TAN LEJOS DE USHUAIA JORGE ARANGUREN
I Al ser las nubes tan pequeñas, simulan disolverse según baja el avión y las va dejando atrás y por encima. Hay más claridad en el pasillo, y el azul que fulgura sobre el fuselaje parece recién pintado. Jairo deja resbalar sus ojos por el ala y distingue, más allá del metal temblequeante, el perfil de Behobia, el delgado cuerno de unas arenas ensimismadas en su soledad, techos pizarrosos y una grúa: índice apuntado al cielo del otoño. Volver es, ante todo, recobrar fracciones de memoria, paisajes cuasiolvidados que aparecen en sueños junto con otros sueños, despojos húmedos y sumidos en el cesto de la colada. Pero las imágenes se recuperan sin violencia, son rostros hervorosos o permanentes serias de identidad. Invaden terrenos deshabitados, salas o corredores vacíos, a la espera de los objetos que ya deslizan sus sombras y ocupan otra vez sus espacios amables, sus zonas de jerarquía. Jairo ve cómo la azafata se pasa el guante por la frente, apartando una hebra de pelo o de pensamiento. Lleva trenza muy larga, cogida por un lazo que debe de hacer juego con el color de sus ojos. Al pasar junto a él con la bandeja de golosinas, un aroma débil de lavanda, olor desprendido e infantil. Toma tierra el pequeño Fokker sobre una pista algo corta, mojada por la bruma de la pleamar. En el borde externo del circulo trazado por las hélices se forma un mínimo tornasol, arco iris con el turquesa muy sólido. Corre el avión por la pista y deja atrás el estuario del río, el dique y su desembocadura, ambos borrosos y solitarios en la mañana de aire. Cuando gira el aparato para situarse junto a los depósitos de queroxeno, tras el hombrecito delfollow me, Jairo puede adivinar la inclinación de los sauces más allá de la cabecera, su intranquilidad. “El viejo sur”, se dice, 3
y piensa en la bonanza y que hizo bien en no traerse la gabardina y los zapatos más gruesos. En Portaletas, el viento silba por los cuatro portones, forma espirales en breves remolinos y después sube hasta Urgull en busca de las esquinas que lo desorientan y detienen. Sobre los restos de la muralla, retratos de líderes políticos tiemblan y se deshacen en muros de arenisca. Sus gestos les corresponden, las sonrisas falsas los vuelven chocarreros; forman un friso lamentable. Algunos de estos carteles son arrastrados por el viento, dejan ver a borbotones incisivos iracundos, pupilas voraces, papadas que la camisa estrangula. Dos escolares pisotean la nariz del Presidente, sus hocicos de carnicero poderoso; lo remachan con el tacón de sus botas de colegial, sucias y constreñidas por la gorguera del calcetín. Pisan el rostro del jerifalte con alegría meticulosa, sin excesiva saña. Huele a restos de pescado, a brea de calafate, a humo de leña; a esta hora se ponen a hervir pucheros en las cocinas humildes, algunas con las baldosas desgastadas por el frotar de sucesivas generaciones. Jairo consulta su reloj; son casi las doce y veinte. Camina hacia la dársena, otea los yates, los bateles que embisten los unos contra los otros. En los balandros rechinan los estayes, gimen al unísono y se forma un concierto de –lata golpeada, pandemonio inconfundible y espectacular. Todo parece sobrecogerse por el airazo; y de tan conocido, vuélvese afable y se recibe sin malos modos. El vaho de las casas sube hasta el palomar, hacia el paseo “de los curas”, sobre sendas con hermosos techos vegetales. Jairo bordea el muro del Club Náutico y se dirige hacia el ensanche. Hay poca gente en aquella zona, salvo los funcionarios del Ayuntamiento. En el Gobierno Militar, alguien amarra la bandera para que el aire no la desfleque. Con hastío, los del retén miran hacia el interior, hacia el cuerpo de 4
guardia: son trazos verdosos contra los hierros exteriores. Jairo piensa en ese rito que le empuja, cuando vuelve a la ciudad, hasta esa zona del puerto donde se hallaba la ocluida puerta del oeste. No se pregunta por qué es aquél y no algún otro lugar urbano. Lo juzga un hecho curioso; quizá revele algún día su cara auténtica, su clave. Antes de irse al hotel, Jairo entra a desayunarse en una cafetería, junto al chaflán limítrofe a la zona de tamarindos, cerca del gran reloj de cristal azul (reloj de citas antañonas); tamarindos que son retoños de aquellos que cobijaron, en el anochecer –tan pulcra ella y cautelosa– la juventud del sesenta. El vaso de Tío Pepe reluce con un sol pequeño dentro de sí. Sobre la mesa, con el vino y la tapa, Jairo extiende su cuaderno de notas. Es bloc de colegio, reticulado y con anillas, muy poco profesional. En la primera página y sobre el borde superior, Jairo escribe un nombre y una fecha: “Donostia, veinte de octubre”. Duda con los guarismos del año. Pone al fin: “Noventa y dos”. Luego, se queda abstraído, dando vueltas entre sus dedos al lápiz de dibujante. La penumbra es dulce y anegadiza; las conversaciones de los parroquianos –brumoso cauce que mengua o crece– no le privan de su ensimismamiento. (Ayer, a esa misma hora, en la oficina de Fuencarral, Jairo no contaba con el viaje. Tuvo que acudir el propio director, exponerle su idea y reiterarla. “Tiene usted a otros”, dice Jairo por evadirse, sabiendo la disputa perdida. “No me sirven; te quiero a ti”, contesta el hombre. Y añade: “Pensé que te agradaría darte un paseo por tu tierra”... Jairo se entretiene con la colilla del Gitanes. Busca el cenicero con los ojos; no está en su sitio. Le señalan un receptáculo de baquelita. El jefe se incorpora. Luego, pregunta: “¿Te decides?” Jairo pone sus manos sobre el cristal de la mesa. Ve allí su rostro invertido, acuoso. “No se qué podré contarle”, 5
responde. Ya en la puerta, le detiene un gesto del director. Hay regocijo en aquella voz socarrona: “Dos días; son casi vacaciones...”. Cuando Jairo vuelve a su puesto, le pasan varios periódicos. Se repiten los titulares: “Veintiuno de octubre, confirmada la huelga general en el País Vasco”.) Crece poco a poco la clientela del establecimiento. Las chicas, en el porche, sujetan faldas; el malvado duende del aire, con ayuda de la corriente, se empeña en alborotar. Entran jóvenes con libros, con bandoleras de tonos amarronados. Sube el rumor de las conversaciones, la ola estuosa que fluctúa y oscila como mar de candelas, como hacha de viento. Jairo extiende su mirada por el ámbito afectuoso, aquel reducto apacible poblado de luces mortecinas, de sonidos cálidos, de voces acogedoras. Y repara en tres muchachos acodados sobre el latón de la barra: dos chicos y una joven. La chica cruzó en dos ocasiones su mirada con la de él. Mientras Jairo garabatea con el lápiz, ella vuelve a fijarse. Al hombre le intriga tal descaro, y el interés súbito le lleva a recortarla en esbozo muy breve, en diagrama de emergencia en su mapa mental. “Es muy bonita”, se dice Jairo. Hay suave indolencia en esa forma de alzar el rostro, en labios que se conceden una sonrisa inconclusa, emperezada. Con dedos de huesos firmes, ella se palpa los bordes del pantalón ya pasado de moda, prieto en las nalgas y muy ancho abajo, a la marinera. A Jairo se le engarbulla el corazón cuando la joven, desentendida de sus amigos, se dirige hacia él. Hace esfuerzos para evitar que la sorpresa lo delate (a sus arios, las muchachas le ignoran; vuélvese incorpóreo, de transparencia boreal). La chica se detiene a su lado casi rozándole, mientras constata la premura del hombre para incorporarse, él a medio camino entre la timidez y la cortesía. –Por favor, no te muevas. –Se asienta Jairo poquito a 6
poco en la butaca de cuero. Parpadea para mirar los rasgos de la joven, casi lisos a contraluz. Adivina un modo de sonreír que le atiranta la boca y su malicia inocente–. ¿Tú eres Jairo, verdad? La voz, algo empañada, tiene la rigidez típica del norte. Marca las erres con deje glotón y característico. Es un acento recuperado. –¿Me conoces? –pregunta él. –Por supuesto. Soy Edurne. –Edurne... La chica abre las palmas como si reconociese su torpeza. Le sale una risa débil. –Soy la hija mayor de Lourdes Anabitarte. Jairo permanece silencioso tras su ovillo mental. –Bueno..., ahora caigo –exclama al fin. –¿Me recuerdas? –Naturalmente. Pero no me figuraba que fueses tan mayor. –Ya soy muy vieja. La muchacha lo está tentando. Jairo acepta el envite. –Por lo menos tienes diecinueve. –Veintidós. Te quedaste lejos. Jairo suspira. Dice: Siéntate. La joven se acomoda sobre el brazo de la butaca. Le llega a él olor a lanilla, aroma de regaliz. –Un segundo nada más –concede ella–. Llevo mucha prisa. –¿Tanta? –Mogollón. El hombre se entristece. Necesita tiempo para que Lourdes aparezca y surja una imagen (rostro entrevelado que se desplaza y regresa de aguas profundas). Dice: 7
Espero que estéis bien. –Resulta soportable. Aitá, en la brecha de la oficina; amá, por casa, mi hermana Ainhoa, con los libros y con las cuentas. Así. –¿Y tú? La muchacha frunce los labios como si sorbiese un caramelo. Inclina la cabeza. –Con mis asuntos –explica–. Hago prácticas de periodismo en un diario de Donosti. Tres días a la semana. Es coña, pero no me queda otra solución. ¿Periodismo? –Como tú. Aunque yo estoy al comienzo. –Lo tendrás difícil. –Cantidad. Jairo no se arriesga a dar consejos a esta joven. Los echaría en saco roto. –Si alguna vez vienes a Madrid, pásate a verme. –Seguro. Los compañeros de Edurne la solicitan con la mirada. Llegan parroquianos. Es la hora del Martini y el pincho. La gente, por la calle, se inclina un poco bajo el viento. –Me tengo que ir... Ella se levanta. Jairo también. La chica le sobrepasa en altura. –¿Saludarás a Lourdes de mi parte? Edurne asiente con el gesto. Parece absorta o perseguida por otra idea. Luego, dice: –¿Por qué no la llamas? ¿A quién? –A mi madre. La va a encantar. –Jairo ve el interés en los ojos de aquella joven, y destellos de picardía–. Se alegrará de verte –prosigue–. Está aburrida: una ostra. –Edume hace su propuesta con resolución; y añade–: Aguarda un poco – 8
y se inclina sobre el bloc de Jairo. Lo abre por la última página y escribe números a lápiz–. Te puse nuestro teléfono –dice–. Puedes llamar después de comer, hasta la media tarde. La amá suele ir de compras sobre las cinco. A lo mejor le cambio los planes... ¡Pero qué bobo! Los cambiará muy a gusto. Edurne se arrima a Jairo y le besa. Lo hace en ambas mejillas. El acre olor de la lana tiene relación con el deseo; es una forma de beatitud. –Adiós. Unos metros después, la muchacha gira y se vuelve. Le dice a Jairo, subiendo un poco la voz: –¿Sabes?, ayer entrevisté a Víctor Erice. –Oh. –Y yo solita. –Jairo querría decir algo ocurrente. No lo consigue–. Sale el lunes en mi periódico –añade ella–. Cómpratelo. Casi en la calle, Edurne busca a Jairo con la mirada. Sube los dedos hasta una oreja y los hace rotar: alegoría del teléfono. Después desaparece entre el trajín de la acera, la luz de octubre y el sur... Se llaman zizas. Son setas delicadas y afables, se escurren por la glotis con untuosa aplicación. Crecen en lugares llovedizos; se las encuentra al pie de los árboles de muda: robles de hoja emblemática, chopos esbeltos, hayas poderosas, abetos de corteza reverencial. Huyen de los pinares, bajo cuyas ramas nada crece, nada vive, todo sucumbe a la acidez de sus agujas. Brotan también en el sotobosque, junto al helecho-hembra y sus desmayos. En un tiempo, todo el país se vestía con sus caducifolios; los troncos grandes se adornaban con la simpleza del muérdago y sus botones de nácar. Pero los industriales necesitaron madera y trajeron los pinos. Y con este árbol tan triste 9
llegó la sordidez, el peregrinaje de los pájaros; luego, la oruga ciega y procesionaria. Jairo se ha comido su ración de zizas entre el va y viene de la camarera: mujer silenciosa y entrada en carnes, de moño breve, con mandil blanquísimo sobre vestido negro que tiene algo de taumatúrgico. Es el único comensal y ha elegido una mesa muy próxima a la ventana; por la ventana se meten los relumbres del patio. A la derecha hay un aparador y, sobre éste, buqué de flores desvaídas, de añil espolvoreado. La claridad de estas flores llega hasta la superficie de unas fuentes apiladas detrás: porcelana cara que se emplea en circunstancias muy especiales. La servidumbre se arrima a este aparador o alacena. De los cajones altos se extraen las copas y los cubiertos. El bloc de hule con los pedidos se deja junto a las flores; la corriente de aire que viene de la cocina abre las hojas de papel y las convierte en algo pletórico. Jairo ama este barrio, este lugar. Las casas del Antiguo, salvo algunas villas emparedadas por nuevas construcciones, son vulgares y demuestran muy poca imaginación. La mole de la Cruz Roja domina la calle principal, recta y sin rupturas. Comercios, sucursales bancarias y algún taller de reducidas proporciones se alinean a ambos lados. Jairo recuerda el olor a pan vienés de una pastelería (en sus escaparates, mediaslunas, bollos de leche, milhojas y pasteles de hojaldre tentaban el apetito) y tiene una visión dominical con feligreses que cruzan la plazoleta junto a la parada del trolebús –bajo paraguas atirantados por la cellisca–, y rememora la turgencia noble del pan blanco. Pero la calle también olía a cartón, a tinta de imprimir, a moscatel y a cayena. Si el sirimiri se descolgaba por el lomo de Igueldo, olía sólo a lluvia. Porque ese calabobos, tan entretejido, era el protagonista, el rompetechos del barrio; amante pobre de las tapias, de las huertas en claroscuro, de los jardines con pocos 10
ánimos, de los aleros cariacontecidos, de las verjas mugrosas, de los cables y sus persecuciones. Jairo desde el recuerdo –desde su pozo– quiere a esta barriada: ciudad pequeña dentro de otra mayor, unidas ambas por un túnel alicatado en cuya espalda se diseminan los jardines y terraplenes del Palacio Real. Ama él las calles de diseño vetusto, algunas tan empinadas como el Paseo de Hériz, que serpentea hacia Ayete en curvas hasta acceder a la plataforma de un Seminario espeso y lóbrego, con pináculos de pizarra que parecen caperuzas inquisitoriales. Desde aquel punto, la ciudad se difumina. En las tardes de viento sur puede verse, al atardecer, el cabo Mach ichaco, estela de humo sobre el mar de malvavisco o de perla; y con el oeste, la prisa de las nubes por los dérrumbaderos de Tximistarri, embadurnando los manzanales. Apura Jairo su copa de pacharán, cómodo él en su aislamiento, paseándose mentalmente por calles vacías que le llegan con ese lustre de las cosas recuperadas. La camarera le endosa una minuta hecha a pulso, con pluma fuente, al estilo de antaño. Tiene dedos monjiles; las venas gongorinas valdríanle una endecha: sendas azules sobre mármol liso. Su gesto es pudoroso, conventual. –¿Cierran mañana? –pregunta el hombre mientras mira la nota. –Pues no estoy muy segura... La mujer parece comprometida: Jairo la altera. –Algo les habrán dicho. Ella se sonroja, es arrebol inevitable. –Bajaremos las persianas –dice–. Como otras veces. –Recoge la propina con suspiro disimulado–. Usted ya se hará idea –añade–. Tal y como marchan las cosas... Jairo no insiste y se levanta con lentitud. Ella se retira con el platillo; luego, se desvanece en la penumbra.
11
II Del otro lado del hilo telefónico suena una voz familiar. –Soy Jairo –dice éste–. Ponme con el jefe. –Te pongo. El jefe está de buen humor. Emplea el tono de los días más favorables. –¿Cuántos chiquitos van ?–pregunta. –Ni uno; no alcanza el presupuesto. Es usted tacaño. El jefe tose. Luego, inquiere: –¿Me llamas desde el hotel? –Desde una single con telarañas. Le gustaría verla. –¿Y está tranquilo eso? –Muy tranquilo. Hasta hace sol, fíjese. –Déjate de bobadas. Jairo se cambia el auricular; oye mejor por la izquierda. –Escuche: si hay lío, será mañana –afirma–. Esta noche, a lo sumo. –¿Entonces, para qué me has llamado? –Para charlar con usted. –¿Estás de guasa? –No. Qaería saber si alguien preguntó por mí, si me dejaron alguna nota. –Ninguna señorita –dice la voz lejana–. ¿Es eso lo que intentas averiguar? –Es usted un malpensado. Yo paso de señoritas. –Eres poco fiable. Debí mandar ahí a cualquier otro. –¡A buenas horas! –De cualquier modo, esquiva cualquier jaleo. Te quiero vivo. –No me confunda con Hemingway. A él le divertían estos belenes. –Ya está todo dicho. –Sí, jefe. Cuídese. 12
–Agur. Jairo se deja caer sobre la colcha, de cara a un techo curvo y con greca de color. La habitación se recoge en una luz declinada, granulada, que alarga las sombras de los muebles y los desmorona con sutileza. Permanece así largo tiempo, las manos por detrás de la nuca, cerrados los ojos. Desde allí puede verse un trozo grande de playa, los postes que sostendrán los toldos, la rompiente de labios finos y muy pálidos, el desdoblamiento de la penúltima ola. En el confín de la arena juegan dos perros. Una mujer les arroja un arbusto, tizón traído por la corriente. Llega hasta el hotel la barahúnda de los coches que giran hacia el Eguzki. Suena la ventana ante el acoso del viento y se precipitan contra ella los derrubios amontonados por el aire caliginoso, por sus sorbetes y torbellinos. Jairo, al levantarse, tropieza con el bloc. Sus hojas quedan abiertas. En la última página, un número de teléfono, escrito a lápiz, parece pedirle algo. Lourdes Anabitarte deja su bolso en una silla vacía; se sienta junto a Jairo. Besa a aquel hombre con cierto nerviosismo, a destiempo, como si ese ademán perteneciera a protocolo. –Resulta que estás aquí –dice, tomando aire. –Ya lo vés, y contigo.–Jairo se olvida de sus recelos. Lourdes envejeció estos últimos años, pero apenas si se le nota. Su silueta sigue siendo bonita–. Pareces más delgada –dice él. –Me cuido un poco. –Estás mucho mejor así. Ella sonríe. Entorna algo los párpados. –Pero vamos a ver, ¿cómo me recordabas? Jairo se concede unos instantes. Es argucia tolerable. –Con trenzas y falda de algodón –miente–. De zapatones. 13
–¿Y lo demás? –Ah, bueno... Una chica feúcha que se cuidaba el acné. Con ojos verdes que te podían hacer cisco. –Yo no tenía ni idea –dice ella, riéndose. –¿De lo del cisco? –Lo que me enfadaba era el acné.– Se acerca el camarero y Lourdes pide tónica con unas gotas de gin. Jairo pide lo mismo. –Pero eso fue hace mucho –apunta ahora la chica–. La última vez que viniste te tropecé por la calle. –¿Fue en la estación? –Nos vimos en nuestro barrio. Iba yo con las dos niñas; volvíamos del cole. –Puede. Tengo mala memoria. –Era en invierno. Nevó esa mañana. Jairo reconstruye una imagen todavía llena de veladuras. La plaza rectangular, en el Amara más vetusto, y una mujer con dos niñas, cabe la zona de la gasolinera. Aire frío, acaso de diciembre. –Ya lo tengo. –Nos vimos un segundo. Y me invitaste a una copa. –Sí. –Pero yo no podía. Me esperaba Koldo para comer. –Por cierto, ¿cómo está?–pregunta Jairo apresuradamente, y se da cuenta de la descortesía que supuso no haber preguntado por el otro hombre. Lourdes toca su vaso con el dedo índice. Los cubos de hielo suenan con lentitud. Suben burbujas. Dice: –Koldo está bien.–En el silencio repentino, la percución de la uña, el apagado tintineo. Luego, ella añade–: Vive comido por su labor sindical. Le quita horas. Ya ves, un tipo como ése... –¿Es extraño? 14
–No encaja con su carácter. Siempre pasaba de la política. –Estar ahí no significa hacer política. No necesariamente. –Qué sabrás tú!– La exclamación le sale a Lourdes en tono casi inaudible–. Perdona –dice después. Alza su rostro y recompone la sonrisa. Acerca su mano a la del hombre como si fuera a tocarla; se queda a medio camino–. No me hagas caso –rectifica–. Todo aquello me suele poner nerviosa. –Olvídalo. Lourdes se encoge ligeramente de hombros. La blusa de azafrán está sembrada de lises. Los senos se evidencian cuando se yergue. Son pechos cortos, de mujer joven. –Es decepcionante –dice. –¿Y eso? –Porque Koldo era hombre sencillo, muy poco complicado. Se ausentaba para irse de pesca o a la Gastronómica, o para jugar al mus. Salidas inocentes. –Desde luego. Lourdes parece recordar algún detalle que le devuelve su buen humor: –Me llevaba al fútbol los domingos. Jairo se extraña un poco. –¿No te aburrías?–le pregunta. –A veces. Pero yo iba con él y buscaba contagiarme de su entusiasmo. Si se ponía a gritar, me daba mucha vergüenza. Los dos se ríen. Por las ventanas del fondo se va colando una luz cómplice. Cruzan dos arrastreros la zona alta de Mompás, de vuelta al txoko. Jairo ve el surco de las estelas. Dice: –No conocía este rincón. –Lo abrieron hace dos años. Los días de oleaje resulta 15
espectacular; alguna vez se ha metido el agua hasta aquí mismo. Lourdes se vuelve para mirar al exterior. Las lomas de Sagüés siguen afuera, entre sus lajas, desmigándose. Ella las recuerda de jovencita, de niña incluso. –Yo venía a por lamotes –dice Jairo vivazmente–. Bajaban hasta la playa. Pero nos costaba mucho levantarlos, los perdíamos en las rocas... Lourdes casi le interrumpe: –Koldo aprovechaba la luna nueva. Buscaba congrios. Me traía andejas, rodaballos y salmonetes. –Y lenguados grandes. –Platushas –corrige Lourdes con suavidad. –También salían platushas. –Después llegaba lo peor: lavar todo el pescado y quitarle los hígados. –Uf. Lourdes se ríe. Pasa los dedos delante de él y los agita en el aire. –Con estas mismas manitas –dice. Jairo mira unas uñas pintadas con laca roja. –¿Se lo echabas en cara? –Qué va, qué va, si yo estaba contenta! Veía a Koldo feliz. Recuerda Jairo al marido de Lourdes, a ese Koldo sobre el que gira la conversación. ¡Qa.é oneroso ejercicio sacarle punta a la memoria! Tu recuerdo de Koldo puede llevarte en andas. Te conducirá a unos soportales para resguardo del aguacero fugaz, por las calendas de junio. Los niños os apoyabais en el tabique del fondo. Olor a perro mojado, a orines viejos, a las coladas bajo la lluvia, a bocadillo de chocolate, a calcetín de rapaz. Y tú, Jairo Gorospe, saboreando tu chupa–chup, los puños en el fondo de unos calzones cortados a cuatro 16
dedos de la rodilla. Niños ansiosos, chacales en un jaulón, recuperados por la lluvia, sin saber qué hacer con las manos furiosas, con las pantorrillas andariegas, con una infancia que se iba a pique. No cesa de llover y tú te vuelves hacia aquel otro niño y le preguntas: “¿Eres Koldo, verdad? Suelo verte por el barrio': Y Koldo, más ancho y recio, te responde que sí –también él te conoce– y si quieres cambiarle cromos de Flecha Negra. Pero tú guardas cromos de Bambi, y, cuando se lo cuentas, va él y rehúsa: “Yo no colecciono ésos. Los tuyos son para las chicas': –¿Te ríes...? Es, otra vez, la voz de Lourdes. Jairo regresa de su ensoñación. –Disculpa, me he distraído. Ella mira hacia el paseo; se sorprende de lo mucho que ha bajado la luz. –Llevabas tiempo sin venir –dice–. ¿Te descuidaste? – Puede. Lourdes se inclina un poco; en la penumbra, los ojos verdes se hacen más claros. Y en un susurro: –Dime, ¿a qué sabe la añoranza? Jairo corre sus dedos por una barba bisoña. –Eso depende de lo que añores. –Pongamos una ciudad. –Pues sabrá a bollo y a carbonilla, si fuese invierno. Qaé cosas se te ocurren! No es mía la sensación; la tomé prestada de un poeta. ¿Y en el otoño? –Al salitre de la marea. Y también, no lo sé con exactitud..., a hierbas medicinales. –¿Hablas de esta ciudad? –De una ciudad en la que fuimos adolescentes. 17
Lourdes vacía su copa. Dice: –¿Y si se trata de una mujer? –Tú, por ejemplo. Lourdes parece escandalizarse: ¡Oh, no, ni hablar! La mujer en abstracto. –Pues es una añoranza que me sabe a membrillo. ¡Qué apetitosa! –O a humo de leña. –Confundes sabores con olores. –Son inseparables. Sé de una chica que siempre me supo a kiwi. Lourdes pregunta: –¿La conozco yo? –Naturalmente. –¿Era Olga? –Es Olga. No sé cómo lo adivinaste. –Creí que tu primer recuerdo sería para ella. Hacia poniente queda un rastro purpúreo, larga veladura. El aire ha menguado algo con la fatiga de la luz, ya en el camino de la noche. –No sé nada de Olga –observa Jairo tras un silencio. –¿Desde hace mucho? –Un ario o más. Perdí la cuenta. Lourdes se abstrae unos instantes. Luego, dice: –Suelo verla alguna vez. No hará mucho que fui a comprarle blusas. –¿Y estuvo amable? Se achica un poco. Me toma por tu primer devaneo. Jairo no puede reprimir una exclamación. –Siempre lo tuvo todo muy claro –dice, riéndose. Luego, manipula en el paquete de Gitanes. Ofrece uno a su compañera. Lourdes lo coge con curiosidad. –Son muy cortitos –se asombra. 18
–Y muy negros. Mucho. Él se entretiene con la llama. El rostro de la chica, encendiéndose desde abajo, le recuerda un personaje de Larbaud. –Hay una historia de cierta joven de Esmirna; tuvo que parecerse a ti. Lo cuenta un escritor algo voluptuoso. –¿Otro poeta? –Sí, y tan francés como los cigarrillos. –Se hace una pausa. Cabe en el hueco de la mano. –Pensaba en Olga –dice Lourdes–, y también en ti. Pensaba en vosotros dos. Observa Jairo las espirales de humo, los anillos de hilanza. –Me pregunto si será la misma –murmura él–. Qtslé puede haberla cambiado. –Puedes pasar a saludarla –sugiere Lourdes–; está en su tienda todas las tardes. No tienes sino dejarte caer. ¿Crees tú que le gustaría? –Hombre, me puedo equivocar. Vivisteis juntos bastantes años... –Casi una década. –Por eso. Jairo aplasta la colilla, se demora; no quiere que brote humo. –Prefiero charlar contigo –dice. Ves a Olga desnuda sobre la cama; miras sus largos miembros extendidos y juntos, cual si no quisiesen abandonar su rigidez, demasiado tensa para que tú lo ignores o juzgues que su respiración obedece a un cansancio usual. Miras la frente de tu mujer, la melena sobre la almohada. Con los ojos abiertos, busca algún rincón del cielo raso por encontrar la rendija, la grieta, el punto de fuga del espíritu. La boca tiembla imperceptiblemente; su alentar hace que 19
brote, a intervalos irregulares, tenue línea en su garganta, y le alza unos senos casi de impúbera, de tan breve entidad, que se dirían cosidos sobre la piel. Ves a Olga desnuda, tendida sobre la cama donde nuevamente fracasasteis. Llueve fuera con la inconstancia de abril; las gotas lamen los brotes, las frondas encaramadas en los taludes sombríos, al otro extremo de la estación. Y ella te lo ha contado todo o, al menos, lo ineludible; ha dicho lo suficiente para abrir surcos, para establecer una distancia que no os atreveréis a recortar. Insistes, le preguntas si su decisión es irrevocable y no estará lastrada por alguna suerte de avidez. Pero ella te responde: “Va a ser mejor así, aunque nos apene tanto': Y se queda quieta, bajo la luz desteñida, los grandes ojos de agua profunda perdiéndose en el techo. Una sofocada fulguración. El suave perfil desnudo. Tú susurras, inclinándote sobre ella y ya impregnado de su pesadumbre: “Haré un poco de manzanilla; nos vendrá bien a los dos': –¿Te apetece otra copa?–pregunta Jairo. –Ni se te ocurra. Debo seguir mi régimen. ¡Pero si no lo necesitas! –Eso quisiera. Jairo se hace anteojos con los dedos índice y pulgar. Luego, se lleva las manos hasta la cara. –Ni un michelín –dice. –Oh. –Ni arrugas... –... fuera de su sitio –interrumpe la chica–. Me las sé todas de memoria. –Te las inventas. –Pero hombre, ¿a quién pretendes engañar? No me forjo ilusiones.–Algo se esconde en los ojos de Lourdes: cierta cosa quebrantada–. No sé por qué nos preocupamos del pasado –dice. 20
–Es parecido a una plusvalía. –¿Tú lo crees así? Jairo se entretiene con su tercer Gitanes. El encendedor es perezoso. Observa él la llama azul, su inminente voracidad. –Voy a contarte una historia. Lourdes suaviza el gesto. Luego, pregunta: –¿Es divertida? –Según se mire. Y tiene su moraleja. Las lámparas interiores empiezan a coger ánimo. Esparcen luz ambivalente, de atardecer artificial. –Hace semanas conocí a una chica muy joven –explica Jairo–: sobre los veintiuno. –¿Era bonita? –Todo un bombón. –Ah. Lourdes escucha con suspicacia. Las confidencias se tejen de ovillos ligeros, su textura es fungible. –Paseábamos juntos y yo le iba contando cosas. La muchacha decía: “Sólo me hablas de tu pasado”. Intenté defenderme: “Pero mujer, si es lo único que tengo...”. Fuiste veraz y poco hábil. Pero no doy con la moraleja. –La moraleja consiste en que yo dejé de interesarle. A los pocos días me dejó plantado. –Eso te ocurre por ligar con adolescentes –dice Lourdes con una risa de guatas. –Claro que sí. La tarde cae, endulza muros, miradores bajo un sol empalidecido. En mi recuerdo, tú eras un hombre fuerte –prosigue ella–, pero vulnerable. Resulta contradictorio. Ambos se callan. Se oye el rumor de las otras conversaciones; es marea fluida, contenida. 21
Nos dimos muy poco margen –dice Jairo con voz lineal– . Me refiero a ti y a mí. Ahora me duele. –Te casaste con Olga de jovencito –afirma Lourdes–. Recuerdo aquellos días con nitidez. –Los tengo casi olvidados. –Fue en el sesenta y cinco. Yo cumplía los diecinueve. –Y Olga, dieciocho. –Antes de que empezarais a salir juntos, nos veíamos mucho y siempre en los mismos sitios. San Sebastián era un pañuelo. –¿Te acuerdas del Trinquete ?–pregunta Jairo. –Yo iba de tarde en tarde. El tique nos costaba cuarenta y cinco pesetas, con derecho a cubata. Le sacuden a Jairo imágenes vetustas. Las destrenza con parsimonia: –Eran los tiempos de lo melódico y de Domenico Modugno. Se bailaba mucho al cachetín. –¿Cómo era eso? –Venciendo vuestras defensas. Resultabais inatacables. –Y muy decentes. –En la penumbra de la terraza era más fácil abrazaros; incluso se os podía besar. –Fuiste algo golfo. –Fui tímido. Lourdes deja correr el índice sobre el borde de la ventana. –Ibas a Igueldo –dice. –Todos los viernes. Ficharon a un trompeta impecable. Guapísimo. No era Chet Baker, pero a mí me lo parecía. ¡Y qué luchas para coger el último funicular...! –Te vi una vez con una chica –dice Lourdes suavemente– ; llegabais del Río Misterioso. Me rozaste sin dejar de apretarla. 22
–¿Cuándo fue eso? –¡(,:b...lé más da! ¡Se me puso una cosa aquí...! –No me digas. ¿Dónde? –Aquí –repite Lourdes, palpándose el estómago–. ¡A buenas horas te enteras! –Me despisté. –Eres embustero. Ibas de chulito, y nosotras éramos una calamidad. Desde entonces aborrecí aquella sala y a todos vosotros, uno por uno. –Pero harías una excepción. –No hice ninguna. Me parecíais insufribles. –¿Por eso te casaste poco después? En el rostro de Lourdes, las pupilas parecen oscurecerse. Tiemblan las manos apoyadas sobre la mesa. Se retrae. –No te hace falta ser tan grosero –dice. Jairo reconoce su torpeza. –Discúlpame –murmura. Sin levantar los párpados, ella rectifica: –Olvídalo, no tiene importancia. Para quienes te estuvieran viendo desde el interior del restorán, por los ventanales de corredera que escurrían las gotas de la lluvia de aquella misma mañana, tú eras un destello bajo el pálpito de las hojas, lunar blanco que reunía dentro de sus límites la escasa luz del anochecer. Y se abandonaban los demás a ese jovial desorden tras el banquete de bodas, cuando el alcohol y la digestión provocan molicie peculiar en los asistentes o un grado de frenesí traducido en actitudes desordenadas. En ese momento de inestabilidad, de flacas voluntades bajo ideas ociosas –con humo de tabaco y júbilos enfermizos–, idóneo para las añoranzas, las confidencias, los cándidos despropósitos, los secretos deshilachados, las solicitudes extemporáneas, la fraternidad y sus precipitaciones, tú, Lourdes Anabitarte, alzando la punta de un vestido de novia aún no empapado de relente, 23
abandonas la compañía de los demás, aquel alboroto descompasado y un poquito lúgubre, y te aproximas, al parecer sin que nadie lo note, hasta el caudal del río, para luego apoyarte en las defensas a metro y medio de la corriente (pretil hecho con troncos despeluzados de madera porosa y grandes ramas que repiten sucesivas cruces de san Andrés); se quedan ellos con sus simulacros, sus espejismos, y, de codos sobre la valla, percibes la efervescencia de una luna surgida para ti. Miras alzarse la turbia luna por el otro lado de la orilla, en su desmayo, floja su lumbre de calabaza, y sin aliento, sin fuerza para encender el vértice de los tilos, el follaje garabateado sobre lámina crepuscular; sientes su desazón de ilustrada, la ceguera de peregrina, sabes que ese cansancio tiene que ver algo contigo, con el abatimiento que pone su boca contra la tuya. Ambas quedáis _frente afrente, la tierna luna y tú: la tierna novia; blancas las dos, las dos de/mismo sexo, antecogidas por cierta cosa aceda y traída de algún trasmundo. Y te preguntas por Koldo, tratas de descubrir qué tolerables indecencias, qué predicciones le soplarán los invitados entre la peste del humo y las camisas sudadas: consejos al marido que estrena su condición y desconoce que tú te encuentras en el ribazo fosforescente y oloroso a raíces, a pieles vegetales, a edulcoradas e imperativas disgregaciones, a la vera del agua que lleva hojas y pétalos y la mansedumbre de lo que nunca retorna. Y piensas: “Koldo está allí, en aquel ámbito resguardado, y el bienestar le inundará, a través del cuerpo, como savia o cítrico. Pero yo, ¿dónde podría guardar un alma que se desfleca en el momento más inoportuno?; ¿quién podrá librarme de mi?... Se ha hecho oscuro de pronto y tu vestido de novia te hace brillar; eres luciérnaga, ascua breve en el parque. Si alguien se aproximara, no sabría nunca de tus lágrimas.
24
III Jairo ha sentido la retracción de su compañera. Lourdes permanece silenciosa, a mucha distancia de aquel lugar, en un espacio y tiempo aproximados a su conciencia más profunda. –¿Qué tal te sientes? –pregunta él. Normal, no te preocupes. –¿Dónde estabas? –En una zona que tu conoces. ¿Te acuerdas de Epeleko– Etxeberri ? –¿El restaurante? –En el camino de Goizueta. Allí fue mi banquete de bodas. Lourdes ha hecho bien en regresar. Se notaba el frío por aquel recuerdo. A propósito –dice Jairo con vehemencia–, tienes una hija incomparable. –¿Hablas de Edurne ? –La periodista. –Es enredadora. –¿Lo dices porque me dio tu teléfono? Otra de las suyas. No estuvo bien; fue toda una indiscreción. Él avanza su mano; queda próxima a la de Lourdes. –Tu hija me pareció fenomenal. Me apena no haberla reconocido. –Está liada con el nuevo trabajo. Le pagan una ridiculez. –Me habló de su reportaje; la vi orgullosa. Lourdes hace un mohín. Luego, pregunta: –Dime, ¿es oficio de fiar? –¿Qué entiendes tú por “de fiar”? –Si tiene algún futuro. ¿No estáis en el mismo carro? –Todavía. 25
A Lourdes los ojos le centellean. –Vamos ayer –dice–, yo te asocio siempre con La Voz. Recuerdo tus artículos. Algunos eran discutibles. Jairo protesta: –Pecados de juventud. –Y aun así, te he sido fiel; seguí comprando tu periódico. –Era el único soportable. Lourdes hace un gesto de impaciencia. –No disimules –dice–. Mi pregunta es formal. –El periodismo es como cualquier otro trabajo; puede darte alegrías y sinsabores. Requiere esfuerzo y conocer siempre tus límites. Te hace célebre o te hunde en la mediocridad... Y debes huir de los envidiosos. –Uf. –Me salió perorata. ¿Es eso lo que querías? –Sí, pero no me convences. –De todas formas, puede ser bueno para ella. A Lourdes le hace bien aquella mirada firme; es un calor sostenido. Murmura: –¿Y para ti? –Yo no sé hacer otra cosa. –Ella consulta su reloj–. ¿Se te hace tarde? –pregunta él. –No, pero me gustaría dar una vuelta. Cuando se aproxima el camarero, Lourdes manipula para abrir el bolso. –¿Te puedo invitar? –dice. Vuelve a cerrarlo ante la negativa. El hombre le hace hueco para que se pueda incorporar. gleda de pie frente a él, afinada por el pantalón. Con el sobrevuelo de la noche, el viento pierde su furia. Ya no alborota las calles ni pega sustos en los cruces. Va llegando del mar una fragancia de fondos; huelen los organismos que se albergan en él, seres que se impulsan y se di26
luyen en lo oscuro. Al viento le quedan fuerzas para frotar las constelaciones, para enlucirlas con sus trapos. ¡Qué gozada de sur! Lourdes dice que le da gusto y alza el mentón, entrecierra los ojos, toma aliento con el placer de una bicha en el bosque. –Lo recibes como a un amante –declara Jairo. –Es un amante –contesta ella con intensidad. Caminan a lo largo de la escollera por zona resguardada. A los lados, farolas con luz de aceite y, más allá, las casas, los colores, el furor citadino. Muy cerca rompen las olas con voz como salida de un sueño. Ya no se ven las espumas de la alta mar; ella es un prado amable y no produce desconfianza. Ante su morbidez, cualquier ahínco se desmorona, se disuelve. –En euskara –precisa Jairo–, a este viento le dicen “de las brujas”. –Sí, porque trae las pesadillas. –Los ensueños. Doblan el codo del Kursaal por la parte exterior. No hay pescadores; el pescado ayuna cuando reina ese aire. –Dime, ¿tú qué sueñas? –pregunta Lourdes. –Sueño con mi ciudad. –¿Desde Madrid? –Desde cualquier sitio. Son sueños que se repiten; me obligan a dar vueltas por los mismos lugares. –¿Y te va bien? –De todo hay. –Anda, cuéntamelo. Jairo no quiere hacer memoria. Los recuerda con nitidez. –Vivo en esta ciudad, pero aparece llena de agua. Se ven estanques en todas las avenidas. Los muros y los tejados se reflejan en la superficie. 27
–¿Y te causa inquietud? –Es una ilusión tranquila. Las personas permanecen quietas, mirando la corriente. –¿Qé diría Freud? –Vete a saber. Siempre me pareció un fantasioso. Lourdes no está conforme. –El agua es símbolo materno –dice–. Mis ensoñaciones, durante el embarazo, eran fuentes y manantiales. –A mí me ocurre otra cosa –explica Jairo con sequedad– . Lo mío es pura añoranza. Llegan los dos al tercer puente: arcos sobre un río que crece y se achica con las veleidades de la luna. Los grandes globos de las farolas relucen con luz de limonada; sus hierros entrelazados son emblema del modernismo: gusto por lo floral y sinuoso. –Crucé este puente en muchas ocasiones –dice Jairo–. La mayor parte, en mis sueños. Además, lo cruzo siempre hacia aquí... En la sobretarde, el puente está bastante transitado. Llevan los peatones paso casi veloz. En los viejos cines del centro, la película tuvo que comenzar hace diez o quince minutos. Lourdes vuelve la cara hacia su acompañante. Le dice: –Quizá sueñes, a partir de ahora, que lo cruzas en esta misma dirección. –Y lo cruzo contigo. El hombre nota, sobre su brazo, la mano de ella; es un momento muy breve. Caminaban sin apenas roces, el bolso, a veces, percutiendo en la cadera de él. –De niña –dice Lourdes– tuve celos de las cosas inalterables. Lamentaba que me sobreviviesen –y tras una pausa– : Fíjate en ese bloque... Un edificio sólido, con pocos arios de uso, en el comienzo del Boulevard. 28
–¿ Dónde está lo extraordinario? –pregunta él. –Seguirá ahí hasta mucho después de que tú y yo hayamos desaparecido. –Es muy probable. –Pues escucha –afirma Lourdes–, me parecía atroz. Sobre todo, si eran objetos, materias desalmadas que no pueden sentir. Tuve envidia de las rocas, de los ríos, de una simple herradura abandonada en la arena. Me enamoré de las cosas efímeras, de lo que era como yo. –Eso es muy triste. –Me aproximaba a las flores, a los pequeños animales. Simpaticé con los insectos; los protegía hasta llevármelos a casa. Amaba lo caedizo, lo que se va y no vuelve. –Eras una niña difícil. –Luego, renegué de mis aprensiones. Mi carácter cambió con la pubertad. –No ibas tan descaminada: lo inmutable es odioso. Al llegar a la Parte Vieja, el tránsito se complica. Lourdes saluda a varias personas. Jairo parece sorprendido. –Una ciudad de juguete –dice. –La acera es un ajetreo. Callejear resulta desagradable. –¿Dónde podemos ir? –pregunta Jairo. –Mira, puedes dejarme en casa –sugiere Lourdes. –Pero mujer, ¡qué disparate! –Es una alternativa. –Es un auténtico desperdicio. –Piensa en Edurne. gu_edé en hacerle la cena. –Puede arreglárselas sin ti. Lourdes se amusga. –No puede ser –dice. –¿Por qué no? Somos adultos. –Claro. –¿Entonces? 29
–Es probable que me llame Ainhoa desde Zarauz. –¿Y qué pasa si no te encuentra? –Pensará que ceno con Karmele. –Perfecto. –Y queda Koldo. Vuelve muy tarde del Sindicato. –Lo ves; no tienes escapatoria. –Tendría que llamarle, contar que estoy con una amiga. –O que cenas conmigo. Lourdes se afana con una mecha de pelo. –Tienes razón –admite–. Detesto la falsedad. Dentro de la burbuja de Telefónica, Lourdes se ilumina con los tres colores sucesivos del semáforo cercano. El ámbar la favorece. –Vale –dice al salir. –¿Todo arreglado? –Avisé a tiempo. –Eres fantástica. –Soy una inconsciente; me dejo liar sin resistencia. –Tampoco es así. El mundo no va a pararse porque nos regalemos unas horas. –Y no olvides –añade ella sin mucha fe en su argumento– que debes escribir el reportaje para tu periódico. –Puede esperar. –No me digas que te han mandado aquí para hacer turismo. –Poco me piden: un par de folios, a lo sumo. Me llevará media hora. Cruzan por los jardines de Alderdi–Eder. Hay arena en las flores. El aire la empujó hacia arriba como prueba de su poder. –Oye –pregunta ella–, ¿y por qué tú? –Mi jefe sabe que soy de aquí y que conozco vuestras costumbres.
30
–No me gusta que digas “vuestras”. –Nuestras costumbres. –Mejor. Jairo siente en el muslo el golpeteo del bolsito. Lourdes se detiene para pasárselo al hombro. –He perdido el hábito de pasear en pareja –dice la chica. Sube su brazo y lo enlaza con el de él. Qledan inclinados uno hacia el otro–. ¿Vas más tranquilo así? –Voy muy a gusto. –Es que estaba despistad ísima. –Dime –pregunta Jairo–, ¿qué sitio eliges para cenar? –Un sitio guay. –¿Guay? –Sí. Pero no pretendas invitarme. Soy una mujer emancipada. Jairo se detiene junto a un cruce. –Por aquí había una taberna –dice. –Dos calles más allá. –El “Negulesco.” –Yes. –Con pinchos de alucine. –Y manteles rojos a cuadros grandes. –¿Sueles venir con tus amigas? –Nunca he cenado aquí. Koldo prefiere la Sociedad. Cuando nos detenemos, al volver de Ondarreta, es para tomar potes. Suben por una calle con adoquines, doblan una carpintería y su persiana a media altura. Huele a serrín. El “Negulesco” aparece con sus cristales esmerilados; en ellos se han escrito, con letras blancas, los menús. El toldo se agita con el aire y tiembla el fleco. Lourdes pone la mano en el tirador; con la mirada consulta al hombre. Empuja con firmeza. Piden un entrante ligero: pimientos de Padrón y chistorra 31
cortada en trozos muy finos, y, para el plato fuerte, dudan ante una carta sugestiva donde el pescado ordena y manda. –¿De verdad no quieres marisco? –pregunta Jairo a su compañera. No me apetece mucho –Aquí es casi forzoso. –Pide algo para ti. El maitre, ante las dudas de la pareja, vuelve a recitar lo que se dice en la carta: –Tenemos nécoras buenísimas o, si la queréis, gamba de hoy. También os recomiendo los percebes que me pasaron esta tarde. Y ostra soberana, de Arcachon. Centollitos tenemos. Y dátiles de mar; me los han traído hace minutos. –No voy por el marisco –explica Jairo–. Me conformo con un pescado de confianza. De todo hay. Podéis probar el rape o merluza muy fina. –¿Tienes cocochas ? Hace siglos que no las pruebo. –Superiores; es la especialidad. A mi me traes un chuletón –dice Lourdes interrumpiéndolos. –¿Muy hecho? –No, al revés, sangrante. –Jairo se escandaliza–. Ya sé que rompo moldes –confiesa ella–, pero soy carnívora, una australopitecos. –Estás en un error –precisa Jairo–, los australopitecos se conformaban con bellotas y con raíces. Para ser cavernícola, eres muy glotona. Lourdes se defiende del ataque. –¿Te contaron ellos lo que comían? –Les ha faltado la oportunidad. –Lo ves; no puedes probarme nada. De la cocina escapan vahos tentadores. La cocinera es una mujerona con mucha salud. Jairo la conoce desde que era niño. 32
–¿Sabes?, de chaval, yo venía a menudo a por tapones de cerveza –dice él. –¿Cuándo fue eso? –Sobre el cincuenta y dos. Era la locura de las chapas. En los corchos pegabas fotografías de corredores del Tour. –Andabais todo el rato por los suelos. –Y vosotras, en la comba, cantando sin parar. Yo os oía desde mi casa. –Ahora es distinto. Ellas se entretienen con ligas de goma oscura; es un juego degenerado. –Y pronto serán sólo los ordenadores... Lourdes se sirve media copa de un vino cordial y mate, de viña alavesa. –¿Tú tienes ordenador? –pregunta la muchacha. –Me causa un miedo supersticioso. –Lo suponía. Los dos se ríen a la vez. Jairo va cumpliendo las copas. Mientras él se afana con su pescado, Lourdes le observa. –Cuando pediste las cocochas –dice–, pensé que no habías perdido tus serias de identidad. Jairo se sirve con los dedos un trozo de pan aún tibio. –Me hablas de una obsesión. –¿ Tuya ? –De tus paisanos. –¿Estás seguro? –Sí. Lourdes no muda el gesto. Puntualiza: –Tú te marchaste en momentos comprometidos. –Aquí todos lo son, todo permanece a flor de piel. Loyola y Lope de Aguirre siguen siendo actuales: cánones puros. Y Saint–Cyran, y Arana. –Se trata de reasumir nuestros derechos –afirma Lourdes con energía. 33
–Ignoro qué más se os puede dar. A ella le vuelve lo socarrón. Y repite: –¿Se os puede...? –Me puse fuera a propósito. –Has hecho mal. Se suaviza Lourdes, relajándose. Extiende la mano hasta tocar la de su amigo. Deja la palma sobre la de él; los dedos juntos. –Perdona –dice–. Hablo de cosas que quizás ignoro. Olvido que estuviste ausente demasiado tiempo. Adivinas un lugar, te topas con una fecha. El sitio era Zumaya; la fecha importa también. Resulta, Jairo, que te fuiste a Zumaya porque días antes murió allí un trabajador (andaluz llegado a Euskadi tras el señuelo de vida más favorable). Era mediodía y los vecinos lo pudieron ver. El suceso impresionó en Donostia y en Bilbao; los periódicos lo airearon en primera página. Formabais notable comitiva. Todos erais gente de ciudad y os abrumaba la sinrazón de la barbarie. Cuando llegasteis al pueblo, os sorprendió su quietud, su apariencia desértica. Mientras discurría la manifestación intentaste vislumbrar –no en vuestro grupo, sino en los porches y en los balcones– a los vecinos. Pesquisa inútil. Alguna vez corríase una cortina, se alzaban dos o tres dedos de persiana enrollable. Pasasteis por la gasolinera donde ante todo el pueblo, en domingo de sol y a la hora de tomar el vermú, cayó herido el fotógrafo. Era tal el silencio, que os sobresaltaron vuestras consignas, vuestras palabras. Alguien masculló: No hay gente del PNV; por no estar, ni el alcalde: Ya en la plaza, y sobre un estarivel, habló Txiki Benegas. Se levantaron algunos brazos, apretáronse puños, se esgrimieron los tafetanes. Salía un solecito en la mañana de nubes. Una sensación innominable te atenazaba, te carcomía con uñas gélidas... Los autobuses volvieron a 34
Bilbao; regresaste a San Sebastián. Por el alto de Iciar, el norte balanceaba tallos silvestres, la flor de la belladona. Pensaste, Jairo, que tu esperanza te la cortó a cercén la tolvanera de aquel suceso. Y decidiste atesorar su simiente, trasladarla a otra latitud, esperar su futura resurrección. –No estás aquí –dice Lourdes con voz apagada. –Disculpa. Jairo no advierte que la chica ha retirado su mano de la de él, que se deshizo la simpatía de los dedos. –Suele ser azaroso –dice ella–. A mí me ocurrió hace un rato. –Son las deudas de la memoria. –Pero no es grave. Jairo tiene la sensación de haber bajado la guardia. –Contigo no puede serlo –asegura. Lourdes mueve la cabeza; su coquetería es natural. Hilos de pelo la desobedecen con encantadora sencillez. –Es bueno encontrarse a gusto –dice. –Resulta bastante fácil. –¿Ah, sí? Jairo no advierte la malicia de la pregunta. En el rostro de Lourdes hay curiosidad. –Si lo deseas, podernos encontrar temas para discutir. –Claro, pero debes pensar en variantes. A las mujeres nos gusta que nos sorprendan. –Podemos debatir sobre gastronomía. –No vale, tú entiendes más. –De fútbol. ¡Oh, también tú! De eso ya tuve lo suficiente. se yo!... ¿De espiritismo? –Me aburren los fantasmas. –Podemos hablar de trapos. –No tienes ni idea. 35
–Me subestimas –exclama él–. Entrevisté a muchísimas maniquíes. –¿Para pedirles el teléfono? –Es vana pretensión; nunca suelen estar en casa. Lourdes simula su derrota, y concluye: –Admite que carecemos de fantasía. –Hay temas infalibles –sostiene Jairo. –Pues dime alguno. –El tema del dinero. –¿Tú sabes cómo se gana? –Ni por asomo. –¿Lo ves? Igual que yo. Así no podemos pelear. Jairo da un golpecito sobre el mantel con expresión maliciosa. Sugiere: –El sexo. Lourdes le mira como traspuesta. –Es asunto superado –dice–. Pareces del pleistoceno. El maitre recoge migas imaginarias. Pregunta: “¿Me vais a pedir los postres?”. V En los jardines de Alderdi–Eder, los tamarindos se aíslan en una lumbre dorada; bulbos de caramelo granulan claridades pastosas. Si alguien se tropieza con una rama inferior, cree haberse topado con una tela de araña, así de finos son sus cabellos. Estos árboles se plantaron hace más de una década y han agarrado bastante bien. Hubo que arrancar los primitivos para disponer, en el subsuelo, de parquímetro suficiente. Los más vetustos tenían troncos deteriorados y alguno hubo de reforzarse con cataplasmas de cemento para evitar su rotura. Lourdes y Jairo cruzan por una plaza olorosa a salitre: el aroma peculiar que desde tan lejos y desde tan profundo traen las mareas en su zurrón. 36
–Ha quedado una noche que ni pintada –afirma Jairo mientras respira con avidez. –Porque cayó el viento. Mañana lloverá. –No estés tan segura. –Lo barrunto. Me aprietan los juanetes. La apostilla de él conlleva leve sarcasmo: –Yo creí que las señoritas no teníais –dice. –,Juanetes? –Sí. Pensé que era problema de marineros o de piratas. –Eso te ocurre por tus resabios machistas –observa Lourdes–. Mis huesos son magníficos y no me fallan jamás. –De chavales, nos fiábamos de la luna. Si aparecía con halo, chaparrón. –O de la resaca. O de las siluetas de las nubes al oscurecer. –¿Te acuerdas del rayo verde? –Nunca lo vi. –Es que necesitabas vista de relojero –afirma Jairo. Lourdes niega con picardía: –No es eso, tonto, nos faltaba la fe. –Pero creemos en lo mágico. Este pueblo tiene aún querencias del paganismo. Han llegado los dos a la altura de Los Relojes. Hay trozos de playa que relucen como pieles de nutria. Es la media luna de humedad que exhibe la marea cuando retrocede. Lourdes retoma las palabras de Jairo: –Guardar nuestras costumbres o nuestro modo de ser no puede sernos nocivo. –Las exageraciones han sido siempre dañinas –contesta él. –¿Tú piensas que exageramos? –Se desorbitan algunas realidades. Con la inocencia de los demás se pueden hacer destrozos. En el reloj del Ayuntamiento están sonando las horas. La 37
medianoche es limpia, de tersura inconsútil. Con la última campanada, una paloma se desprende desde el borde de algún tejado; gira sobre los tamarindos antes de hurtar el bulto y evaporarse. El ruido de las alas produce leve desasosiego. –No es extraño que digas algunas cosas –afirma Lourdes cuando enmudece el reloj–. Me recuerdas a Koldo; también él habla de embustes. –Tal vez haya ocurrido siempre. No sólo aquí. El poder lo hace posible. –¿Qaé hace posible? –Tergiversar los sueños colectivos, adecuarlos a sus conveniencias. Se ven parejas abrazadas. Una bandera sin color cuelga de su mástil. La luz de popa de un batel parece una estrella errante. –Qaé serios nos pusimos –exclama Lourdes. Su voz se enciende–. ¿Sabes qué me gustaría? –No, dímelo. –Caminar por la playa. Dar un paseo por la arena. La chica mira a su amigo con zozobra casi infantil. Intenta su rendición. –Vale, mujer, pero quítate los zapatos. –Ya en el fondo de la playa, la ciudad parece rodearlos, observarlos con ojitos pungentes. La lejanía no resulta incómoda. Desde el paseo será difícil distinguirlos. Están ellos en una zona de sombra, más allá de la superficie espejeante, en su confín– . Te mojarás. –Bah. Lourdes grita de puro gusto cuando el agua le llega a los pies descalzos. Los talones se hunden centímetros en un suelo que cede, pero revela una profundidad apelmazada, muy sólida. 38
–Cogeremos un buen catarro –prosigue él. –No seas miedoso. –Vale. –Pero dime: ¿has hecho esto en alguna ocasión? –De niño –confiesa Jairo–. Para coger shabirones y algún cangrejo de muda. –¿Y siendo adulto? –Ni sonámbulo. Estos antojos quedan para las loquitas como tú. Lourdes se adelanta unos metros; luego, vuelve hacia su pareja. Sólo se ven volúmenes. –Admite que te sientes muy bien –exclama. –Me siento bien. –Y que eres feliz al pisar tu playa. –Mía y tuya –concreta Jairo–, y de algún chucho parrandero. Lourdes acomoda su marcha a la de él; parece desinhibida. Pregunta con duda tenue: –¿Qaé notas después de tantos años? El hombre lleva sus zapatos cogidos por los tacones; la mano de Lourdes en su brazo libre. –Frío en los pies –dice. –¿Y nada más? –Calambres en las falanginas. –¿Y nada, nada más...? –Cierta euforia. –¿Por haber vuelto? –Y estar contigo. Lourdes camina titubeante. Mira hacia abajo, asombrada de que la playa intente beberla, de que la solicite. Y murmura: –No debe ser así. –Ah, no? 39
–Sino más que eso. Deberías estar emocionado o confundido. Retomas un trozo de tu vida; tienes que sentir algo especial. –Ya te lo dije. A Jairo, los cabellos de ella le cosquillean en la sien. –Eres un tipo irrecuperable –le susurran. –No exactamente. Rebasada la Perla, Lourdes reanuda la conversación: –Una mañana te vi ahí enfrente, con Olga. Llovía fino, un calabobos terco. Discutíais. –Era habitual. –Estuve a punto de pararme y de tocarte. –Por entonces, yo estaba petrificado. No hubiera sido gran ayuda. –Aun siendo así, me pesa no haberlo hecho. Jairo intenta verse en una imagen retrospectiva; está borrosa. Dice: –Nos peleábamos de continuo. –Luego, te tropezaste con aquella muchacha... –Beatriz. Fue poco después de separarme de Olga. –No me la puedo representar. –Era una chica delgaducha, que me sacaba medio palmo. Cuando se reía, era como si te sorbiese los tuétanos. Lourdes silba admirativamente. –Y te colaste por ella –dice. –De fijo. Pero yo estaba de buen ver. –iCon una onda caída sobre las sienes! –¿Era todo mi encanto? –Parte. Además, escribías en un periódico y jugabas al tenis. Y vestías horrible: un auténtico desaliño. –Quizá. Jairo se queja del chaparrón. Lourdes le regaña: –No te hagas el mártir. Despertabas ternura y también inquietud. La mezcla te iba de molde. 40
–Lo dudo mucho. –Hablo de lo que tú me pareciste. Yo era tonta de remate. –Te castigas. ¡Pero si estoy segura! Por aquel entonces, lo cotidiano era parir, barrer y amortizar los electrodomésticos. La vida se convirtió en lo que no queríamos. Las luces de Miraconcha se apagan una a una. El Palacio de Miramar surge entre lo oscuro con sus pabellones encantados. –La una menos diez –anuncia Lourdes con alarma. –No tengas prisa; celebramos el nacimiento de la huelga general. Ella se ríe. Lleva mojados los bajos del pantalón. El aire viene más fresco. –A veces me reconozco miedosa. –¿Por qué? –Por todos estos líos y barbaridades que ahora suceden. –Tu marido puede explicártelo. –Koldo no discute de política, pero le gusta. Y le hace falta todo eso; le hace falta más que yo. Se detienen a la altura del túnel. La marea está en su límite. Apoyándose en las rocas, alcanzarían los peldaños que dan acceso a Ondarreta. Huelen los muros a los organismos aflorados con la bajamar y que esperan, indefensos, la subida de la corriente y su abrazo protector. –¿Cruzamos a la otra playa? –pregunta él. –Es tarde ya. Será mejor dar la vuelta. Lourdes apoya sus palabras girándose, volviendo sobre sus pasos. Puede observar las huellas de sus pies: camino estrecho que se borra deprisa. –Espero que mañana no estés con gripe –susurra el hombre. 41
–Me da igual. Ainhoa tiene un remedio de caserío: hierbas salvajes. Y son mano de santo. –Será una chica despabilada... Se hace una pausa inconveniente. Ella dice: –Ainhoa vive a su modo. Pero yo intento que sea feliz. – Lourdes camina taciturna. Después se evade de su ensoñación–. Olvidaba tu paternidad –dice–. ¿Qaé noticias tienes de Octavio ? –Lo veo apenas. Se casó con una moza de Lugo. –¿Sigue en la Renfe ? –Trabaja de maquinista en el enlace de Atocha. Le dieron ese destino. –Me recordaba a ti. –Estaba loco por los trenes. –Igual que tú por las motos. ¿O no te acuerdas? Circulabais con chismes que te rompían los tímpanos. Y las utilizabas para ligar. –Pues te equivocas –protesta Jairo–, no me comí ni un rosco. –¡Qué mal te salen las mentiras! –Las mujeres pasaban un miedo atroz. Recuerda que montabais de lado. –Porque el obispo detestaba los pantalones. –Justo. Lourdes hace un mohín reprobatorio. –Nunca me paseaste –dice. –Ibas con falda y el pelo suelto. Eso va fatal a cien por hora. –Todo es hipocresía. Buscabas las niñas fáciles. –¿Las hubo alguna vez? –Tú sabrás. Yo no me enteraba de la fiesta. –No serías fácil. –¿Cómo lo sabes? 42
–Pura intuición. –No puedes comprobarlo. Perdiste tu oportunidad. –Sí. Los dos se ríen, mediado ya el regreso. En el Eguzki brilla una luz; cruzan sombras tras la ventana iluminada. –Los viernes te veía por el barrio de San Martín, con amigos tuyos, discutiendo –explica Lourdes–. Yo iba al inglés. Me preguntaba qué te traerías entre manos. –Hicimos una tertulia. Hablábamos de libros y de poetas. Duró poco. –¿Y sólo era para hombres? –¡Qué va!, llegaban señoritas. Siempre fuimos muy tolerantes. –Las teníais de meritorias. –No seas lagarta. –¿Y os iba bien? –Lo mejor venía al terminar; nos íbamos a Orly, a la nueva cafetería. –Algunas veces os vi mientras cenabais. Me parecisteis muy follone ros. –Juntábamos las mesas con los prohombres del PSOE. Ellos tenían el bufete a dos manzanas. –¿Y de qué hablabais? –Nosotros, de política; y los políticos, de literatura. Justo de las cosas que desconocíamos. Pero Enrique Múgica era hombre ilustrado. –Leía a Proust. Pero lo suyo eran las tartas. –¿Las tartas? –exclama Lourdes sin ocultar su sorpresa. –Le gustaban de colorines, las más grandes y repelentes. Si tenían algo sospechoso, mucho mejor. No seas cuentista. –Los camareros lo recuerdan. Señalaba el pastel, suplicaba: “Esa tajita...». 43
–Pretendes difamarlo. –Te equivocas –replica Jairo–. Hablo de una elección o de una coprofagia. Era hábito original. –No critiques a tus amigos. –Un político desdeña la amistad, sólo busca lealtades. Su escala de valores es flatulenta. Jairo siente el peso de sus zapatos; le atiranta los dedos. Los flexiona para mitigar el dolor. –A Txiki me lo presentaron cierta vez –afirma Lourdes– . Cuentan que tiene mucho carisma. Jairo se ríe como un conejo. –No mira nunca a los ojos –dice–, ésa es su gracia. –Tu sarcasmo te perjudica –contesta Lourdes–. Los rencores son mala cosa. –Los rencores nacen del desencanto como el humo surge de una vela. –Pero ese humo huele mal. No me convence tu metáfora... –Las huellas van borrándose, la espuma las va cubriendo. Lourdes se aproxima al voladizo, se sacude los pies–. Estoy helada... –Iremos rápido y entrarás en calor; esta ciudad es liliputiense. En la Avenida, las paradas de los taxis se ven desiertas. De manera incongruente, suenan sus telefonillos. El timbre no deja de llamar. –Es una parada surrealista –murmura Lourdes. Cruzan la calle Urbieta y siguen hasta los Fueros bajo luces en ámbar. No se ven coches; la gente se decidió por aparcarlos en los garajes. Un mendigo se inclina sobre la tapadera del contenedor. Rebusca. Con su paraguas sucio remueve aquel pozo hediondo. Un gato gris, cogido por sorpresa, ensaya iris furiosos. Hace más frío. Cuarto para las dos. 44
La casa en que vive Lourdes es una vivienda de finales del diecinueve. Goza de dos plantas. Su tímido neobarroco lo ha endulzado un jardín que se prolonga hasta el umbral. Éste se yergue tras una escalinata con los peldaños de piedra. Hay hojas húmedas en el suelo, lamidas por los vapores del río. –Meterás arena entre las sábanas –advierte Jairo con timidez–. Vas a delatarte. –Me da lo mismo; hace ya tiempo que duermo sola. Jairo pregunta: –¿Podré verte mañana? Lourdes titubea unos segundos. Responde: –Será dificil. Él le aparta unas hebras de pelo caídas sobre los ojos. Dice: –No veo por qué. –Olvidas que tengo una familia. –Puedes inventarte algo verosímil. –Aborrezco este tipo de cosas. –¿Pero qué cosas? –Los trucos, las coartadas. –Lourdes se expresa con tenue exasperación–. Les diré que voy a salir contigo. Y Jairo: –Ves tú qué fácil. –No hay nada fácil. Mañana será un día insolito; no sabremos adónde ir. –Tenemos toda la ciudad. –¿Y el reportaje?, ¿y tu trabajo? –Lo haré a la vuelta, en el tren. Lourdes opone devaluada resistencia. –Sigues siendo falsario –dice–. A mí me gusta la formalidad. Bajan los dos por unas sendas estrechas, de grava, que 45
resplandecen con las primeras gotas. La lluvia del otoño urde una maraña tan finamente tejida, que empapa el suelo antes de que se pueda advertir su tacto, la voluntad casi materna de envolverlo todo con su saliva minuciosa; como llueca, tiende su plumaje de ceniza, deja sobre la ciudad el gesto benefactor y honrado, ademán de buena mujer. El horizonte se ha reblandecido; achátanse las puntas y se redondean las esquinas. Los perfiles se deshilvanan en favor de lo plano, de lo inestable y dulzón, de lo difuso. Hay un viaje sereno hacia las cosas tamizadas y dúctiles. Lourdes se apoya contra la verja. –Oye –dice con una voz de papel–, fueron horas entretenidas y me he sentido casi feliz. –¿Estás contenta? –Mucho. –Entonces, no hay ninguna dificultad. –Yo soy la dificultad. ¿Eres capaz de comprenderlo? – Lourdes entreabre la verja con sonido de goznes. Jairo le pregunta qué hora es la mejor para recogerla. Ella dice–: A mediodía. –Jairo, antes de despedirse busca la boca deseada. Lourdes la entrega sin revelarse–. Ves –añade con una brizna de extenuación–, soy una inconsciente. VI La mañana está tan neblinosa, que parece teñida con imprimaciones de pintura naval. Para un devoto de los grises, cielo, tierra y paisaje urbano ofrecen sutil pirámide de color. La ciudad amanece con sus aderezos preferidos, con sus galas más distinguidas, próxima como nunca al corazón de sus habitantes. Es esa lumbre de cal, ese resplandor de sábana puesta al oreo; son esas nubes casi sin forma y transformadas en toldo que va filtrando la luz. Jairo desciende por la Avenida de España, ya próximo el mediodía, con46
templa las flores de los parterres centrales –escasos puntos de color dentro de aquel mundo de escayola–, las aceras limadas por la humedad, los sombríos escaparates, los plátanos de sombra con la epidermis carcomida y las hojas de otoño en el aire apagado. Se detiene en una esquina, busca el lugar que hace dos décadas fue restorán elegante, punto de encuentro de la sociedad del cincuentra y tres. Y comprueba que ha desaparecido, que el hueco lo ocupa una tienda de lujo. “Nunca creí que lo pudieran cerrar”, se dice él; y se sorprende al sentirse molesto, como si le hubiesen robado algo valioso durante el sueño o la ausencia. No olvidas que la tertulia se celebraba en los bajos del restorán. Por entonces –corría el año cincuenta y cinco–, los jardineros donostiarras acabaron de colocar enfrente un andén con geranios y tulipanes, muy vistoso y fungible. Con el oraje del oeste, el sendero, trazado de norte a sur, se convertía en tobogán eólico. La tolvanera zarandeaba las plantas y les iba quitando hojas en juego de me quiere–no me quiere que se volvía suplicio de botánicos. La tertulia era una charla entre amigos. Comenzaba con el café de las cuatro, para terminar tarde, sobre las nueve, cuando los quinceañeros de aquella epoca mirabais vuestro reloj con incertidumbre. La tertulia era literaria; eso, al empezar. Luego, con la ginebra o el güisqui, se discutía de todo un poco. Tú bajabas hasta el sótano con la punzante sensación de ser Or feo redivivo, y si la tarde resultaba idónea, encontrarías a tu Eurídice o al sucedáneo que te cupiera en suerte. Y mientras paladeabas a pequeños sorbos el vermú con hielo, oías a los contertulios, sus controversias incombustibles... Estaba allí Santiago Aizarna, fornido y con voz tonante –una pipa de espuma pellizcada en su boca–, hablando de Sartre o de Camus cuando ser existencialista era algo más que erudición y se convertía en demoledora 47
manera de comprenderse. Y con él, Ramón Zulaica, peregrino por la Finlandia otoñal: país de cementerios lacustres bajo soles de parafina, y Fernando Bandrés, desvelado por lejanas formas culturales. Pero el eje de la tertulia siempre era Luis; Luis Martín–Santos en las charlas del café Mónaco, en las conversaciones mantenidas hasta muy tarde, al hilo de la década dulciardiente. (Quizá por aquel tiempo ya le acosaran sus personajes: criaturas mohientas con olor a óxido, a muda vieja y a semen, en un Madrid que no otorgaba cuartel.) Te acuerdas, Jairo, de aquella atmósfera de humo, del tufo a cigarro negro, a saludables hierbas de pipa, a Mirurgia en las sienes de Eurídice. Capote, Dos Passos, Kafka y otros íncubos de papel eran exorcizados sobre la mesa redonda y con rodales de brandy. En la calle llovía. El corazón de los tulipanes rodaba por el suelo sin hacer ruido. –Tus juanetes funcionan –dice Jairo a guisa de saludo. Lourdes despliega su sonrisa más amigable, y asegura: –Son infalibles. Lleva vaqueros, suéter de lana, zapatos planos. Se recoge la melenita con una cinta de tenis –Has rejuvenecido –dice él, y retrocede para mirarla mejor. –Anda, no seas liante. –Estás chulísima. –Y con ojeras de mastín. –Ni se te notan. El hombre la coge por un brazo tras mirar, de refilón, hacia la casa. Lourdes le adivina el pensamiento. No hay nadie –dice–. Edurne se ha ido al periódico y Ainhoa sigue en Zarauz. –.¿Y tu marido? Estará fuera todo el día. –¿Sabe lo de ayer? 48
Lourdes señala el bolso y lo sacude con suavidad. –Hice bocatas –dice–; llevan jabugo. Pero no creo que nos quiten el hambre. –Has evitado mi pregunta –insiste Jairo. –Le dije la verdad. Estaba junto a mí cuando tú llamaste por teléfono. –Te noté algo cohibida. –En absoluto. Cruzan con parsimonia el puente de la estación. Ni siquiera se han propuesto adónde ir. Sube el olor de la marea. El agua corre con susurro confidencial. Lourdes parece tomar aire. –Le confesé que hoy saldría contigo –dice– y que estaba muy contenta de verte. –¿Y qué le pareció? –Dijo: “Casi no le recuerdo». Se refería a ti. –Es extraño. Yo tengo de tu marido una imagen concreta. La chica se detiene. Pone sus codos encima de la baranda. Los infantes de hierro, desnudos en la farola, intentan darse la mano. –¿Notas el olor del río? –dice. –Estamos en el mes de las grandes mareas; el mar tiene mucho ímpetu. Lourdes consiente que sus ojos los vaya arrastrando el río. Blanquean toques de espuma en los pilares del otro puente. El agua cubre derrubios y las piedras de las orinas. Ella se vuelve y dice: –Menos mal que no te has olvidado de estas cosas. –Mi memoria es estable. –No sólo es eso; alguna vez las compartiste. Forman parte de ti. La ciudad está quebrantada. Ni siquiera los festivos re49
gistran tan escasa actividad. Cruzan por el puente dos muchachos en bicicleta. Roce de tubulares. No se ven automóviles, ¿los robó el flautista de Hamelín? “Demasiada calma –se dice Jairo–. No es bueno.” Cristina–Enea es parque poco frecuentado. De espaldas a un barrio humilde, vigilante sobre la curva del río, es lugar agreste, feliz en su soledad, envuelto en la fascinación de los parajes postergados y hermosos. Flanquean sus avenidas árboles de hoja caduca: hayas, fresnos, castaños, abetos negros; y el emblemático roble, símbolo del país. Por las ramas de estos seres silenciosos fluyen las estaciones con sus acuarelas, sus engaños, su pasión vegetal y sus afeites. Los días y las noches se van sucediendo cual música íntima y caudalosa. Las personas envejecen deprisa: son animales. El bosque lo hace despacio, de manera que no se advierte. Pero los grandes árboles se desnudan y vuelven a vestirse con toda puntualidad en las fechas del equinoccio. Si se graba un corazón en la corteza del árbol joven, se verá cómo sube. Un día estará tan alto, que habrá desaparecido. De esta forma se perdieron corazones asaeteados, juramentos hechos a navaja, incumplidas promesas. Sus autores no lo verán, o acaso ya no se acuerden; la memoria es poco firme y es cruel. Pero las pájaros, de regreso a sus nidos, aún pueden distinguir la leve grieta en el tronco, el mensaje para los cielos. Jairo le pregunta a su amiga si se acuerda de la última vez que estuvo en aquel parque. Lourdes se encoge, dice: –No te lo podría asegurar. Hace un montón. ¿Y tú? –Una tarde de regatas. Vine con Olga y con Octavio. Y fue hace mucho. Nada cambió aquí. Han decidido deambular por el parque; las aceras están solas y desapacibles. Todos los negocios cerraron. Los trinos cobran mayor intensidad, brotan del bosque entero, de las ramas y su vaivén. Jairo rectifica: 50
–Nada ha cambiado salvo tú y yo. Los caminos relucen con escudo de hojas; ellas están a merced del viento, pero no se siente la menor ráfaga. Tras el cauce seco del estanque surge un rellano; lo preside un abeto enorme. El árbol es muy oscuro, ensombrece el camino. –Me encanta andar por aquí –confiesa Lourdes con temblor–. Tienes Donosti a tus pies. –No toda. Tu barrio y el ensanche: los dominios del Urumea. –Es la parte que yo mas quiero. Está tan alta la mar, que los detritos depositados a la altura del tercer puente ya no se ven, y no hay arena. El agua es verde, oscura, y tiene finas ondulaciones. El cielo la transforma en culebra mate, de plegadiza solidez. Jairo señala una armadura de metal. –Sigue oxidado –dice. –Y tan ruidoso. Desde mi casa oigo pasar los trenes. –Era la zona de las parejas. La preferida. Lourdes se echa a reír. Pregunta: –¿Qaieres enterarte de un secreto? Ahí me besaron la primera vez. –¿En el puente? Sí. –¿Y qué tal te supo? –Regular. Ya te dije: yo era boba. Jairo se distrae con la confidencia. ¿Puedo conocer al agraciado? –dice. –Ni soñar. Siempre se oculta el nombre del pecador. –Pero no pecaste mucho. Claro que sí, o eso es lo que yo creía... A la mañana siguiente lo confesé en los Capuchinos. Pasa una señora con paraguas azul. Mira hacia atrás. Su perro se entretiene mordisqueando matojos. 51
–Egun on –dice como saludo. Lourdes se arrima a su pareja, le susurra: –Me conoce del barrio, la muy chismosa. Su cabeza es un archivador. –¿Y qué te puede ocurrir? –En adelante tendré fama de adúltera. –¿Eso es tremendo? Lourdes se yergue, da algunos pasos. –¿Por quién me tomas? –dice–. No soy aquella adolescente que tú recuerdas, crecí un poquito. Jairo se inclina para besarla. Oye un gemido corto, una respiración. –Eso no estuvo bien –se queja ella, desenlazándose–. De verdad. Vuelan los pájaros. La señora y su chucho desaparecieron tras alguna senda. –Siéntate –dice el hombre–. Estos bancos son providenciales. Lourdes acepta con laxitud; envuelve a Jairo en mirada pícara. Y le pregunta: –Eh, ¿nos comemos los bocadillos? El humo sube muy recto, en óvalos que clarean según van cogiendo altura. –Es en Loyola –señala Lourdes–. Más arriba de los cuarteles. Aquel barrio pecó siempre de mediocridad. Casas humildes, solares abandonados a la cizaña, bajos con talleres pringosos, la elevada trocha del tranvía, los acuartelamientos. Jairo lo recuerda: zona degradada, nudo de edificios para gente de reducidas pretensiones. El río pasaba con lentitud, arrastrando aguas brozosas y cieno que nunca era dragado por las gabarras. A la derecha y sobre un declive, los rieles del tren y, más 52
arriba, el túnel lóbrego y con historias de suicidios. –Yo recalaba en el bar Sumbilla –afirma Jairo–, frente al cuartel de Ingenieros. Lo atendía una moza muy imprudente. Me retó una vez a comer chiles de su huerta. –Aceptaste? –En mala hora. Sentí las penas del purgatorio y me quemé el paladar. –Eso te ocurrió por presumir de fantasma. –Sonríe Lourdes mientras hace rebujo con el papel del almuerzo–. No te imagino de soldado –dice. –Pues fueron diociocho meses. Y además, una guerra. –¿Eh? –El rollo de Sidi–Ifni. Hubo un chaval en el barrio que no pudo volver. Era dos arios mayor que yo. –¿Su padre trabajaba de zapatero de portal? –Hablamos de la misma persona. Lo mataron en El– Aaiún. Cruzan unos gorriones. Vuelan tan locos, que están a punto de rodar por tierra. Su grito se queda inmóvil, en el instante; vibra mucho después de que ellos se desvanezcan. –Está guapa esa zona –dice Lourdes, retomando la hebra–. A pesar de los cuarteles. Mi amiga Izaskun vive allí. –¿ Izaskun ? –Tú no la conoces. Es masajista; trabaja en San Juan de Dios. –Jairo no trata de acordarse, sería inútil–. Salimos algunas veces –añade Lourdes–. Cuando la nuca me molesta, viene a darme sesiones. Mis dos hijas la adoran. Jairo se afirma sobre el respaldo de pino. Su cabeza queda más baja que la de Lourdes, ambas muy juntas. Y en tono neutro: –En realidad, sé muy poco de ti y de la vida que llevas. Si te conformas o no, si tienes algún proyecto entre manos... Ella se gira lo bastante para que se eviten las dos miradas. 53
–¿Te interesa mucho? –responde sin rigidez, con una nota de hastío. –Me interesa todo lo tuyo, lo que me quieras contar. El pie de Lourdes raspa en el suelo, se encarniza con unos brotes. Tuerce los breves trazos, los borra. –Cierta vez estuve en la estación toda una tarde –murmura ella–. Esperaba la salida de un tren. Llegaron varios y se fueron; todo dependía de que me decidiese. Al arrancar el último noté alivio. Ya era de noche. Nunca sentí nada semejante... –Lourdes consiente que él la abrace con lentitud. Los dos se quedan muy quietos; la cabeza de la muchacha, vuelta hacia un lado–. No me beses ahora –suplica ella–. Y no preguntes más tonterías. VII –Este sirimiri es delicioso –afirma Lourdes. Jairo sacude la cabeza. El cielo, de tan liso, parece rascado con una llana. –Ni siquiera son gotas –advierte–. Es sudor, como vivir dentro de una nube. Bajan por el lado que limita con los últimos bloques. Se ven, desde el recodo, los muros del cementerio y los cipreses. Se distinguen las cruces altas asomándose. –Esta zona me deprime –confiesa Lourdes. Jairo se echa a reír–. ¿De qué te ríes? –pregunta ella con estupor. –De que ahí, justo al borde del cementerio, había un piso de mala fama. –¿Estás seguro? –Mujer, ¡si lo visitaba toda la provincia! –Y tú también... –Yo también. –¿Y esto sucedía...? –A principios de los setenta. Llamabas, pedías tu copa... 54
– ...elegías ala chica y te ocupabas con ella. ¿A que sí? –No siempre, claro. Lourdes alza una voz que ni siquiera suena sarcástica: –Era un lupanar, no me hagas su loa. –Me olvido de la guinda –añade Jairo. –¿Algo mejor? –Y muy didáctico. ¿Sabes a dónde daban los dormitorios? –Al cementerio. Jairo aparenta perplejidad. Dice: –¿Cómo lo adivinaste? –Deducción, no soy boba. –Ah. Lourdes adelanta la cabeza para mirarle a él con ojitos de Torquemada. Dice en tono teatral: –Lujuria y muerte. –El cristiano no peca por la carne –replica Jairo. –¿Qaién se inventó esa mentira? –Dulcino... Y los caballeros del Santo Sepulcro. ¡Buena reata de sinvergüenzas! –Él la toma por el talle. La besa fugazmente en el arranque del cuello. El reproche es argucia–: Olvídame. Sois sátiros. Mezclan sus risas mientras apeonan, mientras regañan como juego y se les va empapando el rostro. Junto a ellos, las hierbas locas se alzan para abrevar, para ser dignas de tal ventura. (Los gusarapos se inquietan en sus cuarteles de otoño, bajo el calor de las hojas; se remueven las bestezuelas de la humedad, los siervos útiles del barro, los hijos de la lluvia.) Desde un recodo se ve el paisaje reblandecido. Las columnas de humo cobran energía. –Queman las barricadas –dice Lourdes. Por el borde del río llegan al Victoria Eugenia. Su paso calmoso contrasta con la prisa de los transeúntes. Un coche 55
patrulla, de aguijón acústico, es nueva fuente de molestias. Obliga a rastrearlo, a conjurarlo. Y al unísono: –Uff! Tras cruzar por la plaza de Oquendo, la pareja bordea la esquina del Mercantil. Sobre su podio de piedra oscura, tocado con boina, ceñudo y displicente, Pío Baroja los ve pasar. Ahí tienes a un hombre honesto –dice Jairo tras su exclamación, y señala la efigie que reluce bajo las gotas. Pero no puede decirnos nada –responde Lourdes, volviéndose. –Te equivocas. Nunca estará callado. –Si él estuviera vivo –dice la chica–, ¿qué crees tú que pensaría de nosotros? –¿De ti y de mí? –Claro que no. Me refiero a los vascos, a sus paisanos en general. –Que somos txoruas. Se enfadaría. ¿Y eso...? –Es muy sencillo –explica Jairo–, ocurren muchas cosas que le irritaban. –¿Cuáles ? –El menosprecio de nuestro talante liberal, de la amplitud de conciencia. Fuimos inconscientes... –Caminan con lentitud. Los jardines del Boulevard están envueltos en palideces de estuco, bajo una luz diseminada. Jairo se interrumpe, luego, añade–: En cierta forma, éramos un ejemplo. La pregunta de Lourdes conlleva desafío, súplica y reproche: –¿Ya no lo somos? –Creo que no. –Ojalá estés equivocado. –A él le llega el olor del cabello muy próximo, su perfume súbito. Lourdes dice en voz baja– 56
: Suelo leer las cosas de su sobrino, el de la pajarita. ¿Tú le conoces? –De lejos. Una vez lo vi por Fuencarral. Lourdes suspira y dice: –Despierta confianza. Al menos, me ocurre a mí. –Ellos son fuegos de campamento. Te aíslan de la intemperie. Ruido de voces. Es una manifestación nacida en la Parte Vieja, y se dirige hacia las calles más importantes. Dos jóvenes destacan; caminan bajo una pancarta descomunal, con una frase en los dos idiomas. –¿Qué pone? –pregunta Jairo. –¿Dónde? –En la pancarta. –¿No la puedes leer tú? Borroso. Me hago viejo. Lourdes deletrea: Go-bier-no so-cia-lista, traidor y o-por-tu-nis-ta. –¿Eso dice? –Sí. ¡Caramba, son poetas! –dice Jairo con fingida admiración. Ella deja correr su vocecita de nervios: No seas mordaz. –Es que me gustan los ripios. El pueblo tiene, en el fondo, corazón de nata. –Y muy mala uva. –Se les agota el aguante –explica Jairo–. Aquí, ya nadie quiere esperar. Lourdes se rebulle, espoleada. –Esperar... ¿a que nos sigan tomando el pelo? –Cálmate, no iba contra ti. –Entonces, ¿contra quién?
57
–Contra los que le sacan el jugo a la situación: los cazadores furtivos. Lourdes se tensa. –Estoy ya harta –asegura. Jairo la contradice: –El que estés harta no significa perder tu buen criterio. Y tú lo tienes: consérvalo. De un automóvil con los cristales protegidos bajan varios ertzainas. Los cascos fucsia y las botas les dan aire de coleópteros. –Escarabajos de la col –dice Lourdes, ya más serena. A quienes abren la marcha se los distingue claramente. Llevan ritmo de bateleros; su eslogan es pura monotonía. –Vámonos de aquí –exclama Jairo, y gira los talones. Lourdes lo retiene. –¿No viniste a informar? –dice–. Éste es tu sitio. –Oquey. Si alguna torta se pierde, la compartiremos. La manifestación pasa junto a la pareja. Una joven fulmina a ambos con mirada de combatiente. Lleva estandarte. –A ésa la conozco –masculla Lourdes–. ¡Ya me lo olía! –También ella te conoce, por lo que se ve. –Es una pava. –No tiene ni quince arios; pudiera ser hija tuya. –Ya lo pensé...; me ha puesto el corazón en un puño. A la cola de los manifestantes, un hombre y su bici. La empuja por el sillín. Jairo bromea: –Será para escapar... Los gritos, las consignas, van alejándose. Se alcanza a ver el estandarte de la joven. –¿Conoces a Ana Ciganda? –pregunta Lourdes súbitamente. –Claro. Me gustan mucho sus ojos. –¿Recuerdas el homenaje a la bandera nacional? –Lo presidieron los Reyes. 58
–Anita fue la abanderada. –Lo vi en los telediarios. Lourdes insiste: –Es que con ella me pasó algo divertido ¿Te lo cuento? Le hablas a Jairo de aquella tarde –presentida ya la primavera– de un marzo huidizo que a esa hora dispersaba los nubarrones y los metía hacia el interior, sobre las crestas de Aralar, rumbo a los páramos. Te acuerdas, Lourdes, de que llevabas ropa de invierno y de lo abultado de aquel sobre que tu marido te encomendó porque él no pudo entregarlo personalmente. La Casa del Pueblo era un segundo piso de techos altos, con varias habitaciones. Detrás del mostrador, dos meritorias se entretienen en revisar folios. Te presentas: “Soy la mujer de Koldo Amuchástegui. Tú le conoces, es del partido: Silencio. “Me llamo Ana, disculpa un momentín”; dice la joven que te recibe. Ella abre el paquete para examinarlo. Mientras tanto, tú te distraes viendo el vestíbulo. En su parte central, y de pared a pared, una bandera tricolor (la banda violeta no admite dudas). Ana se te acerca, ya desentendida de los papeles. Sigue el recorrido de tus ojos; debe de haber en ellos chispas de perplejidad. “¿Qué te resulta tan extraño?: te pregunta. Respondes: “La bandera. Yo pensé que habíais jurado la Constitución: Ana no muda el gesto. Dice suavemente: “Bueno, ya sabes, nosotros seremos siempre republicanos:„ Al despedirte, ella te alcanza con un último consejo (oyes su risa): “Dile a tu marido que te lo aclare: Jairo se sonríe. Lourdes acaba de contarle una historia modélica. Bien vale un editorial. –La abanderada! –dice. –Eso fue luego –precisa Lourdes–. Pero de rojo y amarillo. 59
La lluvia dobla su impulso. Desciende suave, a lo suyo. A Jairo le gustaría paladear su sabor soso, favorable. –Olvida esa indignidad –le dice a su compañera–. El tiempo pasa como esta lluvia y barrerá todos nuestros pecados. VIII Han tenido la suerte de ver abierto el pequeño bar del hotel. Lourdes y Jairo se sientan a una mesa que da sobre la terraza. A esta hora –las cuatro y cinco cumplidas– no es lógico que entren los parroquianos habituales. Pero la huelga ha hecho excepciones, y los advertidos, sabedores de que van a encontrar cerrado cualquier otro establecimiento, llegan como náufragos a la costa. Las camareras se inclinan sobre la barra, el microondas no tiene reposo. Jairo ha pedido dos sángüiches de jamón; tardarán en servirlos. –¿Te quedaste con hambre? –pregunta Lourdes. –Poquita. ¿Y tú? –Pues no lo sé; pero este tufo a pan tostado... Una pareja de mucha edad mira por las ventanas. La mujer levanta parte del visillo con una mano que parece hoja. Fulgura en el anular una piedra hialina, el corazón del diamante. Ha bajado la luz. Pronto se encenderán los globos del paseo, las gruesas bolas opalescentes. A Jairo le saludan desde la barra; lo hace un hombre calvoso, de nariz breve, con barba pelirroja. Coge él su vaso y se aproxima. Jairo se acuerda, dice: –Vaya, si eres Lucas... –Jairo Gorospe: el mundo es un pañuelo! Jairo hace las presentaciones. Lucas dice a la chica: –Creo que te conozco. –Yo vivo cerca del Buen Pastor –responde Lourdes–. He leído alguna de tus novelas. 60
–Eso está bien: una lectora guapa. Jairo reconoce aquel acento entre jovial y sañudo. Lourdes hace ademán de ir por una silla. –No te molestes, si ya me voy –se excusa el otro–. He parado aquí para respirar; en varias calles han puesto barricadas. –Las hemos visto. –¿Te quedarás muchos días? –Unas horas –explica Jairo–. Me pidieron un informe de todo este follón. Lucas se interesa por el trabajo de Jairo, por el periódico de Madrid. Ambos eluden la familia o los amigos comunes; han escogido un terreno que no los compromete. –Creo que te llevan una novela al cine –recuerda Jairo tras breve pausa. –No, es a televisión: relatos. Trabajo en las adaptaciones. –¿Resulta fácil? –Nada de eso, es una coña. –Pero puedes permitirte tus licencias. Lucas suspira: –Despedazando el original; es así de incongruente. –Lo comprendo La pareja de viejecitos se levanta con lentitud. Se cogen de la mano. Esquivan los obstáculos con insospechada precisión. Lucas los ve marchar hacia la salida. –Quisiera tener más tiempo para charlar con vosotros –dice Lucas mirando a Lourdes–. Hoy es un día ful. Cuando se abre el portón, se filtra un aire pesado y húmedo. El soplo husmea los rincones como mastín sin dueño. –La prisa fue inventada –afirma Lourdes–. ¿Te percataste? –Era incomodidad. Se está mojando por nuestra culpa. –Di “por tu culpa”. Yo soy inocua. 61
–¿Pero has leído sus novelas? –pregunta Jalo con interés. –No, pero les gustan a mis amigas. Además, él sale en los periódicos y en programas de la tele. –Muy a menudo. –Y ha ganado muchos premios. Dicen que es gran trabajador. –¿Dicen? No seas ruin con tu colega –advierte Lourdes–. Tú me pareces un poco vago. –Mucho, muy vago. –Y nunca fuiste ambicioso; no va con tu carácter. –Ya lo sé. Lourdes se repliega, teme herir a su amigo. Dice: –Él no entiende la vida sin literatura. –¿Ha dicho eso? Lo leí en una revista; era una interviú que le hicieron en Barcelona. Llega el mozo con los sángüiches; huelen a pan caliente. Se extraña el mundo sin los libros –afirma Jairo–. Pero ésa no es su verdad, sino simple transgresión. –¿Triquiñuela? –Truco aceptado. Hay escritores que hacen de la literatura su propia piel; si los descarnaras, saldrían párrafos, sentencias y frases hundidas en el mismo tuétano. –A Lourdes le llegan, gota a gota, las palabras y su acritud–. Hay otros tipos –prosigue Jairo–que confunden el escribir con una cacería particular; sus obras son los señuelos. Nunca lograron interesarme. Lourdes le observa. Parece ensimismada. Te has puesto triste –dice. IX Ella se desabrocha la blusa muy despacio, mirando hacia 62
el paseo. Todas las farolas están ya encendidas; a contraluz se ven los hilos de una llovizna que cae desmayada, en oblicuo. –No sé si resultará –dice. Jairo oye voces en algún lugar del pasillo: femeninas. Risas de gomaespuma, siseo de un gozne, eco de una puerta al cerrarse. Se vuelve y ve a Lourdes sentada sobre la colcha, desvistiéndose con recato. –Por favor, piensa en ti –suplica él. Lourdes se ha metido en la cama. En la semitiniebla, su cabello es una sombra más fuerte, mancha difusa que oscila un poco. –Jairo... –¿Qué? –Me noto ajena, ¿lo comprendes? (Se lo pidió de manera súbita, abajo, en el green bar –los clientes volvían a sus casas y la pareja se iba quedando sola–: “Lourdes, escúchame, me gustaría acostarme contigo...”. Ella, sin sorprenderse, dedicó al hombre una sonrisa de circunstancias. Y después: “¿Crees que así nos sentiremos mejor?”). Lourdes pasa los brazos sobre el embozo. Dice: –No me contaste nada de tu vida en Madrid. –Apenas tiene relieve: el trabajo, las copas, algunos viajes de rutina... –Pero tendrás amigos. –Compañeros. –Y amigas. –Ocasionales. Me hice gandul y perezoso; tú lo dijiste. –¿Hablas en serio? –Claro. Lourdes mueve sus piernas bajo la sábana, goza de su frescor. 63
–Cuéntame algo de Beatriz –dice–. Tengo mucha curiosidad. –Era flacucha, con pelo de caoba. Más alta que tú. –Ayer no quise decírtelo, pero yo la conozco. Os vi a los dos un atardecer, en la playa de Fuenterrabía. Tu aspecto era radiante. –Beatriz fue una gran conquistadora: nació en Piscis. –Os fuisteis a vivir juntos... –Teníamos apartamento en Moratalaz, y un cocker que se comía las pinzas de la colada. Aquel invierno nevó mucho. Ella me dijo alguna vez que la nieve la volvía vieja. –Me pareció muy joven. –Yo le llevo veintidós años. Imagínate qué conflicto. El hombre siente cómo el cuerpo de Lourdes se gira hasta tocar su propia carne. –Tienes los pies helados –dice ella. –Tú también. –¿Me guardarás una confidencia? –Prometido. –Aquel día, en la playa, mientras secabas a Beatriz, noté unos celos enormes. Era horroroso; me deprimía tu felicidad. –No era felicidad, sólo sucedáneo. –Por la noche soñé contigo. Caminabas sobre un tempano de hielo. Algo estuvo a punto de alcanzarte sin que te dieras cuenta. –Beatriz y yo nos separamos meses después. –A lo mejor fue por eso. –¿Tu pesadilla? –Aquel paisaje insalubre. ¿Crees en las premoniciones? –No. –¿Ni siquiera una brizna? –Creo en muy pocas cosas. –Jairo besa a la chica en unos labios inermes, desmorecidos en lo oscuro. Y lo repite en 64
la nuca; allí siente su pulsación, el caudal dulce de la sangre. Dice muy quedo–: En esto sí puedo creer. El grifo de la ducha no se ha cerrado. Una gota regular percute sobre la taza. Pudiera ser una forma para medir la vigilia, o el insomnio, o el dominio inexpugnable del amor. Los muebles se manifiestan por sus fulguraciones. La voz de Lourdes es un soplo: –No llego, Jairo. Discúlpame. Las palabras de Lourdes llevan pesar. El hombre dice: –Déjalo. No importa mucho. –Ella se desliza hasta emerger a un lado de la cama. Quedan los dos cuerpos sin su nudo. Se oyen las rumias de la tarima, la tozudez del grifo, la marea alta retirándose–. ¿De qué te hablaba yo? –pregunta él con premeditado alejamiento. –De Beatriz, de tu segunda chica. –No fue la segunda –subraya Jairo con tono desinhibido–. Hiciste mal la cuenta. –He sido torpe para los números; todavía tengo dificultades con la regla del nueve. Los dos se ríen con risa medicinal. –Beatriz vive en Verona, en Italia –aclara él–. Su marido tiene una galería. –¿Su marido? –Se casó con un marchante divorciado. Hace dos meses, Bea me mandó una bufanda conmemorativa. Con su nota: “La compré enorme para que la compartas. Procura ser feliz”. Lourdes se encierra en un corto silencio, o se guarece. Y la súplica de Jairo: –Cuéntame cosas de tu vida. Te llegó el turno. –¿De mi vida? –O de tus aventuras. –Te llevarás una decepción; he sido muy limitada. –Incluso si fuese así. En toda mujer hay secretos. 65
–Dices simplezas. –¿De verdad? –Tuve un asunto en un hotel como éste –concede Lourdes–. Con cierto médico de Bilbao. –Y no resultó. –Fue todo un fracaso; lo adivinaste. –Si hubiese sido fenomenal, ¿lo habrías reconocido? Lourdes se desploma sobre la almohada. –Eres presuntuoso –dice–. No sé cómo estoy aquí. Se opone con mansedumbre; su disgusto es de mentirijillas. Jairo la besa en una boca turgente. Y murmura: –De cualquier forma, me siento muy afortunado. Lourdes se reconoce en su naciente impulso. “Puede que ahora sea distinto”, piensa con renacida fe. Cierra los ojos. Caen las luces del exterior, sobre las sábanas arrugadas, como jarabe de convaleciente. Y los visillos las filtran, las transforman en abrazo poroso, confidencial. –Debe de ser tardísimo –dice Lourdes, incorporándose. –Espera a que dé la luz. –He oído las campanadas en el Ayuntamiento. No las quise contar. –Sobre las ocho –calcula Jairo mientras busca el interruptor. Ha dejado de llover. Los desagües enmudecieron. En los tamarindos, las gotas se hacen serias postizas, quieren ser breves alhajas, se apagan y se encienden. –Habrá vuelto Ainhoa –advierte Lourdes. –La percusión de la ducha mide el silencio y los rincones donde la pareja vivió sus islas particulares, en los descansillos del espíritu. Y ella–: Jairo, ¿qué va a pasar en este país? Lourdes mira, en el techo, dibujos de luces mortecinas, trazos de sombras que trae el aire. –Lo ignoro –responde él–. No sé qué decirte. 66
–¿Ni siquiera te lo cuestionas? –Me lo cuestiono muchas veces –contesta Jairo con mal disimulada irritación–, tantas como cruzar la calle o encender un cigarrillo. Lourdes se duele. –¿Por qué esa furia? –dice. –¿Furia...? Sólo es aburrimiento. –Tal vez tú no lo notes. Jairo se exalta a su pesar: –Mira, no te confundas. Me revientan los intrigantes, quienes descuartizan el país. Toda esa fauna de trepadores. –A mí me toca vivir con ellos. Tu caso es muy distinto. – ¿Porque estoy fuera? –inquiere él. –Tú no estás fuera. Puede que engañes a los demás; conmigo no te sirve. –Todo el asunto me importa un rábano. Lourdes admite: –La rendición es dulce. –Como la miel –concede Jairo. ¿No la probaste? –Claro que sí. Y tú lo has visto en dos días. Breves horas, los vinos y un repertorio de recuerdos sin mayor relieve. ¡Y este somier, y esta cuarentona que se ingenia pasiones de minutos, su flirteo con patas de gallo...! Lourdes está de codos sobre la almohada, a punto de llorar. Jairo la acaricia con dedos fríos. Le dice: –Cálmate. Yo te quiero. –¿Y eso debe bastarme? –Ella vuelve sus ojos a la ventana, hacia la luz–. Día a día me cruzo con estudiantes, con universitarios –dice–. Me parecen honestos. Muy pronto será suyo este país, con sus virtudes y corrupciones. Luego, percibo la avidez con que lo aceptan todo, y no me siento segura. El futuro me atemoriza. –Ninguno de los dos podemos solucionarlo. 67
Da la media en invisibles relojes. El aire trae su eco; lo desenvuelve a los pies de la cama. –No des la luz –suplica Lourdes–. Es tarde, pero déjalo así. –Como tú quieras. Ella cambia de postura. Se inclina sobre el regazo. –¿Te suena el término “Ushuaia”? –dice. –De mi vieja Geografía. Es un pueblo de Patagonia. –Una ciudad. Está en Tierra del Fuego; tiene industria de salazones. –¿Y que has perdido por allí? –No perdí nada. La culpa es de una foto... y de la inquietud de la niñez. –Aquello es inhabitable –declara Jairo–. Todo es hielo y oscuridad, y los barcos se van a pique. –Te equivocas: Ushuaia es diferente. –¿Estás segura? Lourdes despliega su fantasía: ¡Soñé con ella tantas noches...! El mar es liso, parece hule, y hay montes muy nevados que se miran en él. Las casas son de madera; las construyen con grandes troncos partidos por la mitad. Tienen iglesia y barracones. El humo sube muy deprisa, recto, hasta el cielo. –Sueñas con un cromo –murmura Jairo–. Es espejismo, postal para turistas extravagantes. –Si se lo cuento a Koldo, lo toma a chunga. Dice: “Estás chiflada, eres una fantasiosa”. –Tiene algo de razón. Es lugar poco hospitalario. –Pues, a pesar de eso, yo quería ir allí. –¿Querías? Lourdes coge la mano de su pareja, la oprime. –Hace ya muchas noches que no me ha vuelto ese sueño. –¿Y te preocupa? 68
–En absoluto. Pero es mi certidumbre: ya nunca veré Ushuaia... –Una sombra muy reducida vuela por el techo de la habitación. Es difícil imaginar cómo pudo inmiscuirse. Puede tratarse de un mosquito, de una mariposa deshilachada por la lluvia o la deriva del otoño. Lourdes repite–: ¿Me entiendes tú? Nunca más..., ¡nunca! –El insecto revolotea y pronto desaparece. En la retina persiste su trazo zigzagueante, el malestar de unas alas. Lourdes presiona el interruptor–. Se hizo muy tarde –dice. Y la bombilla, al encenderse, es breve quiebra, relativo desasimiento. X La catedral tiene, en la noche, volumen impreciso. Siendo obra humana, poco ofrece de permeable; todo sentimiento deleitoso queda deshecho por la monotonía de unas formas atrapadas en su pesadez. ( Jairo se ha desviado en su camino a la estación. Quiere recuperar la imagen, casi ominosa, que se alzaba ante sus ojos desde los balcones familiares.) La aguja gótica se anula mientras asciende. En el reloj, encima de la vidriera cuatrifoliada, las manecillas ordenan una hora invisible para los duendes del campanario, y también para las palomas que han hecho su nido en los huecos de los sillares, bajo las tejas que destilan lluvia con rumor sinuoso. En el crucero arde una llama de cristal; monta su rígida imaginaria para los rezos venidos suavemente a tierra, entre las flores de papel y de polvo, sobre los pecados que se mueven, dentro de su vigilia, junto a otras tercas e impetuosas supuraciones. Allí están vivos los saguchos del facistol; se persiguen y retozan en el desenfreno de la madrugada. Jairo rodea los jardines, guarnecidos con tiernos árboles de sombra; las bombillas alumbran sus ramas por debajo y lo envuelven todo en nimbo de beatitud. (En aquella plaza correteaba de párvulo, a la espera de que ocurriese lo in69
soslayable, algo cardinal que, sin lugar a dudas, le habían reservado desde el principio.) Se aleja él de la iglesia. Al rebasarla, deja a un lado el atrio que le servía para acalorarse en días de mucho sol (refugio donde, cierta tarde, una voz ajena le dijo: “Déjalo todo y ven: mamá se puso muy mala”). gleda la plaza atrás, los taludes con sus hortensias gaseosas y de añil desahuciado, los comercios que permanecen: una mercería, una tienda de libros de ocasión, un taller de lampistas –envuelto siempre en resplandores de luz autógena–, un colmado donde puede comprarse miel de la Alcarria dentro de potes con la cubierta de tela. Huyen los lugares recordados, atesorados. Las pisadas repiquetean en la calle viscosa; nadie las va a contar. En la estación no han abierto las taquillas: la huelga se ha sostenido. Jairo se acerca al bar; dentro tiemblan los fluorescentes. El seguro está echado, pero una joven acude a abrirle. Manipula con dedos ágiles el dispositivo de seguridad. Son las doce menos siete minutos. “Discúlpeme, siempre me peleo con el cerrojo”, dice la chica. –¿Coñac o anís? – le preguntan a Jairo cuando el café va subiendo dentro de la taza. –Coñac. –¿Elige alguno? –El que tú quieras. La joven vierte el licor. Su sonrisa es tibia e indolora. Antes de inclinar la botella ha querido asegurarse: –¿Va bien así? Jairo mira a la joven con indudable melancolía. –Es suficiente –dice. Jairo recorre con mirada errática el entorno de la cantina. Duplican los espejos la confusión de copas, jarras y botellas. Todo tan banal y desalmado, que produce inquietud. Hay foto de almanaque: cubo de granito entre húmedos trébo70
les. Es la estela de Agiña–Mendi, sobre un otero, en Lesaca. La levantó Jorge de Oteiza en el cincuenta y ocho. Tiene grabada su leyenda: “Txori kantazale ederra ote aiz kantatzen''. Jairo se imagina al escultor, al basajaun de manos desazonadas por tanto tener que dar. Tú te acuerdas de que paraste el coche apenas pasado el puente, bajo un sol de papel. Dos barcos de bajura, junto al quiosco de los músicos, aseaban su sentina con una bomba de achique. Olía la bajamar como hembra de la calle. Se iba el mes de marzo del setenta y uno tras el viento del sur. El hombre te recibe con ojos enrojecidos. No se acuerda de ti. Bajas a su taller. Entre los diseños de sus múltiples guarda una botella; llega el desmayo de la luz hasta el vidrio grosero y le proporciona un aire religioso. Bebéis el chacolí en vasos chiqutitos, de culo plano y estable. “Ya quedan pocas viñas en Guetaria, pronto serán leyenda; advierte Jorge con amargura. Después habláis de la sabiduría popular, de las intuiciones colectivas. Y dice: “En Europa están convencidos de que se gesta aquí una labor formidable, y la hacemos nosotros, los creadores. Cuando termine esta porquería de dictadura, lo podrán ver”: Oteiza pone tanto vigor en su discurso, que temes por el vaso retenido en sus dedos. Te dices, Jairo, que las cosas que se desean suceden pocas veces. Pero tú lo callas y respondes: “Ojalá sea así. Me gustaría verlo contigo”. Llega el convoy con una hora de retraso. Algo lo retuvo todo ese tiempo: la huelga o los piquetes. Rueda con pesadez para salir de agujas. Camina junto al cauce del río, entre taludes donde el cardo se adorna con la flor de la fidelidad. Dobla el tren un recodo entre los dos puentes; quedan visibles los Fueros y edificios que se solapan y se entremezclan. Jairo columbra la propia casa de Lourdes, con el tejado 71
a dos aguas y la verja medio carcomida. Se ve luz, su fulguración. Pero el cristal se granula con gotas y tachones; vuelve a llover y lo hace furiosamente. Jairo saca de su cartera un papelito amarillento: recorte de periódico. Se lo dio Lourdes, como despedida, en el vestíbulo del hotel. “Estuvo durante arios entre mis notas –diría ella–. ¿Lo reconoces?: es tuyo, de cuando vivías con nosotros.” Jairo recuerda sobre su palma los dedos fríos de Lourdes –¿se detuvieron allí el tiempo conveniente; acaso un segundo más...?–. Y luego: “Lo lees en el tren, cuando yo no pueda estar contigo”. El papel dice: “Como pan ácimo, hierba apacible y vivificante o pellizco de sal, la nostalgia nos alimenta. Solícita en ocasiones, llama con sus nudillos a nuestro pecho para después instalarse allí. Al calor de los pulsos, so capa de intimidad, baraja fechas, nombres y aconteceres. Titiritera, se mueve fácil sobre los alambres del recuerdo y saca de su bolsillo las cosas dulces que no supimos resguardar. La nostalgia nos tiene tan cogidos, que nos dan ganas de preguntarle: “¿Cómo pude yo vivir sin ti?”. Le aburre a Jairo seguir leyendo. La luz es insuficiente, el papel tiembla. Además, el texto le parece excesivo, fruto de la inmadurez. Y ese tema de la nostalgia, ¿por qué le gustó a Lourdes? Jairo apoya la frente en el cristal de la ventanilla. Las luces del exterior son abejas fugaces, chispas que se lleva la noche entre sus plumas. Las gotas se deslizan sobre el vidrio, recorren breve trecho, dejan una huella líquida y son arrebatadas. Porque el aire ha rolado al oeste y el agua del Machichaco se cuela por la quebradura del Nervión para entrar en Donostia y dar alivio a la herrumbre que se descorteza en el Peine del Viento. Diluviará sobre el Bocho, en las lomas de Ulía y la lejana Gasteiz. Y este chaparrón va a sobrevolar San Juan de Luz, la Biarritz que huele a 72
bollo untado en chocolate y las dunas grises de las Landas. Va a remover norte y sur: Euskadi toda. El conductor acelera y el traquetreo se vuelve incรณmodo. Jairo desmenuza su recorte; de los pedazos, hace un rebujo que resbala por su rodilla. Con las vibraciones y las curvas, la pelota rueda, se va desplazando por el suelo, cruza el pasillo y desaparece.
g
73