que se le había metido en un ojo—. Este es un mundo irregular y descompensado. Las mareas altas aparecen porque hay mareas bajas y, si aumenta el hielo de los polos, baja el nivel de los océanos; para que haya gente contenta, debe existir gente desgraciada y, si unos aman mucho, es porque otros no saben amar. Igual que en el caso del agua, quizá existe una cantidad fija de amor en el planeta que se distribuye entre los seres humanos sin multiplicarse con los nacimientos; por eso, cada vez tocamos a menos y se incrementan las carencias afectivas. — Me agrada percibir en ti la influencia de lo que has leído —replicó Alberto—. Sin embargo, creo que, en este caso, te equivocas. Como en tantas otras cosas, en el amor, el problema principal no está en la escasez, sino en el desperdicio y la mala distribución. Muchas veces, personas que vivían en el mismo vecindario y se hubieran amado de haberse conocido mueren abatidas por la soledad. — Probablemente, ni en mi barrio ni en la ciudad entera encontraría a alguien que me gustara de verdad —balbuceó Juan Razón. — Es difícil que una persona joven carezca de atractivos. Te darás cuenta de eso cuando envejezcas; aprovecha el tiempo porque las manchas seniles sustituyen al acné juvenil en un abrir y 44


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cerrar de ojos; la época en la que ves en toda mujer hermosa una posible amante se sustituye rápidamente por otra en la que eres consciente de que, por edad, esas chicas podrían ser hijas tuyas… o tus nietas. — Ya veremos lo que pasa si llego a viejo, pero, actualmente, te aseguro que ninguna mujer me interesa. — Pues, sin necesidad de bañarte en el estanque donde limpió sus flechas Cupido, podrías enamorarte en cualquier momento. Todos somos de cera para determinados ardores. No subestimes a nadie; los sentimientos salen de cajas de sorpresas. Quien te conquiste no será necesariamente un prodigio de gracia y delicadeza; una fea desclasada podría robarte el corazón, aunque sólo fuera por un día. — ¿Y crees que puedo desear semejante horror? — Pase lo que pase después, cincuenta minutos de felicidad jamás se olvidan. — ¿Aunque se hayan compartido con un monstruo que luego te desespera? — No siempre es así. — Dudo de que la mayoría de la gente haya conocido ese éxtasis. En las relaciones humanas, predomina un mimetismo en el que las pasiones son igual de estúpidas que las rutinas. Para contrarrestar las temperaturas extremas de los sentimientos, se utiliza el aire acondicionado de la mediocridad. Por lo que veo, en las parejas, sólo hay dos opciones: o la bronca diaria o la apatía. — Exageras. Es cierto que los amantes suelen vivir épocas que pasan entre cópulas y peleas; ya decía Huxley que nuestros instintos apenas nos diferencian de los mandriles. Frente a esto, la única alternativa no nace de la inercia y la desgana; se puede alcanzar un estado de serenidad y satisfacción viviendo con alguien a quien se quiere. 45


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— No aspiro a esa felicidad de pacotilla; me temo que la mayor parte de quienes aparentan haber llegado a ese punto hacen teatro o caen en un conformismo barato. Juan Razón nunca había hablado con tanta fluidez y sinceridad. Tras años de silencio, el resentimiento se despegó de su cuerpo arrastrando a la timidez consigo. — La ausencia de una satisfacción permanente no debe conducirnos al derrotismo —consideró el bibliotecario—. Hay que aprovechar lo bueno. Elegir una compañía que, sin ser maravillosa, resulta aceptable no es signo de vulgaridad; peor es permitir que la inexistencia de perfección nos empuje al aislamiento. — Tú también estás solo —subrayó Juan Razón. — Mi caso es diferente. He llegado a mi edad en estas circunstancias, pero recuerdos de otras épocas, por encima de la añoranza, me proporcionan fuerza y entretenimiento. — ¿Consideras adecuado sobrevivir gracias a lo que no volverá? — Salvo que pierdas la memoria, con el envejecimiento, crecerá la importancia de lo que recuerdas. Es beneficioso no haber olvidado lo agradable del pasado. Veo parejas de viejos discutiendo o conversando con desinterés; pese a que su comportamiento indica lo contrario, muchos se aprecian y se necesitan, pero no les envidio. ¿Quién soportaría mis rarezas? Si, ahora, una mujer aceptara vivir conmigo, sentiría que he contratado a una intrusa de compañía, encargada de recalcar que soy un desastre; no tendría relaciones sexuales con ella y se me prohibiría que buscara fuera lo que me falta en casa… Se compara al matrimonio con una fortaleza asediada porque unos quieren salir y otros quieren entrar; prefiero mantenerme apartado de sus muros. — Algo semejante me sucede a mí. — Pero a mí me pasa eso porque no soy joven; tú sólo tienes 46


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treinta años… Si crees que tu actitud es correcta, hablando conmigo, ¿buscas reforzar tus tendencias o que te ayude a cambiar de rumbo? — He intentado explicártelo antes. Los cuentos donde se termina comiendo perdices no mencionan las indigestiones. A mi alrededor, se representan farsas en las que nunca he querido participar, pero se ha despertado mi curiosidad y deseo que algo rompa la monotonía. — ¿Sin poner nada de tu parte? Las casas no caen del cielo como gotas de lluvia, señor arquitecto; ¡hay que construirlas! ¿Acaso piensas que, de repente, cientos de preciosas muchachas van a suspirar por ti persiguiéndote por la calle? — No pido tanto. Aunque lo más probable es que se confirmen mis peores suposiciones, estoy dispuesto a esforzarme, pero, igual que cuando te conocí en la biblioteca, no sé cómo ni por dónde empezar. — Seguir los propios instintos es más fácil que leer; cualquier animal hace eso. Debes mantenerte despierto y, sin ansiedad, dejar que surjan los impulsos. Será como atender a las luces de un semáforo. — Puede que, para mí, ese semáforo no tenga luz. — La tendrá si decides abrir los ojos. Huxley… — ¡Me he cansado de oír lo que decía Huxley! —exclamó Juan Razón—. Me interesaba recibir consejos que fueran fruto de tus experiencias personales, aunque no sé si eso será posible. — Si piensas que siempre he vivido como una rata de biblioteca, te equivocas —contestó Alberto, visiblemente irritado—. He viajado mucho y he tenido bastantes novias. En los países de gente ordenada, he sido ordenado y, en los de costumbres caóticas, he sido uno más. Con las mujeres, también 47


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me he adaptado y, para mí, han sido como árboles frutales. — ¿Tus noviazgos fueron largos? — Si estaba contento, intentaba que duraran, pero, como yo tenía miedo a los compromisos oficiales, en cuanto empezaban a preguntarme lo de siempre, comprendía que se aproximaba el momento de la ruptura. — ¿Qué te preguntaban? — “¿Qué soy yo para ti?” —dijo Alberto, resoplando—. Cuando algún día escuches esto de una amante, prepárate porque puedes tener problemas. Sólo admitirán un tipo de respuesta y deberás contestar sin dudas. Es ilógico que a un adolescente le angustie no tener la certeza de que va a vivir cien años; debería disfrutar de su juventud sin pensar en la ancianidad. Del mismo modo, si estás compartiendo una situación agradable, ¿qué ganas introduciendo exigencias severas y repentinas? ¿Por qué tiene menos valor decir “mientras me encuentre bien, seguiré contigo” que “me casaré contigo”? El matrimonio no te garantiza nada porque se puede romper en cuatro días. Reconozco que yo era inmaduro porque no quería casarme, pero ellas también lo eran porque querían casarse a toda costa. Con prisas, ninguna supo vencer mi resistencia. Iniciando continuas discusiones, terminaban poniéndome entre la espada y la pared… y la relación se acababa. — ¿Mantienes contacto con alguna de ellas? — No y es una pena porque, aunque ahora no necesito a ninguna, no hubiera llegado a viejo en ausencia de mujeres. El bibliotecario contó numerosas anécdotas y presumió de haber disfrutado mucho con sus novias, pero también dedicó tiempo a hablar de los malos momentos de su vida amorosa; a Juan Razón, le interesaron más los fracasos que los éxitos. — Algunos recuerdos son un lastre que se agrega a tus achaques 48


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sin hacerte más sabio. Lo peor del envejecimiento es la acumulación de vertederos de sueños en los rincones del alma —Alberto continuó empleando un estilo literario, pero habló de modo más pausado y su voz adoptó un tono más sincero—. ¿Cuántas letras contiene el alfabeto de los copos de nieve? — No sé qué responder. Me he quedado en blanco —dijo Juan Razón, al que, sin querer, le salió una especie de chiste. — Te he puesto un ejemplo de algo que no sé descifrar. El lenguaje del amor es aún más difícil de comprender que el de la nieve. Para ti, que nunca has estado enamorado, esto es un misterio, ¿verdad? — Así es. — Pues, cuando te enamores, comprobarás que, cuanto más lo conoces, menos entiendes el amor. — ¡Por eso aviva mi curiosidad! — De poco sirve que intentes analizarlo racionalmente. No puedes cartografiar los sentimientos… Sin embargo, mi memoria contiene el mapa de mis amores; en él, agigantada por deformaciones mayores que las de las proyecciones de Mercator, aparece mi particular Groenlandia; bajo esa isla helada, persiste la sombra que traté de ilegalizar para escapar de una tiranía. La conversación se había desarrollado mientras caminaban por la calle; antes de continuar, Alberto decidió sentarse en un banco; Juan Razón se situó a su lado. — Un sentimiento erróneo nos relacionó —comentó el bibliotecario—. Ella no tuvo la culpa y yo tampoco. — Cuando hablas de ella, ¿a cuál de ellas te refieres? — No te diré su nombre. Era guapa y educada, aunque había sido malcriada desde niña. Si le apetecía, se iba con cualquiera, pero, sin rechazarme con brusquedad, jamás se venía conmigo. 49


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Mis esfuerzos no podían ser más estériles. — ¿Qué hacías para intentar conquistarla? — Me dejaba la piel. Probaba todo tipo de estrategias, pero no acertaba porque el mundo de la galantería es complejo. Quien menos regalos recibe puede ser quien más veces da las gracias o al contrario. Perdí por completo mi confianza. — ¿Tanto la necesitabas? — Como decía Salomón, sus palabras me parecían manzanas de oro servidas en fuentes plateadas. — ¿Cómo te declaraste? — Fui sincero desde el principio. Aceptó que nos viéramos de vez en cuando pero, si yo intentaba sobrepasar los límites que ella me fijaba, me veía frente a un obstáculo infranqueable; mi papel fue decorar una pared de la que sólo se me mostraba un lado. — ¿Así acabó todo? —dijo Juan Razón, un poco decepcionado. — No. Un día, cuando ya me había quedado sin esperanzas, retiró la muralla. Me ofreció su mano, me guió y se acostó conmigo. Durante una temporada, me aseguró que me quería y, de pronto, me abandonó sin dar explicaciones. Fue como si una manifestación pacífica impulsada por nobles ideales fuera arrasada por un ejército despiadado. — ¿Lamentaste haberla conocido? — Miles de veces. Por su causa, pasé por un purgatorio que tomé por un infierno. Al final, comprendí que mi insistencia era absurda; aunque se lea muchas veces la Ilíada, no se consigue que Héctor venza a Aquiles. Dejé de dar cabezazos contra mi propia vergüenza; me fui a otra ciudad y busqué cura en la lectura… y entre las putas… Ahora, visito poco los prostíbulos… Ya ves que no te oculto nada. — Esa mujer te hizo infeliz. 50


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— No le guardo rencor. La amé más que a nada y, a cambio, me permitió compartir una parte de su vida. No pretendió hacerme daño. Si averiguó que no estaba enamorada de mí y se cansó de mi compañía, ¿por qué iba a permanecer conmigo? — ¿Qué fue de ella? — Desapareció —replicó Alberto, tras un largo silencio—. Los viejos amores son casas donde has vivido; aunque cause dolor, su recuerdo es un refugio que siempre te espera. Las cartas de sus padres y las confesiones del bibliotecario mostraron a Juan Razón que las vidas ajenas escondían historias intensas e inesperadas; la suya, en cambio, no presentaba nada digno de mención; ahogado por la autocompasión, deseó que un romance alterara el insípido curso de su destino. Sus fantasías, centradas hasta entonces en raros edificios, se poblaron de novias imaginarias; a las rubias, las concebía melancólicas e indecisas; ideaba nerviosas pelirrojas y tendía a que las morenas fueran activas y resolutivas. Del mismo modo que un hambriento, aunque sueñe con exquisiteces, se conforma con cualquier bocado, Juan Razón no hubiera rechazado a quienes no se asemejaban a sus creaciones. Se había enamorado de la posibilidad de enamorarse y, como el autor de cierta poesía, buscaba a su amada sin saber a quién amaba. Juan Razón sólo había tenido relaciones sexuales con Fina, una hermana de Cúrcumo, el tendero. Era una viuda que, con determinación pero sin éxito, buscaba compensar la ausencia de su marido con hombres que jamás estaban a la altura del fallecido. Gracias a ella, Juan Razón, en una época en la que no podía comprarla, recibía comida. Solían encontrarse en un oscuro almacén y terminaban rodando por el suelo entre patatas y cebollas. “¡No vales para nada!”, gritaba Fina a su aterrorizado compañero, pero, 51


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a pesar de la escasa habilidad amatoria de éste, le apreciaba y, cuando se casó con Urgencio Carcoma, consiguió para él un trabajo que le libró de muchas preocupaciones. Las novias imaginarias de Juan Razón tuvieron un papel destacado en sus sueños y sus insomnios; frente a ellas, se mostraba brillante y autoritario, pero, en cuanto salía a la calle, su confianza desaparecía. Hasta entonces, satisfacía sus deseos carnales sin pensar en nadie y por sí mismo, pero eso ya no le servía. Había días en los que fecundaba mentalmente a todas las mujeres atractivas con las que se cruzaba. La necesidad de compañía femenina le llevó, por vez primera, a una sala de fiestas. Disimulando su desconcierto, se abrió paso entre machos perfumados y bien afeitados y se situó en un rincón desde el que podía observar sin ser molestado. Al parecer, las chicas sonreían al primer desconocido que las abordaba, disfrutaban escuchando estupideces y aceptaban bailar con mucha facilidad. Los éxitos del prójimo le convencieron de que lo único que debía hacer era aproximarse con valentía a una moza desatendida. Tras beber varias cervezas, centró su atención en un grupo de muchachas que miraban incitando a que alguien se acercara. Juan Razón, que poco tenía de gavilán y mucho de desorientado palomo, debía recorrer poco más de quince metros para situarse a su lado. Avanzó en línea recta hasta que le temblaron las piernas. Como un toro con andares de pato, giró sobre sí mismo varias veces antes de retirarse creyendo que el mundo entero se reía de él. Todas las mujeres eran sumideros de sentimientos, platos que proporcionaban motivos para aproximarse a muchas manos. Era imposible encontrar una que hubiera nacido exclusivamente para él; sin embargo, Juan Razón cada vez deseaba con más fuerza tener una novia hermosa, aunque no estaba dispuesto a sufrir humilla52


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ciones. No la hallaría en ambientes donde él no sabía desenvolverse; debía buscarla en el lugar donde trabajaba. Su proyecto de fin de carrera fue rechazado en la Escuela de Arquitectura. “Ese monumento, chanflón y disparatado, se derrumbaría aunque lo sostuvieran mil milagros”, aseguró Carideno Ajeno, presidente del tribunal que analizó la obra. Aunque, para concluir su ciclo académico, le hubiera bastado con completar la tarea que había abandonado para dedicarse al cenotafio, Juan Razón renunció a obtener el título de arquitecto. Debía proteger su dignidad; quienes le despreciaron y los que controlaban el negocio de la construcción, ahogando su creatividad, le hubieran convertido en un diseñador de cárceles. Su decisión le liberó de algunas frustraciones futuras, pero sintió tristeza y se comparó con un médico al que impedían curar a cientos de enfermos. Unidos por un odio que pretendía despertar la admiración del adversario, Juan Razón y Heraclio realizaron actos ilógicos. Tras la muerte de su rival, Juan Razón no pudo desarrollar su vocación y se vio obligado a depender de la caridad interesada de Cúrcumo y su hermana; por fortuna, Fina volvió a casarse y consiguió para él un empleo en Deliciosa Edilicia, una empresa de Urgencio y Terencio Carcoma, concejales y financieros. Trabajaba en una oficina donde había doce personas; dos eran mujeres. Octavia Gónzlez era prima de los hermanos Carcoma. De larga cabellera y penetrante mirada, parecía una reencarnación de Medusa. Cumplía su labor con eficacia, pero sus compañeros la detestaban porque tenía muy mal genio. Procuraban que no estuviera en contacto con el público. No soportaba las equivocaciones relacionadas con su apellido. “¿González? ¡Es Gónzlez! ¿De dónde ha sacado la a? Bueno, no es extraño que usted la utilice sin motivo porque es una vocal que encanta a los imbéciles”, gritó, en una 53


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ocasión, dirigiéndose a un cliente. Le gustaban los hombres “de cabeza centrada y corazón latiente”, características que definían a su difunto novio, Heriberto Lopz, fallecido porque un tiesto le cayó encima. Nadie podía sustituirle. Constantemente, recordaba proposiciones de matrimonio que había rechazado: “Me ven disponible. Se confunden”, recalcaba. Protegía la memoria de Heriberto con una devoción que podía ser agresiva; estuvo a punto de estrangular a un oficinista que agregó sin mala intención una e al apellido del muerto convirtiéndolo en López. Si no hubiera pertenecido a la familia de los dueños, la hubieran expulsado de la empresa. La eficiente y soltera secretaria Genoveva Altamira, más conocida por Geno, era muy diferente a Octavia Gónzlez. Aguantaba todo tipo de bromas sonriendo y se mostraba simpática y comprensiva en cualquier circunstancia. Mariano, un empleado que se consideraba muy gracioso, como Geno era muy blanca y de corta estatura, la llamaba “la bajilla de porcelana”, apodo del que se apropió todo el mundo sin que a ella le molestara. “Es bajilla con be; ¿comprendéis?”, insistía Mariano, capaz de empeorar con sus explicaciones el peor chiste del mundo. Durante años, Juan Razón apenas mantuvo contacto con sus compañeros. Cumplía su cometido sin fijarse en quienes le rodeaban y aspiraba a recibir el mismo trato. La situación varió cuando decidió averiguar si era posible encontrar novia en su entorno laboral. Estudió las características de las “candidatas”: a Octavia, la rechazó de inmediato, pero se enamoró de Genoveva… ¿Cómo no se había dado cuenta antes de que era adorable? Sus nuevos insomnios estuvieron justificados y le probaron que no mentían quienes escribieron ciertos libros. Juan Razón trabajaba junto a unos archivadores que le impe54


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dían ver la puerta del despacho que ocupaba Geno. Gracias a su comportamiento, había logrado que los demás le ignoraran; ¿qué debía hacer para que “la bajilla de porcelana” se interesara por él? Si hubiera pretendido acercarse a ella con discreción, le hubieran descubierto; nunca se atrevía a decirle algo durante el rato que tenían para almorzar; la buscaba al terminar la jornada y ni siquiera conseguía despedirse… Como nadie estaba pendiente de él, los cambios que se habían producido en su persona pasaban inadvertidos, pese a que le castañeteaban los dientes y movía los ojos con ansiedad. Poco a poco, se fue desesperando. Prefería no volver a hablar con Alberto de ciertos temas y no sabía a quién recurrir hasta que, en un portal del Edificio Ramnusia, leyó un letrero que le mostró que podía contratar los servicios de un profesional: ESCUELA DE DJIVAN LIPPEMANIAN, PSICOTAUMATURGO, DOCTOR Y SANADOR DE AMORES. Ocho días después, se encontró frente a un individuo que se arrellanaba en una gigantesca silla. — ¿Cuál es su nombre? —le preguntaron con voz grave. — Juan Razón Rapaz. — ¿Igual que el de la canción? — No sé de qué me habla. — Seguro que la ha escuchado: Este Juan Razón sin brillo no merece un estribillo. Rapaz es su apellido y de la paz hace un quejido… — Jamás la he oído —dijo Juan Razón, que ignoraba que una de las canciones de Heraclio se había hecho popular. Djivan Lippemanian dejó de canturrear y adoptó una expresión severa. Llevaba una bata blanca con nueve estrellas rojas zurcidas en un bolsillo. Su barba era curiosísima; parecía que habían colocado en su barbilla una coliflor. 55


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— ¿Cómo son sus varas? Juan Razón no entendió la pregunta y empezó a pensar que se había equivocado acudiendo a ese lugar. — Veo que no ha leído usted mis libros. — Todavía no… — Quizá usted no lee casi nada… — Se equivoca. Dedico mucho tiempo a la lectura. — Sin embargo, no ha leído algo que le convenía leer… — Si le molesta que haya venido, me marcharé inmediatamente… — ¡Siéntese, por favor! —indicó Djivan Lippemanian, en un tono tan persuasivo como imperioso—. No pretendo ofenderle. Estudio las reacciones de los pacientes; para curarlos, debo conocerlos bien. — No estoy enfermo. — Quien viene a mi consulta desconoce aspectos esenciales del amor y, por tanto, es un enfermo. Proporcionamos una terapia personalizada. Nuestros honorarios están justificados. No ejercemos de alcahuetes. No proporcionamos remedios milagrosos ni consejos ridículos. No vendemos himen de yegua ni testículos de castor. Sin crear dependencias, respetando la libertad y fortaleciendo la imaginación, eliminamos frenos físicos o emocionales para potenciar sensaciones y liberar sentimientos. En nuestras escuelas de salud y seducción, se aprenden artes que brillan en la intimidad. Los nuestros se asemejan a cursos de cocina creativa que enseñan a cada cual a condimentar por sí mismo sus propios guisos. Cuando Juan Razón supo lo que aquello podía costarle, no disimuló su disgusto. — El tratamiento que ofrecemos es caro pero eficaz —afirmó el doctor—. Además, como regalo, recibirá usted una colección de mis obras completas. 56


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Djivan Lippemanian había publicado nueve libros de portada roja; por eso, lucía nueve estrellas del mismo color sobre su bata. Matilde tiene tilde era un tratado sobre la psicología de la mujer que contaba con el visto bueno de varias asociaciones feministas. Es mía, como la noche y el día se centraba en la mentalidad y los impulsos de los hombres celosos. Cien consejos analizaba una conocida teoría, según la cual se suelen utilizar dos varas: una larga para calibrar las virtudes personales y los defectos ajenos y otra corta para medir las propias imperfecciones y los méritos de otras personas. — Todavía no he tomado una decisión —dijo Juan Razón. — Va a recibir clases teóricas y prácticas de gran interés. Si no está satisfecho, puede interrumpir el tratamiento cuando desee, sin abonar ni un céntimo. Hemos tenido una amplia clientela y jamás nos han pedido que devolvamos el dinero. — Tengo una duda… — Se la aclararé con mucho gusto. — ¿Están esas clases prácticas relacionadas con la prostitución? — ¿Por quién me toma? Soy doctor en psicología clínica y todas sus profesoras serán licenciadas con un excepcional expediente académico. Como estaba enamorado de Genoveva, Juan Razón aceptó las condiciones de pago, aunque tendría que gastar casi todo lo que había ahorrado. El plan de formación constaba de varias fases: se estudiarían sus características personales, se analizarían sus proyectos y, finalmente, se completaría su aprendizaje en una escuela de salud y seducción. — Confíe en mí. Sus respuestas deben ser completas y sinceras —recalcó el doctor, mesándose su extraña barba; Juan Razón asintió—. ¿Aún es usted virgen? 57


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— No lo sé. — Es la primera vez que me contestan eso. — ¿Cuándo se considera que un varón ha perdido la virginidad? Entrar, he entrado, pero no he llegado a “vaciarme dentro”: o no me sale nada, aunque esté un rato intentándolo, o se me ha escapado todo antes de que entre… Juan Razón explicó cómo había sido su relación con Fina. El doctor comprendió que la insatisfacción de la mujer le había afectado mucho y que se había sentido intimidado por su propia inexperiencia y las flatulencias vaginales de la hermana de Cúrcumo. — Debe usted perder la aprensión que le impide gozar de la unión sexual; no todas las vaginas son parlantes y ninguna es dentada; sin embargo, nuestro objetivo va más allá de la simple superación de fobias. Hay que ganar confianza sin excesos que conduzcan a un comportamiento irresponsable. En mi obra El cortejo y sus requilorios, narro el caso real de un sujeto que, gracias a la ayuda de especialistas, dejó de tener pánico a las serpientes. Un entusiasmo revanchista le condujo a mostrar que había perdido el temor; se dedicó a buscar y a provocar a los ofidios más venenosos. Murió en un nido de víboras, absurdamente, aunque sin miedo. Djivan Lippemanian era concienzudo y ordenado. Guardaba la información que obtenía usando signos que sólo entendía él. — ¿Se masturba usted? — A veces —replicó Juan Razón. — Cuando lo hace, ¿en qué suele pensar? — Intento dejar la mente en blanco. — Curiosa ausencia de imaginación… ¿Ama usted a alguien? — Sí; por eso estoy aquí. ¡Se llama Genoveva! — ¿Conoce usted las cinco fronteras del amor? 58


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— Creo que no… — Mirar, hablar, tocar, besar y la unión carnal… ¿A cuál ha llegado usted? — A la tercera —dijo Juan Razón, recordando que, en cierta ocasión, había rozado a Genoveva al pasar a su lado. — ¿Cómo es ella? — Perfecta. — La perfección es un folio sin estrenar esperando que llegue una mancha… Juan Razón explicó cómo y cuándo se había enamorado. — ¡Sólo veo virtudes en ella! —añadió. — Apenas la conoce. No olvide que las apariencias engañan. — ¿Por qué dice eso? — No es conveniente colocar a nadie en un pedestal. — Es tanta su hermosura que me parece una locura pretender que ella me quiera… — Que dos personas se junten es un hecho natural que ha relacionado a emperatrices con gladiadores y a reyes con esclavas. Para ser aceptado como amante, no es preciso ser como Nireo o Aquiles… Se dice que Alcibíades era muy apuesto, pero su éxito radicaba en su amabilidad… No le bastó a Acontio su encanto para seducir a Cídipe; la conquistó gracias a su astucia... La belleza no siempre elige a lo que le es parejo; la propia Venus prefirió un día al tullido Vulcano… Genoveva no es una diosa; no le va a exigir que iguale los triunfos del auriga Escorpo; trabaja con usted y, por tanto, está a su alcance. — Pero ni siquiera soy capaz de iniciar una conversación con ella… — Logrará hacerlo tras completar su aprendizaje. Tenga paciencia. No se leen quince páginas de golpe. 59


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Según Djivan Lippemanian, el amor podía ser más pesado que la granalla; para saber manejarlo, eran muy útiles determinados trucos. — Si alguien afirma que siente algo más grande que su propio ser, está justificando su incapacidad —aseguró el doctor—. Conocí a un fantástico cantante de ópera que fracasaba porque le conmovía demasiado la música que interpretaba; hasta que no aprendió a controlarse, no emocionó a los demás; análogamente, sólo quien ama sin sufrir consigue enternecer sin transmitir patetismo; es cuestión de técnica… Si buscamos deslumbrar, no hablaremos de las islas del Mar Negro. No debemos basarnos en lo inexistente; no miraremos a las tortugas para copiar a las liebres, pero, si somos tortugas, no aspiraremos a ser liebres o a que los demás piensen que somos liebres. Seleccionaremos y potenciaremos lo bueno que poseemos. Djivan Lippemanian pretendía que Juan Razón disimulara sus limitaciones y mostrara sus mejores cualidades sin caer en una excesiva teatralidad. — Debe imaginar que soy Genoveva. Cada día, bajo ese supuesto y durante una hora, conversará conmigo. De sus progresos, dependerá su futuro. Para analizar distintas posibilidades, el doctor simulaba cambios de humor en la amada. Al final de las sesiones, criticaba la actuación de Juan Razón sin desanimarle. — De poco sirve la admiración ganada mediante mentiras. No presuma de arquitecto; ella descubriría el engaño; aunque quizá eso fue injusto, usted no obtuvo el título. Diga la verdad. Sus pretensiones van más allá de compartir su lecho por una noche. Pese a que Djivan Lippemanian no conocía a Geno, gesticulaba de un modo tan apropiado que Juan Razón se convencía de que estaba hablando con ella. 60


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— Lea con atención mi libro Metopomancia amorosa. Quien conoce el significado de las expresiones faciales, francas o contenidas, juega con ventaja. Estudie la mímica de Genoveva, los brillos de su mirada y el ritmo de sus silencios; cuando llegue la ocasión de charlar con ella, sabrá interpretar el lenguaje de sus palabras y el de su cuerpo. Pronto, se manifestaron los beneficios del entrenamiento. En poco tiempo, Juan Razón fue capaz de hablar de temas triviales con Geno sin que temblara su voz. — La preparación ha ido por buen camino —consideró el doctor, después de transcurridas varias semanas—. Para completar su formación, le recomiendo que acuda a la Escuela de Salud y Seducción La Lanza de Brunilda. Juan Razón recibió un catálogo en el que, bajo el título MILITIA AMORIS, figuraban las características de profesoras con nombres de valquirias, heteras, tríbadas y seguidoras de Epicuro. Le sedujo la descripción de Friné: experta en bailes sicalípticos y masajes, tocaba la cítara, cantaba como una filomela y era una consumada contorsionista. Se decía que movía con facilidad bultos que no hubieran podido arrastrar diez camellos, pero se recalcaba que su aspecto no intimidaba pues, a semejanza de la bruja Agaberta, adoptaba la apariencia que más atractiva resultaba para quien contrataba sus servicios. — ¿Qué piensa de ella? —preguntó Juan Razón. — Es una maestra que cura cualquier impotencia —dijo el doctor—. Pida que le muestre “los siete besos de Afrodita”. Era la opción más cara, pero Juan Razón la eligió por amor a Genoveva; quería ser digno de ella, adquirir habilidades que se requieren para ofrecer ciertos placeres. Asistió a muchas sesiones con Friné. Se desarrollaron en una sala decorada con fuentes, canéforas, 61


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espejos y dibujos de ninfas. Olía a incienso, canela y aceites aromáticos. En el centro, había una cama redonda. La hermosísima mujer le enseñó a gozar sin inhibiciones. El tratamiento, que le pareció demasiado corto, finalizó en cuanto él dejó de estar cohibido y demostró que había aprendido a tomar la iniciativa. Djivan Lippemanian quería evitar que se crearan dependencias y se fomentaran vicios. Pagando un precio alto, los alumnos podían “repasar la lección” cada dos años. — Ahora, está usted en condiciones de cautivar a Genoveva —aseveró el doctor—. Sin embargo, no existe una total garantía de éxito; no olvide que, por culpa de un temporal, el triunfante Aníbal no logró conquistar Roma. Siempre influyen la suerte y las circunstancias. Hay que resistir cuando tiene sentido hacerlo y abandonar si no hay otro remedio. Cuando la elección ha sido equivocada, no hay que obcecarse; si todas las luciérnagas se enamoraran de las farolas, se extinguiría su especie…Vuelva a mi consulta dentro de cinco semanas. Juan Razón se sintió eufórico. Le hubiera gustado mostrar sus progresos a Fina, pero recordó la historia del hombre que dejó de temer a las serpientes y prefirió no arriesgarse. No buscaría una cita con la esposa de uno de los dueños de su empresa. Él estaba enamorado de Genoveva. Como había leído que quienes contemplan las estrellas besan mejor que los que sólo ven las paredes de su habitación, pasaba las noches observando el firmamento; brillos celestes le empujaron a escribir algo que surgió de sus entrañas: Porque te quiero, eres breva, Genoveva. Mucho respeto tu pozo de blancura, pero Cupido me ha incluido en su leva. Una herida aspira a la mayor dulzura. El amor dodecasílabos me inspira. 62


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Pequeño tesoro de invencible rima, sentimiento perenne, aunque todo gira; acéptalo y verás que la vida mima. Usando un fino pincel y pintura dorada, copió el poema sobre una hoja de parra; quería que su amada entendiera que, prescindiendo del pudor, dejaba ver su corazón al desnudo. Haría su entrega un viernes, día de Venus. Horas antes del momento elegido, despertó creyendo que su poesía, además de ser horrorosa, estaba escrita en el lado equivocado. Por fortuna, el sueño que le había perturbado contenía un nuevo poema: Por mi deseo, fruta eres Genoveva. Blanco recipiente de alta hermosura, cual esbelto suspiro que al cielo eleva, como vajilla hermosa para una cura, te veo en porcelana, guapilla mía. Si compartes esta sed, por ella bebe y no permitas que se marchite el día. Conseguirás que sea eterno lo breve. — ¡Esto lo remedia todo! –exclamó Juan Razón, aliviado. Tapó con un fondo blanco lo que había escrito previamente e intentó utilizar la otra cara, pero, como si se negara a admitir un texto nuevo, la hoja se partió por la mitad. Eran las cuatro de la madrugada. Salió a la calle y corrió hasta llegar al lugar donde estaba la parra: el jardín de una villa. Al saltar una valla, se le desgarraron los pantalones. Aterrado por unos ladridos, tropezó y se hizo un chichón. Volvió a su casa con una hoja aún más vistosa que la anterior. Cuidadosamente, copió “la poesía buena” en el sitio adecuado y, a su alrededor, pintó pajarillos y corazoncitos. Le sobraron veinte minutos para descansar. No dejó que sonara el 63


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despertador. Se duchó, se afeitó, cubrió su frente con un esparadrapo, desayunó y puso su poema dentro de un sobre comprado en una tienda especializada en regalos románticos; con suma discreción, lo entregaría al final de la jornada laboral. — ¿Qué te ha pasado? —le preguntó Geno, justo antes de entrar a la oficina. — He resbalado cuando iba al cuarto de baño. Casi pierdo el sentido. Al ver que Genoveva se preocupaba por él, estuvo a punto de abrazarla, pero se contuvo; tenía que esperar un poco más. La mañana transcurrió sin incidentes, aparte de una bronca que montó Octavia Gónzlez porque Mariano había comentado que parecía que a Juan Razón le había caído una maceta encima. — ¿Cómo osas decir eso delante de mí sabiendo lo que le sucedió a mi novio? Mariano se disculpó quince veces sin conseguir aplacar a la ofendida. — ¡Te perdonaré si un accidente te destroza la cabeza! Cuando llegó la hora del almuerzo, la secretaria pidió que nadie se fuera porque iba a comunicar algo. Juan Razón, sonriente, se colocó a su lado. — Dentro de tres semanas, contraeré matrimonio con Carideno Ajeno, el arquitecto —dijo Geno—. Me gustaría que compartierais tan alegre acontecimiento conmigo. Hubo vítores y felicitaciones. A Juan Razón, le pareció que su cráneo se partía como una nuez. Aquello era cruel. ¡Su amada iba a casarse con el responsable de que hubieran rechazado el Cenotafio de San Fenesto, un feo viudo podrido de dinero! El ánimo que había acumulado tras los últimos meses le abandonó y se sintió hundido. 64


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Juan Razón no hubiera soportado ver cómo “su Genoveva” pasaba a ser señora de Ajeno. Octavia tampoco acudió a la boda porque recibió una invitación en la que, en vez de su verdadero apellido, habían escrito González. La ceremonia fue accidentada. Un fotógrafo pisó y desgarró el vestido de la novia; además, durante el banquete, casi todos los asistentes terminaron con vómitos o diarrea. — Como Carideno es tacaño, seguro que nos ofrecieron veneno barato —comentó Mariano. — ¡Se lo tienen bien merecido! —aseguró Octavia. A Juan Razón, le entristeció aún más que Geno no hubiera tenido una buena boda. Adelantó su cita con Djivan Lippemanian y le confesó su desconsuelo. — Moriré de tristeza —afirmó. — No será así. — Ha sucedido lo peor que podía pasar. — ¿Y usted cómo lo sabe? Puede que esto le conduzca a un espléndido porvenir. — ¿Cómo va a ser eso posible si me falta Geno? — ¿Se acuerda usted de Rosalina? — Pues… no. — Casi nadie la recuerda; sin embargo, Romeo estuvo enamorado de ella hasta que llegó Julieta. Si hubiera tenido paciencia y no se hubiera limitado a desear vivir con la hija de los Capuleto, quizá hubiera conocido a otra mujer con la que hubiera sido feliz. ¿Por qué imaginar que existe un callejón sin salida cuando hay un largo camino por delante? El destino suele dar más oportunidades a quienes resisten. Similia similibus curantur. — ¡Jamás encontraré a nadie semejante a Geno! — ¿Y para qué quiere otra igual? ¡Búsquese una buena com65


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pañera y olvídese de la secretaria de porcelana! — Vuelvo a dudar y no me atrevo a dirigirme a una desconocida… Si Friné me diera más clases… — Eso no es conveniente ahora —dijo Djivan Lippemanian, siempre apodíctico—. Superará esto por sí mismo y crecerá como persona. — Pues necesito que me ayude. — Analice el sexto capítulo de mi libro Higiene sentimental. Beba mucha agua y tire de la cadena del retrete un mínimo de cien veces al día; cada vez que lo haga, piense que pronto desaparecerá su desasosiego. El doctor le sugirió que se fijara en la sección de contactos del diario La Noticia. Varios de sus pacientes habían hallado ahí lo que buscaban. Juan Razón compró el periódico y analizo los mensajes con escepticismo; unos aparecían en recuadros; otros formaban listas de letras muy pequeñas. La mayoría eran cortos, aunque algunos ocupaban varias líneas; los había explícitos, sutiles, absurdos, simpáticos, desesperados… “Barragán barrigón necesita esbelta barragana”, anunciaba alguien identificado como Z-48; “forzudo pájaro de buen nido espera la llegada de un ave suave”, aseguraba B-35... En un espacio diminuto, Juan Razón leyó algo que le emocionó porque pensó que le habían dedicado la frase a él: “mujer de un sólo hombre busca hombre de una sola mujer”. — Quiero conocer a F-71 —dijo, por teléfono. — No proporcionamos datos confidenciales —respondió un empleado de La Noticia. — ¿No es una sección de contactos? — Hay que cumplir unas normas. — ¿Cuáles? — Puede poner usted diez anuncios; son más caros si superan 66


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las treinta palabras, aparecen los fines de semana o están escritos en grandes caracteres. — ¿Diez es el número mínimo? — Sí. — Es una extraña exigencia. — A largo plazo, nuestras reglas benefician tanto a la empresa como a los clientes. — ¿Puedo dirigir mis mensajes a quien desee? — Sí, pero cualquiera puede leerlos. — ¿No es posible mantener contactos privados? — En ese caso, controlamos los intercambios de cartas. — Pues, mediante ese sistema, quiero comunicarme con F-71. — Propóngaselo a ella y veremos si acepta. — ¿Tengo diez oportunidades para conseguirlo? — Si no tiene éxito, puede volver a intentarlo. F-71 ha puesto muchas veces su anuncio. Se han dirigido a ella, pero nunca ha respondido. Quizá tenga usted suerte. En la sección de contactos, no estaba permitido usar nombres auténticos; a Juan Razón, le correspondió ser XS-12. Le costó más de una semana dedicar su primer anuncio a F-71: “corazón refractario desea arder de amor”. F-71 no se dio por enterada y continuó publicando su mensaje los lunes y los miércoles. Juan Razón respondía los martes y los jueves. Transcurrieron varios meses. Entre quienes mostraban interés por F-71, destacaba XXL-1, que, utilizando media página, mostraba una particular grandilocuencia: “juntos, como la flor y su tallo, lo cóncavo y lo convexo, un arco y su intradós…”. — Yo no modifico nada, pero XXL-1 siempre varía lo que escribe — aseguró Juan Razón, que seguía acudiendo a la consulta de Djivan Lippemanian, aprovechando que le habían ofrecido precios reducidos. 67


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— Ella tampoco se ha dirigido a él —recalcó el doctor. — No sé si mi táctica es apropiada. — F-71 repite su mensaje y espera; usted le paga con la misma moneda y seguro que está despertando su curiosidad; XXL-1 peca de exagerado y se desgasta demasiado. — ¿Mantengo mi estrategia? — Siga así durante una temporada. En cualquier caso, usted ya ha tenido éxito. — ¡Pero si F-71 todavía no me ha contestado! — ¿Olvida que ha dejado de sufrir a causa del “eterno amor” por Genoveva? Juan Razón se avergonzó. Su “bajilla de porcelana” había quedado eclipsada por una mujer a la que aún no conocía; aquello indicaba poca firmeza de carácter, pero no podía evitarlo. No hubo cambios durante un largo periodo. Juan Razón llegó a pensar que estaba padeciendo los efectos de un truco que el periódico utilizaba para timar a los incautos. Sin embargo, cierto lunes, XXL-1 y XS-12 recibieron un escueto mensaje de F-71: “¿cuánto?”. Juan Razón sintió un gozo mitigado porque XXL-1 ocupaba un lugar preferente en la dedicatoria; después de hablar con el doctor Lippemanian, se apresuró a dirigir una breve respuesta a F-71: “lo que mi corazón abarca”. XXL-1 no tardó en publicar una réplica que incluía un ataque a su principal adversario: “Mi fidelidad calmará tu sed. Rechaza el bebedizo que te ofrece un advenedizo”. — Ignore la provocación. Su rival intuye que usted está ganando —dijo el doctor. XXL-1 multiplicó sus mensajes y empezó a abusar de las mayúsculas. Pasaron varias semanas sin que F-71 diera nuevas señales de vida. Con impaciencia, Juan Razón imitó su silencio hasta que, 68


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finalmente, recibió una notificación en la que le invitaban a pasar a la siguiente fase: el intercambio de cartas con la mediación de La Noticia. Saltó de alegría, pero las condiciones que le impusieron le desagradaron. Las cartas se revisaban y se censuraban cuando se incumplían las normas; no podían incluir más de treinta palabras; aunque no se impedía mencionar gustos o aficiones, no estaba permitido utilizar nombres reales o aportar datos profesionales. Sólo después de escribir cuarenta se podía concertar la primera cita. A Juan Razón, además, le disgustó que, siendo todo tan restrictivo, F-71, si así lo deseaba, pudiera relacionarse, al mismo tiempo, con cuantos pretendientes quisiera. — Nos tratan como a niños —se quejó. — Muchas parejas se han formado gracias a nuestros servicios —explicó una trabajadora de La Noticia—. El esfuerzo continuado prueba la existencia de un interés verdadero. Las reglas de este sistema no son caprichosas; las ideó el insigne Djivan Lippemanian. Juan Razón se indignó al escuchar eso y, en la siguiente consulta, mostró su malestar acelerando los movimientos de su cuello: — ¿Por qué me ocultó usted su relación con la sección de contactos del periódico? — Lo consideré irrelevante porque ya no la controlo —respondió el doctor, sin alterarse—. Hace años, intenté que dos personas se conocieran gracias a La Noticia, pero se evitaron constantemente y no llegaron a verse. No volví a hacer algo semejante. Hoy día, me limito a leer esas páginas por interés profesional; estoy pendiente de su caso. — ¿Sabe quién es F-71? — No, pero le aseguro que existe; en La Noticia, no permiten la introducción de personajes imaginarios. 69


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Juan Razón se preguntaba si F-71 era verdaderamente una mujer de un sólo hombre. Mientras F-71 y XS-12 empezaban a escribirse cartas, XXL-1 continuaba suplicando con mayúsculas que F-71 se pusiera en contacto con él. Juan Razón desconfiaba de ese tipo. — Olvídese de él y procure aprovechar sus oportunidades —recalcó el doctor. Juan Razón estuvo pendiente del correo a todas horas. Las cartas que llegaban nunca estaban escritas a mano y venían acompañadas de una comunicación que indicaba si se había producido algún tipo de censura. Antes de que se concertara la primera cita, pasó más de ochenta noches con insomnio. A pesar de las limitaciones que le imponían, se entusiasmó. Cuando aún no se había fijado en Genoveva, se había dedicado a crear novias imaginarias; con F-71, hizo algo parecido; tumbado en su cama y cerrando los ojos, le adjudicaba un rostro; en ocasiones, lo dibujaba y lo modificaba igual que si estuviera puliendo un diamante. “F de feminidad, de flor”, se decía y buscaba setenta y un nombres posibles: Rosa, Violeta, Azucena, Hortensia, Margarita… Mientras intentaba completar esta lista botánica, empezó a manifestarse un fenómeno que iba a repetirse durante toda su vida: un rayo verdoso surgía de las profundidades de sus retinas y se ramificaba generando un arácnido; jamás pudo volver a dormir si no había aparecido previamente esa araña verde. — ¡Ahora, nada se opondrá a mi amor! —exclamó. — ¿Conoce la historia de Dilla y Dillo? —contestó Djivan Lippemanian. — No. — Puede leerla en mi obra Adarajas de una ergástula, que critica a las parejas que, en vez de compartir libertades, prefieren sumar esclavitudes… Dilla y Dillo eran unos pardillos que, intercam70


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biando “yotequieros”, se encadenaron a una mentira. — ¡Vaya ánimos me da! — Le ayudo a tener los pies en el suelo. Aún no conoce a F-71. No vaya demasiado deprisa; viajar a alta velocidad no siempre conduce a la felicidad. — ¿Alta velocidad? ¡Pero si nos obligan a mandar mil cartas antes de que podamos vernos! — Eso evita muchas decepciones. — O hace crecer demasiado las expectativas. — No a quienes son inteligentes. — En uno de sus libros, usted dice que el corazón nunca es inteligente. — Por eso, debe usted usar la cabeza. Cuando llegó el momento de preparar la primera cita, XS-12 eligió la fecha. F-71 propuso que se encontraran en un kiosco de preciosas vidrieras que estaba cerca del castillo, en el barrio más antiguo de la ciudad; muchos enamorados se reunían ahí, seducidos por la atmósfera del lugar. En honor a Werther, él llevaría un frac azul y pantalones amarillos; ella acudiría con un lacito rosa. Nuevamente, el futuro de Juan Razón dependía de lo que sucediera un viernes. Después de trabajar, coincidió en el ascensor con la señora de Ajeno. Cuando Genoveva le sonrió, percibió un olor a alimento caducado; no comprendía cómo había podido quererla tanto. En su casa, contempló los retratos que había dibujado pensando en F-71. Se afeitó entre suspiros, se perfumó como si quisiera borrar todo rastro del pasado y salió a la calle creyendo que caminaba sobre el mar. Llegó al kiosco muy pronto. Solicitó una mesa, recalcando que era para dos personas, y pidió cerveza y un plato de aceitunas. Aunque hacía bastante frío, había gente 71


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en la terraza. Prefirió quedarse en el interior. Se convirtió en el centro de muchas miradas, pero él era quien observaba con más atención. Le rodeaban muchachas tan bellas como las que había imaginado; la satisfacción le hacía temblar al pensar que una de ellas se sentaría a su lado porque le amaba. Pese a estar junto a dos estufas, no se quitó su frac azul. La espera se le hizo eterna porque su impaciencia le llevaba a calcular mal el paso del tiempo. A la hora convenida, una atractiva joven apareció mirando a uno y otro lado nerviosamente; ¡llevaba un lacito rosa! Juan Razón, emocionado, le hizo un gesto que fue frenado por una voz que, a su espalda, resonó con la estridencia del grito de un arrendajo: — ¡Te encontré! Juan Razón se giró y casi se cayó del asiento cuando vio que una giganta le guiñaba un ojo. Lucía un sombrero verdega y rodeado de una cinta rosácea y un abrigo cuyos pliegues hubieran causado pánico en una leprosería. Sus caderas parecían bajar directamente de los hombros y eso, junto a sus altos empeines y unos zapatos tan minúsculos que parecían puntas de una pezuña, le daba un aspecto de cuadrúpedo lunanco. — ¿Eres F-71? —dijo Juan Razón, con enorme dificultad. — Ya no necesito serlo. Soy Tifota Annwfn —anunció la recién llegada, que emitía extraños gallos, como si cantara a la tirolesa. — Es… un… nombre… muy bonito. Juan Razón estaba desconcertado. ¿Cómo podía aquella ser su amada? Debía estar sometido a un encantamiento semejante al que hizo creer a Sancho que Dulcinea era una aldeana montada en un borrico. — ¿Cómo te llamas, querido XS-12? — Juan Razón. 72


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— ¿Rapaz? — Sí. — ¿Igual que el de la canción? — No sé… — Este Juan Razón sin brillo no merece un estribillo. Rapaz es su apellido y de la paz hace un quejido… Algunos clientes se rieron; otros se taparon los oídos. Tifota cantaba atronadoramente y sin musicalidad. — ¿Puedo sentarme a tu lado? — Por supuesto. — Gracias. Cuando Juan Razón recibió cuatro besos, la presencia de pelos punzantes le hizo pensar en una sesión de acupuntura. — Tu imagen se corresponde con la del hombre de mis sueños —aseguró Tifota, quitándose el abrigo. A pesar de estar decepcionado, Juan Razón se sintió halagado. — ¿Te gustan las aceitunas? — Sí. — Otra ración para él —pidió la giganta, que devoró varias anchoas mientras bebía vino entre temblores hidrópicos. Escuchar a Tifota equivalía a oír a todo volumen y al mismo tiempo varios programas de radio. Convertía el aire en palabras a una velocidad que no hubieran superado diez ventrílocuos; su voz era, en sí misma, un coro; retumbaba de un modo que llevaba a sospechar que cada parte de su cuerpo hablaba. En un momento, contó que era hija de emigrantes, que trabajaba en una guardería, que le entusiasmaba el cantante Letuario Sunhill, que su película favorita era Tu secreto, que le gustaría viajar a Stresa durante su luna de miel para conocer las Islas Borromeas y que quería tener al menos seis hijos. Juan Razón, aturdido, apenas intervino, pero 73


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Tifota, enseguida, obtuvo de él la información que le interesaba: edad, profesión, sueldo, lugar de residencia… Ella creía ver en la mirada de su compañero de mesa tiernas intenciones y lo cierto es que Juan Razón la observaba fascinado: veía un rostro romboidal con cejas en forma de herradura; la nariz recordaba a un buril aplastado y las orejas sobresalían como peces en una red que necesita ser reparada; la boca daba la sensación de ser mayor que la cara y, cuando sonreía, los labios parecían desprenderse para rodear a la cabeza imitando a los anillos de Saturno. Era medio pájaro, medio humana, medio… ¿Cuántas mitades podían descubrirse en aquella mujer prodigiosa? Juan Razón pagó la cuenta meneando el cuello como un juguete al que acaban de dar cuerda. La pareja salió a la calle entre murmullos. Los pasos de ella eran larguísimos y a su acompañante le costó seguirla mientras buscaban un taxi. — A la Pensión Kakué —indicó Tifota en cuanto estuvo sentada tras el conductor. Vivía allí desde hacía dos años, compartiendo su habitación con una modista. La pasajera guió al taxista, que era novato y no conocía bien los barrios alejados del centro de la ciudad. La pensión se asemejaba a un palomar que se había agrandado para albergar a unos buitres. Los “susurros” de Tifota hubieran podido escucharse desde una distancia respetable: — Pronto dormiremos juntos. Siempre seré tuya. Con la barbilla irritada por los besos recibidos, Juan Razón contempló cómo la giganta desaparecía después de haberse despedido agitando las manos igual que si manejara una honda. Permaneció silencioso y pensativo durante varios minutos. ¿Cómo habían admitido a Tifota en una guardería? ¿No asustaba a los niños? — Usted dirá —dijo el taxista, interrumpiendo las reflexiones de su cliente. 74


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— Al Edificio Ramnusia. Cuando llegó a su casa, Juan Razón rompió con rabia los retratos imaginarios que había dibujado y se tumbó bruscamente en la cama. La araña verde que siempre le visitaba le envolvió con pegajosos hilos. Tras conocer a Tifota, Juan Razón perdió el control de su tiempo libre y apenas se dedicó a leer o a dibujar; la giganta adormecía su capacidad de decidir y, sin discutir, le dirigía mientras presumía de estar a su servicio: — Cariño, hemos visto ocho veces Tu secreto, pero, para complacerte, la veré de nuevo contigo. Aunque, si lo prefieres, iremos al concierto de Letuario Sunhill… — Ya fuimos la semana pasada. — Pero son sus últimas actuaciones de esta temporada y como sé que te encanta… Juan Razón deseaba pasar inadvertido, pero eso era muy difícil si le acompañaba Tifota; aparte de su estrafalario aspecto, tenía una voz que a nadie dejaba indiferente. En cierta ocasión, acudieron a una sala de fiestas donde se presentaba una ruidosa orquesta y se situaron junto al escenario; a pesar del sonido de incontables instrumentos de viento y nueve timbales, todos los espectadores y los músicos escucharon los comentarios la giganta sin dificultad: — ¿Qué soy yo para ti? Con ojos desencajados, Juan Razón miró a su acompañante sin saber qué contestar. — Voy a darte una grata sorpresa. He solicitado que me contraten en Deliciosa Edilicia; en breve, quedará libre la plaza de una secretaria que está embarazada y quiere dedicarse a cuidar a su primer hijo. Les he convencido de que 75


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tengo experiencia como administradora de fincas. — ¿Y eso es cierto? —dijo él, temblorosamente. — He hecho algo semejante en la aldea de mis padres. — Sí, pero vivimos en una ciudad enorme —objetó Juan Razón, que prefería que Tifota no se incorporara a su entorno laboral. — Las ciudades no son más que pueblos grandes. Juan Razón conoció otra noticia sorprendente. Tifota iba a alquilar, en el edificio Ramnusia, el piso que había ocupado Társila: — Ha sido difícil completar las gestiones. Espero que no haya que hacer muchas reparaciones. Hasta que nos casemos, seremos vecinos. Si nos gusta, compraremos la casa y la uniremos a la tuya. Recuerda que necesitaremos mucho espacio para los niños… Juan Razón imaginaba que estaban colocando barrotes a su alrededor para encarcelarle, pero era incapaz de rebelarse. Probablemente, su pasividad se hubiera mantenido si Tifota no se hubiera ausentado durante varias semanas a causa de una grave enfermedad de su madre. A solas, reflexionó con más claridad y consideró que, si continuaba junto a esa mujer, la infelicidad arruinaría su vida. — Me preguntaba qué había sido de usted —le dijo Djivan Lippemanian cuando acudió a su consulta—. ¿Cómo le va? — ¿Es cierto que usted ignoraba la identidad de F-71? — He respondido a eso en otras ocasiones. Su insistencia me irrita. — Perdóneme; es que estoy preocupado. — Le he visto en situaciones similares y ha conseguido salir adelante. — Ahora es diferente. Mi voluntad ha sido absorbida. Sin omitir detalles, Juan Razón contó lo que le había sucedido. 76


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— No es complicado resolver eso. Si no desea que continúe esa relación, ¿por qué no se lo dice a ella? — Veo que no lo entiende… — ¿Acaso le trata con violencia o le tortura psicológicamente? — Al contrario; Tifota siempre es amable conmigo. — ¿Y piensa que eso es una pose y oculta pérfidas intenciones? — No existe crueldad por su parte. Me quiere de verdad. — Pues sea sincero. Ella comprenderá… — Si estoy a su lado, carezco de valor. Una hoja no se atreve a desafiar al viento. — El caso es más complicado que lo que yo había supuesto… Podría tratarse de un ceflacho. — ¿Un ceflacho? — A ese tema, dedicaré mi próximo libro. Mucho se ha escrito acerca del flechazo y de Cupido, pero no se habla de cierto impacto emocional al que yo llamo ceflacho; me he esforzado definiéndolo e incluso le he adjudicado una base mitológica creando el personaje de Picudo, un pescador con pinta de cormorán que, como si fueran flechas, lanza anzuelos… En ambos casos, aparecen comportamientos obsesivos y alteraciones de las constantes vitales. Djivan Lippemanian resaltó que, tanto el flechazo como el ceflacho, provocan valoraciones disparatadas de la realidad de las que surgen imágenes de hechiceras, príncipes o rostros desfigurados por espejos de feria. — Así como del “tú me haces vivir” se puede pasar al “me haces la vida imposible”, de vez en cuando, con los años, Picudo sustituye a Cupido —afirmó el doctor—. Hay flechazos que terminan convirtiéndose en ceflachos, amores que se transforman en rabia… — ¿Es el ceflacho desprecio amordazado? 77


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— Es una especie de aturdimiento en el que convergen complejos estados de ánimo. — ¿Uno de los síntomas es sentirse despersonalizado y atado de pies y manos? — Sí. Eso mismo sucede en ciertos flechazos… — ¿Y se alcanzan niveles de desesperación? — Semejantes a los de los flechazos… — ¿Cómo se cura esto? — Refiriéndonos al ceflacho, no diremos que un clavo saca a otro clavo. Debemos buscar la calma, igual que en los flechazos con rechazo. — ¿Y cómo se alcanza la tranquilidad cuando cada segundo forma parte de una tenaza que se pega a la piel sin dejar espacios libres? — Si no hallamos remedios eficaces, hay que alejarse de quien genera el ceflacho. — ¿Huir? — A veces, la mejor opción es apartarse del origen del problema. Juan Razón comprendió que su agobio se debía a un lamentable error; buscaba un flechazo y se había encontrado con un ceflacho. A pesar de que Tifota era escandalosa y fea, le parecía una buena chica; probablemente, si le explicaba su frustración, ella le entendería, pero ni siquiera por escrito se atrevía a decir nada. La idea de escapar sin dejar rastro le impidió distinguir otras soluciones. Para anular los efectos del ceflacho, ideó un plan que le obligaba a renunciar a todo lo que tenía. Pese a su determinación, no hubiera podido seguirlo si no hubiera estado ausente la causante de su desasosiego. El estado de la madre de Tifota se agravó. Ella le hacía compañía permanentemente y escribía cartas a Juan Razón sin recibir respuesta. Él no contestaba para evitar que de sus pa78


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labras se pudieran deducir sus intenciones; no comprendía que nada resultaba más sospechoso que su silencio. Un encuentro casual con Fina junto a la tienda de Cúrcumo tuvo gran importancia en el desarrollo de los acontecimientos: — Me he divorciado. — ¿Por qué? —preguntó Juan Razón. — He encontrado a alguien que me gusta más que mi antiguo marido. Como no he venido al mundo para pasarlo mal, procuraré sufrir lo menos posible. El nuevo novio de Fina era Casimiro Grayas, poseedor de Herederos de Vitruvio, una empresa que hacía la competencia a Deliciosa Edilicia. Juan Razón le confesó que vivía atormentado. Hablaron durante toda la tarde y terminaron revolcándose sobre las mercancías del almacén; asombrada, Fina comprobó que su amigo había aprendido a manejarla como a una pluma. — Voy a ayudarte —dijo ella con firmeza—. ¡Arreglarás tu situación y te librarás de esa mala mujer! Fina logró que ofrecieran a Juan Razón un contrato increíblemente ventajoso en Herederos de Vitruvio: se le permitió que tardara cinco meses en incorporarse y, durante ese tiempo, le pagaron como si estuviera trabajando. Utilizando confusas excusas, Juan Razón abandonó su empleo en Deliciosa Edilicia. Cuando intentó vender su piso, Cúrcumo, que conocía sus problemas, le propuso un trueque que le llevaría a mudarse a una zona poco conocida de la ciudad. — Si alguien pregunta por ti, diré que no sé nada —aseguró el tendero. A pesar de que era consciente de que hacía un pésimo negocio, Juan Razón cambió su casa, vieja pero de interés histórico, por un sótano maloliente de la calle Calígine. Necesitaba un sitio 79


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donde esconderse. Se dejó barba y modificó su atuendo. Si salía a comprar comida, utilizaba gafas oscuras y se movía con desconfianza. Casi todo el tiempo, permanecía encerrado como un criminal que teme a la policía. Consideraba que su comportamiento era innoble y se sentía molesto consigo mismo. Sabía que, si Tifota le pedía que volviera a su lado, sería incapaz de negarse. Una tarde, Fina le visitó y tuvo noticias de ella: — Esa bruja ha preguntado mucho por ti, pero se ha cansado de buscarte. Estará afilando sus garras para capturar otra presa. — No se rinde fácilmente y me quiere mucho —aseguró Juan Razón, molesto porque se dudaba de los sentimientos de Tifota. — Te quería mientras carecía de otras opciones. Te has convertido en un amante excepcional y mereces a alguien mejor… Me encantaría ocuparme de ti, pero voy a casarme y no es conveniente que sigamos viéndonos. Aunque le costó perder su miedo, cuando pasaron varios meses, Juan Razón se convenció de que jamás volvería a ver a Tifota. En su nuevo lugar de trabajo, le miraban igual que a un bicho exótico, pero, como creían que era un protegido del jefe, lo trataban con respeto. Nunca tuvo demasiado trato con sus compañeros de oficina, pero se ganó su estima porque siempre estaba dispuesto a ayudar sin pedir nada a cambio. Tifota regresó a la ciudad entristecida por el fallecimiento de su madre y desengañada por la manera de actuar de Juan Razón. En contestación a sus cartas, ¡le hubiera hecho tanto bien recibir unas líneas que expresaran afecto y condolencia! Un remolino de reflexiones la llevó a pensar que Juan Razón deseaba romper la relación que les unía. Se preparó para afrontar eso, pero nunca había imaginado que él iba a renunciar a todo lo que poseía con tal de perderla de vista. 80


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— ¿Tanto me odia? ¡Ha sido incapaz de decirme la verdad a la cara! —aullaba desgarradoramente, sin que su compañera de habitación consiguiera consolarla—. ¡Hubiera dado mi vida por él! ¡Le amaba! Sonaron unos golpes en la puerta y apareció el dueño de la Pensión Kakué. — Señorita Annwfn, ya sabe que la aprecio mucho, pero debo rogarle que se tranquilice —indicó—. Son las tres de la mañana y, si sigue gritando así, van a denunciarnos… Lejos de interrumpirse, los llantos de la giganta se incrementaron. Los cimientos del edificio parecían temblar. Sus lágrimas fueron contagiosas; la modista lloraba como atravesada por cien agujas y el dueño de la pensión enrojeció emitiendo incongruentes gruñidos. Ver que el dolor que ella sentía se reflejaba en el rostro de sus acompañantes alivió a Tifota. — ¡Gracias por no dejarme sola! —exclamó—. Por un momento, me he visto igual que un cubo de basura que incluso los basureros rechazan. — No digas barbaridades —dijo la modista—. Eres maravillosa. Haberte conocido es de lo mejor que me ha sucedido. No te hundas porque un imbécil no ha sabido valorarte. — Señorita Annwfn, perdiéndola a usted, ese sinvergüenza ha cavado su propia tumba —aseguró el dueño de la pensión. Pese al apoyo de sus amigos, la ansiedad que padeció Tifota durante meses fue tan grande que los temblores le impedían sujetar objetos. En la guardería donde había trabajado, le recomendaron que acudiera a un gabinete de psicología especializado en atender a padres de niños problemáticos; en principio, no le pareció el lugar más apropiado para exponer su situación, pero, allí, analizaron sabiamente su caso y le proporcionaron un tratamiento 81


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eficaz. Pronto, sin abusar de los fármacos, se sintió muy recuperada. Tal y como había previsto, sustituyó a Genoveva en Deliciosa Edilicia y alquiló el piso que había pertenecido a Társila. Si algún día Juan Razón regresara, comprobaría que ella no había alterado sus planes y, borrando el fracaso de sus recuerdos, vivía contenta junto a la casa que ambos podían haber compartido. Tifota descubrió su paradero fácilmente. Después de que hiciera compras generosas en su tienda, Cúrcumo le comentó que el desaparecido residía en la calle Calígine y trabajaba en Herederos de Vitruvio. — No diga que he sido yo quien se lo ha dicho —recalcó—. Forman una pareja magnífica y me alegraría que estuvieran juntos de nuevo. Si, de repente, se presentara usted en su domicilio, él la seguiría igual que un corderito. A Cúrcumo, le hubiera agradado que sucediese eso porque, tras la reconciliación, hubieran aumentado sus beneficios, especialmente en el caso de que llegara una descendencia tan numerosa como la que Tifota deseaba. Además, renegociando el trueque que habían hecho previamente, podía permitir a Juan Razón recuperar su antiguo piso a cambio de un pago razonable… Tifota estaba convencida de que, como decía Cúrcumo, si iba a buscar a Juan Razón, él se vendría con ella sin oponer resistencia. Sin embargo, aquel hombre a quien había adorado ahora le repugnaba. Un día, después de acabar su jornada en la oficina, Tifota tenía ganas de pasear. Caminó distraídamente hasta que se encontró junto al kiosco donde se había citado con Juan Razón por vez primera. Durante unos segundos, se quedó inmóvil, pero, después, se sentó en una de las sillas de la terraza y pidió una ración de anchoas y vino. Alguien se había olvidado un periódico y lo hojeó con despreocupación; llevaba meses sin prestar atención a lo que 82


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sucedía en el mundo. Era un ejemplar de La Noticia. Al llegar a las páginas de la sección de contactos, se sorprendió tanto que tiró su vaso al suelo. ¡A pesar del tiempo transcurrido sin recibir respuesta alguna, XXL-1 seguía escribiendo mensajes de amor a F-71!: “NO ME IMPORTA EL PASADO Y NO ME INTERESA EL FUTURO SI NO ESTÁS CONMIGO”. — ¡Me equivoqué al elegir! —suspiró—. ¡Ojalá no sea tarde para rectificar! Aunque la experiencia previa había sido muy desagradable y temía sufrir otro desengaño, Tifota decidió dar una oportunidad “al otro candidato”. El proceso se le hizo interminable y estuvo a punto de abandonar, pero llegó el momento de que XXL-1 y F-71 se conocieran en persona. Eligieron citarse junto a la fuente mayor de unos jardines que brillaban con la hermosura de la primavera. Tifota esperó la llegada de su pareja escondida detrás de un tilo. Cuando descubrió que XXL-1 era Terencio Carcoma, poco faltó para que saliera corriendo. ¿Cómo reaccionaría aquel hombre al averiguar que F-71 era una empleada suya? A pesar de sus dudas, decidió acercarse hacia él; avanzó torpe e insegura, pero, tras ver que la recibían con los brazos abiertos, desaparecieron sus miedos y la envolvió una sensación de felicidad. Tifota Annfwn y Terencio Carcoma se casaron y vivieron muchos años juntos. No tuvieron hijos. Cierta madrugada en la que el silencio parecía absorberlo todo, una luz iluminó el rincón de un sótano donde yacía muerto un anciano. Junto al cadáver, había un sobre. Un sujeto de perilla pelirroja abrió la puerta y se dirigió a la cama; llevaba una bata que recordaba a un tablero de ajedrez. Le acompañaba Tifota, reconocible pese a que la vejez había encorvado su enorme figura. “Es para usted”, comunicó el hombre mientras entregaba el sobre. Ti83


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fota, que sudaba como si sostuviera un bloque de plomo, desgarró el papel suspirando… Juan Razón se despertó sintiéndose igual de rígido que un difunto. Durante el resto de su vida, intentó sin éxito volver a soñar aquel sueño. Esa noche, lloró sentado en el suelo. Había comprendido que, aunque no deseaba verla de nuevo, siempre echaría de menos a Tifota. El doctor Lippemanian asegura que, tras los flechazos y ceflachos más intensos, suele presentarse el “eroautismo”, una fase que tiende a ser larga en la que predomina el desinterés por el sexo y el amor compartido. En el caso de Juan Razón, se puede decir que este periodo fue perenne.

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IV - HEREDEROS DE PLATA

Se veían las esclusas del Puente Canal. El atardecer producía espléndidos reflejos sobre las montañas. Dos jóvenes saboreaban su cena y contemplaban el panorama con emoción. Habían movido sus sillas para reducir la distancia que los separaba. Aunque reían sonoramente, en su conversación predominaban los susurros que expresaban la felicidad que sentían. — Ella tiene unos ojos preciosos —dijo Alberto, que, junto a Juan Razón, ocupaba una mesa a escasa distancia de la joven pareja—. Está muy enamorada, pero su amor durará poco porque todavía no desea atarse a nadie. Hace un momento, nos hemos mirado durante varios segundos; ha descubierto que yo quería alcanzar su interior a través de la mirada y no me ha prohibido intentarlo; a cambio, he dejado que su curiosidad me despojara de mi piel actual para que descubriera cuál había sido mi aspecto cuando yo tenía una edad similar a la suya. Lo que ha imaginado la ha atraído y me ha sonreído, leve pero intensamente. Hemos comprendido que, si fuera posible eliminar el desfase generacional y en el caso de que hubieran sido otras las circunstancias, me hubiera admitido a su lado. Su acompañante ha notado la señal que ella me ha dedicado y se ha girado sin ocultar sus celos. Cuando ha averiguado que su amada se había fijado en un viejo, se ha tranquilizado y me ha dirigido un gesto burlón. Se lo he devuelto incrementando el efecto para mostrarle que tiene mucho que aprender y que su dicha se agotará pronto porque no conservará 85


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a su amante más allá de una corta temporada. Ha entendido mi mensaje y se ha dado la vuelta sin conseguir disimular ciertos temblores… — ¿De verdad crees lo que me estás contando? —preguntó Juan Razón, que no había percibido que la pareja prestara atención a la gente que había acudido al restaurante. — A estas alturas y pese a mi escepticismo, me sigue fascinando la belleza femenina —continuó Alberto—. De vez en cuando, una mujer semejante a la que tenemos enfrente se apodera de mis pensamientos pero, a la mañana siguiente, compruebo que no me ha dejado ninguna huella; en cambio, mi memoria me muestra rostros, voces, nombres y cuerpos que creía haber olvidado por completo. Eso me inquieta. Alberto había invitado a cenar a Juan Razón para celebrar que cumplía setenta y cinco años. Habían ido a un local que estaba de moda. Se aseguraba que degustar los manjares que allí servían equivalía a caminar sobre las aguas. — Pues yo, más bien, he sentido que me hundía en un barro de falsas exquisiteces —aseguró Alberto—. Lo mejor que tiene este sitio son las vistas y nos han puesto en segunda fila… — A mí me ha gustado lo que hemos comido —contestó Juan Razón. — Tú devorarías arena si te la presentan en un plato. Supongo que actúas así desde la época en que pasabas hambre. La joven pareja pidió la cuenta. Las arrugas de Alberto vibraron como hilos de una telaraña. — Antes de marcharse, ella me mirará esperando que yo la salude —dijo con convencimiento. No se pudo comprobar si la predicción era acertada; en el momento en que la muchacha se levantaba para salir del restaurante, 86


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una enorme figura de indumentaria blanca se colocó delante de Alberto impidiéndole observar lo que ocurría detrás; era el cocinero, que, con un balanceo que recordaba al de un elefante marino, se movía para conocer la opinión de los clientes. — ¿Han quedado satisfechos los señores? —preguntó, empleando el tono más respetuoso que se pueda imaginar. Alberto, irritado porque había perdido la ocasión de despedirse de una mujer que le había encandilado y a la que nunca volvería a ver, sonrió mientras replicaba con antipatía: — Me han impresionado los ecos que producían los cubiertos en unos recipientes profundos y vacíos. Los entrantes merecían tal nombre porque cabían en un dedal y el pescado estaba crudo por fuera y chamuscado por dentro. — Es un efecto complicado, fruto de un largo proceso creativo —contestó el cocinero sin alterar su amabilidad. — ¿Quiere eso decir que ustedes se esfuerzan y se recrean planeando disparates, cocinando rematadamente mal? — Admito su punto de vista, caballero. Lo único que lamento es que se vaya disgustado de nuestro restaurante. — Eso ya es inevitable, pero no se preocupe; durante la guerra, comí cosas peores. — Es una pena que su valoración sea tan negativa. Intentaremos compensarles. — Has sido cruel —comentó Juan Razón, después de que el dueño del establecimiento se hubiera retirado. — Me he expresado con sinceridad. ¿Acaso debía seguir un guión concertado? —contestó Alberto—. Cuando alguien pregunta, debe aceptar que existen diversas respuestas, incluyendo las que no se desea escuchar. El cocinero estaba acostumbrado a que le dedicaran elogios; sin 87


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embargo, también recibía críticas severas. Consideraba que su disposición para encajar de buen grado los ataques de quienes no le estimaban reforzaba su propia grandeza. A su modo, aplicaba la máxima cristiana que insta a ofrecer a un agresor la mejilla que aún no ha sido herida y, si algún cliente intentaba ofenderle, reaccionaba obsequiándole como a un amigo. Juan Razón y Alberto, que desconocían esa manera de proceder, se sorprendieron cuando un camarero se acercó a su mesa para hacerles una propuesta: — La casa se sentiría honrada si ustedes aceptan tomar unos licores digestivos. Se les convida a lo que pidan, sin ninguna restricción. — Reconozco que es un agradable detalle —dijo Alberto—. Para empezar, le agradecería que trajera calvados, del más añejo… Esto se anima. Quizá venga otra chica guapa a alegrarnos la vista. La sala se fue vaciando. Algunos se marchaban con prisas. Alberto y Juan Razón, por el contrario, parecían haber averiguado que todavía era muy pronto. La bebida aumentó su locuacidad y, como casi siempre, terminaron hablando de literatura. Juan Razón ya no se limitaba a escuchar y llevaba muchas veces la contraria a quien había sido su maestro. — El capítulo undécimo debía haber sido el del final de la novela —afirmó Alberto, tras haber analizado las características de Cemí, Foción y Fronesis, los principales personajes de Paradiso. — Que no fuera así permitió a Lezama Lima presentar a Oppiano Licario —indicó Juan Razón, en cuyo rostro la ingestión de alcohol había provocado la aparición de manchas rojas. — Cuando el rayo destruye al árbol y libera a Foción de la adoración de su eternidad circular, debería haber concluido la historia; si el autor quería continuarla, tenía que haberlo hecho en un libro diferente —antes de proseguir, Alberto, que quería cambiar de 88


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tema, contuvo la respiración y saboreó lo último que le habían servido—. A Hawthorne, ninguna comida le parecía más agradable que la del desayuno porque decía que llegamos a él frescos, en la juventud del día, y somos capaces de expresar nuestros pensamientos con más veracidad y alegría… Yo prefiero las charlas que surgen con los tragos de una cena, sea buena o mala… Se rió con ganas. El resto de los clientes había abandonado el establecimiento. El cocinero había decidido que un camarero atendiera a los descontentos, sirviéndoles las bebidas que pidieran y permitiéndoles permanecer allí hasta que se cansaran, algo que todavía no había sucedido a las dos de la mañana. — Si estoy a gusto, deseo que la vida se parezca a una fuente inagotable —dijo Alberto, apurando el contenido de su copa—. Aunque he procurado no perder el tiempo, lo que he vivido me ha sabido a poco… ¡Un armañac, por favor! ¡Y otro para mi compañero! La procedencia de los licores que ingerían despertó en Alberto una repentina e intensa filia que se reflejó en sus comentarios: — Tomando el idioma como factor diferenciador y adjudicando una carta a cada gran escritor, la baraja más voluminosa correspondería a la literatura francesa… Juan Razón no contestó; sus fuerzas ya no le bastaban para sostener su cabeza, que cayó sobre la mesa como cubo que se arroja a un pozo. — ¡Qué poco aguante tienes! —exclamó su compañero—. ¿Podría usted llamar a un taxi? —añadió, dirigiéndose al solícito camarero. Al ir menguando el entendimiento de Juan Razón, la conversación se había transformado en una sucesión unidireccional de monólogos. Alberto prefirió no prolongarlos frente a un durmiente. Estaba contento. Al final, la celebración de su 89


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cumpleaños no había salido mal. Dejó una generosa propina. Juan Razón, que ya tenía más de cuarenta años, continuaba trabajando para Herederos de Vitruvio sin que le importara que su rutina fuera gris. Vivía en su sótano de la calle Calígine y no había vuelto a ir al Edificio Ramnusia. Empleaba la mayor parte de su tiempo libre descansando, leyendo y dibujando; cuando estaba de vacaciones, se refugiaba en su vivienda y, simplemente, descansaba, leía o dibujaba más. Alberto era su único amigo y le veía una o dos veces al mes. Sus hábitos daban la sensación de mantenerse inmutables, pero se producían en ellos cambios similares a inundaciones inesperadas. Después de haber dedicado muchas horas a la lectura durante bastantes años, dejó de disfrutar leyendo. No encontraba libros que le atrajeran; rechazaba los conocidos y los desconocidos, los de frases largas y los de frases cortas, los antiguos y los de reciente publicación, las novelas de muchos capítulos y los cuentos breves; ninguna variación de estilo o de temática conseguía despertar su interés, atenuar su hartazgo. — Ya te sucedió en una ocasión algo parecido —recordó Alberto, una tarde en la que había recibido a Juan Razón en su casa. — Aquello fue diferente; los abusos me hicieron enfermar. Ahora, de pronto, he perdido parte de mi capacidad de gozar. Dudo de que sea un estado pasajero. — No creo que existan motivos para temer que esa va a ser una situación permanente. Seguramente, te has llenado de leer; eso tiene arreglo. — ¿Me he llenado? — Sí. Y te ayudaría que te vaciaras escribiendo. — Aunque he acumulado bastante experiencia como lector, nunca se me dará bien escribir —dijo Juan Razón, que había olvidado los mensajes insultantes que apuntaba sobre cualquier pa90


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pelito mientras convivía con Heraclio y que recordaba con vergüenza las poesías que había dedicado a Genoveva. — En la crónica de su viaje a Sajalín, Chéjov recalcaba lo difícil que era para los presos resistir la tentación de escribir algo en una pared, aunque fuera una palabra obscena marcada con las uñas. Varían las aptitudes personales, pero escribir es beneficioso para casi todo el mundo. Haz la prueba y enseguida notarás que progresas. — Si empiezo a escribir, ¿volverá a gustarme leer? — Eso creo. La escritura, como el amor, puede curar, aunque hay quien confunde ambas cosas con el masoquismo. Incluso si predomina la torpeza, jugar juntando palabras, poner en movimiento sombras cuya inmovilidad confunde, buscar frases que encajen resolviendo hermosos rompecabezas o liberar mediante descripciones sentimientos que atascan el alma ayuda a sanar la mente; escribir te rejuvenece porque te deja como un corazón que se relaja tras haberse contraído y te predispone a recibir con más ganas lo que te ofrece la vida. — Suena bien lo que dices, pero… — Espera un momento. Voy a mostrarte alguna prueba. Al parecer, Alberto nunca se había “llenado de leer”, aunque, en su casa, los libros se amontonaban por todos los rincones. Apenas había adornos; algunas cajas llenas de libros se utilizaban como mesas o sillas; sólo había una cama, si un colchón colocado sobre un montón de libros podía recibir tal nombre; caóticamente o siguiendo un orden que no era fácil descifrar, los libros habían invadido el cuarto de baño y se mezclaban con la comida, en la despensa y en la cocina. Durante un momento, Alberto, que se había detenido en mitad del salón, se mantuvo indeciso; luego, al recordar dónde estaba lo que había ido a buscar, se movió con ra91


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pidez; sacó una cuartilla doblada de un tomo de enciclopedia que correspondía a la letra eme y rescató de la basura un papel que, el día anterior, había estado a punto de romper. — Me gustaría que leyeras esto —indicó a Juan Razón, entregándole la cuartilla doblada; sobre ella, con mucho cuidado y letra perfectamente legible, alguien había escrito lo siguiente: Una carta al mar ¡Oh, mar!... Cuantas veces he llorado al recordarte porque estás lejos de mí. ¡Oh, mar!... Ansío poder contemplarte, sentir tu brisa suave, notar tu olor penetrante, oír tus relajantes sonidos en medio de un baño refrescante, ¡oh, mar! ¡Oh, mar!... Me hechizas cuando te miro, inmenso, majestuoso, sereno, ¡oh, mar!... ¡Cuánto me hiciste soñar! No quiero dejarte jamás, pero vivo tierra adentro y algún día he de marchar. ¡Qué espectáculo cuando te enfadas! Tu belleza a nada se puede comparar, ¡oh, mar!... Tu bravura me estremece mientras golpeas las rocas para, sabiéndote poderoso, hacerte admirar y respetar. ¡Oh, mar!... Me haces vibrar. Que se mezclen tus olas con la sal de mis lágrimas cuando en la lejanía te vuelva a añorar. ¡Qué sufrimiento el vivir tierra adentro sin poder olvidarte jamás! ¡Oh, mar! ¡Oh, mar!... Nunca te dejaré de amar. — ¿Qué te parece? —preguntó Alberto, tras comprobar que su compañero había dejado de leer. — Se ve que es obra de alguien a quien enamoraba el mar —contestó Juan Razón, evitándose complicaciones al opinar—. ¿Quién lo escribió? — Mi madre, que carecía de hábitos literarios. Respondiendo a un fuerte impulso, mostró, mediante una emotiva carta, cuál 92


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había sido una de sus mayores frustraciones: verse obligada a vivir alejada del océano que tanto amaba. Aunque sólo fuera por un momento, la escritura le permitió aliviar el dolor que sentía y, de ese modo, transmitió sus emociones. Con frecuencia, me acuerdo de ella y de su mensaje al mar; por eso, he puesto esta cuartilla junto a una bella imagen de la enciclopedia… Ahora, lee esto, por favor —añadió. Juan Razón tomó el arrugado papel que Alberto le ofrecía y analizó un breve texto con toda la atención que le permitía ese desinterés por la lectura que le preocupaba: Bajo mis párpados Tras cebar silencios ajenos, se perdió una fabulilla entre los muros que han pintado las moralejas deshabitadas. Con el fervor de quien sabe que la vida es corta, vivía un joven alimentando una queja futura: “El tiempo reparte mal los placeres; es ahora cuando yo sabría disfrutar de lo efímero sin errores”. Cuando nada desafina, se puede pensar que es la misma persona la que siente lo que sentía, pero la añoranza, aferrada a felicidades irrepetibles, extrae de la experiencia deseos imposibles. Cuando Juan Razón acabó de leer, Alberto le interrogó con la mirada. — Aunque se ve que es consecuencia de reflexiones profundas, resulta algo más frío que lo anterior —comentó Juan Razón, en tono neutro—. ¿Lo has copiado o es de tu propia cosecha? — Lo escribí yo, ayer —confesó Alberto—. Desde hace meses, me agobia saber que mi tiempo se acaba y lo poco que me queda lleva las huellas de la vejez. No pienso visitar a ningún médico; sé que tengo problemas de salud sin solución… Antes de que se pierdan mis recuerdos, me gustaría escribir algo semejante a esa carta de mi madre o a las confesiones de los muertos que imaginó Edgar 93


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Lee Masters. Si logro mostrar claramente y en pocas palabras mis sentimientos, me sentiré satisfecho. Pese a mi insistencia, no he tenido éxito todavía, pero, aunque no encuentro lo que busco, conservo impulsos que me mantienen despierto… Cuando muera, me incinerarán, pero, si me enterraran, ¿sabes qué epitafio preferiría? — No. — Una equis seguida de una coma. — La gente creería que es un número romano. — Pero el significado sería otro. Las personas formamos parte de una compleja novela, siendo letras que contienen una historia individual. — Y, para ti mismo, elegirías una equis. — Símbolo de una ecuación que será arrinconada sin haber sido resuelta. La palabrería de Alberto terminó enredando a Juan Razón, que, finalmente, se comprometió a presentar, pasados quince días, un escrito relacionado con el mar. — No debes preocuparte —subrayó Alberto—. Me conformo con que completes una página, sin copiar nada; si quieres, prepara una lección de geografía indicando, más o menos, la extensión de los océanos y las islas que hay en ellos; si no sale demasiado bien, no importa; ya aprenderás. Alberto estaba bastante animado porque había encontrado un nuevo modo de convertir a Juan Razón en discípulo suyo; él había recibido premios y había publicado libros; su opinión debía ser respetada. Si conseguía que Juan Razón se aficionara a la escritura, reforzaría la influencia que ejercía sobre la única persona que le hacía caso. Esa noche, al llegar a su sótano, Juan Razón colocó sobre una mesa un folio en blanco e intentó empezar su tarea, pero fue in94


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capaz de hacer nada. No hubiera podido cumplir su promesa si no hubiera descubierto un hecho curioso: una tarde, mientras se movía alrededor de la silla, se le ocurrió una idea que le pareció aprovechable, pero, en cuanto se detuvo, se quedó bloqueado; sólo solucionó el problema cuando se puso a escribir caminando; gracias a eso, finalmente, al llegar la fecha convenida, Juan Razón presentó el fruto de su trabajo con cierto orgullo. — Lo siento. No sé descifrar este jeroglífico —le dijo Alberto, devolviendo el papel que le habían entregado. Cuando Juan Razón explicó el motivo por el que era tan difícil entender la letra, se rió con ganas—. Es muy peculiar tu escritura en movimiento; debes descender de los peripatéticos… Aunque, ¿tanto te costaba pasar el texto a limpio? Te voy a regalar una máquina de escribir para que conviertas en algo comprensible estos garabatos tuyos… Ahora, me gustaría que leyeras eso. Juan Razón carraspeó nerviosamente antes de que su voz, con un extraño tono, pronunciara las siguientes palabras: — Decir que los ríos desembocan en el mar es igual que asegurar que el pulgar desemboca en la mano; los ríos, sin saberlo, pertenecen a una estructura superior; su desplazamiento no lo origina la ley de la gravedad sino el impulso que… A Alberto, lo que escuchaba le parecía horrible, pero disimuló su impresión para no desanimar a su pupilo: — Me ha gustado que compares los ríos con dedos de los que el mar se vale. Ese mar que describes es el de la literatura, que te da la bienvenida, aunque, de momento, no eres más que un pequeño arroyo; de ti depende que el caudal aumente porque la lluvia necesaria está en tu interior. Juan Razón aceptó las tareas que le proponía Alberto con interés creciente. 95


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— Escribe sobre lo que conoces, pero completa tu aprendizaje escribiendo sobre lo que desconoces —decía Alberto—. Mis consejos son contradictorios; no intentes seguir varios al mismo tiempo; serán útiles si los aplicas en el momento oportuno; lo que hoy te agobia puede curarte mañana. Los creyentes dudan tanto como los ateos; tu confianza no será falsa si aceptas tus dudas… Alberto preparaba ejercicios en los que Juan Razón, primero, debía hacer una descripción alargándola todo lo que pudiera; luego, tenía que repetir el trabajo buscando la mayor concisión posible. — Compara el resultado —indicaba Alberto—. En la literatura, hay dos etapas, de carga y de descarga, que deben adecuarse a la magnitud de lo que se ha elegido. Puedes sentir que nada está de más en un texto extenso y, por el contrario, percibir como un estorbo la mitad de las palabras de un haiku; a veces, sobra la ocurrencia más brillante. En general, no te luces si no renuncias a lucirte; se logra reconocer eso con el tiempo. Analiza y comprende diferentes estilos; hay que aprender de Carpentier y de Simenon. Rulfo afirmaba que escribir es cortar; para cortar una rama, antes hay que dejar que crezca. Las frases sufren sístoles y diástoles y admiten durante su creación un lastre que es preferible aligerar después. El escritor crea un boscaje que suele ser más bello tras haber sido podado sin piedad. Cuando Juan Razón se aficionó a la lectura, quiso progresar demasiado deprisa y se resintió su salud; Alberto quería evitar que se repitiera ese error. Estaba contento por haber despertado el interés de su discípulo, pero procuraba que éste controlara sus impulsos. Aunque los escritos de Juan Razón no le gustaban, le adulaba para afianzar su motivación; pensaba que no debía dedicarle críticas rigurosas todavía; no sospechaba que, actuando así, 96


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fomentaba que su amigo desarrollara delirios de grandeza. — ¿Crees que ya estoy preparado? —preguntó Juan Razón cuando Alberto le pidió que escribiera un relato. — Aunque en tu proceso de formación queda mucho camino por recorrer, pienso que ha llegado el momento de que inicies la siguiente fase. — ¿Qué tipo de historia debo contar? — No te impondré restricciones. Te concedo el privilegio de Dioneo. Actúa sin darle demasiada importancia a esto; se trata de una prueba inicial. — Siento que van a soltarme en una llanura y no sabré qué ruta elegir. — Te sorprenderá comprobar que tienes recursos suficientes para moverte en cualquier dirección. Tengo curiosidad por ver qué se te ocurre. Mi primer cuento fue una farsa; ¡hay tanto de lo que burlarse! Más tarde, averigüé que yo era incapaz de imaginar argumentos que no fueran satíricos; pretendía reflejar lo absurdo de la vida y conseguía, con sarcasmo y crueldad, ocultar el sentimentalismo y la ternura. Aquello me provocó una frustración de la que me liberó la poesía. Los pasos que das, aunque sean descarriados, te llevan a encontrar lo que mejor se adapta a tu carácter y lo que expones se convierte en un mensaje que la corriente lleva en una botella buscando el aprecio de algún lector desconocido. — Supongo que las grandes obras que he leído me servirán de guía. — Sin duda, pero no olvides que equivalen a mapas de países que no encajan dentro de tu propia geografía. No plagies voluntariamente, pero no temas que se produzcan plagios inconscientes o coincidencias; a diario, decenas de personas tienen la misma ocurrencia sin que unas hayan copiado a otras. 97


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Alberto entregó a Juan Razón un ejemplar de Morfología del cuento, de Vladimir Propp, y una selección de consejos de Horacio Quiroga y otros. Juan Razón terminó dedicando a la escritura la totalidad de su tiempo libre. Al principio, se sorprendía ante sus propias frases, igual que un recién nacido que, desconociendo que sus manos le pertenecen, chupa los dedos con los que cubre el pezón que desea encontrar; más tarde, según fue adquiriendo soltura al escribir, se sintió como un director de orquesta: afinaba a su antojo los instrumentos del lenguaje y llegó a soñar que las palabras le rendían pleitesía. Los libros seguían causándole hartazgos, pero cada vez le seducía más leer lo que él mismo había escrito. A la hora de juzgar su propio trabajo, muy pronto mostró una tendencia alejada de autocríticas y afín a los niveles más altos de autoindulgencia. Día a día, crecía dentro de sí una sensación que le empujaba a creer que estaba a la altura de los más grandes literatos de la historia. Apoyando en una carpeta los folios que utilizaba, Juan Razón construyó su primer relato mientras caminaba; el resultado se convirtió en algo entendible cuando empleó la máquina que Alberto le había regalado. El cuento, titulado Connubio buido, se desarrollaba en el país más lluvioso del mundo; del nombre, podía deducirse que la historia era muy rebuscada: se centraba en la relación existente entre un paraguas sobre el que brillaba una corona de nomeolvides y su dueño, que vivía una interminable sucesión de rupturas y reconciliaciones matrimoniales. Cada día, este individuo perdía y encontraba su paraguas; su complicada vida familiar dependía de los sustos y alegrías derivados de estas desapariciones y recuperaciones. Una tarde, su esposa arrojó el paraguas al horno de la panadería donde trabajaba; desde entonces, él lo busca deambulando bajo la lluvia. 98


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Juan Razón acudió a la esperada cita caminando muy deprisa, impaciente como un enamorado. El convencimiento de que iban a elogiar su cuento no eliminaba unos nervios que intentaba aplacar respirando profundamente. No le extrañó que no le abrieran la puerta porque Alberto salía a menudo a dar una vuelta. Para entrar en la casa, utilizó la llave que estaba bajo un felpudo. Le sorprendió que su amigo estuviera descansando sobre el colchón; le vio tan sonriente y relajado que prefirió no molestarle y decidió esperar hasta que se despertara. El ático tenía una pequeña terraza y se entretuvo observando los movimientos de un gato de ojos brillantes que paseaba por los tejados. Después, descubrió que, encima de una caja que se usaba como mesa, Alberto había escrito algo sobre un folio: X, Volver allí. Es mi deseo. Allí fui feliz. Volver allí. Contemplar los cerros. Recorrer los barrancos. Oler los frutales. Volver allí. Pasear por las calles. Comprar en el mercado. Beber de las fuentes. Sentarme en el parque. Volver allí. 99


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Reunirme con amigos. Hacer deporte. Jugar al ajedrez y las cartas. Reírnos de nuestros enfados. Volver allí. Perseguir contoneos y caricias. Abrazar con fuerza a Luisa. Desnudar a Cristina. Dejar que me guíe Juana. Volver allí. Confesar la verdad. Remediar mi error. Decir a Paula que es hermosa, que la quiero todavía. Volver allí. Volver allí. Algo imposible. Lo pido todo. Porque me muero. Juan Razón interpretó que la sonrisa que mostraba su amigo se debía a la liberación que había sentido al escribir aquello. Al acercarse a contemplar su semblante de nuevo, supo que Alberto, desde hacía horas, ya no respiraba. Aprovechando un alquiler que le era muy ventajoso, Alberto 100


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había ocupado aquel ático durante cuarenta años; a sus propietarios, no les apenó que falleciera porque, por fin, pudieron vender el piso. Todos los libros acabaron en una biblioteca municipal, excepto uno que se llevó su discípulo; de los que estaban bajo el colchón, escogió un ejemplar de El maestro y Margarita, de Bulgákov; en la portada, aparecía un extraño felino; Juan Razón se preguntó si su elección había sido dirigida por el gato que le contemplaba desde el tejado. Había desaparecido la persona que evitaba que Juan Razón se sintiera solo. Pese a su desorientación, quería honrar a su mentor y estaba dispuesto a ser perseverante; como no le habían dedicado valoraciones negativas, se había convencido de que iba a convertirse en un gran literato. Consciente de que no alcanzaría su ambicioso objetivo sin un buen plan de formación, ideó uno basándose en su intuición. Supuso que su aprendizaje debería durar dos o tres años; una vez adquirida la habilidad precisa para manejar su talento, le resultaría fácil cultivar historias y recoger los frutos. Recurrió a un instrumento equivalente a los cuadernos de caligrafía que ayudan a los niños a desarrollar, de modo legible, su propia letra. Con intención de descubrir trucos del lenguaje, construir un estilo personal y eliminar errores, concibió una obra que, admitiendo cualquier aportación, se transformó en un mamotreto carente de estructura definida; esta especie de recipiente cósmico plagado de disparates, durante su veloz expansión, acumuló incontables nebulosas en las que únicamente el autor hubiera distinguido estrellas. Como montaña que pende de un hilo, tan disperso conjunto creció bajo el título que Juan Razón colocó para evitar el desplome: Los ocho hijos de Leopold Bloom. Aunque, en general, no hallaba defectos en lo que él escribía, pronto reconoció que su obra mostraba un uso descompensado de las maniobras de 101


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carga y descarga que Alberto había distinguido; tendía a formar enormes bolas de palabras que consideraba irreducibles por ser todos sus componentes imprescindibles. Resultaban llamativos los fallos que, por falta de rigor o por despiste, cometía al caracterizar a los personajes; la personalidad que les adjudicaba reflejaba incoherencias poco entendibles y, en el transcurso de unas cuantas páginas, sin que hubiera saltos temporales que justificaran los cambios, un mismo individuo podía ser descrito como gordo, flaco, alto, bajo, viejo, joven, mulato y albino, de tal modo que parecía que media humanidad era capaz de hacerse visible mediante modificaciones de un único cuerpo. Cuando observaba algún aspecto que debía ser corregido, dejaba constancia de su propósito de enmienda por escrito, pero su manera de escribir apenas variaba. Los ocho hijos de Leopold Bloom fue una obra inconclusa; quedó interrumpida cuando estaba a punto de alcanzar las dos mil páginas y la historia del quinto hermano se acercaba al final. Llegado ese punto, Juan Razón consideró que ya había adquirido la pericia que se requiere para dedicarse al oficio de escritor y decidió iniciar nuevas etapas en busca de la gloria. Durante aquella época, soñó mucho; de los sueños que se iniciaban tras la inevitable irrupción de la araña verde nacía la mayor parte de lo que escribía. La producción literaria de Juan Razón Rapaz fue vasta y variada; un análisis detallado resultaría demasiado extenso; es preferible hacer un resumen que mencione sus creaciones más destacadas; entre ellas, hay que incluir Nadie es mofeta en su tierra; aunque nunca se representó en ningún teatro, su autor estimaba que era un esperpento digno de Valle-Inclán y que el monólogo que empezaba con la frase “en mi casa, voy al retrete cuando me da la gana” merecía ser tan famoso como el fragmento más célebre de Hamlet. 102


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Juan Razón no prestaba demasiada atención a las noticias, pero sabía que había graves problemas en el mundo. Escribió Le arrancaron de cuajo la cola al renacuajo para denunciar la destrucción de la infancia, las guerras y las situaciones de extrema pobreza. En Dáctilos y pigmeos, desarrolló una historia destinada a resaltar que todo es relativo. En su encabezamiento, en lo que a él le pareció una incomparable mezcla de modestia, ironía e ingenio, puso lo siguiente: “cualquier parecido con lo que hubiera querido escribir es pura coincidencia”. La hoja de tilo era un cuento medieval inspirado en la leyenda de Sigfrido. La protagonista era una hermosa doncella que, para hacerse invulnerable al pecado, se sumergió en el charco producido por la menstruación de una dragona. Mientras se bañaba, una hoja de tilo cayó entre sus piernas. Su única debilidad quedaba en evidencia cuando algún apuesto galán le susurraba secretos al oído... Era el amor lava que adulaba convirtiéndola en esclava. Los vecinos nunca mienten fue una colección de relatos formada por tres tragedias contemporáneas, dos comedias atemporales y una alegoría en la que todas las piezas del ajedrez eran peones. Soy alérgico a las ariscas mostraba cómo se pasaba del rechazo al abrazo en la relación existente entre un apicultor con vocación de jardinero y una viuda que, tras su aparente antipatía, escondía un corazón de miel. El eructo de Ericto, epopeya de setecientos versos, narraba las vicisitudes de una hechicera de Tesalia dedicada durante siglos a provocar indigestiones y a convertir a los seres humanos en fieras. Aunque Juan Razón no intentó publicar ninguna de las obras citadas, las consideró de gran importancia porque le sirvieron para convencerse de que su escritura, como Proteo y siempre con gran103


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deza, podía transformarse en cualquier cosa. En cuanto conocieran su talento, los lectores buscarían sus libros con avidez. No le obsesionaba el dinero y no deseaba ser famoso. Quería que reconocieran su valía, pero evitando que el éxito alterara su rutina. No concedería ninguna entrevista ni permitiría que se apropiaran de su imagen; los periodistas tendrían que aceptar que él era aún más huidizo que Salinger. Emplearía un nombre ficticio y procuraría que no le molestaran. Entre otros, Italo Svevo era para Juan Razón una prueba de que autores capaces de producir excelente literatura podían usar extraños pseudónimos; eso le indicaba que, cuando las obras son buenas, lo de menos es el nombre que el escritor utiliza; sin embargo, su propia elección le provocó muchos quebraderos de cabeza. No halló nada que le pareciera adecuado hasta que optó por buscar combinaciones casi aleatorias. Apuntó en un papel los nombres de las moiras (Cloto, Láquesis y Átropo) y los de las erinias (Alecto, Mégera, Tisífone); luego, fue seleccionando una sílaba de cada una de ellas y… — ¡Clóquepo Almeti! —exclamó—. ¡Clóquepo Almeti! —repitió, maravillado y algo celoso porque sabía que, del mismo modo que poca gente recuerda el verdadero nombre de Stendhal, tarde o temprano, Clóquepo Almeti se encontraría en las enciclopedias dejando un espacio muy reducido para Juan Razón Rapaz. Que un ser imaginario se apoderara de sus méritos era el precio que debía pagar para seguir viviendo tranquilo. Juan Razón echaba de menos a Alberto; veía que, sin él, sus escritos habían evolucionado hasta alcanzar un nivel notable, pero no sabía qué debía hacer para que la gente conociera sus obras. Rara vez se sube una escalera partiendo del último peldaño; debía tener paciencia y ascender paso a paso. En el diario La Noticia, leyó la convocatoria del Certamen de Novela Corta de Parallá del 104


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Llano; se entregaban cinco premios y obtener alguna recompensa parecía sencillo. Decidió participar. Envió una historia de compleja trama: Cuatro gotas. A cada gota, le concedió un nombre, una personalidad y un capítulo. Al final, mediante un prodigioso golpe de efecto, se descubría que las cuatro protagonistas eran, en realidad, el producto de los delirios de un grifo oxidado. Concluida la tarea, había que esperar a que se produjera el fallo del jurado. Convencido de que iba a tener éxito, Juan Razón se mantuvo tranquilo durante varios meses, pero pasó demasiado tiempo sin que hubiera recibido noticias y, para solicitar información, llamó al Ayuntamiento de Parallá del Llano. Cuando supo que Clóquepo Almeti no estaba entre los premiados, se quedó igual de sorprendido que si se hubiera enviado a sí mismo un paquete por correo y no lo hubiera recibido. Analizó con detenimiento cuáles podían haber sido las causas de tan inesperado desenlace y llegó a la conclusión de que había sido un error mandar el resultado de un trabajo complicado a un concurso que, seguramente, estaba destinado a fomentar temas simples y rurales. Además, comprendió que Clóquepo Almeti no era un buen pseudónimo; debía cambiarlo por un nombre parlante que hablara claro, en plata… ¡En plata! ¡Había encontrado lo que buscaba! Él sería Juan Plata y, como tal, llegaría a ser fundamental en la historia de la literatura; los escritores de generaciones posteriores a la suya, de un modo u otro, serían considerados herederos de Plata. Juan Razón decidió que Juan Plata no se desgastara participando en batallas menores; en su primera aparición, seduciría a los más escépticos ganando el Premio Gran Letra. Buscando obtener el galardón literario más importante del país, abandonó los argumentos inverosímiles y escribió acerca de las claves de su propia vida; así, creó Un arquitecto en el Polo Norte, novela excelsa 105


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que presentaba sus adjetivos entre paréntesis para que cada lector pudiera prescindir de ellos si lo estimaba oportuno. Este sistema de palabras optativas multiplicaba las posibilidades del texto de un modo menos aparatoso pero más elegante que el que Cortázar usó en Rayuela. Consciente de la importancia de la obra, preparó una dedicatoria imponente: “me quieran o no, lo quieran o no, dedico este libro a quienes quiero”; él mismo desconocía la identidad de los destinatarios de su afecto, pero le gustó ver que aquello quedaba igual que una guinda perfecta en un jugoso pastel. Añadió, además, una advertencia: “la lectura requiere una atención absoluta”; suponía que, de ese modo, la solemnidad alcanzaba cotas insuperables. El jurado comunicaría su decisión la víspera del día de san Fenesto. Juan Razón estaba convencido de que iba a recibir el Premio Gran Letra, pero, lejos de permitir que su convencimiento le mantuviera inactivo, se dedicó a escribir El triple del doble, una crónica optimista que resaltaba las virtudes de la perseverancia mostrando que el propio esfuerzo es, en sí, una recompensa. La noche previa a la confirmación de su éxito, Juan Razón escuchó desde su sótano el ruido lejano de los fuegos artificiales con los que la ciudad celebraba sus fiestas patronales. Él soñó con titulares de los periódicos: “UN ARQUITECTO EN EL POLO NORTE, EXTRAORDINARIA NOVELA DE JUAN PLATA, GANA EL PREMIO GRAN LETRA”; “UN DESLUMBRANTE JUAN PLATA DA BRILLO AL PREMIO GRAN LETRA”… A la mañana siguiente, después de ducharse y afeitarse, desayunó despacio y bajó a comprar un ejemplar de La Noticia. No halló la información que buscaba en una primera página que estaba dedicada a crónicas festivas, fotos de un partido de fútbol y noticias referidas a los daños provocados por un terremoto. Le costó encontrar 106


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una breve reseña que le causó un profundo disgusto: “El escritor Pedro Sopor ha conseguido el prestigioso Premio Gran Letra con su novela de temática bélica Derrotas, botas rotas”. No se mencionaba a Juan Plata. ¡Se había cometido con él una nueva injusticia! Se sintió tan humillado como cuando el infame Carideno Ajeno y sus secuaces rechazaron su magnífico cenotafio. Juan Razón se negó a aceptar su fracaso; le parecía inconcebible que no se percibiera que sus méritos eran igual de evidentes que los efectos de la ley de la gravedad. Invirtiendo bastante dinero, mandó ejemplares de Sin élites, una “utopía deseable”, a todas las editoriales que conocía. La mayoría de las veces, no le contestaron; en alguna ocasión, le devolvieron su paquete sin haberlo abierto; en el mejor de los casos, mediante una amable carta, le agradecían con gentileza su envío, pero le comunicaban que no podrían publicar esa novela. Todavía tuvo arrestos para acabar una narración que estaba a la altura de lo mejor de su producción: Mal funciona el ascensor que iba a llevarme desde lo profundo de una terrible mina hasta la más hermosa azotea. Sube y baja sin detenerse, sin dejarme salir. Como había perdido su confianza en los carteros, que quizá conspiraban para perjudicarle, decidió acercarse a la sede de la Editorial Sin Igual y entregar su obra personalmente. — Un amigo me ha encargado que traiga esto aquí —comunicó a quienes estaban en la oficina del local. Antes de que hubieran podido contestarle, depositó su carga en un mostrador y se marchó. Nadie tuvo tiempo de fijarse en su cara; por eso, no le reconocieron cuando reapareció, meses después. — Quisiera conocer su opinión sobre el libro de Juan Plata que les dejé —dijo, temblando aún más que en su anterior visita. — ¿Alguien sabe algo de un tal Juan Plata? —gritó una chica que estaba intentando matar una mosca. 107


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— Ese nombre no me suena —contestó un tipo de grandes orejas. — Es el autor de Mal funciona el ascensor que iba a llevarme desde lo profundo de una terrible mina hasta la más hermosa azotea. Sube y baja sin detenerse, sin dejarme salir —recalcó Juan Razón. — Ahora lo recuerdo —aseguró un joven de rostro romo—. Estaba encuadernado burdamente. No sé dónde habrá ido a parar. — ¿Le gustó la novela? —preguntó Juan Razón. — Suelo echar un vistazo a los textos que pretenden viajar en nuestro barco después de haber entrado como polizones —respondió el joven—. Los hay que no están mal, pero rara vez llega de ese modo algo que merezca la pena publicar. — ¿Y qué le pareció esa novela? —insistió Juan Razón. — No terminé de leer el título —reconoció el joven. Juan Razón salió de la Editorial Sin Igual desanimado. ¡Vivía en una época asquerosa! Si Cristo volviera, no se tomarían la molestia de crucificarlo de nuevo; lo empujarían hacia un lado. Si Cervantes resucitara para presentar a la humanidad la segunda parte de La Galatea, nadie le haría caso. Por la noche, en su sótano, sacó varios folios en blanco. Lamentaba haberse comportado como un necio, haber creído que podía ser un buen escritor. No haría más novelas. Lo que se le daba bien era trazar formas geométricas e imaginar perspectivas de edificios y ciudades. Se sentó con intención de relajarse dibujando un castillo en lo alto de un acantilado; sin embargo, sin necesidad de andar alrededor de la mesa, se puso a escribir algo que, para él, fue semejante al mensaje que la madre de Alberto dedicó al mar: Nadie entiende nuestra letra. No comprendemos lo que nos dicen. Hay conflictos económicos, políticos, religiosos, deportivos y raciales. Damos poca importancia al arte que no produce dinero. Vivimos 108


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agobiados por los ruidos que nos dirigen. Nuestros estímulos carecen de la paciencia necesaria para hallar puertas en los muros. Imaginamos espléndidos futuros y queremos disfrutar de ellos en el acto. Tomamos por claro lo confuso y por indispensable lo pernicioso. ¿Por qué no nos calmamos? ¿Por qué hemos olvidado enseñanzas milenarias? ¿Por qué acumulamos fauces voraces en la memoria? ¿Por qué impedimos que fluya despacio nuestra inteligencia? ¿No sería deseable que no nos atropellaran contradicciones que huyen en estampida, que pudiéramos pasear tranquilamente por el interior de nosotros mismos? A Juan Razón se le ocurrió incluir estas reflexiones en una carta dirigida al director de La Noticia. Cuando la publicaron, se sorprendió. En el periódico, transformaron a Juan Plata en Juan Plasta, pero no le importó. Le reconfortaba que su carta hubiera sido seleccionada. Mantuvo la errata que había modificado su pseudónimo. Las cartas de Juan Plasta se multiplicaron y casi todas fueron publicadas. Con un estilo cercano al de las homilías, pudo opinar acerca de los temas más diversos y olvidó las frustraciones derivadas de su escasa fortuna como novelista. Esa temporada, soñó que Juan Plasta le pedía ayuda: “Como nadie me replica, siento que predico en el desierto. Necesito que alguien se dirija a mí para aportar brillantes contestaciones y extender mis enseñanzas”. Las peticiones oníricas empujaron a Juan Razón a crear nuevos personajes, cada uno con un domicilio ficticio y su propia personalidad. Contando a Juan Plasta, estos imaginarios seres llegaron a ser doce: Bartolo Benial, ebanista jubilado, indicaba dónde había aceras en mal estado, excrementos de perro sin barrer, semáforos averiados... Fernando Cutín, profesor emérito de ideas conservadoras, se dejaba dominar por lo visceral. 109


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Ana Dosal, actriz y bailarina, innovadora, lesbiana y combativa, discutía habitualmente con Fernando Cutín. Valeria Portino, monitora de piragüismo, mostraba su afición a los deportes y los viajes. Genaro Tortocollo, polémico curandero, provocaba gran número de respuestas, irritando a unos y divirtiendo a otros. Grafema Min, economista y asesora fiscal, analizaba didácticamente los vaivenes de la situación internacional. Cepiceno Zarzil, que presumía de saber pisar fuerte sin dejar huella, opinaba sin que nadie notara que lo hacía, sin que pudiera comprenderse por qué publicaban sus cartas. Nifurto Mesflada, teólogo y ganadero, describía hábilmente enfermedades de animales y dudas espirituales. Trebundo Hipocausto, amigo de montar broncas por los motivos más absurdos, se empeñaba en llevar la contraria al mundo entero. Gamaliel Mná se dedicaba a declarar su amor por las fiestas, los negocios fáciles, la buena mesa y las mujeres bellas. Policracia Sanius disfrutaba relacionando con historias mitológicas los sucesos actuales. En conjunto, este variado grupo de apostólico número adquiría propiedades similares a las de una mezcla de azúcares que fuera ópticamente inactiva. Juan Plasta era quien más intervenía, pero todos participaban. Juan Razón les consideraba receptores de la herencia de Juan Plata y repartió entre sus cartas numerosos fragmentos de sus novelas. Su actividad epistolar, superando a la de Voltaire, fue frenética. Para que no descubrieran su manera de proceder, evitaba dejar huellas dactilares y utilizaba diferentes máquinas de escribir, distintos tipos de papel y sobres muy diversos. Desplazándose vertiginosamente y procurando no equivocarse 110


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al realizar sus envíos, usaba doce buzones, de los que tres estaban localizados en pueblos cercanos a la capital y el resto distribuidos por toda la ciudad. Nunca supo si habían intentado ponerse en contacto con sus personajes. Las cartas se publicaban, tal y como él deseaba; lo demás carecía de importancia. Un domingo que correspondió al día en que más periódicos se vendieron aquel año, se produjo un hecho asombroso: la sección de cartas al director de La Noticia estaba ocupada íntegramente por los herederos de Plata. Juan Razón se mareó de pura satisfacción. Lo sucedido le confirmaba que Juan Plasta, Bartolo Benial, Fernando Cutín, Ana Dosal, Valeria Portino, Genaro Tortocollo, Grafema Min, Cepiceno Zarzil, Nifurto Mesflada, Trebundo Hipocausto, Gamaliel Mná y Policracia Sanius eran tan importantes como Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, los heterónimos de Pessoa. El impacto emocional que sufrió no hubiera sido mayor si le hubieran concedido el Premio Nobel. Aprovechando que estaba de vacaciones, permaneció durante una semana recluido en su sótano, moviéndose de una esquina a otra sin soltar el periódico que probaba su triunfo. Finalmente, cuando consiguió digerir las consecuencias de su victoria, comprendió que sería muy difícil igualar su propia hazaña y consideró que su carrera literaria debía finalizar. Si su maestro y amigo Alberto hubiera estado vivo, le hubiera asegurado que, de escribir, como de leer, ya se había llenado. Desde entonces, apenas dedicó tiempo a la lectura y la escritura.

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V - EL SERPIGO VERDE

Los sanativistas afirmaban que la pusilanimidad de los enfermos era la principal causa de cualquier patología. Había quien los consideraba una secta de sanos imaginarios a la que convenía vigilar. Aspiraban a reencarnarse en un cuerpo sin defectos tras morir de muerte natural habiendo mostrado una perfecta vitalidad. Se reunían en una antigua fábrica de jabones en la que habían instalado un gran salón de actos y varias piscinas para celebrar extraños bautizos. En toda la ciudad, había cerca de quinientos. Explotaban sin disimulo a quienes deseaban sumarse a su grupo y, de vez en cuando, admitían nuevas incorporaciones. Juan Razón los conoció cuando asistió a una conferencia cuyo tema despertó su curiosidad: “La reedificación de la salud”. Disponía de una tarde libre y fue a la antigua fábrica de jabones, que no estaba lejos del sótano donde vivía. Nada más llegar allí, se sintió fuera de lugar. La ropa de los sanativistas destacaba por sus vivos colores y quienes no lo eran resaltaban igual que tristes gorriones entre pájaros tropicales. Cual gota de grasa arrastrada por una corriente de agua, fue guiado hacia una sala circular que olía a templo desinfectado. A pesar de su ofuscamiento y de que había bastante gente, encontró un asiento libre sin dificultad; parecía que habían reservado un sitio para él. Adolfo Orvietán, el conferenciante, era enorme. Llevaba una túnica de cromatismo comparable al de un abejaruco. En su cabeza rasurada, marcas de una alopecia circunscrita creaban una espiral fascinante. Sobre su frente, la dermatitis 112


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atópica había generado manchas que definían la silueta de dos orquídeas y una amapola. Caminaba arrastrando los pies con rapidez y en silencio. Cuando apareció a través de una rampa que lo situó en el centro de la circunferencia que delimitaban las paredes, los sanativistas le saludaron con gritos indescriptibles y, colocando los pulgares de sus manos sobre las sienes, iniciaron un masaje que constaba de varias fases: roce, fricción, amasamiento, pellizcado y percusión; así, conseguían despertar la atención, avivar la concentración, eliminar negatividad y producir receptividad óptima; durante la última etapa, empleaban un martillito amarillo de goma. — ¡Hay que liberar la mente! —anunció el gigante. Aunque hablaba susurrando, daba la sensación de que sus palabras hacían temblar el suelo; algunos aseguraban que percibían su voz a través de los pies. Juan Razón, poco a poco, notó que su cabeza se convertía en un conjunto de hilos con los que empezaban a tejer un sombrero hecho a su medida. El conferenciante había nacido en una isla tropical. Desde niño, buscó la oscuridad de la selva. Era buen cazador y conocía las propiedades de cada planta. Le fascinaba recorrer un camino que, rodeado de vegetación casi impenetrable, terminaba junto a un muro que se extendía centenares de metros y alcanzaba en algunos tramos la altura de un gran árbol. — A pleno sol y agobiado por los insectos, pasé muchas horas frente a aquella monstruosa ruina sin comprender su existencia —dijo Adolfo—. Tardé años en averiguar que era obra de los reclusos de un penal que estuvo durante siglos en el extremo nororiental de la isla. Los guardianes obligaron a los presos a construir un monumento a la imbecilidad. ¿Era imposible hallar labores que dignificaran el castigo de los condenados? Ese muro me ayudó a 113


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comprender que nuestra sociedad está enferma; yo debía evitar su influjo y edificar mi propia salud. El gigante subrayó que él daba poca importancia a sus títulos académicos. En la universidad, su expediente fue brillante, pero, tras doctorarse, atacó sin piedad a sus antiguos maestros señalando que las civilizaciones que dominan el mundo han surgido sumando falsedades y ausencia de verdadero talento. — Eminentes incapaces me llaman farsante, pero saben que transformo las enfermedades en impulsos beneficiosos. Frente a un auditorio embelesado, Adolfo Orvietán narró cómo había sido estudiado su perfil biológico por un equipo médico: — Destruí su suficiencia dedicándoles las dos orquídeas y la amapola que hay en mi frente —afirmó, extendiendo sus brazos mientras resplandecía su túnica—. Al ver que les desconcertaba que yo controlara la pigmentación de mi piel, alterando el número y posición de un grupo de pecas, representé sobre mi pecho diversas constelaciones del zodiaco. Nunca publicaron los resultados de su análisis. Intentan silenciar mis logros y ridiculizarme porque prefieren fomentar lo que debilita y mata. El conferenciante hizo una pausa larga. Los sanativistas golpearon sus sienes con sus martillitos amarillos. Si hubiera tenido uno, Juan Razón les hubiera imitado. — No es aconsejable usar cloroformo para limpiar manchas. El agua es indispensable, pero se convierte en letal si se ingieren muchos litros de golpe. La torpeza y la insensatez causan más destrozos que los agentes patógenos. Compartiré lo que sé con quienes merecen mi confianza. Amo la soledad sin odiar a la humanidad entera —recalcó Adolfo—. He vivido más de cien años y mantengo un vigor juvenil; incluso he crecido dos centímetros durante los últimos meses. Las metástasis de varios cánceres me fortalecieron 114


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y supe emplear el mal de Alzheimer para reforzar mi memoria. Dentro de uno mismo, es posible detener una plaga provocando la autodestrucción de lo que daña. Cualquiera es capaz de repetir lo que yo hago si recibe la instrucción adecuada; mis colaboradores dan fe de ello. El gigante volvió a interrumpir su discurso con intenciones enfáticas. Sólo la percusión de los martillitos alteró ligeramente el respetuoso silencio. Juan Razón deseaba ser un sanativista más. — No permitáis que os aniquilen hábitos equivocados. No colaboréis en la construcción de lo inservible —dijo el conferenciante—. Abrid puertas y ventanas en las paredes de vuestra vida. Reedificad vuestro cuerpo. La plenitud se alcanza produciendo el máximo logro de todo ser vivo: la propia salud. El sanativismo había creado una jerarquía bien definida. Adolfo Orvietán, maestro fundador, contaba con trece ayudantes principales. Había unos cuatrocientos militantes de base y el resto pertenecía a diversas categorías: iniciadores-presentadores, inquiridores-analistas, asesores-confesores y jueces-inspectores. Juan Razón tuvo que rellenar una hoja de solicitud antes de que le ofrecieran una cita. — Es usted Juan Razón Rapaz, igual que el de la famosa canción —dijo el iniciador-presentador que le recibió. Se llamaba Crispín; era calvo y hablaba con aspereza, mojando constantemente sus labios con la lengua mientras mantenía casi sin pestañear el movimiento pendular de sus ojos saltones. — Nunca la he escuchado. Ya me han comentado eso antes. Debe tratarse de una casualidad. —respondió Juan Razón. — ¿Le atrae el sanativismo? — Estuve en la conferencia del otro día y… — ¿Qué busca? 115


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— Información. — ¿Información? No hay más que verle para comprender que necesita, sobre todo, equilibrio mental. — ¿Qué insinúa? —replicó Juan Razón, con desagrado. — ¿Cuántos años tiene? —preguntó Crispín. — Cincuenta y cinco. — No es un jovencito. — ¡Vaya descubrimiento! — Pero puede recuperar su juventud si rectifica. — ¿Qué tengo que rectificar? — Casi todo, empezando por su indumentaria: entre otras cosas, tiene los botones de su camisa mal abrochados. — Siempre me visto apresuradamente —reconoció Juan Razón, ruborizándose. — A la vista está que ha vivido como quien navega a la deriva. Impactos de todo tipo se reflejan en sus muecas. — Si considera que no tengo remedio, me marcharé. — No pienso que su situación es irreversible. Le veo como a un barco con grandes boquetes que, afortunadamente, se mantienen por encima de la línea de flotación. Deseo ayudarle; aunque, para que confiemos en usted, primero hay que comprobar que usted confía en nosotros. — Aún no les conozco bien. — Es lógico que tenga dudas; en nuestra sociedad, demasiada gente difunde ideas perniciosas. Nosotros aportamos soluciones reales para los problemas importantes. — No he dicho que tenga dudas. Aún no puedo juzgar. — Le ofrezco mis servicios, pero debo comprobar que su interés es sólido. ¿Qué opinión tiene de nosotros? — Me gustó la conferencia del otro día y… 116


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— El sanativismo conduce a ser una persona sana. Hoy, no vivimos en la Eternaria de los míticos Rédulo y Flemo. No se dan las condiciones necesarias para que la salud surja espontáneamente. Hay que trabajar mucho para anular los factores negativos —recalcó Crispín. Juan Razón asintió rascándose la cabeza; de vez en cuando, miraba los botones de su camisa temiendo que hubiera vuelto a equivocarse al abrocharlos. — El mundo forma un esqueleto en el que cada ser humano es un huesecillo que casi siempre está dislocado —continuó Crispín— Cuando alguien no ocupa el lugar que le corresponde, provoca una luxación en el planeta que se ve magnificada por la acumulación de errores. El sanativismo recoloca adecuadamente piezas desordenadas por la insensatez y las enfermedades. Nuestra sociedad genera personalidades que no distinguen lo propio de lo ajeno. ¿Está usted dispuesto a transformarse para llegar a ser usted mismo? — Me gustaría intentarlo. — Si llega usted a formar parte de los elegidos, se redimirá. — Eso espero. — Se ha dicho que Lucifer fue vencido porque no recibió el apoyo de la mayoría de los ángeles. Nuestra labor es más complicada que la de los defensores del cielo; para derrotarnos, basta con que un tercio de nuestro vigor nos abandone. — ¿Creen ustedes en los ángeles? — Vivimos en permanente estado de lucha. Existe una energía en tránsito cuyo nombre no importa. Debemos protegernos con su fuerza. La paz se consigue gracias a la salud auténtica y a brincos intergeneracionales conscientes. — ¿Mediante la reencarnación? 117


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— La muerte puede prolongar la existencia. Quien carece de vitalidad se extravía cuando muere y no evita que su espíritu desaparezca. ¿Desea usted progresar gracias al sanativismo o prefiere que todo acabe en la primera tumba? — Es fácil responder a esa pregunta… Para desanimar a quienes no pasaban de ser simples intrusos y fomentar que el interés verdadero recibiera el beneficio de la sumisión, los sanativistas obligaban a los recién llegados a superar duras pruebas. — Debe empezar haciendo una cura de hambre de un mes —anunció Crispín. — ¿Por qué? — Su desconfianza me molesta —respondió Crispín entre brillos de su calva. — Más que desconfianza, en mi caso hay ignorancia. — No actuamos caprichosamente. Si quiere sumarse a nosotros, debe someterse a un proceso que corrija desajustes producidos por hábitos malsanos. — Durante el ayuno, ¿no podré comer nada? — Tomará diariamente tres litros de agua de borrajas y cien gotas de julepe de pasionaria, arándano rojo y semillas de hinojo. ¡Nada más! — ¿Dónde puedo encontrar eso? — A partir de ahora, comprará en nuestro almacén todo lo que necesite. El sanativismo obligó a Juan Razón a afrontar diversos retos. Apenas tuvo dificultades al ingerir mejunjes, pero sufrió bastante cuando le obligaron a pasar hambre. Obtuvieron una información exhaustiva acerca de su persona estudiando la forma de su cráneo, los ruidos de su estómago, las pautas de sus bostezos, la estructura 118


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de su ombligo, las características de su escritura y otras muchas particularidades. Le diagnosticaron una toxicosis que hubo de contrarrestar ingiriendo ajos crudos, yemas de pino y hojas de eucalipto; también consumió cocciones de canela, salvia y pepino destinadas a aliviar sofocos de su yo femenino. Para favorecer su futura reencarnación, se acostumbró a tragar una mezcla de sus propias heces, orina, sudor, semen y lágrimas. Un asesor revisó su modo de caminar y moverse. Le entregaron unas plantillas que forzaron sus pasos hasta hacerlos irreconocibles. Un collarín con púas hacia dentro sirvió para anular los temblores de su cuello. Lo que más le costó fue adaptarse a las condiciones que le impusieron para dormir: debía poner la boca junto a un extremo de la cama y retorcerse de modo que el pecho se apoyara sobre un cojín mientras la pierna derecha rozaba el suelo y la izquierda actuaba como contrapeso; transcurrida una semana, había que invertir la postura del cuerpo. Pegaron guijarros puntiagudos a su pijama; si quería evitar que le provocaran dolores, tenía que mantener la posición que, en su caso, se había considerado idónea. — Ha de acostumbrarse a permanecer inmóvil —le recalcó su asesor—. Así se descansa, las vísceras no se recalientan y las pesadillas desaparecen. Antes, cuando me tumbaba sobre el vientre, soñaba que me azotaba una bruja y, si yacía sobre mi espalda, me despertaba creyendo que iba a atacarme un vampiro. En cuanto aprendí a colocarme tal como corresponde a mi naturaleza, desaparecieron los problemas. El sanativismo averigua lo que conviene a cada persona. Proporcionaron a Juan Razón una colonia que le dotó de un olor definitorio tan indescriptible como invulnerable al ataque de otros aromas. Le recomendaron que vistiera pantalones amarillos, calcetines naranjas y camisas verdes. Debía llevar botones de ma119


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laquita, pulseras de ágata y un colgante de turmalina. Acudía a sesiones en las que un monitor obligaba a los asistentes a sumergirse en agua helada. Se le aconsejó que cambiara de vivienda, pero pudo permanecer en su sótano después de hacer reformas que aumentaron la luminosidad y la ventilación del lugar. Modificó el color de las paredes y la distribución de los muebles. Colocó quemadores de incienso en cada esquina. Compró un conjunto de varillas y, con ellas, formó una pirámide alrededor de su cama… Sus visitas al almacén donde vendían los productos que necesitaba eran frecuentes. Una vez, se encontró allí con Cúrcumo, que estaba distribuyendo mercancías. — ¿Eres sanativista? —le preguntó. — No, pero me preocupa la salud de los demás —respondió el tendero. Los compañeros de trabajo de Juan Razón estaban convencidos de que su interés por el sanativismo sería pasajero. No era la primera vez que apreciaban extrañas alteraciones en su comportamiento. Recordaban que, cuando se había dedicado a alimentar a los pájaros de un parque cercano, empezó llevando miguitas de pan y terminó trayendo hogazas de cinco kilos. En cuanto él aparecía, los animales acudían como sedimentos de una inundación: palomas, gorriones, patos, gaviotas, cuervos… Juan Razón pasó una larga temporada proporcionándoles comida hasta que, repentinamente, dejó de hacerlo. Las aves continuaron reuniéndose a determinadas horas, pero el regreso de su benefactor nunca se produjo. Adolfo Orvietán clasificaba a sus seguidores en siete niveles; el séptimo correspondía al propio maestro, que había alcanzado la salud verdadera. Un tribunal de jueces-inspectores evaluaba los progresos. Cuando alguien pasaba a una categoría superior, se ce120


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lebraban ceremonias en las que se envolvía a los afortunados en sal antes de sumergirlos en una piscina. Así se remarcaba que se había producido algo semejante a la metamorfosis de las larvas, la muda de piel de los ofidios o la sustitución de las astas de los ciervos. A quienes alcanzaban el tercer nivel, se les entregaba un martillito. Cuando Juan Razón lo recibió, se emocionó y estuvo varias horas masajeando sus sienes con él. Los sanativistas elaboraban diarios y revelaban numerosos detalles sobre sus sueños, sus necesidades fisiológicas y los sonidos irritantes que habían escuchado. Cada diario era examinado por inquiridores-analistas, asesores-confesores y jueces-inspectores. Una vez, Juan Razón soñó con insectos de rostro humano que acumulaban piedras preciosas, metales y papeles. Dispersaban semillas que, al germinar, creaban fronteras que se defendían ferozmente. Gritaban sin entenderse y se cazaban unos a otros valiéndose de anzuelos con mendrugos, banderas, libros de oración y monedas perforadas. El sueño llamó la atención de sus superiores. Crispín se reunió con él; tras alcanzar el sexto grado de salud, se había convertido en uno de los ayudantes principales de Adolfo Orvietán. — Fui tu iniciador-presentador y te aprecio. He seguido con interés tu trayectoria —dijo con suavidad—. Tu sueño hay que relacionarlo con la economía y la religión; respecto a la primera, te recuerdo que la salud es el principal tesoro y, en cuanto a la segunda, no olvides que las únicas religiones válidas son las que contribuyen a que una persona esté sana. Observo en ti una intranquilidad preocupante. Ha aumentado la frecuencia de tus deposiciones y, según los informes acústicos, estás soportando nocivos estruendos… — En mi sótano, los ruidos retumban mucho. Están haciendo obras en la calle Calígine; por electoralismo, desean 121


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acabarlas pronto y no se detienen cuando llega la noche. — No tienes por qué aguantar eso. Ha llegado el momento de que vendas tu casa, abandones tu trabajo y te dediques exclusivamente a ayudar a nuestra organización. Te proporcionaremos alojamiento y manutención. Buscas la salud verdadera, ¿no? — Por supuesto. — Tarde o temprano, tienes que hacer lo que te digo. Estás preparado para dar el paso decisivo. Piensa en ello detenidamente antes de responderme. Al día siguiente, apareció el serpigo verde. Se manifestó, al mismo tiempo, en diversas zonas de la ciudad. Afectaba a cualquier persona y se presentaba de improviso. Por la mañana se podía estar sano y a la noche haber fallecido. El proceso siempre era mortal. Se desconocían las vías de contagio; en algunas familias, sólo sobrevivía el sujeto más viejo o el de peor salud; en otras, sucedía lo contrario. Nada había de previsible en la epidemia. Acabó con mil vidas en menos de una semana. “¡Arrepentíos de vuestras acciones e inacciones! ¡Se acerca el final!”, anunció a su espantada audiencia un conocido predicador de un programa televisivo. Para evitar enfermar, algunos dejaron de comer y beber. Pese a que el mal también se había presentado en otros lugares y la huida no garantizaba que desaparecieran los riesgos de contraerlo, muchos abandonaban la ciudad apresuradamente y se extraviaban en cuanto partían. Se sacrificaron cientos de animales pues hubo quien culpó del desastre a perros, gatos, canarios y loros. Se arrojaron ríos de lejía a las alcantarillas. Se persiguió con saña a los insectos, arañas y ratas. Se talaron árboles y se quemaron libros, mantas, muebles e incluso dinero. En el Parque Majagraz, infinidad de sujetos formaban montículos de tierra con las manos y, colocándose sobre ellos, actuaban como si les hubieran adjudicado un púlpito: 122


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— ¡Imitadme para engañar a la muerte! —gritaba un hombre vestido de payaso. Había dibujado una llaga verdosa alrededor de su boca creando el efecto de una inquietante sonrisa. — No haced caso a los locos —aconsejaba un barbudo que estaba a su lado—. Su remedio es semejante a apagar la luz para que no te encuentren las pulgas. No hay que reírse de ciertos temas: un insigne dramaturgo murió mientras interpretaba a su enfermo imaginario. Debemos tomarnos esto muy en serio. La seriedad nos protegerá. — Nos condenan a sufrir nuestros dirigentes —aseguraba un individuo muy delgado—. Crean plagas para mantenernos hundidos. — No debemos temer nada —afirmaba un hombre de mofletes colorados, jugando con una cuerda que colgaba de su cuello—. Viviré igual que siempre y, si descubro que esa enfermedad ha empezado a invadirme, me ahorcaré y la dejaré con un palmo de narices. — Es preciso desconcertar a lo que desconcierta —decía un vendedor de bata blanca que había distribuido medicamentos sobre una mesa—. Para adelantarnos al enemigo, probemos píldoras y jarabes, variando la dosis y… — ¡Vaya manera de dar palos de ciego! —exclamó un oyente. — Un bastonazo dado a ciegas puede ser muy efectivo —contestó el de la bata blanca—. Frente al peligro, un ciego no debe comportarse como un paralítico. — ¡Farsante! —gritaron. — Nadie obliga a escuchar ni a comprar nada. Quien esté a disgusto que se marche de aquí… Tras recibir un puñetazo, el charlatán perdió el sentido. Las discusiones violentas eran frecuentes. El miedo nublaba las mentes. 123


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Los médicos no entendían aquella patología. Aparecía sebo entre las heces y, a causa de una repentina y extrema fragilidad del esqueleto, intensos ataques de tos provocaban roturas de huesos. Una ulceración verdosa de unos diez centímetros de longitud nacía en el rostro y, cicatrizándose por un extremo y extendiéndose por el otro, recorría la piel como una oruga hasta que, convirtiéndose en una lesión perforante, viajaba hacia el interior del cuerpo causando un padecimiento atroz. Se producían gangrenas y tumores; ganas incontrolables de orinar se sumaban a la incapacidad para hacerlo; hemiplejías giratorias se reflejaban en coreas eléctricas y atetosis. Las costillas se desplazaban y la columna vertebral se desdoblaba; los ojos se separaban hasta alcanzar una posición semejante a la de los caballos y una terrible hinchazón provocaba el estallido del cráneo. Sin posibilidad de alivio, el enfermo expiraba entre indescriptibles dolores. El proceso, que solía ser interrumpido por un suicidio, rara vez superaba las veinte horas. Los científicos denominaron a la enfermedad mal de Hellman-Burnel, pero, en general, la gente le dio otro nombre: la peste verde. Aunque la epidemia no había causado víctimas entre ellos, la inquietud también alteró a los sanativistas. Juan Razón pasaba mucho tiempo examinando su rostro frente a un espejo mientras utilizaba su martillito. Para tranquilizar a los suyos, Adolfo Orvietán convocó una reunión en el salón de actos. Se presentó más deslumbrante que nunca. Su estatura había aumentado y las flores de su frente resaltaban como marcas angélicas. — Daniel Defoe nos cuenta que, en 1665, la peste mató a más de cien mil personas en Londres —dijo el maestro—. Avanzó igual que una nube oscureciendo un lugar mientras se aclaraba otro; eso permitió que los barrios que soportaban con mayor virulencia la 124


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epidemia recibieran ayuda de quienes no se habían visto afectados o de quienes habían sobrevivido al máximo furor de la plaga. Aunque el serpigo verde progresa como esa nube, la destrucción que produce no deja posibilidad de recuperación. Los daños que causa son irreversibles, pero actúa manteniendo las dimensiones de su foco agresivo; esta limitación nos ayudará a encontrar la manera de combatirlo. Defoe narra las discusiones que se establecieron entre médicos eminentes. Se empleaban incontables argumentos y nunca cesaban las críticas de quienes eran contrarios a todo lo que se propusiera. No hay que confiar en remedios que provienen de intuiciones; respecto a lo que desconocen, los propios sabios son obtusos. ¡Que no os guíe la ignorancia! Nada debéis temer si pensáis poco en la enfermedad y mucho en la vida. Llenando de optimismo a sus fieles, Adolfo anunció que salvaría a la ciudad, absorbiendo toda la negatividad de la plaga. — ¡Serpigo o peste verde, acude a mí con esos nombres o con los que te presten mil demonios! —clamó el gigante frente a un auditorio que le escuchaba temblando. Adolfo Orvietán fue el primer sanativista afectado por el mal de Hellman-Burnel. Aunque el proceso casi nunca superaba las veinticuatro horas, él resistió tres semanas. La úlcera no dejó rastro de las orquídeas y la amapola de su frente. No emitió ningún quejido. Ni siquiera el estallido de su cráneo borró el gesto sereno con el que afrontó el combate. Menos valor exhibieron sus seguidores pues, tras su muerte, como si hubieran sonado trompetas apocalípticas, se produjo una desbandada casi general; muchos martillitos quedaron abandonados sobre el suelo. — ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Juan Razón. — Mantén la calma —respondió Crispín—. El maestro se ha reencarnado. Su sacrificio pronto será comprendido. Ha desactivado la epidemia. 125


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— ¿Y, ahora, qué hacemos? —insistió Juan Razón. — Voy a seguir el debate. ¿Vienes conmigo? — ¿Qué debate? — Van a dedicar un programa al serpigo verde. Analizaré los errores. Fueron a una salita en la que había un televisor y varias butacas. Crispín se sentó delante. Juan Razón se quedó junto a la puerta. En la pantalla, apareció Proel De la Souche. Representaba a los renacidos crecederos; había colaborado con Adolfo Orvietán pero, tras distanciarse de él, había generado un movimiento alternativo al sanativismo. — La peste verde es un envenenamiento producido por los edificios que se construyen, los coches que se fabrican, la comida que se ingiere y las actividades a las que se dedica la mayor parte del tiempo. Para acabar con la plaga e impedir que se desarrollen otras similares, deberían tomarse medidas drásticas: entre otras, derribar las casas para rehacerlas, inmovilizar los vehículos y cerrar las tiendas y los mercados —Proel De la Souche exhibía una larguísima coleta y, cuando hablaba, tiraba de ella como si hiciera sonar una campana—. Entre los renacidos crecederos, nadie ha padecido el mal de Hellman–Burnel. Nuestras viviendas están bien acondicionadas, empleamos cubiertos de un sólo uso y únicamente consumimos alimentos que nosotros hemos producido… — Los traidores, a distancia, huelen —masculló Crispín. Cuando Proel De la Souche acabó su discurso, habló el doctor Mant, flaco, de nariz puntiaguda y canosos aladares: — Las transformaciones que determinan la selección natural no siempre son graduales; el registro fósil muestra mutaciones a gran escala que responden a cambios ambientales globales… Pienso que nuestra especie está a punto de evolucionar; quizá por eso ha apa126


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recido el serpigo verde: quienes sobrevivan podrían ser mutantes que nos sustituyeran… — No está del todo equivocado —comentó Crispín—. Los sanativistas sobreviviremos modificando conscientemente nuestro genoma. Las intervenciones se sucedieron sin que se percibiera algo diferente a una sucesión de monólogos, pero la situación se alteró por completo en cuanto el presentador citó a dos de sus invitados: — Me gustaría conocer las opiniones de los muy ilustres Gervasio Balaster y Natalio Sarnandel… Los ojos de Gervasio Balaster giraban como boleadoras de gaucho, de modo que, al mismo tiempo, podía mirar con desafío al cielo y con desprecio al suelo. Mientras hablaba, sus labios babeaban y se retorcían como queriendo besarse a sí mismos. Tenía la capacidad de sacar de quicio a cualquier interlocutor; consideraba que su juicio era el sano juicio y el juicio ajeno siempre resultaba irrisorio o descabellado. Poseía seis doctorados y había escrito más de doscientos libros de los que el más conocido era El pedo en la llaga, un ensayo multidisciplinar sobre la curación de las hemorroides mediante la aplicación atópica de la legislación vigente. Amaba las carreras de caballos y, gracias a la cuadra que había creado, había ganado en tres ocasiones el Gran Premio Hipódromo San Fenesto. Detestaba a Natalio Sarnandel. Natalio Sarnandel lucía una barba rala y gruesas gafas. Para algunos, su perfil recordaba al de una liebre; para otros, se parecía al de un tapir. Varias veces doctor, había publicado dos enciclopedias y más de cien libros, entre los que destacaba No hay otro yo posible, un tratado acerca de las virtudes que debería tener un primer ministro, que coincidían con las que se adjudicaba a sí mismo el autor. Era un herpetólogo muy versado y había adqui127


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rido una extensa granja para que en ella vivieran reptiles de todo tipo. Participaba en numerosas conferencias y acababa de regresar de Berlín. Molesto por haber coincidido allí con Gervasio Balaster, en cuanto pudo, tomó la palabra adelantándose a su rival: — Si se observa la mirada rocinal de los afectados por el serpigo verde, se comprenderá que surgió como una zoonosis que se ha transmitido a los humanos desde un équido con sobretendones. Aunque esto aún no se ha detectado, sospecho que está implicado un fago atípico, procedente de la bacteria del muermo común, que causa un incremento en la acumulación de priones. La primera medida que hay que tomar es clausurar las cuadras de la ciudad y sacrificar a sus caballos inmediatamente… — ¡Sólo un demonio recurre a tamañas falsedades! —bramó Gervasio Balaster; la indignación acentuó su perenne y voluble estrabismo—. Con qué desfachatez se acusa a los seres más nobles y bellos del planeta; llevan siglos ayudándonos y conviviendo con nosotros. ¿No es más lógico sospechar de bichos que han venido a tierras que no les corresponden? La llaga del serpigo verde se arrastra como un ofidio. Si hay que clausurar focos del mal, ¿por qué no empezamos con cierta granja de reptiles? ¿Qué se puede esperar de quien elige una boa como animal de compañía? ¡Una boa! —repitió mientras reía despectivamente. — ¡Tenga cuidado! —replicó Natalio Sarnandel—. Algún día morirá a causa de los ataques de risa que le provocan sus propios chistes. — Tenga cuidado usted. Merece que le asfixien sus serpientes. Tiene el cerebro afectado de tanto tirarse pedos hacia dentro —contestó Balaster. — A usted, los pedos se los publican —dijo Sarnandel, refiriéndose al título del libro más famoso de su enemigo. 128


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Como conseguían provocarse mutuamente prurito, se rascaban con fuerza mientras chillaban: — ¡Cochino amante de los reptiles! — Los reptiles son limpios y silenciosos, a diferencia de los habitantes de sus cuadras… Balaster y Sarnandel se levantaron de sus sillas y empezaron a zarandearse. — Caballeros, por favor, tranquilícense; piensen en su reputación —recalcó el presentador del programa intentando separarlos. — ¡No mezcle mi reputación con la de este bastardo! ¡No nos parecemos en nada! —afirmaron al unísono Sarnandel y Balaster. Sarnandel borró la sonrisa de Balaster escupiéndole a la cara; a cambio, recibió una patada en las narices. Ante el estupor de los presentes, abrazados por el odio, los dos doctores rodaron por el suelo. — ¿No es patético este espectáculo? —preguntó Crispín mirando hacia atrás. Juan Razón no contestó. Se había marchado apresuradamente. Lo que había escuchado en el debate le había impresionado. Compró una escopeta en el barrio portuario y adquirió varias latas de gasolina. Le atraparon con la ropa chamuscada. Había incendiado siete vehículos y cinco supermercados y había matado a dos yeguas, cuatro ponis, tres lagartijas y una culebrilla. — Sigo las instrucciones de los científicos. ¿Por qué me detienen? —protestó cuando le introdujeron en un coche de policía. Mientras hablaba, buscó en el espejo retrovisor el reflejo de su rostro; temía ver una úlcera terrible sobre su frente. Tras la muerte de Adolfo Orvietán, la virulencia del mal de Hellman-Burnel se redujo sorprendentemente. Durante una temporada, signos de la enfermedad continuaron apareciendo en al129


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gunos rostros, pero el serpigo verde se había reducido al tamaño de una mariquita; produciendo ligeras cosquillas, se desplazaba hacia una mano y recorría sus dedos hasta llegar al extremo del pulgar, donde, igual que si hubiera echado a volar, desaparecía sin dejar rastro. El pánico se fue difuminando; “me das menos miedo que la peste verde” se convirtió en una expresión de uso común. Meses después, las autoridades declararon oficialmente el final de la epidemia. El anuncio fue recibido con júbilo y se celebraron romerías en honor del santo patrón de la ciudad. — ¡San Fenesto nos ha salvado de un sino funesto! —gritaban unos. — ¡Aleluya! —respondían otros. La volatilización de la enfermedad no implicó que dejara de hablarse de ella. En el seno de la comunidad científica, se manejaron variadas hipótesis sobre su origen y decadencia. Las dudas se mantuvieron hasta que el doctor Milagro resolvió el enigma y expuso lo sucedido de manera clara. Al parecer, cientos de mutaciones encadenadas debidas al fallo de varios genes epistásicos ocasionaron una rebelión del mal llamado ADN basura que infundió a decenas de intrones la capacidad de salir del núcleo celular. Las funciones del organismo se alteraron de manera insólita y se despertó una curiosa telepatía genética que permitió que la plaga se extendiera. Hubieran podido morir millones de personas de no haberse producido una circunstancia afortunada: una opsonización descolocada de un grupo de antígenos activó a las procaspasas transformándolas en una combinación de enzimas ejecutoras hipercaspasas que potenciaron la detoxificación de las superóxido dismutasas y estimularon la apoptosis o autodestrucción de las células mórbidas; eso supuso el fin de la enfermedad. Desde que se conoció y se aceptó esta explicación, el 130


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serpigo verde se denomina mal de Hellman-Burnel y Milagro. Crispín volvió a reunir a los sanativistas. Sabía que, después de haber salvado a la humanidad, su maestro se había reencarnado y pronto regresaría.

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VI - LEGADO

Aunque no sintió frío, aquello le recordó al desprendimiento de un iceberg. Estuvo a punto de atragantarse. Mientras comía pan, se le había partido una muela, justo encima de su raíz. Era de características similares a las de los sepulcros blanqueados que citan los evangelios. La metió en un bolsillo y salió del comedor. Nadie le prestó atención. Se sentó en una butaca y cerró los ojos. Deslizó su lengua a través del hueco que se había abierto en una dentadura que, pese a la repentina pérdida de una pieza, resultaba aceptable para su edad. Colocó a su vieja compañera en el lugar que había ocupado y la apretó hasta que notó que brotaba sangre de la encía. Dejó que se acumulara una energía creciente entre sus dedos y descargó un golpe certero con una uña. Aquella píldora mineral de sí mismo rodó por el esófago y se reunió en el estómago con los restos de lo último que había masticado. Amodorrado, olvidó el incidente y se limitó a esperar que llegara la hora de cenar. Durante más de diez décadas, el castillo se había utilizado como residencia para estudiantes. Su propietario lo había cedido a la universidad que había fundado. Le hubiera desagradado conocer que aquel edificio terminaría convertido en un sanatorio para enfermos mentales. Diversas reformas habían estropeado su estética, pero algunas estancias conservaban su antiguo encanto. Juan Razón ocupaba una de las habitaciones. Con frecuencia, caminaba por el jardín que rodeaba al castillo. Cuando lucía el sol, dejaba 132


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que divagaran sus pensamientos mientras acariciaba piedras redondeadas que recogía; las escondía detrás de un seto y las revisaba con avaricia. Si llovía, se deleitaba contemplando las gotas que atrapaban las telarañas. Muchas veces, empleando palitos cuidadosamente elegidos, trazaba dibujos sobre el suelo; antes de marcharse, los borraba usando una escoba que había obtenido juntando una ramita y hojas secas. Las cefaleas le provocaban una ansiedad que acentuaba su dolor de cabeza; nada rompía este círculo vicioso. Los fármacos que le suministraban le quitaban la fuerza necesaria para mantener abiertos los párpados, pero no siempre le ayudaban a dormir y no eliminaban sus angustias. Los análisis que se dedicaban a su persona aconsejaban la prolongación de su internamiento. Juan Razón se había acostumbrado a residir en el castillo y no deseaba salir de allí. Durante su estancia en el sanatorio, había conocido a unos cuantos psiquiatras, psicólogos y neurólogos. Ninguno llamó su atención hasta que apareció el doctor Concepti. Mordiendo el tallo de una espiga, recorría los pasillos con ojos muy abiertos y pasos cortos. Su nariz tenía una mancha en forma de corazón y recordaba a una trompa. Llevaba una bata cuadriculada, negra y blanca, y lucía una perilla rojiza semejante a un abanico desplegado con la punta hacia arriba; la había creado con habilidad y paciencia dignas de un cultivador de bonsáis. Antes de mantener conversaciones con sus pacientes, estudiaba los informes médicos y dedicaba bastante tiempo a observar su comportamiento. Su fama de excéntrico estaba justificada, pero era concienzudo y perspicaz. A Juan Razón, le citó en su despacho un mes después de su llegada. — ¿Es usted Juan Razón Rapaz? —preguntó el doctor, rutinariamente, para comenzar la entrevista. Juan Razón, que ya había es133


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tado antes allí, comprobó que la decoración había cambiado. Las paredes se habían llenado de atractivos cuadros y había muchos libros de pintura en las estanterías. Las sillas habían sido sustituidas con acierto. — Sí. Como el de la canción. — ¿Qué canción? — En realidad, nunca la he escuchado. Dicen que es muy pegadiza… — Me acuerdo de pocas canciones… Quisiera presentarme. Me llamo Helio Concepti y pretendo que nos reunamos una vez por semana. — Le conozco a usted desde hace mucho tiempo. — Creo que, antes de que yo viniera al sanatorio, nunca nos habíamos visto. — Pero usted apareció en uno de mis sueños, con esa bata. — Uno de mis pacientes veía tableros de ajedrez por todas partes. Poco después de regalarme esta bata, se suicidó. La llevo para honrar su memoria; ya pertenece a mi equipo médico… ¿Podría decirme qué hacía yo en su sueño? — Acompañado de una mujer, se dirigía hacia mi cadáver… — ¿Y qué pasó? — No lo sé. El sueño se interrumpió. — Se ve que le causó una fuerte impresión. — Así es. — ¿Recuerda con facilidad sus sueños? — Sí. Antes, anotaba lo que había soñado. — Me gustaría leer sus escritos. — No los conservo. — ¿Sueña a menudo con su propia muerte? — De vez en cuando. He soñado que me moría de repente… o lentamente… 134


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— ¿Teme a la muerte? — Me dan miedo las obsesiones relacionadas con ella. Han influido demasiado en mis desórdenes mentales. — ¿Es usted creyente? — Ni yo mismo lo sé. El otro día, soñé que formaba parte de una historia absurda narrada por un incompetente. — Dormidos o despiertos, es frecuente que tengamos la sensación de que lo que nos sucede es ajeno a nuestra capacidad de decidir. — Da lo mismo. Nada me ilusiona. Si imagino un hermoso valle en el que pace una vaca, pienso en los tábanos que están molestándola… Goethe estableció distintas categorías en el estado de ánimo; consideraba que la alegría es superior a la diversión e inferior a la dicha, pero recalcaba que la felicidad nunca es permanente porque donde no entran la escasez, la deuda y la miseria, sí lo hace la inquietud. — Sin embargo, hay que valorar lo bueno que presenta la vida. Seguro que la vaca que usted ha imaginado, a pesar de los picotazos de los insectos, desea seguir comiendo hierba fresca. He visto que individuos sometidos a terribles tormentos sonreían gracias a un bocado exquisito, el soplo de una brisa o un rayo de sol —dijo el doctor Concepti con voz persuasiva. — ¿Qué puedo esperar de bueno? Soy un viejo que reside en un manicomio. Nunca he sido feliz y no lo seré, en ningún lugar. El descontento me envuelve desde que nací. — Jean Liedloff asegura que la insatisfacción comienza cuando, siendo bebés, no pasamos tiempo suficiente en brazos de nuestros padres. — Mis padres eran malas personas. — ¿Por qué dice eso? 135


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Juan Razón contó al doctor Concepti lo que había descubierto cuando leyó las cartas que encontró en su casa. — No sé cómo se deshicieron de Renato Buteo, aquel pobre carnicero… No estoy seguro de que Martín fuera mi verdadero padre —confesó. — ¿Se mira usted al espejo? — A veces, con el mismo interés con que miraría una patata —contestó Juan Razón, sorprendido por la pregunta. — Después de tantos años, ¿sería usted capaz de reconocer el rostro de Martín? — Supongo que sí. El doctor le entregó un espejo y le pidió que buscara parecidos entre él y su supuesto progenitor. Juan Razón se asombró al percibir que su imagen reflejaba claramente la herencia genética del viejo Martín Rapaz. — De acuerdo —masculló—. Soy hijo de Martín y Paloma. Es posible, además, que ellos no hicieran nada censurable para librarse del primer marido de mi madre; quizá les favoreció la suerte después de todo… Pero no deberían haber tenido descendencia siendo tan mayores. Fueron unos egoístas. Se murieron dejándome una escasa herencia y sin haberme enseñado a vivir. — ¿No les está juzgando con demasiada severidad? Moviendo los ojos con rapidez, Juan Razón hizo un recuento de la gente que había conocido. — No he recibido auténtico cariño —concluyó—. Mi vecina Társila me preparaba comida porque así aliviaba sus penas… Alberto, el bibliotecario, buscaba mi compañía porque yo era el único que le aguantaba… Sólo una persona me quiso de verdad y me porté muy mal con ella… Depredador no he sido, pero, en lo que a inmadurez se refiere, he hecho honor a mi apellido. 136


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— ¿Me dejará usted que le dedique la atención que se merece? Intentaré reducir su amargura —dijo el doctor. — No le impediré que cumpla sus funciones laborales —replicó Juan Razón con escepticismo. — La ansiedad y la depresión son fieras difíciles de controlar, pero, al margen de los medicamentos, voy a proporcionarle trucos tan útiles como acariciar piedras. Juan Razón enrojeció al escuchar aquello. Le molestó que le hubieran espiado, pero siguió las instrucciones del doctor. Pasó tardes enteras imaginando que viajaba en coche bajo la lluvia. Cerrando los ojos, visualizaba un limpiaparabrisas y seguía su trayectoria mientras contaba hacia atrás partiendo del número mil. Convenía repetir el ciclo para conseguir el máximo efecto sedante, pero, si causaba irritación, la actividad debía suspenderse de inmediato. También realizaba diversos ejercicios respiratorios. Siguiendo la naturaleza rítmica y compulsiva de su carácter, se dejó seducir adictivamente por nuevos hábitos que, manteniéndole ocupado, redujeron su nerviosismo. Juan Razón y Helio Concepti confraternizaron tanto que el doctor terminó contando a su paciente sus problemas y siguió sus consejos en más de una ocasión; cuando llegó su cumpleaños, Juan Razón le regaló una bata decorada por él mismo. — En la suya, ya no se distinguía lo blanco de lo negro —recalcó. — Muchas gracias —dijo el doctor, emocionado—. La llevaré de ahora en adelante. Helio Concepti admiraba la obra de Hans Prinzhorn sobre el arte de los enfermos mentales y, desde hacía tiempo, buscaba entre sus pacientes alguno que mostrara aptitudes especiales. Como sabía que a Juan Razón le gustaba dibujar, decidió poner su habilidad a prueba. Una tarde, le llevó a su 137


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despacho y le mostró las figuras de tinta del test de Rorschach. — ¿Las conoce usted? —preguntó. A pesar de la confianza que existía entre ambos, nunca se tuteaban. — Sí. Esas manchas nada tienen que ver conmigo… — Lo sé… ¿Sería capaz de crear una estructura de ese estilo en la que su personalidad se viera reflejada? — Supongo que sí… Juan Razón tomó la cuartilla que le ofrecieron y permaneció pensativo durante un instante. Después, trazó con firmeza y rapidez el siguiente conjunto de líneas:

— Le agradecería que me explicara lo que representa —dijo Helio Concepti. 138


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— Me veo a mí mismo como un arco incapaz de lanzar flechas… No me dejaron ejercer de arquitecto; no me han permitido demostrar lo que valgo… — Claro, claro —murmuró el doctor—. ¿Y podría dedicarme un dibujo similar a mí? — Por supuesto… Manténgase apartado mientras lo hago… Juan Razón tomó asiento en un extremo del despacho y apoyó sobre una carpeta el folio que le habían dado. En pocos minutos, cumplió el encargo. Frunciendo el ceño, el doctor analizó lo que le habían presentado:

— Me reconozco… Veo mi larga nariz, con el corazón que contiene… Y el tallo de espiga que suelo morder… Sólo echo de menos mi bata cuadriculada y mi perilla… 139


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— Está usted viendo el dibujo al revés —afirmó Juan Razón mientras recolocaba el papel—. Ésta es la posición correcta:

— Pues ahora no entiendo nada —confesó el doctor. — Le he representado manejando una batuta y un pincel; con ellos, corrige los sonidos y los colores que perturban a mentes desequilibradas… Al otro lado de los límites de la cordura, aparece su sombra, un ojo caminante que investiga sin descanso para hallar causas y remedios… — Estoy gratamente impresionado —aseguró el doctor. Como Helio Concepti no obtuvo mediante aquella estratagema la información que buscaba, decidió emplear otro método. Convenció a Juan Razón de que la terapia destinada a sanarle debía incluir una especie de rito exorcista. Tenía que dibujar escenas espantosas y destruirlas para liberarse de oscuros lastres. Su paciente 140


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ideó demonios tan impactantes que el doctor lamentaba tener que eliminarlos. Finalmente, creó una obra en la que aparecía un monstruoso feto con un parásito unido a su frente. — Es un prosópago —anunció. — ¡Resulta difícil no temblar al mirarlo! Mañana nos desharemos de él. Antes, necesito hacer una consulta. El doctor quería mostrar el prosópago a su hermano Felipe, propietario de la Galería Concepti, una de las más importantes del mercado del arte. — ¿Qué te parece? —preguntó Helio sin ocultar cierto nerviosismo. — Es sobrecogedor —respondió Felipe, reprimiendo un escalofrío—. A su lado, otras pesadillas pictóricas son un juego de niños. — ¿Ves alguna posibilidad de éxito? — Sin duda, si el resto de la producción del autor está a la misma altura. Freud y Bacon, por ejemplo, consiguieron su fama gracias a imágenes desasosegantes. — Tu opinión despeja mis dudas —dijo Helio, apoderándose del prosópago. — No te lo lleves todavía —contestó Felipe, arrebatándoselo con un movimiento relampagueante. — ¡Devuélvemelo! — Sólo quiero enseñárselo a un crítico de probada discreción. — Procura que no se pierda. — No te preocupes por eso. Helio se dispuso a convertir a Juan Razón en un pintor genial. Transformó una capilla del castillo en un estudio y contrató al maestro Polidoro Tebaida. — Según los expertos, tiene usted un don maravilloso —comunicó a su paciente—. No permitiremos que se pudra. Dejará 141


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un legado que la humanidad considerará un tesoro. — Haré lo que pueda —replicó Juan Razón, algo abrumado al conocer lo que se esperaba de él. Se inició una instrucción acelerada. Fue como si se pretendiera edificar a toda prisa una gran ciudad en un archipiélago deshabitado. Durante varias semanas, Polidoro Tebaida trabajó a destajo. — Hay que abandonar las tinieblas para combinar con soltura los colores —le decía a Juan Razón. Pintaron plantas, animales, muros, espuma, lunas, soles, nubes, pieles tersas, arrugas, miradas, sonrisas y desnudos. Recurrían a la imaginación, pero preferían elegir modelos reales. Juan Razón era rápido y preciso manejando pinceles, pero dudó mucho cuando, entre cientos de láminas, tuvo que elegir tres para copiarlas. Del retrato que Cranach el Viejo hizo de Melanchthon, le atrajo la mezcla de fe y descreimiento que percibía en el rostro. Escogió también un cuadro que no se cansaba de contemplar; Ivan Shishkin lo había terminado en 1878; en él, un hombre caminaba a través de un bosque en el que los pinos parecían inclinarse para facilitar su avance. La única obra de gran fama que copió fue la noche estrellada de Van Gogh; le conmovía ese cielo en el que parecían explotar bengalas… Al acabar el periodo para el que había sido contratado, Polidoro Tebaida expuso su opinión al doctor Concepti: — Juan Razón distingue a la perfección las tonalidades cromáticas y usa sabiamente luces y sombras. Su dominio de las perspectivas es magistral. Tiene un estilo lleno de nuevas ideas. Supo copiar tres cuadros de características muy diferentes siendo fiel al original sin esconder su propio talento. Como pintor, los únicos límites que veo en él son los que le impone su edad; dispone de lo necesario para ser sublime. 142


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— He enmarcado el prosópago para que luzca más —contestó Felipe Concepti cuando su hermano le transmitió las impresiones del maestro Tebaida—. Me han ofrecido mucho dinero por esa obra sin firma; si llevara el nombre de un autor consagrado, valdría millones. Ese hombre puede ser una mina de oro. Convéncele para que pinte algunos cuadros. Los expondré en mi galería y me encargaré de que los conozca el mundo entero. La historia de su locura atraerá al público. El doctor se reunió con Juan Razón y le explicó sus planes. — Los más importantes museos adquirirán sus obras —aseguró. Juan Razón comprendió que el interés del doctor no era fingido y se sintió halagado, pero su intranquilidad creció y volvió a comportarse como un maniático. — ¡No quiero pintar cuadros en un manicomio! —anunció. — En el sanatorio, cuenta con todo lo que necesita —recalcó el doctor. — He destruido la totalidad de lo que hice con el maestro Tebaida. No pintaré más cuadros en este lugar. — Entonces, alquilaremos un local espacioso y bien iluminado. — Todavía soy dueño de un piso… — Usted me comentó que era desagradable y maloliente. — Es mi casa y me servirá de inspiración. El doctor estaba tan interesado en conseguir que el arte de su paciente se manifestara en todo su esplendor que le concedió un permiso especial para que se instalara en su sótano. Arreglaron las paredes, el baño, la cocina y el suministro de luz y de agua. Trajeron caballetes, lienzos, paletas, pinceles y pinturas. Compraron una nevera y la llenaron de provisiones. Juan Razón permitió que le dejaran un teléfono. — Llamaré para saber cómo se encuentra —dijo el doctor. 143


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— Lo usaré si es necesario, pero, normalmente, lo tendré desconectado. — Me preocupa que esté solo. Tenía que haber admitido que le acompañara la enfermera que yo he propuesto; además de ser buena y discreta, cocina de maravilla. — No me impida iniciar mi tarea sin sentirme vigilado. Pido dos semanas para adquirir confianza en mí mismo. — No puedo permanecer tanto tiempo sin visitarle. — Su presencia me descentraría. Confíe en mí. — Le concedo esas dos semanas —admitió el doctor—. Después, valoraremos la situación y tomaremos la decisión más conveniente. — Prométame que, durante este periodo de prueba, nadie vendrá a molestarme. — A mi pesar, se lo prometo. Y siempre cumplo mis promesas. Recostado sobre el sofá que le habían traído, Juan Razón pasó su primera tarde de libertad contemplando el reformado y reluciente techo. Comió y bebió algo. Se duchó, tomó dos comprimidos de lorazepam y descansó. Todo cambió cuando comenzó a pintar su primer cuadro. Quería representar los instantes previos a la celebración del Juicio final. Hombres y mujeres aparecerían frente a precipicios y olas. Rayos de luz filtrados por tormentas iluminarían una amplia gama de instintos y emociones… Pensando en la visión de un ser superior, retrató a las personas dulcificando con piedad defectos que se mostraban rigurosamente. Trabajó sin descanso durante cien horas y el fruto de su esfuerzo fue majestuoso. Sin embargo, le agobiaron las dudas. ¿Por qué había pintado acantilados y un océano junto al valle de Josafat? ¿Sería eso erróneo? Afectado por la falta de sueño, agarró un cuchillo y desgarró el lienzo. Arrojó los restos a la basura. Regresó a su casa tambaleándose; tragó tres pastillas y se tumbó en la cama. 144


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Despertó conociendo el título de su próxima creación: Mímica del mundo. Modificando los continentes, formaría con la Tierra una cabeza. Los ojos, la nariz, las orejas y los dientes estarían constituidos por miles de caras que expondrían que lo bello puede estar integrado en lo maligno y que, sumando defectos, surgen a veces virtudes… Disfrutó tanto pintando esta reveladora faz del planeta que se olvidó de alimentarse. Trabajó con la meticulosidad de un gran miniaturista hasta que se percató de que, a pesar de su dedicación absoluta, necesitaría años para terminar su tarea. Como suponía que no disponía de tanto tiempo, interrumpió su labor y se deshizo de la incompleta pero deslumbrante obra. Para que Juan Razón comprendiera la importancia de las primeras fases de la infancia, el doctor Concepti le había contado la historia de Kamala y Amala, que fueron criadas por lobos. El destino de aquellas niñas de la India le había impresionado y decidió dedicarles un cuadro. Mostraría sus cuerpos pequeños y magullados yaciendo sobre un trapo; en la mirada de las prisioneras, se reflejarían complejos miedos, el desconcierto de inteligencias poco cultivadas y el deseo de escapar que latía en unos puños cerrados. Le pareció un proyecto menos enrevesado que los anteriores, pero, pese a que procuró esmerarse, no logró plasmar nada que, a sus ojos, se asemejara a lo que estaba buscando. Las niñas le desafiaban; se negaban a que su aspecto fuera imaginado por un extraño. El agotamiento le aturdió. Sintió que Kamala y Amala ganaban la batalla y le hacían compartir su estado subhumano. Olvidando que disponía de comida abundante, devoró gran cantidad de pintura. Temblores continuados incapacitaron su mano derecha; utilizó la izquierda hasta que movimientos incontrolados le impidieron precisar los trazos más sencillos. El peso de los pinceles creció para él extraordinariamente. Para definir una línea, preci145


Carlos Aguirre de Cárcer

saba marcarla punto por punto, labor que consumía sus escasas energías. Sus ojos se volvieron inservibles e intentó distinguir los colores mediante el olfato. Su rostro embadurnado mostraba una desesperación total mientras intentaba orientarse. Se sentó en el suelo y perdió el sentido. Recuperó la conciencia muy debilitado pero con bastante lucidez. Aunque su visión permanecía deteriorada, podía distinguir lo que le rodeaba. Se acercó hasta un reloj que marcaba las fechas y descubrió que aún faltaban cuatro días hasta que apareciera el doctor Concepti. “¡Me encuentro fatal!”, exclamó. Había querido gritar, pero apenas logró emitir un susurro. “Hablar se ha convertido en algo complicado”, pensó. “No importa. Nadie me hubiera escuchado”, murmuró. Si le telefoneaba, el doctor acudiría a ayudarle de inmediato. Le echaba de menos, pero no deseaba que le viera derrotado. Todavía disponía de un lienzo en blanco y de tiempo suficiente para pintar al menos un cuadro. Aniquilando las fuerzas que le quedaban, escribió una breve carta y la envió al sanatorio; había comprobado que era sábado y sabía que no la recibirían antes del lunes. Cuando viniera el doctor, tendría preparada una escena pintada: la de una llanura despoblada abrasada por el sol. “Necesito un momento de reposo”, se dijo Juan Razón mientras se acostaba en el sofá. Poco después, se fue la luz. Le parecía que su saliva olía a muerto. No se asustó; sentía curiosidad por saber si iba a ver a la araña verde por última vez. Se levantó y, avanzando a tientas, llegó a situarse frente al caballete. Gracias a un esfuerzo postrero, con firmeza, sin temblores y usando letras mayúsculas, completó su nombre sobre el lienzo. Utilizó un pincel que se había secado. 146


VII - EPÍLOGO

Durante su estancia en el sanatorio, Juan Razón había leído que Terencio Carcoma había muerto; junto a la noticia, aparecía una foto de su familia. Hubiera querido dar el pésame a su viuda. No hubiera sido difícil ponerse en contacto con ella, pero se dejó dominar por la vergüenza que sentía. Sin embargo, cuando escribió a Helio Concepti para pedir que se presentara cuanto antes en su casa, le rogó que fuera acompañado de Tifota Annfwn. El doctor llegó mostrando gestos de preocupación; llevaba puesta la bata cuadriculada. Tifota le seguía, respirando con dificultad. Helio Concepti abrió la puerta del sótano usando la llave que le habían enviado. Un aire tan viciado que provocaba mareos aguardaba en su interior. Tambaleándose, el doctor llegó hasta una ventana y consiguió que la estancia se ventilara un poco y entrara algo de luz. Sobre un caballete, había un lienzo en blanco. Juan Razón yacía en la cama adoptando la curiosa postura que los sanativistas le habían adjudicado para dormir; su cuerpo, especialmente la boca, su ropa y las sábanas estaban manchados de pintura. A su lado, había un sobre dirigido a Tifota. El doctor Concepti no intentó mover el cadáver; se limitó a cerrar sus ojos ceremoniosamente. Le entristecía la muerte de Juan Razón, que podía haberse evitado, y el hecho de que únicamente el prosópago hubiera quedado como muestra, sin firma, de su incomparable talento. Sudando igual que si soportara un peso enorme, Tifota desgarró el sobre; en su interior, media cuartilla contenía un mensaje que 147


Carlos Aguirre de Cárcer

cabía en una palabra. Al leerlo, la mujer tembló. — Yo le había perdonado hace mucho tiempo —murmuró. Tras organizar con diligencia el cumplimiento de los trámites relativos a una defunción, el doctor y Tifota pasearon juntos durante algunos minutos. En la calle, mientras jugaban, unos niños cantaban una pegadiza canción: — Este Juan Razón sin brillo no merece un estribillo…

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Juan Razón Rapaz

ÍNDICE

Juan Razón Rapaz ............................................................................5 I El castigo........................................................................................11 II Melodías y paredes.....................................................................18 III El ceflacho ..................................................................................35 IV Herederos de Plata ....................................................................85 V El serpigo verde ........................................................................112 VI Legado .......................................................................................132 VII Epílogo.....................................................................................147

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