1,61803... LA MILAGRONA

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1,61803… (Milagrona)



1,61803… (Milagrona) Luis María Alfaro Juan


COLECCIÓN NARRATIVA

Primera edición: mayo 2019

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados.

© Luis María Alfaro © Tabula Rasa Ediciones S.L.

Apdo. Correos, 3153 – 20080 • Donostia–San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetación: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana

Printed in Spain I.S.B.N.: 978-84-120191-2-4 Depósito Legal: SS-595-2019


Andrea y Lara: Cuando se rompa el mundo buscad entre sus pedacitos perdidos un trocito de mar para lucirlo en la solapa

Los jóvenes que saben que perdimos una guerra desconocen que los que la ganaron también la perdieron. Malditos años aquellos que de verdad nunca se fueron. ¿Hay algo más que gotas de sudor en el mar?

A José Antonio Alfaro, mi hermano Que leyó la novela sin arrepentirse de hacerlo.



01. Un cura singular. Podría decirse que Eustaquio García, sacerdote católico, era un tipo nada común. Decidido, valiente, de buena presencia física, siempre delante del papamóvil por el lado del público cuando dado su cargo en logística bien podía mantenerse cómodamente en la sombra o incluso perdido en uno de esos despachos anónimos que nadie sabe para qué sirven. Excelente lector y ágil de memoria, capaz de mantener una conversación de nivel (‘discúlpenme, pero “El despertar de Finnegans” es un simple entretenimiento para ociosos’, afirmará en alguna ocasión antes de expresar su admiración por Joyce, Faulkner o el mismo Borges) sin cumplir los treinta y cuatro, cinco ocupando ese mismo lugar en la comitiva, uno ochenta y tantos, casi noventa, apuesto, lo que se dice atractivo, a las seis de la mañana dos horas de gimnasio, guantes, patada eléctrica al cuello, dentadura todavía entera, ningún brazo partido, una mente fotográfica. Como resultado de alguna desventura, un puntito de sutura en la mejilla izquierda. Una escaramuza: otra cicatriz bajo la axila del mismo lado certifica las habilidades del matón de barrio que le puso en dificultades. Todo por enfrentarse a solitarios errantes que propugnan el desorden del mundo. Inspector de policía por oposición, en excedencia, de producirse un atentado sería el primero en caer. Asumía el riesgo. Es posible que hasta lo buscara. 02. Lo posible acontece a veces. Venía desarrollándose la ceremonia entre cánticos ruidosos y el desfile multicolor de los trajes regionales de la gente proveniente de África. De locura. Una auténtica fiesta. La vida es movimiento. La docena de mártires al11


canza por fin su día glorioso en el calendario. La ceremonia, más larga de lo habitual al interrumpirse continuamente la lectura de las bondades de los nuevos santos, anuncia al mundo la pujanza de la iglesia renovada. El futuro no está en la vieja y decadente Europa sino en el continente africano, en aquellos muchachos desbordantes de alegría presentes en la plaza. Deslumbrado por el aire gozoso del momento, el Papa recobró algo de su ya lejana juventud y en una decisión inusual, abandonando el protocolo, descendió del vehículo para integrarse en la fiesta. Superado el cordón de seguridad, y a pesar de los desvelos de los guardaespaldas, no se limitó al reparto de bendiciones sino que perdiéndose entre la multitud pretendió, manos arriba, balanceando el cuerpo al compás de la música envolvente, marcarse unos pasos de aquel vistoso baile folclórico. Disfrutaba como un niño ingenuo estrenando su juguete de colores. Para aquí, para allá. ¡El Papa navegando en medio de una marea de gente sencilla! Fue entonces cuando alguien en primera fila del corro que palmeaba alegre sacó una pistola, y fue entonces cuando Eustaquio García, sacerdote católico, sacó también la suya… 03. La desbandada. Sucedió lo que acontece en tales circunstancias. Chillidos, respiraciones entrecortadas, gritos, tropezones, encontronazos, gente huyendo enloquecida buscando una salida que no se encuentra. Temblores. Miedo. Angustia. Cuerpos pisoteados tendidos en el suelo. Sirenas de urgencia. Pánico. Alaridos. Histeria. Sálvese quien pueda. 12


04. Al día siguiente. El Penitenciario mayor, eminencia reverendísima, cansado de mover aunque fuera lentamente sus muchas carnes, resopló, manifestando irritado a su secretario: –La obligación de ese españolito arrogante que se cree como el Gran Capitán merecedor del Estoque Bendito era ponerse en medio para recibir la bala dirigida a Su Santidad ganándose el cielo eterno y las oraciones de millones de fieles. ¿Se imagina usted? Hubiera suscitado la admiración en todo el mundo facilitando de paso a la iglesia la apertura espectacular de los informativos. ¿Y qué ha conseguido a cambio con su actitud pretendidamente heroica? Malherir a un loco poniendo en riesgo la integridad física de miles de personas, originando encima por su imprudente actitud una peligrosa desbandada sin precedentes. Y el secretario, dijo: –Es evidente, eminencia, que ahora el foco de la noticia está puesto en el fallido homicida y no en la reconocida humanidad del Santo Padre ni en la labor evangelizadora y sacrificada de la Santa Madre Iglesia. –¿Se imagina usted la épica grandiosa del momento? ¿Los titulares? ¿Lo que hubiera supuesto para el mundo ver a un Papa compungido, manchados de sangre los treinta y tres botones de su blanca sotana, arrodillado, sujetando entre sus manos la cabeza de su guardaespaldas caído por salvarle la vida? ¿Se imagina el revulsivo para esta sociedad materialista descubrir como segunda noticia que el guardaespaldas además era sacerdote? ¿Se lo imagina usted? Después de decir esto el cardenal prefecto continuó tranquilamente con las pastitas danesas de mantequilla, el tazón del café con leche, el zumo de naranja y la lectura del periódico. 13


05. Milagrona. Siglo XVI. Indumentaria hebrea. Treinta y cinco centímetros escasos. Formato piramidal. Estofada en madera. Ramificaciones góticas. Un desproporcionado Niño Jesús, cejijunto, caprichoso, de mirada dura, irascible, se resbala destemplado de los brazos de la Virgen intentando alcanzar el suelo. Porta en su mano izquierda una manzana, que muestra al mundo, y de la manzana sale enhiesta la cabeza de un gusano. Tanto la Virgen como el Niño están enlutados de cuello a pies, como si el entallador odiara los cobaltos cálidos experimentados en las vidrieras del gótico y la violencia del rojo pasión. La mirada de la Virgen es enigmática: una gran carga dramática; asustada; de resignación, posiblemente de tristeza (sufre en silencio: no entiende nada), humilde, avergonzada como si fuera pidiendo perdón al mundo por ser ella y no otra la elegida. Simple, austera, áspera, terminada con desgana y de prisa, la talla parece imperfecta a propósito. La mirada del Niño se dirige al gusano. Todo el mundo dirá que no es mirada de compasión sino vengativa, de ganas contenidas de descuartizarlo arrancándole de cuajo la cabeza. Niño de los apócrifos capaz de destruir las ollas del alfarero. 06. Fi (Phi) = 1,61803… Proporción áurea. El segmento menor es al segmento mayor como este a la totalidad. 07. Tamarón Príncipe. Lo de Príncipe, proviene según leyenda, de Felipe II, aquel amanuense gris, pequeño de estatura, rubio, pálido, 14


enfermizo (“averme tocado oy la gota en un pie”, sufría de artritis, de hemorroides, de catarros y resfriados, de mala digestión) piadoso, menguado, melancólico y timorato, que aparte de conducir al país a la quiebra y aprender tarde a escribir (aunque luego se volviera gran lector), odiaba la guerra, que en la soledad encontraba el mayor placer a pesar de haberse cuatro veces casado. No hay documento que lo certifique, pero se asegura que en su juventud se adentraba con juglares por el Páramo (y el Páramo arranca en Tamarón) en busca de caza a ballesta y divertirse en las horas mustias con las ocurrencias de sus enanas (su preferida, Magdalena Ruiz, que era epiléptica, gustaba de los toros, las fresas, remendar vestiditos para sus monos… y la bebida). Cereales. Apartado del Camino de Santiago, Tamarón Príncipe, de las horas cansadas. La habitual crudeza del invierno de siete meses propicia su aislamiento. El junio de los pasados treinta grados apenas recuerda al enero de los menos diez. Los días de horizonte claro el Páramo descubre las líneas difusas de los otros pueblos, aquellos por los que discurre para su beneficio el Camino, y con el Camino el pulso furioso para que las cosas se muevan. Una pincelada suave tiende a perderse por donde la vista no alcanza. El Páramo es el faro insolente de luz que avisa a los caminantes del peligro, en la vida, de las rutas equivocadas. Empotrado en un pedregal árido y desnudo, con los amaneceres llenos de humo, Tamarón cuenta con pocos edificios singulares. Un río estrecho, de escaso calado y de discurrir lento, zigzaguea por tierras a veces amarillas y otras más pardas y arcillosas buscando abrazarse al Pisuerga. 15


Al fondo, como rompiendo el paisaje, la sombra gris de la cadena de altozanos, y el guiño de las yeseras. 08. La ermita. De fábrica sencilla, planta rectangular y austera. Una puerta marrón, repintada sin gusto, con enrejado en la parte superior, permite el paso al interior del recinto. El cirio permanentemente encendido descubre el sitial de la virgen. En el enrejado, flores artificiales, casi descoloridas por efecto del sol. Sujeto con un alambre, en el papel plastificado la letra del cántico de agosto. A la derecha, el camposanto; un faldón de hierro añadido a la verja evita la escarbadura de gatos y frena la entrada de animales salvajes. 09. Desaparece la talla de la Virgen denominada popularmente Milagrona. Aconteció en medio de la noche de luna tibia. Al ser interrogado por el cabo Isidoro, comandante temporal del cuartelillo ubicado a ocho kilómetros de Tamarón en la cabeza de partido, Marciano, el pastor que más madruga, dirá: “Ni ruido de motores ni voces destempladas; las cosas pierden el orden cuando se las desordena”. “¿Eran gitanos? ¿Rumanos, portugueses? ¿Oíste su parla?”, insistirá el cabo. Y Marciano, dirá: “Tal como si la Virgen quisiera irse de este pueblo; se bajó del nicho, soltó la cerraja desde dentro, y nos dijo adiós”. “¿Qué es eso de que soltó la cerraja desde dentro?”, preguntó el cabo Isidoro con un aire de incredulidad y algo de destemplanza. “Porque la Virgen lo puede todo. La depositó con cariño sobre el banzo de piedra para evitar que de caerse se rompiera”. “¿Y qué es eso de que dijo adiós?” “Pues que lo dijo y si no lo dijo acaso lo pensó”. 16


10. Cabo Isidoro. Como soporte de sus nalgas durante los desplazamientos en el "Land-Rover", el cabo de la Benemérita hace uso de una cámara bien inflada extraída de una rueda de automóvil. Esto le permite portar el ano bien alto, en un trono de aire, para aliviarse en lo posible del roce en traqueteos y baches. En los momentos de máxima molestia jura para sus adentros que acabará en cualquier instante con aquella pesadilla. Su mujer, que le teme por su carácter firme, pensaba que el muy bruto se iba a calentar el trasero con un fogonazo, porque jamás se despatarraría como las parturientas ni toleraría que alguien le introdujera el dedo por el ano, aunque viniera enfundado en un guante aséptico color caramelo, nada lascivo. Como le molesta tener que enseñar el culo, su culo blanco, granoso, respetable, culo de guardia civil, comandante de puesto, a una de esas estúpidas jovencitas enfermeras del ambulatorio comarcal, su mujer, a hurtadillas, implora a la boticaria un remedio rápido y eficaz. Y se lo pide avergonzada, cuando ninguna otra parroquiana queda a la espera, convirtiendo la voz en un susurro. La farmacéutica se esmera en explicaciones: cómo usar la cánula, por donde enfocarla, cuándo apretar el tubito para que la cremita haga su función sanadora. Pero el cabo prefiere aguantarse el dolor a ese insultante procedimiento. Intentará otra vez cambiar los hábitos de alimentación. Altramuces y agua. Dicen que hay unas grageas especiales. Dicen tantas cosas. Por ejemplo, que las pastillas como son cosa química afectan al corazón. ¿Y si tampoco con pastillas?

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11. Más silencios que parabienes. Durante los días siguientes, padre Eustaquio recibió en los pasillos del Vaticano más silencios incriminatorios que parabienes comprensivos. Un Papa caído en el suelo es una imagen desoladora que puede retraer en el futuro la presencia de peregrinos, mermando ingresos. Todo el mundo tiene que estar seguro en la Plaza de San Pedro. Es un lugar santo. Todo el mundo espera asistir allí al milagro que nunca llega. El Santo Padre anuló las audiencias y restringió las apariciones públicas, ángelus incluido, dedicándose a la meditación y a reponerse de los instantes terribles vividos cuando el ruido de los dos disparos provocó el tumulto; recordaría siempre cómo se vio de repente zarandeado por la multitud, empujado sin consideración alguna como uno más, un cuerpo arrastrado de un lado a otro como un muñeco de trapo, desorientado, dominado por el vértigo y el miedo, descompuesto. Quizá avergonzado de su débil condición humana, decidió también que no se remendara jamás (ni siquiera en los siglos venideros) la sotana rasgada para que se supiera de sus sufrimientos, de lo próximo que había estado de dar la vida por Cristo, mártir de la fe proclamaría la historia; el solideo recogido del suelo, pisado y sucio, se expondrá a los fieles dentro de una urna de cristal. Hasta que concluyeran las diligencias, como medida cautelar relevaron a padre Eustaquio del servicio. Confiscada su arma, mantendría no obstante despacho en logística, más como centro de reclusión que como lugar de trabajo. De momento no acompañará al Papa en los viajes, ya se verá luego qué hacer con él. Se impone un mesurado tiempo de silencio. Lo probable es que se decida su alejamiento de Roma: a una parroquia de extra18


rradios o quizá desterrarlo a un convento de clausura. Su rostro descaradamente fotogénico se ha prodigado demasiado en televisión. Las noticias tampoco le favorecen precisamente: el psiquiatra que examina al presunto homicida reconoce en él a un pobre demente; afirma sin soltar el cigarrillo de los labios: pretendía recoger su propia cabeza del patíbulo y presentarse en casa con ella debajo del brazo para mostrársela orgulloso a su esposa; le apasiona el cine; quiere ser María Antonieta o la Bolena decapitadas, quiere también que la policía le compre un sombrero porque el sol le recalienta las ideas; anuncia: si lo sueltan, reincidirá; no ha sido un arrebato, estos enfermos mentales son así: olvidan que son humanos. Por los pasillos, en corrillos, comentan agriamente los monseñores: inconcebible, osado, ¿no dicen que es cura adornado de cualidades excepcionales?, ¿no nos lo han restregado por las narices como ejemplo?, ¿cuáles son en realidad sus méritos?, se precipitó, perdió los papeles, soberbio como los españoles, impulsivo, de sangre caliente, ¿quién puede fiarse de alguien así?, ¿y si la pistola del agresor hubiera sido de juguete?, hay mucho zumbado a la intemperie, tenía que haber evaluado esa posibilidad antes de liarse a tiros; podía haberlo reducido, podía, podía, podía. 12. Una periodista en paro entra en acción. A Estela Valdivieso todos los compañeros de facultad auguraban un futuro espectacular: atractiva, estilizada, decidida, rubia, pantalones rotos en las rodillas, alegre e inteligente. Chica de calendario. Educada para busto parlante de televisión (aunque fuera para anunciar isobaras y vientos alisios) de momento se había quedado espe19


rando esa llamada prometida que nunca llega. ¡Tantos currículos! ¡Tantas ilusiones! ¿Y los castings? Hacía teatro en sus tiempos de ocio, que empezaban a ser muchos y siempre en papeles de perversa cortesana. La mitad de dependientas de panadería son también periodistas y también guapas y también decididas, y vocalizan, y enfatizan la elle, y la otra mitad menos una entre cien se encuentran multiplicando contratos temporales para el servicio de terraza a los turistas risueños. El título enmarcado en el saloncito del pisito de alquiler. Si a los veintiséis no eres nadie (y ella tenía veintiséis) a los cuarenta puedes despedirte de serlo alguna vez (y esto le aterraba). ¿A quién puede recurrir? Iba por el tercer novio. A los tres los había dejado por ser tan simples y transparentes como un vaso de agua. Le interesan los hombres decididos que no la tomen por tonta. Al último ni se molestó en comunicarle la ruptura en persona para evitar contagiarse de la misma llorera que la del segundo. Su instinto de mujer le había fallado con esos dos y con otros tantos sobones retorcidos como serpientes que se tropiezan con la copa de champaña en la mano para volcársela por el escote. ¿Por qué los hombres son tan infantiles? ¿No sería ella la insulsa? Se dijo: ¿no será que sólo atraigo a imbéciles? Sin embargo, el primer novio es como el primer amo para el perro: nunca se olvida. Tenía el jovencito sus esperanzas y unos ideales que no ensordecen los oídos y unas buenas intenciones… y su papá buenos contactos, hay que reconocerlo. Gracias a su intervención llegaron a publicarle en un periódico, a la semana del primer beso, un reportaje donde denunciaba con prosa agresiva la inva20


sión de tordos negros en las ciudades y el aumento de palomas cojas. El trabajo suscitó la misiva al director de un grupo reivindicativo de acción ecologista, y también de una viejecita del parque que escribió emocionada: los tordos negros son machos y las hembras marrones. Enternecedor. Esa mañana, cuando el sol todavía no había derretido las piedras, tomó una decisión valiente: hay que posar los pies en la tierra, nada de soñar ya con guerras en Oriente Medio, nada de talibanes cargándose a morterazos las huellas de la historia (todos los viajes necesitan financiación), nada de saharianas de camuflaje, nada de tuberías de petróleo perforadas por hambrientos desharrapados, se agarraría a cualquier cosa cercana porque con imaginación a un escarabajo pelotero puedes convertirlo en príncipe árabe. Y ella tenía imaginación y ganas y la cartilla de ahorros vacía. Así de sencillo. Odiaba verse de nuevo de cajera en un supermercado. De cualquier madeja se hace un ovillo. ¿O es al revés? En la página 22 del periódico, última columna, sin alardes tipográficos, colgaba el suelto que la despertó del letargo: talla mariana robada de la ermita de un pueblo perdido. ¿Otra vez? Pues, sí, otra vez. Marcó el número de teléfono. Su ex primer novio tartamudeó confundido. No, sí, ¿qué? ¿Quién dices que eres? Seguro que acaba de dar el biberón a sus hijos, porque seguro que tiene hijos, porque los hijos traen nietos, y ya cuando tonteaba con ella se comportaba como un abuelo. Tostaditas, mantequilla, copitos de avena en la leche, y la gotita de miel. Bueno, lo que quieras, nos vemos. También me acuerdo mucho de ti. Un día luminoso.

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13. María, la santera. Muy cuidadosa con las cosas. Meticulosa con las vinajeras y los misales. Está inquieta. Qué horror, repite. La periodista Valdivieso la reconforta: igual se hace famoso este pueblo. ¿Dice usted? ¡Si no tenemos nada que ofrecer! Sabadeño (menos magro, más grasa) para sustancia de los caparrones, y relleno (pan, huevo, ajo, perejil) para el cocido. ¿Sabe, señorita? Vacas, ovejas churras, trigo, cebada y malos olores. Ganado, quehaceres. Este es un pueblo de cereal, señorita. ¿Y dice usted que igual salimos en televisión? ¡Qué vergüenza! ¡Con estos pelos! ¡Tendré que pedir a la vecina que me peine, oh! Y se santigua. La periodista es tan guapa como las que se lucen en los programas que acostumbra a ver, las que enseñan las piernas y a cada cambio de postura aprovechan para mostrar con elegancia las bragas cuando las llevan. Joven, altita, una buena moza pero las buenas mozas atraen moscones. Parece trigo limpio. Le ha ofrecido un caramelo y no sabe si cogerlo o dejarlo. Santera fueron su madre y su abuela. Santera será su hija cuando enviude o se descase. Quita el polvo a los bancos corridos y cambia las velas cuando se apagan. –Cierro primero el camposanto, y después la ermita. Por ese orden. También retiro las coronas y las flores cuando se marchitan. Las coronas, además, están engarzadas con alambres; a veces me pincho. Estoy vacunada por si me hago sangre. Las coronas y las flores las dejo a la entrada, en el lugar que hace de basurero. Allí mismo las quemo cuando es de obligación y obedece el tiempo y autorizan la quema de rastrojos. Entonces mi vecina, la Sabina, y yo y otras mujeres venimos con calderos, que el viento es muy traicionero y a la Matilde la ensució 22


el ojo izquierdo dejándole una visión menor que la de un canalito de macarrón. Un ligero defecto en el habla, de modo que parece estar permanentemente con la boca ocupada masticando restos de comida atravesados entre los dientes. Menudita, nerviosa. El pelo caído más abajo de las orejas y un flequillo hasta casi taparle los ojos negros. De lejos puede confundírsela con una muchacha de andares rápidos y ágiles, pero ya tiene su edad y una hija casada y un nieto bobote, de cabeza desproporcionada. Se encarga del cuidado de la ermita por tradición familiar. Camisa blanca de mangas largas, falda negra y una rebequita doblada en el brazo. Procura expresarse de lado, de modo que nunca cruza la mirada, como si temiera que se le escaparan las vocales inundadas de saliva. Marcha con prisa de un lado a otro, componiendo las cosas. –¡Oh, qué sofoco! De haberme avisado me hubiera dado una gota de color para disimularme las manchas del sol. De pequeña era muy pecosa. ¿Cree usted que estoy bien así? ¡Oh, qué vergüenza! Dentro hace un fresco que se agradece; al poco los brazos desnudos reclaman la toquilla. Estela Valdivieso se percató de lo siniestro de un lugar tan vacío, de la sobriedad de las paredes, piedra y cal. Y preguntó ingenuamente: –¿Aquí no hay trenzas ni muletas ni cosas de esas? –¿Se refiere usted a exvotos? –Sí, a lo que alguien ofrece por promesa por la gracia concedida. –No, señorita, nunca los ha habido. –¿Y por qué? –Porque ningún hijo pide a su madre un milagro, se23


ñorita, sino un paño con vinagre para alivio de la fiebre, y compañía, mucha compañía. Se acercaron al pequeño altar. María, la santera, dijo: –Antes de cerrar la ermita, rezo y rezo con mucha devoción, como hay que rezar, mirando a la Señora, mirándola a los ojos, aunque sean amargos. También ese día recé, se lo aseguro, señorita. Cuando candé la puerta, la imagen estaba expuesta como siempre. Se lo aseguro. Yo nunca miento. Quién haya robado la virgen lo ha hecho sin ruido; aquí el silencio se oye. Le hubiera gustado ser también periodista como la señorita. –¡Qué guapa es usted! ¡Y con toda la vida por delante! 14. A media mañana. A media mañana del día del robo habían aparecido los de Tráfico con sus potentes máquinas blancas y sus espaldas estiradas. A treinta, pom-pom-pom-pom-pompom-pom, reluciente el casco, descarados, chulos, marcándose bien la pistola, a la caza de remolques sin cadena. Dieron parte del suceso por la emisora, se desocuparon al pie del tilo, y se fueron. 15. Alguacila. –Desde entonces me cuesta dormir por las noches –dice con aire desesperado–. Cuento las casas vacías, las que amenazan ruina, la gente que se ha ido a la ciudad, me canso recordando nombres, pero nada, me mantengo en vela. Es una angustia. Como si alguien sacara las agujas del acerico y me las clavara a las cuatro de la mañana, y repitiera a las cinco. No cuento ovejas porque en mi 24


familia todos han sido pastores. Pero es un sin vivir, señorita, algo inaguantable. Odia sonreír fuera de casa. Desea, cuando a su marido le entran las ganas, que la moleste poco, que se desahogue de una puñetera vez, que se le desinflen las tripas, que se dé pronto la vuelta. Le vienen dolores de cabeza cada vez que intenta equilibrios al subirse a una silla para cambiar la bombilla de la lámpara de velas. Ha desistido de devolver al reloj de la torre su prestancia natural, dejando que el sarmiento desprendido del nido de las cigüeñas permanezca para siempre anclado entre las saetas a las tres de unos cuantos años atrás, tantos que no lo ha conocido nunca en movimiento. Como los camineros de la diputación al perforar el suelo hace unos años estropearon arquetas, el olor desagradable apesta por las esquinas. Todo el pueblo huele mal. Y como no llueve… Se lo ha confesado a la periodista. Le ha dicho un viejo de los que aguantan las moscas que es cosa de los vasos comunicantes; ella intenta encontrarlos. Dijo: sí que nos la han robado, sí. Estela pregunta: –¿Y no han hecho ustedes nada? Dijo: –¿Y qué más podemos hacer, señorita? El robo ya está denunciado. 16. El alcalde quiere explayarse. Suéter sin mangas; la periodista saca la cabeza a cualquiera de los nacidos en el pueblo sin necesidad de auparse sobre los tacones afilados reservados para las fiestas. También al alcalde. 25


Mejor entonces que le entreviste sentado donde la secretaria (que viene un día a la semana y hoy, casualidad, no toca porque está cambiando los papeles de sitio en otro pueblo, tiene dos fijos y cubre ausencia por embarazo en otro) le ha preparado un despachito con teléfono y un par de sillas al otro lado de la mesa. Hay una vista aérea del pueblo colgada en la pared, se distinguen claramente los meandros del río cangrejero, la iglesia, la ermita, las paneras, la parte verde nacida (un bosquecito de pinos, tilos orillados), el gris polvoriento de la tierra reseca. El pueblo parece lo que no es. –Una canallada lo del robo. Estamos consternados. Y soltó de repente con el semblante iluminado: –¿Sabía usted que los antonianos eran hermanos menores del Temple? Como la periodista viene de la capital, lo esotérico, el grial, las hazañas de los caballeros del Santo Sepulcro, tienen necesariamente que impresionarla. Añade: –Como orden hospitalaria edificaba lugares de salud para caminantes enfermos. Nosotros tenemos uno que lo fue y en la mismísima Plaza del Reloj. (Porque aquí tenemos plaza del reloj y una vadera y un pendón enrollado, que suelto nos lo vuelca el viento arrastrando al que lo porta). –No me diga –escuchó Estela con educación. –¿Sorprendente, verdad? –Desde luego. –Y tanto y tanto. De demostrarse sería el primer hospital antoniano no edificado en las afueras de una población sino en el centro de la misma. ¡Una auténtica revolución histórica! –Fascinante. 26


–Anótelo, anótelo. Un hallazgo increíble. (¿Lo ha puesto usted bien?) –Maravilloso. –¿Sabe usted, señorita, que es muy posible que aquí se promulgara la Ley de las Doce Tablas? –¡Qué me dice! –“Salus populi suprema lex est”. Me lo tengo escrito en este papel porque la secretaria dice que lo debo decir bien. Cópielo, cópielo. Le hablo del catorce o del quince. Posiblemente el auténtico Camino, el primitivo, transcurriera por nuestro pueblo. Seguro que Felipe II ordenó desviarlo para que no le espantaran la caza. Dicen que venía por aquí a menudo, ¿sabe, señorita?, por aquí puteaba. –¿Me autoriza que lo escriba así? (Escríbalo, escríbalo con letras bien gordas, que se sepa) 17. Domingo. Los periódicos del domingo parecen semanarios de cotilleo, con incursiones en la moda, la cocina, las medicinas alternativas, las rutas asilvestradas, los bikinis en cubierta de yates lujosos, la caza de ballenas, las toneladas de plásticos, el peso límite de la avutarda, el tango criollo. En el suelto central, el reportaje. Dos páginas con un titular increíblemente audaz: VUELVEN LOS LADRONES DE IGLESIAS A NUESTRA COMARCA. Negrita: ROBAN EN UNA ERMITA DEL PÁRAMO UNA TALLA SINGULAR VENERADA POR FELIPE II. Más negrita: “ANTONIANOS, HERMANOS MENORES DEL TEMPLE”. Escándalo. En Tamarón la cartera realiza el reparto 27


viniendo desde la cabeza de partido montada en una scooter azul para ponerse morena los brazos. Sólo trae un periódico: el del teleclub, que lo deja en el suelo sobre la alfombrilla metálica porque es pronto y la persiana se levanta después de las once. Dirá sorprendida: coño, hasta el alcalde sale fotografiado con corbata. Aparece Tamarón: buen encuadre; el cotorro de las bodegas, la ermita, el secano a punto de cosecharse, el río retorcido como un grito de dolor que renace de la herida que sangra por las humillaciones padecidas por el pueblo humilde desde el medievo por lo menos. Lunes: Las emisoras de radio se atropellan concertando entrevistas telefónicas. Es un tiempo parco en noticias y las pausas musicales se alargan demasiado. En la capital, el ilustre padre Patricio, conservero del patrimonio religioso de la archidiócesis, con despacho en la catedral, intenta no significarse demasiado, se muestra entristecido, lamentable, lamentable, dice; y el señor Acosta experto en arte sacro revela que el siglo XVI duró más de cien años. El alcalde de Tamarón, seco y receloso, tose sin ganas; se calienta luego sorprendentemente: habla del Temple, su tema favorito desde hace una semana; hay que revitalizar el pueblo; los jóvenes se marchan; esto se muere, grita, somos como siempre los olvidados de la Administración; desde Felipe II, por lo menos. No pertenece nominalmente a ningún partido político: se adscribe al que gana en la provincia, así que en una legislatura es de izquierdas y a la siguiente de derechas. Lo tiene aprendido de familia. El sol que más calienta es el que aplasta la sombra al ponerse arriba. Martes: Una televisión de ámbito nacional desplaza la unidad 28


regional para cubrir el suceso. Los tertulianos de más altos emolumentos afirman, los meritorios suponen. Se entrecruzan palabras. Falta prevención, dice uno. Que se disponga en cada municipio un calendario de imaginarias dentro de las ermitas. ¿Con Máuser y bayoneta?, dice uno en plan jocoso. Mejor alarmas, dice otro. ¿Y qué hacemos si se disparan por culpa de las tormentas? ¿Y si no hay subvenciones para comprarlas? Es un tema de actualidad, de suma importancia, en absoluto frívolo, dice el que menos habla por culpa de su desgana infinita, al fin y al cabo afecta al patrimonio del estado, y el estado somos todos, incluyendo los que viven de él. Miércoles: Todavía no hay otra noticia que eclipse esta. ¿Rumanos? ¿Kosovares? ¿Rusos? 18. El coronel de la Guardia Civil. Dijo a su segundo: ¿Por qué se otorga tanta cobertura a este asunto? ¿Qué pasa? ¿Hay algo que se nos escapa? ¿Qué tiene de especial? ¿Esa talla encierra algún misterio? Quiero un informe, y lo quiero ya. 19. Habla la delegada del gobierno. Tranquilizar a la opinión pública. Que no se alborote. Rubia, teñida, con una graciosa coleta bailando sin descanso y los labios dibujados por un maquillador profesional de los que devuelven alegría a los rostros aburridos por la rutina, anunció después de sorber un traguito de agua del vaso colocado sobre la mesa: “La policía trabaja todas las hipótesis posibles, naturalmente. No se descarta ninguna. Les aseguro que dedica las veinticuatro horas del día a resolver este desagradable asunto.” 29


Soltó la parrafada de seguido, como si estuviera de ensayo ante el espejo, sin inflexiones ni entonaciones, con la voz plana, algo frágil al principio. Admitió las preguntas convenidas, aquellas que lógicamente enaltecen la labor abnegada de los cuerpos de seguridad, y confortan a la sociedad al descubrir las horas de destemplanza, la sagacidad de los mandos que velan sus sueños. Por lo visto, lo que no recoge el sueldo. Lóbulos chiquitos, sin pendientes colgando. Finalmente dijo con serenidad mirando de frente: se están examinando con rigor las pocas huellas dejadas por los individuos que han perpetrado el hecho. Una cosa es segura: se trata de auténticos profesionales, gente experta, extremadamente peligrosa. Manejan tecnología de última generación. Trabajamos la hipótesis de una banda internacional. Debemos ser cautelosos. Puedo garantizarles que la talla no ha salido del país; poco más me es dado decirles, permítanme en estos momentos una reserva especial. En cuanto esté en disposición de facilitarles información contrastada al momento se la haré llegar a ustedes. Puedo garantizarles desde el partido gobernante que no vamos a permitir que en Castilla campen de nuevo a sus anchas bandas organizadas especializadas, ni nacionales ni extranjeras. El patrimonio de Castilla es de los castellanos, y el de España de los españoles. ¿Alguna pregunta más? ¿Alguna pregunta? 20. Habla Dandi. Impulsado por la necesidad de justificarse ante el público concertó la rueda de prensa. El más famoso de todos los expoliadores del mundo, un extranjero por lo demás curioso, de modales aristo30


cráticos y de presencia gastada por los excesos, bien vestido, perfectamente acicalado, con un bigote recortado, camisa a medida, gafas de sol de diseño, y el pelo cortado a navaja y abrillantado, era capaz de invitar a comer al guardia que le pusiera una multa de aparcamiento y de ofrecerle como propina, y con esa sonrisa cordial de rico que nunca ha cerrado un negocio sin un buen champaña francés, el deportivo con el depósito lleno de gasolina y la billetera cargada de tarjetas de plástico para pasear sin apreturas a la querida de los domingos. Lo que hiciera falta. En lugar de emitir un comunicado, mejor una rueda de prensa para salvar su reputación. Gustaba el apodado Dandi (aparte de que como tal se le reconociera) de chaquetas rojas llamativas, exageradas, de corte moderno, y de pantalones beige y zapatos a juego. Tres o cuatro veces se cambiaba de atuendo al día, de modo que nunca una chaqueta pensada para el almuerzo fuera a usarse en la cena. Tomaba el aperitivo vestido de lobo de mar, con la gorra de capitán un punto ladeada y la abotonadura de ancla reluciente. Su salida del yate llevaba aparejado el toque reglamentario de silbato, según disponen las ordenanzas de la Armada, para que los camareros del Náutico supieran al instante de su inminente arribada a la barra. En sus fiestas mediterráneas, el sol desistía pronto de su intento imposible de salir a pasear alguna vez porque lo llevaba él atrapado entero en su piel curtida y casi negra. Hábil conversador, hablaba idiomas suficientes para entenderse con todo el mundo, con ese acento especial que denota la buena educación y el uso adecuado de los tenedores para cada plato, incluido el postre. Su inglés no es el inglés americano de sílabas escupidas, cor31


tadas y salvajes, sino el moderado de Cambridge, pausado, de entonación exacta y rigor exagerado. Impasible perdiese o ganase una fortuna en una noche loca de casino, su comportamiento, como de jeque árabe, asombraba en su círculo de amistades. Estoico como los virreyes británicos de la India, no exteriorizaba ninguna emoción especial: el dinero es un accidente de la vida, algo tan vulgar e intranscendente que sólo interesa como conversación a los pobres. La copa en las manos, la sonrisa franca, el saludo cortés nada afectado. Cambiaba de automóvil como de compañía femenina y hasta de masculina, lo que hiciera falta. Declaró, sin contrición ni propósito de enmienda que se había dedicado al pillaje o si se quiere al uso indebido de la propiedad de la iglesia, simplemente por aburrimiento. –La vida sin emoción es como una guerra sin muertos –dijo mirando a la cámara y poniendo el perfil más fotogénico a la libre disposición de los reporteros. Recordó como anécdota que en el momento de su arresto extendió las manos sin ninguna crispación, teniendo cuidado en exhibir los puños de la camisa por fuera de la chaqueta, para que se vieran con nitidez los gemelos a juego con el espectacular Piaget de oro, y dijo, sorprendiendo a los inspectores: “¡Se han retrasado, señores! Pasen ustedes y acomódense. Sírvanse lo que les apetezca. Ansiaba saludarles personalmente.” Confesó de entrada: –He revalorizado en miles de millones el patrimonio de este mi país de acogida. Espero que las autoridades y todos ustedes sepan valorarlo. –¿Y cómo así? –preguntó la becaria, cruzando sus desnudas piernas para que Dandi las tuviera en cuenta. 32


–Basta con que yo me lleve una piedra de una ermita románica, señorita, de las muchas que tienen ustedes abandonadas y enmohecidas, para que el lugar recobre un interés turístico desbordante. Y mirando de frente, con el orgullo de un benefactor de la humanidad, dijo sin la menor tibieza en su voz: –¿Cuántos poblados romanos han salido a la luz en esta mi amada patria de adopción, gracias a mi esfuerzo personal por vender sus mosaicos en Estados Unidos? Díganme ustedes, ¿cuántos? Y afirmó en el transcurso de la rueda de prensa: –Ustedes han aprendido a valorar sus vírgenes sólo cuando yo he vaciado sus hornacinas. Sólo entonces. Otro becario, este de gafas enconchadas, de los que hacen la sustitución en verano y que sabe que en septiembre todo vuelve a la normalidad, es decir al sofá de su casa, intentó ponerle el dedo en el ojo. –¿Cuántos años piensa usted que pueden caerle si alguna vez se celebra su juicio? –¿Caerme? ¿Qué es eso de caerme? –Años de cárcel. Dandi le miró con conmiseración. –Muchachito –le dijo con cierto matiz ofensivo, forzando una sonrisa de suficiencia y desprecio– antes de que me encierren en una cárcel, se la compro al estado y monto allí mi despacho contratando al director como escribiente. A otra pregunta anunció seriamente: –Voy a colaborar al cien por cien con la justicia española. Lo afirmó mostrando al mundo los dientes blancos y parejos de revisión trimestral. Y de frente a la cámara con un aire entre compungido y molesto, dijo: 33


–Conviene que sepan ustedes que durante años me he pateado una a una las ermitas de Castilla castigándome incluso la salud. He pasado sed en verano, he sufrido calamidades en forma de fiebres en otoño y aullidos nocturnos del lobo hambriento en invierno. ¿Y todo por qué?, se preguntarán ustedes. Se lo voy a decir en pocas palabras: ¡por altruismo!, ¡por expandir por el mundo entero el patrimonio cultural de esta tierra castellana, cuna de valientes comuneros y grandes avanzados, de la que me siento su mejor embajador! Me han mentado en romances, me han perseguido como a una hiena salvaje, pero hoy se estudia en todas las universidades del mundo gracias a mi actuación profesional que el imperio español fue más grande incluso que en su día el de los mongoles. Pero, ¡ay! –y aquí suspiró profundamente– ¿qué hacen ustedes día a día para sentirse orgullosos de su maravillosa historia? Nada en absoluto. ¿Dónde su sentimiento patriótico? Son ustedes unos iluminados apátridas, fanáticos convencidos de que su misión en esta vida es molestar cuando no herir mortalmente a sus convecinos. Chismosos, vengativos, iracundos, ¡ah, país! Somos los de fuera los que tenemos que identificarles las piedras, datarles sus imágenes, excavar sus yacimientos, mientras ustedes ven tranquilamente esos programas culturales de televisión donde gorditas estreñidas gritan histéricas porque hambrientos tristes les miran las tetas. ¡Ah, España! ¡Ah, país de nigromantes que sueñan con echar mano a la fortuna de los demás sólo para dilapidarla! Se contuvo un momento para comprobar el resultado de sus palabras. Dominaba perfectamente la puesta en escena, el tiempo de la pausa convenida. Era un artista en el arte de dormirse despierto, de modo que cualquier 34


insidia ni siquiera daba para morderse los labios. Tasó mentalmente uno a uno a los periodistas. Sonrió para sus adentros. Dijo: –Soy casi español y me atrevo a proclamarlo con más orgullo que ustedes que seguro se avergüenzan de serlo entero. Se miró las uñas recién enceradas por la manicura antes de anunciar con una voz animosa y soberbia: –He convocado esta rueda de prensa, señores, para efectuar una confesión pública. –¿Cuál, señor? –preguntó medio asustada la periodista en tensión ante la presumible bomba informativa, que a lo mejor implicaba a los jefes del gobierno y de la oposición, a los diplomáticos de carrera, a los estamentos sindicales, a los militares, al clero indígena, al matrimonio de mamporreros sin escrúpulos ansiosos de recuperar la vacante de fray Tomás de Torquemada resucitando para su provecho el sambenito amarillo de la Inquisición. Y a muchos más. Dandi miró al techo por si en él se hubieran dibujado los azules intensos de los cielos que preludian el estío y elevó de nuevo la voz al adelantar esta tremenda noticia: –¡No tengo nada que ver con ese desagradable incidente de un nuevo robo en Castilla! ¡Me refiero al robo de la imagen conocida como Milagrona! Un minuto después todavía el estupor se adueñaba de los presentes. –Entonces –intervino un corresponsal americano visiblemente decepcionado, escupiendo las erres para que rebotasen en las paredes– ¿no ha sido usted? Sin esperar a la contestación, otra periodista intentando disimular el rojo encendido de sus mejillas, preguntó atropelladamente: 35


–¿Pero, de verdad, no ha sido usted? ¿No ha vuelto a las andadas? –Naturalmente que no, señorita –dijo Dandi herido en su amor propio–. Estoy retirado. Y además, pienso dedicarme a la política. 21. Bach y Vivaldi. Al arzobispo ya no le arriendan excusas: Tamarón se ha vuelto de repente famoso, se habla en los periódicos, en la radio, en la televisión, en la calle, y en Tamarón está él, el bueno de don Francisco, muriéndose de aburrimiento, aparcado en la parte más oscura del trastero como un juguete roto. Espera inútilmente su promoción al arciprestazgo. Lleva dieciséis años aguardando la grata nueva, vamos Paquito lo que tú vales, dieciséis años tremendos de reclusión y abandono, de galeote en una galera inmóvil. Don Francisco también ha leído el periódico y se ha escuchado en la radio. Esa entonación, esa caída de sílabas. Claro que sabe exponer en público sus ideas, faltaba más. Ha estado comedido en sus declaraciones, a pesar de que la periodista le ha tentado tirándole sagazmente de la lengua como el diablo hizo con Cristo. ¿Cómo se llama? ¿Estela? Guapa muchacha, aunque, digamos, demasiado impulsiva, demasiado atrevida, un poco ¿cómo decirlo?, pero el arzobispo es de los de soluciones explosivas y no conviene soliviantarle. Le ha prometido que en otra ocasión con sumo gusto le descubrirá el día a día de su vida sacerdotal en un pueblo varado del Páramo. Será un reportaje realista. “Un día a día en absoluto rutinario, señorita, la mies es mucha y los oprimidos por las necesidades también”. ¿Visita usted enfermos? A ella parecen interesarle más las cuestiones personales. 36


“¡Disculpe señorita, los curas de pueblo carecemos de tiempo para aburrirnos!” Se lo aseguro. Fracasado en su intento de conseguir la entremezcla de género, los niños, como siempre, siguen situándose delante en la iglesia, casi mordiendo el altar, ellos a la izquierda, a la derecha, ellas; las mujeres, como siempre, en medio; y los hombres, en la sombra de los bancos de atrás, los más apolillados y frágiles. Y los que no tienen la gana de sentarse, ubicados alrededor de la medio rota pila bautismal. Misa diaria. Si no fuera por las maledicencias de los compadres de seminario, ¡ah, el pecado terrible de la envidia!, estaría ya de canónigo o dirigiendo la emisora del episcopado, antes que recluido en este pueblo pequeño y yermo. Porque había nacido para hacer grande la iglesia de Dios. Veinticuatro horas después de la toma de posesión, ¡dieciséis años ya!, concluía el esbozo de la homilía de despedida, porque había venido de puntillas, a faltas. Para un par de domingos o un par de meses. Tenía carrera de obispo o de cardenal o de solo Dios sabe. Deditos largos, modales suaves, una sonrisa carismática. Una mierda. El alcalde le dijo a modo de saludo aquel día de su presentación en Tamarón Príncipe: –Aquí el cura manda lo que le dejamos. Y le dejamos bien poco. Y si tiene hambre, se pone a respigar que siempre los granos se escapan por las cartolas. ¿Sabe lo que quiero decir? Y añadió: –Creo que fue su San Pablo o uno de esos el que dijo que el que no trabaje que no coma. 37


Lorenzo, alcalde irascible, suelta las frases a borbotones como si las palabras contuvieran una carga de profundidad de la que conviene rápidamente alejarse. Visceral, le cuesta dar el brazo a torcer. No ha quemado ninguna iglesia todavía porque no ha tenido oportunidad y porque los tiempos ya no son propicios. Su abuelo, sí, porque el cura de su tiempo era rojo; y su padre también, porque el siguiente era azul. La policromía completa. Sus tíos y alguno más de la familia también opositaron con desigual éxito. Cuestión de proponérselo. Ahora resulta más difícil porque los seminarios preparan pocos curas y los sueltan al mundo acomplejados, al gusto del consumidor como los cocineros emborrachados por la autógena. Espetó sin dejarle respirar apenas: –La iglesia está para lo que está: para llenarla de paja si el año viene bueno. –Y para despedir a los difuntos –contestó suavemente don Francisco. –Si se lo merecen. –Se lo merecen todos. Todos somos hijos de Dios. Y Dios es posible que esté más satisfecho con unos que con otros. Pero Dios es bondad y además infinita –apuntó con una sonrisa benévola que desorientó al alcalde. Este, dijo: –No me diga que los del Concilio han quitado el infierno. –Digamos que lo han pintado y puesto al día. –Pues si lo han reciclado, vuelvan a dejarlo como antes que aquí, para desgracia del país, hay mucho cabrón suelto. Después de dieciséis años, a don Francisco le cuesta 38


encajar todavía en este ambiente hostil. Los olores, la rudeza, el sentido materialista de la existencia, aria para la cuerda en sol. Teme a la fiebre de heno y a las palabras de doble sentido. Le lleva una eternidad preparar una homilía adaptada para hombres que se escapan a fumar en el atrio mientras se detiene la misa. Puntual, metódico, exigente, recto. Bach y Vivaldi. Música e historia. Cafecito y gotita de chinchón. Cid y doña Jimena. Escribe en sus tiempos perdidos fichas que encuaderna. ¿Cómo explicar a sus feligreses, mientras el fardo de paja se descuelga inesperadamente del remolque, que doña Jimena amantísima era una belleza asturiana sin par? ¿Cómo ensalzar la egregia figura jurídica de Rodericus Díaz Castellanus? ¿A quién hablar de Sisebuto, de Yusuf o de Alfonso VI? ¿A quién? ¿A quién de los que miran al cielo por si asoma la lluvia le importa un carajo todo eso? Este es su castigo: la soledad, rodeado de gente. Se recluye como único consuelo en las entrañas de la historia. En el fondo, confía en que algún día el arzobispo caiga en la cuenta de su existencia y le diga: Paquito lo que tú vales, ¿quieres la merindad o el asiento curial? Pero el arzobispo está sordo, seguro que anda algo alelado, los años no pasan en balde. Si pudiera llamar su atención. Si pudiera decirle: Ilustrísima, cojones, que soy yo, Paquito, el sobresaliente en latines que lleva dieciséis años malcomido por las pulgas de las churras, por las chinches, las garrapatas, los abejorros siniestros y toda esta escoria de patanes que a base de juntar letras se les caen al suelo las palabras. 39


Cagüenlaputa, que soy yo, don Francisco, sí, Paquito. ¿No se acuerda de mí? Cafecito y chinchón. 22. Padre Patricio. Y ahora, esto. ¿Por qué de un tiempo a esta parte siempre hay un suelto o un artículo de fondo o un comentario o un reportaje en el que se ataca con virulencia a la iglesia? ¿Por qué no se habla de sus mártires, de su labor evangelizadora? ¿De los pozos de agua? ¿De cómo combate el analfabetismo y las enfermedades? ¿Por qué tanto airear escándalos, supuestos o no contrastados? Pederastas, manoseadores, protestas en la calle, manifestaciones, ¡ya está bien! Y ahora, esto. No está en absoluto preocupado (aunque deba aparentarlo) por la desaparición de esa talla conocida en el Páramo como Milagrona, tan desagradable a la vista como poco agraciada para la devoción, sino por la publicidad excesiva que se le está dando. Tantas entrevistas, tantos iluminados sentando cátedra. Las cosas de la iglesia suscitan demasiado interés; las exigencias del prime time elevan a categoría de máxima importancia sucesos nimios. El robo hubiera pasado absolutamente desapercibido de no mediar el reciente atentado contra el Papa, las permanentes denuncias de abusos, los oscuros manejos económicos, la deslucida actitud de algunos obispos norteamericanos, los silencios de otros canadienses, algún abad tapando rotos con cemento aguado, la protesta de colectivos… la televisión, la maldita prensa. Sospechoso, todo muy sospechoso. ¿A quién importa en realidad lo que acontezca en una ermita desconocida y para colmo fuera del Camino? 40


Rata de sacristía. Con el orgullo de viejo castellano, camina sin bastón cumplidos los setenta y muchos (a saber cuántos), aunque tiene el andar cansado y la mirada altiva del que sabe que la desesperación sólo ataca a los incapaces de guardar secretos. La sotana limpia y cuidada; los latines aparcados, nunca olvidados. Su mérito: no haber abandonado nunca la archidiócesis ni siquiera de visita a tierras de misionar. Asevera categóricamente que el cuadro descubierto entre telarañas que cuelga en el despacho del arzobispo es de Leonardo. ¿Argumento? El fondo oscuro, la definición de las formas, la perfección de la técnica, la composición. Minucioso como Leonardo, siempre que mira de frente hiere con su sonrisa, entre cínica y suficiente, que confunde sus labios. Dirá con arrogancia: soy el conservero oficial del patrimonio artístico de la archidiócesis; ninguna joya del tesoro artístico de la iglesia se mueve sin que yo lo permita. Dirá: autentifico la antigüedad de las tallas, doy el visto bueno a sus restauraciones. Le gustaría decir: soy el Maestro del Arte (mírenme bien: el virtuoso; inferior a los ángeles por un poco). El que más sabe. Orgulloso de sí mismo, ha parado en seco los expolios del pasado gracias a su plan secreto de prevención, auspiciado lógicamente por el arzobispado. Y ahora, cinco años después, esto. Parece una broma de mal gusto. Una excepción. Se frota las manos: seguro que es obra de un pobre desgraciado, un principiante, un aprendiz inculto, un indeseable, un idiota. Ningún profesional se atreve con una imagen de tan difícil salida en el mercado, que 41


repele a la vista, quita el sueño, fácilmente identificable por otra parte… y naturalmente falsa. 23. Fray Ignacio: hombre humilde. Comenzó con aquel frío insufrible en las plantas de los pies. Curioso. Gozaba de una temperatura normal en todo el cuerpo menos en la planta de los pies. En verano, hielo; en invierno, hielo. Sólo en la planta de los pies. En su familia ya se habían dado casos así. Recordó aquel trozo de sombra que fue su padre, con bocio, gritando de dolor porque se sentía caminar sobre cristales de hielo. La genética, la porquería que uno hereda. Uno no puede ser otra cosa que lo que es. La naturaleza humana evoluciona tan lentamente que a veces parece inmóvil. Temía enfrentarse al futuro condenado a silla de ruedas. Luego vino el temblor esporádico de la mano izquierda, precisamente la que permite dirigir con extrema perfección la gubia de vaciado. Unos segundos agobiantes. Fue al agacharse a recoger la maza de madera. Trastrabilló. Tuvo que socorrerle su ayudante, el hermano Graciano, de complexión frágil y ojos blandos (seco, delgado como la pita de zapatero) que zurce rotos y rebaja sobrantes con pasadas de escofina y tiene miedo a los cuartos oscuros. Pierden su sentido entonces las palabras. Se miraron en silencio a los ojos. Los suyos, aterrorizados, los de su ayudante estupefactos. ¡Tenía tanto trabajo que terminar! ¡Le quedaba tan poco tiempo! Luego, la sequedad en la garganta. Quizá respiraba con la boca abierta. Había robado tantas horas al sueño que hasta olvidaba acostarse por el lado derecho, obstruyendo el conducto izquierdo, el único que permite la entrada libre de aire a sus pulmones. El desplazamiento 42


del tabique nasal condena en esas circunstancias a un dolor intenso de cabeza. Desasosiego. La necesidad de dormir conduce a errores de principiante. Al acostarse a las horas intempestivas en que los demás frailes rezan sus laudes se sentaba primero al borde del camastro y se daba en imaginar cómo sería un mundo donde la luz en un arranque de humildad decidiera inmolarse. Los colores acompañan las emociones, ¿acaso por eso el artista del XVI había tiznado voluntariamente aquella virgen con un betún negro de pies a cabeza, precisamente para resaltar unos ojos encerrados en el vacío inexplicable de una confesión sin palabras? Luego vino la visión empañada; los días luminosos convertidos en vapores húmedos, las nieblas de un otoño permanente, una cortina de seda impidiendo la concreción exacta de los detalles. Inseguridad, vértigo. La luz, la posibilidad de atraparla, ¿por qué le había concedido la naturaleza ese privilegio? ¿Y por qué se lo quitaba ahora? Luego le asaltaron otros indicadores hasta hacerle sentirse un náufrago inútil navegando a la intemperie por las tierras de Castilla que a veces se comportan con más fiereza que los mares enriscados por los vientos violentos. Nunca había creado obra propia. Le sobraba humildad al tiempo que le faltaba capacidad de abstracción para concretarla, esos centímetros de altura que precisan los artistas para creer en sí mismos. Era un copista anónimo, un buen copista, el mejor, ningún entallador como él para hacer vibrar la madera, que a falta de obra propia replicaba con exactitud la de los demás. Pero como toda naturaleza sensible lleva dentro de sí su quebranto, la Milagrona enlutada se había convertido en obsesión: era 43


su reto permanente. ¿Cuántos intentos llevaba ya? El deterioro progresivo de la salud le hizo temer que jamás lograría acabar la réplica divinizada de aquella virgen desgraciada, rabiosamente dubitativa, incómoda, mísera, que se resiste a abandonar su rudeza humana. A ello venía dedicando como una hormiguita laboriosa, casi histérica, los últimos años de su vida. Tejer, destejer. ¿Qué epitafio recordará su paso casi clandestino por la tierra? ¿Crear de noche lo que el alba deshace? Ese realmente es su calvario. Cincelar una réplica más perfecta que el original, y encontrarse a la luz de la mañana que lo hecho es inane. ¿Por qué lo que daba por concluido a las tantas (trabajado con infinito cariño el adulzamiento de la mirada de la Virgen, por ejemplo) amanece como si en las horas siguientes a la conclusión del trabajo alguien desanduviera su obra, borrando sus mejoras? ¿Por qué? Día tras día. ¿Quién violentaba su trabajo? ¿Cómo y cuándo? ¿Por qué sólo le pasaba con aquella virgen enlutada? ¿Por qué nunca le había ocurrido con las demás? ¿Por qué? ¿Qué tenía aquella imagen terrible, de Páramo y desolación, casi una bofetada a la sensibilidad del creyente, demasiado humana para objeto de culto, para que se le negara concluir de una vez para siempre la réplica más sublime y excelsa? ¿Por qué? Ese era su gran fracaso como hombre, como fraile, como artista. Y el convencimiento del empeño por impedírselo, que atribuía desde meses atrás a la propia Virgen, su locura. Y ya cuando las palabras de sus plegarias perdieron altura y los rezos fueron secándose, y la locura de su intento remordiéndole sin piedad las entrañas, tomó la decisión. Si la Virgen no admite ser replicada modificando 44


su humanidad desesperada por una dulzura celestial se abandonaría a la vida contemplativa: desistiría ya de intentarlo durante un tiempo, no haría nada. No fue un acto repentino. Se sentía fracasado. Lo pensó serenamente e incluso lloró. Ya no le devolvía el espejo ojos claros y despiertos, sino dos ampollas de un líquido espeso, gris, apagado. Escribió en un billete que ocultó en uno de los pocos libros de su celda penitencial: la pregunta implica esperanza; ¿qué?; morir es quedarse sin respuesta. 24. Teniente González. Muy joven, casi un niño. Es su primer destino firme en la península lejos de los ojos soñadores de tristezas de los negros de caoba ahogados en el estrecho. Naturalmente, se aburre en la inacción. Mejor un destino en un pueblecito de casas encaladas y rosales en las ventanas, allá por el sur. Redactará un buen informe: conciso, exacto. Nada de florituras. Tendrá mucho cuidado con el empleo exacto de las palabras. Lo jodido del castellano son las segundas y terceras acepciones. Por ejemplo, ahorrar: dar libertad al esclavo. ¿Qué? Sabe que este asunto de la desaparición (robo, hurto, apropiación indebida, sin violencia) de la imagen conocida como Milagrona en nada mejorará su currículo. Tampoco lo empeora. Se lo tomará con celo profesional. El coronel ha dicho: quiero un informe y lo quiero ya. Tendrá el informe. Para eso él es teniente, y el coronel, coronel.

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25. Cubreliebres. A la entrada de Tamarón Príncipe, a la altura de la reproducción del rollo de justicia, enfrente de la era del viejo que no se quiere jubilar y que es el primero en localizar las setas de garduña en el otoño si viene húmedo, el cabo Isidoro detuvo el vehículo. Se lo esperaba. “¿Qué hace ese idiota?”, preguntó irritado el teniente González no saliendo de su asombro. Cubreliebres como siempre que se aproximaba el coche de la Benemérita, aguardaba de pie en medio de la carretera, en posición retadora, como un Cid de andar por casa. A sus cincuenta y cinco años, gozaba de esa dentadura fuerte y de ese pelo negro azabache con que la naturaleza dota a los que no han trabajado nunca ni siquiera por equivocación y cobran del estado por ello. Con su ojo turbio, que a veces se le retuerce, vacío, como un semáforo muerto, consecuencia de un mal encendido de la gloria un día en que el viento confundió sur por norte, amenazaba con el cayado como ametralladora de juguete. –Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta. ¡Cabrones! ¡Tomad por culo! ¡Jodeos! ¡Ya estáis muertos! –¡Quítate de ahí, imbécil! –gritó el cabo asomando la cabeza por la ventanilla. –¡Ta-ta-ta-ta, ta! ¡Isidoro, muerto! ¡La esquila! ¡Los gusanos! ¡Y el otro también! ¡Qué sí! Su odio hacia los guardias es visceral; proviene de las denuncias por pescar cangrejos a mano (sin licencia ni reteles, más los días prohibidos que los otros) y cazar conejos de furtivo y perdices al reclamo. Con el perro sucio y pendón denunciado también, aguardaba a la orilla de la carretera para que según aparecieran los guardias, salir al descubierto y machacarlos sin piedad con sus disparos imaginarios. 46


Cada vez que los veía se tiraba para arriba el pantalón casi corto, en un gesto tal que era como descorcharse él mismo media vuelta; daba los tres pasitos rápidos, como si le atacara de repente el sanvito; soltaba el gritito gutural de arranque, se ajustaba a una esquina, y bramaba con todas sus fuerzas: –¡Cabrones! ¡Ojalá os mate a todos! ¡A la mierda! El cabo, los de tráfico y los guardias veteranos pasaban de la provocación, pero los jóvenes se iban tras él. Cubreliebres dominaba las callejuelas y los agujeros de los pajares y los albañales, y las gateras un poco anchas por donde pudiera colarse. Cuando los guardias cansados de la persecución se daban la vuelta, aparecía otra vez de improviso gritando hasta la ronquera: –¡Cabrones! ¡Hostia, a todos! ¡Ta-ta-ta-ta-ta! No vais a quedar ninguno. ¡Cabrones! –¡Calla la boca, idiota! –decían entonces los guardias cabreados y cansados. –¡Qué sí! ¡A todos! ¡Hostia, pum! ¡A tomar por culo! Si los guardias renunciaban a irse tras él, Cubeliebres se descorchaba otra media vuelta, repetía los tres pasitos y se alejaba mascullando incongruencias. La tarde aquella, a la hora del café, el “Land-Rover” se detuvo delante del teleclub (una biblioteca que nadie utiliza, una barra de bar llena los mediodías del domingo, un salón de actos para las comedias de las muchachas en verano, la tele para los partidos de fútbol). Calentaba al punto que la capa de asfalto de la carretera estaba reblandecida. El cabo Isidoro, nacido del pueblo aunque curtido en otros distintos, se bajó con dificultad y se puso a caminar abierto de piernas, como escocido. Sudaba. El teniente González que le acompañaba, también sudaba. 47


–Se saluda –dijo el cabo a los viejos. –Tengan buenas tardes ustedes –dijo el teniente con educación. Hizo un amago de tocarse la gorra con la mano derecha, y añadió–: Calienta, hoy ¿eh? –Malo que no lo hiciera –respondió uno de los viejos. Al Bolas que le cansa la tarde si no estira las piernas y se tropieza con las patas de plástico de la mesa, dijo al cabo por el teniente: –¿Ya le has contado a este nuevo que soy primo de tu madre. ¿Le has contado cuando me untaron con aquella mierda de betún?, ¿se lo has contado? Aparqué el camión junto a la plaza de toros y el empresario me dijo: “Tú de Harlem, negro chocolate”. Muy obediente se puso el calzón plateado y los guantes negros, demasiado grandes y demasiado pesados. Entonces el empresario le preguntó: –¿Cuántas veces te has noqueado antes? –Media docena. –Esta noche ya serán siete. –¿Y el dinero? –En el hospital. Para cuando salgas sin esparadrapos en la cara. –¿Y si yo le tumbo a él? –Ni de bromas. Ni se te ocurra. –¿En cuál me noqueo? –Antes de que el sudor te corra la pintura. Para el tercero o así. A Bolas le gusta echar a volar la paja que muerde con los dientes. Había recorrido de joven el país, de punta a punta, conduciendo un asmático Ford azul de radiador silbante. Como no estaba llamado para la agricultura, aprovechó la guerra y los conocimientos del capellán italiano al que llevaba a putas, para hacerse a la nueva profesión. 48


–El cura aquel tenía un predicamento entre las mujeres que no lo he visto nunca en otra persona. –¿Y te tiraste? –le preguntó otro de los viejos. –¡Qué hacer! En cuanto escuché el zumbido de los guantes del noruego. Cada vez que me silbaban sentía el mismo dolor que cuando te muerde una avispa. El mozo viejo, que no se jubila porque no quiere, le dijo: –Bolas que ayer era finlandés. –¿Y qué? ¿No es lo mismo? –Pues, no. –Pues mañana será sueco. ¿Qué te crees tú? ¿Qué me peleo todos los días con el mismo o qué? –Seguro que este año el árbol que da manzanas de las que no se dan, deja de darlas –dijo otro de los viejos, el que parecía dormido. El teniente, dijo: –¿Alguien de ustedes puede ponernos en antecedentes? –¿Qué quiere usted saber? –preguntó el Bolas. –Si alguien de ustedes ha visto algo. –Ni somos ciegos ni sordos, pero no hemos visto ni oído. Parece que fue de noche –contestó uno de los jubilados, al que le habían abierto para hurgarle el corazón, tenía prohibido fumar, y fumaba más que antes. –¿Alguien escuchó algo extraño? Un coche, una moto. –Ni tampoco nada. –¿Está la ermita abierta ahora? –preguntó de nuevo el teniente, intentando parecer activo. –La ha candado la santera, para que nadie se lleve las velas. –Cagüenlaleche –dijo el cabo–. La han tomado otra vez con la iglesia. ¡Mira que con la Milagrona! Es Virgen de respeto. 49


Colocó una pierna sobre el mojón para que se le ventilara mejor el culo; echó un poco para atrás la pistolera, Uno de los viejos se percató de la circunstancia, y le dijo: –Porta siempre en el bolsillo una pata de conejo. Y por la mañana, en ayunas, un cacito de altramuces. Y otro: –Con unas gotas de manzanilla se quitan los granos del sobaco. –¿No habrán profanado el cementerio? –preguntó el cabo– Allí tengo a mis muertos. –Nos ha jodido. Y los demás también. Ni lo han abierto. –Mejor. Mejor un robo que una profanación. Hay mucho sádico por ahí, mucho tarado. Las cosas de muertos merecen un respeto. Si abren una tumba, ¡tate! Cuidado. Son palabras mayores. El teniente preguntó: –¿No habrá por el pueblo pintadas? ¿Alguna mierda política? –Nada. –“Castilla y León, nación”, “Castilla, tierra de Comuneros” ¿no habrá algo así? –Ni tampoco una letra. –Ya es mala suerte –dijo el cabo, descorazonado–. Ya es ganas de fastidiar con esta calor. –¿Te sabes aquel –dijo entonces otro de los viejos, el que llevaba un palillo atrapado en los labios y que respondía al nombre de Victorino– del cura que echaba la siesta con la mujer del guarda? –No me jodas, no me jodas –dijo el cabo–, que no estoy para bromas. –La ermita está como la dejamos tras el entierro de Herminio, pero sin la Virgen –repitió el viejo al que no le gustaba gesticular ni abrir demasiado la boca. 50


–Cagüenlaleche, el Herminio. ¡Cómo llovía aquel día! –dijo el cabo. –Sí que llovía, sí. –Lo mismo hace ocho meses. –También el año. –Se le ocurrió morirse al desgraciado en medio del aguacero. Aquí que no llueve nunca. –Lo hizo por fastidiarnos el cabrón. Malo hasta reventar. Para que le recordemos durante años –dijo el mismo viejo. –Entraba el agua hasta por la portonera –dijo el mozo viejo que no se jubila–. Una torrentera. –Bueno –dijo el cabo medio aburrido–, nos acercaremos a la ermita. –Pero despacito, ¿eh? –dijo de nuevo el Bolas–, que el día tiene veinticuatro horas y hay que gastarlas todas. 26. El teniente investiga. Cruzó la carretera, contó minuciosamente los pasos, reculó al atajo del Caballo donde cuatro colmenas desbordan actividad, se puso en cuclillas como si intentara una perspectiva distinta, alzó un dedo al cielo (igual que hacen los pintores para medir la figura a bocetar en el cuadro), sacó la libreta, anotó números y escribió letras. El cabo Isidoro, sin embargo, se apartó a un lado, al amparo de la sombra, inmóvil sobre una piedra que hace de mojón de la tierra colindante, indiferente al deambular de su superior. Encendió un cigarrillo más para espantar la nube de mosquitos que por saborear una calada profunda. El sol, rojo como un tomate maduro y redondo hasta la exageración, comenzaba a descender con ganas de perderse por el infinito ocre que llega a los otros pue51


blos. Nunca se pierde por el río, porque los soles de secano están tan limpios que no necesitan bañarse. Dos horas escasas para coger fuerza las luces. Conducir de frente al sol es una temeridad, por eso debían de esperar. No tenían prisa. Poco más había que hacer allí. El teniente como auténtico experto de academia, hurgó el suelo con el zapato antes de hacerlo con un palo, que recogió donde las moreras. Se fijó en los desfiles uniformes de hormigas, y cómo las había gordas y cabezonas en un sitio y escuálidas y pequeñas en otro y rojas irascibles más allá. Y pensó si no sería posible que entre todas ellas no hubiera una, aunque fuera una sola, que se despistara del trabajo ocultándose debajo de un trébol a la espera de la hora del rancho. Una hormiga naturalmente de raza hispana; de sombra y siesta; una hormiga funcionario, por ejemplo, que se aprovechara del esfuerzo de las demás. Pensó también que por eso eran hormigas, que ahí radica la diferencia entre hombres y animales. Los animales está programados para hacer lo que deben hacer (aunque sea beber en charcas infestadas de cocodrilos, según los documentales de La 2) mientras que los hombres procuran escaquearse del trabajo traspasando el sudor a otros. No sabía distinguir entre cucarachas y grillos, pero aprendería si le obligaran los superiores a ello. Entre sapos y ranas, sí. O creía saberlo. Lo curioso de los bichos que cría la naturaleza es que están en continua ebullición. Una locura de idas y venidas, de abejorros, de hormigas, de cortatijeras, de saltacapas, de mariposas, de ciempiés, de mantis religiosas, de mariquitas rojas con sus motas negras, de pájaros, de ratones dándose un festín, de ligaternas escalando piedras. Salvo las arañas agazapadas en los surcos, todos los demás bichos interpretan sin parar una danza tan 52


anárquica como la de los peatones en un paso de cebra sin semáforo en hora punta en el centro de Madrid. Comprobó la solidez de la verja del camposanto: imposible abrirla sin una llave a propósito. Ante la rejilla de la puerta de la ermita se detuvo unos segundos a leer las oraciones contenidas, a modo de cántico, en el papel plastificado. La nave de la ermita en su media sombra semeja una lonja de pescado vacía. Se percató de la existencia de una puerta lateral medio oculta entre matorrales y hierbas salvajes. Se acercó. Encima de la puerta, de un agujero entre piedras las abejas zumbaban de forma alocada cruzándose las que entraban con las que intentaban salir. ¿Por qué ninguna abeja se tropieza en su vuelo? ¿Por qué ninguna hormiga arrolla a otra en la entrada del hormiguero? Pensó de nuevo en que la naturaleza en su insufrible perfección se había equivocado con el ser superior y racional llamado hombre. Nada de lo producido naturalmente por el cuerpo humano sirve a los animales, salvo la mierda que alimenta a las moscas verdes. Aunque resultaba peligroso acercarse, lo hizo. Presionó la puerta sin resultado. Buscó un punto de luz e intentó investigar lo que hubiera dentro. Dio con una puerta vieja, casi caída. –¿Qué es esto? –preguntó. El cabo Isidoro cambió de postura, y dijo: –El antiguo depósito donde se guardaban los muertos cuando hiciera falta la autopsia. Está clausurado. Cuando la guerra ahí se amontonaba a los fusilados hasta terminar de cavar la fosa común. Expulsó la bola de humo, y dijo con voz monótona: –Una noche al volver del campo mi padre socorrió a un malherido dejado por muerto. Debía sufrir lo inde53


cible porque sus alaridos le llegaron con el viento. Lo arrastró a una yesera y lo dejó allí. Nunca supo más de él y jamás lo encontró después. –¿Era nacional o de los otros? –Era un hombre que gemía –dijo el cabo sombríamente. –¿Pudo sobrevivir? –En las yeseras hay galerías profundas. De niños jugábamos dentro, pero sin pasar de los tres o cuatro metros por temor al derrumbe. –¿Pudo permanecer allí? –Naturalmente. –¿Mucho tiempo? –Lo que le durara el alimento. Desde la pequeña acera el teniente tiró esta vez de cinta métrica hasta la rejilla y anotó el resultado en la libreta. Miró el banco artificial de cemento adosado a la fachada, con su cruz del vía crucis algo verdosa. Y se fijó también en los restos de las coronas de flores que estaban casi al borde de la carretera, en un pequeño promontorio por donde discurre la tapia del cementerio. Se acercó a las coronas, esparció con el pie las flores por el suelo, miró con atención los alambres por si hubiera algún indicio de algo. Y deshizo un par de ramos de plástico, con sus tulipanes amarillos descoloridos. Caminó despacio por el promontorio artificial. Vio el montoncito de huesos, y dijo: –¿Qué es esto? El cabo miró en su dirección. –Huesos –dijo sin ninguna emoción–. El cementerio es tan pequeño que para enterrar a uno se obligan muchas veces a desenterrar a otro. –¿Y los dejan aquí? 54


–Al muerto no le importa demasiado. –Pero es una falta de consideración. Y hasta de higiene. –Sólo están hasta que llegue el permiso de la quema de rastrojos. Entonces lo queman todo, coronas, flores, restos de las maderas podridas del ataúd. Todo. –¿También los huesos? –También. El teniente no tenía edad todavía para estremecerse. Siguió con sus mediciones. Luego, preguntó de nuevo al cabo: –¿Usted es de por aquí, verdad? El cabo dijo señalando una de las casas que subía a las bodegas: –¿Ve usted aquella casa, la blanca, la que parece que va a resbalarse por la colina? –La veo –dijo el teniente. –Ahí nací yo. –Primera fila para ver los entierros. –Dice usted bien. Siguió con sus investigaciones. Los tilos estaban crecidos y no había ningún ciprés por la ausencia de agua. Dijo: –Hábleme de la Milagrona. –¿Y qué puedo decirle? Poca cosa. Miedo nos daba de pequeños. Procurábamos alejarnos de aquí no por los difuntos, que no se levantan, ni por los jabalíes, ni por los raposos, ni por los corzos locos, por el Niño, sobre todo cuando prendido el candil lo ves al fondo escondido, agazapado, esperando el momento para bajarse de la peana. Pensábamos que podía perseguirnos campo a través para alcanzarnos una pedrada en la cabeza. –¿Produce tanto espanto como dicen? 55


–Más. Jamás he llegado a comprender cómo la iglesia no hizo nunca nada por retirar la imagen. El teniente, con la puntera del pie, empujó unos huesos a un lado. –Este pueblo parece curioso. –Lo es. Todo el Páramo es curioso. Había huellas de vehículos por todas partes. –Esto es paso de tractores –dijo el cabo–. Es imposible concretar huellas. Además para llevarse la virgen basta con una bicicleta. El teniente se agachó delante del frontal. Miró hacía la espadaña y a la hornacina vacía de la fachada. –¿Qué había ahí? –preguntó por curiosidad. –Nada –dijo el cabo–. Siempre ha estado vacía. Supongo que en otro tiempo soportaría la imagen de San Isidro. Se lo digo porque en la iglesia hay una figura de un San Isidro casi enano conduciendo una pareja enorme de bueyes. –Falta una campana. –Dicen que se la llevaron cuando la guerra con los franceses para fabricar munición. –No parece difícil alcanzar desde fuera el campanario –observó el teniente–. Por la verja del camposanto y los salientes de las piedras. –Yo también de muchacho he trepado por ahí. –Interesante. –Y he entrado dentro de la ermita por ahí. –Más interesante todavía. El teniente comprobó la disposición de los bancos de madera y del pequeño altar. Todo en orden. Vio que la hornacina estaba al alcance de la mano, que ni siquiera hacía falta una escalera para retirar la imagen que allí se exhibiera. 56


Para enriquecer su informe decidió interrogar a los vecinos. 27. El interrogatorio. En Castilla lo habitual es envolverse en lugares comunes para que las palabras intrascendente no susciten acidez. El campo no viene bueno (hay trigo pero sin paja), no llueve (la pertinaz sequía), grana más el páramo que la vega (tres mil kilos a mayores), han retirado la subvención al abono (el gobierno no defiende nuestros intereses), la maquinaria (parte a fondo perdido, pero el resto hay que pagarlo, qué se creen ustedes) el cupo de remolacha, los seguros, el tirón en la espalda, las hernias discales, el espanto de los purines cuando se da vuelta el aire. Todo sube, lo nuestro baja. ¿Y el precio de la alfalfa? El que sabe vender no descubre el precio de lo vendido y el que sabe comprar oculta el precio de lo comprado. Hay como un silencio profesional. Cada uno se arregla como puede. Ley de vida. El Cabo Isidoro advirtió al teniente: –A derecho sólo amochan las vacas recias. Espere y aguante. Se habla poco y lo poco hasta sobra. Aunque el toreo se inventó en Navarra los mejores lances a toro pasado son castellanos. 28. Marciano. A veces Marciano deja las ovejas con el mastín viejo (que si se pinga sobre las patas traseras tira del susto a una persona), para buscarse la vida por sitios ocultos donde el guarda del coto con los prismáticos no descubra su intimidad. Luego, aparece con las alforjas repletas de setas según la estación, o caracoles o de habas promiscuas de corona amarilla. Eso de lunes a viernes, que 57


el fin de semana no da pistas a los pocos de la capital que retornan para ponerse tibios de machorra. Sábados y domingos asciende por el cotorro con el rebaño despacio, con ese aire cansino y fotográfico de tipo aburrido y desaliñado. Las ovejas están enseñadas, y el mastín, más. Se tumba, como perro viejo que es, pero siempre como de disimulo, como los de los dibujos animados, con los ojos abiertos y la nariz tabulando el aire. Cuando huele a lobo, y hay momentos que apesta, especialmente en los inviernos de cañerías heladas, se pone en guardia. Los otros dos perros enrollan a las ovejas para que no se espanten. Y espera. Marciano deja hacer. Sabe que ningún cánido solitario, ni siquiera famélico y hambriento, puede con el mastín. Ni aunque rondara la manada completa. Además, el mastín ya ha comenzado a enseñar la profesión de vago a uno de los cachorros, que ha nacido para trabajar más que sus hermanos de camada. –¿Qué sabes tú que tengas que contarnos? –le preguntó el cabo Isidoro dentro de la tenada, directamente, sin protocolos ni cortesías– Seguro que ya te has almorzado alguna de las mellizas del amo. El cabo, sin molestarse en tocar la puerta, se había colado dentro. Simplemente, había pegado una patada al trillo vuelto. Y allí estaba pisando con la goma de las botas la paja sucia que envuelta termina en el moledero. El pastor, le dijo: –La puta, Isidoro, que hasta el pollino más salvaje cocea dos veces antes de tirar la puerta abajo. –¿Eran gitanos? ¿Rumanos, portugueses? ¿Oíste su parla? –Ni ruido de motores ni voces destempladas. Las 58


cosas pierden el orden cuando se las desordena. Fue muy limpio. O eran muy habilidosos. Me olió mal aquello. Nadie deja la ermita abierta. Ni siquiera por los Santos ni por la Asunción. Nadie la deja abierta para que no sirva de madriguera a los animales del campo. María es muy cuidadosa. –¿Cómo de abierta? –preguntó el teniente. –Pues, así –dijo Marciano, empujando una pizca el trillo vuelto para que la autoridad midiese el ángulo. –¿Y te acercaste a comprobarlo? –¡Qué hacer! Nadie la iba a estar repintando a esa hora en que los que no duermen están enfermos. –¿Las seis ponemos? Marciano miró fijamente al teniente. –A las seis ya hay viejas danzando por ahí. –¿Las cinco? –A esa hora he apagado ya mi segundo cigarrillo. 29. Forastero. Forastero había llegado para casarse. Y quedarse. Y eso no está bien. Lo propio es que un mozo rapte una moza de otro sitio, para oxigenar sangres y evitar tonteras. Se acude a fiestas para buscarlas y para emborracharse después hasta que la lengua se tropieza tanto como los andares. Pero al revés, no. Que uno de fuera venga a emparejarse, no es de recibo. Las mozas del pueblo son para los del pueblo y las de los otros pueblos también. Casado para más allá de veinte años, se moriría con el apodo puesto. Trabajador, lo mismo en domingos que en los otros festivos, Forastero pondría su lápida, sin otra mención ni apellido. Forastero también sería su nombre en el recuerdo. Vivía en casa de la mujer, había 59


hecho cuatro hijos a la mujer, y porque le faltaba tiempo para preñarla del quinto, trabajaba las tierras de la mujer, cavaba el majuelo de la mujer, podaba los árboles de la mujer. Y ahora estaba dentro del granero de la mujer. Seguía siendo forastero. El cabo Isidoro, le pegó un grito: –¿Estás por ahí? –Por aquí ando. Forastero se asomó por el ventanuco, con el rastrillo en la mano y el pelo enharinado por el polvillo de la cebada molida. –¿Se me llama? –gritó. –Soy Isidoro, el guardia, y vengo acompañado por el teniente. –Te he reconocido. ¿Qué se te ofrece? –Nada que no puedas darme. –Está bien. Espera, que bajo. El granero tenía salida a la era amurallada. Un portón de hierro cerraba la entrada, dejando un resquicio por abajo lo suficientemente amplio para que se colaran por la noche los gatos de la calle y se le fuera la perra salida a mendigar compañías. Bajo el cobertizo del fondo guardaba los bidones de gasoil y de aceite y el tractor rojo. A la intemperie, aperos de labranza y ruedas sueltas y la chatarra. Forastero escupió y se pasó la bocamanga del buzo por entre los labios. Estaba sudando. De estatura normal, la mirada un poco esquiva. Tenía las botas rotas y no llevaba ni anillo ni reloj. –Maldito picor –dijo. –Aquí, el teniente –dijo Isidoro. –Se le saluda –dijo Forastero. 60


Isidoro se dirigió directamente al asunto: –Parece que eres poco dado a las denuncias. –¿Y para qué sirven? –Para prevenir a otros de las malas presencias –dijo el teniente. –Si tú no denuncias los malos avíos que te hacen y los demás también se callan los suyos, ¿qué pintamos los guardias? –dijo el cabo. –Vale menos lo que roban que el tiempo del papeleo, y no digo nada si encima me obligo a testificar. –Es su responsabilidad como ciudadano –dijo el teniente. –No la rehúyo. Pero carezco de criados y me tengo que apañar solo, con un tractor cansado y unos aperos con los que no puede. Mi mujer cava la huerta cuando yo retiro las piedras de los picones. Me hace más daño que alguien me achique las tierras moviendo los mojones que el gasoil que puedan robarme. –De eso queríamos hablarte precisamente –dijo el cabo–. ¿Qué es esa historia del gasoil? –Necesitamos tener constancia de los robos que se ocasionan en la zona –aclaró el teniente–. Porque si nosotros los desconocemos, tampoco lo saben en la Comandancia. –Para que te enteres –dijo el cabo– hacemos ronda los fines de semana por los chalets cercanos a la capital porque la autoridad considera esta zona del Páramo como muy segura. Y ahora sabemos que has tenido últimamente alguna visita no grata. –Un R21 ranchera, tostado, muy viejo –dijo Forastero con desgana–. Casi los alcanzo. Me vaciaron el bidón: trescientos litros de gasoil. Apalearon a la perra y casi me la matan. Si tengo la escopeta no se me escapan. 61


–Si tienes la escopeta, mejor acabas con ellos –dijo el cabo de cara y sin la menor vacilación–. Porque si los dejas heridos te obligan a pagar su estancia en el hospital y la rehabilitación y el juez te exige una pensión de por vida. El teniente disimuló buscando indicios. –Me duele más lo de la perra que el gasoil –dijo Forastero, verdaderamente compungido. –Lo comprendo –dijo Isidoro. –Soy muy perrero. Me gustan los perros. Hacen buena compañía y te distraen sus muestras cuanto trabajas el campo. –Se le coge afecto a esos animales, sí –dijo el cabo. –Pero mira que mi perra es poca agraciada, pero le tengo cariño. –Qué cabrones –dijo el cabo. –Se esconde ahora con el rabo entre las patas. Y a veces ni a la llamada me acude. –Cabrones –repitió el cabo. Dijo el teniente volviendo a su altura: –Los ladrones de la ermita pudieron pasar por aquí. –Pudieron pero no pasaron. –¿Por qué lo sabe usted? –Porque tengo el oído muy fino y más desde el día que entraron por el gasoil. –Entonces huirían por un atajo del Páramo. –Más me parece a mí por la entrecalle de la casa curial.

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30. Sabina. Sabina para la seis ya está dando la cantonada por la casa. Por eso sus hijos no se la llevan a la ciudad, porque a esas horas en la ciudad es noche cerrada, y más en el barrio obrero donde viven. Y en una vecindad alguien sin disciplina es fuente de conflictos. Como no ve la televisión ni escucha la radio, se mete en la cama a la hora de las gallinas, y se levanta cuando el gallo reclama su derecho de pernada. Para cuando aparece en la ermita tiene perfectamente recogida la casa, con las sábanas al oreo, de par en par las ventanas, el colchón sacudido en el corral, regadas las plantas, desmigado el pan duro, el sabadeño en el puchero y el ropillón calentándose encima de la gloria bendita, y hasta vuelta la charpa. Lo puro. Las vecinas suelen decirle: –Sabina, que vida no hay más que una. Y si la consumes en tres días no dejas nada para el cuarto. –Una es como es. Yo si me quedo quieta es que me pongo enferma. Además, he sacado seis hijos adelante y al inocente que mamaba de mis tetas cuando vendí mi leche, y al pendón de mi marido que también las buscaba y que en paz descanse, y aún a lo que parece no se me doblan las rodillas. El cabo tocó respetuosamente en la puerta. Esperó a que alguien reconociera su presencia desde dentro. Insistió. Luego, de un rato, se introdujo en el portal, y gritó: –¡Sabina! Sabina preguntó a lo lejos: –¿Quién coño va? –La Benemérita –repitió el cabo. 63


–Déjate de bobadas, Isidoro, que ya he reconocido tu voz –dijo. Apareció al poco con las manos todavía húmedas y un delantal añil sobre una bata negra; el pelo recogido en un moño que le confería dignidad de señora respetable. Como le fallaba la vista, con las chiribitas saltándole como chispas de fuego, se obligaba a sujetarse en las puertas o apoyarse en las paredes. Se negaba a usar gafas, porque le achicaban los ojos y ella los tenía grandes, redondos, bonitos. Dijo: –Acércate, para que te vea bien. El cabo se puso a su altura. –¿Cómo está tu madre? –En la residencia. En silla de ruedas, ya sabe. Perdida. –Igual me acerco a visitarla el día que se me tercie. –Se lo agradecerá. –¿Está tonta? –A veces entiende, a veces no. A veces cree que yo soy su padre. Es un poco triste. Pero otras veces creo que me reconoce. Dice que quiere que le visite su hija, pero su hija murió con dos años por culpa del sarampión. –Lo recuerdo. –Dicen los médicos que es corazón y pellejo. –Andará por los noventa. –Y también noventa y dos. –Buena mujer. –Una santa. –No como tú, cabronazo –dijo la Sabina algo furiosa, como si la cortesía fuera el preludio de un ataque frontal a la autoridad– que el sol nos quita la sombra y la noche la Virgen, y tú tardando en aparecer. –Es que nos han requerido para una cosa importante 64


–mintió el guardia– y por eso hemos demorado el venir. –¿Más importante que la Virgen, so mamón? –Ni más, ni menos –dijo el teniente, asomando su rostro aniñado. –Y éste ¿quién es? –Mi jefe, el teniente. –¿El que te paga? –Algo así. –Muy joven parece para mandar. Igual tendrías que mandarle tú a él. Díselo a Franco. –Franco ya se murió, señora –dijo el teniente muy estirado y puesto en el cargo. –Pues a José Antonio. –José Antonio también se murió. –Entonces, ¿quién coño queda vivo que mande? –Nadie, señora. En este país ya no manda nadie. –Eso me parece a mí. Mejor. Las cosas van mejor sin que le manden a uno cuando sabe hacerlas. Muchas veces los que mandan no saben mandar y menos ser mandados. –Lo que usted diga, señora. Sabina retó con la mirada al teniente. –El primero en llegar fue Marciano y lo que él diga es de razón. Yo vi lo que él vio: la puerta abierta y la hornacina vacía. –¿Alguna cosa especial? –Que la cerraja estaba a un lado. –¿Qué es eso de a un lado? –Sobre el banco de piedra recogida, ni tirada ni rota. Como que quien la soltara no quisiera estropearla. 31. Fin del informe. El teniente y el cabo siguieron interrogando al perso65


nal hasta que los cínifes del río decidieron buscarse la diversión revoloteando por encima de sus cabezas. Al finalizar el informe, el teniente comentó: –Poca cosa hemos sacado. –Y eso que le acompañaba yo –dijo el cabo. El teniente escribió: “nadie sabe nada”. 32. Sobre padre Eustaquio. La abstracción está bien para los que sentándose en la silla de revés, inventan lo que no ven a derecho. Las dudas fascinan a los otros, aquellos que saben ralentizar los minutos vacíos hurgándose el ombligo. Todas las sociedades son decadentes para los individuos que la conforman. Ni siquiera a los diecisiete se había interesado por la contracultura. Ni siquiera había dibujado sus iniciales como tantos idiotas en una pared recién pintada, ni saltado histérico en un concierto de rock ni fumado tabaco rubio ni lo otro. Había convivido, eso sí, con tantos imbéciles que dejaba a los psiquiatras la tarea de comprenderlos. En su época de seminario, en las representaciones teatrales asume sin rubor el papel principal de Papa. Premonición y no obsesión: “El Tentador– ¿Por qué los hombres estáis obligados a perdonar a Dios tantas veces?” ¡Confiesa! ¡Confiesa! “El Tentador.– ¿Por qué los hombres tenéis que conceder otra oportunidad a Dios para que aprenda si ya sabéis que va a equivocarse de nuevo?” ¿Dónde está escrito? Y Eustaquio García entonces, grita: “¡Quiero salvar a la humanidad!” “¡Quiero salvar a la iglesia de Cristo!” (No deseo morir de disgustos como Severino, Papa 66


71 o como San Marcelo-30, incapaz, el pobre, de aguantar las humillaciones recibidas). Cae el telón. 33. Vocación de padre Eustaquio. Repentina, como a Pablo de Tarso, el aborto. Impulsivo, inquieto, implacable en sus decisiones, lector empedernido, Proust, Mann, Henry James, “La conjura de los necios”, ¿cómo le llegó la vocación? No había perseguido a cristianos pero sí alimentado aventuras. La vida son instantes. Mueren fugaces, otros nacen. En la primaria sangraba a menudo por la nariz, y después más veces por los nudillos. Una vez le rodearon veinte o quizá sólo fueran diez. Se puso con los puños por delante. Un círculo sin escapatoria. Podía haber aguantado a un par de ellos más. Fue dura la pelea. Caminaba por una de las calles grises tapizadas por la lluvia cuando de repente comenzó a correr como un iluminado; penetró en el primer portal abierto que descubrió y comenzó a subir de rodillas en sacrificio los peldaños de las escaleras sin preocuparse de que nadie le viera. Al llegar al descansillo, se sentó y comenzó a respirar fatigado: algo acababa de ocurrir en su interior sin que supiera exactamente qué: algo que le afectaba exclusivamente a él: lo supo sin que nadie se lo dijese: una llamada, un desgarro, algo complejo que desborda. Desconcertado, vagó durante un par de horas más por un paseo y por otro sin percatarse que la lluvia suave e insistente penetraba lentamente en su ropa como si pretendiera humedecerle también el espíritu. En un momento dado se vio solo, perdido entre árboles altos también como él perdidos, pero bien anclados en el suelo. Se sentó en un banco. Miró al cielo. ¿Quién ex67


tiende esa pesada cortina gris que impide gozar de su luminosidad? ¿No hay nadie en el mundo que la recoja? Una reacción súbita. Le costó poco tomar la decisión. Además, en este caso otro ya la había tomado por él. Eso es lo bueno de la fe: avanzas gracias a que delante de ti otro desconocido te abre camino a machetazos. Su mayor alegría al ordenarse fue conseguir entrar al servicio del Papa. Don Gelasio le orientó los primeros días en aquel laberinto de silencios que se abalanzan sobre uno de improviso. Cura bondadoso y pacífico, anticuado como un viejo profeta, su misión de encargado de recibir a los nuevos consiste en ofrecerles la crema protectora que evite se oxiden con aquel frío desangelado: si viene la tormenta, cierra la ventana –dice a modo de saludo–, que la propia naturaleza rompa el cristal, nunca tu incompetencia. 34. Roma. Cada monumento devuelve a su justa medida el tamaño del hombre. Los años en Roma convierten a las almas tempestuosas en sencillas. Eustaquio García sabía que podía tener las horas contadas dentro del Vaticano. Su labor era defender al Papa y lo había defendido arriesgándose al límite. Por supuesto también por cualquier otro, cardenal o paisano, a quien le hubieran encomendado la defensa de su vida. ¿Lo haría de nuevo? Naturalmente. Jamás se dejaría arrastrar a la complacencia morbosa de los hombres derrotados: hombre de acción, enérgico e impaciente, aunque de momento no pudiera hacer sino esperar a que las aguas retornaran a su cauce si le obligaban a abandonar Roma lo asumiría con todas sus consecuencias. 68


Cuando vio a don Gelasio acercarse supuso llegado ese momento. Adiós, Roma. No pediría la secularización. Siempre sería sacerdote, pero también policía. Está preparado. Con esa extrema humildad que algunos hombres confunden con tristeza don Gelasio le abordó en la puerta del gimnasio: –Tienes vuelo mañana a las diez. –¿Vuelo? ¿A dónde? –se sorprendió padre Eustaquio. –A Madrid, quillo, a la patria –don Gelasio ejerce de andaluz, a pesar de media vida corriendo pasillos del Vaticano, cerrando y abriendo verjas, limpiando mocos de obispos fatigados por el ejercicio de cargos de manifiesta inutilidad–. Muchos de los que estamos aquí tienen ganas de perderte de vista. También yo, no te creas. Me fascina tu energía. Te reclaman de Madrid. Te conceden una oportunidad. Tómatela como la última. Si no logras aprovecharla, te quedas de párroco de barriada de por vida, pero si la aprovechas, aunque dudo que lo consigas, habrás escalado el primer peldaño escarlata. Pero, amado mío, yo ese peldaño lo subí antes de los treinta y ahora cercanos los sesenta me sigo cosiendo los mismos botones. –Lo siento. Ya nunca será usted obispo. –Rezo a Dios para que destroce sus sandalias por otros caminos. –Y yo para que le reserve para el futuro una vida contemplativa, como la de San Pablo de Tebaida o la de San Gregorio Nacianceno. –Tampoco te pases. –O la de San Onofre. Aunque me cuesta imaginarlo alimentado por un córvido negro. –Sólo aspiro a que el Salvador en el tránsito no me hable en una lengua desconocida. 69


–Y yo a que alguien diga de usted: “hombre de la verdad, temeroso de Dios, que odia la ganancia injusta.” –Touché. Tocado. No puedo contigo. Pegas tan fuerte con la dialéctica como con las intenciones. Puedes guardarte el florete. Luego, añadió festivo: –Después de limpiar tu mancha, para alcanzar el papado sigue mi consejo: “pon centinelas a la puerta de tu boca.” –Se lo prometo. –Pero mientras tanto recuerda –dijo mirándole a los ojos– que necesitamos más ser perdonados que perdonar. La única lección que Roma enseña es que todos nos acostamos creyéndonos más de lo que realmente somos y nos descubrimos sorprendidos al amanecer siendo bastante menos de lo que en sueños soñamos. Aquí papables somos todos. –Don Gelasio –dijo padre Eustaquio– le hago saber que desde hace años mis sueños son tan simples que navegan sin argumentos. 35. Cardenal Presidente de la Conferencia Episcopal Española. El secretario del cardenal retiró con delicadeza los papeles de la mesa. De mediana edad, ojos despiertos, cetrino, delgado, con una década a su servicio, se levantó a saludarle, y dijo: –Tenemos las mejores referencias de usted, padre Eustaquio. Le comunico que el suceso lamentable del Vaticano no ha influido en la decisión del cardenal para reclamarle. O sí. Piense lo que quiera. Es libre de hacerlo. Su eminencia no quiere verle a usted inactivo. Le considera demasiado importante para perderlo en tribulacio70


nes. Número uno, número uno, número uno. Tirador de élite, deportista, valiente, hombre al que no le sobran los minutos, demasiados números uno, ¿no le parece?, para estar de brazos cruzados. Dicen que incluso una vez obtuvo usted un once sobre diez. ¡Dios santo! ¿Cómo es eso posible? Dicen que hace enmudecer con argumentos a más de uno de esos monseñores altivos que parecen barrigas de tocino. Dicen que es usted capaz de permanecer inmóvil sin que le tiemble el pulso media mañana y que ha herido, eso es evidente, lo sabemos, y que ha sido herido en otras circunstancias, que reconozco desconocíamos. ¡Dicen de usted tantas cosas! Refinado, culto, asfixiante, sagaz, astuto, equivocadamente equilibrado. Y añadió en tono admirativo, aunque ligeramente áspero: –Dicen también, evidentemente las malas lenguas, que si en lugar de a Bernadette se le aparece a usted, hubiera detenido a la Virgen de Lourdes por indocumentada. Solicitó permiso tocando suavemente con los nudillos en la puerta acolchada del despacho, y le advirtió: –Quizá le parezca un asunto menor, pero yo como usted me tomaría en serio este trabajo. No iría cansino pero tampoco excesivamente veloz. No me significaría demasiado, pero tampoco me ocultaría. Pase. El cardenal estaba con el habano en la boca. Se levantó y le saludó afectuosamente. –Siéntate –le ordenó. Campechano, tozudo y nada protocolario y con amplias influencias en las colinas romanas, se decía de él que su apego a la historia de los Borgia había frenado su ascenso al papado. Eso y los habanos, las buenas comidas, los devaneos políticos, los baños de mar en las playas del sur en las noches de verano. 71


Del Papa Borgia admiraba su olfato para los negocios. Repetía hasta la saciedad que era uno de los pocos que no había arruinado a la iglesia durante su pontificado, a pesar de su mecenazgo en las artes. Y que tenía todos los defectos del mundo menos el de la hipocresía: no creía en nada y no aspiraba tampoco a comprar en ningún mercado la santidad, que tan barata se vende bastantes veces en Roma. Cuando le hablaban de su desdichada muerte, con el cuerpo dilatado y deforme, que para introducirlo en el ataúd tuvieron que recurrir a colgarlo de un andamio para dejarlo caer luego violentamente, apretándolo como se aprieta un pie hinchado para encajarlo en un zapato estrecho, acostumbraba a decir: –Aunque parezca imposible, era muy devoto de la Virgen María. Lo cierto es que durante un tiempo, corrieron largamente los rumores de que había salido elegido en el Cónclave con lo que hubiera sido el cuarto Papa español oficial de la historia (San Dámaso-37, Calixto III-209, Alejandro VI-214), pero que, después de que un grupo de cardenales intrigantes maquinara alegando un supuesto y misterioso cambio de papeletas en su favor, en una emocionante reflexión pública ante los electores había renunciado con la frente alta, de modo que el nuevo Papa le estaba agradecido al permitirle acceder al puesto de San Pedro, aunque fuera como segundo plato y más por especulación humana que por mediación del Espíritu Santo. –¿Qué dicen de mí por ahí? –le preguntó. –Le admiran y le envidian al mismo tiempo, eminencia. Le ponen de ejemplo como modelo de integridad personal. Otros, los más si se me permite decirlo, respiran aliviados –contestó padre Eustaquio. 72


–¿Quiénes? ¿Los jesuitas? –Bien sabe usted que le detestan. –¿Los de la obra? –Le aborrecen. –¿Los franciscanos? –Se vanaglorian de desconocerle. –¿Los capuchinos? –Han recelado siempre de sus intenciones. –¿Los benedictinos? –No quieren ni mentarle. –¿Los carmelitas? –Se santiguan al oír su nombre. –¿Los agustinos? –Mejor no decir nada. –¿Los claretianos? –Permítame guardar silencio. –¿Quiénes entonces rezaron para que el Espíritu se posara levemente sobre mi hombro? –y se echó a reír explosivamente– ¿Las monjas? –Tampoco. –¿Ni siquiera las clarisas? –Ni siquiera. –¿Los dominicos? –No levantan cabeza. Todavía les persigue la leyenda de Lemanouski, el coronel de Napoleón que asaltó con sus soldados el monasterio de Madrid liberando de la inquisición a decenas de prisioneros hacinados, desnudos y dementes. –Comprensible. Tardan años en disimularse las cicatrices de los torniquetes. –La gente de a pie, eminencia –dijo padre Eustaquio lentamente–. A la gente de a pie le hubiera gustado un Papa que hable como ellos, fume habanos, beba en pú73


blico, vaya al cine, pague las multas de tráfico y se bañe en las playas entre muchachas despreocupadas y sin vergüenza. –Y permita el divorcio, autorice los preservativos, retire a todos esos carcamales tridentinos, derogue el celibato, eleve a la púrpura a monjas jóvenes y bronceadas, y convierta las iglesias en graneros de trigo para amasar el pan de los pobres. ¿Me equivoco? –Su eminencia acierta de plano. –Menos teología y más rock and roll. Un papa motero entre vagabundos y gamberros. –Algo así. –¿Crees que el Espíritu entonces estaría por la labor? ¿Y si el Espíritu añora la burocracia romana? –pareció dubitativo durante unos segundos– Igual no soporta que se balancee demasiado la balsa en el mar. Sigilosamente evasivo. Vital y cauteloso. Tenazmente pesimista con el futuro. A veces las ideas nuevas resultan amenazadoras. Cardenales audaces terminan convertidos en papas encarcelados en ideas conservadoras. Es terrible. Nadie conoce qué sucede en el interior de una persona en el momento de producirse ese tránsito mágico. El cambio de nombre es lo significante, transforma la personalidad. Expulsó una hebra del cigarro. Y se mordió los labios. –Pero vayamos a lo que nos ocupa –dijo–. ¿Has tenido buen viaje? –Excelente, eminencia. –¿Estás sorprendido? –Y asustado. –Déjate de circunloquios. Vales demasiado para asustarte por la llamada de un cardenal de un país viejo demasiado maltratado por los siglos como para intentar su mudanza. –Dejémoslo entonces en desconcertado. 74


–¿Qué tal te manejas en Roma? –¿En presente o en pasado? ¿Me manejo o me manejaba? Me gustaría decirle que con habilidad. Soporto bien las críticas. No alteran mi ánimo. –¿Y las sonrisas maliciosas a tu espalda? –Tampoco. –¿Y los silencios que hablan? Son los más peligrosos. –Digamos que en mi caso únicamente gritan. –¿Un dedalito de güisqui? –Prefiero jerez. –Como debe ser –dijo el cardenal, y dirigiéndose a su secretario, añadió–: Vicente sírvase usted también lo que quiera. Padre Vicente repartió con prontitud un licor de hierbas para el cardenal, un jerez para padre Eustaquio, sirviéndose él un dedalito de Jack. El cardenal fumaba con auténtica delectación. Expulsó el humo y puso una pierna encima de la otra para recostarse mejor en el sillón. Hizo una seña a su secretario para que también tomara asiento. –¿Fumas? Padre Eustaquio negó con la cabeza. –¿Quieres guardarte uno para compartirlo en el comedor social con los pobres? –dijo el cardenal con evidente ironía. –Es una tentación –dijo. –Una tentación de sibaritas. Ya. La impronta del Vaticano. Vega Sicilia en la mesa y habanos comunistas, y a prohibir a los pobres que coman carne los viernes. ¿Te gusta la ópera? –Turandot –dijo padre Eustaquio, y adelantándose a su siguiente pregunta, añadió–: Con Pavarotti. ¿Hay algo superior? –¿Y Verdi? 75


–Soy Mediterráneo, eminencia, como usted. Pero recurro a Mozart cuando necesito fuerzas para ganarme el mundo y a Wagner para cuando necesito asesinarlo. –¡Dios santo! ¿Qué escuchabas ayer al recibir mi recado? –Si le digo que un lander o una tarantella no me va a creer su eminencia. El “Despierta negro”, de “La Tabernera del Puerto”. El cardenal, de repente, se puso a cantar: Despierta, negro, que viene el blanco desde el navío te está mirando Luego, dijo: –Sorozábal es mucho Sorozábal. El blanco soy yo. –Claro. Y yo, el negro. –Y la iglesia, el navío. –Posiblemente. –Digamos que está bien traído el tema, ¿eh? El cardenal pareció reflexionar un momento. –Supongo que piensas que te he hecho un favor al salvarte del temporal –dijo luego mirándole fijamente– y es verdad. La mar arbolada impide nadar contra corriente. Otro cónclave hubiera sido fatal para mi reuma, así que por mi parte también te debo una. Y voy a pagártela. Dejémonos ya de complacencias. Me interesas aquí por lo que vales pero también por lo que representas cara al futuro. Soy un viejo egoísta. En ti me reflejo a tu edad. Tengo una misión que encargarte. Amigo, en Roma las medianías trepan, y los que adquieren repentina fama, sea buena o mala, caen rápidamente. Eres brillante, y eso aumenta los resentimientos contra ti. Tienes enemigos. Más de los que crees. Si no te oxigeno, en unos meses terminarías engullido por los mediocres y un mediocre no aguanta la competencia de alguien cuya 76


inteligencia le humille. ¿Quieres que te diga una cosa? –Se lo ruego. –Eres un capullo. Aguardó unos segundos a la espera de su reacción. Al no producirse, siguió diciendo: –Yo también lo fui. Me costó asumir que la mano izquierda, aparte del uso higiénico que otros le den, sirve para conducir suavemente al adversario. Y añadió: –Por eso es conveniente de vez en cuando oscurecerse un poco. En cuanto acabe el ruido mediático, que se disipará no lo dudes, nadie se acordará de ti, pero cuando acontezca un suceso de importancia y el concurso de alguien valioso sea preciso, algún cardenal comentará: “¿Qué es de aquel joven que salvó la vida a nuestro Beatísimo Padre?” Buen muchacho, buen muchacho. “¿Qué hace ahora?” Nombrarán primero a un inútil para que estropee un poco más lo que pueda estropearse, y luego, recurrirán a ti para que enmiendes sus errores. Miró a su secretario. –Vicente –dijo–, ponle en antecedentes. El secretario carraspeó, tomó una carpeta, extrajo un papel, y dijo: –Su eminencia está preocupado –Está más bien hasta los cojones –le interrumpió abruptamente el cardenal–. Dejémonos de florituras florentinas. Hasta los cojones, y punto. –Su eminencia teme un posible rebrote de profanaciones. Desde la detención de ese denominado Dandi, la iglesia ha vivido un tiempo de sosiego, pero ahora con sus visitas diarias a los platós de las televisiones, a que pontifica más que el Papa, y que igual como nos descui77


demos sale hasta presidente del gobierno, con el enaltecimiento de su figura y los chalaneos tememos el factor contagio. –¿La iglesia ha intentado desacreditarlo? –preguntó padre Eustaquio. –Demasiados frentes abiertos –dijo padre Vicente con algo de brillo en sus ojos–. La iglesia es hoy un buen reclamo para hacerse un nombre zahiriéndola sin piedad. Entre la guerra civil, los pederastas, el recuerdo hiriente del pequeño dictador bajo palio, la cultura barata de la televisión y la habitual subida de tono de los nuevos caciques nacionales estamos desbordados. También tenemos nuestra parte de culpa con este modismo de pedir perdón cada cinco minutos como si nosotros fuésemos los culpables de la degeneración del universo. La libertad de expresión es el dios milagroso de nuestros días, el taumaturgo Asclepio de la antigüedad clásica que multiplica curaciones. Y ahora después de un periodo en calma nos encontramos con que han profanado otra ermita en el corazón de la vieja Castilla sustrayendo una imagen del XVI. Y mucho nos tememos que si no se actúa drásticamente mañana tendremos otra profanación y pasado otra más. El cardenal, dijo: –Demuéstrame que eres el número uno. Ponme en cuarentana rápidamente a los desgraciados que se han llevado esa Milagrona antes de que se rían de nuevo de nosotros, sean quienes sean, caiga quien caiga. Desarticula la organización si la hay. Sólo nos faltaba que alguien pretenda jugar de nuevo con el patrimonio de la iglesia delante de nuestras propias narices. Quiero a esa Milagrona en casa, ¿entendido?, como sea. Y a la mayor brevedad posible. Tienes libertad absoluta para emplear 78


cuantos medios consideres conveniente. Repito: libertad absoluta. Esto es España y aquí las intrigas romanas duran lo que yo permita. Odio la publicidad, actúa con sigilo, aunque no te excedas en la mesura. Si necesitas una garrocha la pides, que en las sacristías desde el Dos de Mayo almacenamos unas cuantas. Agita la estacha con violencia para que las ratas terminen ahogándose en el mar. Hay que acabar con los expolios y las profanaciones. Y lo haces como sacerdote o como inspector de policía o como guardaespaldas del Papa. Me da igual. ¿Quieres una dispensa especial? –No, eminencia. Prefiero ir a cara descubierta. La obligación de preparar una homilía para los domingos puede reconfortar a un espíritu oprimido por tanta responsabilidad y necesitado de paz como el mío. –¿Lo dices en serio? –Sí. –Jodé. Amén –dijo el cardenal y se bebió de un trago las cuatro gotas de licor que aún quedaban en el dedalito. 36. La despedida. Antes de despedirse, padre Vicente le hizo entrega de un teléfono de contacto, y dijo: –Se llama padre Crespo. Es un sacerdote singular y nuestro enlace con el arzobispado fuera de los cauces oficiales. El cardenal está ciertamente disgustado, achaca cierta pasividad en la toma de decisiones de la curia en esa provincia. No desperdicie el tiempo. Si la curia no se mueve, la policía no prioriza la búsqueda. El Nuncio ha sido informado como corresponde. El cardenal confía plenamente en usted. Quiere zanjar este asunto por la vía rápida Del cartapacio extrajo una fotografía. –Esta es la Milagrona –anunció. 79


Encuadre imperfecto, luz sesgada, una especie de mancha amarilla sobre lo que podría ser el pliegue del manto, como si en un descuido se hubiera caído un vaso de agua sucia en el original tejiendo una tela de araña. Treinta y cinco centímetros. Padre Eustaquio se tomó un rato en la contemplación de la imagen. –Jodé –dijo–. El Niño desprende más temor que devoción. ¡Dios santo! ¡Estremece! Parece un desheredado de los bajos fondos. –¿Y la Virgen? ¿Ha visto usted alguna imagen de Nuestra Señora con una mirada tan turbadora? Fíjese en sus ojos. Negros, desgarrados, penetrantes, tristes. Parecen los de una madre obligada a traer al mundo a alguien contra su voluntad. –Terrible. –Quédese con la fotografía. Le recomiendo evite colocarla en la mesilla de noche para que descanse en condiciones. 37. Comisario Nicolás. Quedaron a tomar el desayuno (pan con tomate y aceite), como recuerdo de los cursos de preparación a las oposiciones al cuerpo. Como buen policía de oficina, vestía traje gris impecable, cómodo, con corbata lisa, sin figuras. Primero se estrecharon la mano y luego, al abrazarse, padre Eustaquio notó la pistola debajo de su chaqueta. –Ahora estoy bien –dijo el comisario Nicolás, abriendo con sumo cuidado para no mancharse el estilizado frasquito verde de aceite de oliva–. Tengo un puesto tranquilo, casi de administrativo, aunque de bastante responsabilidad como es lógico. Pero me lo he cu80


rrado. He estado en el norte para curtirme de miedo y en el sur para desprenderme los desprecios. De vez en cuando acudo al banco de pruebas a pegar cuatro tiros para calmarme la mala leche y desengrasarme. Estoy encantado de verte de nuevo, agradecido de que te hayas acordado de mí. –¿Cuántos hijos tienes? –Menos de los que quisiera. Chica y chico. La chica va para trece. Habla inglés y aporrea el piano. Ya no le da vergüenza que su padre sea policía. El otro es el diablo de la casa. Quiere ser guardia civil como su abuelo. Son mi alegría. El tiempo vuela. Cagüenlaputa. El día en que te vi por televisión con lo del Papa me dio un vuelco el corazón, lo mismo que cuando me enteré que eras cura. ¡Un cura pateándose los barrios bajos! Eras el que más empujaba en la barra para que te dejásemos camino expedito para arrimarte a las putas. Te desenvolvías bien en aquel ambiente de desolación. Como a la iglesia le dé por ponerse al día con comportamientos tan singulares como el tuyo os veo ampliando los seminarios. –Falta nos hace. –¿Eres más cura o más policía? –Ambas cosas. –Pragmático. –Totalmente. –Un cura de nuestro tiempo. –Afronto los caminos empedrados. –¿Le disparaste a la cabeza? –De pretenderlo estaría ahora muerto. –Lo sé. Y encima hubieras oficiado en su funeral. Buen compañero, Nicolás era un tipo legal. Alto, con alguna cana dibujándose en su cabello oscuro. Le gusta 81


desplazar las palabras por el aire lentamente, como si fuera necesario dibujarlas antes de descargar su contenido de ideas. Esta premiosidad resulta al principio algo irritante. Dan ganas de empujarle, para que concluya la frase de una vez. Pero más exasperante resulta todavía el desconcierto producido de modo que no se sabe hasta el final si la frase en cuestión es portadora de un reproche tímido o un aplauso exquisito. –¿Qué tal tu padre? –se interesó padre Eustaquio por sus problemas familiares. –Vive todavía. A veces atraviesa el Ebro y otras impide que rompan el Cinturón de Hierro, él solito, con sus cojones. Quiere volver a enfrentarse a Mola. Muchas noches, a esas horas en que el sueño te conduce a un callejón sin salida, pienso que la culpa de su desvarío la tengo yo, por no seguir sus pasos y hacerme guardia civil. –Tonterías. –Es muy triste ver a un tío con sus agallas perdido en una borrasca. No sale de su habitación. Huye de la luz. No reconoce a sus nietos. –Lo siento. –Échale el día que puedas una oración. Ya sabes que no creo en esas cosas ni en los brebajes de los curanderos. Pero si un día uno de mis hijos estuviera desahuciado te aseguro que no le iba a pedir el título al brujo que me lo curara. Estuvieron conversando recordando vivencias comunes. Las heridas al reptar por aquel camino áspero y abrupto; los obstáculos de altura; la prueba en la piscina con el agua gélida; la supervivencia en el pueblo desierto. El atasco del cargador. Las situaciones extremas encierran una única enseñanza: no hay que alarmarse nunca. 82


–Lo pasamos bien, ¿eh? Las risitas de complicidad de las aspirantes femeninas. Sus formas sinuosas dejándose adivinar bajo las camisas sudadas pegadas al cuerpo. Su descaro. O mejor, la inhibición. La puntuación en tiro. Se quedaron mirando al infinito a través de la amplia cristalera de la cafetería. La gente entraba y salía permanentemente de la boca del metro. –¿Qué tal se vive de cura? –Los modernos prefieren darse a los demás misionando en Perú o en África, donde la pobreza se manifieste. En Roma los llamamos “curas penicilina”. –¿Y tú? –Reviso itinerarios, preparo los viajes, establezco alternativas, pateo los barrios bajos de las ciudades que vamos a visitar. –¿Logística? Asintió con la cabeza. Terminado el café, dijo: –Vengo reclamado por la curia. Y necesito que me ayudes. –Lo suponía –dijo el comisario. –Cosas del cardenal. Un trabajo menor, en cuanto lo acabe espero me devuelva a Roma. –¡Coño! –no pudo contener la sorpresa el comisario– ¿Te ha reclamado el cardenal? ¿Directamente? ¿Personalmente? ¿Y vuelves luego a Roma? –Espero que siga allí mi destino. –¿Un trabajo menor? No te equivoques. Si es cosa del cardenal, prepárate. Aprieta los dientes. Lo que te haya dicho es sólo la punta del iceberg. El cardenal –dijo con un tono de respeto y admiración– de dedicarse al boxeo 83


hubiera disputado el campeonato de los pesados. Finta con autoridad, vuelve loco al gobierno con el Concordato y su gancho de izquierdas es de los que rompen los dientes. Te aseguro que sus palabras se analizan con más interés que los adivinos los posos del café. Nadie le toca las narices. Va directo al hígado que es por donde se quita el aire al adversario. Hablaron un buen rato sin mirar el reloj en ningún momento. Luego, al despedirse, al estrechar su mano húmeda, el comisario Nicolás dijo: –Cuenta conmigo. Pongo en marcha tus papeles. En veinticuatro horas los tienes. Mañana estarás operativo. –Gracias. Fuera del snack, preguntó: –Oye, por curiosidad ¿ves a menudo al Papa? –Despacho semanalmente. Y siempre para organizarle los viajes. –¿Y cómo es? –Como tú y como yo. Con las mismas necesidades fisiológicas. 38. En Carmen. Dicen que el criminal siempre regresa al lugar del crimen. En Carmen, una de las calles que desembocan en la Puerta del Sol, se encuentra la modesta pensión donde los de pueblo se alojan en su primera estancia en la capital. Si son estudiantes para presentarse a oposiciones y si son recién casados para visitar los grandes almacenes, y poner cara de japonés ante el Palacio Real y el Museo del Prado. Barata, limpia, sin ruidos. Rafael le reconoció de inmediato: –Ilustrísima –dijo realmente emocionado– ¡cuánto tiempo! 84


Salió del pequeño mostrador y le abrazó efusivamente. Luego, gritó: –¡María! ¡Mira quién ha venido! La llamada María apareció con su abanico y su collar de dos vueltas y sus labios chiquitos bermejos. Al padre Eustaquio le pareció que Rafael se había descuidado algo en la alimentación. Un par de centímetros más de contorno. Seguro que la costurera le habría sacado el pantalón antes de renovarse la chaqueta y las camisas. –¿Cómo le van las cosas?, ilustrísima. –Por favor, Rafael, soy cura. Infantería pura. Ni siquiera párroco. –Y muy famoso. –Para mi desgracia. –Pero usted sigue en Roma, ¿no? –preguntó la mujer con los ojos asustados por temor a la respuesta. –Desde que me fui de esta casa –dijo el cura. –Y llegará a cardenal, ¿verdad? Rafael acompasó su risa a la del cura. –Mujer, todavía es demasiado joven para Papa. –Pues lo será. Se lo pido a la Virgen todas las noches. Padre Eustaquio retiró de su maletín de cuero la cajita. –Ábrala señora María. Dentro está mi afecto personal hacía ustedes. Abrió la mujer muy despacio la cajita, conteniéndose las ganas. Cuando obtuvo en sus manos el rosario con las cuentas de nácar, dijo: –Es precioso, padre –y le besó en la mejilla. –Bendecido especialmente por Su Santidad. –Supongo que antes del atentado –dijo con sorna Rafael. –Calla, sinsorgo –dijo la mujer sin poder contener la pequeña lágrima que brotaba de sus ojos–, que nuestro cura es un santo. 85


Esa noche después de cenar, María, dijo: –Rezo a la Virgen, en silencio y con respeto, por usted. Porque se cumplan sus intenciones y por algo más. Ese algo más nunca lo conocerá usted, padre, es mi secreto, el que me llevaré a la tumba. –Entonces nunca sabré si se ha cumplido. –Se cumplirá, padre. No le quepa la menor duda. –Admiro su fe. –Que nunca me falte. –¿Y cuál es el motivo de su retorno, ilustrísima? –preguntó Rafael realmente interesado. ¿Lo han degradado como en el ejército? –Trabajo. –¿Trabajo un cura? –se sorprendió, esbozando al tiempo una sonrisa de complicidad– ¿Le destinan de consiliario a un hospital? ¿Ministro de enfermos? ¿Capellán castrense? ¿A un tanatorio? Esta tierra de secano llamada España necesita jóvenes que caven pozos. ¿Dónde más se precisa un cura? –Rafael –dijo padre Eustaquio en tono condescendiente– le recuerdo que también soy policía. –¡Dios santo! ¿No vendrá usted a detener al Primado? –No, por Dios –rieron juntos. –Me quita usted un peso de encima. Me imaginaba la apertura del telediario con el Primado esposado camino de la cárcel. Al padre Eustaquio le pareció oportuno hacer una pequeña confesión, así que dijo: –Se me ha encargado la recuperación de una talla robada en las últimas semanas. –¿No será la Milagrona? –preguntó María. –¿Qué sabe usted de eso? –se sorprendió padre Eustaquio. 86


–Dicen que es una virgen castellana por lo que parece nada agraciada. –¿Sabe usted de dónde proviene su apodo? –dijo Rafael. –No –confesó el cura. –Pues se lo voy a decir. Mofa de los pueblos de alrededor, porque nadie ha reconocido jamás que por su intercesión haya obtenido gracia o milagro. 39. Hace demasiado calor. Abrió el balcón y lo cerró de inmediato. El reloj de la Puerta del Sol marca las once. Para entonces ya ha entrenado los diez kilómetros diarios. En cuanto tuviera los papeles partiría sin demora. Tenía previsto como máximo dedicar un par de semanas al asunto, aunque lo más probable es que de no complicarse le llevaría menos. Luego, hasta que lo reclamasen de Roma, recorrería el país. No le vendrían mal. Había prometido a don Gelasio acercarse a Granada. La comisión para el estudio del próximo viaje oficial del Papa a los países del Este estaba convocada para mediados del mes próximo y se obligaría a acudir (de no ser cesado definitivamente en sus funciones) lo que implica informarse detenidamente para defender con rigor posiciones frente a mudos profesionales y monseñores de la última palabra, que son los que apostillan con un sonoro amén lo debatido. Intereses contra seguridad. Él era un profesional minucioso, que sólo puntualiza a requerimiento expreso, y sin que exceda su opinión técnica de un minuto para facilitar más tiempo al desarrollo de las intrigas y las recomendaciones. Recordó su primera llegada a Madrid, la incertidumbre de un joven solitario en medio de miles de rostros desconocidos. ¡Qué distinto era todo ahora! ¡Qué poco 87


de aquellas ideas ingenuas habían resistido los años! ¡Cuántos países había visitado desde entonces! ¡Cuántas ciudades! ¡Cuánto tecnicolor! ¡Cuántas situaciones desagradables, cuántas tensiones! Excitación, nerviosismo, imparable y constante afán de superación. Al número dos se le exige permanentemente que machaque al número uno. El número uno es él. La vida es un ábaco donde la bola segunda persigue a la primera para expulsarla del cuadro. Pero la vivencia de aquella primera noche, el aroma de la primera noche jamás desaparece. La alegría de una ciudad abierta y cosmopolita, donde la noche se alarga para que jamás la desnude el día. ¿Cuántos minutos extasiados en la contemplación de “El jardín de las delicias”? Esta vez no podría acudir al Prado. Se prometió hacerlo a la conclusión del asunto, un asunto que no le llevaría más de dos semanas. Dos semanas, exactamente. El comisario Nicolás le entregó la documentación necesaria para transitar sin dificultad entre los estamentos oficiales; tomaron juntos el aperitivo y al despedirse le dijo: –¿No quieres de verdad que te acompañe? Entonces, puso en sus manos la cajita de zapatos envuelta en papel de colores, atada con un lacito rojo, y dijo: –Es un regalo. Padre Eustaquio sonrió, y dijo: –Espero no tener que usarla.

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40. Padre Eustaquio examina la pistola. La observó con atención. Aquella cosa pequeña atesoraba dentro el poder de destrucción de la vida. Nadie la había utilizado hasta ahora. Procuraría no estrenarla. Era más liviana que la suya propia. Curioso: ni había sentido entonces enfrentado al homicida ni sentía ahora nada en especial. La pistola es como el torno para un tornero: un instrumento de trabajo. Una máquina engrasada, casi perfecta. Ni siquiera se molestó en acudir al hospital a visitarle. ¿Tendría familia? ¿Por qué se formulaba ahora la pregunta? ¿Importa? Ante un muro o lo destrozas o lo rodeas o lo saltas o retrocedes. En su ideario esta última de las opciones quedaba descartada. No apuntó a la cabeza aunque pudo hacerlo. Entonces el funeral hubiera congregado a algún cardenal delator acechando de paisano y a los cinco o seis desharrapados que acuden a los oficios para entrar en calor. Seguramente en este viaje no tendría que usarla, pero por si acaso la revisó cuidadosamente. Comprobó el seguro, apuntó al armario. Era una operación exenta de riesgo, pero la pistola para un policía es tan importante como el sudario al muerto. 41. En el autobús. Una muchacha agraciada, de remiendos en las rodillas, le dijo al montarse en el autobús: –¿Le importa cederme la ventanilla? Es que si no voy atenta al paisaje me mareo y vomito. La cedió el asiento. La muchacha enseñó los dientes blancos: –¿Nos conocemos de algo? –No –dijo padre Eustaquio. –Su cara se me hace conocida, digamos que familiar. ¿De la televisión puede ser? 89


–Lo dudo. –¿Usted no es especialista en rinitis y alergias? –He roto alguna nariz, sí. La muchacha sonrió. –¿De alguna conferencia? Yo le he visto a usted en algún sitio, pero ahora no caigo. ¿De alguna tertulia? –Puedo decirle que sí, puedo decirle que no; elija lo que prefiera. La muchacha se echó a reír. Alegre y desinhibida, dijo: –Le pareceré una fresca, pero si me cuenta usted parte de su vida yo le cuento otra parte de la mía. Me llamo Estela. Soy periodista y vamos a permanecer juntos más de cuatro horas. Y ese tiempo en un matrimonio es una eternidad y en una pareja de novios un suspiro. De esa manera, igual se nos pasa más rápido el viaje. Y entonces se explayó hablando de ese lugar en el que habían robado en su ermita. Padre Eustaquio prestó atención. “Deprimente”, dijo la muchacha. Un pueblo condenado a convertirse en sequedal. La habían recibido muy bien. Gente sana, orgullosa de su pasado, que no se esconde tras los visillos. –Cuénteme algo más de esa historia de la talla sustraída –inquirió padre Eustaquio. –Terrible. Todos conservan en sus casas una tarjeta postal con su fotografía que muestran a los extraños con prevención, temiendo les sometan a burla. Se sienten incomprendidos. Es una imagen horrorosa, ¿y qué?, parecen decirte. Sienten pasión por esa Virgen. La muchacha estaba muy contenta. Su reportaje publicado ¡en domingo, nada menos! le había abierto las puertas para emprender otra investigación, esta vez sobre unos supuestos enterramientos vacceos aparecidos al efectuar trabajos para la construcción de la balsa 90


de un regadío en otro pueblo cercano. Tenía ganas de hablar. –Un enterramiento vertical, ¿qué le parece? Un estudiante ha dado el aviso. ¡Pobre muchacho! ¡La denuncia va a costarle cara! De momento, ya lo han expulsado del pueblo a pedradas y me imagino que pronto de la universidad. ¿Y usted? –Soy profesor de filosofía –mintió padre Eustaquio. –¡Qué bueno! –dijo la muchacha– Yo de los filósofos el que más me emociona es Séneca. ¡Qué tío! ¡Mira que educar a Nerón y luego de beberse la cicuta cortarse las venas en la bañera! Sonrió y añadió: –Bueno, también me interesa Montaigne, pero es que soy una chica muy rara. Las horas de autobús pasaron rápidamente. La muchacha al despedirse, dijo: –Me llamo Estela, recuérdelo. Si alguna vez necesita un negro para dar forma a una tesina cuente conmigo. Dígame su móvil. Le hago una llamada y así yo memorizo su número de teléfono y usted el mío. Un día que se encuentre usted aburrido, podríamos quedar para tomar juntos un café. ¿Me lo promete? –Sí –dijo padre Eustaquio. –¿Sabe? Me resulta usted simpático y encima le encuentro muy atractivo, aunque, la verdad, demasiado reservado. Tras el beso en las mejillas, se despidieron. 42. Padre Eustaquio contacta con el padre Crespo. La catedral, como es lógico, concita las miradas de los visitantes. Es el centro neurálgico de la ciudad, ningún otro edificio la iguala ni en calidad ni en altura. Maravilla 91


el trabajo minucioso de los canteros, la fortaleza del gótico. Quizá por deformación profesional, más que asombrarse con las gárgolas y los cimborios y los arcos formeros o las nerviaciones de las bóvedas, cuando mira hacia arriba padre Eustaquio intenta descubrir los puntos estratégicos desde los cuales alguien pueda perpetrar un atentado más que la propia expresión artística de esa luz morada que sucumbe de emoción al tropezar con las paredes. Se colocó el pequeño crucifijo de plata en el ojal de la solapa. En la puerta lateral, la habilitada para los turistas, merodeaban media docena de mendigos clamando su lástima, en una lámina típica del XIX. Uno de ellos, cerca de las primeras escaleras, al borde de la calle, con muleta de inválido y barba bañada en agua oxigenada, vigilaba envuelto en harapos la posible presencia de los municipales, para pasar aviso y desaparecer a la carrera, milagrosamente curada al instante la invalidez. Próximo a él, un hombre pequeño de estatura, el uno cincuenta y poco más, vestido informal, bien rasurado, proporcionado para su escasa altura y con la cara limpia, aguardaba observando impaciente su reloj. Al llegar al primero de los escalones para iniciar el descenso, padre Eustaquio se detuvo un momento y el hombrecillo subió rápidamente y al ponerse a su altura le dijo en voz muy baja, como si quisiera participarle un secreto: –¿Usted y yo nos conocemos? –Es posible. –¿Qué color admira en los tulipanes? –El amarillo. –¿Y el rojo? 92


–No, el rojo no. Entonces, el hombrecillo dijo: –Se ha retrasado diez minutos. –Perdone. He estado haciendo una visita. Y ya sabe usted que en la primera hay que rezar tres padrenuestros para pedir una gracia. –Coño. Lo sé. Soy el padre Crespo. ¿No había estado antes en esta ciudad? –Nunca. –Sígame. Miró a derecha e izquierda, por si alguien estuviera espiándoles. –Hay que andar con pies de plomo –dijo. –¿Cómo se llama el secretario del cardenal? –le preguntó luego padre Eustaquio para finalizar el juego de contraseñas. –Vicente –dijo el hombrecillo–. Padre Vicente exactamente. Somos de la misma promoción, sólo que yo más pequeño. Esbozó una sonrisa forzada, como si ya estuviera acostumbrado a justificarse por su tamaño. Se colgó unos segundos de su brazo, y dijo: –Le estoy esperando desde hace un rato. Este sitio es muy peligroso, aunque aquí a la catedral los que menos venimos somos los clérigos. Es verdad que se ha retrasado. Supongo que ha dejado el equipaje en consigna. Tengo que ponerle en antecedentes antes de su presentación al arzobispo. Menos mal que lleva el crucifijo en la solapa. Ya puede quitárselo si quiere. Ahora como los curas vamos de incógnito procuramos desconocernos por la calle. Sígame. –¿Adónde? –preguntó padre Eustaquio algo receloso. –A un bar. Aquí nos puede ver alguien y lo que es peor, escucharnos. 93


Lo condujo por una de las callejas de la trasera de la catedral. Llegaron a una plazoleta algo descuidada, a la que daban las ventanas de cuatro o cinco restaurantes de un tenedor, cada uno de ellos con su pizarra con la oferta de los platos del día. “Patatas a la riojana”, “Costilla de cerdo”, “Alubias blancas con cebolla”, pan, postre y vino. En la plazoleta, por otra parte prácticamente desierta, una mujer de etnia gitana, sentada en un banco bajo la sombra, amamantaba a un niño. –Soy el propio del arzobispado. Recojo el correo, llevo cafés, reparto revistas y me encargo del registro de entradas y salidas. Todo muy instructivo y muy pastoral, como puede comprender. –Pero ¿usted no es sacerdote? –Bueno –dijo con tristeza–, medio si ordenaran por estaturas. Nombrado párroco de un pueblo del sur de la provincia, al día siguiente de la toma de posesión y de la misa de presentación, el arzobispo recibió una nota nada caritativa del alcalde, rubricada por la firma de treinta personas arrogándose el sentir colectivo. La nota decía que recibida la muestra de sacerdote esperaban para la semana siguiente el envío del presbítero completo. El arzobispo, entonces, montó en cólera, anuló el destino y se lo trajo de propio a la curia. –También soy consiliario de un asilo de niñas ciegas –dijo. Aunque la casa de comidas contaba con una pequeña barra en ese momento vacía, optaron por sentarse en una mesa distante de la puerta. –Algo raro está pasando –dijo–. El arzobispo está inquieto, aunque lo disimule. Hay movimientos sospecho94


sos, miradas esquivas. Y silencios. El cardenal en la última Conferencia Episcopal le hizo un aparte, ¿lo sabía usted? Vino demudado. –¿Qué más puede decirme? –Hace unos meses desapareció un fraile. Parece que se marchó de la noche a la mañana. Causó un gran revuelo. Ni pidió permiso ni dispensa, se largó y punto. Se supone que abrió la puerta, que aprovechó un descuido para no despedirse de nadie. –¿Y cuál es el problema? –El fardel al hombro. –¿Qué me dice? –Parece descabellado, pero debió cargar con algo importante, que desconozco. Un fardel como un saco de los usados por los marinos para la ropa sucia al bajar del barco, aunque más pequeño. Gran imaginero, lo curioso es que dejó dentro del convento todos sus enseres. Ni una muda ni calcetines ni camisas ni un segundo hábito. Hasta sus herramientas dejó. No sé más sobre el asunto. ¿Qué ocultaría en el fardel? –¿La Milagrona? –Imposible. Su desaparición es más reciente, de cuatro semanas, y lo del fraile va para cinco meses. –Un fraile entonces con vocación de panadero. Igual portaba el pan duro a repartir entre los pobres –comentó medio en broma padre Eustaquio. –¡Seguro que sí! ¡Dios mío! Los ochenta cumplidos o más. De estos frailes viejos se desconoce con exactitud su edad. Un asunto confuso. El prior confesó que el pobre desvariaba, que clamaba en el refectorio porque la orden volviera a sus orígenes como itinerante y mendicante, que así lo había dispuesto el fundador. Sufría alucinaciones. Apenas dormía. ¡Pobre hombre! La curia está llena de dominicos. 95


–¿Dominicos dice usted? –Hay una comunidad en el extrarradio. ¿Nadie le ha informado? Negó con la cabeza. –Y desde entonces parece como si a todos los frailes les diera de repente por guardar cola para confesarse con el arzobispo. –Qué extraño –se preguntó en voz alta padre Eustaquio–. ¿Para qué tanta confusión? Si el fraile desaparecido quería regresar a los orígenes es improbable que se llevara nada de valor. Lo dejó dicho Santo Domingo: “nada tomasen para el camino, fuera de un bastón; ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja.” Padre Crespo estaba admirado: –¡Santo cielo! ¡Qué memoria tan prodigiosa la suya! Se le quedó mirando un rato, acaso sorprendido. Había conocido en el seminario a compañeros adornados con una prodigiosa capacidad de memorización casi fotográfica. Uno de ellos, terminada la clase de matemáticas, era capaz de borrar las fórmulas del encerado y replicarlas con la exactitud de un magnetófono que acompañara a una máquina de diapositivas; el otro podía componer el despiece exacto de un objeto vista la perspectiva. Padre Eustaquio posiblemente gozaba de la capacidad de retención de lo leído, como los actores de teatro, pero sin apuntador. Una gracia de Dios que a él, tan insignificante y pequeño, no le había concedido. Dijo: –A pesar de la recomendación de Santo Domingo y lo que usted quiera, me temo que el fraile en su desatino se llevó escondida en la bolsa alguna prenda importante. –¿Cuál? –¿Quién lo sabe? Pero resulta sospechoso que por un 96


viejo chocho toda una comunidad exprese tanta inquietud. –¿Está informado el cardenal? –dijo padre Eustaquio. –No le oculto nada. –¿Y qué opina? –Locuaz por fuera y hermético por dentro. Yo respondo a sus preguntas pero él nunca a las mías. –¿Dónde se encuentra ahora el fraile? –Paradero desconocido. Se pensó que hubiera regresado a la Casa de Espiritualidad de Caleruega, pero no fue así. El prior por lo que parece ha calmado al arzobispo vendiéndole la idea de que seguramente estará recluido en algún chozo perdido llevando una vida de eremita. Que ya volverá. Por Asturias y por Soria debe haber todavía bastantes anacoretas viviendo en cuevas como los zelotes en tiempos de Jesús, aunque por aquí, de haberlos, los confundamos con mendigos. Hizo una pausa. Y añadió: –Pero ocurre que a la curia han llegado voces. –¿Qué clase de voces? –Que de vez en cuando un tipo loco de repente aparece como un fantasma por las ermitas gritando que las tallas veneradas no son originales. Arma un revuelo, acepta unas migas de pan y un puré caliente, asusta a las más viejas, se esconde de los niños, desprecia las limosnas y se va. –¿El dominico desaparecido? –Por las descripciones, me temo que sí. –Y el arzobispo ¿qué dice? –Que mientras no haga más ruido le dejen hacer. Que en todos los pueblos de Castilla hay orates, y que a lo mejor es uno que ha perdido un poco más el rumbo y que mientras vaya de inocente y no profane cementerios 97


se le deje hacer. Pero, claro, ahora lo de la Milagrona les ha cogido con el paso cambiado. Estoy seguro que relacionan de alguna manera ambos sucesos. Y yo me pregunto, ¿por qué tanto revuelo? ¿Por qué tanto disgusto? La verdad es que no sé qué tiene esa imagen permanentemente olvidada, que ahora de repente está en boca de todos. –Su antigüedad. Es del XVI. –Es posible, pero de románicas del XIII o anteriores está Castilla llena. Creo que ha sido el detonante. Pero la cosa es más profunda, seguro que más profunda. Creo que algo se les ha ido de las manos. Pero no sé el qué. Nunca he visto entrar y salir a tanto dominico. Hay un ambiente tenso. –Téngame al corriente si acontecen nuevas noticias –dijo padre Eustaquio. –Descuide. Padre Eustaquio se fijó a través de la ventana en la cantidad de refajos que llevaba la gitana, de modo que podía resultar hasta milagroso que pudiera cambiarle al niño tan rápidamente de pecho. Aunque la plazoleta estuviera abierta, era de muy poco tránsito, como si la gente adoptara la precaución de no pasar por allí ante el temor de que volviera la costumbre de descargar orines a la calle. –Entonces, ¿es usted el topo del cardenal? –El topillo más bien –confesó con un punto de orgullo padre Crespo–. Soy tan pequeño que me confundo como los virus. Hablaron todavía durante un buen rato; al despedirse, padre Crespo le dijo: –Cuando se presente en el arzobispado, usted no me conoce. Me pide que le compre tabaco o que le eche una 98


carta al buzón, lo que se le ocurra, pero no nos conocemos. ¿Lo ha entendido? ¿Está claro? ¡No nos conocemos! 43. El arzobispo. Sor Begoña tiene dispensa de hábitos. Pertenece a las Hijas de la Caridad. Siempre acuciada por las prisas. Médico de la seguridad social con plaza en el ambulatorio, todos los viernes, después de la siesta, se acerca a la curia a chequear al arzobispo. Extrae de su maletín el estetoscopio y el palillo de madera áspera. –¿Cómo has pasado la semana? –La mies es mucha –dice el arzobispo, escondiéndose en lo posible de su mirada inquisidora. –Y los obreros viejos –dice la monja, obligándole a sacar la lengua. El arzobispo mientras se quita la camisa, se dirige a su secretario: –Ya viene a hacerme la preventiva. –Mejor –responde ella bruscamente, sin ninguna consideración especial– a hacerte la salvaguardia semanal para garantizarte que te mueras sano. –Locuaz y monja –dice el arzobispo–. Me hieres el alma. Peor que una avispa. Lo ausculta, le obliga a repetir treinta y tres, le mira la dentadura como a los caballos dudosos, la ventilación de las fosas nasales, examina la rigidez del cuello, le ordena un par de torsiones para escuchar el quejido de los huesos blandos, unas cuantas flexiones para medir la intensidad de la respiración, y el iris. El arzobispo suspira satisfecho porque no haya llegado el momento en que le anuncie que ese puntito rojo que empieza a adornarle 99


la nariz sea consecuencia del exceso de sol tomado en la juventud o cualquier otra cosa peor. –¿Has dejado de fumar? –le pregunta la monja mecánicamente, de forma impersonal, como los médicos de la sanidad pública. –Ya sabes que no. –¿Has dejado de beber? –Ya sabes que no. –¿Has dejado las grasas? ¿El cordero? Seguro que encuentras algo seco el morcillo. –No. –¿Las jijas? –Soy el arzobispo, coño, ya está bien de interrogatorios. No soy un niño. Soy el arzobispo. No sé por qué te aguanto. Paso en julio los sesenta y cinco. Es una edad provecta, que merece respeto. Con la cantidad de médicos eficientes que hay, tengo que recurrir a una monja. Podía haber elegido a un jesuita. Pero, no. Una monja que lo que sabe lo aprendió de los incas y de los animistas y de los cazadores de cabezas. Si viviéramos en una tribu, serías la hechicera, la que prueba la sopa de explorador. ¡No te librarías ni con la toca alada! No he comido grasas esta semana. No como tampoco chocolate porque me da dolor de cabeza. Me acuesto tarde, me levanto pronto. A veces me duermo con las cuentas del rosario entre las manos. ¿Satisfecha? Me gusta la carne roja, y la de buey gallego viejo, pero me contengo. En el fondo estoy encantado de tenerte a mi lado. Eres una sanguijuela, pero en la antigüedad las sangrías curaban enfermos. –Relájate. –Mírame bien. –¿Qué le pasa a tu nariz? 100


–Una piel que me sobra. Me la quito y me vuelve a salir. ¿Eso es malo? –La semana próxima te la quemo. –¿Es malo o no es malo? –¿Tienes miedo a morirte? –Tengo tanta responsabilidad que a veces me duele no poder asumirla. Ahora me obligo a medir las palabras, porque siempre hay alguien que quiere sacarlas de contexto. ¿Sabes lo que es eso? Eso es que vivo en permanente vigilia. Qué hago, dónde voy, qué digo. Qué voto en la Conferencia Episcopal. ¿Sabes qué decía Roncalli? Que él sólo quería ser cura de aldea y llegó a Papa. Yo sólo quiero ser acólito para meter mano en el cepillo y comprarme pipas de calabaza. –Eres el arzobispo. –A veces me pregunto qué hubiera sido si en lugar de aspirar a acólito hubiera aspirado a sacristán. –Cardenal. –¿Y Papa? –Creo que para esa rifa no regalan números. Le controla la temperatura. Y luego, más tarde, la tensión. La monja se desenvuelve por el despacho como por su propia consulta. –¿Tomas la pastilla o se te olvida? –le pregunta mecánicamente. –Se me olvida. –¿También la del colesterol? –También. –Ya no te pregunto más. –Tampoco pienso responderte. –Quince y medio. –¿Eso es mucho? –Querido arzobispo: eres un enfermo dentro de un 101


envase bonito. Ni te cuidas por dentro, ni por fuera. Allá tú. Si quieres llegar pronto al cielo has elegido el buen camino. Enhorabuena. Pero piensa que a lo mejor en el cielo hay poco sitio para arzobispos porque tienen preferencia los pobres. Y hay tantos pobres que incluso alguno también se quede fuera. El arzobispo exclamó riéndose: –¡Sólo falta que en el cielo exijan declaración de virtudes para optar a las viviendas sociales! 44. Las timbas de mus de la curia. Se celebran en viernes, después de la revisión médica. Juegan con señas, a ocho reyes. Vale la treinta y una real si el arzobispo la lleva y no está de mano. El arzobispo hace trampas y la monja hace trampas. Suelen formar pareja, a no ser que alguno de los invitados exija emparejamiento a la carta más alta. El secretario se encarga del conteo y de resolver los lances del juego, y de aportar los tamaño cuatro y el güisqui. También de recoger el dinero para las misiones. La monja no fuma, aunque sí bebe. Gotita a gotita, a veces las piernas le flojean al levantarse de la mesa. Un día, el director del periódico, invitado a la partida, le preguntó: –¿Qué hace usted si una niña se le presenta en la consulta pidiéndole un abortivo? ¿Le habla de Dios o se lo receta? La monja sin ninguna acritud respondió pausadamente: –Lo mismo que usted cuando una meretriz le contrata un anuncio de citas: me la llevo al huerto. El periodista, dijo entonces: –Un arzobispo que tenga semejante compañera de juego es un arzobispo afortunado. 102


–Ni que usted lo diga –respondió el arzobispo, perdiendo el envite a pares. 45. Padre Eustaquio se presenta al arzobispo. Al arzobispo le había jugado una mala pasada esa noche la próstata: se había tenido que levantar a orinar cinco veces. Duerme en calzoncillos, con camiseta gris de manga larga. Odia el pijama. Y como micciona sin fuerza se ve obligado a pasar la bayeta por el azulejo y a secarse los pies. Teme que un día no le salga y le tengan que ingresar de urgencias. Cada vez, diez minutos de reflexión, vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda. Pones la radio y sale una voz enferma que dice que para ser grande a los ojos del Señor hay que volverse pequeño a los ojos de los hombres; el rezo monótono del rosario. La emisora se encuentra desperdigada por varios puntos del dial como si se le escaparan las ondas y nadie supiera detenerlas. Intentas otra búsqueda, el rosario es ahora en latín. Casi toda la noche en blanco. Ni con el soniquete de la letanía le llega el sueño. Y las noches en blanco de los arzobispos por cautelosas siempre resultan inconvenientes. Dijo al padre Eustaquio tras el saludo cortés de recepción: –¿Cuántas horas duerme usted al día? –Habitualmente seis. –Dicen que a los vaticanistas jóvenes se les reconoce porque saben dormirse por los pasillos a causa de la vigilia y la oración. ¿Lo había oído usted antes? –Es lo primero que se enseña. A no hablar en voz alta, a cultivar una seriedad impostada y a dormirse en cualquier esquina. Y a dar pábulo a los chismes si hieren al adversario. 103


–Roma es eterna. Nunca cambiará. –Eso también se dice. Y como nadie va a estar allí para contrastarlo, convengamos en que será verdad. Intentó el arzobispo un bostezo con disimulo. –Disculpe –dijo–. Tendrá que ser breve. –Cumplo con mi deber de presentarme ante su ilustrísima y de hacerle partícipe de los saludos directos del cardenal. –Acabo de conversar por teléfono con él. Sea bienvenido. El padre Crespo se encargará de buscarle alojamiento. Es mi propio eficiente y cuando hable usted con él realmente está hablando conmigo. Bien, bien, bien. Padre Patricio como conservero del patrimonio artístico le pondrá en antecedentes para que enfoque usted con nitidez ese escabroso asunto de la nueva profanación de una ermita, que nos confunde. Parece que nuestra diócesis está condenada a sufrir periódicamente estos saqueos. Siempre nosotros. Por supuesto, las puertas de la curia y especialmente las de mi despacho están abiertas para usted. A pesar de su provecta edad, padre Patricio es un elemento muy valioso, no lo desestime. Tanto él como el padre Crespo serán sus interlocutores oficiales. Hizo una pausa, que aprovechó para amagar otro ligero bostezo. –Permítame una pregunta –dijo–. Si la policía ya se encarga del asunto, exactamente ¿qué viene a hacer usted aquí? Padre Eustaquio le expuso la argumentación prevista: participar en la recuperación de la imagen robada, comprobando de paso las condiciones de seguridad de las tallas expuestas al riesgo de pillaje en ermitas alejadas del casco urbano, por si hubiera que aconsejar la adopción de medidas especiales de protección. 104


–¿Cuáles? –Lamento decepcionarle. No lo sé. Mi obligación es elevar un informe simplemente. Se miraron abiertamente a los ojos. Padre Eustaquio sabía lo desconcertante que supone para la jerarquía acostumbrada a frases contemporizadoras y largos silencios verse abordada sin cautelas. Tomó la iniciativa: –Hábleme de ese fraile desaparecido. El prelado dibujó un gesto de crispación en el rostro. Se quedó un momento en silencio: mejor tratarlo como un asunto privado entre el fraile y su congregación. Gracias a Dios la desbandada de clérigos se ha detenido. Ahora se van pocos porque pocos quedan. Ha llegado media docena de curas negros (sin la profusión de inciensos y repiques de campana de los avanzados en las Indias) y los ha distribuido como capellanes en conventos hasta que dominen el castellano. Le desagrada que alguien ajeno husmee en asuntos internos de su diócesis. Tiene que buscar las palabras adecuadas, conducirse con tiento. Policía, enviado del cardenal y comisionado en el Vaticano al servicio de Su Santidad pero con un expediente de violencia, ¿gratuita?, a sus espaldas, malo. El sexto sentido advierte: peligroso. Un cóctel explosivo. Pensó de inmediato que la desaparición de la Milagrona no era un hecho tan importante como para encargar su búsqueda a una persona de esa condición, y por un momento se sintió incómodo. ¿Por qué encima había sacado a relucir el desagradable asunto? ¿Qué sabía realmente del dominico desaparecido? –¿Qué importancia tiene para su investigación? –preguntó simulando desinterés por el suceso. –Probablemente ninguna. Me interesa por su cercanía en el tiempo. Mi obligación es considerarlo como un 105


cabo lanzado aunque a lo mejor para sujetar otra barca. El prelado respiró. Las cosas estaban en su sitio. Sería particularmente cuidadoso en lo que fuera a decir. –Por lo que me cuentan, ese fraile, fray Ignacio, gozaba de mala salud últimamente –habló sin emoción alguna–. Posiblemente la depresión o la impotencia de no sentirse ya útil para la comunidad le condujo a una decisión tan desacertada como dolorosa para nosotros. Oramos por él. Temimos en un principio lo peor, pero nos consta que goza de una vida santa, aceptada por él mismo, en la pobreza más absoluta, de ahí que respetemos escrupulosamente su voluntad. Si ha de volver, volverá; y si ha de morir, morirá recogido bajo el abrigo del espíritu del fundador de su congregación. –¿Eso es todo lo que puede decirme? –Si hubiera algo más se lo comunicaría de inmediato. Se levantó dando por concluida la entrevista. Extendió la mano como si invitara al beso del anillo, gesto que padre Eustaquio declinó adelantándose a estrechársela simplemente. –Así que inspector de policía y cura, ¡mezcla curiosa! ¿El Santo Padre se ha repuesto del susto? Aquí organizamos el rezo de una vigilia en acción de gracias. Cuando peregrine a España espero verle a usted en primera línea acompañándole. 46. Padre Eustaquio conoce a padre Patricio Apenas se levantó para saludarle. Encorvado como si la giba adiposa creciera vengativa a cada minuto en su espalda aplastándole contra el suelo; ojos astutos tras unos gruesos cristales en unas gafas de aro. Agachaba mucho la cabeza para seguir el escrito que concitaba su interés. Leía despacio, igual que un niño de preescolar, 106


silabeando para aprehender su contenido. Hizo un gesto con la mano, invitándole a sentarse. –Entonces usted es el enviado del cardenal al que el arzobispo me exige atienda –padre Patricio habla lentamente, con estudiada afectación, pero también con voz firme, algo ronca–. Lo esperaba mañana. Es un honor recibir a alguien tan distinguido. ¡Qué triste lo sucedido en Roma! Terrible, terrible. Parece que su intervención fue meritoria. Si no es por usted a lo mejor la iglesia estaría sumida ahora en otro cónclave –hizo una pausa–. El cardenal nunca da puntadas sin hilo. Es un hombre sabio. Jesús era paciente con los simples. Espero que usted lo sea conmigo. Pero lo hacía más, ¿cómo decirlo?, más mayor. –Espero que mi edad a sus ojos no suponga un inconveniente –dijo padre Eustaquio cortésmente. –¡Oh, no, no! ¡Por Dios! ¡Faltaba más! Otro matiz, digamos. Eso es exactamente. Discúlpeme. Estoy un poco aturdido. Pocas oportunidades tenemos ahora los sacerdotes viejos de acercarnos a sacerdotes jóvenes y mucho menos de su distinción. Sabemos de la crisis de vocaciones y los viejos sufrimos especialmente con las tribulaciones de Dios por dotar a este sobrio edificio que es la iglesia de una alegría renovadora. –Confío en la benevolencia de su paternidad para justificar mis torpezas, sin duda propias de mi edad. –No, no –reculó un poco cohibido ante la inesperada actitud humilde de su interlocutor–. A la juventud le toca pilotar el navío. Es ley de vida. Está mejor preparada que en otros tiempos. Los viejos bastante hacemos con mantenernos a flote y aguantarnos a nosotros mismos. Somos el tapón que pretende calmar aguas nerviosas. Pero eso es imposible. Viejo es aquel que ha enterrado 107


más amigos que los que le quedan por dar tierra. Padre Eustaquio pensó que quizás había llegado el momento de cambiar el tono de la conversación, sazonar con un ligero toque dramático la pequeña representación teatral. Posiblemente su interlocutor acababa de concluir el examen sobre su persona, convenciéndose de que podría manejarlo a su antojo. Le tocaba mover ficha. Dijo: –Exactamente, ¿cuál es su trabajo como conservero diocesano? A padre Patricio le disgustó la pregunta. –¿Pretende trazar mi perfil? –dijo molesto– ¿Es usted uno de esos jovencitos que dominan esa cosa de los octetos? ¿Va a introducirme en un fichero informático? ¿Duda de mi capacitación profesional? Padre Eustaquio omitió responderle, dijo: –¿Cataloga las obras de arte en poder de la iglesia? ¿Autoriza su exposición pública? ¿Denuncia los desperfectos? ¿Ordena las restauraciones? –Efectivamente. Ese es mi trabajo. –Y cuando una obra robada se recupera ¿certifica su autenticidad? –Naturalmente, es mi obligación –afirmó con insolencia–. ¿Quién otro con más preparación que yo podría hacerlo? Y añadió con un punto de arrogancia insultante: –Sepa que fui yo quien descubrió que uno de los cuadros medio escondidos en los sótanos de la catedral pertenece a Leonardo. Yo, jovencito, a mí me cabe tan insigne honor. ¿Sabía usted que Leonardo era zurdo? Soy experto en Leonardo, reconocido internacionalmente. –Bien –cortó secamente padre Eustaquio–, hablemos de la Milagrona. 108


–¡Ah, la Milagrona, la Milagrona! ¡Qué desgracia haberla perdido! –¿Qué sucede en esta archidiócesis? –Nada que no ocurra en otras de Castilla –repuso padre Patricio de inmediato, a la defensiva–. Románico, gótico, barroco, el patrimonio de la iglesia es el patrimonio del pueblo y es posible que no hayamos sabido gestionarlo demasiado bien. Lo reconozco. Es desolador. Ermitas convertidas en posadas de caminante, cenobios en ruinas, altares desacralizados, el mal de la piedra. ¿Qué hacer? La imagen por la que usted se preocupa, lo confieso con ánimo sincero y avergonzado, es tan escasamente espiritual que pensamos nadie intentaría jamás llevársela. ¿Para qué entonces preocuparnos por ella? Obviamos su custodia. En la exposición de “Las Edades del Hombre” supondría más una interrogante peligrosa que una afirmación de la fe sencilla de los hombres humildes. Cierto que a veces lo más feo es lo más hermoso. Hay vírgenes exuberantes, policromías perfectas cuya devoción es más por su belleza que por su intermediación, pero la Milagrona, amigo mío, carece de hechos que la magnifiquen y encima es de contemplación ingrata, aunque allá por el Páramo, debo decirlo, es talla de intensas emociones. Misterios insondables los del cielo. –Por lo que me dice hablamos de una talla sin valor especial. –Efectivamente. –Entonces, ¿por qué arriesgarse a robarla? –La oración –dijo padre Patricio, bajando la voz como si fuera a participar una confidencia–. Hay muchos místicos locos. En realidad todos los místicos necesitan estar algo locos. Dios es una locura permanente, que contagia. 109


–Y Castilla tierra de locos. –Lo es. –De místicos que levitan. –Usted lo dice. –Es bueno que dejemos aclaradas algunas cosas desde el principio –dijo padre Eustaquio un poco irritado haciendo gala de alguna impaciencia–. Soy hombre, digamos de los que les gusta más andar para llegar pronto a su destino que detenerse a oler los lirios blancos del Líbano. Si algo me estorba lo aparto. Estoy colgado de la lógica como los viejos gabanes de los percheros. Si fuera a emprender el Camino de Santiago le aseguro que lo concluiría aun a riesgo de sajarme todas las noches las llagas de los pies. Además, tengo un dormir tranquilo. Las inquietudes me descansan. Olvido lo justo. Y encima soy lo suficientemente ingenuo como para enfrentarme de frente al mundo de la delincuencia. Hizo una pausa para sentir el efecto de sus palabras. Y añadió: –Eludo las discusiones teológicas. Planteo por las noches cuestiones a Dios que resuelvo yo mismo al día siguiente. Es bueno que me conozca. Igual que hay jesuitas que son médicos e ingenieros, me vanaglorio en mi humildad, de poseer otra especialización ganada a pulso en la sociedad civil. Un jesuita médico es jesuita y médico, y un cura policía es cura y policía. La iglesia pisa mundo, aparca la imaginación y se baña en la realidad. Soy policía, y es bueno que usted no lo olvide. Inspector del Cuerpo General con plaza ganada por oposición, y en excedencia. Número uno de mi promoción. Ya lo ve usted. Policía y cura. Por eso estoy aquí. Inspector y sacerdote. Y pertenezco al cuerpo de seguridad de Su Santidad. Si esto de la iglesia me va mal –añadió con 110


sarcasmo y con evidente interés en reforzar su carácter profesional– me falla la fe o me desorienta el maligno, cuelgo los hábitos y me dedico a cazar raterillos de mercado y a perseguir drogadictos y gente de baja condición. Le miró fijamente a los ojos. –No me considere un joven amargado –dijo masticando las palabras–. Vivo intensamente mi tiempo. Me horroriza la idea de que Dios, al otro lado del camino, me exija por lo que puedo ser y nunca posiblemente llegue a ser. –¡El descaro del buey joven! –repuso, entre jovial y ofendido, el padre Patricio. Se levantó con dificultad, acudió a un anaquel y retiró un libro salpicado el lomo de cuero de gotas blancas de vejez. –Roma es deslumbrante. Es el centro del mundo. Y además el cardenal parece que le guarda a usted una cierta consideración especial –dejó caer lentamente las palabras, como restándolas importancia, con el ánimo ingenuo de humillarle. –Más bien una responsabilidad ineludible. –Eso quería decir. –Y eso he entendido –dijo padre Eustaquio–. Dejémoslo entonces en su enviado, simplemente. Su eminencia ha tenido la enorme cortesía de comisionarme para este servicio, para el que le aseguro carezco de experiencia, que espero suplir con voluntad, la ayuda de Dios y la de usted en particular, padre. –La humildad es buena moneda para enmascarar mentiras. El despacho posee ese sello inconfundible de los lagares antiguos, donde el tiempo muere congelado en la 111


friura de las paredes. Copias de pinturas: “La Trinidad”, de Ribera, por ejemplo, colgada a sus espaldas, para que el interlocutor pierda su mirada entre las sombras intensas y las diagonales curvas. Legajos, mesa de nogal trabajada a mano, sillas revestidas de cuero con adornos de calidad, libros y un candelabro de plata preparado por si en algún momento se cortara la energía eléctrica. Nada de ordenadores ni de papeles revueltos. Un cortinón carmín recogido a un lado, preparado para extenderlo cuando fuera necesario para tapar la cortina ligeramente ocre que oculta la ventana. La mesa limpia, con el portafolio como centro y dos plumas de ave como decoración especial. Un Cristo diminuto de mármol serpentino usado de pisapapeles, en una esquina. Huele a cerrado. Ese olor característico de la falta de aire, de lo viejo, de tienda de antigüedades, de recreo de ancianos meados. 47. Padre Patricio quiere saber cosas. Le preguntó de repente: –¿La lleva usted encima? –¿Cómo dice? –La pistola. La que usó cuando lo del Papa. Ya sabe. ¿Ha matado a alguien con ella? ¿Disparó usted a matar? Podía haberlo hecho. El tipo aquel tenía la mirada de los que quieren morir, acaso por eso en lugar de apuntarle directamente a los ojos, disparó a desarmarlo simplemente. La primera bala le atravesó limpiamente la muñeca rozándole el cuerpo, la segunda buscó y encontró la pierna derecha, haciéndole perder el equilibrio. Dicen que el mismo padre Eustaquio dio un primer empujón al Papa retirándolo de la línea de tiro. Dicen las fuentes vaticanas que el Papa, en su bondad reconocida, 112


bendijo al homicida cuando ambos caídos en el suelo cruzaron sus miradas. Dicen muchas cosas. –Repítame la pregunta –dijo padre Eustaquio incómodo. –Me ha oído usted perfectamente –le acosó implacable padre Patricio. –¿Cambiaría su opinión sobre mí en función de la respuesta? –Digamos que me gusta conocer los límites de las personas. –No los tengo. –¿Sería usted capaz entonces de detenerme a mí? –No lo dude. –¿Y al Papa? –Si le descubro cometiendo un flagrante delito, también. –¡Dios santo! ¿Sería usted capaz de detener o incluso disparar al Papa? –Su Santidad debajo de la sotana viste pantalones igual que usted. Si delinquiese conscientemente no tendría ningún remordimiento en actuar contra él como cualquier policía del mundo. –¡Santo cielo! –exclamó desconcertado– ¿Y celebra misa en esas condiciones? –¿En qué condiciones, padre? –Con la pistola encima. –¿Y por qué no? Julio II lo hacía rodeado de lombardas y acompañado siempre de la espada. Tragó saliva. Se entretuvo un rato buscando algún tema nuevo para dar un giro a la conversación. Evidentemente, la presencia de aquel cura joven le molestaba. Iba a sacarle de su retiro dorado. Exclamó: –¡Un cura policía! 113


–¿Le sorprende? ¿Qué esperaba? ¿Un teólogo modernista investigando el robo de una talla del XVI? Estuvieron un rato examinándose con atención. Los astutos ojos casi grises, de pájaro enjaulado, de padre Patricio, intentaban descubrir en su interlocutor ese amago de duda que conduce a los hombres a jugar un movimiento equivocado. –Le pido sólo que me ayude en mi tarea –dijo suavemente padre Eustaquio en un intento de limar asperezas–. Le aseguro que Roma ejerce un influjo sobre mí al que me siento incapaz de no sucumbir. –¡Ah, Roma, Roma! ¡La seductora Roma! ¡La maravillosa Roma que nos retrotrae a la juventud. ¿Sabe? –dijo con ánimo de participarle alguna confidencia–, las muchachas romanas son muy guapas. –Me temo –dijo en tono guasón padre Eustaquio– que las de su época, padre, son todas ya abuelas. –Por supuesto, por supuesto. ¡Pero abuelas muy guapas! Guardaron un largo silencio, mientras padre Patricio intentaba ordenar alguno de los papeles de su escritorio. –¿No viene entonces a sustituirme? –acertó a decir luego, con una voz débil y temblorosa, como si se quitara un peso de encima. –Ni entra en mis planes ni nadie me lo ha propuesto –repuso con firmeza padre Eustaquio–. Todo lo contrario. Este asunto de la Milagrona ha enturbiado el ánimo del cardenal, digamos que viene a ser la gota que colma el vaso. En cuanto lo resuelva espero me autorice el regreso a Roma. Y espero resolverlo pronto. –¿Y usted cree, de veras, que lo conseguirá? –parecía adivinarse un tono de incertidumbre en sus palabras. –No tenga la menor duda –dijo padre Eustaquio con 114


absoluta convicción; luego, creyendo llegado el momento abordó de nuevo el asunto–. Documénteme, por favor, sobre la Milagrona. Padre Patricio tragó saliva. Pareció regresar de otro mundo. –Muy bien, muy bien –susurró entre dientes; sonrió con falsa humildad, y añadió–: Me pongo a su completa disposición. Considéreme su mejor aliado. Y si alguna vez mi soberbia o mi desdén le enfrían el ánimo, tenga la amabilidad de disculpar mis errores. Soy cura de pueblo, que teme que la iglesia haya entrado en un periodo de profundo aburrimiento. Un viejo al final del camino, con menos merecimientos de los que usted supone y con más cansancio del que soy capaz de soportar. Padre Eustaquio le cortó bruscamente. –¿Qué es lo que tiene de especial fuera de su extraña fealdad insultante? Padre Patricio necesitaba meditar. Estaba frente a uno de esos hombres con los que te obligas a medir exactamente los pasos. Demasiado directo, calculador, constante. Un movimiento en falso y el desastre. Mejor callar que hablar, pero estaba obligado a hablar. Se sentía como si le hubiera abofeteado una mejilla y no estaba por la labor de poner la otra. Usaría palabras desgastadas, las habituales de los sermones con moralina. Se frotó los ojos dejando las gafas sobre la mesa. Miró al Cristo del pisapapeles. Habló muy despacio, cosiendo lentamente las sílabas: –No suscita mi devoción, si eso es lo que pretende saber. Lo confieso con crudeza. Ninguna otra imagen retrata al Niño caprichoso de los apócrifos que condena a muerte al que tropieza con Él: “no continuarás en tu camino.” ¿Lo recuerda? Evangelio de la Infancia. O que 115


convierte en carneros al grupo de niños que le excluyen de sus juegos en la plaza. Terrible. No sé por qué la iglesia ha permitido su veneración. Es una imagen de duda y no de certezas, la venganza de un no creyente, posiblemente de un hebreo obligado a la conversión. ¿Y qué decir de la Virgen? Recuerda la advertencia de Simeón: “y una espada, de ti misma salida, atravesará tu alma.” Parece angustiada por la poco ejemplar conducta de su Hijo. Seguramente, y tómelo como licencia poética, la excelsa Señora quisiera abofetear al Niño como se dice en los apócrifos que hizo San José, pero se obliga con dolor a contenerse. Guardó unos segundos de silencio, pareció meditar. –Una de sus peculiaridades –confesó entonces abatido– es que está pintada de negro, de cuello a pies. No es ese negro de humo de velas, que tanto confunde haciéndonos suponer que la mitad de nuestras imágenes son advocaciones africanas. Esta es tierra de misereres. Es un negro a propósito, perfectamente meditado. Es una virgen madre enlutada, algo insólito. Y eso viene de Felipe II. Prosiguió: –Le hago conocedor de que esa era su vestimenta oficial. Entonces se supone que por congraciarse con el rey, el imaginero decidió pintarla como una viuda de la época, a pesar de que la talla representa a la Madre con el Niño. La Virgen de la Soledad, por ejemplo, que Isabel de Valois, tercera esposa de nuestro Felipe trajo de Francia, fue también así vestida por la Condesa de Ureña. Hizo una pausa y siguió diciendo: –La Milagrona es una imagen dura, de tierra de hambre e infortunio. De sufrimiento. La Virgen no puede ser dolorosa, porque no ha llegado al momento cumbre 116


de la Cruz, pero parece consumida por la vergüenza de un Hijo violento al que ama pero no comprende. No hay en toda la imaginería mariana una imagen más terrible, más desoladora y dramática. Alguien la considera venganza de un mendicante atrabiliario, de un fraile enfermo y sin entrañas que la abandonó al sentirse desamparado por las gentes de aquel pueblo. Pero los vecinos de Tamarón entienden que proviene del mismísimo Felipe II. Se detuvo un momento, sirviéndose un vaso de agua. –Un regalo envenenado –siguió hablando–. Es creencia muy arraigada por aquellos lugares, que pretendió recuperarse de una de sus bancarrotas vendiendo ejecutorias de nobleza. Y mientras en los otros pueblos aceptaron su petición, los de Tamarón, que le conocían porque por allí retozaba, y que encima les había esquilmado la caza, le dieron la espalda. Y entonces el monarca les castigó imponiéndoles por la fuerza la advocación de esa Virgen. –Puritano y vengativo, Austria al fin y al cabo –dijo padre Eustaquio. –La talla refleja un descuido y una fealdad insultante. Parece trabajada con prisas, a azuela. Áspera, sin pulir. La Virgen, de ojos cautivos y lejanos. ¿Y el Niño? ¡Dios mío, el Niño! ¿Qué decir? Cabreado, vengativo, un Niño de torturas más que de piedades. Una manzana en la mano, pero no una manzana redonda y embetunada, sino rugosa y manchada. ¡Una manzana podrida! Temió de repente haberse excedido en su confesión. La desnudez puede interpretarse como debilidad y no fortaleza. ¡Hacía tanto tiempo que no se había mostrado así de sincero! Le tocaba arriar velas para evitar que el barco encalle en arrecifes desconocidos. 117


–Soy simplemente un conservero de imágenes –intentó una disculpa poca convincente–. ¿Qué más puedo decirle? Si hubiera nacido en tiempos de Platón ni siquiera hubiera alcanzado la adolescencia por provenir de familia pobre. Padre Eustaquio entendió entonces llegado el momento. –Hábleme ahora del dominico desaparecido –le espetó intentando cogerle desprevenido. A padre Patricio le costó reaccionar. Titubeó, sintió como un golpe bajo. Dijo: –¿A quién se refiere usted? –A ese tal fray Ignacio. –¡Ah! Disculpe, pero ¿qué tiene que ver ese humildísimo siervo de Dios con el asunto de la Milagrona? –Curiosidad, simplemente. –Su ausencia del convento fue motivo de algún desconcierto, si eso quiere saber eso puede decirle. Se frotó de nuevo los ojos, y por cambiar de conversación, dijo: –¿Tiene usted ya alojamiento? –Padre Crespo se ha encargado de facilitármelo. –¡Ah, padre Crespo, padre Crespo! Si hubiera crecido una cuarta más no usaría zapatos de tacón alto. 48. Padre Eustaquio conoce al coronel. El coronel de la Guardia Civil andaba justo de tiempo, porque esa tarde había zarzuela en el Teatro Principal y tenía a la mujer esperando embutida en un traje rosa, con el collar de cuatro vueltas aprisionándola el cuello. Dijo: –Yo estas cosas de la iglesia las tomo con respeto. Presido la procesión del Viernes Santo, y procuro no mo118


lestar demasiado a Dios en el que creo firmemente. A mí que venga usted del Vaticano me merece una consideración especial. Es un honor. Y que encima pertenezca al cuerpo superior de policía, más. Por eso le tomo en cuenta y no le niego mi colaboración. Pero cada cosa en su momento. –Muchas gracias –dijo padre Eustaquio recogiendo sus credenciales. –La talla a saber en qué país estará. Para nosotros es un caso, no voy a decirle menor, que también, discúlpeme usted, pero sí rutinario. Estamos atrapados por la publicidad desmesurada del suceso. El tiempo y las nuevas noticias remansarán las aguas. Hay un protocolo y lo cumplimos. Nos volcamos más en la desaparición de personas y en esa puñetera violencia de género que no hay forma de reconducirla. Bajamos la siniestralidad en la carretera pero cada vez tenemos más pirados que para combatir su frustración con el minuto de gloria en la televisión perpetran atrocidades. Debo reconocer que el arzobispado nunca se ha mostrado demasiado preocupado por la sustracción en sus ermitas, y muy especialmente en el caso que nos ocupa. Igual es la impotencia. Pero ahora con el revuelo de la Milagrona, de Roma nos mandan a usted. Coño. Me sorprende su presencia. ¿Qué pasa aquí? Me dicen que es una talla de terror más que de amor. ¿Entonces? Tengo órdenes estrictas directas de la superioridad de facilitarle cuanto necesite, y lo que ordena la superioridad no admite discusión. La superioridad es la superioridad. Usted me comprende. Así que a su entera disposición. –Espero no importunarle demasiado. –Ahora mismo ando justo de tiempo. El retrato del rey presidía su despacho. A su izquierda, 119


en un ángulo, la bandera nacional. Sobre una mesita anexa su fotografía vestido de gala con las condecoraciones relucientes. –Tengo un hermano cura de vocación tardía –dijo el coronel tamborileando sobre su mesa de trabajo–. Somos siete hermanos y si usted me dice cuál de los siete jamás se haría cura yo le hubiese jurado que el que lo es. Esta cosa de la llamada del Altísimo debe ser cierta. Tenía una incipiente calva y un bigote negro. Los ojos vivaces. Era un tipo nervioso, que parecía incómodo. Dijo: –Así que la iglesia pasa a la acción. Ya era hora. No lo tomo como una injerencia en mi trabajo, faltaba más, pero si hablamos de colaboración ha de ser sincera. Le ruego me vaya manteniendo al corriente de sus investigaciones. Padre Eustaquio expuso claramente su desconocimiento absoluto de la zona. –Está usted en una de las provincias más extensas de España. Yo tampoco me la he pateado entera como puede imaginarse, pero sí algo el Páramo porque soy cazador. ¿Es usted cazador? Abunda jabalí, codorniz y conejo. ¿Y las perdices? El zumbido de sus alas cuando salen huyendo del rastrojo, amigo, eso es alegría, un divertimento inigualable. ¡Una auténtica obra musical! Tamarón Príncipe está en el Páramo, tan al final de la provincia que casi se cae de ella. Ni cuenta con médico ni veterinario ni escuela, pero sí con cura propio. Curiosidades de la vida. ¡Cura propio! ¡Hay que joderse! Uno como tantos otros pueblos en fase de desaparición ¡con cura propio! El cuartelillo más cercano se encuentra a ocho kilómetros, en la cabeza de partido. La Administración poco a poco va mermando las competencias de esos pueblos casi perdidos, quitándoles competencias 120


para que se pierdan un poco más. Pronto ya no habrá ni pueblos. Una casa en ruinas para desocuparse al final de la jornada si no lo han hecho antes en el campo y poco más. En lugar de incentivar a la gente dotándolos de atractivo lo que hace la Administración es presionar para que todo el mundo escape a la ciudad, aunque sea para hacinarse en barrios más o menos insalubres, alejados del centro. Más niños estrábicos, más niños lechosos, más niños débiles, más niños cortados por el mismo patrón como las porciones de queso, más niños a clase de defensa personal, multideporte. Antes, en los pueblos, los niños se atiborraban de tocino y legumbres y nata espesa amarillenta y ninguno engordaba, y el que tenía el tirabeque más grande acertaba a más pardales; ahora todos vienen fofos, aunque más altos, pero también menos recios y ya casi ni quedan pardales. Si por lo menos el Camino pasara cerca devolvería la vida a Tamarón, pero el Camino se desvía haciendo una especie de herradura para eludir su contacto, como si sobre ese pueblo recayera una maldición originada en la leyenda negra del hijo que planea matar al padre y que arranca nada menos que de Felipe II y su demente hijo don Carlos, aquel que ordenó comerse las botas al zapatero que se las fabricó demasiado estrechas. –Tengo noticias de un fraile dominico que desapareció hace unos meses, ¿qué puede contarme de eso? –Nada. Retiraron la denuncia. Parece que fue un acto voluntario, una penitencia o algo así. Anda por ahí, no se mete con nadie y me dicen los de la Patrulla Rural que alguna vez han topado con él, que tiene la cabeza sobre los hombros, aunque la mirada un poco desviada, por no decir inocente. Consultó el reloj. –Me obliga un compromiso ineludible. Le espero ma121


ñana. Citaré al comandante circunstancial del puesto, cabo Isidoro, para que le acompañe y le sirva de guía en cuanto usted disponga. 49. Convento de San Rafael. Cerca de la zona universitaria, extramuros de la ciudad, el convento de San Rafael queda antes de las vías del tren, donde la granja avícola y un silo en desuso, próximo al paso a nivel de los disgustos (denominado así porque todos los años el tren arrolla a un par de confiados viandantes). A partir de allí comienza la ruta siniestra de toboganes que los portugueses intrépidos sortean en las vacaciones de agosto, en caravanas kilométricas de renqueantes Mercedes con colchones bailando en la baca, compitiendo por saltarse la raya continua en cualquier curva estúpida y abandonarse a la suerte. Un portón verde, macizo, doble de altura que una persona normal permite el acceso a un caminito sin asfaltar que conduce directamente a la parte en ele del edificio, donde se encuentra la puerta principal y el guindaste donde cuelga la campana a modo de llamador. Dentro, en un hall frío de suelo desnivelado de piedra, el torno, y colgados en las paredes los reclamos publicitarios de las labores en venta de las monjas: pastas, tocinillos del cielo. Padre Crespo concertó el alojamiento, avisando de su presencia por teléfono. Al facilitarle la dirección, le dijo: –No le acompaño porque tengo otro compromiso, pero no tiene pérdida. Lo mejor es que coja un taxi. Esto no es Madrid, aquí los taxistas no se pierden entre calles ni precisan gepeeses. Sor Jesusa es una fiera, pero buena monja. Una superiora capaz de asirse a los hábitos de San José de Cupertino para impedirle levitar por encima 122


del coro molestando a las monjas en las ceremonias religiosas. Servicial, disciplinada, un dardo hiriente. Intente una conversación distante y ella le devolverá afecto; intente una relación cercana y le tratará con desdén y destemplanza. –Lo tendré en cuenta. –Si quiere pintar la pared de blanco comience proponiéndole el negro. –¿Y si acepta? –Más le vale entonces que la pinte de azul. –Así lo haré. –Sepa que estoy a su completa disposición. Le reitero que puede utilizarme de propio, como el arzobispo. –Descuide. –A cualquier hora del día o de la noche. Soy como un ministro permanente de enfermos. 50. Sor Jesusa está a la espera. Pasaban las diez cuando padre Eustaquio traspasó el medio portón abierto e hizo mover con estrépito el badajo. Escuchó el ruido angustioso del cerrojo y el chirrido melancólico de los goznes de la puerta. Oculto el rostro bajo el velo negro, sor Jesusa le miró fríamente de cabeza a pies, diciéndole a modo de saludo: –¿Se ha perdido usted o acaso le ha dado el cólico miserere? Lo estamos esperando desde las seis. ¿No pretenderá a estas horas ni siquiera una cena fría? –Reverenda madre –dijo padre Eustaquio en tono afectuoso– me han encomendado a usted por su reconocida bondad, extrema delicadeza, grandísima sensibilidad. He cenado, he bebido, pero he descuidado el servicio de la santa misa. Me gustaría celebrarla antes de acostarme. 123


–¿Qué? ¿Me está tomando usted el pelo? ¡Estas no son horas! ¡Dios ya está dormido! Se retiró el velo. Estaba visiblemente irritada. Las manos escondidas en la bocamanga, la toca un poco medio caída. Tenía una mancha en medio de la frente y de la mancha le brotaba un único pelo negro, largo y negro, como la antena de una cucaracha. Los pómulos metidos para dentro para taponar acaso la ausencia de muelas de juicio. Mujer enérgica, ágil, de paso rápido, se movía con soltura. Salió sin decirle nada a cerrar el medio portón de la entrada, y cuando regresó corrió el cerrojo de la puerta y abrió otra interior. –Sígame –le ordenó. –¿Y la capilla? –preguntó padre Eustaquio, adoptando artificialmente un tono de voz humilde. –Candada –dijo la monja secamente–. Si la tuviera abierta de noche la mitad de las hermanas dormiría allí. Si quiere celebrar la santa misa la parroquia más cercana la tiene a dos kilómetros, ahora bien, si quiere le acerco el cáliz y las vinajeras y la hace usted en su habitación. Venga. Atravesaron en silencio el pasillo y subieron al primer piso por unas escaleras barnizadas que exageraban los nudos de la madera. El cuarto estaba bien cuidado. Limpio, ordenado. Una cama cómoda, un reclinatorio, una mesilla. Había también un anaquel para los libros y una pequeña mesa de trabajo. Desde la ventana se divisaba entre sombras la huerta, que daba a la trasera del convento, con su pozo en medio. La monja recuperó una esquila del cajón de la mesilla. –Comprobará que no hay teléfono en la habitación ni ningún artilugio de aviso. Así que si usted se encuentra 124


mal y precisa ayuda, toque la esquila. Somos una comunidad de estrecheces más que de holguras. Abrió las puertas del armario. –Este convento fue reconvertido en cárcel en dos ocasiones, invadido e incendiado en otra, con las monjas sin hábito, e incluso en paños menores, huyendo campo a través. Rezamos para que no vuelva a ocurrir, pero estamos prevenidas. Y añadió: –Hay dos aseos en el pasillo, con ducha y bañera. La bañera hace años que no se usa. Me temo que si abre los grifos haga saltar las cañerías. Use las duchas que son más modernas. Y antes de salir, se volvió desde la puerta y dijo: –Recuerde, padre, que esto no es un hotel. Esto es un convento. Aquí las hermanas nos ganamos de mala manera la comida e intentamos, además, ganarnos ese cielo que no merecemos. O sea, que haga lo que tenga que hacer, pero no moleste demasiado. Y luego, le avisó desde el pasillo: –Santa misa a las siete. –Y ¿el chocolate? –dijo padre Eustaquio. –¿Cómo? –la reverenda madre no pudo ocultar su sorpresa. Tocó con los nudillos la puerta– ¿Decía, padre? –Digo que no quiero causarles molestias. Que no quiero bacón ni huevos. Que me conformo con un tazón caliente de chocolate. –Ah –pareció restablecerse la monja del susto–, lo tendremos en cuenta. El cliente siempre tiene razón, aunque no pague alojamiento. Le pondremos también unos picatostes traídos expresamente para usted desde Madrid, si le parece. Sin cambiarse se tumbó unos minutos encima de la 125


cama. Cerró los ojos. Concentrarlo todo bajo la premisa de “cumplimiento del plazo” dentro de un esquema cerrado, implica priorizar procesos operativos. Castilla poco o nada tiene que ver con los silencios tambaleantes del Vaticano que apadrinan causas eternas (comités ejecutivos que despachan con otros comités ejecutivos superiores que reportan a otros comités ejecutivos más superiores todavía; el pobre beato que quiere entrar en el santoral esforzándose por hacer que su milagro sea reconocido, que nadie lo olvide o que por error se lo atribuyan a otro); la sumisión y astucia de Roma se convierten en altanería trasnochada aquí. El problema es de mentalidad; como hombre de acción no puede imaginarse permanecer tumbado en la cima de un monte contemplando sin hacer nada el despilfarro del tiempo. Pero, a veces, la espuma mágica de las olas impide descubrir los rizos de las arenas del fondo. Es posible, que como una inextricable matrioska, la Milagrona encierre turbulencias ocultas a desvelar. El comisario Nicolás lleva razón: la manda del cardenal obliga escarbar en el suelo hasta encontrar la raíz, y sajarla si fuera necesario. No había sido bien recibido. Tampoco importaba demasiado. Era lo habitual. Quince días, quince días y a la espera de que le reclamen a Roma. ¿Añora Roma? Allí está su despacho, su trabajo, su futuro. Analizó los pasos dados. Talla áspera, sin otro valor aparente que su antigüedad, robada en una ermita como tantas otras; dominico posiblemente aquejado por un principio de desvarío mental que abandona el convento con un fardel de mendicante al hombro, aparece, desaparece; arzobispo, a la defensiva; padre Patricio, a la defensiva; coronel, con prisas; padre Crespo, espía. Ahora la monja. Todo en una jornada de trabajo. 126


No estaba cansado, aunque sí en ebullición. Pero ¿y el cardenal? ¿Por qué el cardenal había recurrido a él para un asunto menor? Miró el reloj. Leyó a Isaías: espantaos, asombraos, ofuscaos y cegaos; embriagaos, pero no de vino. Colocó la fotografía sobre la mesilla y estuvo contemplándola un rato largo intentando fijarse en cada una de sus singularidades. El secretario del cardenal tenía razón. Le costó dormirse. Esa Virgen desarma a cualquiera. Encendió de nuevo la luz y allí seguía implorando que aquel Niño recostado e indolente no se le echara a perder. Para colmo el sueño fue tan desagradable que mejor le hubiera convenido permanecer despierto toda la noche. Se acordó de la muchacha del autobús, desvergonzada y alegre; se la imaginó buscando con entusiasmo enterramientos de vacceos, enfrentándose abiertamente a los ingenieros del regadío y al propietario de las tierras. Una buena analogía. 51. Suena la esquila en el pasillo. Un murallón tosco de piedra apenas trabajado oculta la huerta a miradas ajenas amortiguando al mismo tiempo el ruido sordo de la procesión de automóviles de la cercana carretera general. Los árboles –ciruelos negros, manzanos, almendros, nogales y cerezos, especialmente– se alinean a distancia aunque en paralelo al murallón, de modo que desde el exterior nadie pueda alcanzar sus frutos. Unas hojas de parra se enredan por entre las piedras, y la higuera se enfrenta a su supervivencia resguardada del norte en una esquina. Hay un caminito empedrado alrededor del pozo. El día por obligación estalla luminoso. Algunas palo127


mas cruzaron a gran velocidad por el cielo azul en un vuelo tan incomprensible como excitante. Diez minutos para poner en orden los papeles. Extrajo del maletín el dossier preparado por el secretario del cardenal con datos de la Milagrona. Sorprendente: nada delata sus orígenes. Se piensa, se dice, se comenta, es posible, acaso. Lo leyó de nuevo aunque lo recordara de memoria. Revisó luego el informe del teniente González. Tamarón Príncipe es un lugar singular; la Milagrona es una talla singular; también él es un cura singular. Demasiadas singularidades para que el caso no se vuelva complejo. Al poco rato apareció padre Colina; los noventa, más hueso que carne; sufría de artrosis, estaba medio ciego y algo sordo, vestía de sotana. Arrastraba los pies por el suelo, de modo que sus zapatillas de felpa actuaban como bayeta. Retirado en el convento, ejercía de consiliario, aunque se durmiera durante la lectura de la epístola, también durante la plática a cargo siempre de una de las hermanas por turno, y también después de la comunión. Las monjas entonces tosían descaradamente, en un desafinado concierto de carrasperas, hasta conseguir despertarlo. Entonces se levantaba, sonreía un poco encogido y volvía a caminar a pasitos cortos y abiertos, como si estuviera sujeto a un imaginario taca-taca. Tocó suavemente en su puerta, y le dijo apoyándose en las paredes para no caerse: –No me retire usted de la misa, por favor –le temblaba la voz–. Si me dispensa de la santa misa diaria ante las hermanas me quita usted la vida. –No es mi intención, padre –le dijo padre Eustaquio–. Yo sólo estoy de paso. Si me autoriza puedo aliviarle de sus tareas por unos días. 128


–La misa no es ninguna tarea, se lo aseguro. Es el momento más feliz de mi vejez. ¿No sabe que está Cristo ahí y me espera? La misa y el sacramento de la penitencia son las únicas medicinas para devolver la paz a las almas afligidas. –Pero ¿usted todavía confiesa, padre? –se sorprendió que tuviera fuerzas suficientes para aguantar tribulaciones de monjas. –Sí, sí –dijo con una alegría picarona en sus ojillos medio cerrados–. ¡Todos los pecados de las hermanas caben en un libro sin hojas! La reverenda madre, intervino: –No se me fatigue usted, padre Colina; déjeme que le acompañe –y tomándolo cariñosamente por el brazo, le condujo hasta el altar. Sor Jesusa hizo licencia del lector y autorizó a las hermanas para que formularan en el refectorio a padre Eustaquio las preguntas que consideraran conveniente para saciar su lógica curiosidad. Mayores, todas o casi todas con algún achaque físico, sumisas, habituadas a la oración y el silencio. Nacidas en la comarca, lo que en algún momento podía convenir a los intereses de la investigación. Había también tres novicias, de color entre mulato y cobrizo, con los ojos grandes, como si su presencia las hubiera asustado. Cura de Roma, casi Papa para ellas, le miraban de reojo, con algo de recelo. Expuso por encima el objeto de su misión. Había que acabar con el expolio de las ermitas. Para interesarlas, exageró alguno de los términos, como los viejos presbíteros cuando subidos en los púlpitos color caoba narraban historias truculentas adjudicándolas cada semana a santos distintos. Dijo que Su Santidad estaba preocu129


pado y que por eso el cardenal le había enviado a la diócesis, para ayudar en lo posible al esclarecimiento del asunto y ordenar el posible desorden. Lo hizo en tono coloquial, sin el empaque y engolamiento de voz que supone el estrado, procurando parecer cercano. Con voz serena, solicitando las disculpas que su intromisión en su vida monacal pudiera causarles. Dijo: –Pretendo causarles las menos molestias posibles. Tengo permiso temporal del señor arzobispo para impartir los sacramentos en la diócesis. Quiero decirles con eso, hermanas, que pueden requerir mi presencia en cualquier momento del día en que me encuentre aquí. Con permiso del padre Colina estoy a su completa disposición. Y sepan que desde este momento todos sus problemas son también mis problemas. –¿Va a ayudarnos a recolectar las nueces cuando llegue el tiempo? –dijo una de las monjas más mayores, que masticaba nerviosa los restos del pan frito. –¡Madre Gregoria! ¡Compórtese! –saltó como un resorte la reverenda madre superiora para acallar las risitas cómplices del resto de las monjas. –No –dijo padre Eustaquio con aplomo, y siguiendo con seriedad la broma, añadió–: Ni voy a cavar la huerta ni voy a extraer agua del pozo ni voy a podar los frutales. Y bien que lo siento. Supongo que al Papa en persona también le gustaría hacerlo. Y a su eminencia el cardenal y al señor arzobispo. Pero si les ahorramos esa tarea, ¿qué harán ustedes con el tiempo libre? La reverenda madre aclaró a las hermanas: –Está pidiendo nuestra colaboración. Y nosotras en la medida de nuestras posibilidades vamos a dársela. En un aparte, a la salida del refectorio, padre Colina dijo a padre Eustaquio: 130


–¡Ah, Tamarón, Tamarón! La ermita de Tamarón Príncipe es fría como un garaje vacío. No encontrará allí ni un exvoto ni una frase de agradecimiento sólo una Virgen que invita a llorar. –Ahora ya ni la Virgen. –¡Pobre del desgraciado que la haya robado! La Milagrona va a mortificarle más que los ejercicios espirituales de Loyola. Caminaron juntos por el jardín. Padre Colina había sido un cura rebelde en su juventud. Decía que el cielo estaba en la tierra, que a los hartos de frío los más allá poco calientan y que con frases de consuelo y una merienda ocasional, pocas injusticias se arreglan. Hay que arremangarse y hablar menos del juicio final y más de habas para llenar la cazuela. Se tumbó una mañana sobre el capó del flamante “Mercedes” del obispo, obligándole a escuchar sus protestas. Lo desterraron a Extremadura. –Allí fui muy feliz –dijo. Y añadió, sonriendo maliciosamente: –¡Poco faltó para que me fusilaran! Le aseguro que si no lo hicieron fue porque ese día el obispo estaba más preocupado en encontrar el frasquito de bicarbonato para aliviarse la úlcera de estómago que le produje que en disponer la orden. 52. Regreso al dormitorio. Luego que dejara al anciano sacerdote sentado en un banco para que echara migas de pan a los pájaros, emprendió el regreso a su cuarto. Se sorprendió. Descubrió desde el pasillo que la puerta de su habitación estaba entreabierta. La había dejado cerrada. Era sumamente cuidadoso en esas cosas. Escuchó pasos. Nunca un policía olvida las normas de seguridad. Se acercó lentamente, 131


pegado a la pared, en tensión como un felino al acecho de la presa, evitando descubrirse. Frenó en seco. Uno, dos metros. Le llegó como un ruido sordo, algo se mueve en el interior. Instintivamente se llevó la mano al sobacal, pero no portaba pistola. Se deslizó un poco más; al acecho, como una cobra real dispuesta al ataque. Creyó vislumbrar una sombra. Aguardó unos segundos con la respiración contenida. De repente, el ruido cesó de inmediato. Igual el ladrón pretendía escapar por la ventana. Contó hasta diez, tomó aire y penetró bruscamente en la habitación. Una de las novicias mulatas miraba con atención la fotografía de la Milagrona situada encima de la mesilla. –¿Qué hace usted aquí? –preguntó padre Eustaquio con voz firme y severa, abriendo de golpe la totalidad de la puerta. –¡Nada, padre, nada! –respondió asustada la novicia, pretendiendo huir atropelladamente del aposento. La sujetó por el brazo. –Hermana, no se me escape. ¿Qué hace usted aquí? –La habitación, padre –repuso todavía más asustada la novicia–. Le he arreglado la cama y he recogido sus cosas. Esa es mi tarea. La madre superiora me encarga esas cosas y las hago a gusto. Obedezco en todo a la madre superiora. He abierto también la ventana para ventilarle la habitación. –¿Cómo se llama usted? –Manuela Eva, soy de Ecuador y quiero ser monja. –Una monja curiosa –dijo, deshaciendo la presión de su mano. La novicia tenía un hablar meloso, envolvente. Comenzó a recobrar el ánimo. –Igual sí. 132


–¿Qué estaba mirando con tanto interés? –A la Virgen, padre. –¿Qué es lo que le atrae de ella? –Todo, padre. Si no fuera porque en la nuestra el Niño ha perdido la manzana, tiene un parecido exagerado a la que preside el depósito donde despedimos a las madres cuando fallecen. 53. El depósito. Separado del refectorio por una fina pared encalada, la habitación que hace de depósito, de apenas doce metros cuadrados, cuenta con una mesa en medio, con los paños fúnebres recogidos a un lado, cuatro cirios retirados en la pared y un par de reclinatorios. Nada más. La imagen en una peana preside la austeridad del cuarto. Padre Eustaquio la alcanzó sin dificultad, la colocó con cariño sobre la mesa de difuntos y la comparó con la de la fotografía. Efectivamente guardaban semejanza. Daba la impresión de ensayo rústico, inacabado, abandonado de mala manera, trabajado con prisas, donde el ropaje de un negro desmayado, excesivamente acuoso, parecía consecuencia de una mezcla desacertada. En la Virgen comenzaba a difuminarse la tristura infinita de las madres que lloran en silencio la incomprensión de sus hijos. –¿Ve usted lo que yo veo? –preguntó a sor Jesusa. –Veo lo que usted ve. –¿Y qué le sugiere? –Que todas las vírgenes siendo iguales son distintas y que nadie va a autorizarle a sacar la nuestra de aquí. Y retirándosela de las manos la colocó de nuevo en la peana, anunciando con orgullo: –Un agradecimiento, padre. Sepa usted que nuestros 133


ungüentos curan panadizos y nuestros brebajes cortan en seco las diarreas. Que a pesar de tantas leyendas negras, las monjas sabemos hacer más cosas que parir a escondidas y enterrar de noche a nuestros niños nonatos; también elaboramos emplastes para el pus y unas hierbas medicinales inmejorables para catarros y las molestias gástricas. Somos así. Algunos nos gratifican con oraciones, otros con limosnas, otros con media docena de huevos podridos, otros más con comentarios despectivos, y hay quienes como los Tinines nos reconfortan con la donación de alguna talla encontrada en sus visitas a las escombreras. 54. El cabo Isidoro recibe órdenes directas del coronel. Diez de la mañana. No podía ocultar su nerviosismo. Estaba tan rígido como el día de la jura de bandera. Dicen que los temblores se superan con la edad, que si desnudas mentalmente a tu interlocutor al verlo en pelota rebajas su magnificencia, pero el coronel estaba allí delante, con la bicolor, el retrato, un espadón, el bigote como una lombriz oscura circulando por su cara. Lo había visto unas cuantas veces pero casi siempre de lejos, en el patio, y ahora sin embargo permanecía ante él en su propio despacho, firme, cuadrado como un poste, con la almorrana del tamaño de una canica de cristal intentando significarse. Un sacrificio no poderse sentar en la esquina dura de una silla. Miraba a la bandera, el rey le miraba a él. El coronel miraba unos papeles y luego también le miraba a él. Y luego estaba ese joven alto que acababa de levantarse por educación y vuelto a sentarse, y que parecía de calidad. –Descanse –dijo el coronel, pero al cabo Isidoro, co134


mandante temporal de puesto, se le había olvidado esa posición. Dijo el coronel a modo de presentación seguramente para dar importancia al asunto: “Inspector, sacerdote, enviado especial por el cardenal, comisionado por Madrid, proveniente expresamente de Roma”. Y dijo también: “Al servicio directo del Papa.” Y añadió: “A partir de este momento acatará usted sus órdenes, ¿entendido?” –Sí, señor –dijo el cabo cada vez más asustado por tamaña responsabilidad. – No quiero problemas y sí colaboración, ¿entendido? –Lo que ordene usía. –Hay un concordato. Iglesia, estado, hay un concordato. El estado no es confesional, pero hay un concordato, ¿entendido? –Me hago cargo, señor. –Eso es lo importante, que no se le olvide. –No se me olvidará, señor. –Le tratará como inspector del Cuerpo Superior de Policía. ¿Comprendido? – Así lo haré, señor. –Ocúpese de cuanto necesite para el desarrollo de su labor profesional. Y manténgame informado por el conducto habitual. –Así lo haré, señor. –Puntualmente –dijo enérgicamente el coronel. –Sí, señor –dijo el cabo estirándose. El coronel entonces, de repente le preguntó: –¿Conoce usted a los Tinines? El cabo Isidoro se descompuso. Abrió los ojos de par en par. –¿Se han metido en algún lío? –contestó nervioso. 135


–¿Están o no están ahora acampados en el Páramo? –Van para el segundo mes, señor. –¿No sabrán por casualidad algo de esa Milagrona? –¡Dios santo! –exclamó confundido el cabo al descubrir la coincidencia– ¡Si serán canallas! –Hágales una visita. –Señor –dijo el cabo todavía más rígido y repuesto del disgusto– a los Tinines no se les imputan hechos delictivos desde hace muchos años. Son gente de baja condición, muy cierto, pero respetuosos con el lugar donde acampan y más con las cosas de iglesia. Y añadió: –Siempre que se acercan a un pueblo pagan las gallinas viejas al contado, menos el último día que lo dejan a fiado. –Y ya no vuelven hasta el año siguiente –concluyó el coronel. 55. El cabo y los Tinines. En el principio de autoridad se fundamenta el progreso de la humanidad. Lo sabe el cabo Isidoro como sabe también que desde la abolición del servicio militar los jóvenes ya no respetan ni a su padre ni a su madre ni al mobiliario urbano. No ha tenido hijos pero de tenerlos les hubiera obligado a besar la bandera y a desfilar por el patio del cuartel, aún con los pañales puestos, con una rama de madera oscura sobre el hombro. Hay que estar preparado para el mando, que debe asumirse de forma natural en todos los instantes de la vida, y se expone como ejemplo él mismo ante el espejo del baño: lleva sustituyendo al sargento convaleciente en el hospital desde hace unos meses por culpa de unos hidatídicos infectados, grandes como melones franceses, 136


que lo han vuelto amarillo. Los hombres precisan ser mandados, ley natural de la existencia: hay pobres, hay ricos, hay tontos, hay listos, hay mandados y los que mandan. A los hombres mandados conviene permitirles ocasionalmente sentirse importantes, para eso se han inventado las urnas; un papelito ensobrado otorga a desconocidos el beneficio de manejar dinero ajeno. Había conseguido compaginar cargo con camaradería. Respetado, no le importaba descubrir esa mueca torcida de conejo a modo de sonrisa que hacen gala los humildes ante los superiores. Acudía muy tieso a misa los domingos del brazo de su esposa, la señora Anita, que con su collar de perlas artificiales comprado en un viaje a Mallorca y su rímel cobalto hacía la segunda voz del “Santo, Santo, Santo” en el coro parroquial después de pasar con sobriedad la bandeja. La señora Anita no le había dado hijos y ninguno de los dos entendía por qué, porque intentarlo todavía lo intentaban, aunque ahora ya con menos agitación; potingues los había, porque el sábado de cada semana en el descanso del programa de televisión se amontonaban uno encima del otro tras escanciar el penúltimo sorbito del licor amargo de hierbas hervidas, que aunque desagrada a los dos, vienen bebiendo como un rito desde que una bruja entendida les dijo que duplica la vibración de las colas de los espermatozoides mustios al tiempo que calienta a los óvulos frígidos más que un mechero. Ni hijos ni sobrinos. Pasaba por buena persona y lo era. Cuando un desviado social disfrutaba de permiso carcelario acudía vestido de paisano a su propio domicilio para controlarlo sin dar la cantonada, en lugar de obligarle a traspasar la intimidante y acusadora puerta del cuartelillo. 137


Confesó abiertamente a padre Eustaquio: –Tengo algún predicamento entre los Tinines. 56. En el campamento. El campamento principal estaba asentado desde hacía unos cuantos años al lado mismo del riachuelo fangoso y amarillo, en una hondonada natural (un agujero donde se plegó cuando quiso la tierra formando una singularidad por ellos aprovechada), paralela aunque alejada de la zigzagueante carretera comarcal, donde se ancla el cuarto de los postes metálicos de la luz cerca de la roca altiva que marca la linde. Formado por furgonetas viejas, medio deshechas a pedradas, y un par de chasis de autobús retorcidos por el trompazo (difícil de entender cómo podían haber llegado hasta allí) más varias rulotes que fueron blancas, ruedas deshinchadas, rotas las puertas y rasgadas y sucias las cortinillas de las ventanas que les servían de alojamiento. Había turismos destartalados, matrículas alemanas y portuguesas, formando la montaña de chatarra; lavadoras, frigoríficos, butacas de goma espuma, codos de cañerías, cocinas de gas, y papeles. La gente de escasos recursos acudía a comprarles piezas usadas de automóvil y otra chatarra. Ya no trabajaban los tapizados a chincheta. Tinín, el quincallero cojo, dijo levantándose de la tumbona que estaba a la sombra, detrás de un dos caballos totalmente destrozado: –¿Qué se le ofrece a la autoridad? –Tú y yo tenemos un pacto, ¿no? –le dijo de sopetón el cabo, sin ocultar su irritación– Tú no me tocas los cojones y yo no te toco los tuyos. ¿Estamos? ¿Eso era el pacto? ¿O estoy equivocado? –Eso es lo convenido. –Tú me respetas la jurisdicción y yo me olvido de tus 138


pulgas porque no tengo ganas de encontrártelas. ¿Lo he dicho bien? –Perfectamente. –Y si rompes el pacto te doy cuatro hostias y te parto la cara ¿De acuerdo? –Se expresa vuecencia con toda propiedad. –¿Es justo lo que digo o pones objeciones? –Muy justo y saludable. –Sabes que me cuesta moverme. Y si me muevo me duele lo que me duele. Y eso todavía me cabrea más. Y si llueve, más; y si hace viento sur, más todavía. O sea que contigo estoy cabreado siempre. –Lo sé. –Entonces, ¿a qué juegas? –Desconozco a qué se refiere su insigne autoridad. –¡Déjate de coñas! No me vengas con intelectualidades que yo he ido a la escuela y me enseñaron a leer en un libro abierto. ¿Dónde la tienes? –¿Dónde tengo qué? Acláreme la pregunta para que oriente mi respuesta. –La virgen de mi pueblo. –¿Se refiere vuecencia a la apodada Milagrona? –Me refiero a la hostia que te voy a dar y al frío que hace al atardecer en el calabozo del cuartelillo; a eso me refiero. Tinín se le quedó mirando. Intentó sonreír, pero estaba triste. Arañó un poco de tierra del suelo y la dejó caer desde lo alto, levantando una nube de polvo. Después de tres intentos, hizo un montoncito. Sus zapatos habían sido marrones, pero ahora estaban desgastados y sin cordones. Dijo: –Los pactos son para cumplirlos. Y los Tinines cumplen lo que firman aunque no estampen la rúbrica. No139


sotros pedimos dinero, es la verdad, y a veces hasta lo descuidamos, si alguien se presta a ello. Pero la palabra es la palabra. Y aquí Tinín –dijo recobrando cierta intensidad en la voz hasta parecer muy orgulloso ahora de sí mismo– prometió al cabo Isidoro acampar en las afueras de las poblaciones sin acercarnos para evitar preñeces ni adeudar tocinos rancios ni abandonar trabajos contraídos. Esa es la palabra de un Tinín y no hay diablo que la confunda ni indecencia que obligue a su mudanza. –Quiere decir que se comportan con sensatez en los pueblos que visitan –intentó aclarar padre Eustaquio con amabilidad para participar de algún modo en la conversación. En el Vaticano no entran quincalleros salvo en romerías folklóricas y entonces acuden acicalados como cualquier peregrino. Resultaba curiosa la situación. La policía condescendiendo con aquel patriarca que en otras circunstancias sería considerado poco menos que un peligro social. –Natural –dijo Tinín–. Es nuestra obligación. Somos personas de educación e ilustradas. –¿Ilustradas dice usted? –se asombró de la desfachatez del quincallero. Seguro que aquel tipo no había leído un renglón seguido en su vida. Simuló una sonrisa con esfuerzo. –Señor, ¿es usted de los que opinan que quincalleros y gitanos formamos un mismo grupo marginado, una etnia esquiva y fracasada? –Algo así –dijo. –Sepa su excelencia –dijo Tinín muy serio en su puesto de patriarca– que los Tinines y otros grupos errantes formamos parte del paisaje de España, como el sol, la sangría, las playas llenas de piedras, la falta de puntualidad, la siesta, los funcionarios, los cantaores, la 140


mala leche, los aprovechados de profesión, los guerrilleros, los reventas, los raterillos y la paella. ¿Qué sería de la leyenda si no supiéramos pintar de gris a las burras calvas y colocar un ojo de cristal a los burros tuertos? Sabemos cruzar a la burra con el caballo si alguien demanda un macho romo. Somos una fuente importante de divisas para el país. Y también, si me apura, de inspiración para pintores y otros sublimes artistas. Padre Eustaquio no daba crédito a sus palabras. –Jamás robamos cosas de iglesia –añadió Tinín. Reseco, con la cara rugosa salpicada de manchones y las manos pellejas, una barba blanca de dos o tres días le confería un cierto aire de desidia y suciedad. Llevaba la camisa abierta, mostrando una camiseta tiznada de tierra, y un palillo amarillento colgado de los labios. Cojeaba visiblemente. –Cosas de un mulo en Jaén –dijo como disculpándose de su defecto. Hablaba sin giros del sur, con una dicción clara, extraña en un hombre de su aparente condición. Añadió con una convicción absoluta: –¿Robar? No voy a discutir que alguna vez hayamos hecho uso indebido de la propiedad privada, pero siempre de aquello que a los demás sobra. Nunca hemos quitado el pan a nadie, jamás. ¡Robar! Tengo cumplidos los setenta y nunca, lo juro, he dormido en el cuartelillo. Sonrió con cierta complicidad. Y dijo en voz baja: –Además, desde que a los ilustrados les ha dado por investigar nuestro comportamiento social ¡no hay verano que no nos incluyan como problema en algún curso universitario! Este rostro mío de gusano aburrido ha sido portada ya de un libro gordo de esos que nadie lee, pero que se editan subvencionados. Obispos, concejales, pro141


fesores, políticos, abogados, periodistas, alguaciles, ¡todos necesitan del clan de los Tinines para fundamentar sus tesis! Y la verdad, aunque eso suponga un pellizco en los ingresos, termina por cansarte la labia de tanto tipo impostado y regenerador. Siguió hablando mientras miraba de frente al cabo. –No hace el año que se vinieron a cambiarnos el campamento por un piso en la ciudad. ¡Viviendas sociales! ¡Bah! –exclamó despectivo y señalando al árbol de hojas rojas nacido en el pedregal de la orilla, añadió–: Les dije: ¿han visto ustedes alguna vez cómo se columpian los pardales en las ramas de ese árbol? ¿Y el vuelo de los vencejos al atardecer? ¿Han pescado barbos en el río? ¿Han visto al Martín pescador hacerlo? ¿Han engañado a las ranas con el trapo colorao? ¿Han perseguido hasta el cansancio a los patos negros? ¿Han visto a las grajas picotear en los surcos para comerse la simiente? Prolongó la pausa. –“Los Tinines, sí”, dije. Y ya está todo dicho. Y las palabras se acaban cuando el que junta las letras no tiene intención de perder tiempo separándolas. ¿Comprenden ustedes? 57. El patriarca invita a café. Se abrieron paso entre los chiquillos que se les enroscaban por las piernas. Sortearon muelles oxidados, neumáticos de camión y cajones de viruta. Dos mujeres, de tez agitanada, pañoleta a la cabeza y faldas multicolores que les engordaba artificialmente la cintura hasta hacerles parecer embarazadas, cargaban cada una con una enorme marmita de aluminio llena de agua. Tinín dio un par de palmadas. De la última de las rulotes salió una mujer de edad indefinida y algo gruesa. Tenía una mirada humilde y el 142


pelo recogido en un moño sujeto a la cabeza. –Café –ordenó Tinín. Y dirigiéndose al cabo, preguntó con ironía–: ¿A la autoridad no le importará confraternizar con este despojo social tan mal nacido? –No me tientes, que te veo venir. Se dirigió luego a padre Eustaquio. –¿Tiene usted alguna predilección por el café, excelencia? –No, no –dijo éste. –Entonces, permítanme que le invite a una mezcla exquisita de Colombia, Kenia y Brasil en un equilibrio perfecto y cuya proporción, si a usted le interesa conocerla, no tendré inconveniente en facilitársela más tarde. –Gracias –dijo maravillado por la labia del patriarca–. Por lo que habla le supongo buen cafetero. –Todos los trashumantes lo somos. Es increíble la variedad de aromas generados por las distintas mezclas. Si algún día está usted interesado en conocer más en profundidad el mundo milagroso del café, aquí tiene usted un amigo. –Muchas gracias. Aclaró a continuación: –La autoridad y un menester somos hermanos de sangre. –Hermanos de mierda –dijo cabreado el cabo. –Quiso emparentar con mi familia y yo no con la suya. –No saques colaciones ajenas al caso. –¿Qué sucede? –dijo el patriarca muy seguro de sí mismo– ¿No quisiste a la Rosariyo? –Lo mismo que ella a mí. –Una gran verdad. Sí, señor. La Rosariyo besaba tus pasos. Y bien que se hubiera ido contigo si las diferencias de clase no lo hubieran impedido. 143


–¿Diferencias de clase? –preguntó padre Eustaquio confundido– ¿Como que diferencias de clase? –Nosotros admitimos a un payo –dijo el patriarca muy digno y meditando las palabras, para que las entendiese en su exacto sentido–, pero nunca a un guardia civil. Hay una cosa en los genes, ¿sabe usted? Es como un gusano que se te revuelve en el estómago, una puntada torcida en el vientre. Una mala voluntad. Como los negros para ustedes los blancos, que por mucho que se hagan danzones siempre los ven con aros en la nariz, así nos pasa a nosotros con los miembros de la Benemérita que por mucho que ronden de paisano vemos la sombra de su tricornio detrás de nuestra cabeza. Los chiquillos se pegaron por alcanzarles las banquetas. Padre Eustaquio se sentó frente al quincallero, el guardia lo hizo a su lado. Dijo Tinín: –El señor cabo y un servidor nos respetamos y nos queremos y nos saludamos, pero nunca cruzaremos nuestra sangre. Y añadió con una sonrisa suficiente en los labios: –¿Se imagina usted un churumbel con tricornio desfilando desnudo por entre rulotes rotas? –Calla la boca. –Callada está, pero ¿se lo imagina usted? –Que calles la boca te he dicho. –Un triunfo de la integración –dijo padre Eustaquio. –Eso quiso el Isidoro. Volver normal lo anormal, enturbiar nuestros genes y adulterar nuestra sangre, que como le hago conocedor a usted es la más pura de la humanidad. Mostró la cajetilla de tabaco, y dijo: –¿Un cigarrillo? La mujer de mirada humilde acercó el puchero, suje144


tando las asas con un trapo oscuro para no quemarse. Después, regresó a por los potes y las cucharillas. Sirvió con cuidado el café, sin derramar una sola gota. Como ya era tarde para negarse a tomar el brebaje, no porque el café le disgustara sino por lo ferroso del pote metálico que le produjo una cierta aprensión, padre Eustaquio se sintió incómodo. El cabo, sin embargo, acarició el pote con la punta de los labios, y bebió lentamente. –Muy rico –dijo. Sorbió el cura finalmente un trago. –Exquisito –dijo–. En mi modesto entender, quizás un poco cargado. –Quizás lo sea para su gusto –dijo amablemente el quincallero. –Quizás. –¿Quiere que le preparen otro más suave? –No, no, por Dios –dijo. –Nosotros lo tomamos siempre así de fuerte. –Para mantenerse en vigilia por la noche –dijo padre Eustaquio, saliéndole las palabras desde dentro, sin poderse contener. El quincallero pareció reflexionar unos segundos y sin ninguna acritud, dijo: –Puede que tenga usted razón. Nos unen las risas de la noche y los lloros de la noche. No hay como un rasgao de guitarra y un quejío de angustia alrededor de la hoguera. ¿Quería decir eso? Sintiéndose atrapado sin poderse escapar, padre Eustaquio asintió. –Café, tocino, gallina y rasgao –dijo Tinín–. Y que el matrimonio dure tantos años como los trozos en que se rompa el puchero de barro. En realidad, ustedes y nosotros nos necesitamos, nos complementamos. 145


–¡No me digas! –exclamó con sorna el cabo. –Somos para la sociedad algo así como su conciencia. Una mala conciencia, por supuesto. A nosotros, sinceramente, eso no nos ofende: vivimos de ello. Terminado el café, el quincallero dijo: –Vayamos ahora al asunto. –La Milagrona –dijo el cabo– ¿Cómo se te ha ocurrido robarla? ¿Dónde coño la ocultas? Tinín se levantó. –La Milagrona es mucha virgen –dijo muy despacio como midiendo cuidadosamente las palabras–. Y muy querida. Todos los años avanzado junio le hacemos una visita de obligación cuando apalabramos las labores, bien lo sabes. Le rezamos la Salve y siempre nos ha cundido con razón. A excepción del año pasado en que vinieron los portugueses. –¿Los portugueses? –preguntó extrañado padre Eustaquio. –Desde que estamos en eso de Europa –confesó descorazonado Tinín–, la autoridad superior se vuelve de espaldas y permite la entrada de demasiado facineroso y gente de moral desviada. Mire usted. Nosotros somos personas serias y muy dignas. Ni leemos el periódico ni escuchamos la radio ni vemos la televisión. ¡Somos hombres libres! Recogemos hierros y mierda, es verdad, y vivimos la mitad de la vida de la sobra de otros y de lo que se tercia. Pero se nos han cerrado los pórticos de las iglesias, porque ya hay más mendigos que fieles; los músicos ambulantes nos han quitado el sitio en los paseos y mercados; cualquier desaprensivo engaña al personal con un cartón en que lamenta su desgracia y multiplica milagrosamente sus hijos. Hasta el verano pasado nos quedaba el recurso del trabajo honrado de temporada. Pregunten por ahí. Les dirán que nadie como la familia de los Tini146


nes ha respigado con tanta soltura la cebada de dos carreras y podado majuelos. Hemos dejado los riñones tostados al sol. Pero eso se acabó hace años con las máquinas. ¡Jodido progreso! ¡Maldita civilización! ¡Triste porvenir el de nuestros hijos! ¡Desgracia la que amenaza a la humanidad! ¿Qué va a ser del mundo? ¿Qué futuro nos depara? Ahora nos queda la remolacha forrajera, pero por poco tiempo, porque la modernidad y las químicas impiden a las semillas desarrollarse como la naturaleza las mandó desde siempre hicieran. Trabajamos a un precio razonable, se lo digo yo, que sé leer el renglón recto y escribir, y algo de cuentas. Cuando ajusto la labor, ajusto precio y tiempo, que no es cosa de tenerle al mediero toda una semana esperando para regar la hectárea. Y si sucede una desgracia, una chispa que nos hiera el ojo o un mal del brazo o una tortícolis infame o vaya a saber qué, lo aclaramos razonablemente con el patrón, de frente y con honor como personas cabales que valoran la hombría de los semejantes. Nunca ha habido una mala voluntad por nuestra parte. Hizo una pausa como si necesitara tomar aire. Añadió: –Pero el año pasado aparecieron de pronto los portugueses con el hambre maldita revolviéndoles la entraña. Nos quitaron la era perdida, la nuestra, la de siempre, y el resguardo de la pared del silo que frena al desapacible norte por la noche. Tiraron los muy cabrones el precio, sin avenirse a un acuerdo de partes. –¡Coño! ¡También a ustedes les ha salido la competencia europea! –exclamó padre Eustaquio en tono desenfadado. A Tinín le disgustó la broma. –Más o menos. –Y les hicieron la puñeta. 147


–Lo intentaron. –¿Qué pasó? –Discutimos. –Y ¿después? –Sucedió lo que sucede cuando se tercian estos lances. –¿Pelearon? –¡Ninguno de los Tinines se echa jamás atrás! –¿Hubo heridos? –¡Los precisos! –¿Nadie los denunció? –Nadie. El hambre es mal amigo, pero nunca delator. –Y ¿quién ganó? Una sonrisa fría, como la del niño que goza de su victoria mostrando boca abajo a la lagartija atrapada por la cola, se dibujó en sus labios resecos. –Nosotros –dijo–. Pero prometieron volver. Y volverán. Y esta vez no sólo portugueses, también por efecto contagio los rumanos y los rusos hambrientos y los negros apátridas. Estoy convencido de ello. Confesó: –Nosotros no robamos la Milagrona. ¡Maldita infamia! ¡Quién asegure eso, calumnia! ¡No somos unos insensatos! ¡Pérfida maledicencia! Somos gente de bien y no rufianes sin vergüenza. Jamás haríamos cosa semejante. Y menos con nuestra Señora –y se santiguó tres veces seguidas. –Que no me entere yo –dije el cabo con firmeza– porque te empapelo. –Pero la tienen ustedes –padre Eustaquio aventuró la acusación con el fin de estudiar la reacción del quincallero. Éste no pudo ocultar su sorpresa. Se mostró por primera vez algo nervioso. Tosió sin ganas. 148


–¿Quién lo afirma? –preguntó confundido– ¿Acaso la Administración gasta su dinero poniendo como vigilancia a los Tinines un helicóptero de sombrero? –Las evidencias –dijo padre Eustaquio. –¿Evidencias? ¿Qué es una evidencia? Resopló como un animal herido. –Este progreso –dijo despacio, como doliéndole las palabras– ha traído muchos desengaños. Antes, cuando la triquina esquilmaba la piara, desenterrábamos a escondidas los puercos para alimentarnos en el invierno. Ahora el gobierno indemniza por animal recogido para examinarlo y luego lo queman y ya no sirve de utilidad y nadie se lo come, a eso llaman progreso. ¿Eso es progreso? ¿Examinar, qué? ¡Qué despilfarro! ¡Maldita sociedad de ricos! ¡He recuperado cerdos y los he destazado y he saboreado el rabo chamuscado y he comido sus entrañas después de ser tostados para quemarles los pelos recios, sin necesidad de veterinarios que lo autorizaran! ¡Papeles, obligaciones, leyes, mierda! ¿Y la honorabilidad, qué? ¿Es que acaso la sociedad es una cárcel para el hombre? ¿Acaso el jamón con mosca pierde su sabor? ¿Y el guisante con sapo no es más nutritivo? ¿Y la gallina con catarro? ¿La suciedad no es una coraza contra las enfermedades? Ninguno de los Tinines se ha duchado nunca ni se ha lavado los dientes nunca y ¡ninguno se ha quedado sin boca! ¿Quién ha visto a un Tinín con alergias de primavera? ¡Civilización! Antes en las escombreras había jergones, jofainas, palanganas, el desuso, lo roto. Ahora se lo voy a decir a ustedes: trozos de yeso, maderas carcomidas, ladrillos apedreados, colchones de muerto, mamparas de escayola, porque la sociedad organiza puntos de recogida y contenedores para el reciclaje y nos abandona a la intemperie. ¿Y nosotros, qué? 149


¿No tenemos derecho a una subsistencia normal? ¿No somos acaso personas? –gritó con toda su alma– Los Tinines siempre hemos sido como el pájaro ese que limpia de insectos a los rinocerontes. Pero cada vez hay menos rinocerontes, y a este paso también menos Tinines. –Me hago cargo de la llorera –dijo el cabo aunque fuese sólo para refrenarle los impulsos de seguir con otra larga perorata–. Daré parte a la superioridad para que te otorgue una medalla. –Estamos al borde de la extinción, pero a veces la vida se disfraza con alguna sorpresa. –¿Como cuál? –preguntó padre Eustaquio. –La Milagrona –anunció lúgubre el patriarca. –Explíquese. –Lo que a la iglesia le falta, a nosotros a veces nos sobra. –Déjate de crucigramas y aclara lo que hablas –dijo el cabo–, que el tema es muy serio y por eso estamos aquí. 58. Confesión de Tinín. Tinín, el quincallero cojo, se quedó mirando la colilla sujeta entre sus dedos ásperos. –Señores, debo confesarles en la intimidad de esta amable conversación un gran secreto: la Milagrona tiene querencia por los Tinines –anunció con voz ronca y una arrogancia exagerada. –¿Qué dices? –le fulminó con la mirada el cabo–¿Has bebido o te has vuelto infeliz? –Ni lo uno ni lo otro. –Cuenta lo que tengas que contar si no estás borracho. –¡La Milagrona claro que ha estado aquí, en el campamento de los Tinines! 150


–¿Ha estado? ¿Ya no está? ¿La robaste para venderla? –¡Pobrecita! La encontramos abandonada. –¿Abandonada? –Así es, insigne autoridad. Lo mismo la última que las anteriores. –¿Qué es eso de última y anteriores? –preguntó sorprendido padre Eustaquio. O porque la emoción le embargaba o porque necesitaba encadenar bien las palabras, el patriarca hizo una pausa larga que fue respetada. –En el barranco Matajudíos, excelencia, allá en los cascajos, cerca del último chozo, de un tiempo a esta parte los Tinines encuentran Milagronas. Allí espera la Señora que la recojamos, abandonada como si hubiera perdido la cabeza y no supiera encontrar el camino de regreso. ¡Mismísima Milagrona! ¡Desorientada! ¡Desamparada! ¡Con su Hijo cabreado, la manzana podrida, el gusano armado! Nunca otra, siempre ella. La recogemos, la limpiamos con amor, cantamos los latines y la hacemos compañía. Primero fue una que parecía que no lo fuera y entregamos a las monjas agradecidos por sus ungüentos milagrosos que curan los golondrinos; luego vino otra; y luego, otra, ¡y meses más tarde otra más! Señor, Señor –se santiguó cuatro veces seguidas– Rodadas desde arriba, caídas desde el mismísimo cielo, como si hubieran dado un mal paso, menos la última, que se nos apareció depositada con cariño en el mismo borde del barranco, como si no quisiera ser malherida, ni el que la dejara mancharse los zapatos. –¿Qué me dices? –dijo el cabo. –Lo mismo –continuó Tinín con aire entristecido acaso por la incomprensión del guardia–. Cualquiera que se ande por el Páramo sabe de la Milagrona. Cualquiera. 151


Y quien la haya rezado como los Tinines, sabe más, mucho más. Guardó unos segundos de silencio que aprovechó para frotarse los ojos. Ciertamente, parecía dolerle tener que expresar todo aquello. Dijo: –La primera vez nos hicimos la ilusión de una aparición. Un milagro, algo inexplicable. ¡Pueden imaginárselo ustedes! ¡Un milagro! Otros hubieran llamado a la prensa publicitándose para un reportaje en los magacines y si se tercia incrementar el precio de algún barbecho perdido por si llegara a erigirse un santuario mariano auspiciado por un obispo con ingenio para los negocios. Pero, amigos, los Tinines tenemos aprendido desde bien pequeños que la Virgen no se aparece nunca a chalanes ni a gente de nuestra condición racial, busca niños humildes y limpios, pastorcitos ingenuos. Por eso en aquella primera aparición, con el susto encima, pasamos la noche en vela alrededor de la hoguera atracándonos de temor y a la mañana siguiente en rezos, hincados de rodillas, contagiados de esperanza, aguardamos posibles mensajes del cielo. Casi nos quedamos ciegos de tanto mirar arriba. Al sol le dio por castigarnos sin mostrarnos ninguna señal. Así que llegada la siguiente noche, sin respuesta a nuestras plegarias, decidimos acudir a Tamarón Príncipe a devolver la virgen reconduciéndola con cariño a su ermita como un hijo bueno hace con su madre. Caminamos por atajos para no vernos sorprendidos, cabizbajos, en silencio, igual que raposos. Era una noche de cielo sucio, sin luna ni estrellas. Daban las tres y media, ¿quién puede olvidarse la hora? La media retumbó espantando a los pájaros negros. Ante la verja contuvimos la respiración. Nos acercamos con tiento. ¿Y qué es lo que nuestras pupilas cansadas descubrieron? Increíble. ¿Saben lo que vimos? ¡Que la Milagrona también estaba 152


allí! Quitamos el paño ¡y también continuaba dentro de nuestro coloño! ¡Dios santo! ¿Cómo era eso posible? ¡Teníamos una en nuestras manos y otra nos contemplaba desde su hornacina! Las comparamos en la penumbra. ¡Idénticas! ¡Exactas! ¡Dos Milagronas juntas! ¿Me creen ustedes? ¿No es eso un milagro? Enlutadas, pensativas, asustadas, tristes. ¿Qué clase de sueño estábamos viviendo? Las dos iguales, las dos perfectas. ¿Acaso la Virgen se desdoblaba enviando un recado misterioso a los Tinines? Tuvimos una congoja. –¿Una congoja? –preguntó sorprendido el cabo– ¿Qué es eso de una congoja? ¿Eres poeta, Tinín? ¡No has ido a la escuela y escribes sonetos! ¡Congoja! ¿Las cosas santas aterran a un Tinín? Seamos serios. ¿A cuál de tus dos piernas le entraron los temblores, a la sana o a la coja? El patriarca no hizo caso de la insolencia del cabo, y dijo: –Decidimos no mentárselo a nadie. ¿Quién nos iba a creer? Regresamos aturdidos con la imagen al campamento; ¿qué podíamos pensar? Nos costó recuperar el ánimo, las mujeres temblaban. Teníamos un conflicto y nos faltaban razones para entenderlo. ¿Qué hacer en el futuro con Nuestra Señora? Nos prometimos guardar silencio, entregándonos a la rutina normal de nuestro honrado trabajo pero siempre con un temor aquí dentro –y se señaló el corazón– de que algo sucediera: una señal, un aviso. Escondimos la virgen por si acaso –se detuvo; se le enrojeció el rostro como si un golpe calor le hubiera abofeteado. Le faltaba aire para respirar. Abrió la boca como los peces al sacarlos del agua. Intentó recobrar algo de tranquilidad. Resopló. Aguardó todavía unos segundos más, y prosiguió: –Pero al otoño siguiente antes de que cambiara la es153


tación, la O, que andaba buscando una tinaja sin agujero para hervir agua, a los ojos del suelo vio una cosa rara y tiró y tiró y tiró y sacó otra Milagrona entre cartones y trapos viejos. ¡Dios, Nuestro Señor! ¡La segunda! ¿Se imaginan ustedes? “¡Milagro!”, gritó. “¡Milagro, milagro!” y echó a correr tropezándose con las tejas rotas. ¡Ya teníamos dos a falta de una! Nos hincamos de rodillas hasta dolernos. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué la Señora insistía en poner a prueba a los Tinines? Buscamos otra vez explicaciones en el cielo y en el cielo no había más que la pareja de grajos negros con sus reclamos asquerosos. Sepan ustedes que los pájaros navegando por el cielo se vuelven invisibles y meten más bulla que un orfeón, pero los grajos se dejaron ver. Y ya nos fuimos todos corridos en procesión con unas palmas viejas sobre nuestros hombros cansados al agujero dónde habíamos dejado la otra. ¡Y allí estaba! ¡Teníamos dos! ¡Idénticas! ¡Dos Milagronas acampando con los Tinines! Entonces la O dijo que mientras tuviéramos en nuestro poder a dos aparecidas que a nadie se le ocurriera dar a luz. Nos invadió un santo temor. ¡Aquello era demasiado! ¡Los Tinines vivimos una gran confusión! ¿Qué quería decirnos Nuestra Señora? Nos propusimos descubrirlo, porque las cosas necesitan una lógica para entenderlas. Y para Tamarón nos fuimos otra vez de noche con las dos vírgenes, atravesando barbechos y pinares y avenas locas, en procesión silenciosa como monjes penitentes. Llegados a la ermita, Manué con riesgo de su vida se descolgó por el hueco vacío de la campana para parlar mejor con la Virgen de allí de las otras dos de aquí. Y parló. ¿Y qué le dijo la Virgen? Nada, porque la Virgen sólo escucha. Pero Manué lo entendió todo. Y tomamos una decisión. 154


–¿Qué decisión? –preguntó ansioso padre Eustaquio. –Desprendernos de las imágenes como hicimos antes con la que regalamos a las monjas. Teníamos miedo que al cielo le diera por castigar a los Tinines con una plaga de Milagronas. ¿No hubo en Egipto una plaga de langostas? ¿Hasta cuándo íbamos a recoger Milagronas? –¿Las devolviste entonces a la curia? –No, señor. Las vendimos a los Traperos. –¿Los Traperos? –preguntó padre Eustaquio. –Y muy baratas. El cabo, aclaró: –Tienen un mercadillo en las afueras. Yo mismo puedo conducirle allí si está usted interesado. El patriarca tenía ganas de hablar; continuó: –Recuperamos la calma, pero por poco tiempo. ¿Seis meses, ocho? Hace unas semanas yo mismo tuve como una premonición, una cosa aquí –y se señaló esta vez el estómago– que es como un ahogo. Se me despertó primero un ojo antes que el otro. La Narcisa me dijo: “mejor no te laves la cara hoy no vayas a quedarte ciego”. Pero al quitarme la legaña sufrí la aparición de la Milagrona, pero esta vez arriba del barranco. En esta ocasión nadie la había echado a rodar. Estaba sobre una piedra, erguida, señorial, diciéndome: “ven Tinín a buscarme”. Y fui a su encuentro. –¿Con tu cojera? –Con mi cojera. –¿Qué pasó entonces? –pregunto padre Eustaquio, interesado. –¿Qué podíamos hacer? ¡Temíamos que la Virgen se hubiera enfadado por venderla antes como los viejos mercaderes vendían a sus esclavas! Pero esta vez como si nos quemara optamos por dejarla en el banzo de la 155


entrada de la ermita para que la santera gritara los aleluyas y llamara al cura, y a Tamarón Príncipe se hicieran luego peregrinaciones como a Lourdes. Regresamos de noche a la ermita en procesión con un silencio doloroso de Viernes Santo muy dentro. Y el miedo también muy dentro. ¿Qué sucedió entonces? ¡Ay, amigos!, ¡qué desgracia!, ¡lo increíble!, ¡la Milagrona no estaba esta vez en su hornacina! ¡La Milagrona de Tamarón Príncipe había desaparecido y la teníamos nosotros! Sufrimos un espasmo, nos agitamos primero, nos quedamos congelados después. Le costó retomar el hilo. –Tardamos en recuperar el aliento –dijo–. ¿Y si todo aquello era una prueba para purificarnos porque estábamos contaminados? Con gran respeto, colocamos la imagen sobre el banzo y antes de marcharnos rezamos las jaculatorias a la antigua usanza, con los latines completos como nos fue enseñada, ¿Era o no era milagrosa la querencia de la Virgen por los Tinines? Se había ausentado en busca de nuevos horizontes y al perderse ¿había acudido a casa del arzobispo pidiendo socorro? No, señores. ¿A casa del cura? No, señores. ¿A la de la alguacila, a la del alcalde? No, señores. ¿Estábamos volviéndonos locos? Pero Manué rompió la ensoñación, porque Manué había conversado antes de tú a tú en aquella otra noche con Nuestra Señora y al verla solitaria sobre el banzo le entró como un remordimiento, y dijo: mejor nos la llevamos de nuevo de vuelta. ¿Y por qué? Y me respondió al oído lo que tenía que responderme. Manué habla con palabras sabias porque es sabio. Recogimos la imagen y aunque nos apenó dejar de nuevo la hornacina vacía huimos a toda prisa, temerosos de que alguien nos descubriera. ¡Se nos enturbió la cabeza igual 156


que cuando el orujo de Lantadilla calienta las tripas! –¿Y por qué no acudiste a mí? –preguntó el cabo. –Por miedo. –¿Miedo tú? –A que vuecencia me achacara el robo de la virgen. Sabía que nunca me creería su insigne autoridad –dijo vencido, agachando la cabeza–. Si quiere, señor guardia, extiendo las manos y me esposa como a un criminal. –No digas tonterías. El patriarca siguió hablando: –Nos atacaron muy malos pensamientos. ¿Se imaginan ustedes? De vuelta al campamento hicimos vigilia antes de ocultarla de nuevo en el coloño entre papeles y un mantel de hule. De día nos vino una invasión de cigarrones verdes y en el suelo caminaban desorientados cientos de cortatijeras y a las tórtolas les dio por entonar cantos enfermos. Luego se salió de la nada un viento caliente, africano. ¡La plaga de langostas! ¿No era ese otro mensaje? –¿Por qué no la dejaste en la hornacina y se acababa así el tema? Nadie se hubiera dado cuenta –dijo el cabo. –Por honradez. –¿Qué coño dices? –gritó el cabo fuera de sí– ¿Me tomas el pelo? ¿Piensas que soy idiota? ¿Honrado, tú? Aguantó un rato en silencio el patriarca; luego les miró fijamente y hasta un amago de humedad parecía asomarse en sus ojos. –¿Me trata la autoridad como un malhechor, como un facineroso? –Te trato como un tunante que se quiere comprar un sitio en los altares. ¿Qué hiciste más tarde con la virgen? ¿Dónde está ahora? Confiesa de una puñetera vez. Hurgó el patriarca de nuevo en el suelo con el pie. 157


–¿Por qué la vida es tan ingrata? –se preguntó en voz alta con amargura– ¿Por qué la naturaleza hace a uno sentirse más veces mal que bien? ¿Por qué uno es capaz de vanagloriarse estúpidamente de su insignificancia cuando no sabe caminar por el techo como las moscas, volar como los pájaros ni nadar como los cabezones que inundan las charcas? ¿No son las mariposas más habilidosas que los hombres? ¿No previenen los animales las tormentas horas antes de que descarguen? ¿Tiene acaso remordimientos el león cuando se come a la gacela? Y volviéndose hacia las rulotes, gritó: –¡Manué! El llamado Manué apareció con los pantalones grandes y caídos y la guitarra enorme casi tan grande como él. Pegó un acorde trágico, y dijo: –¿Me se llama? Era un tipo pequeño, de brazos duros, pómulos metidos para adentro y la piel aceituna; los ojos enrojecidos, nada limpios. Tinín le dijo: –Aquí la autoridad insinúa que tenemos en posesión la Milagrona robada. Manué tamborileó en la caja de la guitarra y se puso a cantar: hermosa la Virgen herida por la dolor que la consume, ay, ay, ay que nada calma su quejío ay, ay, ay que nada calma su quejío ay, ay, ay Concluyó con otro acorde bestial. Y dijo: –¿Y para qué querríamos tenerla? –Para venderla esta vez a un asiático –dijo el cabo–. Coño ¿para qué va a ser? 158


–Imposible. No hay comprador experto que pique el anzuelo. Ni siquiera los americanos borrachos por el pasmo lechoso de la noche de San Lorenzo el emparrillado. Es más reciente que las catedrales góticas del diecinueve. –Manué es périto en arte –anunció Tinín–. Nadie como él conoce los calvarios renacentistas del dieciséis y las obras de Juan de Juni y de Hernando de la Nestosa. –¿Qué dice? –exclamó padre Eustaquio maravillado. –De nacer franchute –escupió Tinín al suelo, mostrando sin reparos su desprecio por los vecinos del norte– sería licenciado por la Sorbona y profesor emérito. Pero aquí es analfabeto y tocaor a mucha honra. Nadie como él para echarle el ojo a una cosa antigua y de importancia. –Y a las Milagronas que han caído en nuestras manos el valor ni se las supone –dijo Manué. –Son más falsas que los reyes magos –aseguró Tinín. –¿Están seguros? –dijo padre Eustaquio– ¿También la última? Asintió con la cabeza Manué; ajustó los trastes y atacó la guitarra. María es la mare de Jesús y la dueña de mi doló Luego, dijo: –Lo único de valor de la ermita de Tamarón Príncipe, señores, es la cerraja. ¿Se la han llevado? –No –confesó el cabo. –¿Lo ven ustedes? No es cosa profesional. Un buen profesional se hubiera llevado la cerraja dejando el hurto de la virgen a un pobre desgraciado. Y después de otro acorde, afirmó: –Ahí se esconde, sin duda, el alma arrepentida de un 159


cristiano obnubilado por una tragedia personal padecida en silencio. ¡Pobre! Hubo un intenso silencio sólo alterado por las cuerdas de la guitarra. –Y a pesar de todo ¿por qué no la dejasteis en la ermita? –preguntó padre Eustaquio visiblemente confundido. –Señor –dijo muy solemne el patriarca– los Tinines tenemos nuestro código de honor y nuestra sana conciencia. Si restituimos la imagen a la hornacina seguiría venerándose como auténtica una imagen tan falsa como los centuriones romanos que procesionan en semana santa, una simulación, un engaño al pueblo creyente; al no devolverla, la hornacina vacía recuerda al mundo el oprobio de su desaparición obligando a que el caso no lo cierre la policía. ¿Me comprende? Si no es por nuestra actitud el caso estaría archivado. Gracias a los Tinines, usted –dijo señalándole– ha movido el culo desde el Vaticano, y la autoridad –dijo señalando al cabo Isidoro– ha brindado una visita a su compadre, a pesar de que la Rosariyo tenga hijos de sangre igual de roja que la de los payos, pero con menos porquería encima. Añadió finalmente: –Nos la quitamos de encima rápidamente, señor, pero en lugar de venderla esta vez se la regalamos a los Traperos. Entonces, el llamado Manué atacó de nuevo la guitarra, pegó un alarido loco como de un dolor inmenso: en María no hay fatiga ay, que no, que no, que no que Ella asusta a la noche ay, que sí, que sí, que sí y amanece luminoso el día

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59. Los Traperos. El cabo se presentó de paisano acompañando al padre Eustaquio Es posible que los Traperos carecieran de tiempo para aburrirse. De tiempo y ganas. Siempre están zapateando las calles de noche, retirando los muebles abandonados en los puntos de recogida de basura asignados por el ayuntamiento adelantándose a los servicios municipales. Los de los camiones tienen ganas de toparse con ellos en plena faena para sacar las manos a pasear. Regla de tres simple: el suplemento es al sueldo lo que la gasolina a las vacaciones con la parienta. Una vez la pelea duró hasta las tres de la madrugada. Fue en un barrio nuevo de las afueras; los de los camiones aparecieron de improviso con palas y pinchos y ganas de recuperar los dineros perdidos, mujeres y niños detrás, sin pancartas reivindicativas pero con gana de bronca. Hubo sangre, no demasiada ciertamente; palabras altas, tampoco demasiadas. Insultos, amenazas. Ahora los Traperos actuaban de un modo más inteligente. Primero aparecía un avanzado en una bicicleta sin luz ni guardabarros, con la colilla caída, y cara de coreano disimulando ante el bar de la máquina tragaperras. Pasaba el parte, se quejaba de que se le dormía el miembro viril por culpa del sillín duro, daba un par de saltitos para que le volvieran las ganas y lo notara abajo y después de vaciarse gotita a gotita se largaba a otra zona hasta que los repartidores de abastos despertaran con sus gritos al vecindario. Todo en la vida tiene su utilidad. Los Traperos tasaban a ojo los desperdicios. Cargaban sus viejas furgonetas con la complicidad del silencio y se largaban dejando nubarrones de aceite quemado. Habían renunciado a car161


tones y ropería vieja para beneficio de desharrapados más necesitados. Como la levadura, la solidaridad engrandece a la humanidad. Tampoco levantaban la tapa de los contenedores ni hurgaban con un palo entre las bolsas de restos orgánicos, que dejaban a los rumanos. Buscaban especialmente muebles que con un ligero barnizado tuvieran venta. Como recogedores selectivos se anunciaban incluso en el periódico. “Limpiamos casas, trasteros, almacenes, estudios, lo que haga falta”. Se hacían con lo sobrante desde dormitorios hasta frigoríficos, toda suerte de electrodomésticos, libros, archivadores, ropa de cama, armarios. Limpiaban incluso bodegas. Arramblaban con todo; luego lo exponían en su almacén. Un letrero colgaba de una estaca: "Bentas". Siguieron la indicación de la flecha. Un individuo pálido metido dentro de una pecera tecleaba con furia delante de un ordenador. El cabo le hizo gestos, pero el tipo ni se inmutó concentrado como estaba en conseguir acertar con la “i” que por ser una letra más estrecha que las otras se escurre fácil entre los dedos. Padre Eustaquio abrió la puerta. –Oiga –preguntó–, ¿es usted Tobías? –No. –¿Sabe dónde está? –Por ahí –dijo el tipo entre dientes, exteriorizando sus ganas de que no le molestaran. –¿Cómo podremos reconocerlo? –Porque se llama Tobías. –¡Ah! –dijo el cabo– ¿Lleva el nombre bordado en la bata? –No. 162


–Entonces ¿cómo sabremos que es él? –Ustedes griten: “¡Tobías!” Lo tienen muy fácil. Si les contesta es él y si no les contesta no es él. ¿Entendido? Aquello era un desastre. Revistas, periódicos, neveras, cocinas, mesas, puertas, armarios se apilaban a diestro y siniestro. Una cuadrilla de malcarados pedía precio a un tipo cetrino y muy delgado que parecía tener algún mando. Los malcarados decían siete y el otro siete cincuenta. Ocho, pues ocho veinticinco. Se llevaban a la brava el armario y el otro se lo retenía. Una de las malcaradas, vestida con un montón de faldas oscuras y un pañuelo negro cubriéndole la cabeza, extendió la palma de la mano hacia el cabo. Éste le dio cinco céntimos. –Coño, señorito, mucho no es –dijo la pedigüeña. –No tengo más suelto –se disculpó avergonzado el cabo. –Pues también cogemos atado –dijo otro que parecía acompañarla. –¡Cinco céntimos! –dijo con descaro la mujer– Con las sobras me tomaré un café, no te jode. Otro de los malcarados se volvió al oírla. Era delgado, fibroso, con el pelo ensortijado y la cintura estrecha. Dijo al cabo: –¿Es usted el párroco? –No. –¿Y el sacristán? –Tampoco. El cabo siguió por el pasillo, pero la malcarada dio un paso hacia adelante y se le acercó ganándole el sitio. –¡Me ha dado cinco céntimos! –¿Seguro que no es usted el párroco? –No, coño. 163


–¿Qué se habrá creído? –dijo la pedigüeña ofendida– ¡Hay que tener cojones! ¡Mira que darme cinco céntimos! ¿Qué se habrá pensado éste? –Lo siento –se disculpó el cabo, retrocediendo un paso más, intentando pasar desapercibido. –¡Cinco céntimos y se creerá que ha hecho una obra de caridad! –dijo la mujer antes de retirarse. Otro de los malcarados, lo miró con descaro y le dijo: –¡Ya se ve que usted no ha pasado nunca hambre! ¡Yo tengo seis hijos y los seis comen! Y si me diera por tener el séptimo, ese también comería, ¡pero no con cinco céntimos! ¿Se entera usted? Todos los muebles y enseres llevaban colgado un cartelito con su precio correspondiente. Padre Eustaquio se fijó en un comedor labrado, que parecía de nogal o de madera de calidad. El rostro noble y enjuto de Don Quijote estaba esculpido en las puertas del aparador. Ocho sillas de terciopelo ya en mal uso rodeaban a la mesa. Dos monjas pasaron a su lado. El cabo, dijo: –¿Qué llevan ustedes? Una de las monjas mostró un crucifijo con la lanzada en el costado contrario. –¿De dónde lo han cogido? –les preguntó. –De ahí –dijeron las monjas señalando una habitación–. Es muy original, ¿no le parece? –A nosotras nos gustan las cosas modernas –dijo la otra. La sala estaba dedicada a cosas de iglesia. Era como un parque temático vacío de personas. Casullas, candelabros, ostensorios, hisopos, cuadros deteriorados, cálices abollados, patenas, cíngulos, jarrones, misales. Una 164


custodia de más de medio metro, de plata sobredorada cincelada con pequeños relieves, destacaba espectacularmente junto a una casulla azul con bordados en hilo de plata y una cornucopia espejo tallada en madera de pino. Otra monja dijo antes de abandonar el lugar: –Si tuviéramos dinero en nuestra congregación nos llevaríamos la cajonería de sacristía que hay abriendo esa puerta. Era de cerezo con elegantes relieves dedicados a la vida de santos. Padre Eustaquio se acercó a un joven con gafas, que andaba medio perdido cambiando las cosas de sitio. –¿Es usted Tobías? –¡Qué más quisiera yo! –contestó el joven. –¿Sabe usted dónde está? –Generalmente por ahí. Pero con los jefes nunca se sabe. Igual se está tomando un bollo suizo o un chocolate con churros. O hablando por teléfono. A los jefes les gusta mucho platicar por teléfono porque eso da importancia. Un hombre algo mayor, de andares pausados, estaba muy interesado en cotejar un cuadernillo. –¿Tobías? –le preguntó en voz baja. El hombre dejó de comprobar las estanterías. –¿Decía usted? –Busco al encargado. –Yo sólo soy un reponedor –dijo–. Cuando falta un producto, aviso para que pongan otro. Así todo el día. Es un trabajo de mucha concentración. En Estados Unidos lo realizan hombres y mujeres de más de ochenta años, no se crea. ¡Fíjese usted qué responsabilidad! Había una chica desempolvando los muebles. 165


–¿Usted no será Tobías? –¿Usted qué cree? –contestó. Había otro ensimismado en la lectura de un cuaderno de notas. –¿Es usted Tobías? –A mandar –dijo. Suelto y con cara de entendido, se movía con agilidad entre paquetes y bultos. Los cincuenta, nariz torcida de boxeador (un trozo doblado de goma de borrar) y manos grandes y velludas. No tenía pinta de enfermo ni de estar chupado por ningún vicio. Un grano grueso del tamaño de una alubia debajo del lóbulo de una oreja. Anotaba en el estadillo lo que se le ocurría. Se presentaron. –¿Guardia de paisano acompañado de un representante de la iglesia? Malo, malo, malo, malo –murmuró–. Mucha importancia para este pobre negocio, ¿no? –Queremos conteste a unas preguntas. –Todo lo nuestro es legal –dijo a la defensiva el hombre–. ¿Es necesario que llame a mi abogado? ¿Me van a achacar un delito fiscal? No tengo dinero en Suiza, si eso les preocupa. Ni tampoco en Panamá ni en Andorra. Ya lo ven. Sobrevivimos sin levantar demasiado la cabeza, porque si la levantas los políticos te la guillotinan. Menos mal que trabajan poco. ¡Lo que sobra a unos falta a otros! El mundo es absolutamente extravagante, da al que tiene y quita al que no tiene; sueño al que duerme, vigilia al insomne; habría que remendarlo dándole la vuelta como al calcetín. Deambulamos al borde del pozo, pero sin caernos. Lo que es mierda para unos es necesario para otros. Así es la vida. Una compensación. Hay agua aquí, sequía en otra parte. Nosotros, a los proveedores guardamos anonimato, y a los compradores el 166


máximo respeto; y a la iglesia, también, aunque sea por interés, porque sepan ustedes que cuando vuelva la hambruna, que volverá, el único sitio donde habrá papel para limpiarse el culo será en los conventos. Se hace lo que se puede. ¿Y el gobierno? ¿Qué me dicen ustedes del gobierno? Mejor no me digan nada. No tenemos problemas con la autoridad. Vaya eso por delante. Hacemos las declaraciones trimestrales; en una ocasión nos retrasamos un día y nos metieron un recargo del veinte por ciento, o algo así. ¿Les parece lógico? El dinero está a menos del cuatro o del tres. ¡Un veinte por ciento! El gobierno te carga al veinte y te abona al tres. Y yo me pregunto ¿a dónde va el diecisiete por ciento restante? ¿Eh? No sé si me entienden. Seguro que me entienden. –Tienen ustedes mucho género. –Legal, todo legal, ¿eh? No engañamos a nadie, no somos un banco, no tenemos letra pequeña en los contratos, porque no hacemos contratos. Respetamos a los demás para que nos respeten a nosotros. Cojo, pago y adiós; te llevas, te cobro y adiós. Somos drogadictos y borrachos regenerados por el trabajo. ¡Escoria según los burgueses! Carecemos de ínfulas revolucionarias. No tenemos ganas de desenterrar viejos problemas. Yo ya he estado en el infierno y mis colegas también, aunque algunos otros andan todavía por el purgatorio, que tampoco es cosa agradable como bien debe saberlo el señor cura, no se crean. –Venimos a por información –dijo padre Eustaquio. –Pues díganme que se les ofrece que ando un poco deprisa. –Buscamos una virgen. –¡Anda! ¡Toma! ¡Y yo! –se les quedó mirando fijamente, con curiosidad por saber el efecto que habían 167


causado sus palabras–. Bueno, disculpen, era una broma. –Una talla mariana. –¿Una en concreto? –Sí. –¿Han mirado por ahí? –Sí, pero no encontramos nada. –Pues entonces es que llegan tarde. Hay temporadas en que tenemos surtido. Va por rachas, ¿saben? Lo mismo un género nos dura un año que unas horas. Hace poco tuvimos una colección de discos de Luis Mariano, vino un tipo con el pelo naranja y se los llevó todos. Sin embargo, tengo ahí “El disco de la risa” y ya no lo quiere nadie. –Parece que suelen hacerse ustedes a menudo con cosas de iglesia –dijo el cabo. –Es un género que no escasea, sin excesiva demanda, la verdad. Cuatro monjas, algún abuelo temeroso de Dios, alguna viejecilla asustada. Con esto del cierre de colegiatas y conventos y que las nuevas iglesias tienen decoración de supermercado, cuenta con poca salida. Examinó una silla con el terciopelo sujeto con chinchetas, y añadió: –A los curas jóvenes les ha dado por llenar las iglesias con modernidades. Ahora las cruces no son marfiles con incrustaciones de oro, sino hierros desnudos y oxidados con un agujero en el centro. ¡Qué barbaridad! ¡Cristo es un agujero! ¡Dios mío! ¡Muérete en la cruz para volverte invisible! Seguro que a los modernos les inspira más la mano de Santo Tomás que los flagelos del cuerpo. En mi modesto entender todo esto es culpa del Concilio. La iglesia ha abierto tanto las puertas que se ha vaciado. Anotó algo en el estadillo, y prosiguió: –Hemos tenido expuesto durante meses un báculo de 168


abadesa, en mi opinión de la propia santa de Ávila, la que desciende de Ahumada. La misma. Un báculo auténtico. Por ahí debe estar metido en un cajón, aburrido. Regalamos incluso la pectoral de un obispo en un lote de oferta. En la rotación está el negocio. Entrar, salir, el dinero tiene que dar vueltas, no sé si me entienden. Colocó otra marca en una casilla. –Vengan –dijo, invitándoles a seguirle. Salieron de la sala de exposición, para adentrarse en otra y luego llegaron a otra más luminosa y casi vacía. Había un par de trabajadores con sus mandiles blancos anudados al cuello. En medio de la sala una maqueta de la catedral, de casi un metro de altura. Con sus capiteles, sus gárgolas, sus torres góticas, las estatuas que exornan las puertas, su imitación perfecta de la piedra. –Encontrada en el basurero –anunció Tobías con gran solemnidad. –Es preciosa –dijo el cabo. –Veinte euros y ya es suya –dijo Tobías–. Y si me apura se la dejo en diecinueve. O en dieciocho. ¿Ustedes creen que el deán catedralicio vendrá a llevársela? ¡Ni por estas! Está avisado ¿y? Ya lo ven ustedes. Tirada en la basura, junto a una cama, unas mesillas y una estantería con libros. Seguro que han liquidado la herencia del padre y no ha habido ningún hijo interesado en guardar su memoria. ¡Qué triste es la vida! ¡Nunca hemos encontrado carteras con dinero! Cartillas de ahorros vacías y taladradas, sí. Y libros y cuadernos con escritos autobiográficos y novelas con anotaciones y relatos de viajes, lo que quieran. Y fotos y recuerdos. Este es un país donde los que se mueren escriben mucho, pero los vivos no leen nada. Dinero, no; eso es lo único que nadie tira a la basura. ¿Por qué será? ¿Tienen ustedes hijos? 169


–No –dijo el cabo. –Mejor. Se ha evitado usted el trabajo de desheredarlos. ¿Decían ustedes? –Buscamos una talla mariana –repitió padre Eustaquio. –Así que una virgen –dijo Tobías. –Nos han informado que ustedes adquieren muchas cosas de la iglesia. –Correcto. Les confieso que me llevo bien con la iglesia pero no tanto con el clero. Con los jesuitas menos. ¿Usted no será jesuita, por casualidad? ¿Sabe? Cuando cuelgan los hábitos se desquitan vendiendo hasta los padrenuestros. Alguno incluso se convierte en líder político y enseña a cargar pistolas. Al lego que aguanta las humillaciones de los ordenados, la iglesia lo beatifica. Fíjense ustedes en el Hermano Gárate, ahí lo tienen, sencillo, simple, en los altares; y al pobre Arrupe que era su jefe, a pesar de sus desvelos en Hiroshima y su semejanza escandalosa con San Ignacio, anda buscándole la institución un milagro aunque sea chiquitito. Jodé. ¡Y no lo encuentra! Tobías se descubrió como un gran filósofo. –Los que tienen sólo un hijo, están de enhora-buena –aseveró–. Cuando son más a repartir lo único que perdura del difunto son los pantalones con los que le entierren, eso sí, con los bolsillos vacíos. Salieron de la sala, penetrando en otra que más parecía la sacristía por la cantidad de ornamentos religiosos. Un armario viejo de tres cuerpos, con la madera apolillada y las telas grises de araña asomándose por la encimera, guardaba en su interior media docena de casullas. Una de ellas extraordinaria, de fondo rojo, con ricas incrustaciones de pedrería. Tobías tocó la casulla, y dijo: 170


–Ya lo ven. Los curas también se mueren. Y los que los sustituyen no quieren que nada recuerde su presencia. Sobre un mostrador alargado de madera, había una amplia exposición de cuadros de vírgenes y Cristos, culminada en los extremos con unos misales. Padre Eustaquio, preguntó: –¿Todas estas figuras las recogen ustedes de las basuras? –La mayoría, aunque también limpiamos bodegas, conventos y sacristías. ¿Una virgen, dicen? Hemos tenido una que amamantaba al Niño con la teta izquierda desnuda. –Buscamos una expresamente –dijo padre Eustaquio–. Una enfadada, con el Niño soportando una manzana podrida, con un gusano en medio. Tobías se quedó pensativo durante un minuto. Luego, dijo: –Claro, la Milagrona, la robada, naturalmente. ¡Ya caigo en ello! Tres hemos tenido en exposición. Lo recuerdo perfectamente. ¿Cómo olvidarlo? ¡Santo cielo! ¿Quién diablos es capaz de tallar un conjunto tan, ¿cómo les diría a ustedes?, tan tan…raro? Padre Eustaquio fue a decir algo, pero Tobías prosiguió: –Los Tinines nos vendieron primero dos y ahora nos han regalado la tercera. Pensaban los pobres que la Virgen se les aparecía expresamente a ellos y no que alguien las arrojase al barranco para perderlas de vista. En el mismo sitio, en sus cercanías. Los Tinines son gente muy seria y supersticiosa, y creyente a su manera. Igual no participan en misas pero veneran a la Señora. Evitamos líos porque la iglesia es una institución que a nosotros 171


nos ayuda mucho. Avisamos al padre Patricio, tanto esta vez como las anteriores, por supuesto; si él nos dice hagan ustedes lo que quieran, las sacamos a la venta. Puedo decirles que examinó en su momento la primera, y también la segunda, y para esta tercera ni se ha molestado en acercarse porque tiene mejores cosas que hacer. Somos gente honrada, no queremos volver al arroyo. En el arroyo se vive mal, se lo aseguro, señores. –¿Podemos ver la imagen? –Naturalmente. Acompáñenme. Pasaron a otra sala. Una señora mayor, con el labio torcido mascaba chicle intentando un globo perfecto que sonara a beso anónimo; manejaba con soltura las imágenes de escayola pasándolas de una repisa a otra. –¿La virgen esa espantosa? –contestó a la pregunta de Tobías sin mirarle y sin dejar el chicle– Me daba tanto miedo que la he metida en el armario. Pero ya no está. Se la ha llevado el señor Acosta. –¿El señor Acosta? –preguntó padre Eustaquio– ¿Quién es el señor Acosta? –El mayor experto en arte sacro de España –dijo Tobías–. Hasta marchantes americanos, antes de apalabrar compras, se someten a su consulta. No hay tríptico flamenco que se le escape ni sepulcro del XIII. Tendrán que acudir a su establecimiento abierto al público. Nosotros en casos como éste recurrimos a su concurso para que sea él quien nos oriente acerca de dar parte o no a la policía. Tobías siguió hablando. –Nos asesora en nuestras dudas y en cuanto concierne a temas de iglesia es también nuestro mejor cliente. La talla por ustedes interesada se encuentra en su poder, ya lo han oído; si se dan prisa es posible que 172


todavía la esté catalogando. Es extremadamente minucioso en la investigación de los orígenes y en la restauración de las faltas. Hizo una pausa. Señaló una mesa con la mano. –¿Les gusta? La dejo en seis euros. En cinco y medio también. Incluso en cinco si me fuerzan a ello. Veamos. Sí, la Virgen parecía sufriente. Y no me extraña ¡con ese Niño! Eso es lo que puedo decirles. Lamento no poder ayudarles más. Sí, señor, eso es lo único que puedo decirles. Se puso a revolver por encima de los mostradores. –Tenemos de todo. También menudeo: carretes de hilo, bujías, máquinas de coser, latas de membrillo, planchas de vapor, almireces. Y una colección de Diego Valor y otra de Roberto Alcázar. El Mekong de las sillas voladeras debió ser muy famoso cuando yo estaba por nacer. Y vidas de santos ejemplares, porque de los otros nada hay escrito. Poco a poco vamos tirando con el negocio. Tenemos muchas necesidades, la verdad. La vida se ha puesto tan difícil que cada uno busca un hueco en el mercado. Yo, por ejemplo, admito hasta laureadas del ejército, que en esta zona abundan. Tenemos una capa de la época del Pernales, por lo menos. Una de esas capas españolas que se ponen de pie por el apresto y te meten un susto de muerte si la encuentras en medio de una habitación a la luz de una bujía. Somos personas de fiar. Oigan –hizo una pausa, y retornó al asunto–, el señor Acosta cuenta con alto predicamento en la curia, y es mayordomo mayor de alguna de esas cofradías que desfilan con capirote cerrado y música de difunto en la Semana de Pasión. Espero que tengan suerte. Anotó de nuevo algo en el estadillo, y dijo: –Si me compran la dalmática –señaló una pintada al óleo– les regalo como oferta también un misal. 173


–Prefiero ese comedor –señaló padre Eustaquio una mesa castellana de nogal y sus correspondientes sillas. –Siento no poderles ser de más utilidad –dijo Tobías–. Y además, ese comedor ya está vendido. 60. Un paseo vespertino. –Le acerco a usted al convento si le parece –dijo el cabo Isidoro. –Despidámonos en la catedral, si no tiene inconveniente. Me gusta recorrer la ciudad a pie. A padre Eustaquio le priva perderse, lo considera parte esencial de su trabajo; memoriza puntos de localización por si tuviera que emplearlos como vías de escape en el futuro. Se ha hecho algo tarde; las monjas ya habrán cenado las vainas y el tazón de agua caliente. Caminó despacio, dejando a sus espaldas la catedral; se alejó del Palacio de Justicia y cuando se adentró en la zona oscura que conduce a las universidades, se percató que la ciudad, expandida como la clara de un huevo frito viejo, permite fácil orientación siguiendo el curso del río. Las diez, casi y media. Aquella zona se había convertido de repente en un desierto siniestro por donde los pocos que transitan lo hacen a paso rápido. Sentía predilección por las tabernas oscuras, fuera de las rutas de turismo, en barrios poco frecuentados donde callejas de poca luz se entrecruzan formando un laberinto de difícil salida. Encontró en una esquina una de luz aburrida. La muchacha extendió el mantel de papel sobre la mesa y le entregó el menú en una hoja cuadriculada escrita a mano y cortada de un bloc. Los veinte, no resultaba demasiado agraciada, la explosión exagerada de coloretes de muñeca rusa en las mejillas intentaban disi174


mular la montaña de espinillas y granitos; se la veía suelta, con remango. –¿Hay alguna cosa más aparte de esto? La muchacha se volvió a la cocina, y gritó: –¿Hay algo más que lo de la hoja? Una voz agria, masculina, emergió de la cocina: –Puedo freír unos sesos de cordero. –Ya lo ha oído. Al entrar se había fijado especialmente en la anciana: una gitana del Sacromonte transportada a Castilla. Supuso que era como el elemento decorativo para turistas. Un cartel de toros por ahí colgado y una bailaora reventada por los años. A la anciana le costó esfuerzo levantarse de la silla de paja. Poco ágil, tenía dificultad para mover el vientre inflado y empujarse el culo macizo de tortuga milenaria. Tres de las mesas estaban ocupadas, además de la suya; parecían gente habitual, tipos silenciosos que no presagian nada bueno. Uno de ellos fumaba lánguidamente, otro leía un trozo de periódico y el otro dormitaba con la cabeza entre las manos reposando encima de la mesa. En esos sitios lo que se hable merece ser escuchado. La anciana se acercó sin dejar de mirarle y se quedó quieta ante su mesa, como un barco varado a la espera del práctico. Una estatua de mármol observándole de forma descarada. Movía la mandíbula continuamente como si estuviera masticando una miga de pan. Tenía los labios metidos para dentro, por lo que pensó que habría olvidado en el lavabo la dentadura postiza. Le devolvió la mirada y la anciana intentó una sonrisa sin demasiada fortuna. Dijo: –La niña que le atiende es mi nieta. –Seguro que está orgullosa de ella. 175


–Lo estoy. –Parece eficiente y muy suelta. – Muy buena muchacha. Se llama Rosa. –Bonito nombre. Hermosa flor. –Y muy guapa. –Muy cierto. –Y está en edad de merecer. –Lo supongo. –¿Quiere que le lea la mano? –¿Cuánto? –La voluntad. Nunca hay precio para las buenaventuras, y cuando son malas tampoco, porque se guardan y no se dicen. Padre Eustaquio extendió la mano. La anciana se recreó en aquellos dedos largos, duros, sin asperezas, no demasiado castigados por el trabajo. Movió negativamente la cabeza y volvió a concentrarse. Estuvo jugando con las rayas. Dijo luego: –Me hierve la frente. –¿Se encuentra bien? –Es una calor que me consume. –¿Le puedo ayudar en algo? –Cucha –dijo la anciana temblando–, veo cosa mu grande en usté, cosa mu grande. Y me asusta. Soltó la mano de padre Eustaquio como si en realidad le quemara y se dio la vuelta, regresando despacio a su silla. –Tenga usted la voluntad –dijo él buscando unas monedas. La mujer giró la cabeza para mirarle de nuevo. –Me asusta usté –repitió impaciente–; le veo en una cuesta que nunca acaba y que usté sube y sube, mu arriba, mu arriba. Demasiado arriba. Mu grande es la 176


cuesta. Mu arriba sube usted. Me asusta. Padre Eustaquio cenó rápidamente, pagó y salió. Miró un par de veces hacía atrás porque tenía el presentimiento de que venían siguiéndole. Le atraía adentrarse por barrios alejados a esas horas del atardecer propicias a alimentar los bajos deseos, con la pistola en el sobacal y los puños crispados. Más de una vez habían intentado atracarle y más de una vez habían saltado por los aires pinchos y navajas. Un juego de riesgo, necesario para conocer la parte oculta de las ciudades, otra realidad distinta, un viaje a un paraíso aberrante pero que existe, como existen las ratas en las alcantarillas. Una prostituta gruesa, con abazones en las piernas y repintada a disgusto, que en absoluta ocultaba su profesión se le acercó en una de las calles estrechas. ¿Subes?, le preguntó en un acento forzado, señalándole el portal. Intentó esquivarla pero la mujer con habilidad evitó el empujón cruzándose en el camino. Señor, la cosa está muy mal, tengo que dar de comer a mis seis hijos. ¿Todos del mismo padre? Vete a la mierda, imbécil. A padre Eustaquio, este mundo descarado y zafio, de supervivientes marcados por tragedias más o menos artificiales, le causaba más que repugnancia, tristeza. Las historias de perdedores responden a idénticos patrones de oportunidades desaprovechadas, de engaños premeditados. Siempre, otros. Son los otros los culpables de las desgracias propias. España es un país de otros. Barcelona y Madrid son ciudades de otros, como lo son idénticamente las ciudades pequeñas. Nadie principia acciones negativas; son los otros los que se recrean chapoteando en el fango por el mero placer de hacerlo. Todavía no había encontrado a ninguna prostituta que 177


le dijera abiertamente qué coño, me gusta mi profesión, jodé, déjate de monsergas, cariño; si me acaricias el clítoris estallo; un polvo aséptico y circunstancial es bastante más agradable que andar fichando todos los días la entrada en la fábrica. ¿Te enteras? Paró un taxi y regresó al convento. Sobre la mesilla, la fotografía. Volvió a examinarla con interés. ¿Por qué comenzaba a resultarle tan seductora aquella imagen desfavorecida de una Virgen sujetando a un Niño aparentemente violento, evitando baje del regazo para emprenderla a pedradas contra el mundo? “Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros? (Y su madre conservaba todo esto en su corazón)”. Aquella mirada de angustia, sufriente, de madre extenuada por el disgusto causado por el comportamiento de un hijo insolente tenía que inspirarse necesariamente en el dramatismo del pasaje de Lucas. 61. A las cinco de la mañana se despertó. La primera luz del día comenzaba a desperezarse. Las milagronas recogidas por los Tinines eran falsas. “Más que el beso de Judas”, había dicho Manué. Incluida la venerada en la hornacina. Así que en Tamarón se venía dando culto a una talla del XX en lugar de la del XVI. ¿Desde cuándo? Una pregunta: ¿Y las veneradas en el resto de hornacinas de las ermitas por ahí perdidas? Iba demasiado rápido, pero la pregunta flota en el aire. “Desarticulas la banda si la hubiere”. Se dio la vuelta en la cama para buscar mejor acomodo, y allí estaban la Virgen y el Niño y el gusano escrutándole perplejos desde la mesilla. La fotografía apoyada en el vaso de agua. Se sintió incómodo. La man178


zana parecía a cada vuelta más arrugada. ¿Quién daría un mordisco a una fruta así? Consiguió dormirse diez minutos más, sólo diez. Las campanas lejanas dieron las seis. Abrió de par en par la ventana. En fila india, los camiones transitaban por el asfalto de la carretera nacional como babosas pesadas camino de su destino. La luna rústica se resiste a desaparecer engullida por el sol naciente. 62. La Cirila. Tenía que aprovechar el momento más bajo de calor. Se había hecho una composición de lugar gracias a Estela, la periodista. A cincuenta kilómetros de la capital, por la carretera provincial y un calor todavía soportable, el R4 de las monjas renqueaba en las curvas. Protestaba silbando. Lamentó no haber alquilado un coche. No quería perder el tiempo con papeleos. La monja chofer, sor Matilde, al enseñarle los movimientos de la palanca de cambios, le había dicho: –Si silba como una culebra es que la “Cirila” está sedienta. Se baja usted, espera a que se le vaya el sofoco y le echa el agua que pida. Detrás lleva usted un bidón y una lata de cinco litros de aceite junto a la rueda de repuesto. Cuídeme con cariño el trasto, que la venta de alverjas no cubre las reparaciones. Dejó a un lado la revuelta cerrada, la del desvío al coto privado, donde tabones harinosos salpican la tierra áspera, como si la sequía se empecinara en vestirla con una nata protectora. Una pollada de perdiz se aventuró delante jugando a la esquiva; eran siete u ocho pollos siguiendo a la madre, amagando a la izquierda para volverse a la derecha, seguros de no ser alcanzados. Un conejo canela, de vientre 179


blanco, abandonó disparado el matorral. Ningún animal en libertad sufre fatiga. Los pigazos aguantan indiferentes en medio de la carretera, vuelan o saltan lateralmente unos metros con su cola estirada para alcanzar en seguida la orilla. El hombre para ellos, pensarían si supieran hacerlo, simplemente es un estúpido que construye artefactos para huir a toda velocidad de la naturaleza. La neblina del asfalto tajado por los tractores distorsiona las imágenes. La pareja de águilas sobrevoló por encima del vehículo confundiéndolo, seguramente, con una ruidosa gallina gigante. Tembló el volante. De repente, le dio un viraje el automóvil seguramente por la dirección desequilibrada. Lo enderezó con habilidad. Era una nueva experiencia conducir aquella cosa a la que posiblemente no le quedaran dígitos libres en el cuentakilómetros. Un poco más y hubiera volcado cayendo por el terraplén. Se le ocurrió pensar entonces que en esas circunstancias podían pasar horas, días, meses, años hasta que lo encontraran. ¿Le echarían en falta? En Atapuerca, al bonachón de Miguelón, acaso le había sucedido algo similar. 63. En el rollo postizo. Cubreliebres mantenía la guardia sentado en el rollo postizo, a un lado de la sombra. La bragueta abierta y la gafa con un cristal ahumado y transparente el otro. Asomando la cabeza por la ventanilla, padre Eustaquio, le preguntó: –¿Don Francisco? –¡Qué sí! –gritó Cubreliebres– ¡El cura! ¡Dormido! –y levantándose se enroscó el pantalón un cuarto de vuelta. 180


–¿Dónde puedo encontrarlo? –¡Qué sí! ¡Allá! ¡Dormido! –¿Dónde es allá? –¡Izquierda! ¡Qué sí! ¡Jodé! Y se marchó. Cien metros más adelante ante el teleclub detuvo el vehículo. Los viejos guardaban silencio, contemplando agobiados el equilibrio de las moscas en el borde del vaso que posiblemente la víspera habría contenido algún refresco de cola. Preguntó: –¿Puede alguno de ustedes indicarme dónde localizar a don Francisco? Uno de los viejos, que tenía una buena mata de pelo entrecano y un amago permanente de sonrisa, dijo sin apenas moverse de la silla: –¿Usted es del gremio? –¿Decía usted? –Que si es cura también. –Lo soy. Un humilde siervo de Dios. –No te jode –dijo el llamado Aurelio–. Ahora que roban la virgen nos mandan un cura. Don Francisco tarda en levantarse. Otro de los viejos, que tenía la piel ceniza y algo apergaminada como un papiro egipcio, dijo: –Mejor aparque ese trasto y váyase andando. Llegará antes, y seguro que sin arriesgar su vida ni la nuestra. El Bolas entonces, terció: –Conocí a Manolete en un bar de carretera. Eran las cuatro de la madrugada. Estaba aburrido, con el vaso de café sobre la mesa de mármol. Me acerqué, y le dije: “Maestro, está usted invitado.” El maestro me miró con esos ojos enormes de cabeza de toro disecada. Ojos casi de cristal, aturdidos y en ruina. ¿Sabéis qué me contestó? –Seguro que algo de su Lupita –dijo otro. 181


Un viejo, dijo: –A Don Francisco no se le entiende cuando habla. Parece tartamudo. Dice las cosas a golpes, según le salen. Nunca sabes si se refiere al Padre o al Hijo. Dice “Señor, Señor”, pero no sabes a qué Señor en concreto. –Es cosa de los altavoces –repuso otro llamado Silverio, el que en un atardecer de sopor insensato los cangrejos americanos huyendo del río se acercaron al dintel de su casa y llenó tres capazos que no compartió con nadie. –¿Tú entiendes al cura? –preguntó otro de los viejos, el que se llamaba Aurelio y era el propietario de la casa encalada de enfrente, sobre la que el sol proyecta por las tardes la sombra frondosa del nogal. –Lo que yo te diga. –Pero ¿lo entiendes o no? ¿Qué coño dijo el domingo? 64. La casa presbiteral. Perfectamente reconocible por la fachada ocre y por los dos parches de cemento que como cicatrices grises hablan de una humedad colada por las ventanas un día de tormenta, contaba con una aldaba en forma de mano, de latón seguramente, adornando la puerta. Don Francisco dudó bastante antes de descorrer el tranco. En el dintel esculpidas en piedra las dos llaves cruzadas de San Pedro. Asomó su cabeza sin abrir del todo la puerta. Alto, de buena constitución, con los ojos oscuros, manos, limpias; la piel pálida, muy extraña en aquel ambiente. Dijo: –¿Qué desea usted? Padre Eustaquio se presentó. Don Francisco lo examinó algo turbado. No esperaba una reacción tan rápida del arzobispo. 182


–¿Qué quiere? –preguntó incómodo. Todavía no había terminado de acicalarse. Cuatro cuatro tres tres Do to to do Do to to do A a b C c. Así habla don Francisco. Pausado, sereno, midiendo cada palabra. Regulando cada golpe de voz, como los viejos marqueses y otras gentes de estudios. Le invitó con algún recelo a penetrar en la casa. La salita contenía dos sillones y varias sillas repartidas en riguroso orden por las cuatro paredes. Un ángel sosteniendo una filacteria al lado del televisor, encima de una repisa. En penumbra, con los cuartillos cerrados. –Las moscas –dijo, como disculpándose por la escasa luz–. Aquí duermo la siesta. Según qué época del año, se ponen agresivas y muy molestas. Esperó a que se sentara. –¿Jerez? –Unas gotitas. –Un regalo. No crea que he tenido más. Esta no es tierra pródiga en reconocimientos y sí en destemplanzas. La gente no te aborda recta, da giros y revueltas pensando marearte. Estaba consumido por el resentimiento. –¿Cuántos habitantes hay en el pueblo? –preguntó padre Eustaquio intentando desviar la conversación. –Ciento veinte en estos momentos. Igual menos. –¿Y feligreses? –De misa dominical, treinta. De funeral, la iglesia llena. Sirvió dos copas y bebieron. –Háblame de Roma. Yo estudié en Roma. ¿Han cambiado las gentes? ¿Los romanos siguen siendo extrovertidos? Roma es una ciudad llena de vida. ¿Sigue igual de tumultuosa y alocada? ¿La gente conduce tan rematada183


mente mal? Había un hotelito sin pretensiones en la Vía Sistina. –¿Cómo llegó hasta aquí, padre? Su rostro se ensombreció. Dejó que su mirada triste buscara el contenido de la copa. Dijo después de un rato: –Pensaba que mi formación precisaba de un complemento pastoral. No quería convertirme en un sacerdote sin heridas. No sé si me entiende. Era entonces un joven orgulloso convencido de que para que un árbol dé buenos frutos es necesario que profundice en la tierra. Renuncié a disimular mentiras y al capricho de los serviles. Estuve diez años por ahí y dieciséis llevo exiliado aquí. Hizo una pausa larga. Necesitaba desahogarse aunque le doliese en el fondo hacerlo. –El obispo, me dijo: “Paquito, Paquito, los árboles frondosos necesitan ser podados.” Esas palabras las he comprendido demasiado tarde. El podado soy yo. Aquí estoy, podado o despellejado, a la vuelta de la vida, purgando mi ingenuidad en una comunidad áspera, dando un fruto más pequeño que una oliva. Y todavía no sé por qué. Hizo una pausa larga, como si meditara en silencio. Luego, con una voz más apesadumbrada, añadió: –Mi vida ha sido recta. He intentado superar mis limitaciones y aunque creo sinceramente que no siempre lo he conseguido, me he esforzado en ello. Que Dios disculpe mis errores. No soy hombre extrovertido, soy más de estudio. Prefiero una mala lectura a una buena compañía. Soy frugal en las comidas, apenas bebo, no tolero las envidias. Mi tiempo ya ha pasado. He pensado muchas veces en marcharme de noche, en silencio, renacerme; colgar los hábitos en el perchero e inventarme una nueva vida allá donde nadie pueda reconocerme. 184


Prosiguió bajando la vista: –Nunca he elevado una protesta, nunca he protagonizado una revuelta. Siempre he pensado que son los demás los que deben valorar a uno. Con el tiempo he llegado a la conclusión que la única valoración válida es la de Dios. Lo que pasa es que Dios a veces, lamentablemente, escribe sus opiniones con tinta simpática y luego se hace el olvidadizo a la espera que nadie le reclame lo escrito. Indicó con algo de amargura en su voz: –Todos los días le doy gracias. “Gracias, Señor, por impedirme ser lo que pude ser”. Y luego añado en silencio: “pero ojalá me hubieses dejado serlo”. –Eso, don Francisco –dijo padre Eustaquio sin ánimo de molestarle– parece bastante pretencioso. –Lo sé –dijo–. Pero las noches sin orgullo son inviernos para el alma. El cielo de un azul penetrante e intenso, añoraba verse salpicado con unas gotas de nube limpia. 65. Exposición de motivos. Pasearon un buen rato con sombrero de paja don Francisco y visera de bateador americano padre Eustaquio. Don Francisco, en todo momento, mantenía ese aire distante propio de las personas con suficiencia intelectual y que en el fondo supone un cobijo para sus inseguridades. Quizá por temor a descubrirse a un desconocido, no parecía en ningún momento mostrarse demasiado interesado en ahondar en los motivos últimos de aquella singular visita. La periodista Estela lo había comentado en el autobús: cura superior y singular, tan desconfiado como los pájaros nuevos; un bicho raro. Padre Eustaquio se había reído entonces. Bueno, a don Francisco la presencia del vaticanista le 185


reconfortó: por fin, hablaban de él. Alguien, aparte de los primeros días la Guardia Civil, investigaba el asunto. Y ese alguien estaba comisionado nada menos que por el cardenal. ¡La desaparición de la Milagrona supone cuando menos un revulsivo a escala diocesana! El arzobispo, por fin, obligado a levantarse de su mullido y confortable sillón carmín. Tamarón Príncipe existe, a pesar de las crudezas de su invierno, de los tórridos e imposibles veranos. De su lejanía. Y curiosamente, por fin, él, don Francisco, también existe. Lo que tú vales, Paquito. En la vadera, un resbaladizo camino sumergido unos centímetros en las aguas del río, abierto para aliviar el tránsito de tractores por el puente, un grupo de muchachos se engarzaba en una competición por atrapar cangrejos. –Esto al anochecer es un hervidero –dijo don Francisco. Uno de los muchachos se acercó rápidamente a los dos curas: –¿Sabe, don Francisco? Este año no tenemos miedo a que aparezcan los guardias. No necesitamos escondernos en los juncales ni aguantar la respiración bajo el agua. Podemos coger cuantos queramos. –Sólo estamos obligados a matarlos para que no repueblen los otros ríos –dijo otro de los muchachos. Tendrían ambos apenas los diez años cumplidos, iban en traje de baño y con chanclas–. Les voy a enseñar cómo. El muchacho se acercó a la orilla, donde había unas piedras blancas y unos ladrillos rojos, y apareció al momento con un cangrejo del tamaño de un cigarrillo, con la marca en la pinza derecha. El cangrejo intentaba revolverse. Lo sujetó con destreza por el abdomen con la 186


mano izquierda y con la derecha estiró con habilidad de la aleta central de las tres en que termina la cola, extrayendo al momento el intestino. –¿Ven ustedes qué fácil? Está ya más muerto que vivo. –Rip –dijo el otro, haciendo en el aire la señal de la cruz. Dejaron el crustáceo a los pies para que los curas asistieran a su agonía. Caminaron despacio como una media hora más por el terraplén. Había una nutria negra acechando a una polla de agua. La polla de agua intentaba alejarla de sus polluelos amagando atacarla, mientras avisaba ruidosamente del peligro. Se oía el croar destemplado de las ranas. Los mosquitos comenzaron a molestarles, tejiendo una nube compacta de puntos negros a la altura de sus rostros. Se acercaron a unos manzanos; el año no venía bueno para los frutales. Un arco gótico da entrada al atrio de la iglesia. De planta en cruz, los brazos cortos conducen a dos altares laterales. El de la epístola cuenta con un retablo humilde y delicado, realizado en piedra y yesería, con una virgen de escayola ornamentada con dorados muertos y policromados perdidos. El del evangelio amontona en desorden distintas figuras en imitación al mármol, como si el autor quisiera rendir un homenaje a todos los santos importantes conocidos. El retablo principal, barroco y muy retocado, culmina con una alegoría a la Gloria y la paloma de alas extendidas del Espíritu Santo. Olía a cerrado. Las maderas de la sacristía de un barniz desgastado crujieron lastimosamente. Podía quedarse en cualquier momento un pie colgando. Don Francisco retiró la llave hueca de la cancela que estaba sobre un pequeño mostrador. Era demasiado grande para portarla en el bolsillo. 187


Ya en la ermita, abrió la puerta sin dificultad pero con cuidado para que no chirriasen los goznes; luego, meticuloso, ante la mirada atenta de padre Eustaquio que no dejaba de fotografiar mentalmente el momento, depositó cerrojo y llave con sumo cuidado (como si se tratara de un niño pequeño) sobre el banzo de piedra. Curioso. Al acceder a la ermita, se aprecia el cambio brusco de temperatura. Al calor pegajoso de afuera sucede una temperatura más suave y posiblemente agradable, si no fuera porque a los pocos minutos una especie de friura comienza a sentirse en los brazos desnudos, que se apodera pronto del resto del cuerpo. El suelo, de tierra oscura, sin indicios de enterramientos. Una docena de bancos apolillados, con la carcoma visible, se alinean hasta el pequeño altar. La misa del 15 de agosto se oficia con velas, portando cada vecino la suya que luego retorna a su casa para cubrir eventuales necesidades. Una torcaz revoloteó asustada. Tropezó contra la pared, hasta que encontró su salida natural por entre el hueco del cristal roto del ventanal. Padre Eustaquio avanzó por el pasillo central, midiendo a ojo la altura. En un momento le vino de repente, como un fogonazo lúdico, la magnificencia del Vaticano. El silencio de lo vacío impresiona más que el murmullo impaciente de lo lleno. Todo es iglesia. Miró al techo. Liso, sucio, algún rosetón denunciando una vieja humedad, sin ningún adorno, sin ninguna pintura, condenado a caerse. La hornacina ahora vacía, un hueco excavado en la piedra, se encontraba detrás del mismo altar, unos centímetros por encima de la cabeza del oficiante. No había, pues, mayor dificultad en que cualquiera se llevara la imagen. 188


En la parte trasera, a la derecha de la entrada, donde la pila de agua bendita, un balconcillo al que se accede por una escalinata de barro y madera, recordaba el esplendor de pasados tiempos. Pisó el primer peldaño y crujió hundiéndose unos milímetros su zapato. –Cuidado –dijo don Francisco–. No intente subir. Yo no lo he hecho nunca. ¿Siente usted claustrofobia? –No –dijo–. Sólo aprensión. –Aquí las arañas son gruesas, de cuerpo blanco y patas largas. No tenga miedo, no pican. Por la fiesta vienen las mujeres y adecentan todo esto. Pero igual una vez al año es poco. El camposanto, sí; el camposanto lo arreglan cuando hay nuevo entierro. Aquí se quiere mucho a esta Virgen. Los de fuera no lo comprenden. Les asusta su mirada desconsolada, asusta también el silencio. Regresaron paseando despacio, como colegas necesitados de compartir vivencias. 66. El alcalde (llamado Lorenzo). Aunque fuera hombre de acción, padre Eustaquio gustaba documentarse. Los libros facilitan la comprensión del origen de los problemas. ¿Qué sabía en realidad de la Milagrona? Nada. Al alcalde había que cogerlo de las solapas antes de que se fuera al teleclub a beberse la clara fresquita abducido por la televisión. Ejerce a las horas en que el sol más calienta cuando sentado en la silla señorial se cala las gafas de cerca y firma sin necesidad de leerlos aquellos papeles que le deja la secretaría para que se entretenga durante la semana. Protestaba de la asquerosa burocracia que había aumentado desde la incorporación del ordenador. Si un tractor o una empacadora o la co189


sechadora son avances que humanizan las labores del campo los ordenadores responden a un complot urdido por la administración para enredar, cruzar, confundir, tergiversar la información. No ocultaba su pensamiento: –Mi padre y mi abuelo se lo guisaban y se lo comían, y ahora me lo tienen que guisar a mí y tampoco estoy seguro de que me lo coma. Aquel mediodía la alguacila estaba más acalorada que de costumbre. Miraba al suelo con ganas de embestirlo. Gritaba más que decía: –Hay ratas y hay que acabar con ellas antes de que se coman los papeles. El alcalde, replicaba: –Son gatos. Estás equivocada. Gatos grises, pero gatos. La alguacila insistía: –Ratas enormes capaces de comerse a un niño. Hay que hacer algo. –Son gatos. Te concedo que estén asilvestrados, pero son gatos. –Son ratas. Se pasean a cualquier hora. En los columpios he visto una enorme esta mañana, de las que dan miedo. –Estás equivocada. Lo que has visto es un gato. –Una rata. –Un gato. –Una rata gigantesca. Caminaba tan tranquila, sin asustarse. –¿Lo ves?, un gato. –Si digo una rata es una rata. Distingo mejor una rata de un gato que el trigo de la avena, y fíjate si son distintos. –Está bien. Se acabó la discusión. Madrugas mañana, te coges a uno que te ayude, y me cebas las arquetas. Si encuentras una rata muerta, me la traes. Quiero verla 190


aquí. Aquí, encima de mi mesa, como si me la fuera a comer. Con mis propios ojos. La casa consistorial se ubica en una habitación de veinte metros cuadrados más o menos. El estrecho pasillo desemboca a la derecha en la oficina y a la izquierda en el servicio. No hay nada más, a excepción de los anuncios oficiales reclamando las viñetas de circulación, expuestos en el tablón de corcho. Al final del pasillo, unas escaleras de madera, de poco brillo, conducen al pequeño salón de plenos que cuenta con unos armarios acristalados cerrados sin llave. Cuatro filas de sillas, la lámpara colgando del techo como un ahorcado y la ventana con los mástiles desnudos. Una mesa de madera, funcional, sencilla, alargada, de reunión. Y una alfombra roja, con los flecos perdido su blanco original. Como encima queda el tejado, hay una mancha mohosa en una de las esquinas. Abrió los armarios. –Aquí está lo que queda de la historia de este pueblo –dijo el alcalde señalando unos pocos libros rotos. –Poco parece –dijo padre Eustaquio al comprobar los lomos vetustos. –Poco es nada. Este es un pueblo visceral. Aquí tenemos izquierdas y aquí tenemos derechas. Y cuando tocan a darse, nos damos. Y a gusto, además. Mi padre quemó lo que dejó de quemar mi abuelo. –¿Su padre era de izquierdas? –Pero mi abuelo de derechas. Un corte en la mejilla y los ojos demasiado juntos. La cara tiznada. De afeitado semanal, la barba desarreglada terminaba por conferirle a su rostro un aire esquivo poco agradable. Inquieto, movía continuamente las manos, como si 191


tuvieran vida propia y se supiera incapaz de controlarlas. Caminaba a pasitos cortos, pero muy rápidos, con las prisas por dentro. Apenas podía estarse quieto. –Realmente, ¿qué es lo que desea conocer? –Alguna referencia histórica para situar a la Milagrona en su tiempo. –¿Y para qué, si puede saberse? –La documentación es parte importante en mi trabajo. –Tiene cojones –estalló el alcalde molesto– ni el Vaticano, ni la Conferencia Episcopal ni el arzobispado, ni ese cura don Francisco que se aburre por ahí, han hecho nada hasta el momento. Y ahora les entran prisas. Padre Eustaquio le mantuvo la mirada. El alcalde pareció recular, pero volvió a expresarse en un tono está vez más despectivo: –¿Qué es lo que pasa? ¿Al Vaticano le faltan vírgenes en nómina para interesarse por la nuestra? –Es una imagen original, posiblemente única. El hecho de que la hayan robado ha levantado las alertas. El alcalde movió los libros. Cogió uno y lo dejó. Cogió otro y lo mismo. Sopló para esparcir el polvo. Dijo: –Pues mire usted, la gente de por aquí dice que data de cuando Felipe II era príncipe o rey o emperador o lo que coño fuera. Siempre he oído eso en mi familia. De cuando la Armada Invencible fue vencida. Yo soy republicano, ¿sabe? Me quedé en Viriato y no sé si en alguno más. ¿Está escrito en algún sitio? Quizás en Simancas. Aquí, desde luego, no. ¿Hay algún papel suelto que lo pruebe? ¿Qué importa? ¿Cuántas verdades hay en las verdades? ¿Cuántas mentiras en las mentiras? De eso, ustedes los curas saben lo suyo. La tradición dice que viene desde entonces y viene desde entonces. Nos fia192


mos de nuestros mayores. Los viejos no mienten cuando les entra el desencanto y se agarran a la sábana para no marcharse desnudos. Por cierto, yo no soy de iglesia, faltaba más, pero tengo mis preguntas. Y ya que usted lo es, acaso pueda responderme. Por ejemplo, cuando se acabe el mundo ¿para qué querrá Dios tantos miles de millones de muertos danzando serviles alrededor suyo, alabándole día y noche? ¡Qué eternidad tan aburrida! ¿Qué gana con eso? ¿Frotarse satisfecho la tripa? ¿Los cojos le alabarán contentos por su cojera? ¿Y los ciegos? No lo entiendo. ¿Para qué necesita Dios lameculos aduladores? –¿Está seguro que los tendrá? –¡Supongo! ¡No me joda! Si nadie nos resucita después de muertos, ¿qué hacemos aquí? ¿Qué será de nosotros? –Pero ¿usted no es ateo? –Por supuesto. –No lo parece. –¡Pues lo soy! –gritó el alcalde molesto. Tomó otro libro, sopló sobre el lomo, y amenazó con un asomo de crispación en su rostro: –Le voy a decir una cosa, además. No voy a permitir que sustituyan ustedes a nuestra virgen por otra. –¿Qué insinúa? –Usted ya lo ha entendido. –Lo lamento. No sé a qué se refiere. –Que una vez se la llevaron a la capital para catalogarla para una exposición, la mantuvieron sin exhibirla y nos la devolvieron algo distinta. –¿Distinta? –Más aseada. Pregunte por la Merindad o por los otros pueblos del Páramo. –¿Y qué tengo que preguntar? 193


–Por sus vírgenes. Le dirán lo mismo que yo. Padre Eustaquio anotó en su libreta. Procuró un cambio de conversación. Dijo: –Hábleme de los milagros. –¿Qué coño pasa con los milagros? –La llaman Milagrona, ¿no? Me imagino que originalmente gozaría de otra advocación. Me confunde sinceramente ese nombre. De verdad, ¿no hay ningún milagro contrastado que lo justifique? Lorenzo respiró profundamente. Adoptó un aire de conmiseración o lástima, de perdonavidas molesto, como si al dirigirse al recién llegado lo hiciera a uno que estuviera mal de la cabeza: –¡Milagros! ¡Mierda! ¿Cómo un cura me pregunta a mí por los milagros? Yo no creo en brujas ni en tonterías. Sólo sé que cuando doy un corte a la alfalfa, miro al cielo y el cielo me responde mojándola para que me joda. Y eso que no llueve nunca más que cuando siego la alfalfa. Si tuviera alfalfa para segar todos los días hasta el pedregal más arisco se convertiría en mar. ¡Milagros! ¡Milagrona! Cuando se le pide que llueva, hace sol; y cuando se le pide que haga sol, atruena hasta el diluvio. Y si se le pide lo contrario para que se equivoque, entonces equivoca la equivocación para jodernos. El gato caza ratones porque cree que hace daño al amo. Esta virgen pues lo mismo. Pero nosotros, la queremos, incluso yo que soy ateo. Es terrible ¡Qué le vamos a hacer! Igual ese es el milagro, cura. El único. Soy un romántico. Lo confieso. Un romántico ateo. ¿Sabe usted lo que quiero decir? Daría lo que hiciera falta, incluso mi vida, para encontrarla y no voy a permitir que el arzobispado aproveche su sustracción para sustituírnosla por una de esas alargadas y famélicas, tan modernas que no se sabe si 194


son un cayado o un alambre retorcido y oxidado. ¿Me comprende? –No. –¿Seguro que no entiende lo que quiero decirle? –Estoy confuso. Usted es ateo, cree en la Virgen, y protesta del cielo. ¿Cómo voy a entenderle? Me desborda usted, sinceramente. Mi imaginación no llega a tanto. Explíquese, por favor. –¿Ha querido usted alguna vez a una mujer? –dijo entonces abruptamente el alcalde, con ganas de zanjar la conversación. –Sí. Abrió inopinadamente los ojos. Estaba confundido y muy nervioso. –¡Qué me dice! –Lo que oye. –¿Pero usted no es cura? –acertó a decir a duras penas. –Lo soy, evidentemente. –¿Cura y en el Vaticano? –Y también hombre. –Jodé, eso ya se ve. –Al servicio directo de su Santidad. –¿Y ha querido a una mujer con todo el ansia? –preguntó escandalizado. –Por supuesto. –Pero ¿quererla de verdad? ¿Quererla con toda el alma? –Le repito que sí. –¿Quererla hasta el fin? –¿Hay otra forma de entrega más sincera? –¡Ay, la leche! ¿Y…? –¿Y? ¿Qué? –Que si ella le correspondía. –¿A qué llama usted corresponder? 195


–Coño, a desnudarse, a ponerse en pelotas, ya sabe, a permitirle esconder un ratito dentro de su cueva la culebrona orgullosa que tenemos los hombres. –Eso permítame me lo reserve en mi conciencia, ¿por qué tengo que decírselo a usted? –¡Porque soy el alcalde! Padre Eustaquio se sonrío. El alcalde estaba sudando, nervioso. Le examinaba con ojos expectantes. –Dejémoslo en sí o mejor dejémoslo en no. ¿Le complace como respuesta? Seguro que eso es no, aunque es posible que sí. Una respuesta demasiado inteligente. Respiró profundamente el alcalde. El cura es listo y si le atornilla puede que le deje en vergüenza. Mejor ser amigos. Intentó congraciarse –Una mujer pidiéndole guerra y usted que no se la puede dar. Y usted en esos momentos ¿cómo se quedaba? –Jodido. –Dígame la verdad. No me engañe. –Muy jodido. Una profunda desazón. Un estremecimiento imposible de soportar. El alcalde entonces le puso una mano en el hombro, como si quisiera de alguna manera consolar a un compadre en el bar. –¿Lo ve usted? –le dijo en el tono amistoso de quien se ve obligado a acompañar en la tristura a un viejo amigo– Pues eso mismo. ¡Eso es lo mismo que siento yo en estos momentos! ¿Lo entiende usted ahora? 67. Clementina. Transcurrían las horas de prolongación de su vida vigilando el paso de personas por delante de su ventana. Medio escondida, su rostro gris de cebolla vieja parece 196


una calcomanía pegada en una esquina de la misma ventana. Allí se estaba Clementina la media mañana y la tarde completa, despeinada, con los ojos vigilantes, celadora de la vida de los demás desparramada por la calle. Una cortina recogida y un geranio rojo daban algo de color al cuadro costumbrista. Cuando padre Eustaquio abandonó el ayuntamiento y se encontraba ya en la misma puerta del dispensario (cerrado porque la enfermera sólo cambia apósitos martes y jueves), Clementina surgió de la casa de enfrente, la de fachada de adobe y tejas sueltas, atravesó la calle despacio como un caracol sin prisa y le esperó bajo el alero. –¿Es usted el que viene a traernos una nueva virgen? –preguntó con su voz chillona exenta de matices. –No. Vengo simplemente a investigar el robo –dijo padre Eustaquio. La mujer se agarró con fuerza a su chaqueta. –Mejor la hornacina vacía que alquilada a una impostora, ¿me entiende usted? –dijo algo agresiva– Queremos nuestra virgen, no otra. Dígaselo al Papa, al sursuncorda, a quien sea. En Tamarón Príncipe queremos nuestra virgen. La nuestra, ninguna postiza por mucho que se le parezca. –Todas son iguales –dijo padre Eustaquio–. Todas sirven para suscitar la devoción. –¡Y un carajo! –exclamó nerviosa la mujer– ¿Es lo mismo un denario falso que otro auténtico? ¡Y un carajo! Torció el rostro como si buscara la perspectiva apropiada para lanzar su inevitable ataque, y dijo: –Allá donde se llevan la virgen para adecentarla la reponen limpia, pero no la misma. Traen borra y no ve197


llones. Es un engaño. Indague, indague usted, pero no pregunte a los curas de esos pueblos, que son los que se guardan para su provecho la hebra del torrezno. Ninguno de esos curas calienta un puchero vacío. Clementina, a instancias de la Virgen según propia confesión, viste de negro de la cabeza a los pies, como una monja sin toca. 68. Fonda de carretera De regreso, y aprovechando que la “Cirila” no estaba por la labor de fastidiarle el viaje, padre Eustaquio tomó asiento en una fonda de carretera, adornada con aperos castellanos y almenas en el tejado. Comenzó la anotación de aquellas interrogantes que a la noche pasaría a limpio. Reflexionó acerca de la cerraja, la calle curial, la llave en la sacristía, la curiosa denuncia acerca de la restauración y limpieza de imágenes. Se preguntó muchas cosas dando respuesta a otras. Efectivamente, la pesada cerraja ni había sido manipulada ni forzada. Los remaches mantenían el mismo color ferroso del resto de componentes. Lo había comprobado personalmente: era uno de los motivos de su viaje. O había sido olvidada en el banzo junto a la cruz de piedra sin que nadie se percatase la víspera al cierre de la ermita o los ejecutores del robo accedieron sin problemas a la llave, guardada en la sacristía. ¿Y el móvil? ¿Qué puede inducir a una persona a cometer un acto delictivo gratuito? Porque gratuito es robar una imagen sin conseguir provecho alguno por su difícil salida al mercado. Siempre algo es consecuencia de algo. ¿Por qué tantas Milagronas idénticas? ¿Por qué esa 198


manía de replicar una imagen estrafalaria? ¿Por qué precisamente la Milagrona y no otra advocación? Le rondaba ese moscardón inteligente que sólo despierta cuando el cosquilleo de la intuición se activa. Lo que más le desorientaba (más incluso que la localización de la talla mariana, y el cubilete de arroz que tenía delante con el bigote amenazador de una gamba vigilando con sus ojos saltones de lenteja negra) era el cardenal. Sacarle de Roma, a pesar de su complicada situación, para encargarle un trabajito insustancial no parece de recibo. ¿Le había echado simplemente una mano en momentos de tribulación? Se le dio bien desnudar la gamba a cuchillo y tenedor. Recordó las palabras del comisario Nicolás: amigo, vas a tener que bucear en aguas más profundas de las que te imaginas. Terminó de almorzar. Tomó un café y luego otro. Había aparcado expresamente la “Cirila” a la sombra, alejado de la batería de camiones. Tenía toda la tarde por delante. Manué: lo único de valor de la ermita de Tamarón Príncipe, señores, es la cerraja. ¿Se la han llevado? 69. En el museo diocesano. El señor aburrido vendía estampitas, postales y la guía del museo tras una mesa cubierta con un paño rojo. Le saludó afectuoso, le estrechó la mano. Tenía ganas de hablar. Dijo: –Usted es el primer visitante del día y me temo que el último, y eso que hoy no se cobra entrada. –¿Y los demás días? –Tampoco, ¿para qué? Este es un trabajo muy descansado, salvo algún tour de extranjeros que aparezca 199


por equivocación puedo pasarme el día mirando la televisión, pero, claro, tampoco tengo televisor. Pongo la radio. Voy a hacerle una confidencia: me cargan los extranjeros. Se creen que esto es un mercadillo, que todo está en venta. Levantan las tallas por si el precio viniera marcado abajo, y entonces protestan los sensores y las luces sueltan destellos naranjas como en los cabarets, y se detiene la circulación por la llegada de la policía. ¿Sabe usted inglés? –Cuatro palabras –dijo padre Eustaquio para no significarse demasiado y salir del paso. –Le sobran. Yo creo que los ingleses no saben inglés, por eso lo chapotean con la boca cerrada. Un recorrido de diez minutos. El museo no daba para más. Alguna escultura trabajado el mármol, cuadros propios de iglesias no favorecidas por mecenazgos: escenas terribles de martirios, de gran tamaño para ocultar ventanas tapiadas; tapices angustiosos, oscuros, de escenas bíblicas; un Santiago metido en una vitrina. Un gargantón escupiendo por sus fauces enormes cientos de figuras diminutas como arañitas de colores: “sed o fríos o calientes, porque si sois tibios os arrojaré de mi boca.” En el centro, en lugar destacado, sobre unos restos de columna romana un juego de raíces de tubérculos, dispuestas unas en vertical, otras tumbadas, otras soportadas encima de otras. Una cosa muy ordenada, muy artística, una performance muy original, de mucha exigencia para su comprensión. –¿Y esto? –preguntó padre Eustaquio. –Pues ¿qué quiere que le diga? Ya lo ve usted. Reminiscencias de la guerra, lo titula el catálogo, es que en la batalla del Ebro los de un bando cambiaban al otro lagartijas por escarabajos, y lombrices por cordones de 200


botas. Y se repartían los cigarrillos hasta acabar la picadura. Y en navidad se emborrachaban juntos. Muchos de los combatientes de ambos bandos eran de por aquí. –¿Y los fondos del museo? –No, señor. No los hay, que yo sepa. –¿No hay una sala oculta a los visitantes donde se guarden piezas pendientes de catalogación? –No, señor. Este es un museo pobre. No hay presupuesto para adquisición de piezas nuevas. De vez en cuando padre Patricio nos remite un crucifijo de nácar o un ánima purgante, donación de alguna vieja en su agonía como expiación por sus pecados importantes nunca cometidos. Estampitas, escapularios. ¿Conoce usted a padre Patricio? Es el conservero de la archidiócesis, el mandamás en esto del arte. –¿Me asegura entonces que no poseen tallas en restauración? –De eso se encargan los dominicos, señor. Tienen un taller importante. Aquí sólo hay un trastero para barnizados, una brochita, una lija y poco más. Al despedirse, dijo: –Si vuelve usted el año que viene, encontrará el museo convertido en comedor social y a mí de camarero sirviendo menestras. 70. En el convento de los dominicos. No hubo problemas para que le abrieran la puerta. El hermano portero era muy estricto en el cumplimiento de las normas, de modo que le hizo esperar en la pequeñita salita acristalada, desde donde se divisa la galería del convento y el centro del patio con su tosco pozo de piedra. Después de un rato largo descolgó el teléfono negro. Se conoce que las normas internas exigen detener las 201


prisas y amansar las ansias. Silencio, recogimiento, oración. Dentro de la pecera el tiempo se desnuda de importancia, quedando relegado a un monótono repetir de segundos sin emoción alguna. La temperatura resulta grata: hay aire acondicionado. Padre Eustaquio se sentó, iba preparado, sabía que lo mejor en estos casos es cerrar los ojos y aguantar con elegancia, como en la consulta del dentista. El hermano portero actuaría con la exactitud de un reloj atómico. No había aparentado ninguna sorpresa al solicitarle un encuentro con fray Ignacio. Se limitó a apuntar en un cuaderno la fecha, hora y persona interesada. Le dijo: espere ahí, ya será avisado. Diez minutos más tarde, un fraile alto, delgado, apareció por una puerta lateral; penetró sin prisas en la pecera, frotándose las manos; sonriendo artificialmente se le acercó. –¿Pregunta usted por nuestro querido hermano Ignacio? –Efectivamente. –¿Es usted pariente? Negó con la cabeza. –Permítame la indiscreción, ¿para qué le busca? –¿Pasa algo? ¿Está enfermo? ¿Ha fallecido? –¡Oh, no! –dijo el fraile– Es una persona delicada y generalmente le filtramos las visitas. –¿Recibe tantas? –¡Oh, no! Pero tampoco conviene alterar la rutina habitual de la congregación. –Está bien –dijo padre Eustaquio–. Ni le conozco ni me conoce él a mí, pero no tengo prisa. Puedo esperar a que termine lo que usted llama su rutina habitual. He hecho un viaje demasiado largo para verle y no pienso marcharme. 202


–Adelánteme por lo menos el objeto de su visita –dijo el fraile por cortesía. –Quiero saber a qué se dedica en concreto dentro del convento. –¿Y para qué? Los hay zapateros, los hay sastres, los hay electricistas. Padre Eustaquio entonces se presentó. El fraile ni se inmutó. No exteriorizó en absoluto sorpresa alguna, ni siquiera se molestó en justificar su mentira piadosa anterior. Se limitó a esconder su diente de plata, y dijo: –Aguarde unos segundos. Se acercó al mostrador, dijo algo al hermano portero y este marcó otro número en el teléfono negro. Un minuto más tarde, un fraile tieso, de aspecto desenvuelto y mirada inteligente, apareció por la misma puerta lateral. Se le notaba incómodo. Dijo a modo de saludo: –Soy el superior. ¿No será usted el vaticanista? –El mismo –dijo padre Eustaquio, sorprendiéndose de que ya se hubiera transmitido su filiación tan rápidamente. –¡Qué honor! ¡Qué inmenso honor! –Me interesa ese asunto de fray Ignacio. –¿Por algún motivo especial? –Curiosidad de hermano o deformación profesional, tómelo como guste. –Si pretende usted comprender su desaparición, debo decirle que fue voluntaria y no debe considerarse como tal. Nuestras últimas noticias son que vive como un ermitaño, entregado a la oración y a la purificación de su espíritu. La barba se le ha tornado más negra y los andares más firmes. Damos gracias al Señor por eso. Digamos que está recuperando una salud mermada por la fatiga de los años. En el fondo es digno de admiración 203


que en el ocaso de su vida uno quiera presentarse ante el Hacedor como lo que siempre ha querido ser. Y en este caso, fray Ignacio siempre ha sido ejemplo de humildad, de compasión, transparente como un cristal, bondadoso. Acompáñeme. En el lado este del edificio, en la primera planta, en el taller emborrachado de luz natural, un par de tallas ásperas, inconclusas, situadas sobre un banco de madera, daban la bienvenida. Sin aserrín, limpio, sólo unas pocas herramientas. No había nada de interés salvo una alacena con las puertas cerradas. El fraile, dijo: –A nuestro hermano le gustaba trabajar la madera, incluso quemándola, creando imágenes de Nuestra Señora. ¿Artista o artesano? Digamos artesano, un artesano curioso, no exento de calidad, pero artesano. –¿Con obra propia? –Bueno –titubeó el fraile–, retoques, restauraciones, repintados, cosas así, de poca monta. Pero también réplicas personales. Ya sabe. Corregir lo corregible. Un buen imaginero, sí señor. Muy celoso de su trabajo, también, sí señor, aunque dentro de una absoluta y maravillosa humildad. Quería montar un taller digamos que profesional, con aprendices, ayudantes, estadillos de trabajo y todo eso. Pero los tiempos son los tiempos. Ya no hay aprendices que quieran aprender. Todos nacen enseñados. La crisis vocacional es muy profunda, bien lo sabe usted. Fundamentalmente, fray Ignacio daba cumplimiento a los encargos ordenados por el conservero diocesano. –¿Padre Patricio? –¿Lo conoce usted? Asintió con la cabeza. 204


–Hombre de gran inteligencia y cultura –aseveró el fraile. –Y ahora, en su ausencia, ¿quién realiza esos trabajos? –El día a día lo saca el hermano Graciano, su ayudante. –¿Puedo hablar con él? –Lo siento. Descansa de día y labora de noche, como lo hacía fray Ignacio. Los artistas son metódicos, sensibles, les desconciertan los ruidos. Ahora está de retiro en oración, pero en cuanto se haga la puesta de sol se encerrará con llave en el taller y comenzará con sus martillazos y lacados. –¿Puedo ver el dormitorio de fray Ignacio? –Por supuesto. Padre Eustaquio estaba sorprendido de la amabilidad del fraile. La habitación reducida como una celda penitencial, contaba con dos anaqueles repletos de libros. Al mover uno de ellos cayó un billete: “las preguntas representan esperanzas; las respuestas, alfileres en las uñas.” El fraile, dijo: –¡Oh! A fray Ignacio le gusta escribir cositas así. Considérelo poeta de arte menor, nada comparable a San Juan de la Cruz, por supuesto. 71. El traqueteo del tren. El reloj de la estación recordaba películas de entreguerras, noticiarios de antiguos encuentros de dictadores en el andén. En la decoración faltaban hombres con fardeles, mujeres con capazos, niños de vientre plano y ojos grandes, pero estaban presentes las mismas caras aburridas de las gentes que viajan por necesidad. Bancos metálicos apoyados en paredes grises cubiertas de anuncios. 205


Compró un libro en una librería seria de los aledaños de la catedral y otro en una dedicada más a la venta de periódicos próxima a la estación. El traqueteo del tren no resulta compañía adecuada para concentrarse en el ensayito de uno de los nuevos teólogos sobre la caída del pedestal del Dios del Antiguo Testamento, así que decidió desempolvar la novela de policías y ladrones, tan intrascendente y cómoda para alguien como él de rápida lectura y alta comprensión. Se puso a pensar que lo que distingue (fuera en este caso de la calidad, que eso le daba lo mismo) a los autores americanos de los europeos es la licencia de acción, la nula justificación de los hechos, lo que dota de un dinamismo vertiginoso a sus relatos. Se permiten incluso aparcar la lógica. ¿Para qué perder el tiempo en tonterías? Uno puede comerse un perrito caliente en Manhattan con un Kalashnikov colgado del hombro y luego tan tranquilo atracar un banco porque sabe que le respetan el aparcamiento, que a la salida va a encontrarse la calle expedita sin la grúa municipal colapsando el centro al llevarse el automóvil mal aparcado del médico de urgencias. El vértigo de las ciudades evolucionadas no se mide por las apreturas en el metro o las emboscadas en los pasos de cebra sino por la anchura de sus calles, y por el pijama. Uno en las grandes capitales sale a la calle en pijama a comprarse el almanaque y nadie le reprocha nada, aunque lleve desabrochada la bragueta. En el Madrid anterior, el de las miradas grises, eso hubiese supuesto denuncia, y la inmediata aplicación de la ley de vagos y maleantes. Pero ahora también Madrid es una ciudad transformada, vital, con los periódicos salmón anunciando inversiones inmobiliarias por todas las esquinas. 206


Estaba convencido que era en Madrid dónde Dios le había introducido la vocación en el bolsillo para que la encontrase de repente un día en el momento de hacer uso del pañuelo. Le gustaba Madrid y algún día en bromas, en plena locura, propondrá al Papa (cuando se reponga totalmente del susto y vuelva a rezar el ángelus desde la ventana, y él haya recobrado su estatus) venirse ambos de incógnito, de paisano, en clase turista, todo un fin de semana para beberse un par de cervezas, visitar un tablao, y recobrar esa alegría que la trascendencia impide exteriorizar, salvo cuando saludas a desahuciados o acaricias niños hospitalizados y los cañoneros enfocan la luz para iluminarte el rostro. El Papa se lo agradecería y más el cardenal. El comisario Nicolás esperaba en la estación. 72. La fama de Dandi suscita interés en toda España. Explicaba su vida convirtiéndola en un trepidante guión cinematográfico, omitiendo escenas de cama e insinuaciones eróticas para ganarse la audiencia en horario infantil, pero también sin rubor en el rostro. Tarifaba por minutos. Recibía más mensajes de felicitación que un ministro y le solicitaban tantas recomendaciones que podría formar una oficina de colocación, mejorando los resultados de las oficiales. Hábil comunicador, su inteligencia de aventurero racional destaca en los prime time de la televisión por encima incluso de otros cretinos sin más valor para tomarlos en serio que el grado de perversión alcanzado por la exhibición de sus calzoncillos desteñidos y sus desnudos integrales. Viste impecable, respeta a sus interlocutores, goza de los privilegios que España otorga 207


a los delincuentes triunfadores. O sea que se desconoce si pernocta en la cárcel o en un cinco estrellas con jacuzzi y manicura. Daba para mucho igual que los chicles pegajosos que no se sueltan del zapato. Podía estirársele cuanto se quisiera, que a todo llegaba. Un filón para las agencias publicitarias. Un animal televisivo, una leyenda viva. Sin razones morales a defender, ni preocupación por ellas, cautivaba por sus respuestas rápidas, controladas, que como dardos certeros terminan repitiéndose en tertulias de café hasta convertirse en latiguillos de entradas publicitarias. Las quinceañeras una vez aprendido a escribir la k por la q le enviaban versos apasionados y los quinceañeros le preguntaban sobre los másteres que debe almacenar un licenciado (o doctorado en dos o tres carreras), además de apellidos catalanes ligados a la banca, para superar los escrúpulos y robar sin peligro de recibir el menosprecio de los ciudadanos. El comisario Nicolás apalabró la cita sin que Dandi opusiera pega alguna. Al contrario, como se debe al público cultiva la imagen. Su agente enseguida hizo hueco en su apretada agenda. Resultaba estimulante el acercamiento del Vaticano, casi un reconocimiento a su cacareada voluntad de colaboración. Lo comentaría, durante un paréntesis, en su inminente conferencia en el paraninfo de la universidad (donde se había suspendido la huelga permanente precisamente para rendirle pleitesía). Bastaba que un ateneo o una universidad, solicitase su presencia para que se paseara por cualquier autonomía tan arrogante como Alejandro ante los bárbaros, recibiendo el aplauso enfervorecido de aquellos a quienes previamente ha esquilmado. Quizá buscara un próximo nombramiento como doctor honoris causa, que por mé208


ritos, según la televisión cultural del país (la de las comadres de largas piernas y rostros ajados, que como único medio de subsistencia descubren a la audiencia, gritando como locas, cómo y dónde perdieron su molesta virginidad), le correspondía. Así que padre Eustaquio y el comisario acudieron al reservado del famoso al tiempo que discreto restaurante donde la realeza, la alta judicatura, los miembros chismosos del gobierno después de una inauguración acostumbraban reunirse para contarse chistes procaces sobre sí mismo, los médicos, los jueces, los notarios, las rubias platino, los políticos de voz atiplada, los periodistas de trasero neumático, y reírlos para que parecieran graciosos. Se levantó a saludarles. Se movía de puntillas con soltura, con la agilidad de un felino y la sonrisa del ferrón martilleando a conciencia el hierro candente. Dijo: –Me he dignado concederles la entrevista para exponerles mi queja por la posición negativa adoptada por la iglesia contra mi persona. Los aires nuevos del Vaticano no han ventilado suficientemente los púlpitos de este país. Y eso no me parece nada bien. Padre Eustaquio aceptó el reproche estoicamente, como los monseñores las negativas a sus exigencias. Dijo: –¿Quiere comprar nuestro silencio? –Son ustedes los que tienen que comprar el mío –repuso Dandi con rapidez, con un brillo especial en sus ojos que no auguraba nada bueno. Padre Eustaquio se limitó a intercambiar una mirada de complicidad con su acompañante. Dandi manejaba la dialéctica. A la orca asesina tras arponearla hay que largarle cuerda para frenar lentamente sus ansias de libertad. Dijo: –Explíquese, por favor. 209


Los cubiertos de plata reposaban sobre la limpia mantelería de hilo. Revestido de madera noble, la decoración del reservado hacía retroceder al XIX, a la elegancia de los trenes reales, cuando se pactaban las alternancias en el poder en vagones exclusivos. Detenido en la época de los grandes mostachos y los criados de librea, el tiempo allí dentro cancela las urgencias, permitiendo el sosiego para una buena y larga digestión. ¿Cuántas revoluciones pendientes se habrían abortado en aquel lugar? ¿Y cuántas imaginadas? ¿Cuántos golpes de estado? ¿Y cuántas miradas apalabrando noches inciertas? ¿Cuántas concesiones? ¿Cuántas divergencias y sospechas superadas? Si se pusieran en un platillo las decisiones justas allí adoptadas y en el otro las injustas ¿hacia qué lado se inclinaría la balanza? Dandi jugó con la copa dedicada al agua. La miró acaso buscando la gota de vaho olvidada tras el último aliento exhalado por el maître sobre el cristal. El comisario Nicolás pensó que cómo un tipo así, tiznado por los rayos uva o por el sol podía gozar de un cutis tan exageradamente perfecto. Todos los menesterosos de las barriadas de Madrid que él había detenido tenían con menos edad la piel arrugada como una pasa, encima sin sufrir tan descaradamente la fuerza del sol al ser filtrados sus rayos por una espesa máscara de mierda. Curiosidades de la naturaleza, se dijo. Por fin, Dandi habló dirigiéndose directamente a padre Eustaquio: –¿Por qué cree, reverendísima paternidad, que abandoné mis actividades profesionales en esa archidiócesis que me cita? ¿Por qué? –¿Por qué? –se hizo eco de la pregunta padre Eustaquio. 210


Dandi suspiró, miró al techo como si por allí se dibujara el cielo, y confesó ciertamente apesadumbrado: –Porque cada vez que perpetraba un acto ¡la iglesia se me adelantaba robándose a sí misma! –¿Qué me dice usted? –preguntó padre Eustaquio. –Lo que yo le diga. El comisario Nicolás salió de su letargo. En el fondo le fascinaba un tipo así, saturado de acciones delictivas, que saboreaba a tope la libertad negada por otra parte a pobres mecheras incautas detenidas por no saber anular la alarma cosida a una prenda de marca. Dijo: –Tengo una pregunta que hacerle. –Adelante, adelante, no se prive. –¿Por qué actuaba de forma tan selectiva? ¿Por qué en unas ermitas y en otras no? ¿Qué motivos le impulsaban a ello? Dandi resopló como un concursante de televisión ante la pregunta definitiva. Les miró y sonrió con suficiencia. –Fi –dijo entonces misteriosamente. –¿Fi? ¿Qué significa Fi? –inquirió padre Eustaquio algo irritado. –Después de desterrar el latín, ¿tampoco estudian ya en los seminarios el griego, la lengua en que escribió Lucas su Evangelio? –comentó indolente Dandi. –¿La letra Phi? –cayó en la cuenta padre Eustaquio. –Efectivamente. – La proporción áurea –dijo entonces–, el número de oro. La proporción que usó Fidias en el Partenón. Dandi aplaudió alborozado. –Muy bien –dijo–. Siga, siga, por favor. ¡Maravilloso! ¡Un cura ilustrado! 211


Padre Eustaquio expuso entonces con aire profesoral: –Hay tres números fundamentales en matemáticas: el número Pi, el número e, el número Fi. El símbolo de los seguidores de Pitágoras, el pentágono estrellado, ya contemplaba el número Fi, que establece una relación de tamaños con la misma proporcionalidad. Leonardo da Vinci lo menciona en su tratado sobre pintura. –¡Bravo! Me rindo ante sus conocimientos –dijo Dandi. –Entonces debo entender que a usted sólo le interesan las tallas que cumplen la proporción. –No, precisamente. –Sinceramente, entonces no lo entiendo. –Dejo la explicación a su docta providencia, mi querido y reverendísimo monseñor –dijo condescendiente Dandi, revistiéndose de la autoridad moral de un profesor emérito–. ¡En Fi está la clave! Piense en ello. ¡Ya tiene tarea para pasar de curso! Naturalmente comprendí en seguida que me enfrentaba a un bromista singular que pretendía con su habilidad desprestigiarme a los ojos de galeristas convirtiéndome en un charlatán, en un embaucador de feria. Se encontraba a gusto. Las palabras enmascaradas detienen cualquier crítica inoportuna. La vida es cine: tramoya y ficción. Sospechaba que en esta ocasión su hermetismo calculado daría buenos frutos. Había accedido a la entrevista por compromiso y no era momento de enjabonar espaldas sino de conseguir que el representante del clero y el comisario se dedicaran más a pensar que a preguntar. No estaba para caer en trampas. Dijo: –Dejo las conjeturas a la sagacidad de los vaticanistas. 212


Padre Eustaquio tardó voluntariamente en reaccionar. Los misterios como los retos tienen solución. Sólo se trata de alcanzarla sin demasiado gasto de energía. Dandi gozaba de un rostro casi redondo, lo más parecido a una diana. Se imaginó, por consumir tiempo, en su reacción de amenazarle con la pistola. ¿Le imploraría de rodillas? ¿Le suplicaría bañado en lágrimas? ¿Devolvería lo robado a la iglesia? En la confesión intuyes la compunción del pecador, pero ante una pistola las reacciones por inesperadas son muchas veces inexplicables. Instintivamente se tocó el lado izquierdo de la chaqueta. Allí estaba el arma. Cerró el puño derecho, precisamente el que sale despedido en dirección al punto de contacto marcado por el izquierdo. Se contuvo. Aguantaría su impertinencia un poco más. –Los artistas son ególatras por naturaleza –dijo Dandi. –¿Hablamos de alguna característica especial? ¿De un impostor que replica originales para sustituirlos por sus propias obras? Dandi tardó en contestar, pero cuando lo hizo, dijo: –Naturalmente. Y encima, señor mío, si me permite la licencia, afirmo que son ustedes los hombres de iglesia los que avalan tan impresionante fraude. 73. Una curiosa petición. Contempló otra vez la fotografía de la virgen. No era ningún experto. Sus conocimientos eran simplemente teóricos. Podían darle gato por liebre. Lo básico del románico (mandorla con el Pantocrátor, por ejemplo), las páginas de los códices, los frescos; del gótico las figuras esculpidas en el tímpano de las catedrales, la estructura geométrica de los rosetones, la mística elevación de las 213


naves centrales. Poco más. Conocimientos demasiado elementales. Comenzó a cuestionarse su impericia llegado el momento para distinguir original de réplica. Al otro lado del teléfono, padre Crespo carraspeó y preguntó: –¿Otra vez en Madrid? –Sigo con la investigación. Necesito su colaboración. –Sabe que la tiene. –Un mapa minucioso de la Merindad. Caminos, distancias, lugares de culto, ermitas. ¿Puede facilitármelo? –Cuente con ello. Soy el propio. –Necesito el detalle de las obligaciones pastorales de don Francisco. Ruta diaria, pueblos que visita. –Hecho. –Necesito también alguien experto en arte. –¿Experto, experto? –El mejor. –¿Alguien que en esto del arte sepa poner cada euro en su bolsillo y cada color en su paleta, por ejemplo? –Adivina usted mis pensamientos. –¿Qué tal alguien que haya elevado la voz protestando en la exposición de “Las edades del hombre”? –¿De total confianza? Entonces, padre Crespo le dijo con la tranquilidad del perdedor que sabe que, aun apostando a todos los números, nunca será agraciado: –Si quiere poner nervioso al arzobispo tengo referencias de la persona más indicada. –¿Y por qué he de molestar a su ilustrísima? –No se refrene. Seguro que esa es su intención. Lo he captado al momento. Antiguamente bastaba un rumor para detener a una persona, pero usted lo que quiere es que salten por los aires todos los dientes inútiles de los 214


engranajes rotos. Seguro que el cardenal a eso también apuesta. Y no quiero hablar más. –Ya ha hablado usted bastante. –Me asusta pensar que algún día pueda lamentar mis propias palabras. –No se preocupe: ha elegido las adecuadas. –Tengo el hombre que busca –dijo emocionado padre Crespo–. Es un personaje de cuidado. –¿Peligroso? –Una mosca cojonera. Explosivo y directo; un encajador que disfruta apoyándose en las cuerdas del ring. ¿Recuerda los dominguillos? Pues, igual, a cada golpe se yergue con más firmeza. –¿Seré capaz de convencerle? –Le costará. Pero el caramelo es demasiado apetitoso para que renuncie a llevárselo a la boca. Hubo un largo silencio. –¿A usted le atrae la historia? –preguntó de improviso el padre Crespo. –Es parte de mi formación. –¿Sabe a consecuencia de qué murió Felipe I el Hermoso? –Del agua fría que bebió después de un partido de pelota. –¿En dónde? –En Burgos. –¿Contra quién jugó el partido de pelota? –Contra uno de sus guardias vascos. –Pues, eso –dijo el padre Crespo–. Que el hombre que usted necesita también es vasco, un vasco tocapelotas.

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74. Aita Mancisidor. El comisario Nicolás le acompañó a la Nunciatura. De la Nunciatura se acercaron al extrarradio, adentrándose en el barrio de chabolas. Aita Mancisidor, hombre voluminoso, de espaldas encorvadas, de ojos saltones, grandes, de loco, la nariz picada y la boca algo torcida, caminaba con su sayal marrón y raído entre las porquerías de las callejuelas sin asfaltar. Uñas de los pies, negras; dedos sucios. Se apartó a un lado, a la espera de que el comisario Nicolás detuviese el automóvil. Se aproximó lentamente. –¿Qué se les ofrece? –¿Es usted Mancisidor? –preguntó padre Eustaquio. –Lo que queda de él. –¿Aita Mancisidor? –El mismo. –Pensaba que estaba usted secularizado –dijo al percatarse de su vestimenta de capuchino. –Suspendido más bien –dijo él. –¿Y por qué, si puede saberse? –Por borracho y pendón. –Y por mala persona. –No, no, Dios mío. No, por eso no. Se presentaron. Entraron en su chabola, un cuartucho sucio, oscuro, cerrado, sin ventilación, donde se amontonaban descascarillados platos de porcelana y vasos de plástico. En las paredes, calendarios antiguos, con las hojas sin cortar. Un crucifijo a la cabecera del camastro, con algunas telarañas colgando, humanizaba el entorno. Aita Mancisidor miró el crucifijo, y dijo: –Ese es mi Señor y yo su siervo. Y entonces padre Eustaquio recitó a Jonás: y levantán216


dose de su trono, se desnudó de sus vestiduras, se vistió de saco y se sentó sobre el polvo. –Amén –dijo aita Mancisidor–. Me ha retratado usted correctamente y sin ofenderme. Es usted un hombre justo. Gracias. Una anciana obesa, de cara lisa y oscura, con las cejas casi juntas, llena de refajos y con un moño recogido en la nuca, descorrió la cortina de tela que sustituía a la puerta, se asomó, y dijo: –¿Le molestan estos señores, aita? ¿Mando echarlos? –Gracias, Micaela –dijo él–. Son policías. Bueno –dijo por el padre Eustaquio– este es el peor de los dos, policía y cura. Micaela se santiguó apresuradamente. –¡Ay, santo cielo! ¡Dios nuestro Señor! ¿Qué hemos hecho esta vez? –dijo, y recomponiéndose, añadió–: El aita es un santo y canta la Salve divinamente. Aquí todos somos decentes. Y muy creyentes. Aquí no hay droga ni prostitución. Somos pobres y nos ganamos la comida de forma honrada. Igual no estamos bien vistos, pero nos lavamos todos los días. Nadie blasfema. Trabajamos en lo que se tercia. Cerca de aquí tenemos el arroyo, y les aseguro que nadie mancha sus aguas que por eso bajan limpias. ¿Les apetece alguna cosa? ¿Y a usted, aita? ¿Un té? ¿Un cafecito para subir la tensión? –No, Micaela. Te lo agradezco. –No más que nosotros su compañía –dijo la mujer, y se marchó. Les invitó a sentarse en el camastro. –No comprendo –dijo suavemente aita Mancisidor, como invadido por una repentina espiritualidad que necesitaba sacar a flote– cómo la gente peregrina a la India para calmar las ansias del espíritu. Esto es India, amigos 217


míos. A diez minutos del Palacio Real. No hay monos ni vacas sagradas. A todas las viejas de la misa de doce las traía yo en autobús los domingos para que sanaran sus profundas y terribles heridas: esas envidias y esos pesares por las herencias mal repartidas. Entonces, la niña tuerta atacada por las ratas les hablaría sin acritud de la justicia, y el joven agonizante de lo hermosa que es la última noche, la única que no distorsiona el rostro sereno de Dios. Aquí no hay túnicas que repartir. Aquí Dios habla porque le avergüenza estar callado. –¿Participa usted todavía en los sacramentos? –le preguntó padre Eustaquio. –Por supuesto –dijo molesto por la pregunta–. Estoy suspendido. Ni siquiera expulsado. Abrí la puerta y me fui. Las puertas están para ser abiertas. Lo terrible es cuando están cerradas permanentemente porque el guardián teme que si deja a mano la llave venga la tormenta de afuera a barrer la mierda almacenada dentro. Padre Eustaquio fue directamente al asunto: –Según mis referencias usted es un experto mariano. –¿Experto? ¿Qué es ser experto? ¿El que sabe más o el que sabe que sabe menos? Sé, por ejemplo, que no hay referencia alguna en los Evangelios que indique que Jesús se riera alguna vez, ni siquiera de sí mismo. ¿Por qué nos lo pintan tan lejano, tan trascendente? ¿Tan hierático y solemne? ¿Hablaría de sus emociones a la de Magdala alguna noche de luna llena? Si le gustaba beber también le gustaría reír. Parece lógico, pero los evangelistas lo omiten. ¡Los evangelistas son los primeros censores de la iglesia! Sé algo más que muchos y mucho menos que menos. Póngame a prueba. El comisario Nicolás abrió el maletero y acercó la talla que habían retirado unos momentos antes de la Nuncia218


tura. Venía envuelta en una pequeña manta de lana. Cuarenta centímetros, de madera apolillada, con los colores desprendidos. Casi sin prestarla atención, aita Mancisidor se la devolvió de inmediato. –¿Qué quieren ustedes saber? –preguntó, aparentando una insolente indiferencia. –Lo que pueda usted decirnos. –¿Me compromete en algo? –En nada en absoluto. –¿Esta reunión está auspiciada por el Vaticano? –¿Qué le hace pensar en esa posibilidad? –Sus modales. Son los propios de un ejecutivo de una multinacional en decadencia. –Digamos que podría ser. –El Vaticano es la parte de la iglesia que hace esfuerzos por alejarse del pueblo. Y yo soy pueblo. Enfangado y lleno de mierda, pero pueblo. –Estoy aquí comisionado por el cardenal Presidente de la Conferencia Episcopal Española –dejó caer lentamente el padre Eustaquio. Aita Mancisidor tardó en reaccionar. Abrió aún más sus ojos de loco. Esbozó una sonrisa de pillo, como de niño que ha robado una galleta y se esconde tras las faldas de una mesa camilla. Preguntó incrédulo: –¿Por el mismo cardenal? –Sí. –¿Me lo asegura usted? –Se lo aseguro. –Imposible. –¿Por qué? –Porque Su Eminencia y yo nos aborrecemos tanto como lo que nos queremos. Le respeto y me respeta. Me 219


echa una soga para que me ahorque y luego un salvavidas para que me salve. No puedo creerle. Imposible que le permita a usted mi compañía. –¿Está seguro? –Soy un corruptor de la moral y de las buenas costumbres, amigo mío. Un delincuente de la fe, por decirlo de manera piadosa. Un mal ejemplo. Una deshonra para la iglesia. En otros tiempos me hubieran aplicado la purgación canónica o me hubieran conducido al quemadero. Volvió a coger la talla. Se puso las gafas. La examinó con más atención y se echó de repente a reír. Luego, dijo invadido por la nostalgia: –Dios igual ya me había mirado con ternura para entonces. Conseguí mi primer trabajo. El patrón era un hombre rico, bastante viejo. Sencillo y rico. Me dijo: “Hoy, tu primer día de trabajo, es también el primer día de la hasta hoy mejor primavera de tu vida.” Por la tarde, al mover una estantería, encontré un billete verde, de los grandes, el billete más grande de los de entonces. Lo cogí, lo miré, y tuve la tentación de guardarlo en mi bolsillo. No sé lo que pasó. Pero de repente me vi devolviendo el billete. Me dijo entonces aquel viejo como agradecimiento por mi buena acción: “ni tuyo ni mío, hagamos feliz a un tercero; vete a Capuchinos y dáselo al primer pobre que en la puerta veas.” –¿Y lo hizo usted? –preguntó el comisario Nicolás. –El menesteroso aquel –siguió hablando aita Mancisidor– emocionado invitó a vino peleón a todos sus colegas. Me dijo: “Ven para acá, muchacho, que donde bebe un pobre pueden beber lo menos dos aunque no tengan sed.” Lo malo es que no consiguieron emborracharse: el billete era falso. Entonces me sentí como Neu220


sífanes al ser tildado por Epicuro de molusco, iletrado y puta. Hizo una pausa, y añadió: –Así que me propuse convertirme en hidalgo defensor de entuertos. Los pobres tienen más necesidades que sus semejantes. Los sinvergüenzas llevan ventaja sobre los honrados. Nunca te cansas de clamar justicia. Te acoges a la iglesia. Pero hasta en la iglesia hay más gemas falsas que auténticas. Al devolverles la imagen, añadió: –Tan falsas como esta. Y recitó como un catedrático subido a la tarima del aula: –Virgen sentada, ojos desorientados a pesar de tener al Niño en brazos. En los pliegues del vestido se adivinan matices distintos. Cobalto, rojo. Policromada, principios del XIX, origen Francia. Una mala copia. Les miró con suficiencia, y añadió: –Esta virgen es copia de una de las muchas francesas que nos trajeron los gabachos para castigar la ofensiva de los púlpitos contra Pepe Botella, que como saben ustedes era abstemio pero la iglesia decidió difamarlo como borracho. Es la tradición de los franceses: se llevan lo original y dejan lo falso. Devuélvanla a la Nunciatura antes de que les dé el pasmo pensando que se la han pegado a ustedes, y se meen de risa. 75. El arzobispo se cabrea. El arzobispo no pudo contener su sorpresa. Esta vez había dormido mejor: media gragea a la una y media y otra media a las cuatro. Incluso había pedaleado en la bicicleta estática. Viéndose fuera de la ducha, con la tripa al aire y la toalla alrededor del cuello, pensaba en la im221


portancia de los ornamentos. Un general en pelotas vale lo mismo que un arzobispo en pelotas: nada. O que un barrendero en pelotas: igual de nada. Si se juntan con un guisajillo de frutería también en pelotas imposible distinguirlos al verlos sentados tosiendo en el banco de madera de la sauna. El uniforme es la valla que separa clases sociales. A un menesteroso disfrazado de general se le cuadran hasta los militares de paisano. ¿Cuál es el poder de un arzobispo? El dedo índice. Si el arzobispo adornado con sus vestiduras mueve el dedo (los dedos de los arzobispos tiemblan demasiadas veces), el rastro de un cura no adaptado a las circunstancias desaparece en las tierras de misionar o entre los miles de papeles de la curia. Por eso el vaticanista le caía francamente mal, porque empequeñece su figura escupiéndole a la cara que por encima del gran jefe de la archidiócesis se encuentra el Papa de Roma y en medio el cardenal enhebrando hilos torcidos. –¿Qué me dice usted? –gritó– ¿Ahora necesita ayudante? ¿No ha dado un paso y ya necesita bastón para caminar? –Así es –dijo padre Eustaquio en el tono humilde de quien implora un favor. –¿Lo ha consultado con el cardenal? –Le parece oportuno. –¿Un seglar en nómina? –Dejémoslo en un voluntario a gastos pagados. –¡Ah, el lenguaje sutil vaticanista! ¡Qué refinamientos! ¡Qué lejos están ustedes de los pobres párrocos de pueblo! Si los párrocos de pueblo pidieran para el retejado de las iglesias de forma tan sibilina todo el mundo acudiría a misa con paraguas –hizo una larga pausa–. Me desagrada la idea de permitir a un extraño hurgar en 222


nuestras heridas. ¿Conozco al que propone como ayudante? Adelánteme su nombre. –Aita Mancisidor. –¿Ese vasco borracho? –saltó como un resorte el arzobispo, elevando el tono de su voz– ¿Para qué coño lo quiere usted? –gritó en tono hiriente– ¿Sabe lo que me pide? Le tuvimos que expulsar de una de las exposiciones de “Las Edades del hombre” porque afirmó que la mitad de las tallas estaban mal catalogadas cuando no falsas. ¡Un escándalo! ¡Qué atrevimiento! ¡Qué osadía! ¡Qué vergüenza! Delante de las autoridades! ¡Delante del Nuncio! ¡Qué bochorno! –Ilustrísima –repuso padre Eustaquio en tono firme y muy seguro de sí mismo–, lo necesito. Es el mayor conocedor de arte mariano, una autoridad contrastada. Estoy convencido que me será de gran utilidad. –¿No se fía usted de los conocimientos de padre Patricio? –Por supuesto que me fío, pero me vendrá bien a mi lado otro experto para contrastar opiniones. –Está bien –condescendió el arzobispo acaso por la fuerza de los hechos–. Si el cardenal lo aprueba, obedezco y punto. Allá usted. Que no me celebre misa en público, que no beba. Y si bebe, que no se emborrache. 76. Aita Mancisidor en la capital de la provincia. Descendió con cuidado para no desequilibrarse con los escalones del autobús. Se sabía poco ágil. Aseado, con la barba recortada y una camisa blanca sobre un pantalón marrón, no parecía en absoluto el tipo desharrapado y sucio que almacena desperdicios en la chabola. Dijo a modo de saludo: –¡Lo ha conseguido! 223


–La iglesia también es capaz de modificar su visión del mundo –dijo padre Eustaquio. Se abrazaron. Enteramente rejuvenecido, respiró el aire profundamente como un esclavo liberado de sus cadenas. Recortado el cabello, cuidada la barba, se le notaba alegre, exultante. Temblaba de emoción. Al acercarse a la catedral, dijo: –Quiero oír misa. Se celebraban esponsales en el altar del Cristo, la talla que al perderse Tierra Santa los cristianos encerraron en un arcón de madera y la dejaron a la intemperie del mar, de donde la recuperó un mercader de regreso de Flandes. Se pusieron detrás, como dos turistas curiosos. A la salida, dijo: –Estoy reconfortado. He pedido a ese Cristo sufriente que me apunte con su dedo al cerebro si cometo alguna perversidad. –Y que dispare –dijo padre Eustaquio. –No, no, ¡eso no! ¡Ni lo miente! Que si es el de los apócrifos seguro que goza de excelente puntería. 77. Aita Mancisidor conoce a sor Jesusa. Sor Jesusa después de asignarle habitación les condujo a la sala contigua al refectorio, que ya conocía padre Eustaquio, donde estaban los cirios negros, el crucifijo plateado y la Virgen enlutada. –Este es el depósito –anunció–. Pero lo usamos poco, gracias a Dios. Aquí se encontrarán a gusto, incluso más que si fallecen de repente y no pueden venir por su propio pie. Les aseguro que nadie se acercará a molestarles. –Parece un sitio poco estimulante –dijo aita. –A un lado se come –dijo la monja– y al otro se reposa eternamente lo comido. Nosotras ya estamos acos224


tumbradas. Esta es una salita de pocas limpiezas. Las madres al morirse no la ensucian mucho, la verdad. ¿No me pidieron un sitio tranquilo? Les aseguro que ninguno como este. Antes de despedirse, se dirigió de nuevo a aita Mancisidor: –Le advierto que me disgustan los secularizados y los intrigantes aunque antes fueran santos. Las cosas claras. No moleste a las novicias con sonrisas de Mona Lisa y tonterías parecidas. Las tres son guapas, morenas, y lo saben, escuchan la palabra del Señor con devoción, cuidan del jardín y lavan muy bien la ropa. Y no necesitan que nadie se lo diga. Le permito la entrada en el convento por obligación. Esto no es un hospedaje de seculares. ¿Está claro? No se me separe ni un solo instante del padre. Él es responsable de su comportamiento. Y espero que cuando regrese a Madrid o de donde proceda, comente que aguantó, porque así convino a sus únicos intereses, a una carcelera que espiaba las respiraciones y castigaba excesos y destemplanzas. Es por si usted tuviera la tentación de hablar bien de nosotras y entonces tuviéramos cola de espera a la entrada. Aita Mancisidor levantó el dedo índice, solicitando permiso para hablar. Sor Jesusa le miró fríamente. –Le escucho con auténtico interés –dijo la monja. –Sólo una puntualización a su excelente e ilustrativo parlamento, queridísima y amadísima y reverendísima madre superiora –dijo aita Mancisidor, poniendo las palmas de las manos vueltas hacia el techo, y con una adulación exagerada–. No va a ser usted la primera, y lo lamento. Por muchos méritos que intente, ya hubo una papisa antes que usted. Se llamaba Juana y dio a luz entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente. Quizá llegue 225


usted a papisa, que méritos y carácter no le faltan, pero dudo mucho de su posible alumbramiento. Lo siento de veras. Además, no estoy secularizado. Sólo suspendido temporalmente. Se arrodilló de repente en el suelo como para implorar perdón y al elevar los ojos al techo se topó con la talla de la Virgen. –¡Dios santo! –exclamó– ¿De dónde la ha sacado, madre? Recitó casi de memoria: –Siglo XVI, románica, fíjense en la construcción de la figura. Esa caída de ojos, ese semblante, esa tristeza, ese sencillo tocado enmarcando el rostro. Esa posición humilde. Virgen de amor, ¡de amor! ¡Pobrecita! No del amor desprendida por ella hacia los demás sino del de los demás hacia ella. ¿Qué hace recluida en esta casa, aquí, con usted, madre? –Consolarnos en la desgracia –dijo sor Jesusa. –Un consuelo sin lágrimas, naturalmente. –¿Por qué dice eso? –preguntó molesta la superiora. –Porque es una imitación inacabada. –¿Y qué se ha creído usted? –dijo insolente la superiora– ¿Que si fuera auténtica no la hubiéramos vendido ya para mejorar nuestra despensa? 78. Aita Mancisidor examina la fotografía. Durante cinco minutos aita Mancisidor tuvo en sus manos la fotografía de la Milagrona. La miró al trasluz, buscó un ángulo más acertado girando la cabeza. Le sedujo. La puso sobre el paño negro de la mesa del depósito, y cerró los ojos. Cuando los abrió seguían allí expectantes sor Jesusa y el padre Eustaquio. Dijo: –El Niño es horrorosamente feo y la Madre no le va a la zaga. 226


–¡Por el amor de Dios! –gritó la reverenda– ¡Contenga su lengua! –Hermana –dijo aita Mancisidor– el mismísimo san Ireneo describe al Señor como “informus, inglorius, indecorus”. En el siglo II Clemente de Alejandría definía a nuestro amado Jesús como “el más feo de los hombres”. “Bajo y poco agraciado”, lo definió Orígenes. Si Cristo era así de feo ¿por qué narices iba de niño a ser guapo? Y se preguntó luego en voz alta: –¿Quién la tallaría? ¿Quién mandaría tallarla? Guardó un rato de silencio, y añadió contestándose: –Alguien contrario a los oropeles y al afán de lo luminoso; una crítica a los desmanes de la iglesia. Una Virgen de pobres y un Niño de desconcertados, de los que buscan en los basureros zapatos con pocos agujeros. Muy bien. De acuerdo. Explíqueme que hago yo aquí. ¿Qué buscamos? ¿Por dónde empiezo? Padre Eustaquio extendió el mapa sobre la mesa. –Fíjese en los puntos en rojo –dijo, y comenzó la exposición de sus ideas. Finalizado el plan de acción, volviéndose a la monja Aita Mancisidor dijo: –Reverendísima madre carezco de carné de conducir. –¿Y qué? –contestó sor Jesusa con aspereza– ¿Qué pretende usted? ¿Que le transporte yo misma en brazos? 79. Una monja se disfraza de seglar. Acudió de prisa al ropero parroquial para hacerse con algo que le favoreciese. Al final, sor Matilde, la monja chofer, encontró una falda entablada, de alumna de colegio religioso, a la que tuvo que meter un buen tajo al bajo para que no rozase el suelo, y una camisa de tela nada transparente, de cuello cerrado, sin escote. 227


Cuando la vieron vestida así, con sus hermosuras flotando, la cara redonda, los ojos nerviosos, los andares un poco equivocados por culpa de unos zapatos de tacón exagerado para su escasa costumbre, las novicias no pudieron contener su risa. Sor Matilde dijo mirándose al espejo: –¡Parezco una estrella de cine! –La Chita de Tarzán –respondió una de las monjas más viejas, antes de santiguarse escandalizada y abandonar murmurando el cuarto de costura. Por su parte, Aita Mancisidor adquirió en unos grandes almacenes en liquidación unos bermudas anchos, de dibujos salvajes, y una camisola abierta, de colores chillones y unas deportivas con cámara de aire que al andar le desequilibraban por su ligereza. Con sus piernas blancas al aire, el sombrero de paja, gafas oscuras reflectantes y la cámara fotográfica al hombro, daba el engaño perfectamente. Era un guiri natoso, blandito, desgarbado, funcionario municipal de un ayuntamiento del Mississippi oriundo de un distrito de Tejas, perdido en el estado de Nueva York allá por Haiti más o menos. Un sheriff cansado de hablar por radio, agotado de perseguir delincuentes atraca bancos por los desiertos de Arizona y sitios de supervivencia al límite. Hizo amagos exagerados de masticar tabaco o chicle o palomitas de maíz, mascullando al mismo tiempo cuatro o cinco palabrejas en un inglés de bofetón, de los que rompe los tímpanos a quien escucha. Las novicias, horrorizadas, se llevaron las manos a los ojos, dejando entre los dedos una rendijita piadosa suficiente para no perderse del todo el espectáculo. Sor Jesusa, dijo en su papel de priora del convento: –Nada de desviarse del camino ni de que la “Cirila” se pare en una cuneta o en un descampado. Nada de 228


tonterías. Las tentaciones las alimenta el maligno para combatirse el aburrimiento, y siempre está aburrido. –¡Ya somos adultos, madre! –dijo sor Matilde, a la que no desagradaba en absoluto aparcar los hábitos unas horas todos los días. –Eso precisamente quiero decir –observó con firmeza la superiora. Aita Mancisidor, se dirigió a sor Matilde: –Me hace el honor, lady. Y le tendió el brazo del que se colgó orgullosa. Como una pareja de novios entrando en la iglesia, muy solemnes y serios cruzaron el pasillo. Sor Matilde se agarró el vestido por detrás e hizo un gesto gracioso como de estirarse la cola, dando una patada al aire. Luego, antes de salir a la calle, se volvió a la superiora, y dijo: –No tema por mí, madre. Mi embarazo será puramente psicológico. –¡Lagartona! Para el día siguiente, habían separado hasta un segundo y un tercer vestido. Uno, por ejemplo, de falda vaquera, tan largo que le llegaba al suelo y con una abertura lo suficientemente amplia para permitirle libertad de movimientos. Se empezaba a gustar ante el espejo. Se daba una vuelta, como las damas cuando se prueban la talla, poniéndose de puntillas para saber cómo le sentarían unos zapatos de tacón, en lugar de los planos de uso habitual. Sor Emerenciana, la costurera, con los alfileres colgándole de la boca, le tomaba el bajo con esmero. Dijo: –Un pequeño sacrificio con los dulces y le caerá otro día perfecto. 229


Sor Matilde, imploró: –Un poquito por encima de las rodillas, para ver cómo me sienta. Sor Jesusa, saltó como impulsada por un resorte: –¡Pero madre! ¿Conténgase! ¿Se me está usted maleando o se me ha vuelto coqueta? –¡Oh, madre reverendísima –dijo sor Matilde algo emocionada– es que el mundo no es tan malo! Y además creo que tengo unas rodillas bonitas. Sor Emerenciana, dijo: –Y un poquito de escote para que se vea que las monjas también tenemos tetas. –¡Por Dios, madres, conténganse! –exclamó horrorizada sor Jesusa, y abandonó la estancia poco menos que santiguándose. 80. Trabajo de campo. Contaban con muy pocos días para visitar el mayor número posible de ermitas a fin de indagar sobre las imágenes ubicadas en sus hornacinas, trabajo al que padre Eustaquio había concedido prioridad. ¿Cuántas eran reproducciones? ¿Antiguas, recientes? Aita Mancisidor se arrellanó como pudo en el asiento de copiloto y cerró los ojos y se puso a escuchar en la radio del coche, ahogada por los tosidos del renqueante motor, una cancioncita de los años treinta, un cuplé de una señora en enaguas, desquiciada porque nadie le encuentra la pulga. A sor Matilde le hizo gracia la letra porque en el convento algunos años tenían invasión de estos dípteros parásitos. Un verano, por ejemplo, olvidaron un balde en el jardín y al levantarlo semanas después encontraron debajo también una plaga de cucarachas. Decenas, cien230


tos, miles, tontas, gordas, negras, asquerosas, intentando desesperadas huir de la luz igual que Sedecías y sus hijos de los caldeos. Experta conductora, cuesta arriba nunca se le calaba la “Cirila” y cuesta abajo tampoco se le recalentaban los frenos. Estaba encantada de romper la monotonía de los viajes diarios al mercado para vender las judías verdes o al supermercado a por rollos de papel higiénico, que adquiría casi por kilos. Ahora por lo menos podía enfilar la carretera general y luego torcer por las comarcales y atacar más tarde las provinciales hasta alcanzar las locales y continuar por las roderas de los tractores. Le gustaba silbar, y silbaba; le gustaba cantar, y lo hacía de forma tan desgarradora y fuerte que aita Mancisidor en algún momento temió por la resistencia de sus tímpanos. La monja, dijo: –Es que soy muy alegre, ¿sabe usted? 81. Unos americanos quieren rezar. Tierras de sementera, semejando un sinuoso mar de cereales meciéndose bajo un suave viento caliente. Entre iglesia y ermita una extensa hilera de árboles descuidados, sin dueño; más allá las pesadas cruces labradas en piedra, alguna de ellas caída embestida por la mala maniobra de un conductor inexperto. Y se encontraron con la santera en el mojón cónico de piedra que acota la propiedad del cura, donde se injertan precisamente los plátanos de sombra enfermos que anuncian el atrio de la iglesia, donde se aparca el vehículo funerario para descargar a los de cuerpo presente. Les dijo: –Toco también la esquila por las calles para anunciar los oficios, y la campana pequeña de bronce para la noticia de un infante difunto. Las otras se tocan apretando 231


un botón. Las campanas ya no se voltean, es el badajo el que se impulsa solo. Una cosa de misterio, muy moderna. Y al abrirles la ermita, dijo: –No sabía que gozara de tanta fama nuestra Señora. Aquí, en el contorno, en la romería de septiembre se llena la campa y viene el melonero, y se venden ajos, y vino de Toro, pero que se acerquen ustedes desde tan lejos expresamente a ponerla una oración es una agradable sorpresa –y añadió todavía muy impresionada por la visita de la pareja de americanos–: se lo comunicaré al señor cura cuando vuelva de su retiro. –¡Oh, yes! –dijo aita Mancisidor. Sor Matilde, dijo a la santera: –Mi marido es painter. Pintor. ¿Ok? ¡Un veri buen pintor! Ji jas pichars en el misium de New York. ¿Ok? –Ok –dijo la santera por mimetismo. –Mi español poquito a poquito. Litel. Despacio, despacio. Mi marido y yo católicos, ¡veri católicos! En nuestra iglesia, en misa los niños en la pecera para que no molesten. –¡Qué barbaridad! Aquí los niños corren entre los bancos y se suben al altar cuando les da la gana. Le estiran de la casulla al cura y al cura no le importa pero a nosotros, los que somos de alguna edad, sí que nos molesta. ¿Saben ustedes? Las oraciones en cuanto una se va haciendo mayor se escapan por el aire, necesitamos concentrarnos mucho más tiempo para rezar lo mismo. –Los niños estorban. –¡Oh! ¡Pobrecitos! ¡Mira que encerrarlos como si fueran bacalaos! –Eso mismo. Y el cura camina por el pasillo central charlando con la gente, interesándose por sus problemas. Y eso está muy bien, verigú, a todos nos gusta. 232


–¡Qué vergüenza! Pues no, señora. Si las misas de aquí fueran así no acudiría nadie. –¿Guai? –preguntó con aire ingenuo sor Matilde. –¡Sólo faltaba que el cura se metiera en nuestros asuntos! El cura que diga misa, nos bautice, nos case y nos entierre, y poco más. Y cuando nos confiese que admita que le ocultamos parte de la verdad. –¿Canaysi virgen? –dijo entonces aita Mancisidor con una sonrisa tan exagerada que parecía un americano satisfecho después de devorar un perrito caliente tras una hamburguesa de tres pisos y medio litro de cerveza. Se descolgó la máquina de fotos y se dispuso a localizar el mejor encuadre posible. –Fotos, no –dijo la santera, moviendo nerviosa las manos–. Prohibido. Fotos, no. Fotos, no. ¡Prohibido por el arzobispo! Se colocó delante de la cámara. –P r o h i b i d o –deletreó a gritos para que aita Mancisidor comprendiera su aviso–. P r o h i b i d o. ¡Entendit! ¿Yes? ¿Yes? –¡Ah! –dijo aita– ¿Yu money? ¿Money? ¿Yes? –Que si hay que pagar para hacer fotos –aclaró sor Matilde. –Compren la tarjeta postal. La mujer se dirigió a una mesita y regresó con dos postales que recogían la imagen frontal de la virgen. Entregó una a aita y otra a sor Matilde. –¿Cuánto? –Dos moneys –dijo la mujer–. Dos moneys cada una. Cinco euros. Aita Mancisidor se acercó a la hornacina y subiéndose a un pequeño taburete comparó la fotografía de la tarjeta postal con la imagen. 233


La santera, dijo: –Hace unos meses vino otro señor como su marido, del mismo aire, así de alto y delgado, con cara de hambre, un pobre, más mayor y más torpe. Tenía los ojos grandes porque veía poco. –¿Y qué dijo? –Que no eran la misma la de la foto y la expuesta. ¡Pobrecito! Esto del Camino, que pasa por aquí cerca, concentra muchos tarados, mucha gente loca de atar. Le dije que se tomara un caldito, porque tenía la color baja. 82. Virgen de las Lluvias El hombrecillo parecía moverse a saltos, como si en lugar de rodillas hubiera nacido con unos diminutos muelles helicoidales ocultos debajo de la piel. Lo encontraron en el bar contemplando un vaso de vino con la misma emoción que si fuera una película española de los años cincuenta. Dijo: –No acostumbro a abrir la ermita hasta más tarde y eso cuando hay alguien interesado. Generalmente, los visitantes se conforman con la iglesia. Pero la iglesia, créanme, carece de valor. Yo les digo a veces que aquí se encontró la partida de nacimiento de Felipe II, para revestirla de alguna importancia, pero como si les digo que también el testamento de Isabel la Católica. Lo importante es marcar una cruz en la hoja de ruta. Y a otro sitio, que la noche tiene la manía de aparecer a la puesta de sol. La mitad de los que vienen no tienen ni idea de quién fue Felipe II y ya no digamos la princesa de Éboli, la tuerta aquella que ni siquiera debía serlo. ¿Ustedes son americanos? –Sí –mintió sor Matilde. –¿Americanos de América? 234


–De los Estados Unidos. –Pues hablan ustedes correctamente el español. –Es que somos de origen hispano. –¡Pobrecitos! –se apiadó el hombrecillo– Aquel es un país de protestantes y judíos. Rostros pálidos, los llamaban los indios. Todo el mundo tiene un arma en casa. Y no hay telediario sin noticia de un tifón o de un zumbado que se ha cargado a los compañeros de universidad. El juego de llaves colgando de la hebilla del pantalón. –Empezaremos por el museo de cosas nuestras. –No, no –dijo la monja–. Mejor directamente por la ermita. Es que vamos un poco justos de tiempo. –¿No quieren ver lo que es un molino y una azada? ¿Y un amocafre? ¿Y puntas? Seguro que alguna, por su tamaño, iguala a la de los clavos de Cristo. Tenemos también rastras y cedazos. –Mejor otro día. –Como quieran ustedes –dijo el hombrecillo, aliviado, seguramente, por desquitarse parte del trabajo. Añadió–: La Virgen es de mucha devoción, ¿saben ustedes? Es muy agradable para un creyente encontrarse con gente católica que no puede expresar en público sus creencias como lo hacemos aquí, en nuestra patria. Sor Matilde, le dijo: –¿Sabe? Allí en las parroquias el sacerdote, en mitad de la misa, camina por el pasillo invitando a cantar los salmos a los fieles. –¡Qué me dice! –se sorprendió el hombrecillo, torciendo un poco la boca con un gesto de disgusto– Aquí terminaría afónico, porque la verdad todos somos mudos de nacimiento. –Como muy campechano, todo –dijo la monja–. Como muy de andar por casa. 235


–No parece que me seduzca mucho la idea de que el cura merodee entre los bancos tomando nota de los que estamos en misa, porque al domingo siguiente si no acudo, seguro que lo comenta para avergonzarme en público. El hombrecillo abrió el candado y empujó la puerta. Dos o tres palomas huyeron volando. –Esta imagen es de mucha veneración –dijo el hombrecillo a los pies de la hornacina–. Vienen de todos los pueblos cuando acucia la sequía, que por desgracia es a menudo. –¿Y llueve entonces? –dijo sor Matilde. –Diluvia –dijo convencido el hombrecillo–. Algo insólito. –¿Lo dice usted en serio? –Yo, con las cosas de la Señora, no gasto bromas. –Excuse me –dijo entonces aita Mancisidor– ¿bromas? –Risas –aclaro sor Matilde. –¡Ah, ja, ja! –dijo aita Mancisidor. El hombrecillo se le quedó mirando de mala manera. –¿Su marido? –Sí –dijo sor Matilde–. Escritor, periodista, buen periodista, muy devoto pero desconfía de los milagros. Dice que son alteraciones mentales. En América tenemos los ovnis. –Pues, dígale, que hacemos rogativas durante tres días seguidos. Luego, a los tres días, sacamos a la Señora en andas, en procesión alrededor de la ermita, para que vea la sequía de los campos, la tristura de los pájaros. –¿Y comienza a llover? –preguntó sor Matilde interesada. –En cuanto acaba la procesión. Chorretones inun236


dando los caminos. No vea usted las discusiones entre los agricultores que necesitan el agua como el comer y los albañiles a los que les coge sin concluir el retejado. De llegar a las manos. De pegarse antes de retornar la imagen a la ermita. Aita Mancisidor examinó con detalle la imagen y la fotografió desde todos los ángulos posibles. Sor Matilde, dijo: –Pues pronto comenzarán ustedes las rogativas, porque la sequía de este año es espantosa. –Ya –dijo el hombrecillo realmente vencido–. Se nos ha pasado el tiempo. El agua de San Juan quita vino y no da pan. Además, desde que nos devolvieron la talla, que se llevaron para adecentarla, ¿quieren creerme que ninguna procesión ha traído de nuevo la lluvia? –¿De verdad me lo dice usted? –Pues, sí, señora. Igual tiene razón aquel viejo tunante. –¿De qué viejo me habla usted? –Un desgraciado que se puso un día a gritar que la talla la había modelado él, fíjense si estaría zumbado. Decir eso de nuestra Virgen que es del XIII o del XIV. O igual de antes. 83. Virgen del Arcón. –Este es el arcón –dijo la mujer mostrando el armazón de piedra colocado al lado del evangelio del pequeño altar de la ermita. –¿Y ahí dentro está un infante? –No se sabe bien –dijo la señora. Humilde, de mirada triste, como si todos sus pesares se hubieran concentrado en un rostro arrugado y sin carne. La piel grisácea, a juego con un pelo desordenado y poco cuidado. La mujer buscaba en cada momento la sombra, como si la luz le hiriera la vida. Mayor, algo encorvada, los labios 237


pálidos–. Príncipe, barón, conde. Alguien importante en la corte. Lo que yo les diga. –Un bastardo, igual –dijo la monja. –Los bastardos también son príncipes –dijo la señora. Aita Mancisidor continuaba su investigación de la talla de madera. –El arcón es lo más importante de la ermita –dijo la señora–, pero el cura se empeñó en que había que repintar la Virgen. ¿Para qué? Ya ven que es una Virgen sin manto ni ornamentos. Es una Virgen pobre, como pobre es nuestra conciencia. –Pero en el arcón dice usted que hay un príncipe. –El cura no hace ni caso. Ese tipo que ha salido en la televisión se hubiera llevado el arcón. Qué hacer. –¿Dice que retiraron la virgen para restaurarla? –preguntó aita. –Sí, señor. Estuvimos unos meses con la hornacina vacía, y cuando nos la devolvieron estaba más limpia, con las mejillas más luminosas. Era la misma pero no era la misma. –¿Cómo es eso posible? –¿Saben ustedes? Les voy a contar una confidencia porque ustedes me parecen buenas personas y yo sé cuándo una persona es buena y cuándo merece confianza. Se presentó un día uno de los del Camino ataviado como un fraile mendicante, con los ojos salidos y la boca metida para dentro, como si no tuviera labios, y dijo que nuestra virgen no era la auténtica. Se lo conté al cura. Pero el cura me dijo que me dejara de tontadas, que no tomara el sol descubierta. Pero yo desde entonces pienso que nos la han cambiado. Yo creo que tiene más coloretes en la cara; la recuerdo siendo niña como muy pálida, ojerosa, menos guapa que otras de los con238


tornos, pero qué se le va a hacer. A lo peor me estoy volviendo tonta. 84. Virgen del Sueño. Vaciada la iglesia para convertirla en tenada, el pueblo, desde la carretera, semeja un lugar extraño al que sólo falta la tiniebla para dar cobijo a leyendas de fantasmas habitando edificios en ruinas. El pastor, dijo: –Toda esta destrucción fue cosa del terremoto de Lisboa. –¡Pero si eso ocurrió en 1755! –se sorprendió aita Mancisidor. –Bueno –dijo el hombre sin ninguna emoción–, nosotros no tenemos prisa para levantar de nuevo las casas. Somos los de aquí como de amanecer lento. Por lo que parece, el terremoto había respetado la ermita, dejándola casi intacta. Edificada sobre un pequeño montículo, permanecía enhiesta, como una torreta de vigilancia contra moros invasores. Después de girar con dificultad la llave, y de tensar el nudo del cordel para impedir la caída de la candela, el pastor pegó una patada a la puerta, que crujió dolorosamente, levantando una nube de polvo al abrirse. –Ahí la tienen. La Virgen del Sueño estaba sorprendentemente en un hueco lateral, en lugar del frontal, como si pretendiera pasar desapercibida. –Se la conoce por esa advocación porque tiene la boca abierta –añadió. Efectivamente, era una imagen singular. Aita Mancisidor, confesó: –Como máximo a las vírgenes se las dibuja con una casi imperceptible sonrisa, pero nunca con la boca abierta, y menos de forma tan descarada. 239


–¿Saben ustedes de alguna que enseñe de esta manera los dientes? Pues vean que esta los tiene, perfectos y blancos. –Parece que tiene sueño –dijo admirada sor Matilde. –Es que está bostezando –dijo el pastor. El resto de las paredes se hallaban desnudas. El pastor confesó: –Aquí siempre hemos tenido una devoción profunda a esta imagen. Todos los aquejados por la falta de sueño venían a curarse. Desde cualquier pueblo, no se crean. Y hasta de la capital. Y hasta de Madrid. Una visita, una salve y a dormir como angelitos. Oiga, mejor que una pastilla, curados para una temporada larga. –Sin embargo –dijo aita Mancisidor– a tenor de por lo que le ha costado a usted abrir la puerta juraría que pocas visitas ha tenido en los últimos años. –¿Pocas? –se preguntó el pastor– ¡Una! Un tío loco que rezaba en latín, y que creo era cura renegado. Desde que nos la trajeron después de restaurarla, la Virgen está como dormida y no sólo no nos da el sueño sino que nos lo quita. Fíjense ustedes qué cosas. ¡Ahora todos padecemos de insomnio! 85. Virgen de los Casorios. La pobre santera se levantó del sillón y salió muy nerviosa a su encuentro. –¡Oh, la Virgen! –dijo– No sé ni donde tengo la llave. Igual hasta la he perdido. Esperen un momento. O mejor, pasen. Adornaban las paredes del vestíbulo cuatro cuadritos de decoración, de los que se venden en los bazares orientales por docenas. Había un crucifijo y del crucifijo colgaba un rosario. 240


Las baldosas del suelo relucientes, como acabadas de fregar. Un cierto olor a lejía. La santera apareció por puerta distinta a la de la cocina. –La tenía colgada en el corral –dijo como disculpándose. La ermita quedaba a casi el kilómetro de su casa. Dijo: –Esa es una de las causas por las que no me acerco demasiado últimamente. Algo en verano, pero nada en invierno. La otra es porque ya no es como era antes. –¿A qué se refiere? –preguntó aita Mancisidor. –Antes las mozas que querían buscar novio, venían a la ermita soltaban su petición e igual al regreso ya tenían a uno del contorno que pasaba casualmente por aquí a vender unos chotos o una carga de alfalfa. Una cosa increíble. –¿Y ahora? –preguntó sor Matilde con su sagacidad propia de mujer. La melancolía invadió a la santera. –Desde que nos devolvieron la virgen, y de esto hace ya un tiempo, todas nos hemos quedado solteras. Mustias, tristes, y solteras. –Incluso usted –intentó consolarla sor Matilde. –Yo la que más –confesó avergonzada, ocultando el rostro entre sus manos–, porque soy la que más ha pedido. –¿Y el fraile que pasó por aquí? –jugó al desconcierto aita Mancisidor. La santera hizo memoria. –¡Ah! ¿Se refieren al fraile loco? ¡Qué pena de hombre! ¡Estaba como un cencerro, fíjense!

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86. La aventura de sor Matilde y aita Mancisidor toca a su fin. Apurada, sor Matilde pudo telefonear al convento. La aventura de la noche perdidos en un recodo de un camino de poco tránsito, suscitó comentarios entre las monjas mayores y alguna maledicencia entre las más jóvenes. Sor Matilde en el refectorio, al día siguiente, y en presencia de aita Mancisidor, confesó en público: –Hermanas amadísimas en el Señor es mi obligación comentarles que a mis sesenta y siete años he conocido esta noche, por fin, a un hombre, a un varón apuesto aunque algo encorvado por los cansancios de la vida. Espero que con esta confesión se acaben las sonrisitas vergonzosas y las miradas esquivas. Hecho el silencio sepulcral, aita Mancisidor levantó la cabeza del plato de sopa y miró con curiosidad una a una a las monjas. Se sentía gallo de gallinero y objeto de las miradas. Sor Benita que era tan mayor, a la que le temblaban los labios siendo incapaz de juntarlos, preguntó ingenuamente: –¿Y cómo es eso? Las novicias se llevaron escandalizadas una mano a la boca. –¿Eso? ¿Qué es eso? –preguntó sor Matilde. –Lo que hace un fraile con una monja, a solas, de noche, en un descampado y a oscuras, metidos en un coche roto –dijo sor Benita. Le costaba hablar pero en esta ocasión se le entendió perfectamente. –No lo sé –dijo jovialmente sor Matilde–. Porque cuando me tumbé en el asiento de atrás, el aita ya estaba dormido en el de adelante, ¡y encima roncaba! Sor Jesusa dio dos palmadas para que retornara el silencio, y se acabaron las chanzas. 242


Después de la sopa de ajo especial para las monjas sin dentadura, vino el huevo frito aderezado con los tomates de la huerta y los pimientos de Valladolid traídos por el frutero, y a media tarde, cuando los mosquitos siguen molestando, se fueron a recoger las últimas cerezas sin mancha respetadas por tordos y malandrines. 87. Señor Acosta. Coge siempre la tacita del café con la mano izquierda, porque en la derecha anidan las bacterias transmitidas por los interlocutores a los que se ve obligado a saludar. Además cabe la posibilidad de que los friegaplatos industriales de los establecimientos públicos por ahorrar energía tengan programado el ciclo de lavado a baja temperatura, por lo que restos de saliva pueden seguir adheridos en los bordes de la tacita, de modo que cambiando de mano te aseguras sorber por el lado contrario al que lo hacen la mayoría de clientes. Cuestión de observación, de higiene, de urbanidad, de regla mínima de convivencia, de vivir en el mundo de las relaciones públicas. Le hubiera gustado saludar con guantes, pero también tiene que evitar significarse demasiado porque la sociedad de casino (camareros uniformados) de la ciudad puede considerarlo más que excéntrico chiflado si se permite acudir a cualquier reunión social con gafas oscuras, guantes, y pajarita multicolor. “Démonos fraternalmente la mano.” Nunca la da. Y para evitar situaciones comprometidas, se coloca en el extremo del banco, junto a la columna, en la parte de atrás. Le agradan más las misas de diario que las de domingo. En las de diario, quitando los en silla de ruedas y parientes de los difuntos citados, asisten él y doce más; la semi penumbra invita al recogimiento. 243


88. La almoneda del señor Acosta. Una fachada gris, fúnebre, escaparate repleto de vírgenes de escayola vaciadas por dentro, pintadas de azul, con corona dorada por encima del velo blanco; calendarios de santos. Había también lo necesario para primeras comuniones, desde recordatorios orlados en oro a devocionarios de pasta nacarada, y rosarios con cuentas imitación a plata. Todo como muy religioso, muy apagado, muy tenebroso, muy de pajarito que cada cien años toma en su pico una gota de mar y cuando deseque el Pacífico, el Índico y después el Atlántico todavía no habrá comenzado la eternidad. Muchos angelitos risueños y gorditos emergiendo de una nube en forma de bola de azúcar. Una Biblia abierta en una esquina. Padre Eustaquio y aita Mancisidor se presentaron; el señor Acosta, los recibió un poco asustado: –¿De Madrid? ¿Expresamente? ¿Ustedes vienen de Madrid? ¿Los envía el señor cardenal con el beneplácito del Nuncio? –se quedó unos segundos meditando, luego estalló– ¡Oh, qué honor, qué inmenso honor! ¡Magnífico, magnífico! Pasen, pasen ustedes. Se mostraba exultante: –Soy un Configurador de Espacios Vitales –recalcó con el orgullo evidente de todo buen profesional–. Un ce, e, uve. Digamos que mi trabajo contiene una parte estimable de sicología, otra de mística y, por supuesto, una muy amplia de artista y de conocimientos profundos de la realidad. Llamarme decorador es una ofensa que no soporto. ¡Decorador! ¿Y la templanza? ¿Y la observación? ¿Y la concentración espiritual? ¿Y la benevolencia con los indiferentes? ¡Soy un Configurador de Espacios Vitales! Y para eso uno ha de ser experto en humanidades, en filosofía, en historia, en manifestacio244


nes de las fuerzas telúricas, en el manejo del fuego, además de dominar la difícil ciencia de las antigüedades y de los muebles de ocasión. ¡Somos energía! ¡El mundo es energía! ¡Todo es energía! Aguardó un momento para descansar del esfuerzo. Que los recién llegados eran hombres de cultura, no le cabía la menor duda: podía explayarse a gusto. Le desconcertaban los tipos confusos que merodean por la tienda con aire misterioso, tocando y removiendo objetos como si estuvieran interesados en todos sin adquirir ninguno. Se obligaba entonces a extremar la vigilancia impidiéndole su labor divulgadora. El lugar semejaba un auténtico zoco árabe con los artículos desparramados en estudiado desorden. Muñecas antiguas de carita de porcelana, sonrosadas y limpias, soportaban en el anaquel el cortejo de un arlequín de nariz puntiaguda y antifaz, mientras un gato disecado acechaba en silencio el vuelo majestuoso de dos mariposas de papel. Un caballo balancín, de cartón duro con crin natural, aguardaba al fondo junto a un cubilote de barquillero con la ruleta rota. Había muchos más objetos, y especialmente cosas de iglesia por todas partes; misales, cruces. Y un envolvente y pegajoso olor a sándalo. Vestido rigurosamente de oscuro, traje y corbata, con la cara pálida y los ojos miopes, el señor Acosta jugueteaba nervioso con el espectacular solitario que lucía en el anular de la mano izquierda. Carraspeó unos segundos. Y dijo: –Cuando un escultor cincela un trozo de piedra, ahí quedan para siempre rasgos de su ánima inquieta. Cuando yo configuro un espacio, sé hasta qué punto condiciono la existencia de quien vaya a disfrutar de mi entorno creativo. Por eso trabajo el detalle con esmero, 245


y analizo para alejarme de amarguras y odios. Pienso, estudio, examino esquinas, interpreto la musicalidad del éter, la maravillosa confusión de las nubes, el portento de la ambiciosa lluvia, el calor erógeno del cuerpo humano. ¡Un error mío puede conducir al suicidio mental a una persona cuerda! La mitad de las migrañas son producto de las malas orientaciones de los edificios. ¡Ah, qué responsabilidad tan enorme! ¡Ah, qué reto tan sublime! A un depresivo le configuro espacios en rosa, al vitalista rojos eléctricos, al insensible caudales inmensos de verdes botella, grises de tormenta. Al melancólico, tonalidades sepia, suspiros, recuerdos de infancia. –Vayamos a lo nuestro –terció padre Eustaquio con la cautela suficiente para no molestar a su interlocutor–. Estamos interesados en la Milagrona que acaba de adquirir en los Traperos. –¡Ah, los Traperos, los Traperos! –exclamó afectuosamente el señor Acosta– Egregios conservadores del arte, limpiadores excelsos de la ciudad, persuasivos y condescendientes. El señor Tobías incluso es un altruista donante de sangre. ¿Lo sabían? Colocó en la entrada un cartel con la leyenda “ausente diez minutos”. Tras un falso tabique paralelo al mostrador, una vieja puerta de madera, de color oscuro, gimió al abrirse. Bajaron despacio, con cuidado, por una escalera medio rota, sujetándose a una cuerda como pasamanos. El techo abovedado y las paredes picadas en la tierra anunciaban que posiblemente aquel lugar había sido bodega y posteriormente zulo en alguna guerra pasada. El aire parecía pesado. Giró el interruptor y ante los ojos sorprendidos de aita Mancisidor y del padre Eustaquio emergió la exposición de una serie de imágenes religiosas perfectamente 246


alineadas sobre un bancal. Las sombras agigantadas por la luz indirecta al proyectarse sobre la pared curva parecían volverse hacia ellos a la espera de echarse encima para abrazarlos. Era un momento irreal, mágico, inimaginable. Contuvieron el aliento. Sin atreverse a avanzar por el estrecho pasillo, detenidos cerca del escalón, atenazados por la sorpresa apenas pudieron emitir sonido alguno. El señor Acosta les animó. Dijo: –Pasen sin miedo. ¿Sinagoga o catacumba? En cualquier caso sin huesos de muerto aunque acaso sí con sus espíritus. Descendieron despacio, con prevención. –Es mi pequeño secreto –confesó casi en un susurro mostrando las tallas–, mi afición prohibida. Mi confesionario. Paso muchas horas contemplando en silencio tanta belleza. Y pienso entonces en las miles de esperanzas depositadas en estas imágenes por el pueblo sencillo. ¡Cuántas promesas, cuántas ansias de regeneración, cuánto dolor, cuántas oraciones, cuántos sacrificios, cuántas confesiones, cuántas conversiones! ¡Cuántas peticiones! ¡Cuánto misterio, cuánta zozobra! Si se decidieran hablar estas imágenes, cambiaría nuestro concepto del mundo. Descubriríamos que en el fondo íntimo de las personas, sea cual sea su condición y poder, hay espacio para la ternura. El señor Acosta estaba visiblemente orgulloso de poder mostrar sin reservas su colección. Aita Mancisidor se colocó una linterna en la frente y como un minero ante una galería recién descubierta, fue examinando rigurosamente cada centímetro de las imágenes buscando alguna protuberancia, alguna rebaba extraña, que suscitara el indicio de algo. –¿Ha descubierto usted algo especial? –le preguntó viendo su interés el señor Acosta. 247


–Siglo XIII. Busto redondo, Virgen sedente con el Niño en su regazo. Se nota que la policromía no es la original. Hay sucesivos repintes. Auténtica –dijo como si dictara una lección magistral. –Colección particular. Proviene de la desamortización, que como saben ustedes, afectó no sólo a tierras y bienes de la iglesia católica, sino también a hospitales, hospicios y casas de misericordia –aclaró el señor Acosta. –Siglo XIV. Policromía perdida. Románica. La volumetría del conjunto. La disposición del eje vertical. –Fantástico, fantástico –dijo el señor Acosta–. Una talla excepcional. Si no es por mi intervención, estaría ahora en Connecticut, oculta en casa de una de esas estrellas del cinematógrafo, contra las que no tengo nada, válgame Dios. He trabajado en ambientaciones de filmes de corte sagrado. Y también para marqueses y gente de condición social elevada. Aita Mancisidor se detuvo ante otra. –El contraste de la luz. Fíjense en el ropaje plegado. La mirada directa. Es virgen de monasterio, de celda de fraile mendicante. Un ánima purgante con las piernas consumidas por las llamas amarillas del infierno ocupaba un lugar principal. A su lado, un crucifijo de nácar, con la puerta entreabierta en el basamento para guardar una candela. –Maravilloso, maravilloso –dijo aita Mancisidor. El señor Acosta le condujo asiéndole por el brazo. –Esta que ven ustedes aquí –señaló una talla de madera en la que la carcoma había corrompido la mano tendida de la Virgen, difuminando al mismo tiempo los matices azules y rojos de su vestidura original– corresponde al quince. Es francesa y su precio de salida al mer248


cado ronda los veinticuatro mil euros. La recuperé por seis mil en la Cuesta de Moyano madrileña. Aita Mancisidor la miró con mucha atención. Por delante y por detrás. –¿Puedo? –preguntó, haciendo ademán de tocar la imagen. –Examínela. Es una de mis joyas. Palpó la talla, la levantó un palmo de la peana y la miró por debajo. Examinó con mucho cuidado la disposición de los ojos y las mejillas todavía en parte coloreadas. Y dijo: –Preciosa. –Estaba convencido de que le gustaría. –Pero tiene un pequeño defecto. –¿Cuál? –se asustó el señor Acosta. –Que no pertenece al XV sino al XIX. –¡Eso es imposible! –Yo mismo la descatalogué en las “Edades del Hombre” –dijo en tono profesoral aita–. Y si entonces determiné la falta de concordancia en su fechado, me afirmo ahora mismo en mi opinión de entonces. El señor Acosta estaba realmente confundido. –¡Dios mío! –exclamó– ¡Usted no ostenta ningún cargo eclesiástico! ¡Usted es el vasco impertinente que puso en un aprieto al arzobispo delante del Nuncio y demás autoridades! –acertó a decir. –El mismo. –¿El que protestó de forma tan vehemente que tuvieron que echarlo de la exposición? –Muy cierto. –¿El fraile borracho? –El nuevo Pepe Botella de la iglesia, tan abstemio como él. 249


–¡Santo cielo! ¡No sé qué decir! ¡Qué agobio! –La talla, por lo demás, es preciosa. Enhorabuena. Es una adquisición de muy buen gusto, pero del XIX. El señor Acosta titubeó unos instantes. Pareció derrumbarse. Confesó absolutamente abatido, con una voz lúgubre: –La adquirí de un anticuario de solvencia reconocida. Tengo todas las garantías. –No abrigo ninguna duda, señor, y lo siento. Pero si usted no pretende venderla y la conserva para culto, carece de mayor importancia. El señor Acosta guardó silencio durante unos segundos. –¿Qué es falso y qué es auténtico? –se preguntó luego en voz alta– ¿Las sombras en la caverna son falsas? ¿O es la luz del exterior lo falso? ¿Y si una cosa fuese falsa y auténtica a la vez? ¡Ah, amigos, qué gran dilema! Lo de arriba al mismo tiempo es abajo, y lo de abajo al mismo tiempo es arriba. ¿Y si nada fuese nada? ¡Oh, qué gran misterio! Con cierta prevención, señaló la siguiente: –Esta otra la rescaté por casualidad de las manos de un sacristán que pretendía venderla a un turista norteamericano, junto con un arcón de piedra del doce y una pica de Flandes. Mil dólares el lote completo. Una vergüenza. Cuando la iglesia española se recupere financieramente reanudaré las conversaciones para su reventa. La talla contigua representaba a una virgen niña, una muñeca de piedra, diminuta y frágil. –Pertenece a un convento de León. La tengo en prenda de un préstamo todavía no vencido. –¿También eso? –preguntó el padre Eustaquio. –También –dijo con el ánimo entristecido el señor Acosta–. A pesar de lo austero de la vida monacal hay 250


unas obligaciones elementales que satisfacer y eso los pobres monjes no pueden suplirlo sólo con oraciones y esperanza. Desgraciadamente todo tiene precio. Luz, hábitos, simiente, herramientas de trabajo. Volviendo a lo que nos ocupa, les diré que la oferta de bienes de la iglesia es tan escandalosa en este país mariano que no hay dinero suficiente para devolver a su sitio a todas las tallas que nos han sido usurpadas. A veces, y bien lo siento, debo conformarme simplemente con tasarlas, y poner en antecedentes a sus dueños legítimos, de conocerlos, lo que tampoco es tarea fácil. Si éstos se desinteresan del asunto, intento entonces la puja antes que los desaprensivos intenten sacarlas de España, con la pretensión de tomarlas en depósito, hasta que un convento o un museo diocesano se encuentren en disposición de adquirirlas. Lo tremendo es que muchas veces son los mismos conventos quienes pretenden malvenderlas, ofreciéndolas a escondidas en el mercado. –Una acusación muy grave –dijo padre Eustaquio. –Pero muy cierta. ¡Protocolo, denuncia, palabras bonitas, hermoso decorado para evitar afrontar de una puñetera vez el problema! Ustedes y yo no tenemos que andarnos con subterfugios. Ustedes saben de lo que hablo. Seguro que a la iglesia le gustaría resucitar los diezmos y primicias y la Bula de la Santa Cruzada. ¡Seguro que para los amantes del arte religioso nos iría bastante mejor! –Las limosnas apenas llegan para las obleas y el vino de consagrar –dijo aita Mancisidor–. Esa es la verdad. –La iglesia es pobre, amigos míos –dijo el señor Acosta, como justificando la crudeza de sus palabras anteriores–, y su mantenimiento costoso. No basta con la crucecita en el impuesto sobre la renta para cubrir sus 251


necesidades de subsistencia. Como proveedor hablo con conocimiento de causa. Mostró el resto de las tallas. 89. Al final del pasillo. En un recodo en forma de ele había como un cuartito oscuro bastante misterioso. Padre Eustaquio, dijo: –¿Y ahí? El señor Acosta, dijo: –¿Están deseando saber lo que oculto ahí dentro? –Sí –dijo aita Mancisidor, verdaderamente interesado. Entonces, el señor Acosta prendió el candil y la tibia luz vacilante mostró tres tallas marianas perfectamente situadas sobre una especie de altarcito. –¡Las Milagronas! –gritó padre Eustaquio. –Efectivamente, señor. A falta de una, tres. –¡Y las tres iguales! –dijo maravillado padre Eustaquio. Aita Mancisidor se acercó a las imágenes. Las examinó una a una con atención y respeto; emitió su parecer: –Tienen pequeñas alteraciones entre sí; parecen ensayos persiguiendo una perfección imposible. En la nariz, en la comisura de los labios. No me cabe la menor duda que son producto de la misma mano artesana. –Esta es la última llegada a mi poder y por la que ustedes se interesan –aclaró el señor Acosta apuntando a una de las tallas–. Necesito adecentarla un poco más para catalogarla con precisión. Le sobra demasiado humo. Contiene adherencias espurias, diría que sutiles pero artificiales. El padre Patricio me ha confirmado que si en el plazo de un mes no aparece otra la entronizaremos como auténtica en Tamarón Príncipe. –¿Pero es o no la original? –preguntó padre Eustaquio. 252


–Si se refiere usted a si realmente es la sustraída en Tamarón Prínicipe y abandonada en el barranco Matajudíos, me inclino a evaluar positivamente esa posibilidad. Entiéndanlo como una apreciación ajena a cualquier rigor científico. Hay circunstancias singulares. Las otras dos imágenes presentan rasguños y cortes por haber sido arrojadas al barranco sin ninguna consideración especial, esta, sin embargo, fue colocada en lo alto, de pie y con mucho cuidado, de modo que no ha sufrido deterioro alguno. Y Ahora, dicho esto, ustedes se preguntarán por qué no he dado parte a la policía. ¡No me consideren, por Dios, mal ciudadano! Colaboro con la policía como colaboro con la iglesia. Se lo voy a decir sin ambages: mi prestigio profesional me exige adoptar las debidas cautelas. Ni debo elevar falsos testimonios ni expresar opiniones insuficientemente razonadas. Ahora bien, si ustedes me piden colaboración en el ámbito privado para datarla, por mi propia experiencia de las anteriores, por la similitud y calidad de los materiales empleados, por la soltura de la mano que la ha trabajado, señores expreso imbuido por la modestia que guía mis pasos, que tampoco esta pertenece al siglo XVI, como tampoco las otras anteriores. Pretendo decirles que ninguna de estas tallas es en absoluto la primitiva. –¿Quiere decir que es obra reciente? –preguntó padre Eustaquio. –Me temo que sí y el hecho de que padre Patricio no se haya molestado en venir a examinarla confirma mis temores. Aita Mancisidor señaló a la segunda de las tallas: –Aquí la Virgen fuerza un gesto frágil, y en esta otra hay como un retoque acusado en el ojo izquierdo. Matices que no se aprecian a simple vista. El autor es un fa253


nático perfeccionista intransigente, incapaz de dar por terminado a satisfacción su trabajo. –Comparto su opinión –dijo el señor Acosta. –E incluso me atrevería a decir –aclaró aita Mancisidor– que esas diferencias pueden ser consecuencia de una actuación posterior, como si sobre la obra terminada el autor intentara una segunda corrección y hasta una tercera. –O una cuarta –dijo el señor Acosta–. Fíjese aquí cómo parece temblarle las manos. Volvió a mirar aita Mancisidor con detenimiento las tres imágenes, y aseguró solemnemente: –Mi teoría es que llega un momento en que el autor confunde el original con la réplica, siente miedo, pierde su inocencia y teme haber incurrido en un gravísimo pecado de soberbia. Repitió la medición, duplicó los cálculos, y dijo: –Pero ninguna de las imágenes cumple la proporción aurea. –¿Entonces? –inquirió padre Eustaquio. –Fi es otra cosa –dijo aita Mancisidor. 90. De regreso al convento. Intercambiaron muy pocas palabras en el trayecto. El taxista, para superar la monotonía, les dijo: –¿Les gusta esta música? Era un zumba zumba de un rapero desagradable, que maldecía por no tener dinero para llevar a su novia a una fiesta de disfraces. Al taxista le gustaban las rimas en infinitivo (bailar-cagar, joder-comer, dormir-vivir, calordolor, y como excepción tururú-Malibú) de modo que arqueaba los hombros al compás del soniquete monótono. Dijo: –Esto sí que es arte auténtico comparado con esa por254


quería de alambres retorcidos y pinturas de monos que nos quieren vender los intelectuales, ¿no les parece a ustedes? –Tiene usted razón –dijo aita Mancisidor. –Hay mucho cuento y muchos vividores. ¿Saben ustedes que hay un cerdo que pinta cuadros? –No me diga. –Sí, señor. Introduce el pincel en botes de pintura y gruñendo mancha el cuadro. Dicen los entendidos que expresa muy bien el vacío existencial. ¿Es o no es una tomadura de pelo? –Eso parece. –¡Vacío existencial! ¡Qué estupidez! ¡El único vacío existencial es cuando echas mano a la cartera y no tienes para una birra! –O cuando matas al cerdo para comértelo –dijo aita. –También. Salieron a la paralela del río, dejando atrás la catedral. El taxista seguía a lo suyo: –Si quiero ver mamarrachadas voy a un colegio de párvulos. –¿Y va? –Es un decir, pero ¿a que esta letra les mola?, ¿a que tiene poesía?, ¿a qué no la puede escribir un cerdo? –dijo el taxista, y subió el zumba zumba hasta finalizar la carrera. Ya en el convento, lo primero que hicieron fue acudir al depósito; retiraron la imagen de la peana y aita Mancisidor comenzó a examinarla en detalle, milímetro a milímetro. La midió, hizo los cálculos, y dijo: –Nada. –¿Está usted seguro? –Completamente. 255


–Nos quedamos sin Fi –dijo padre Eustaquio. –¿Fi? ¿Qué narices es eso? –preguntó con descaro la superiora– ¿Llaman ustedes a un gato? –¡Maravilloso! ¡Maravilloso! –exclamó con sorna aita– ¡Estamos buscando un gato! 91. Un tiempo para la reflexión. Sentados en el depósito, padre Eustaquio y aita Mancisidor comenzaron a tirar suavemente del cabo del ovillo. Sor Jesusa guardaba la puerta sin intención de marcharse. –Reverenda madre –le abordó con calma padre Eustaquio– lo que vamos a tratar aquí puede herir su sensibilidad. La monja le miró con extrañeza, y dijo: –¿Van a abrirse en canal? –Más o menos. –¿Van a repartirse fotografías de señoras coritas? –No, por Dios. Quiero decirle que nuestras hipótesis de trabajo puede que le disgusten. –Muy bien. Me quedo de todas maneras. –Siento que se involucre en esto, pero entonces necesito que su participación conlleve también su silencio. –¿Quiere usted que me corte la lengua? –repuso la monja en tono burlón. –Quiero que guarde el secreto de lo que aquí preparemos –dijo padre Eustaquio con solemnidad. La monja cruzó su mirada primero con la de aita Mancisidor, como si precisara de su permiso, y luego descargó sobre el padre Eustaquio la frialdad de sus ojos esquivos. Estaba entre asustada y divertida, dijo: –¿Esto es una conspiración? 256


–Esto es una investigación. –A mí me parece una conspiración de aprendices –dijo. –Madre, prométame guardar silencio –dijo padre Eustaquio ahora sí, imperativamente–. Y concédame el beneficio de su colaboración. –¿Y si no lo hago? –Nos obligará a abandonar su hospedaje. –Pues ya tardan en irse –dijo altiva, y dándose la vuelta salió. Al poco, abrió la puerta y asomó la cabeza. –¿Siguen ustedes conspirando? –Sí –dijo padre Eustaquio. –Les he cogido afecto –dijo medio en bromas–. No sé por qué pero a usted le veo futuro en el Vaticano. Y mi congregación necesita futuro, porque el presente lo tiene justito y el pasado olvidado. Además, España es un país de guerrilleros y conspiradores. Le prometo silencio, no obediencia, pero sí un silencio condicionado. –¿Condicionado a qué? –A su propia promesa. –¿Qué promesa, madre? –preguntó confundido. –Prométame, padre, que cuando llegue a Papa colocará en el Vaticano a su servicio exclusivamente a monjas de mi congregación. –¡Está usted loca! –gritó padre Eustaquio, mientras aita Mancisidor reía ruidosamente. Sor Jesusa dijo sin ambages: –Si un polaco pone polacas, y un alemán, alemanas, lo justo es que un español ponga españolas. –De acuerdo –convino padre Eustaquio siguiendo la broma–. Usted y yo, madre, con ayuda de aita, iniciamos ahora mismo en silencio la revolución pendiente religiosa. –Y la escalada al papado –dijo la monja con autoridad. 257


–Y la escalada al papado –corroboraron ambos con absoluta seriedad. 92. Una idea perturbadora. Realmente sor Jesusa se estaba comportando como una estupenda anfitriona. Sobre la mesa utilizada como depósito extendió un mantelito entre amarillo y blanco, bordado con primor, que habría servido a tres o cuatro generaciones de alguna familia con posibles, hasta recalar como donación expiatoria finalmente en el convento. Dispuso también un termo con café, dos tazas y un platito con rosquillas de anís elaboradas en el propio convento. Pensaba, seguramente, que así los curas podrían elucubrar suposiciones imposibles sin mayores dolores de cabeza. En el fondo, le daba con que tenían contaminada un poco la vasija de las ideas. ¿Por qué creer a ese Dandi? Le parecía curioso que se tomaran aquello en serio. Que alguien pueda venir desde hace años replicando tallas marianas tan perfectas que pasen por auténticas a ojos de los fieles, pegándosela al propia Dandi, más que de personas racionales parecía de hombres fantasiosos. Jamás se le hubiera ocurrido una idea semejante a una mujer, por sensata e inteligente, y menos siendo monja, porque las monjas tienen las veinticuatro horas del día ocupadas y no pueden perder el tiempo dedicándose a cines mentales. Pero en padre Eustaquio veía algo más que a un curita de salón volcado a jugar a policías y ladrones. No era un joven intoxicado por el ansia de excitar la admiración a su paso. Implacable, cercano en apariencia, pero calculadoramente distante como si su cerebro privilegiado estuviera sobrevolando el mundo vigilante como las 258


rapaces. Nadie alocado que se lanza a una piscina sin comprobar que no la hayan vaciado antes. Decidió llevarles la corriente. Estaba convencida que la sombra del curita era de las llamadas a perdurar incluso apagadas las luces de la noche. Desprendía la seguridad de las personas condenadas a dejar huella en la vida. Un ganador advocado a ganar. Nunca le fallaba la intuición. Tenía buen ojo. Había conocido a unos cuantos en sus muchos años de monja, tan ofuscados con alcanzar la santidad en vida, sólo que tan propensos a la desmesura que traspasaban fácilmente la raya invisible de la desdicha. Padre Eustaquio era diferente: nada le alteraba, nada le conmovía, frío en la contemplación de los asuntos. Y hasta cuando expone una locura semejante, siempre deja flotando en el aire un poso de incertidumbre. 93. Preguntas. Padre Eustaquio colocó un folio blanco sobre la mesa y como si fuera a trazar un pert para encadenar las acciones que desemboquen en nuevos sucesos, plasmó el esquema de preguntas a base de vectores. Por ejemplo: las tallas investigadas en las hornacinas de las ermitas ajenas al Camino son reproducciones. Aita Mancisidor, dijo: afirmativo. –¿Alguna duda? –Ninguna. ¿Dónde se encuentran las originales? –Hay que pasar a la acción –dijo padre Eustaquio. 94. Financiación de las monjas. Sor Jesusa entró de repente, sin molestarse en pedir permiso. 259


–La iglesia de los hombres es rica, y la de las mujeres, pobre. Ahí afuera está sor Matilde compungida y casi llorando. –Yo no he hecho nada –dijo aita turbado, medio disculpándose. –Nadie le culpa de nada –sor Jesusa aparentaba estar algo irritada–. Además las cuestiones de conciencia se dirimen con Dios. Él sabe lo que hacen los adultos con sus manos de cinco dedos, y en soledad con el dominio o no de sus pensamientos. Aquí estoy hablando del sentido material de la vida. –De financiación, quiere usted decir –terció padre Eustaquio. –Efectivamente. Ustedes comen, cenan, duermen, desayunan gratis. Y yo tengo que poner una sonrisa de oreja a oreja, porque es mi obligación. –Dios se lo pagará –dijo aita Mancisidor, con el tono humilde del capuchino que mendiga de puerta en puerta. –El problema es que a Dios nadie del Vaticano le ha enseñado a manejar la manguera de la gasolina. ¿Captan lo que quiero decir? –Madre –dijo padre Eustaquio sin perder la compostura–, pásenos al final de nuestra estancia los gastos ocasionados, que me encargaré personalmente de que le sean resarcidos. –Le daré también el número de la cuenta corriente, porque de lo contrario es capaz usted de enviarme un cajón de rosarios bendecidos por Su Santidad. Miró con descaro los papeles de la mesa. –¿Cómo van las cosas? –Estamos en ello –dijo padre Eustaquio. –¿Y por qué no empiezan por el principio? –¿Y cuál es el principio? 260


–La ubicación –dijo la monja. –Ya lo hemos hecho –dijo padre Eustaquio. Desdobló el mapa de la merindad extendiéndolo a lo largo de la mesa. Tenía marcados cruces y puntos de enlace, un tendido de cables entre postes. –¿Y cuál es la respuesta? –Hay dos conventos a tiro de donde han aparecido las Milagronas. –¿Cuáles si puede saberse? –El de los Padres Dominicos. –¡Lógico! –dijo la monja– Están los pobres tan desacreditados que son capaces de cualquier cosa. –Y el otro, el suyo. Sor Jesusa se quedó lívida. Le miró fijamente a los ojos. Era una mirada entre asustada y desafiante. Le dijo: –¿No pensará usted, padre, que tengo a las hermanas esculpiendo tallas por la noche? –¿Y por qué no? Yo he escuchado ruidos extraños alguna vez –dijo padre Eustaquio manteniendo una pose de seriedad absoluta. –¿Ruidos? ¿Qué clase de ruidos? –Ruidos sospechosos –dijo aita, apoyando su comentario–. Doy fe que también yo los he escuchado. –Todos los ruidos son sospechosos si provienen de la noche –dijo padre Eustaquio. La monja estaba realmente asustada. Les miró con ojos acuosos y vacíos. Intentó moverse, le temblaban las piernas. ¡Ruidos sospechosos, de noche! Se dejó caer más que sentarse en la silla. Dijo: –Padre ¿no pensará usted que yo...? Padre Eustaquio la interrumpió. Posó suavemente una mano sobre su hombro en una actitud pretendidamente cariñosa, y dijo: –Madre, cuando yo sea Papa usted será la encargada 261


de controlar la gasolina de todos los coches oficiales del Vaticano. Ella le devolvió una mirada de agradecimiento. Se levantó. Le besó la mano. Y ya repuesta del susto, dijo: –Perdóneme. Confieso que he estado maquinando en los últimos minutos en cómo acabar con ustedes a espaldas del Espíritu Santo. Y ya recuperado su estado de ánimo normal, dijo al despedirse: –Pero, por favor, cuando aparquen la “Cirila” déjenla con un poco de gasolina, para que a sor Matilde no la deje tirada a las puertas del mercado. 95. Padre Patricio reconoce a aita Mancisidor. Mostró su evidente disgusto y desistió de estrechar su mano. Recriminó con acritud a padre Eustaquio: –Sepa usted que yo a este señor no le concedo ni el beneficio de la duda. Es un farsante y un trasnochado. Un ególatra insolente. No sé cómo usted, que parece hombre ecuánime, pueda fiarse de la opinión de este botarate insignificante, casi excomulgado por la iglesia. ¿Desconoce usted acaso su comportamiento en la exposición de las “Edades del hombre”? ¿Desconoce la vergüenza que nos hizo pasar con sus comentarios extravagantes, absolutamente inadecuados, contrarios a la lógica y al buen gusto? –Ha venido de Madrid expresamente para ayudarme –dijo padre Eustaquio. –¿Ayudarle? ¿A qué? ¿A caer en la tentación? ¿A empujarle al abismo? Tengo constancia de esa gratuita autorización por el arzobispado, y bien que lo lamento. ¡Ayudante! ¡Un renegado capaz de poner en tela de juicio la labor realizada durante tantos años para la conserva262


ción de los bienes de la iglesia! ¡Me hizo sentirme humillado! Lamento no ser un joven malhumorado para echarlo de mi despacho con cajas destempladas. Padre Eustaquio se dirigió a aita Mancisidor. –Le ruego haga las paces con nuestro hermano y ofrézcale sus excusas por las posibles ofensas hacia su persona cometidas. –Soy un pecador tan grande que no hay jabón suficiente en el cielo para limpiarme los pecados –dijo aita en tono irónico; dio un paso adelante, y en lugar de tenderle de nuevo la mano, le soltó de repente un soplido, como el de un gato salvaje–: Fi. Padre Patricio se sintió incómodo. –¿Qué hace usted? ¿Está loco? ¿Desvaría? ¡Apártese de mí! ¿Por qué sopla? ¿Está usted a estas horas ya borracho? –Fi –insistió aita Mancisidor. –¿Otra boutade suya? ¿Pretende hacerse el gracioso? ¡No estoy para bromas y menos suyas! Aléjese de mí. ¡Es usted un orate, un trastornado! –Fi, padre Patricio, Fi –dijo conciliador aita Mancisidor–, lo sabe usted muy bien: la proporción de las obras de arte. Esa proporción que no cumple la Milagrona. –¿Qué broma es esta? Sigo sin entenderle. ¡No sé lo que quiere usted decir! ¿Adónde pretende llegar? –Al final del asunto. Abordado de frente evitaban que padre Patricio pudiera agarrarse a cualquier debilidad para salir airoso del trance. El factor sorpresa resulta fundamental. Si le dejaban ponerse a la defensiva, terminaría encerrado en un impenetrable cascarón de frases edulcoradas adornadas con una bondad artificiosa. Asumían un riesgo, ciertamente. Todo puede irse al traste en un momento. Padre Crespo había advertido de su perfecta comunión con el 263


arzobispo. Hombre leal a su manera nunca lo comprometería. Padre Eustaquio se acercó, apoyó los nudillos sobre el borde de la mesa y mirándole fríamente, dijo: –Como policía, puedo acusarle de pertenecer a una organización dedicada a la sustracción de obras de arte de la iglesia –elevó la voz, expresando claramente su irritación–, incluso de complicidad con el llamado Dandi. Se ha valido de su puesto preeminente en el arzobispado para avalar réplicas falsas y negociar la venta de las auténticas. Puedo leerle sus derechos, si prefiere. Le expreso mi más firme repulsa por su comportamiento infame. No comprendo su actitud. Me avergüenza su comportamiento. Daré cuenta al arzobispo y al cardenal. ¡Deplorable! Puedo detenerle; sabe que lo haré. Padre Patricio no pudo contener el incipiente temblor de las manos. –No sé de qué me habla –musitó. –Claro que lo sabe –insistió padre Eustaquio–. ¡Usted es un farsante que se escuda en el crédito internacional merecido por haber descubierto el cuadro atribuido a Leonardo! Padre Patricio le miraba completamente ido. ¿Qué estaba pasando allí, en su propio despacho? El vaticanista añadió con firmeza: –¡Lamentable que a su edad arriesgue su prestigio! ¿Cómo puede haber dado carta de naturaleza a semejante fraude? Usted, el conservero del arzobispado. –¿Yo, yo? –rompió por fin asustado padre Patricio– ¿Yo? ¿Yo? ¡No sé de qué me habla! ¡No tengo por qué soportar sus insinuaciones! ¡Me niego a seguir hablando con usted! ¡Insolente! ¡Descarado! ¡Soy un hombre de iglesia! ¡El maligno astuto como la serpiente que intenta 264


desacreditar mi vida austera y humilde dedicada al culto de Dios y la salvaguardia del patrimonio! ¡Satanás que pretende convertir las piedras en pan! Aita Mancisidor le presionó el brazo. –¡Déjate de tonterías! –le dijo sin contemplaciones, tuteándole– ¿De qué maligno hablas? ¿De uno de los siete que liberó Jesús a la de Magdala? ¿O de los siete juntos? Deja al maligno en paz que bastante trabajo tiene el pobre con todo el desmadre de la sociedad moderna y dinos dónde coño guardas, si todavía las conservas, las tallas robadas. –Si descuelgo el teléfono, en cinco minutos la Guardia Civil puede tumbar todo su castillo de naipes –dijo padre Eustaquio con una firmeza en la voz que no auguraba nada bueno. Padre Patricio agachó la cabeza. Pareció derrumbarse. Estaba atrapado. Aturdido, se acercó un momento a la copia del “Ángel músico”, de Melozzo da Forlí. Luego, paseó lentamente, como si le pesaran los pies, hasta alcanzar el extremo del aposento. Notaba áspera la lengua. Allí estaba colgada la reproducción a escala de “La rendición de Breda”, por un copista con carné. Se puso a contar de nuevo las lanzas (necesitaba pensar despacio): veintiocho. ¿O son veintinueve? Tenía que haberse dedicado a ciencias. De pequeño, recordó, le encantaba acudir al túnel que daba paso de un barrio a otro allá en su ciudad natal para contar los baldosines blancos, todos iguales, todos perfectos, encolados a la pared. ¿Cuántos había? ¿Mil quinientos? ¿Dos mil? ¿Por qué no se caía ninguno cuando ahora se despegan a cientos de las fachadas de las casas? Un número extraño, en absoluto redondo: mil cuatrocientos cincuenta y seis, por ejemplo. Ochocientos doce. Le servía de relajo esa imagen de un seminarista contando baldosines para encarar proble265


mas. Lo grande se olvida, lo pequeña perdura. Las cosas antes se hacían a conciencia. El vértigo de la sociedad moderna conduce a desequilibrios mentales. Había más conciencia. Todo es correr ahora, alcanzar primero la meta. Ya no hay día siguiente. Uno se realiza en el momento. ¿Cuántos viáticos había administrado cuando no era nadie? ¿O era alguien entonces y ahora es cuando ya no es nadie? La comida tampoco sabe igual, ni la misa se oficia igual, ni las diversiones son las mismas. Pero ¿qué sabía él de diversiones? ¿Cuántas veces en los últimos años había salido del despacho para adentrarse en la ciudad a imbuirse de su pálpito? En la ciudad hay gente. ¿Cuántas veces se había sentado en el parque a ver correr a los niños? ¿Por qué pensaba eso ahora? La edad vuelve selectiva a las personas. En el “Ángel músico”, el trozo del fresco original del ábside de la iglesia romana de los Santos Apóstoles, la boca abierta del ángel sugiere más que el éxtasis de un cantor sumido en la contemplación, la de alguien que suplica incesantemente perdón. Sólo que los ángeles son espíritus puros, no necesitan ser perdonados. No sabía dónde ocultar las manos: delataban su nerviosismo. Apenas puede sostener el vaso de agua sin derramar parte del líquido. Dijo con una humildad tan exagerada que parecía enfermiza: –El patrimonio de la iglesia está en peligro. –Lo sabemos. –Constantes profanaciones, robos permanentes, hay que salvaguardar las riquezas de la iglesia. ¿No lo comprenden? Hacer algo. Pero ¿qué? Ese fue mi planteamiento hace dos décadas. Se calló y se quedó mirando a la pared como un colegial castigado por su mal comportamiento. Dijo: –Entonces apareció aquel hombre. 266


–¿Quién? –pregunto padre Eustaquio. –Fray Ignacio. Un artista sublime –confesó en un susurro. –¿El dominico loco? –¡Un artista del Renacimiento! –musitó– ¡Una idea sublime! ¡Sustituir las imágenes originales por copias perfectas! ¿Por qué creen ustedes que ese Dandi ha disuelto su banda? ¿Por un arrepentimiento repentino? ¿Por la intercesión de un ángel vengador? ¡No sean ingenuos! ¿Qué podía robarnos ya? ¿Unas réplicas? Unas copias perfectas, pero copias. Ocultó el rostro entre las manos. Y dijo: –Pero luego vino la tormenta. –¿De qué tormenta habla usted? –preguntó padre Eustaquio. –La del alma de fray Ignacio. –Continúe. –La Milagrona tiene la culpa –confesó con ojos desorbitados, como si le hubiera sobrevenido al momento una visión espantosa. –¿Qué pasa con la Milagrona? –Era su desdicha. También su tiniebla. Padre Patricio guardó unos segundos de silencio. Estaba visiblemente afectado. Dijo mirando al techo: –¿A quién puede extrañar que una composición que junto a la Virgen y el Niño exhibe la miseria del diablo representado por ese gusano asqueroso que asoma indolente su cabeza, no sea el mayor reto al que pueda enfrentarse un imaginero en su vida? –¿Qué intenta decirnos? Confesó abiertamente: –Los ojos de la Virgen, amados míos. ¡Qué angustia! Fray Ignacio pretendía regalar a aquella imagen algo de 267


divinidad. Era demasiado humana, una mujer de su casa con sufrimientos y temores, que lava la ropa en el río, que carga con las estrecheces de la pobreza, que aguarda el regreso del marido para recibir algo de dinero y poder adquirir comida, que soporta a un niño maleducado, del que la comunidad se aleja por temor a sus caprichos. ¡La iglesia necesita creencias y no dudas! ¿Qué puede pensar alguien que pasa parte de su vida intentando dotar a aquellos ojos de una luminosidad divina, de una alegría contagiosa, suavizando su gesto adusto para con el Niño, al descubrir desolado al despertar del día siguiente, que todo su trabajo de víspera se desmorona al alba, como si la Virgen no quisiera que nadie modificase su semblante de madre sufriente y sacrificada? Se hizo un silencio profundo. –¿De qué está hablando? –preguntó padre Eustaquio. –De algo inexplicable para el que carece de fe. –¿De un milagro? –preguntó incrédulo aita Mancisidor. –¿De qué si no? –¡Usted no puede creer esa tontería! –gritó padre Eustaquio. –Una y otra vez –siguió hablando padre Patricio–, concluía fray Ignacio la réplica de la Milagrona y marchaba a descansar al alba con la satisfacción de la obra terminada, pero en esos momentos los ojos tan amorosamente tratados recobraban su terrible hermetismo anterior, y el niño cejijunto y descarado recuperaba la agresividad original. Una y otra vez, como si viviera una horrible pesadilla. –Continúe. –¿Qué podía hacer entonces? Desprenderse de la talla por si estuviera endemoniada. Pero en lugar de quemarla 268


como la inquisición, mejor abandonarla en la escombrera. ¡Ningún autor quiere desprenderse totalmente de su obra! Siempre hay una esperanza de que alguien la encuentre y magnifique. Pregúntenselo a su ayudante, el hermano Graciano. Aita Mancisidor, entonces dijo: –¿Es también ese dominico místico el autor de la Virgen del Sueño, de la del Arcón, de la de los Casorios, de la Lluvia? –¡Dios mío! –exclamó padre Patricio verdaderamente horrorizado– ¿Han descubierto ustedes también eso ya? 96. El arzobispo se viste de ceremonial. Decidió celebrar esa tarde de domingo misa en la catedral, porque ya llevaba algún tiempo sin colocarse la mitra ni asirse al báculo ni escucharse su imponente voz de pastor por la metálica megafonía ni entonar el Himno del Congreso Eucarístico de Valencia. Con los acólitos y el turiferario y los diáconos y los presbíteros hizo su aparición solemne atrayendo el clic indiscreto de las cámaras fotográficas cansadas de los retablos churriguerescos de las capillas laterales. Todos los cargos, seglares o religiosos, llevan implícito un estatus propio, de modo que al asumirlo pasas a convertirte en lo que representas y ya estás dispensado de las pequeñas debilidades de tu estado anterior. El arzobispo es pues el arzobispo, así, lo que conlleva, por tanto obligado a caminar mayestático, a bendecir inmóvil, a sentarse solemnemente, a revestirse de vanidades, a levantarse ayudado como si estuviera inútil, a ser acompañado alrededor del altar por si le diera por caerse, a convertir la plática en catequesis reprendiendo a los fieles con la misma severidad de un padre responsable a sus hijos díscolos. 269


Mientras los turistas agradecen la composición de un cuadro tan cromático, los fieles pacientemente sentados en los bancos centrales espían disimuladamente el reloj suspirando porque los minutos dejen de una puñetera vez de refrenarse. Al término de la ceremonia, padre Patricio, recogida el alba en el ropero de la sacristía, aguardó a que el arzobispo se despojase de la dalmática y los otros ornamentos, terminase de besar la estola, y se quedase un momento aislado para acercársele y anunciarle en voz baja: –Lo sabe todo. –¿Qué es eso de que lo sabe todo? –el arzobispo volvió de su trascendencia, y le interrogó mirándole a los ojos, algo confundido. –El vaticanista, que se ha tomado el trabajo en serio. Y no es podenco, se lo aseguro. Insolente y pretencioso, quizás; ladino, también. Un pájaro de cuidado, de mucho cuidado. –Dígamelo despacio para que lo entienda. –Lo que me temía. Lo de la Milagrona es un reclamo de cazador experto; viene por lo otro. Por eso se hace acompañar de ese contaminador del cielo llamado Mancisidor. Lo han descubierto todo. Ese cura policía y ese fraile renegado lo han descubierto todo. 97. El arzobispo reclama la presencia de padre Eustaquio. –¿Qué me dicen de usted? –gritó dando un golpe en la mesa. El rostro enrojecido acentúa la descompensación de su ánimo–. Le he mandado llamar porque creo que se está desviando del objetivo de su presencia entre nosotros. ¿Y la Milagrona? ¡Por la Milagrona ha venido, es bueno que lo recuerde! Y ahora cuando le pido he270


chos, usted me viene con ese cuento infantil de que el tal Acosta cuenta con tres idénticas. ¿No será un montaje del perturbado que le acompaña? Visiblemente irritado, el arzobispo comenzó a pasear nervioso. Separó de malas maneras una de las sillas para hacerse más sitio. Habló de nuevo: –O sea que se presenta usted con las manos vacías, y se atreve a mentarme lo de las tres copias. ¡Qué desatino! ¡Como si fueran cuatro o seis! ¡Quiero la auténtica! ¿Sabe usted dónde está? ¿Sabe quién la tiene? Reconozca con humildad que su intervención ha resultado un fracaso. Otro más, se lo recuerdo. –De momento –dijo padre Eustaquio. –Lo tomo como una insolencia. ¿Por qué de momento? –No he concluido la investigación –dijo padre Eustaquio absolutamente tranquilo–. Unos días más y estaré en condiciones de presentar resultados. El arzobispo pareció pensárselo. Dijo: –¿Me asegura que la Milagrona original será devuelta a la ermita? –y esbozó una sonrisa que a padre Eustaquio le pareció fuera de lugar. Se entretuvo con unos papeles intentando ganar tiempo. Quizás esa noche para dormir se vería obligado a la gragea entera. Tenía prisa. En la antesala aguardaba un grupo de monjas que venía a pedirle como todas las semanas un localito para instalar un servicio de atención a madres que no quieren ser madres. La curia no es una ong, las monjas tienen que presentar un plan de viabilidad, no basta con el Dios proveerá: previsión de gastos, previsión de ingresos, cuadro de actividades. Los obispos de África o de Asia o de Sudamérica eso sí que son obispos: limpian culos, hacen catequesis práctica. Sin embargo él se ha convertido en 271


un obispo funcionario, sello, firma y tampón. Tiene que decir a las monjas que esos papeles no sirven para nada, que cuadren los números, que vuelvan la semana próxima, que el debe se pone a la izquierda y es una cosa y el haber a la derecha y es otra, que si hay cuatro a la izquierda cuatro me pongan a la derecha. Recen por mí, hermanas. Seguro que las monjas a la salida le harán un corte de mangas antes de ponerse a tocar la guitarra. Comentó con firmeza en la voz: –Si no me garantiza la recuperación de la talla doy por cerrada su colaboración –y apostilló con astucia–: en cualquiera de sus futuros viajes con el Pontífice, si le corresponde hacerlos, puede usted encontrársela en un museo. Chicago, Nueva York, Tokio. Usted sabe de lo que hablo. Usted es policía. –No creo que haya salido de Castilla –dijo padre Eustaquio con una calma que irritó de nuevo al arzobispo. –Explíquese –dijo éste desconcertado. –Pienso que se encuentra muy próxima a nosotros. –No sé en qué se fundamenta –dijo el arzobispo elevando el tono de su voz–. Realmente fue encomendado para encontrarla y comprendo que suponga un fracaso abandonar la diócesis sin conseguirlo. En su currículo asoma una mancha y debe ser lamentable para usted asumir una segunda. Reconozca que poco o nada ha avanzado. Conjeturas, simples conjeturas. No creo que tengamos problemas con ese señor Acosta para entronizar una de sus imágenes. Es una solución provisional, pero correcta. Si como dice usted son réplicas casi perfectas podemos acabar con este desagradable incidente de forma razonable, permitiendo su regreso a Madrid o a Roma. Y añadió con ganas de concluir la entrevista: –¿Quiere que lo exponga así al señor cardenal? 272


–¿Lo haría usted por mí? –Naturalmente, aunque sinceramente no veo necesidad de molestar con nimiedades a su eminencia. 98. La partida de mus. El arzobispo abrazó afectuosamente a fray Luciano, y le dijo: –¿Ha traído usted suficiente dinero? –Sabe su ilustrísima que tenemos espíritu de pobreza. –También los pobres lo tienen y los hay que invierten en bolsa. Prior, capuchino, predicador y mendicante, fray Luciano mostraba esa sonrisa virtuosa de los hombres entregados a la divulgación de ideales y al mismo tiempo sujeto a las servidumbres del tiempo. Su barba larga, blanca, pero bien cuidada, le hacía parecer de más edad y le achicaba los ojos marrones. Dijo: –Vayamos al grano. Sor Begoña, se sentó en la mesa y comenzó a barajar las cartas. El arzobispo, dijo: –¿No quiere su reverencia saber por qué le he invitado a la partida? El prior sonrió suavemente. Y dijo: –Ilustrísima, usted es un tramposo. Y aquí, la hermana, le gana en juegos de prestidigitación y en números mágicos. Si estuviéramos en el Oeste, y den gracias a Dios de que no lo estemos, todos los viernes terminarían ustedes emplumados y arrastrados por la calle sobre una viga de hierro. Así que obviemos los pases de salón y los requiebros versallescos. Su ilustrísima tiene algún problema, que es mucho adelantar la partida del viernes, y 273


seguro que parte de la solución a ese problema la tengo yo. Yo, no mi bolsillo. Sabe que mi bolsa es menguada, que lo que me quite usted hoy se lo descontaré al hermano portero de su asignación al pan de los pobres mañana. Cierto que en tiempos de crisis, de estómago y de fe, los menesterosos que acuden al convento son cada vez menos, como si ya no imploraran las migajas del rico Epulón, sino comer caliente, a mantel y mesa puesta. Si su problema atañe a la conciencia, pídame consejo o confesión. Soy todo oídos y encima le escucho, con humildad y respeto. Los movimientos del arzobispo revisten cierta solemnidad. La manera más que de caminar de deslizarse, el aleteo de unas manos acostumbradas a la bendición y al saludo en la distancia, la sonrisa permanente, como si el molar de oro peleara por salir al exterior para suavizar las facciones del rostro. Se acercó a su secretario, que se encogió de hombros. –Félix –le ordenó–, a la mesa. –No, no –protestó el secretario–, declino su ofrecimiento. Yo no quiero jugar. –¿Cómo has dicho? –le preguntó el arzobispo entre incrédulo y furioso. –Que no tengo dinero, ilustrísima. Que soy más pobre que las ratas. –¿Sabes o no sabes jugar al mus? –Poco, pero sé. –¿Las señas? –Por supuesto. –¿Sabes cuándo hago trampas? –Eso lo sabe todo el mundo. –Reparte las cartas. Sor Begoña miró fijamente al secretario. Estaba pálido. Si pudiera saldría de allí corriendo. Le dijo: 274


–O te sientas o el arzobispo te mete de consiliario en un reformatorio. –O a misionar –dijo el arzobispo–. Te envío al Perú con recomendación de sor Begoña para que ejerzas de parturienta. El secretario se miró los bolsillos. Los tenía vacíos. Sacó la cartera, también la tenía vacía. Se sentó abatido. –La dictadura de la iglesia no la impuso Jesucristo –dijo terriblemente deprimido. Fray Luciano apostilló: –No se preocupe, padre Félix, recuerde que de los doce apóstoles diez sufrieron martirio y uno se suicidó. Los primitivos cristianos fueron los más santos y por serlo fíjese cómo acabaron. Repartieron las cartas. A la hora o así de juego, el arzobispo se dirigió al capuchino: –Tengo un problema de conciencia. –Gracias a Dios que se dispone a abrirse de una puñetera vez –dijo el fraile. –¿Sabe usted dónde está Tamarón Príncipe? –A un lado del Camino. Donde principia el Páramo. Destemplanza y frío. Pasé de postulante por equivocación. Y no pienso volver. –Es un pueblo algo salvaje. Páramo, desolación, gente ruda a tono con la climatología. No es un lugar adecuado para el alma sensible de un joven sacerdote cargado de ilusiones y con ganas de servir al Señor. Pues, bien, hace dieciséis años condené allí a uno de los mejores, por no decir, el mejor de mis sacerdotes. –Don Francisco Salcedo –dijo el secretario. –Paquito, el bueno de Paquito –dijo el arzobispo. –Dios está en todas partes –justificó la monja al arzobispo–. Santa Teresa se lo encontraba en los pucheros, 275


y yo en el culo de los enfermos cuando los pincho o cuando les llevo la comunión los domingos que libro. –Hombre destacado, con criterio, fácil oratoria, de los que auguras un futuro brillante al servicio de la santa madre iglesia –dijo el arzobispo–. Debo confesar que casi lo tenía olvidado. ¡Su maldito silencio! Nunca ha mentado una protesta. Puede ser la humildad, aparente o no. Pero entonces era un joven presuntuoso, desmedido. El mejor en latines. ¿Puede la miseria apocar tanto a un hombre soberbio? ¿Ha sido su obispo cruel? ¿He sido cruel con él? ¿Qué puedo hacer para resarcirle? –¿Desea su eminencia que le escuche en confesión, entre amarracos y envidos? –Vamos, vamos, fray Luciano, no saquemos las cosas de quicio. A las almas altivas tampoco les viene mal una sesión de humildad, aunque la sesión dure dieciséis años. Le aseguro que así le he puesto el cielo en bandeja. En el fondo he hecho un gran bien a su espíritu atormentado, lo que hace falta es que me lo haga yo ahora a mí mismo para no estar tan compungido y lleno de dudas. –Su ilustrísima quiere decir –atajó el secretario– que hasta ahora no nos habíamos percatado de la enorme tarea que sobre las espaldas de don Francisco hemos dejado caer. Seis celebraciones eucarísticas los domingos y festivos, cuatro las vísperas y no menos de tres el resto de los días laborables. Kilómetros a un lado, kilómetros a otro; haga frío o nieve; se achicharre de calor o le alcance una torrentera. Da servicio a diez pueblos. Los sacerdotes se han ido jubilando o muriendo, y en lugar de sustituirlos hemos dejado que don Francisco cubra sus necesidades pastorales. –Es terrible –dijo el arzobispo, poniendo los ojos en blanco, como si persiguiera una aparición–. Paquito de276


bería estar en la catedral o aquí, en la curia. Este es su sitio natural. O en Roma. Sin embargo, su inteligencia, sus conocimientos musicales, sus interpretaciones magistrales de los libros sagrados, se están muriendo en el Páramo. Terrible. Imperdonable. ¡Pobre Paquito! –¿Y cómo le ha venido a su ilustrísima este pronto? El secretario adoptó un tono lúgubre de voz: –La Milagrona. Ese ha sido el detonante. La han robado. La monja, dijo sorprendida: –Pero ¿todavía queda alguna talla de valor por ahí perdida? ¿No decidiste en su momento acabar con los expolios? –Efectivamente –dijo el arzobispo. –¿Entonces? Descontento con sus cartas pidió mus pero el fraile no le dio pase a nuevo descarte. Este pareció meditar un rato profundo. Dejó que su mirada vagase perdida por los cristales de la ventana. Debían ser las seis de la tarde. Tenía una ceremonia religiosa a las siete y media. En el convento saben que la llamada del arzobispo tiene hora de comienzo pero que el final se demora hasta que se canse el arzobispo o engorde la bolsa lo suficiente. Los padres capuchinos al acompañarle hasta la puerta, solían decirle: –Rezaremos todo el rato por usted. –Pero sin dormiros –decía entonces él–, que al Señor se le durmieron los discípulos y terminó en la cruz. –Estaremos despiertos como las doncellas listas. –Más os vale, porque como me gane la bolsa os veo comiendo lechuga de la huerta durante el resto del mes. Al fraile le gustaba jugar sin levantar las cartas del tapete. Podía vigilar así con más atención el cruce de señas 277


de la monja y el arzobispo. La monja hacía las señas con un disimulo casi profesional, pero el arzobispo se equivocaba a menudo, marcaba treinta y una en lugar de duples, o entendía pareja de reyes cuando era de ases. El fraile cazó la seña. Y preguntó: –¿Hablamos de la virgen? –Así es –dijo el secretario. –Jamás en mi vida he visto una talla más desconcertante –dijo el fraile como si la noticia no fuera causa de mayor atención–. A veces me asalta en sueños, todavía, dejándome una mala voluntad y unas ganas de abandonar el camastro y salir corriendo. Me viene entonces el recuerdo de aquel joven que era yo, mendigando por los pueblos, su desolación al encontrarse en la soledad del Páramo ante aquella virgen paciente, resignada, con un terrible Niño cejijunto, retorciéndose para bajarse del regazo y emprenderla a latigazos con los mercaderes. ¡Dios santo! ¡Qué horror! ¡Qué amargura! ¿Quién pudo ser el imaginero al que se le ocurrió poner encima un asqueroso gusano saliendo de la manzana? –Fray Luciano –el arzobispo bajó humildemente la voz y comenzó a tutearle por primera vez en la partida– tienes que echarme una mano. –¿Qué puedo hacer? –Tengo a un vaticanista enviado expresamente por el cardenal. Nunca nos había pasado antes. ¡El guardaespaldas que evitó el atentado y necesita redimirse! Un desencaminado con pretensiones de retornar cargado de medallas a Roma. –Lo de la Milagrona no es cosa nuestra –confesó entonces el secretario. –¿Qué es eso de que no es cosa nuestra? –preguntó sorprendido fray Luciano. 278


–Que el arzobispado no ha intervenido en su desaparición. Se hizo un silencio profundo. El capuchino movió sus cartas, pasando con habilidad la de abajo arriba. Luego intercambió los extremos, bajando la de arriba para finalmente recuperar las dos de la mitad que colocó encima. Se estuvo así un buen rato. Era una forma de meditar las jugadas. Repitió tres o cuatro veces la operación. –¿Quiere decir su ilustrísima que los dominicos no tienen nada que ver en el asunto? –¡Que la ha robado Paquito, jodé! –estalló el arzobispo, sin poderse contener– ¿No te das cuenta? ¡A sabiendas, ha robado el muy canalla la talla falsa! –¡Qué me dice! –exclamó el fraile, cayendo entonces en cuenta de la gravedad del hecho. –¡Lo que oyes! Fray Luciano aguantó la mirada. –¿Y por qué? –¡Para llamar mi atención! ¿Quién si no un amargado puede robar una talla tan fea y falsa? ¿Quién? Hubo un silencio denso. El arzobispo, habló quedamente: –Estamos metidos en un lío. Don Francisco nos somete a prueba, la guardia civil cursa la denuncia y un vaticanista necesitado de aplauso asoma las narices. ¿Te imaginas el escándalo? Otro más. ¡Dios mío! Veo los titulares en el periódico. ¿Te imaginas si los de los pueblos descubren ahora que sus vírgenes tampoco son auténticas? ¿Que conservamos escondidas las suyas, sin culto? ¿Qué hacemos? Miró sus cartas. –Es mi voluntad, además, aliviar a Paquito en su tarea 279


diaria, al menos durante un tiempo prudencial –añadió–. Que sepa que le queremos. Que le guardo, a pesar de todo, una consideración. –Ya tengo a un hermano desplazado en el cementerio –dijo el fraile adelantándose al arzobispo– y a otro recorriendo las plantas del hospital. Muchos brazos más no me quedan. Los años no pasan en balde. El más joven del cenobio soy yo y he pasado los cincuenta hace seis. –Hay que impedir que esto vaya a más –dijo el secretario lúgubremente. –Necesitamos que Paquito no se sienta herido, que no piense que le quitamos responsabilidad ahora que el pobre seguramente sufre de remordimientos por este desagradable asunto que se le ha escapado de las manos. Necesito su silencio. Que sepa que lo sabemos, pero que no tenemos intención de adoptar ninguna represalia. ¡Pobre Paquito! Quiero alejarle durante un tiempo de Tamarón Príncipe, porque la guardia civil lo mismo persigue el caso como las leonas a la gacela hasta que se la comen. Necesito alguien que me marque al vaticanista para que dé por cerrado el caso de una puñetera vez y se largue a Madrid o se vuelva a Roma a seguir lamiendo culos de monseñores. –¡Jesús! –dijo la monja. –Comprendo –dijo el fraile. Pasada la chica, el arzobispo detuvo unos momentos el juego para dirigirse de nuevo al fraile. –Hay un problema añadido –dijo despacio–. El vaticanista tiene un ayudante, aprobado por el cardenal y al que me he visto obligado a dar el visto bueno. –¿Y? –Es un experto mariano al que conoces de sobra. 280


–¿No será...? –El mismo. –¡Santo cielo! ¿Aita Mancisidor? –se le escapó la exclamación al prior–. Esperemos por el bien de sus antiguos hermanos de congregación no se crea todavía el jinete de blanco enviado por Dios para ayudar a los macabeos. 99. Otro fraile entra en escena: fray Ambrosio. Se presentó inesperadamente. El hábito parecía quedarle demasiado holgado a pesar del cíngulo y el rosario colgando. De rostro enjuto, piel oscura, la vejez atrapada en un amago de crispación permanente dibujada en los labios, daba una penosa impresión, como si las vueltas y revueltas del camino, esas continuas subidas y espantosas bajadas, las estrechas callejuelas de algunas de las aldeas donde resulta casi impredecible augurar la supervivencia del autobús, y finalmente el calor, le hubieran indispuesto condenándole a unos reflujos ácidos de la menguada comida que le quemaban la garganta. A duras penas había conseguido aguantarse las arcadas. Se bajó del autobús medio mareado, recogió la usada maleta con refuerzos metálicos en las esquinas, bendijo como pudo a los últimos pasajeros que quedaban, y se acercó a los viejos que seguían intentando atrapar la legión de moscas. –Buenas –dijo apenas con un hilito de voz– ¿se acuerdan ustedes de mí? –Fíjese si nos acordamos que ya hemos echado mano a la cartera –dijo Aurelio. –Cagüenlaleche. ¿Pero no venía usted antes por Cuaresma? ¿Qué pasa? ¿Ahora para la iglesia Cuaresma van 281


a ser todos los días? ¿Lo vamos a tener permanente o qué? –preguntó despectivo Sebastián. –Al franciscano le gusta cómo se come aquí –dijo Silverio, sin molestarse a mirarle. –Capuchino –le corrigió fray Ambrosio sin demasiada gana–. Capuchino, viejo, enfermo y vengo a morirme. –Coño, disculpe usted –dijo Aurelio algo compungido– no sabía que estuviera enfermo. –Ni yo tampoco hasta finalizar este maldito viaje –dijo el fraile. Y muy dignamente se introdujo en el teleclub, pidió una manzanilla para asentar el vientre, sopló para que se le enfriara, se despidió con un Ave María a modo de propina y sin rascarse los bolsillos salió de nuevo. –Señores –dijo ya repuesto– espero verles el domingo en la iglesia. –¡La iglesia! –exclamó el Bolas– ¡La iglesia lo que tiene que hacer es pagar los portes por adelantado! Con la maleta en la mano y el cansancio de la vida empujándole los pies, fray Ambrosio se dirigió lentamente hacia la torre del reloj donde descansa la pareja de cigüeñas. Las tres, de la tarde o de la madrugada. Como siempre, el reloj alienta la esperanza de que alguien algún día lo ponga en marcha. Sonrió para sus adentros. Era bonito encontrarse con sitios que no mudan nunca, acaso porque han conseguido el equilibrio perfecto. Seguramente si Felipe II regresara de donde se encontrase tampoco se perdería por aquellas cuatro callejas por donde caminaba él ahora. El mismo polvo blanco, el mismo espeso silencio roto por la angustia de los pájaros que intentan cobijarse, los mismos cardos correderos escondidos a la espera de que sople el viento. Seguramente en cualquier recodo podría 282


toparse con judíos y romanos, moros reclamando derecho de asilo, mercenarios, caballeros de frontera, esclavos de pies desnudos, mendicantes y leprosos. Unas jardineras adornando el centro de la plaza, más para evitar que los vehículos la ocupen que por embellecimiento. Poco más. Las fachadas igual de sucias. Pajares derruidos, casas abandonadas. El tiempo sólo se detiene cuando la gente se empeña en sujetarlo. Y los habitantes de Tamarón lo sujetaban con ganas. Posiblemente, pensaba el capuchino al intentar respirar para recomponerse de la fatiga, los pueblos de Castilla son intercambiables, aunque Tamarón Príncipe, el viejo Tamarón, tiene la peculiaridad de su devoción a una Madonna de pesadilla. Comprobó cómo la flor dibujada en un boquerón estaba ya marchita, con los colores apagados. Faltaba lo que siempre se ausenta: la mano amable capaz de devolver la antigua prestancia a las cosas. Continuaban sin pintarse las fachadas y las recientemente arregladas lucían un amarillo enfermo con faldón marrón líquido, como de cagalera infantil. La puerta corredera de la cochera continuaba atrancada. Los forjados de la casona, primero que fue convento antes que hospital de mendicantes, ahora almacén de aperos, igual de oxidados, amenazando ruina. Los nidos de barro seco bajo los aleros. El fuego del cielo cayendo a plomo hasta derretir el último parche de brea dado por los camineros de la diputación provincial. Se detuvo delante de la torre del reloj. Las tres, como siempre. –¿Qué le parece? –le dijo entonces el viejo que venía de llenarse de picores en el gallinero–. Ese reloj por lo menos acierta la hora dos veces al día. –Todos los relojes aciertan la hora dos veces al día – dijo el capuchino. 283


–Todos, no –replicó el hombre–. Sólo los que están parados. –Tiene usted razón –dijo fray Ambrosio, doblando la calleja que siempre huele a meados y que desemboca directamente en la calle del cura. 100. Don Francisco recibe a fray Ambrosio. Con los brazos abiertos, pero con algo de preocupación en el fondo. –Le traigo la buena nueva –dijo el capuchino recuperado–. Sus deseos han sido atendidos. No hay que desesperar. En la vida todo llega. Sarto fue elegido papa a los 70, duró nueve más y encima le hicieron santo. Hay que saber esperar. Reciba con mi modesta persona la bendición particular del arzobispo. Enhorabuena. –¡Bendito sea Dios y su santo nombre! –exclamó emocionado don Francisco– ¡Por fin! –Siempre le he participado que su paternidad está muy bien considerado por la jerarquía –medio mintió el capuchino. Le ayudó con la maleta. Hablaron durante un rato de los lugares comunes y de las molestias de un viaje, en un autobús escasamente preparado para soportar semejantes temperaturas. –Por las ventanas penetraban chorretones de aire caliente, aceite hirviendo más bien. Pensaba que podría morir aplastado por un golpe de aire. Aplastado o quemado, hasta el punto de encomendarme a San Juan Macías, que por su oficio de portero, estaría en condiciones de abrirme el cielo –dijo el fraile. –Bien sabe usted que nos encontramos en los peores días a las puertas del verano. –Muy cierto –corroboró el fraile–. En agosto por las noches hay que abrigarse; pero en junio, desnudarse. 284


–Así es. Don Francisco pretendió ponerle en antecedentes. Estaba exultante al saberse ya con un pie fuera. –Por aquí las cosas van como se lo puede suponer. Pueblo descreído, lo conoce usted de sobra. Sólo tienen en consideración a la Virgen, como si nuestra Señora fuese alfa y omega. –¿Y todo ese rollo de Felipe II? –Continúan inventándose la historia. Al final conseguirán una nueva. Los peores son los jóvenes. Todo lo relativizan. Como el pasado para ellos es simplemente el argumento de una película, se ponen a reivindicar episodios inexactos, sin contrastar fuentes, o a crearse unas nuevas, según convenga. Fray Ambrosio conocía de sobra al pueblo y a sus gentes. Había aparecido durante algunas cuaresmas para dirigir los oficios y efectuar confesiones. Le privaban los sermones. Era cuando en la iglesia se valoraba a los sacerdotes por su capacidad para exagerar trascendencias y relatar apariciones de terribles malignos perturbadores que venían a llevarse a jovencitos condenados por extenuarse antes de tiempo. Desde el púlpito, que todavía sigue intacto, descargaba su vozarrón anunciando énfasis justicieros. Era un exagerado. La flaqueza de las almas, el fuego del infierno, constituyen sus temas preferidos. Las ánimas purgantes que regresan durante diez minutos del más allá para mostrar el dolor de sus miserias. Aquella angustiosa petición de agua para calmar una sed infinita. Sus imágenes eran incendiarias, tremendas; sus explosiones de ira acongojaban por igual a creyentes que a incrédulos. Para el sermón de las Siete Palabras, recorría las siete casas mejor preparadas del pueblo, engalanadas para la ocasión con un mantel amarillo. Entraba, se bebía su de285


dalito de orujo para entonarse en condiciones y combatir los rigores del frío castellano, y ya sin importarle la nevada, las bajas temperaturas, ni el amago de congelación de los fieles en la calle, se asomaba a la ventana y durante no menos de veinte minutos, se dedicaba a la descripción pormenorizada del infierno. De modo que a la conclusión, quien más quien menos deseaba darse una vuelta por el Averno para descongelarse los huesos y combatir el picor de los sabañones. Luego, se quedaba diez o doce días más para recuperarse de sus esfuerzos. –Esta tierra huele peor que los molederos –espetó al alcalde una noche bajo el manto de las estrellas, presagio de la próxima helada. –¿Eso es un insulto? –dijo el alcalde. –Y la misa del domingo –le dijo entonces el fraile– la voy a oficiar al aire libre en la plaza. El alcalde, dijo: –¿Está usted loco? Soy ateo y no quiero que me ponga a su Cristo delante de mi ventana. Edificada seguramente en otro tiempo para dar cobijo al servicio de los religiosos, la casa del alcalde estaba adosada a la iglesia. Por las penurias, el arzobispado se desprendió de ella igual que terminó vendiendo las piedras del primitivo camposanto existente en la trasera y parceló el nuevo. Aunque compartían atrio, el alcalde había dispuesto un enrejado para que las viejas no se confundieran de entrada. –Pues va a tener que aguantarse usted. –¿Sabe con quién está usted hablando? Efectivamente, el fraile lo sabía. En pocos días, tenía el confesionario lleno. –¿Lo ve usted? –le dijo a don Francisco en aquella ocasión– Me cuentan las mismas sandeces de siempre, 286


pero las escucho como nuevas. Y hago como que me duermo. Eso les gusta. Piensan: “Este fraile se pasa la noche entera en oración y no se entera, abuelo despierta”. Y se les va el rubor, si es que alguno lo lleva. Todo el mundo quiere suponer que sólo ellos cometen pecados, que sus pecados son únicos y encima originales, como si Adán, tras la condena divina, no estuviera a gusto retozando con su Eva bajo las estrellas y a la orilla del Paraíso, como si Caín y la prole fueran clonados o cosa así, como si los odios y las envidias fueran de otra época, y que nadie se revuelca ya en los graneros. En este país de ingenuos y quijotes, el pecador piensa que sólo él seduce a la mujer ajena y que la propia es tan pura y cristalina como las aguas azules de un lago en verano. ¡Pobres! ¡Si supieran lo que nosotros escuchamos! “Padre, he pecado”, nos ha jodido, y yo, y todos. Las sandalias son un signo de pobreza, y les gusta, pero ¿cómo voy a decirles que me cago en ellas cuando camino entre cascajos? Me aguanto. Como usted, don Francisco, que se aguanta hasta la llamada del arzobispo sin una queja y mucha resignación. Dijo traspasado el recibidor: –Y ya le ha llamado. Después de asearse y de despojarse del hábito, fray Ambrosio se acomodó en uno de los sillones. Estaría mejor en la casa que en el convento, por lo menos hasta la entrada del invierno. –¿Y a qué aspira usted ahora, don Francisco? Y este, dijo: –A descansar, fray Ambrosio, sólo a descansar. Primero a descansar, que dieciséis años cansan mucho.

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101. El coronel habla de su señora. Saludó afectuosamente a aita Mancisidor. –Le conozco a usted –le dijo–. A mí no se me olvida fácilmente un rostro y el suyo es singular, digamos que su nariz griega y sus ojos saltones desorbitados gritando en la inauguración de las “Edades del hombre” son difíciles de olvidar. ¿Y su hábito marrón? ¿No me diga que el Nuncio se ensañó con usted? Mi señora quedó francamente impresionada. –Quizá me excediera entonces –dijo sumiso aita Mancisidor. –No, no, si hizo usted muy bien. Conviene gritar mentira a la cara del mentiroso y pisar muchos callos. Los pusilánimes constituyen una plaga que no se extingue nunca. Yo también he leído a Unamuno. Y hay noches que lamento no seguir sus indicaciones y salir a la calle a poner lo de arriba abajo y lo de abajo arriba. Pero, amigo mío, un guardia civil no se quita el uniforme ni cuando se viste el pijama para meterse en la cama. Hizo una pausa, y dijo: –Me gustaría presentarle un día de estos a mi señora. –A su disposición, cuando guste. –Pues prepárese, porque le invitará como ponente a una conferencia donde las señoras aburridas no se conforman con arreglar el país, van más lejos, arreglan por el mismo precio también el Vaticano, las tendencias de la moda, la literatura, la curia, el ejército español, las órdenes mendicantes, los planes de estudio, la historia de la humanidad, el origen del universo, las enfermedades aunque sean venéreas, se visten de postulantes para la cuestación de Cruz Roja, atienden una vez al mes a los desvalidos, y montan peregrinaciones a Lourdes y Fátima. 288


–E invaden Gibraltar si les coge de paso. –Un pecado menor. –Será un auténtico placer conocer a su señora. –Espero que mantenga la misma opinión en el futuro. El coronel jugueteó con la pluma estilográfica pasándosela entre los dedos de su mano derecha. Y mirando a padre Eustaquio, dijo: hable, exponga eso tan importante que tiene que decirme. Escuchó con atención las reflexiones de padre Eustaquio, le miró medio asustado y preguntó: –¿Está usted seguro? –Lo estoy. –¿Y su disposición es la de desmontar semejante tinglado? –Por lo menos someter el problema a la consideración del cardenal. –¿Y cree que él estará por la labor de actuar? –Naturalmente. Pero primero necesito conocer si cuento con su apoyo antes de solicitar su venia. El coronel se reservó unos segundos para meditar el asunto. Dijo: –Ok. De acuerdo. Encargo desde ya las tareas de vigilancia. Descuide usted. Ordeno de inmediato los preparativos para cuando me confirme tener en su poder la autorización expresa del cardenal. –Lo único que pido es discreción –insistió padre Eustaquio. –Y la tendrá. La iglesia es una institución respetable que no hiere en las horas de insomnio. Cuente conmigo. 102. El cardenal toma cartas en el asunto. Pegado al deslumbrante habano, le costó pocos minutos asimilar el informe. Recostado sobre el mullido 289


respaldo de su confortable asiento del despacho, hizo navegar por el aire tres anillos gris azulados antes de volver a releer la primera de las hojas. Lanzó un cuarto para que anudase a los otros tres, sin resultado. Padre Eustaquio hacía más uso del punto que de la coma, de modo que la substancia nade fluida por encima de consideraciones que distraigan la descripción de los sucesos. Sencillos, escuetos, los informes de trabajo no deben endulzarse con florituras vistosas. Lo fundamental, en la primera hoja. Y mejor que sobre la segunda. La tercera directamente a la destructora de documentos. El cardenal, dijo: –Si los dicasterios parieran informes tan concisos el Papa no tendría dudas de conciencia. Dejó los folios, cerró los ojos, y añadió: –Gracias a Dios la iglesia ya ha encontrado un cura que entierra las metáforas en el cajón de la mesa. –Un poco de poesía no viene nunca mal, eminencia –le corrigió padre Vicente con delicadeza–. La poesía mueve las conciencias. –¡Y la música dodecafónica! ¡Y los despachos de guerra! –bramó el cardenal– ¡Todo remueve las conciencias, hasta las incertidumbres! Expulsó otro aro gris y contempló su lento ascenso hasta los arabescos dorados del techo. Problemas, problemas. Últimamente su despacho parecía una oficina de reclamaciones. Realmente lo que la sociedad moderna pretende es superar la picazón molesta de la entrepierna que supone enfrentar nada con eternidad. Declaraciones desafortunadas, unas; fuera de contexto, otras. ¿Cómo afrontar la tormenta de acusaciones? El pasado es el gran fantasma de la iglesia, convertida ahora en una casa tambaleante, con goteras por todas partes. En los mo290


mentos de soledad le fascinaba imaginar la próxima iglesia, la de dentro de treinta o cincuenta años o un par de siglos o más. ¿Sus predicciones se acercarían a las que, por ejemplo, pudo tener en su tiempo León XI-232, aquel Papa que reinó 27 días y murió al caerse del caballo? ¿El dosel de bronce de Bernini continuaría en la Basílica de San Pedro? ¿Se mantendrían en pie las grandes columnas? ¿La maleza y el desánimo habrían reducido el Vaticano a ruinas como el Coliseo? Estaba convencido que Cristo resultaría igual de incómodo en el futuro. ¿Se vendería en mercadillos baratos cremas protectoras que evitaran los picores de conciencia? En el fondo ese es el gran problema de la mayoría de los hombres, su firme anclaje en el hoy, cuando el hoy mañana mismo ya es pasado. La forma positiva de tomar perspectiva para enfocar los asuntos de hoy es la visión a distancia. Se le escapó un pensamiento en voz alta: –¿Qué es lo que hemos hecho en la práctica los obispos por los buenos cristianos desde el Vaticano II? Padre Eustaquio hizo intención de contestar, pero el secretario le detuvo. El cardenal acostumbraba a esos momentos de reflexión donde las palabras por ser más lentas que las ideas al exteriorizarse refrenan el coraje adquirido en la soledad del dormitorio. La revolución se fragua tumbado panza arriba sobre la cama; lo malo es que al erguirse, la cobardía obliga aplazar las justas reivindicaciones que terminan así convertidas en gotas grises de vergüenza. Se respondió a sí mismo: –La confesión comunitaria. Ese es el mayor avance de la iglesia para la salvación de los buenos cristianos, de los cristianos regulares y de los malos cristianos. Echó otra calada, y dijo: –Creo firmemente en la iglesia ¿y tú? 291


Padre Eustaquio se sorprendió de la pregunta. Respondió rápidamente: –¿En la actual o en la del futuro? –¡Coño! –exclamó el cardenal volviendo de su reflexión– ¡Ya has aprendido a navegar entre tifones! ¡Estás preparado para los altos cometidos! ¡Con respuestas como esa aseguras tu papado! Padre Vicente dijo entonces: –Padre Crespo nos comenta que su actuación ha causado gran revuelo en el arzobispado. Está la curia enloquecida como las hormigas cuando se les entorpece el camino del hormiguero. Es usted como una apisonadora, lo más parecido al Cristo que desaloja a los mercaderes del templo. –¿Me confirmas que la mayoría de las tallas son falsificaciones? –insistió el cardenal. –Correcto. Perfectas, pero reproducciones –dijo padre Eustaquio. –¿Y que nunca lo hubiéramos descubierto si no es por ese aita Mancisidor, al que conozco y admiro? –Lo confirmo. –¿Ninguna duda? –Ninguna. –¿Estás seguro? –Necesito recibir instrucciones. Quiero saber hasta dónde puedo llegar. –Hasta el fin –dijo el cardenal. –Y el fin ¿cuál es, eminencia? Carraspeó el cardenal, y dijo: –¿Dominicos, entonces? –Efectivamente. –Y uno de ellos, una especie de Miguel Ángel castellano. – Excepcional. Sus tallas son perfectas. 292


–¿A los veinticinco años hubiera sido capaz de esculpir una Pietá como Miguel Ángel? –Sin la menor duda. –¿Y ha renunciado a su propio nombre para dedicarse a preservar el patrimonio de la iglesia? –Correcto, eminencia. El cardenal miró por la ventana. Le descansaba contemplar la armonía de las tejas. Dijo: –Por lo que veo la beneficiada de todo este asunto es la iglesia. –Efectivamente –convino padre Eustaquio. –Digamos entonces que la iglesia se ha dedicado estos últimos años a robarse a sí misma para que no la roben los demás. –Algo así, eminencia. El cardenal volvió a la mesa. –Es una conjetura interesante. Para dotarla de credibilidad es imprescindible encontrar las tallas originales, entre ellas la propia Milagrona. Dio un golpecito al habano y se quedó un buen rato contemplando el montoncito de ceniza. Luego, reflexionó en voz alta: –Pablo perdonó la deserción de San Marcos en Antioquía. Gracias a su reconciliación recuperamos al evangelista. Pablo fue pragmático. La iglesia es pragmática. Pragmática y justa. –Siempre lo ha sido –dijo padre Vicente. –Lo malo es que la iglesia en bastantes escándalos está sumida como para que trascienda a la luz pública uno nuevo. –Eso también es cierto, eminencia. –¿Qué hacemos entonces? –dijo. 293


Volvió a lanzar los aros esta vez directamente hacia la ventana, esbozó una sonrisa condescendiente, y dijo: –Adelante. 103. Don Francisco se va. Como si lo tuviera previsto desde tiempo atrás, a don Francisco le costó poco tiempo preparar el equipaje; tenía que apresurarse. El arzobispo ordenaba urgentemente su asistencia al necesario retiro espiritual previo a la promoción a cargos de mayor responsabilidad en la curia diocesana (vicario de pastoral, de juventud). Hay que presentarse la víspera lo que obliga a emprender viaje de inmediato, porque candada la puerta, a imagen de un cónclave romano, el retiro no puede alterarse salvo en supuestos de salud o de alguna otra emergencia. Apenas una maleta con las mudas. Ya tendría tiempo de retornar a recoger el resto en cuanto se confirmase la despedida definitiva. Fray Ambrosio le había dicho después de abrazarle: –Enhorabuena. Añadiendo más tarde: –Tómeselo como unas vacaciones adelantadas. Relájese. Y suscite temas de discusión que eso priva en los retiros. Por ejemplo, ¿cuántas de las palabras puestas en boca de Jesús en los Evangelios son auténticas? O ¿Jesús sabía leer y escribir? Y si alguno de sus compañeros se duerme en las horas de oración promueva la discusión sobre los esenios y Juan Bautista. ¿De qué profetas contemporáneos se vale Dios hoy en día para hablar al mundo moderno? ¿De Karl Marx, por ejemplo? ¡Ajá! ¡Una bonita cuestión! Le garantizo una estancia en la casa de retiro altamente entretenida. Y ya si quiere ser usted transgresor, suscite el descarno de sus colegas afirmando que Jesús entre sus contemporáneos tenía fama 294


de fariseo y bebedor, y cotillee, cotillee, para que los más místicos se aparten de usted y no le hagan la vida imposible. Como la casa sacerdotal además resultaba suficientemente grande, fray Ambrosio le prometió respetar las cosas de su cuarto. De hecho, tenía el suyo propio, en el piso de arriba, al lado de lo que había sido en otro tiempo gallinero, reservado para cuando sus homilías incendiarias de Cuaresma. La imagen de don Francisco en manga corta, con una camisa discreta de color rosa, un pantalón beige de verano y unas zapatillas de loneta azules, le devolvía la apariencia de un aburrido padre de familia camino de ir a buscar a sus hijos a la piscina; contrastaba con los hábitos austeros y sombríos del capuchino que contemplaba sus movimientos sentado plácidamente en el banco de madera apoyado en la fachada de la casa. Cuando don Francisco arrancó el motor, el fraile se levantó, le estrechó la mano por la ventanilla, y dijo: –Seré un buen pastor de sus ovejas. 104. Tareas de vigilancia. El teniente González dispuso el operativo en muy poco tiempo. Se frotó las manos al recibir la orden. ¡Acción! La tapia del convento de los dominicos tenía una salida falsa en la parte trasera cerrada con una verja de hierro, que conducía directamente a un tramo sin asfaltar que desembocaba a través de un puente estrecho de una sola dirección en una carretera local, paso obligado del Camino. Aquel punto era peligroso por los árboles crecidos, por los matorrales, por las hierbas altas, por las rodaduras profundas en la superficie, propicias para las 295


torceduras. Los peregrinos, después de avanzar por el arcén, se separaban de la general allí mismo obligándose a pasar al otro lado en condiciones de visibilidad reducida. Los de Tráfico, que cuidaban habitualmente ese punto, lo confirmaron: la camioneta del convento, como si necesitara viajar de incógnito, algunas madrugadas salía por allí en lugar de por la puerta delantera, la de la entrada principal, la habitual para tareas de carga y descarga. El teniente González se preguntó por qué y los de Tráfico le respondieron: a la salida del puente romano hay un camino casi perdido que después de sortear una curva en forma de herradura transita dirección a las escombreras y los barrancos. –Igual estos frailes están metidos en obras y no las declaran para eludir impuestos y sacan por ahí los escombros –añadieron concluyendo la información. El teniente González anotó esta observación como anotaba todo lo que acontecía a su alrededor. 105. Noche cerrada. Calor. La lucecita en la esquina de la fachada indica al mundo la posición del convento como los candiles de aceite la de los barcos piratas. En el ala derecha, en la planta primera, en el único punto de luz interior de todo el edificio se dibuja borrosa una silueta seguramente de un fraile desvelado que parece unas veces desplazarse y otras detenerse en seco como si se entregara a una oración. El teniente González desde la oscuridad anunció: –Nuestro hombre está laborando. En las tres noches anteriores había sucedido lo mismo. Apagadas las luces del interior, cuando el campanario daba la hora empapada de inquietud, se ilumi296


naba en el ala derecha, en la misma esquina, una lucecita y con ella la sombra se ponía en movimiento. Así hasta el alba. Doce y media. Un automóvil viejo y ruidoso, con el aparato de radio rompiendo los tímpanos, aceleró alocadamente y centímetros antes de estrellarse contra la fachada del convento giró bruscamente poniéndose en paralelo y dejando la huella de media rueda sobre la gravilla. Un par de minutos más tarde, un hombre medio borracho y una mujer, por las apariencias un ligue de medianoche, dando tumbos se aproximaron al convento. Tocaron violentamente la puerta. La mujer, exageradamente maquillada y con los labios de un rojo encendido, hizo como que se separaba del hombre, pero éste la atraía de nuevo hacia él. Tenían aire de desencuentro. Intentaba besarla el hombre de una forma impetuosa, casi salvaje, buscando romper violentamente su resistencia. En un momento dado ella se apoyó en la puerta. –¿No hay nadie en este hotel? –gritó el hombre con su lengua tropezona, dando golpes exagerados en la puerta– ¡Voy a tirar la puerta abajo! La mujer llevaba la falda muy corta, mostrando las piernas con descaro. Hizo intención el hombre entonces de buscarla por abajo. La mujer se volvió como defendiéndose y él se aplastó como un salvaje contra ella allí mismo. Forcejearon unos segundos. A la mujer le resultaba imposible zafarse del acoso. Gemía, imploraba, lloraba. Luego, se fundieron en un beso apasionado, violento, desagradable. El escándalo despertó a los frailes. Cuando el fraile portero descorrió el cerrojo, el superior del convento de dominicos amonestó a la pareja: –¡Váyanse! ¡Este es lugar de oración! ¡Voy a llamar a la policía! 297


El teniente dijo a padre Eustaquio como disculpándose: –Son marido y mujer. Lo mismo ella le pega un tiro a un tipo en el escroto que protagoniza con su marido en plena calle una escena porno. 106. En la cueva de Alí Babá. Tres de la madrugada. La operación por su rapidez y limpieza podía considerarse resuelta satisfactoriamente. Padre Eustaquio se orientó fácilmente por los pasillos del convento (portería, hospedería, cocinas, refectorio), dando enseguida con el taller. Intentó abrir una puerta oculta pero se le resistió. El teniente González, dijo: –Deje a nuestro especialista. Uno de los guardias vestido de paisano apareció con llaves y ganzúas y una gorra visera y un palillo entre los dientes como si viniera de tomarse el carajillo de la media noche. A falta de antifaz para parecer un ratero de tebeo, se escupió las manos y se las frotó sobre el pantalón antes de agacharse. Era un tipo grande que podía romper sin problemas los anclajes del universo de una sola patada. No fue necesario. La operación duró apenas unos segundos. Introdujo la llave maestra y la puerta al abrirse les condujo a la trampilla que había quedado al descubierto. Descendieron impetuosamente No menos de treinta vírgenes aparecieron apiladas en perfecto orden, con su nombre y referencias al pie, catalogadas como en un museo. Aita Mancisidor disfrutaba como si fuera uno de los cuarenta ladrones. No salía de su asombro. Del XIII y del XIV y del XV y del XVI. El teniente González paseaba de un lado a otro. Estaba satisfecho y en plena ebullición. Un operativo cui298


dadosamente planeado. Sin atisbo de violencia. De acercarse un periodista todo hubiera terminado como localización nocturna de exteriores para una película de policías y ladrones. Un par de coches de camuflaje perfectamente aparcados, armas ocultas, ningún destello azul luminoso. Un control rutinario de una noche normal sin apenas tráfico. Allí estaba el taller, allí estaba el padre prior, con la legaña amarilla y su voz gruesa que no desperdicia silencios, intentando conectar con el arzobispo. Una decena de frailes consolaban a otro más viejo, sentado y abatido, todavía con la badana marrón por encima de su ajado hábito blanco. ¿Qué hace usted aquí a estas horas?, le había soltado de golpe el teniente al sorprenderle. El prior, con los otros frailes había perseguido por los pasillos a los policías sin conseguir detenerlos. Protestó: ¡Quiero que me enseñen la orden del juez! ¡Estamos amparados por el Concordato! Padre Eustaquio le mostró la nota del cardenal: ¿le basta con esto? El prior se derrumbó. Se dirigió al hermano Graciano seguramente para desviar la atención: ¡Le tengo ordenado que no labore a estas altas horas de la noche ahora que ya no está entre nosotros fray Ignacio! Que las horas de sueño no son para remordimientos. –Hermano Graciano, levante el ánimo –le consoló otro fraile. El prior gritaba a quien estuviera al otro lado del teléfono: –¡Nos merecemos por lo menos que despierte al arzobispo! ¡Ya sé que toma pastillas para dormir! ¡Ya sé qué puede ser malo para el corazón desvelarle, pero esto es una urgencia! ¡Hemos dado a la iglesia cuatro papas y ochenta y seis cardenales! San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Vicente Ferrer. 299


–Y Torquemada –repuso aita Mancisidor mordaz–. Ocho mil ochocientas almas ardiendo en llamas en los primeros años. Laudare, benedicere, praedicare. El prior, colgado el teléfono, confesó amargamente ante el teniente González y padre Eustaquio: –Paquito es un maricón y el culpable de todo este embrollo. Si no fuera por su afán de notoriedad todo seguiría igual, pero el orgullo, el sentimiento de humillación, envenena la condición humana. Les juro que es un auténtico mariconazo. La Milagrona de Tamarón Príncipe claro que es falsa, más falsa que los judíos conversos que guardaban el saabath, ¿qué se han creído ustedes?, ¿que la íbamos a dejar expuesta a la codicia de un ladrón? Y eso Paquito lo sabe de sobra. Es la política impuesta por el arzobispado. No sé si también ordenada desde Roma, no sé si también ordenada desde Madrid. Intentamos salvar el patrimonio de la iglesia, que todo lo de algún valor descanse en este lugar secreto. Por seguridad, ¿lo entienden? Las guardamos como las joyas se guardan en las cajas de los bancos. ¿Cuándo exhiben las marquesas sus collares de perlas y sus broches de esmeraldas? Cuando las circunstancias lo aconsejan. Hay bastante convulsión en la sociedad actual para facilitar a los facinerosos que sigan robando en las ermitas y las profanen. Mejor es que se dediquen al cobre, aunque terminen dejando al país sin catenarias. Solicito de ustedes su comprensión. Y añadió con la voz entrecortada: –Ninguna región como Castilla ha sufrido tantos expolios de la gente de mal vivir. Sale más económico duplicar las tallas que dotar de sensores de alarma, que enmudecen con las tormentas de verano y las horribles 300


ventiscas del invierno, a los cientos y cientos de ermitas desperdigadas por esos caminos que Dios nos obliga a recorrer en nuestro triste peregrinar por esta vida. Los originales están aquí, a nuestro cuidado, a la espera de que amaine el temporal. ¡Somos los custodios del patrimonio de la iglesia! –¿Y la Milagrona? –preguntó padre Eustaquio. –¡Ah, la Milagrona! Terrible –convino el prior con cierta desazón–. ¡Eso es lo peor! ¿Qué puedo decirles? No la tenemos nosotros. Ya ven que no está aquí expuesta. Ese es su hueco. Se la llevó fray Ignacio. ¿Por qué? Seguramente más para estudiarla que por devoción. Un acto inconfesable. ¿Quién podía suponerlo? ¿Cómo un hombre en un momento sucumbe a la locura y perpetra acto tan abominable? Día tras día, mes a mes, el pobre se desvivía por conseguir una imagen dulce, cercana, que en lugar de huida suscitase devoción. ¡Día tras día! ¡Pobre alma en pena! El hermano Graciano alzó la mirada como solicitando que un alma caritativa le liberase del polvo almacenado en su vieja alma cansada. Necesitaba hablar. Con gran esfuerzo, se irguió. Era un hombre mermado físicamente, casi en huesos. Tenía los ojos algo apagados, las mejillas blancas, la barba desordenada. Dijo: –¡Soy un pecador! –Todos lo somos –repuso el prior rápidamente. –¡Yo el que más! –No se flagele gratuitamente, hermano Graciano. Usted es un hombre bueno. –Soy yo el que asistía a sus desvelos. Soy yo quien le ayudaba en su trabajo. ¡Soy yo el culpable de su marcha del convento! El padre prior, aclaró con pesar: 301


–Fray Ignacio, nuestro amado hermano, nunca pudo concluir la réplica mejorada de la Milagrona. Cuando creía haberla terminado, los amaneceres le devolvían la realidad de una imagen distinta a la que él estaba convencido haber dejado al retirarse a descansar. ¡La noche es el agujero donde fermentan los más insondables misterios! Le temblaba últimamente el pulso. Empezó a escupir a las paredes, como si el maligno le espiara entre los ladrillos y el cemento. Le tenemos presente en nuestras oraciones. No saben ustedes cuánto le echamos en falta. Tragó saliva. –Quizá sea el último eremita de esta sociedad oscura y despiadada incapaz de alumbrar místicos de tanta riqueza espiritual. Guardó un prolongado silencio. Luego, dijo: –La Milagrona fue el gran reto de su vida de hombre santo. Esa imagen desnudaba su alma dejando al descubierto lo limitado de sus capacidades. Pretendía que la infinita tristura de esos ojos de madre que necesita educar al Niño, ese patetismo del que no puede uno substraerse fácilmente, se desvaneciera entre sus dedos frágiles. Desquiciado los últimos meses gritaba frases inconexas por los corredores. Se flagelaba en su celda. Posiblemente sufriera el fuego salvaje que consume a los artistas volviéndoles cada vez más esclavos de sus incapacidades. Sabía que se le acababa el tiempo. Intentaba atrapar al demonio que, suponía, le destrozaba los trabajos. Cincelaba una mirada limpia de la Virgen y al amanecer la encontraba fría; el Niño convertido en cercano y dulce, se le mutaba al alba en agresivo y salvaje como el descrito en los apócrifos. Lo único que consiguió replicar con una exactitud increíble y que nunca transmu302


taba fue ese asqueroso gusano que emerge de la manzana. Inesperadamente, hermano Graciano se puso de rodillas y con los brazos en cruz sollozó: –La Milagrona es imperfecta; fray Ignacio pretendía convertirla en perfecta. Le decía: maestro, déjela así, que así nació y así debe seguir, no pretenda alterar los designios del cielo. La Milagrona se ha aparecido de esta forma al mundo y el mundo debe admitirla tal cual. ¡Vano propósito! ¡El hombre puede cambiar las cosas!, clamaba. ¡Vana ilusión! Me conmovía su fatiga. ¡Qué terrible fijación! ¡Qué absurda osadía! Mis palabras en lugar de calmarle excitaban sus ánimos. ¡Oh, qué desdicha! Me ordenaba velar en su lugar al acostarse intentando descubrir al que a sus espaldas retocaba la comisura de los labios, el iris de los ojos de su obra terminada. Y yo velaba en oración permanente, sin resultado alguno. Se incorporó con ayuda. –¡En ese espantoso silencio nunca había nadie! Las noches vienen vacías, son las ensoñaciones previas al sopor las que desatan los monstruos de nuestras almas. Entonces, comenzó a descargar su inquina sobre mi persona. ¡Pensaba que era yo quién retocaba la imagen! Pasé de repente de amigo a enemigo. ¡Yo! ¡El hombre que guardaba sus pasos! –los ojos enrojecidos, se mostraba compungido–. Llegó a maldecirme. Recelaba de mí. ¡Yo, su compañero, su ayudante, su amigo, su confidente! –¡No diga tonterías! –le conminó el prior–. ¡No complique usted las cosas! –¡Decidió convertirse él mismo en centinela del taller! ¡Me prohibió a partir de entonces acompañarle en su vigilia! ¿Y saben qué hice yo? 303


–¡No desvaríe, hermano Graciano! –dijo el prior. –Aguardaba escondido; así fui cómo descubrí cómo marcaba sus tallas. –¿Marcar? –preguntó padre Eustaquio– ¿De qué está hablando? –¡Era tan perfecto! ¡Tan serio! ¡Tan místico! ¡Y estaba desquiciado! Para distinguir sus copias de las originales, hacía una muesca en el basamento, colocando un granito de arroz oculto bajo una gota de cera dura. ¡Dios mío! ¡Dibujaba dentro una señal! ¡Una letra griega! –¿Phi? –dijo aita Mancisidor. –¡Sí! –gritó como ido el hermano Graciano; después le sobrevino un acceso de risa histérica, enfermiza; torció el rostro como un pájaro curioso, abrió desmesuradamente los ojos, y dijo: –¡Soy yo el culpable de su locura! –exclamó– ¡Oh, qué terrible desdicha! ¡Soy el culpable de su locura! –y se puso a llorar. 107. La monja espera. En vela, aguardándoles con el rosario en la mano, en cuanto sor Jesusa escuchó los dos toques cortos de bocina seguidos del largo del coche de camuflaje de la Guardia Civil, abrió rápidamente el portón, y preguntó: –¿Todo bien? –Treinta vírgenes –dijo padre Eustaquio. –¡Santo cielo! ¡Qué desmesura! ¡Los dominicos siempre igual de exagerados! Ya en el depósito, aita Mancisidor retiró la imagen de la peana que presidía la habitación y colocándola sobre la mesa la sometió a un examen riguroso con la lupa. Nada en especial. La aspereza de las herramientas le confundía a veces haciéndole suponer que aquel bultito 304


negro deslucido bien pudiera ser el granito de arroz anunciado por el hermano Graciano. El teniente González, dijo: –¿Quieren ustedes que la escaneemos de modo profesional? Aita Mancisidor elevó la talla para verla con más precisión por abajo, y la dio vuelta. Palpó lentamente la periferia del basamento, hasta que dio con un puntito blando, como si la madera estuviera allí apolillada. Hurgó con la uña y saltó al suelo la gota negra de cera dura. Miró a la monja, miró al teniente, cruzó su mirada con la del padre Eustaquio. Meticuloso, inspeccionó la hendidura con la lupa, y dijo: –Señores, les presento a Fi. Sor Jesusa, entonces dijo: –El número Fi les sugestiona tanto que sucumben a su arrogancia. No hay más que verles los ojos. Siguen ustedes más perdidos que Santa Teresa y sus monjas en Sevilla. Y añadió como sin darle ninguna importancia: –“F” quiere decir fraile; e “I”, Ignacio. ¡Enigma resuelto! ¿No dicen ustedes que ese fraile zumbado se llama Ignacio? ¡Fi es su firma! Apliquen la lógica, aunque sean ustedes hombres. No le den más vueltas. A las mujeres nos pueden condenar a la hoguera por brujas, pero no por idiotas. 108. El potingue de las monjas. Al entregarles la tarrina, sor Jesusa dijo: –Que se lave primero las manos y luego con un dedo que se ponga un poquito en la fístula. Remedio de santo. Hasta que se le pase el dolor. Porque han dicho ustedes que es una fístula, ¿no? –Bueno –dijo aita–, una almorrana. 305


–¿En el culo de un guardia civil? –Como un huevo de codorniz –aclaró padre Eustaquio. –¡Caray! –exclamó risueña la monja– ¡Debe atiborrarse de manilla de cordero su amigo! Que se quite los almendrucos y beba mucha agua. ¡Y que haga ejercicio y se ponga a trabajar! ¡Y que deje algo de comida para los pobres! –Se lo diremos, hermana –dijo padre Eustaquio. –¿Y es sangrante? –Lo desconocemos. Nosotros no le hemos visto el culo –dijo aita. –En cualquier caso como el ungüento pringa lo suyo, mejor será que use un salvaslip para que no le traspase al pantalón. –Madre –dijo aita– ¿y eso dónde se vende? La monja se le quedó mirando. –Compresas. ¿Se ha olvidado usted tan pronto de la hemorroísa que no sabe lo que es una compresa? ¿Ni siquiera dónde se adquieren? ¡Hombres! ¿Quieren que les facilite una? Las monjas también las usamos. A lo mejor tampoco se les ha ocurrido pensar eso. 109. El cuartelillo en la cabecera de partido. A ocho kilómetros de Tamarón Príncipe. Frente al frontón, a veinte pasos de la caja de ahorros y otros veinte de la gasolinera, el cuartelillo está ubicado en el lugar estratégico para el bloqueo de la carretera comarcal en una emergencia. En medio de la enorme recta, la rotonda, una isla de piedra suspirando a la intemperie por tragarse a los vehículos en día de niebla cerrada, que ya llevaba digeridas en el mes una motocicleta de las que queman aceite y una furgoneta verde de las que lo pier306


den. Padre Eustaquio aparcó al pie del monumento al peregrino y por precaución echó el freno de mano para evitar que la “Cirila” se auto invitara al rancho de los guardias. Descendieron. No corría el agua en la fuente pública y los rosales desolados presagiaban que sucumbirían próximamente. Injertadas unas en otras las ramas de los plátanos silvestres se retuercen como bailarines viejos de una compañía desahuciada. El calor espanta los ruidos: no había nadie más en el paseo. Algún pájaro caído al no dominar el vuelo, alguna mantis religiosa. Los pueblos cabecera de partido crecen hasta volverse importantes gracias a elementos externos cono la ruta del Camino, que aparejan subvenciones, y sirven de cultivo a leyendas tan alejadas de la realidad que se hacen creíbles. Calles estrechas (para caballerizas y carros) empedradas con urgencia reflejan en sus rótulos nombres de reminiscencias esotéricas: de Oriente, de Poniente, de primavera, de la Estrella del Norte; mesones medievales y albergues rústicos, colmados desordenados con cientos de cosas inservibles, tiendas para peregrinos. Estos suben y bajan de manera continua, con los bordones martilleando adoquines y las sandalias rotas arrastrándose penosamente por el suelo, como si todos fueran mendigos zánganos de una inmensa colmena engordada artificialmente en verano para desinflarse con los hielos del invierno. Un artilugio extraño, forjado al yunque por un herrero malvado a base de restos de lavadoras, enhiesto como una Tizona con pelos metálicos, coronado por una especie de nariz acatarrada, pugna por convertirse en el objeto más importante a fotografiar por los turistas de epidermis roja, por encima de la Colegiata, el convento de clausura y las dos iglesias románicas. Columnas al aire soportando casas en ruina. La 307


Tizona clavada por el herrero en un retazo de jardín, como si fuera una planta carnívora, intenta en su locura devorar las tierras desoladas de secano. El guardia de la garita no dejó de observarles con curiosidad hasta que intentaron pasar dentro. Entonces les dio el alto: –¿Qué llevan en esa saca? Padre Eustaquio se presentó. El centinela comprobó que la saca de arpillera en lugar de patata primeriza contenía la talla de una virgen y llamó de inmediato al cabo Isidoro. Se saludaron. –Quisiera que lo hiciera de la forma más discreta posible –dijo padre Eustaquio. –Así lo haré. ¿Usted no me acompaña? –No lo considero necesario. –Como guste. –¿Y los Tinines? –No hay problema –dijo el cabo Isidoro–. Usted los conoce. Buena gente. Me fio de ellos. De confianza, orgullosa de colaborar con las fuerzas del orden. Tengo su palabra. –¿La cumplirán? –No lo dude. –¿Guardarán silencio? –Como un difunto en su responso. –Espero sea consciente de la importancia del asunto. –Las aguas de los ríos siendo iguales son distintas –filosofó el cabo Isidoro, sorprendiendo a todos–. Los Tinines sobreviven ajenos a los problemas. Ya me entiende. Se conforman con poco, ni intentan medrar ni arrastrar a los hijos a la universidad, ¿me comprende? También le aseguro no vuelven de vacío de esta operación, no le quepa la menor duda, algo sacarán, en absoluto gravoso para las arcas del estado ni para las de la iglesia. 308


–Para las del ayuntamiento. –Posiblemente. Añadió para terminar: –¿De verdad que este potingue de las monjas me aliviará el dolor? Recogió de aita Mancisidor la saca de arpillera. La abrió; comprobó que la talla de la Milagrona con sus treinta y cinco centímetros se encontraba en buen estado, y dijo: –Doy fe que es la virgen de mi pueblo. –Un regalo del señor Acosta –dijo padre Eustaquio. –El señor Acosta se ha mostrado muy comprensivo –corroboró aita Mancisidor–. En deferencia a su buena voluntad, me he permitido equivocarme en la datación de la más preciada de sus tallas. Total cien o doscientos años más o menos carecen de importancia en la edad del universo. –¡Dios santo! ¡Lo que tenemos que aprender los guardias civiles del clero! –dijo el cabo Isidoro. Luego, después de aliviarse las molestias en el servicio, arrancó el Land Rover que había de conducirle al campamento de los Tinines. 110. Los Tinines intervienen de nuevo. El llamado Manué pisó sin querer el acelerador y la vieja DKW salió disparada como la lengua viscosa del camaleón a la caza de un insecto en mudanza. El patriarca ni se inmutó: Manué carecía de carné de conducir. Jamás se había presentado a examen alguno ni tampoco tenía intención de morirse joven porque aún le faltaba por componer las cuartetas para las hogueras de San Juan, pero el alcalde con su cansancio a cuestas y la alguacila con sus hermosas redondeces de más tuvieron 309


que dar un salto espectacular para que no se los llevara por delante, escondiéndose rápidamente en el consistorio. Cuando Manué acertó por fin con el freno, la furgoneta se retorció como un caballo indómito, escupiendo un humo peligroso por el morro y dejando marcadas en el suelo las huellas de su protesta. Tinín descendió con sus andares solemnes de patriarca, apoyándose en la cachava no tanto para disimular su cojera como para exteriorizar la importancia de su mando. Se desnudó del sombrero marrón para saludar a una vieja desasosegada por el escándalo del frenazo. –Me debe usted la gallina vieja del año pasado, don Tinín –le recriminó la anciana, secándose las manos en el delantal, y atravesando la calle con aire decidido y ganas de bronca. –Es la crisis, hija –repuso el patriarca, cortejándola con educación–, ¿no has visto la televisión? ¿No has visto la cantidad de programas de comidas? Eso es porque hay hambre. Si la gente no tuviera necesidad de comer la televisión emitiría otro tipo de historias. Pero ya estamos saliendo de la crisis, hija. Lo ha dicho el gobierno y yo lo he escuchado y debe ser verdad. El gobierno sólo miente cuando no dice la verdad. El azúcar que me falta en la cabeza me borra los pensamientos malos. ¿Dices que te debo una gallina? Será verdad. Ni te pregunto si era blanca o roja, con catarro, mojada, o con el culo sangrante. Pero si tienes otra que acercarme, por los intereses de dos te pago tres cuando acabe el negocio que me ocupa. Y si te sobra algún conejillo medio descuidado de los que poco medran, también me lo llevo. Y si te sobra algún frasquillo de chorizos en aceite, lo mismo del año pasado que del anterior, ponle precio que por donde pasa el Tinín ningún pobre agacha la cabeza. 310


–Mucha labia se gasta usted con la vida, don Tinín. –A los tuertos Dios les pone un ojo bueno doble. A los Tinines Dios nos ha puesto un corazón enorme. –Seguro que sí –dijo la vieja–, pero págueme usted la gallina. A Manué le costó un poco más salir de la furgoneta al quedarse en la calle con media puerta en la mano. Una vez encajada con un golpe certero se puso a la altura del patriarca y como dos hombres de negocio entraron muy tiesos en el consistorio con la virgen escondida en la saca de arpillera. La alguacila le dijo a Manué: –Casi dejas huérfanos a mis hijos. Y Manué, se disculpó: –Cosas de chicos. Estas furgonetas modernas tienen tres pedales y jugando a mecánicos me han puesto el del medio a la derecha. El alcalde fue directo al grano: –Esta no es una empresa pública; no me vengas con antigüedades y derechos adquiridos. Tú como todos. Precio por trabajo hecho y nada de por horas, que en este pueblo no se pagan siestas. ¿Soy claro o me tengo que lavar con lejía? Mal terminó el año pasado tu pelea con los portugueses y este año peor se te presenta con los rumanos y los negros africanos. Aquí no hay aranceles, vamos. El libre comercio hace bajar los precios. Así que prepara tu oferta con mucho cariño y si no te interesa el trato ancha es Castilla y más el mar Mediterráneo. ¿Entendido? Ni quiero broncas ni intermediar en ellas. Aquí somos todos de paz aunque tampoco nos importe sacar los cojones del desván y principiar una guerra. 311


Tinín no dijo nada, pero Manué para romper el silencio tenso le dio a la guitarra, y entonó: ¿quién secará las lágrimas al jornalero en este pueblo maldito que abandona a su Virgen en el sumidero? El alcalde saltó como un resorte: –¿Qué cantas, desgraciado? –Lo que avergüence a la autoridad –replicó Tinín, altivo–. Mucha palabrería y mucho orgullo vacío, pero ¿quién de este pueblo ha salido a buscar la Milagrona perdida? ¿Acaso los portugueses? ¿Acaso los africanos? Me lo pregunto en voz alta. Y me respondo. ¿No es este pueblo de muchos amenes? Mucho cirio encendido por la Asunción, muchas novenas y algún rosario, pero ¿quién ha salido al campo a orientar a Nuestra Señora en su extravío? Se lo voy a decir yo con la cabeza gallarda, señor autoridad de Tamarón: los Tinines. Los Tinines al conocer la triste nueva de su desaparición han pateado rastrojos, hurgado en escombreras, se han herido con los cascajos, han investigando los arroyos, caminado bajo la luna oscura iluminándose con las luciérnagas y todo ¿por qué? Porque los Tinines son devotos de Nuestra Señora. –Palabras –dijo el alcalde–. Y las palabras dejan de gotear cuando aparece el dinero. Si quieres la entresaca, baja el precio. Entonces Tinín dijo: –Manué, ponla sobre la mesa. Manué recogió la saca del suelo y la situó en el centro de la mesa. El alcalde estaba desconcertado. –¿Qué coño es esto? –preguntó. –Lo que este pueblo ignorante no se merece. 312


Fue el alcalde a echar mano de la arpillera para abrirla, pero Tinín le detuvo con el cayado. –Si no hay humanidad ni comprensión en nuestras relaciones de compadres –dijo muy despacio–, los Tinines también saben comportarse como negreros y sucios capitalistas. En el fondo se han perdido los sentimientos en la vida, todo es precio, todo es el maldito dinero. ¿Son mejores trabajadores los portugueses que los Tinines? No, son más baratos. Pues los Tinines le dicen a usted señor regidor del pueblo de Tamarón Príncipe que al enterarse de la desaparición de la Virgen los portugueses bien poco se pusieran a buscarla. Y los rumanos, menos. Sin embargo, los Tinines lo hicieron porque tienen conciencia y son hombres de condición. –¿Vas a decirme que te has hecho hombre de iglesia? –Tenemos nuestro sentimiento. –¿Que has encontrado a la Milagrona? –Y así es. –¿Y quieres que te crea? ¿Me tomas por idiota? –dijo el alcalde–. Tú te mueves menos por la Virgen que por bañarte desnudo en la poza del Pisuerga. –¡Manué! –gritó entonces el patriarca–. Abre la saca y que este hombre sin fe recupere la de su primera comunión. Manué desató el nudo que cerraba la saca dejando al descubierto la imagen. –¡Dios mío! –gritó asombrada la celadora–. ¡Es verdad! ¡Es un milagro! Tinín dijo: –Doscientos euros y el milagro es tuyo, alguacila. Manué entonces atacó la guitarra: la Milagrona se ha perdido lo saben los Tinines 313


que en los matojos les ha dicho llevadme a casa, hijos míos, ¿no veis cómo tirito de frío? 111. La homilía. Extracto de la homilía (del griego homilia = reunión) pronunciada por el capuchino fray Ambrosio, experto en infiernos, en la nueva entronización de la Milagrona, recuperada para el pueblo de Tamarón Príncipe por los benefactores quincalleros llamados Tinines tras encontrarla, confesaron compungidos, perdida entre matorrales y cardos mataviejas (a don Francisco se le excusa su presencia al encontrarse de retiro espiritual en un monasterio trapense, a la espera de su nombramiento como Vicario General de Pastoral o algún otro cargo de similar importancia): “En el apocalipsis, que como sabéis vosotros quiere decir revelación, Dios nos anuncia a través de un vidente los cataclismos que harán justicia a los justos y castigarán a los impíos. ¿Qué quiero deciros con esto? Que los impíos serán castigados. ¿Y cuál es el castigo. El infierno. Hay infierno, para que os enteréis. Dijo San Juan Crisóstomo que quien desprecie el infierno no escapará de él. El que se obstina en vivir en pecado mortal va al infierno, y punto. A ver si nos enteramos de una vez. Lo dice la iglesia: las almas de los que mueren en pecado mortal bajan al infierno, donde son atormentadas con suplicios infernales. ¿Y cómo son esos suplicios? ¿Es necesario que lo diga? ¿Queréis que exponga en el tablón de la entrada el catálogo de sufrimientos? Además, que no se os olvide 314


que son suplicios eternos. No es que desaparecen mañana o dentro de quince días. Son para siempre. ¿Sería alguno de vosotros capaz de soportar martirio como los primeros creyentes? Por ejemplo, a vosotros, que os encanta celebrar festividades como la de San Lorenzo, ¿seríais capaces de dejaros quemar en la parrilla y decir al verdugo con aplomo y serenidad que os de la vuelta porque ya estáis demasiado tostados por un lado? Eso hoy y mañana y al otro. Todos los días, todos los minutos. Eternamente. Y ese es un suplicio pequeñito, porque es un suplicio de los sentidos. Os recuerdo que en el infierno resultan insoportables los alaridos y el crujir de dientes. El Maligno acecha, aunque la televisión os haga creer que eso es un cuento de curas. El 13 de julio de 1917 los pastorcillos de Fátima recibieron los famosos Secretos de la Virgen. ¿Sabéis cuál fue el primero de ellos? La visión del infierno. ¡Del infierno, sí, que vosotros queréis creer que no existe! ¡Existe, claro que existe! Sor Lucía dice: Nuestra Señora nos mostró un gran mar de fuego que parecía estar debajo de la tierra. Y sumergido en el fuego, demonios y almas, como si fuesen brasas, entre gritos de dolor y gemidos de desesperación. Y os digo: los cuerpos antes de quemarse en el infierno adquieren una forma horrible y asquerosa de animal desconocido. Y también os digo: quiero veros en la procesión de desagravio, que no me entere que alguno se escapa. Aseados, oliendo como personas, con el tufo de los chotos guardado en vuestras casas, con las mejores ropas y la cartera llena, que os la dejáis siempre en el armario cuando venís a la iglesia, porque Nuestra Señora se me315


rece algo mejor que este sotechado que se va a caer el próximo invierno. Y no dejéis calderilla en el cepillo, que la iglesia no es una chatarrería, y la calderilla rompe los bolsillos.” Concluida la plática, se echó a sí mismo una mirada triunfal (Dios es bondad, pero también castigo), respiró profundamente, los matices, los énfasis, las terminaciones redondas, los pulsos de voz, ¡oh, qué hermoso todo ello! y sin necesidad de preparación previa, ¿para qué?; tonalidad argentífera, no como esos presbíteros tridentinos (tres sinónimos cantarines para reforzar la idea: excepcional, sublime, extraordinario), que necesitan del apoyo de los papeles. Para miseria, la humana. ¿Qué sería de la iglesia sin infierno? ¿Y de la moral sin justicia divina? ¿Cuál el comportamiento de los fieles sin hogueras terroríficas acechándoles? ¿Qué porvenir aguarda a la humanidad si no extirpamos el veneno de la concupiscencia sombría que anida en la entrepierna? Se volvió solemnemente hacia el altar para proseguir la ceremonia eucarística. ¡Qué silencio! Algún perro afuera, alguna mosca resfriada dentro. Detrás, asustados, tiritando de miedo los vecinos de Tamarón. Los supuso angustiados, inquietos, nerviosos, atormentados, doliéndose el alma; seguramente al penetrarles en el corazón su verbo incendiario había convertido pecadores para el cielo. ¿Cuántos? Dos, media docena, veinticinco por lo menos. Aita Mancisidor suspiró pacientemente, y en voz baja confesó a padre Eustaquio: –Dios es amor. –Más nos vale. Dígaselo a los condenados de fray Ambrosio. –Yo también creo en el infierno, pero dudo que haya alguien dentro. 316


–¿Ni siquiera Judas? –Fue en vida el más creyente de los discípulos. Y padre Eustaquio contestó en tono festivo: –Cuidado, hermano, no vaya a inaugurarlo usted, acuérdese del proverbio: con la iglesia y la Inquisición, chitón. 112. Alguien golpea con violencia. Se encontraba fray Ambrosio en el centro del altar cuando de repente alguien golpeó con violencia en la puerta de la ermita. Tres golpes secos que retumbaron como los truenos en el descampado que huyen después de que el rayo mate al mulo, pausa, otros tres más. Al contraluz, la figura de un hombre viejo, encorvado, una capa de polvo gris sobre el hábito blanco, cargando sobre sus hombros un fardel de molinero, sorprendió a los feligreses. El hombre penetró despacio en la ermita, salvando con esfuerzo el peldaño de la entrada. Luego, como un autómata, con la mirada ausente, caminó hacia el altar despacio, muy despacio, arrastrando los pies, tambaleándose por el pasillo lateral, apoyándose a duras penas en el cayado para evitar que se le quebrara el cuerpo. Alguien se levantó de uno de los bancos apolillados para hacerle sitio, pero el hombre ajeno al mundo lo apartó y siguió avanzando en medio de un silencio absoluto. Cuando llegó al altar, posó suavemente el fardel en el suelo, se arrodilló, puso los brazos en cruz, y exclamó: –¿Por qué? ¿Por qué? Luego, gritó con todas sus fuerzas señalando a la Milagrona que se iba a entronizar: –¡Esa imagen es falsa! ¡Está endemoniada! Y desanudando nervioso el saco, tomó con sus manos 317


temblorosas la talla que llevaba oculta y la mostró en alto como un trofeo, diciendo: –¡Esta es la auténtica Milagrona! –y sin más, de un manotazo retiró la otra haciéndola caer al suelo. Aita Mancisidor se levantó rápidamente del banco. –¿Qué hace usted? –gritó; apartó al eremita y recogiendo la talla volvió a situarla con cariño en el altar, y dijo–. La que usted desprecia es la original, ¡la suya es la falsa! –¡Mentira! –exclamó fuera de sí el eremita– ¡Mentira! –e intentó con el bastón agredir a Aita Mancisidor. Este entonces pidió a padre Eustaquio acercara las otras dos cedidas por el señor Acosta. Colocadas las cuatro en fila, se dirigió de nuevo a fray Ignacio: –¡Demuéstrenos cuál de las cuatro es la auténtica! ¡Atrévase! El dominico, desconcertado, apuntó a la suya con el cayado. –¡Esta! –señaló– ¡Esas otras obras han sido confundidas por el maligno! –gritó nervioso– ¡El maligno que nos persigue! ¡El maligno que desea nuestro mal! –¡Déjese de bobadas! –le conminó en voz alta aita Mancisidor– ¿De qué maligno habla? No sea ridículo. ¡Estas imágenes las ha elaborado usted! ¡Las cuatro! –¡Mentira! ¡Mentira! –gritó descontrolado el anciano, y abrazándose a la aportada por él, exclamó– ¡Esta es la original! ¡Esta es la enviada por el cielo! –Las cuatro son iguales, ¿por qué tenemos que creerle? –¡Porque yo sé cuál es la auténtica! –grito de nuevo el dominico torciendo la cabeza como un desequilibrado. –¿Cómo? ¡Demuéstrelo! 318


Entonces al eremita le brillaron de un modo especial los ojos, y como si fuera a descubrir un gran secreto, dijo: –¡Porque el diablo firma siempre sus obras! Y tambaleante, tomó una de las imágenes y con ahínco buscó en el basamento. Sabía exactamente dónde localizar la pequeña muesca oculta. Y efectivamente, dio pronto con ella. La capa de cera dura se disimulaba en el negro ahumado. Hurgó con la uña y expulsó la cera. El símbolo de la letra phi se hizo visible. Mostrando la marca en público, gritó: –¡Miren la señal del diablo! Hizo lo mismo con la segunda y con la tercera. Luego, señalando de nuevo a la traída por él, dijo: –Sólo hay una Milagrona auténtica y es esta. –¿Quién nos asegura que no tenga la misma señal? –preguntó intimidante aita Mancisidor. El dominico le miró con los ojos vacíos. ¡Qué estupidez! ¿Cómo no iba a ser la auténtica si la había recogido de la alacena del convento y paseado consigo y la había estado contemplando, rezando, admirando, estudiando, las veinticuatro horas de cada día durante estos últimos meses de sufrimiento y sacrificio? Le dolía abandonarla, por supuesto, pero ahora estaba seguro de haber recobrado suficiente fuerza interior para tallar una nueva, la definitiva, y esta vez, sí, esta vez, conseguiría una imagen de devoción, una virgen alegre, dulce, hermosa. Se abrazó como para despedirse de la talla, la besó con devoción, y comenzó para demostrar su autenticidad a buscar la pestañita sabiendo de la imposibilidad de encontrarla. Pero, sorprendentemente, ¡allí estaba el granito de cera! Pegó un grito de dolor. ¡Aquella imagen también portaba su propia marca! 319


–¡No puede ser! –gritó desesperado golpeando el altar con las manos–¡No puede ser! –¡Esa es su firma! –dijo aita Mancisidor–¡Si las otras son falsas esta también! ¡Las cuatro son obras suyas! –¡Imposible! –gritó el dominico asustado– ¡Imposible! –¡Mire su firma! –¡No puede ser! No puede ser! –¡Mírela! ¿La reconoce? Al dominico le comenzaron a temblar los labios, parecía perdido en un laberinto sin salida, intentó retroceder unos pasos, comenzó a moverse sin rumbo. Se acercaba a revisar de nuevo la hendidura como si no diera crédito a su existencia, tenía dificultades para mantener el equilibrio, le costaba respirar. Se apoyó como pudo en el bastón. –¿Dónde está la auténtica Milagrona? –gritó entonces aita Mancisidor, zarandeándole para que volviera en sí. –¡Dios mío, Dios mío! –exclamó el dominico extenuado– ¡Juro que es esta! ¡Juro que nunca ha habido otra! Y tumbándose humildemente boca abajo sobre el suelo frío de la ermita comenzó a entonar débilmente la Salve Regina en latín, formando de inmediato coro las viejas que todavía la recordaban. Cuando aita Mancisidor regresó al banco, y los murmullos encendidos de la gente impedían el seguimiento con atención del cántico, padre Eustaquio le dijo en un aparte: –Es usted un canalla. –Lo sé. –Un perfecto canalla. –No tengo perdón. –Un miserable. 320


–Hasta ese punto llego. –¿Ni siquiera le invade un cierto sentimiento de culpa? –En absoluto. –¿Y remordimientos? –Tampoco. –Permítame también que le llame tramposo. –¿Por qué? –Porque ha jugado con ventaja. –¿Se avergüenza de mi? –Ha aprendido demasiado rápido. Aita Mancisidor sonrió. Y recordó las palabras del hermano Graciano la noche del asalto al convento: “como venganza por su desprecio, yo mismo marqué la Milagrona original ¡para que no pudiera distinguir ya jamás la auténtica de las réplicas!” 113. Concluye la ceremonia. Fray Ambrosio dijo, elevando los ojos al cielo: –Tamarón Príncipe es un pueblo afortunado. Hagamos otras tres hornacinas, como las tiendas que quiso levantar Pedro en el Tabor, para Jesús, Moisés y Elías, porque si antes teníamos una Virgen, ahora tenemos cuatro. Amados míos, ¡este es el milagro de la Milagrona de Tamarón! ¡El auténtico milagro! 114. Tortilla de patatas sin cebolla. El cardenal había rechazado cortésmente el almuerzo en compañía del arzobispo alegando una de las excusas que nadie se molesta en comprobar. Prefería un restaurante de carretera, de los de servicio 24 horas, frecuentado por camioneros. Vestido sin ningún ornamento exterior que lo identificara, al cardenal no le molestaba esperar mesa en la barra, al contrario, se entretenía ob321


servando al personal mientras bebía tranquilamente un corto de cerveza y escuchaba las conversaciones ajenas. El tipo a su lado recriminaba a la camarera de rasgos oscuros porque había pedido el bocadillo de tortilla de patatas sin cebolla. La muchacha un poco cohibida por la destemplanza del cliente, aseguraba que no tenía cebolla. –Soy alérgico y me puedo quedar aquí, tirado en el suelo como un trapo viejo –decía el tipo. –No tiene cebolla, señor. –Claro que tiene cebolla, coño. La huelo a distancia. –Pues no tiene cebolla, señor. La he pedido a la cocina sin cebolla. Se lo aseguro. –¿Y a mí qué me importa lo que hayas pedido? Esta tortilla tiene cebolla. –Pues no la tiene –la camarera se volvió como pidiendo ayuda al cardenal, clamando con sus ojos asustados una confirmación a sus palabras–. ¿Usted lo ha escuchado, señor? ¿Verdad que he pedido a la cocina sin cebolla? –Dice bien, señorita –confirmó el cardenal. –¿Y yo he dicho con cebolla o sin cebolla? –le preguntó el tipo airadamente–Y también que estuviera bien cuajada. –Sin cebolla ha dicho usted. Y bien cuajada. –¿Y qué le parece a usted? ¿Qué esta tortilla está cuajada? –Me parece que en eso lleva usted razón. –¡Y en lo otro también, coño! –No tiene cebolla –afirmó la camarera, cada vez más asustada–. Se lo aseguro. –¡No me lleves la contraria, coño! –el tipo cada vez estaba más cabreado–. ¿Me vas a negar lo que es evi322


dente? Esta tortilla tiene cebolla y yo soy alérgico a la cebolla. –Es verdad que la señorita la ha pedido sin cebolla – dijo el cardenal, deseoso de mediar en la discusión y zanjarla. El tipo le miró con el rostro desencajado. –¡Cállese viejo, de una puñetera vez! ¿Quién coño le ha dado vela en este entierro? –Disculpe –dijo el cardenal, sintiendo el golpe de vergüenza en el rostro. Hacía años que no se veía tan ridículo, posiblemente desde su época del seminario cuando les obligaban a postular con las becas rojas colgando por la espalda. –Quiero ver al encargado –dijo el tipo, con ganas de continuar la bronca. Los 120 kilos de éste, concentrados únicamente en cabeza, abdomen, brazos redondos y duros, y manos anchas y espesas, aparecieron en la barra. –¿Qué sucede aquí? –He pedido un bocadillo de tortilla de patatas sin cebolla y me lo han servido con cebolla. El encargado, dijo con desprecio: –Pues tírelo al perro. Y deje de montar este escándalo. Aquí siempre echamos cebolla a las patatas. ¿Pasa algo? –Lo quiero sin cebolla. –No hay sin cebolla –dijo el encargado, de malas maneras–Si no le gusta, váyase a dar la murga a otra parte, ¿vale? Niña –dijo luego a la muchacha sin dejar de mirar al tipo con odio– no le cobres y que se vaya. El cardenal desconectaba de los problemas perdiéndose en el anonimato. “El aire de los fogones”, solía decir recordando su época de estudiante. Buscaba comer solo en este tipo de lugares, lejos de protocolos y miradas ajenas. Se situaba en una de las mesas más alejadas 323


de la vista general, con nadie más a sus espaldas, para chuparse los dedos cuanto quisiera y escanciar el vino que le viniera en gana. Y poder piropear sin malicia y sin demasiada gracia, a las camareras de pechos generosos y faldas estrechas. Su secretario y el chofer le escoltaban siempre desde una de las mesas cercanas, de modo que pudiera recurrir a ellos de inmediato en caso de alguna circunstancia anómala. 115. Reunión de notables. A las cuatro en punto aparcaba el chofer delante de la puerta principal, y el cardenal casi en secreto, con la cabeza descubierta y sin ningún signo aparente que indicara su condición, entraba en el palacio episcopal. Saludó afectuosamente a padre Eustaquio, que esperaba en la antesala. –¿Está arreglado lo de ese sacerdote? –le preguntó. –¿Don Francisco? –El reclamo que nos ha conducido a la liebre. –Sí, eminencia. Le cuesta todavía dominar el primero de los siete rezos del gregoriano, pero todo se andará. Es cuestión de humildad y recogimiento. –¿Y ese pobre dominico? –¿Se refiere usted al enigmático Fi? –Sí, a ese mismo. –Lo han recluido en una Casa de Retiro en Toledo para que pruebe con la pintura. –¡Ay, Dios mío! ¡Seguro que al Conde de Orgaz me lo convierte en Duque! Le dio un golpecito en la espalda. –Buen trabajo. –Gracias, eminencia. –Estoy muy satisfecho de ti. Luego, en un susurro añadió: 324


–En Roma las cosas se han tranquilizado. El Papa recaba tu presencia. Ha asumido que de momento lo mejor para la iglesia es que se retrase su elevación a los altares. Desea abrazarte. No sé si es bueno o malo para tu futuro. Desea tenerte de nuevo a su lado. El homicida ha confesado. Al muy canalla se le encasquilló la pistola. Llevaba practicando los últimos quince días y, casualidad, se le atraganta el arma en el momento preciso. De no ser por eso estarías ya muerto. Piensa esta noche un poco en la Milagrona, pero por Dios no le ofrezcas como ex voto la pistola. –Gracias de nuevo por su confianza, eminencia. –Los mercaderes intercambian las pesas de las romanas: ligeras para la compra pesadas para la venta. Las famosas dos varas de medir. Tú has elegido la que no merma el beneficio de la iglesia ni arruina al pobre. –¿Está seguro de eso, eminencia? Igual preciso yo también de unos cursos avanzados de gregoriano. Entonces el cardenal se echó a reír, y dijo: –Nadie llega a cabeza de la iglesia por correspondencia, amigo mío. Hay que aprender primero a esquivar los charcos, y tú hasta mi llamada sólo sabías pisarlos. Según el cardenal vio al arzobispo, le estrechó sin demasiado calor la mano, dejó que le besara en las mejillas y rápidamente se encerraron los dos en el despacho. Eran las cuatro y media, seguían conversando. A falta de diez minutos para las cinco, hora prevista de llegada del coronel de la Guardia Civil, todavía no había concluido la reunión. El secretario del arzobispo, dijo: –Dentro de cinco minutos me veré obligado a notificarles la próxima llegada del señor coronel. –Ni se le ocurra –dijo el secretario del cardenal. 325


–No es bueno hacer esperar a una autoridad tan importante. –Ni se le ocurra –repitió secamente el secretario del cardenal. Todas las antesalas curiales parecen franquicias de un mismo decorador. Oscuras, con cortinones carmín para eludir el paso de la luz y de la voz. Un crucifijo en la pared y otro sobre la mesa. Apareció el coronel vestido de paisano. Padre Eustaquio le saludó cordialmente invitándole a sentarse a su lado. –¿Le gusta la zarzuela? –le preguntó por aliviar la espera. –No –dijo–. Es una obligación de mi cargo. No me disgusta tampoco. Todos los problemas son infantiles e irreales. Mucho gorgorito, mucha soprano gruesa. Esos amores despechados. Y esas nostalgias. Y tanto entrar y salir. Y tanto que me voy y tanto que me quedo. Además gesticulan mucho. Buenos cantantes, malos actores. Esos trajes de época. Yo soy un hombre de nuestro tiempo. –Lo sé. –Cuénteme algo de ese fraile Rasputín que engaña a las mujeres –dijo de repente en tono divertido. –Aita Mancisidor. Ha vuelto a Madrid. –¿Sabe que mi esposa ha fletado un autobús para acudir de peregrinación a su poblado? –Me lo temía –dijo padre Eustaquio. –Dice que es un hombre santo. –Y lo es. El coronel sonrió. –Ahora que esto ya está acabado –dijo–, supongo que volverá usted a Roma. –En cuanto me dispense de sus servicios el cardenal. –Y verá a Su Santidad. –Supongo que sí. 326


–¿Y si yo le pidiese un favor? –dijo un poco avergonzado. –Lo tiene ya concedido de antemano. –¿De veras? –Dígame la fecha para que pueda ajustarla al calendario. El coronel estaba visiblemente emocionado. –Gracias, gracias –dijo agradecido–. Es cosa de la mujer, ya sabe usted cómo son las mujeres. –Le advierto que el Papa en el transcurso del año recibe a más hombres que mujeres. –Claro, claro. Un par de minutos más tarde, el coronel dijo: –¿Usted no tiene nada que pedirme, padre? –Ya sabe usted que sí. –Pues no me lo pida porque ya está arreglado. No ha pasado nada. –Muchas gracias –dijo padre Eustaquio. –Asunto finiquitado. El operativo consta como ensayo real para mantener en forma a mis hombres. Las aguas retornan a su cauce. Todo ha sido una tormenta de verano en los últimos días de primavera. La iglesia sale adelante. Y sale sin mácula, como debe ser. Minutos más tarde, el arzobispo, con una sonrisa obligada, abrió la puerta y se abrazó al coronel. –Disculpe la demora, pero ya sabe cómo son estas cosas. Es para mí un honor presentarle a su eminencia el cardenal Presidente de la Conferencia Episcopal Española. –Eminencia, beso su mano –dijo el coronel. –Y yo la suya, y yo la suya –dijo el cardenal. Y cogiéndole por el brazo como si fueran amigos de toda la vida, añadió en tono campechano mientras le conducía hasta 327


el despacho–: ¿Y a usted cómo se le da esto del mus? –Eminencia, la Guardia Civil nunca hace trampas. –Ni la iglesia tampoco, hijo mío, ni la iglesia tampoco.

In memoriam A María Fernanda López Cotelo La mujer que leyó a Proust.

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PERSONAJES CON VOZ Vaticano: Eustaquio García. Sacerdote católico, inspector de policía en excedencia, guardaespaldas del Papa Cardenal penitenciario mayor, y su secretario. Don Gelasio, propio en el Vaticano Conferencia Episcopal: Cardenal Presidente de la Conferencia Episcopal Española Padre Vicente, su secretario Archidiócesis: Arzobispo Padre Félix, su secretario Padre Patricio, conservero de arte de la archidiócesis Padre Crespo, propio del arzobispado, espía del cardenal, “más pequeño que un virus” Don Francisco Salcedo, Paquito, párroco de Tamarón Padre Colina, cura rebelde en su juventud; 90 años Dominicos: Superior de los dominicos, y otros frailes Fray Ignacio, humilde, eremita, imaginero insuperable Hermano Graciano, su ayudante Capuchinos: Aita Mancisidor, vasco tocapelotas, fraile a medio secularizar Fray Luciano, superior, participa en la partida de mus Fray Ambrosio, sustituto de don Francisco, experto en infiernos 329


Monjas: Sor Begoña, monja y médico de la Seguridad Social Sor Jesusa, madre superiora del convento de San Rafael Sor Matilde, monja chofer Madre Gregoria, Manuela Eva, sor Emerenciana, sor Benita, etc Autoridades: Cabo Isidoro, comandante temporal del cuartelillo de la cabeza de partido Coronel de la Guardia Civil Delegada del gobierno Teniente González, primer destino en la península Comisario Nicolás, compañero de promoción del padre Eustaquio García Matrimonio de guardias civiles, comando de asalto Gente de Tamarón Príncipe: Marciano, pastor que más madruga Sabina, para las seis de la mañana ya ha puesto a orear las sábanas María, la santera, encargada del cuidado de la ermita Alguacila, la desaparición de la imagen le impide dormir por las noches El alcalde llamado Lorenzo, ateo Cubreliebres, guardián en la entrada del pueblo, cobra del estado sin haber trabajado nunca Bolas y otros viejos, grupo de jubilados que espanta moscas en el teleclub Forastero, vecino por matrimonio, trabajador infatigable Muchachos en el río Clementina, rostro gris de cebolla vieja 330


Santeros al cuidado de: Virgen sin nombre Virgen de las Lluvias Virgen del Arcón Virgen del Sueño Virgen de los Casorios Tinín: Tinín, patriarca, y secundarios El llamado Manué, tocaor experto en Juan de Juni y Hernando de la Nestosa Traperos: Tobías, encargado de los Traperos, y secundarios Otros: Estela Valdivieso, intrépida periodista, su reportaje desencadena la acción Dandi, expoliador de obras de arte, admirado ladrón ilustrado Señor Acosta, experto en arte sacro Rafael y María, dueños de la pensión Director del periódico, invitado habitual a la partida de mus Gitana de Sacromonte; su nieta Rosa, sirvienta en la tasca de luz aburrida, Micaela, suburbios de Madrid El Tentador, personaje de una obra de teatro, y más

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INDICE CON DIVISIONES PARA SEGUIR LA TRAMA Título 01 Un cura singular 02 Lo posible acontece a veces 03 La desbandada 04 Al día siguiente 05 Milagrona 06 Fi (Phi) = 1,61803 07 Tamarón Príncipe 08 La ermita 09 Desaparece la talla de la Virgen denomina Milagrona 10 Cabo Isidoro 11 Más silencios que parabienes 12 Una periodista entra en acción 13 María, la santera 14 A media mañana 15 Alguacila 16 El alcalde quiere explayarse 17 Domingo 18 El Coronel de la Guardia Civil 19 Habla la delegada del gobierno 20 Habla Dandi 21 Bach y Vivaldi 22 Padre Patricio 23 Fray Ignacio: hombre humilde 24 Teniente González 25 Cubreliebres 26 El teniente investiga 27 El interrogatorio 28 Marciano 333


29 Forastero 30 Sabina 31 Fin del informe 32 Sobre padre Eustaquio 33 Vocación de padre Eustaquio 34 Roma 35 Cardenal Presidente 36 La despedida 37 Comisario Nicolás 38 En Carmen 39 Hace demasiado calor 40 Padre Eustaquio examina la pistola 41 En el autobús 42 Padre Eustaquio contacta con el padre Crespo 43 El arzobispo 44 Las timbas de mus de la curia 45 Padre Eustaquio se presenta al arzobispo 46 Padre Eustaquio conoce a padre Patricio 47 Padre Patricio quiere saber cosas 48 Padre Eustaquio conoce al coronel 49 Convento de san Rafael 50 Sor Jesusa está a la espera 51 Suena la esquila en el pasillo 52 Regreso al dormitorio 53 El depósito 54 El cabo Isidoro recibe órdenes 55 El cabo y los Tinines 56 En el campamento 57 El patriarca invita a café 58 Confesión de Tinín 59 Los Traperos 60 Un paseo vespertino 61 A las cinco de la mañana se despertó 334


62 La Cirila 63 En el rollo postizo 64 La casa presbiteral 65 Exposición de motivos 66 El alcalde (llamado Lorenzo) 67 Clementina 68 Fonda de carretera 69 En el museo diocesano 70 En el convento de los dominicos 71 El traqueteo del tren 72 La fama de Dandi suscita interés 73 Una curiosa petición 74 Aita Mancisidor 75 El arzobispo se cabrea 76 Aita Mancisidor en la capital de la provincia 77 Aita Mancisidor conoce a sor Jesusa 78 Aita Mancisidor examina la fotografía 79 Una monja se disfraza de seglar 80 Trabajo de campo 81 Unos americanos quieren rezar 82 Virgen de las Lluvias 83 Virgen del Arcón 84 Virgen del Sueño 85 Virgen de los Casorios 86 La aventura de sor Matilde toca a su fin 87 Señor Acosta 88 La almoneda del señor Acosta 89 Al final del pasillo 90 De regreso al convento 91 Un tiempo para la reflexión 92 Una idea perturbadora 93 Preguntas 94 Financiación de las monjas 335


95 Padre Patricio reconoce a aita Mancisidor 96 El arzobispo se viste de ceremonial 97 El arzobispo reclama la presencia de padre Eustaquio 98 La partida de mus 99 Otro fraile entra en escena: fray Ambrosio 100 Don Francisco recibe a fray Ambrosio 101 El coronel habla de su señora 102 El cardenal toma cartas en el asunto 103 Don Francisco se va 104 Tareas de vigilancia 105 Noche cerrada 106 En la cueva de Alí Babá 107 La monja espera 108 El potingue de las monjas 109 El cuartelillo en la cabecera de partido 110 Los Tinines intervienen de nuevo 111 La homilía 112 Alguien golpea con violencia 113 Concluye la ceremonia 114 Tortilla de patatas sin cebolla 115 Reunión de notables

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