CUNETAS

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Carlos Aguirre de Cรกrcer

CUNETAS


COLECCIÓN NARRATIVA

Primera edición: mayo 2014

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados.

© Carlos Aguirre de Cárcer © Tabula Rasa Ediciones S.L.

Apdo. Correos, 3153 - 20080 • Donostia-San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana

Printed in Spain I.S.B.N.: 978-84-940216-2-6 Depósito Legal: SS-773-2013


Dedicado a Alicia, Mikel y Koldo, amigos inmejorables con los que he cruzado muchas cunetas.



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INTRODUCCIÓN A LA TRADUCCIÓN Paseando por la avenida Robaflor, entretenido por el bullicio, el escritor Pedro Sopor recordó una de las canciones que, a lo largo de los años, se habían ido acumulando en su PC (léase Propia Cabeza): Big City Cat, de Steve Forbert. Más tarde, encontró en Internet videos relacionados con ella; uno incluía la letra: BIG CITY CAT Buildings an` people down under the skies, I walk down the street lookin` out through my eyes, I`m getting so skinny it hurts to sit down, I`m deep in the well, I`m in the rat trap town. Where it`s dirty for dirty, it`s an eye for an eye, it`s a tooth for a tooth an` a sigh for a sigh an` ev`rything`s edgy like musical chairs an` ev`ryone`s lookin`, but who really cares? Well, I`m tryna get up, tryna laugh in my head, I`m walkin` on eggs and I`m climbin` on thread. There`s motors an` traffic an` racket an` horns; my weary ol` stairway is wobbly an` worn. There a hissin` of heaters an` bangin` ol` pipes, screaming of women an` laughin` all night, there`s babies a-cryin` an` somebody`s dog, he`s barkin` so loudly, there`s a man in the hall... Hell, it`s some kinda lunatic followin` me. He`s down by the john so I can`t take a pee. I`m `s`posed t` be happy, I`m here where it`s at, I`m a face in the crowd, I`m a big city cat. Antes, a Pedro Sopor le gustaba traducir canciones; intentaba 9


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retener la esencia de lo que creía que había querido transmitir el autor, pero las modificaba sin reprimirse. Como tenía un rato libre, actuó “igual que en los viejos tiempos”. Éste fue el discutible resultado: GATO DE GRAN CIUDAD Edificios y gente bajo el cielo. Voy por la calle fijándome en lo que tengo delante. He adelgazado tanto que me duele cuando me siento. Me hallo en un pozo, en la ciudad-ratonera. Donde se juega sucio, ojo por ojo, diente por diente, suspiro por suspiro, con ánimo tenso, como en el juego de las sillas, y se mira sin que a nadie le importe lo que ve. Intento animarme y reírme de todo; camino con cautela, voy por el alambre. Hay motores y tráfico, jaleos y bocinas; mi vieja escalera se tambalea desgastada. Hay bufidos de estufas y estrépito de cañerías, gritos de mujeres y carcajadas toda la noche, niños llorando y el perro de alguien ladra alto; hay un hombre en el vestíbulo... ¡Demonios! Me persigue un lunático. Ocupa el retrete y no puedo mear. Se supone que soy feliz; estoy donde hay que estar. Soy un rostro en la multitud, un gato de gran ciudad. A pesar de que sus pretensiones eran modestas, Pedro Sopor no se quedó conforme. Su dominio del inglés había empeorado 10


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y eso le hacía dudar demasiado. En busca de ayuda, recurrió a un programa de traducción automática y obtuvo esto: GATO GRANDE DE LA CIUDAD Gente del an de los edificios abajo debajo de los cielos, Salgo abajo del lookin de la calle a través de mis ojos, Estoy consiguiendo así que flaco lastima para sentarse, Soy profundo en bien, yo estoy en la ciudad de la trampa de rata. Donde está sucia para sucio, es un ojo para un ojo, es un diente para un an del diente al suspiro para un suspiro ev'rything del an afilados como sillas musicales ¿lookin', de los ev'ryone del an pero quién cuida realmente? Bien, soy tryna me levanto, risa del tryna en mi cabeza, Soy walkin en los huevos y soy climbin en el hilo de rosca. Hay cuernos del an de la raqueta del an del tráfico del an de los motores; mi escalera cansada del ol es an tembloroso usado. Allí un hissin de las pipas del ol del bangin del an de los calentadores, griterío del laughin del an de las mujeres toda la noche, hay an del a-cryin de los bebés alguien perro, él es barkin tan en alta voz, hay un hombre en el pasillo… Infierno, es un cierto followin un poco loco yo. Él está abajo por el juan así que no puedo tomar un pis. Soy “t s'posed” sea feliz, yo soy aquí en donde está, Soy una cara en la muchedumbre, yo soy un gato grande de la ciudad. Aquel galimatías sirvió de inspiración a Pedro Sopor para escribir La traducción, un pequeño cuento que le permitió obtener el Premio Cunetas.

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LA TRADUCCIÓN Xyz tenía veinte años. Había abandonado su país siguiendo los pasos de su hermano Uvw, que había conseguido para él un contrato en un hipermercado. De nada servía que Xyz indicara que, donde había nacido, mucha gente se llamaba así; sus compañeros se reían de su extraño nombre. Aunque su familia no procedía de Sicilia, no pudo evitar que le conocieran como “el siciliano”, apodo que terminó aceptando. Entre un mostrador alargado y un montón de cajas de huevos, Xyz dedicaba la mayor parte de su tiempo a ayudar a su hermano. En medio de una rutina agobiante en la que respiraba aromas de basura, había momentos que le llenaban de esperanza. Todas las mañanas, a la misma hora, una hermosa joven pasaba a su lado, sin mirarle ni detenerse, antes de desaparecer frente a una fila de productos lácteos. Al verla, Xyz imaginaba historias felices. –Pertenece a otro mundo –le dijo Uvw, que se había dado cuenta de que su hermano se quedaba pasmado en cuanto aparecía esa muchacha. –Necesito estar un rato con ella –contestó Xyz. –Sería inútil. Sólo habla en letrecio. No conoce ni una palabra frasiana. No te entendería. –¿Cómo sabes eso? –Me pasó lo mismo que a ti. Lo único que conseguí averiguar es que se llama Abecis. Olvídate de ella, igual que he hecho yo. Sus familiares se comportan como si, en el abecedario de la humanidad, ocuparan los primeros lugares; te despreciarían... A pesar de los consejos de su hermano, que se negaba a colaborar con él, Xyz siguió queriendo comunicarse con Abecis, pero, a las dificultades que presenta la timidez, había que añadir que sólo la veía, durante un instante, mientras estaba ocupado y sin que ella se percatara de su presencia. Consumido por el nerviosismo, permaneció sin saber qué hacer hasta que, un domingo, 12


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Rst, compatriota y vecino suyo al que, pese a ser completamente calvo, por el sonido de su nombre, llamaban “rasta”, le explicó que había utilizado un programa de ordenador para redactar su currículum vitae. –Sirve para traducir cualquier texto a todos los idiomas –aseguró Rst. –¿Podría pasar algo del frasiano al letrecio? –preguntó Xyz. –Por supuesto. –¿Se ha puesto en contacto contigo alguna empresa? –Todavía no, pero lo harán en cuanto valoren mis méritos... –¿Cuál es ese programa? –Lyricslyricslyricslyricslyrics –replicó Rst, sin saber que estaba recomendando un instrumento especializado en reunir disparates–. Gracias a Lyricslyricslyricslyricslyrics, algunas editoriales han traducido el Guerra y paz de Tolstoi a varios idiomas. Xyz dedicó varios días a escribir una nota de la que dependía su destino: “Perdona que te moleste, Abecis. Soy un chico frasiano que trabaja junto a la sección de huevos del hipermercado. Sólo quería pedirte que, por las mañanas, cuando pases a mi lado, camines un poco más despacio porque verte es la única alegría de mi vida”. Ilusionado, Xyz compró un sobre de bonitos colores y, con ayuda del programa Lyricslyricslyricslyricslyrics, copió en una tarjeta de cartulina unos caracteres curiosos e incomprensibles, suponiendo que estaba traduciendo sus sentimientos al letrecio. No imaginaba que sus esfuerzos habían originado una incongruencia que podía despertar las burlas más crueles. Siguiendo las indicaciones de Xyz, un muchacho que se encargaba de repartir encargos a domicilio entregó a Abecis el hermoso sobre que contenía una traducción llena de despropósitos. Aquella noche, “el siciliano” no pudo dormir. A la mañana siguiente, cuando apareció Abecis, a Xyz le temblaron las piernas y estuvo a punto de desmayarse. Ella se acercó, le buscó con la mirada y le dedicó una sonrisa que podía iluminar el mundo.

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Carlos Aguirre de Cárcer El homenajeado, en pie, esperó pacientemente. Las charlas continuaban. Molesto y cariacontecido, se volvió a sentar y continuó comiendo su postre. Casi nadie se apercibió del hecho. Alonso Ibarrola

Y el buzo que no sabía nadar se sumergió en el charco que jugaba a ser mar. Fabio Apicio

EL HOMENAJE Hubiera reaccionado de otro modo si mi esposa no hubiera estado a punto de dar a luz a Donatito. Cuando la conocí, yo tenía sesenta y tres años y vivía ajeno a la posibilidad de encontrar pareja; mis días se deslizaban como troncos que han alcanzado el curso bajo de un río. No imaginaba que, poco después, el flujo de la existencia crearía en mí el remolino del que la descendencia procede. Un amigo mío llama “padrepaúsicos” a quienes terminan siendo padres primerizos a una edad afín al hecho de ser abuelo. Yo estaba próximo a ser “padrepaúsico” en la época en la que me comunicaron que el Círculo Polar del Arte pretendía organizar un homenaje en mi honor. A causa de mi curiosidad y del afán por aumentar mi cultura, conozco múltiples disciplinas estéticas, pero, si se analiza mi trayectoria, no hay confusión posible: sólo he intentado que mis figuras ajustaran sus pasos al camino que marcaron los sublimes Mirón y Praxíteles. Hay quien considera que mis obras están concebidas para decorar jardines o tumbas de millonarios con mal gusto. Reconozco que, en ocasiones, he aceptado encargos que no me satisfacían porque, a diferencia de algunos genios del pasado, no he tenido el apoyo de ningún mecenas; sin embargo, he sabido mantener la esencia palpitante que me inspira. 14


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Poco sabía del Círculo Polar del Arte, aparte de que estaba dirigido por Turritella Bligh-Fletcher, la duquesa de Permeasa, principal accionista de tres grandes bancos, amante de indumentarias emplumadas, “cemento de multitudes y batuta de toda orquesta”. No entendía que personas cercanas al “vanguardismo adinerado” se interesaran por mí. Sospeché que pretendían que me sumara a algún acto degradante y se lo comenté a mi esposa. Ella me subrayó la influencia que esa gente tenía en el mundo de las finanzas y la moda y me aconsejó que acudiera a la cita. “Quizá te dediquen un artículo en La Noticia y se revaloricen tus estatuas”, me sugirió. Le respondí que mis creaciones habían nacido sin la carga de la avaricia y que, al carecer de ansia de notoriedad, no necesitaba ver mi nombre en el periódico de mayor tirada del país. –Estamos agotando nuestros ahorros –recordó. Me convenció recalcándome que debía pensar en el futuro de Donatito. Gracias a su intuición, pudimos enriquecernos, pero no guardo de aquel homenaje agradables recuerdos. Como cumplo la norma general de no destacar en todo, soy un amante de la buena literatura que nunca será un escritor aceptable. No elijo el momento oportuno para mostrarme meticuloso; dedico demasiados esfuerzos a detalles nimios y me pierdo cuando me acerco al meollo de los asuntos. Sin embargo, aunque mi estilo sea desacertado, deseo narrar los sucesos de esa noche para obtener un pequeño desahogo. En la invitación que me habían enviado, no se indicaba a qué hora se celebraría el homenaje; eso me irritó porque detesto trasnochar. Un taxista que parecía mostrar por las cunetas la querencia de un vagón por los raíles me condujo hasta La Nave, una antigua fábrica de estufas convertida en sala de fiestas. Estaba rodeada por hierba artificial modificada para producir efectos ópticos que, después de un par de tropezones, me llevaron a moverme con precaución. Una escalera de perfil similar a las almenas de un cerro amurallado me guió hasta una puerta situada en lo más alto. 15


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Un jayán de pelo verde, melenas merovingias y nariz pultácea me impidió entrar. Era más feo que Gerión y su fuerza debía ser digna de Milón de Crotona. De su lengua, que asomaba entre los labios, colgaba una campanita. En el arrebol de sus mejillas, destacaban verrugas que parecían arañas. –Buenas noches –dije, resistiendo su mirada–. Soy Vicente Sedente, el homenajeado. –Y yo me llamo “sietepolvos” –replicó, con una voz de la que se deducía que un diente medio suelto y careado funcionaba como un tiroriro. –Me esperan. ¿Puedo pasar? –pregunté, conservando la calma. –Eso es imposible –aseguró mediante un complicadísimo bramido–. A no ser que me muestre una invitación personalizada. –La tengo –aseguré. No la hallé en la cartera. Por fortuna, cuando el portero empezaba a impacientarse, la encontré en el bolsillo trasero de mi pantalón. –Adelante, señor Sedante me dijo, sarcásticamente, tras comprobar que todo estaba en regla. –Sedente. ¡Vicente Sedente! corregí–. Me contestó haciendo que sonara la campanita de su boca. –¡Impertinente! –mascullé. –¡Muerto de hambre! –murmuró. El calor, la música y las luces me molestaron de inmediato. Tres pasos bastaron para que me absorbiera algo equiparable al mundo inferior de Hades. Entre columnas basadas en la botella de Klein, se habían colocado cortinas en el techo y ventanas en el suelo; tabiques y pasarelas creaban laberintos donde la gente berreaba como un buey a punto de ahogarse. Despistado por atuendos calidoscópicos, no hubiera sabido explicar si había galgos o podencos, bullebulles o bridones, güelfos o gibelinos, gnósticos o dietistas, quijotes o molinos… Se suponía que había un ambiente festivo, pero yo veía enfermos sin fe iniciando batallas contra sí 16


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mismos sin necesidad de oficios feciales. Debía impedir que me contaminaran, igual que el río Alfeo rechazó mezclar sus aguas con las del mar que le rodeaba. Grandes mostradores sobresalían como alas de sombreros mejicanos. Los camareros presentaban un perfil válido para acudir a un entierro y otro inspirado en un carnaval bananero; su pantalón, una especie de saco de indistinguibles perneras, les obligaba a dar saltitos; una cremallera pellizcaba su cuello y les dotaba de una expresión intermedia entre las sonrisas de un anuncio de compresas y el espanto de un paracaidista en apuros. Deambulé junto al óvalo de un escenario vacío. Sin que nada indicara que fuera a celebrarse un acto relacionado con mi persona, crecían la facundia y el estrabismo de quienes necesitan permanentemente espejos. En medio de aquella comunión de narcisismos y bombas fétidas recubiertas de caramelo, nadie me daba respuestas coherentes. Me convencí de que me habían tomado el pelo y decidí volver a mi casa. Cerca de la puerta de salida, me abordó Nicanor, el gerente del Círculo Polar del Arte. Era un tipo alto y fibroso que, en su día, alcanzó fama gracias al espectáculo de “danza matemática” Once equis sin adocenar. Se contoneaba con la gracia de un sátiro emasculado y vestía un faldón de tisú, zapatos azules y un chaleco que resaltaba la presencia de un plastrón descomunal. Calvo, de mentón partido y con un facón por nariz, cubría su frente con una gruesa capa de maquillaje en la que la luz, después de zambullirse, reaparecía con el color cambiado. Inicialmente, se podía pensar que una de sus piernas estaba formada según el canon de Lisipo y la otra atendiendo a las normas de Policleto, pero un análisis detallado indicaba que no tenía una extremidad más corta que otra; simplemente, “honraba a Hefesto y demostraba su creatividad andando”. Se presentó susurrándome su nombre al oído y, aprovechándose de mi estupor, me besó en la boca sacando una lengua callicida; aquel incidente descompuso mi entendimiento y estuve varios minutos sin articular ningún sonido. Nicanor me aclaró que 17


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él era quien había decidido que me dedicaran un homenaje. Al parecer, fotografías de mis estatuas decoraban las paredes de su academia de baile y calistenia. Más pesado que un loro recitando un mal verso, intentó convencerme de que debía crear una obra en la que apareciera Julio César, con aura de Divus Iulius, yendo de la mano del rey Nicomedes por los campos de Bitinia. –Sería un símbolo –dijo melifluamente–. Nadie te supera plasmando la virilidad. Eres de los nuestros. Los elegidos muestran signos evidentes: el héroe luce un morrión, mientras, al tonto, en la cabeza, se le posa un gorrión. Para evitar equívocos, me apresuré a romper mi mutismo: –¡Estoy casado y espero un hijo! –¡Claro! suspiró–. ¡Ni siquiera los genios estáis libres de cargas sociales! Me desagradaba la admiración de aquel individuo, pero el aturdimiento me mantuvo a su lado mientras me explicaba las reformas del local. –Los muebles los ha diseñado María Buzamiento –aseguró con orgullo–. Sin embargo, nada hay tan novedoso como los paramentos ideados por... –Ese portero fue muy antipático conmigo –le indiqué, al descubrir que el gigante de pelo verde pasaba a nuestro lado. –A veces, estos empleados se exceden en el cumplimiento de su cometido, pero se desviven para evitar que la vulgaridad nos invada –me contestó. Fuimos a una estancia que recordaba a una boca dibujada por Dalí. En ella, había enormes sillas similares a una combinación de fórceps, facistoles y costillas de ballena. Como yo carecía de la habilidad de mis vecinos, capaces de copiar con sus posturas las espiras de la concha de un nautilo, al sentarme, me sentí igual que un gusano al que sostuviera una mantis religiosa. Me ofrecieron orujo ctónico, un aguardiente de ajenjo y corteza de pillopillo que parecía haber sido producido con un lanzallamas, y me obligaron 18


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a incorporarme una y otra vez para saludar a personajes en los que yo reconocía el estigma de una cofradía de cretinos. Me llamó la atención Ceferino Turbot, director del Ateneo Consecuencias, creador de quince ingeniosos sistemas de taquigrafía, del poemario gramatical Diptongos alucinógenos, del tratado de urbanidad moderna Nuevas bengalas y de la tragedia El pundonor de Leonor; de rostro plano, con laca en su calva, un bigote hermano de los musgos y unos brazos más delgados que las cuerdas que tañían los aedos, olía a dátil y llevaba un casacón verde con lunas crecientes que indicaban su condición de utópico. Hablaba más idiomas que san Jerónimo; anteponía el volapuk al esperanto, afirmaba que había descifrado el manuscrito de Voynich y se pavoneaba como si conociera infinitas esferas celestes. Más rebuscado que una trufa, era el autor de Sialofagia enteógena y Eidética autocida, dos ensayos acerca de la dromomanía del pensamiento automórfico; buscaba pautas de repetición en infinitas cifras decimales no periódicas y, últimamente, había escrito La casa por el tejado, una novela que comenzaba con la desfloración de Cloe. Estaba a punto de concluir Erudición de quita y pon, una historia de la humanidad a la que había dedicado décadas de trabajo. Se consideraba un trefilador de pensamientos. Decían que, bajo su almohada, escondía un palíndromo más largo que los de Darío Lancini destinado a decorar su tumba. –¿Conoces a Vicente Sedente? –preguntó Nicanor–. Su serie de caminantes es excelente, lo mejor que se ha producido en un siglo. –Incluso las esculturas filiformes de Giacometti son preferibles –replicó Ceferino Turbot, después de haber dudado entre inhalar o soplar. ¡No hubiera sido peor que mis estatuas se compararan con el desollado de Houdon! –Es un problema de falta de talento –dijo aquel impertinente individuo–. El Nilo no se originó ex nihilo. Aunque las alabanzas 19


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injustificadas produzcan espejismos, sin fuente, no hay agua: de donde no hay, no se puede sacar. Mi sinceridad me impide expresar lo contrario… Nicanor me defendió. Aunque me sentía indignado, yo no intervine en la discusión; me aparté un poco, dejé de escucharles y bebí. Y ya había bebido demasiado cuando se sentó junto a mí Carla Jade, la protagonista de la película Mi vida es movida. Después de haber aguantado a tantos pelmas, me encantaron la dulzura de sus rasgos, la gracia de su figura y su aroma. Exhibía pendientes luminosos y coturnos de piel de cocodrilo. Por encima de una cortísima falda, lucía una camiseta ceñida en la que, sobre un mapa imaginario resaltado por sus senos, se marcaba con lentejuelas la siguiente pregunta: “¿sabe alguien que estás aquí?”. Había nacido para ser actriz; a un timbre de voz y una dicción excelentes, sumaba una habilidad gestual que dotaba a su rostro de los significados más diversos. Usaba sin un orden entendible sus múltiples recursos. Como si estuviera condicionada por alocados ensayos teatrales, fabricaba frases enlazando máximas de La Rochefoucauld, citas bíblicas y bromas soeces; para su propio existir, había ideado un lema digno de Séneca: “mientras vuelan, los buitres son hermosos”. –Si bebes orujo ctónico, acabarás “dalctónico” –me dijo, a modo de saludo. Tal necedad quedó compensada con los destellos de sus sensuales cruces de piernas. –Adoro las emociones intensas –respondí, añadiendo estupidez al diálogo. –¿Te ocurre algo? –me preguntó, arqueando una ceja en la que colocaba flechas Cupido–. Pareces enfermo. –Estoy griposo –repliqué, conteniendo un vahído. –Prueba el vodka con higos. Es un remedio fantástico. –No importa. Cuando supero un mal, aparece otro. –No creo que tu salud sea tan mala, pero consuélate recordando la perfección de lo imperfecto. 20


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Me aseguró que creía en la existencia de una palingenesia órfica desde que, junto a una parapsicóloga, había contemplado la transmigración del muslo dorado de Pitágoras de un percherón a una res orejana. Desconozco si quiso burlarse de mí o sincerarse conmigo. Poco importaba lo que me dijera; ambos sabíamos que sus encantos terminarían fascinándome. –Debemos permitir que el amor domine lo ajeno a lo sentimental –remarcó, expresando mediante una elevación de nariz lo orgullosa que estaba de lo poco que sudaba. Iba a matizar ese comentario, pero se detuvo tras observarme con atención; en un instante, dedujo que mis parpadeos sumaban un inicio de enamoramiento a la carga que el alcohol colocaba en las pestañas. Bruscamente, se levantó de la silla y se despidió. –No dejes que muera la conversación en lo más interesante – supliqué. –La muerte se reproduce por generación espontánea –anunció, antes de marcharse con cimbreante elegancia. Una especie de doríforo quijarudo, alopécico y sobrealimentado al que mi borrachera cambió la cara por una berenjena pelada sustituyó de inmediato a la irresistible actriz. Era un buscarruidos devaluado, rijoso y farfantón que, para cumplir con su doble condición de cazador y cebo, meneaba su torso cubierto de cadenas de oro mientras soñaba con tarjetas de crédito ilimitado. –Infórmate bien; no juegues con una taba culera –me aconsejó, frunciendo un ceño parecido al rafe de un escroto–. Esa mujer nació con los dientes puestos y, como es capaz de morder incluso con la boca cerrada, jamás será un obstáculo para sí misma. La conozco bien porque fue dueña de mis erecciones. Yo hubiera hecho por ella lo que fuera y ella hubiera hecho lo que fuera para que yo hiciera lo que fuera por ella. Lo nuestro duró tres veranos. No es posible satisfacerla. Es más cambiante que el sexo de las lapas. –No son válidos los juicios condicionados por el resquemor – aseguré. –Es posible, pero la mezquindad de uno es certera al describir 21


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la mezquindad de los demás. –dijo él, tras mirar su reloj–. Es mejor que desconfíes de ella. Aunque usa a las personas con muchas ganas, ocasionando seducciones y equívocos, no se entrega verdaderamente a nadie. Depositar en ella cariño es confundir la despensa con el retrete… Yo, por mi parte, voy a ver si encuentro un combustible digno de mis ardores; últimamente, sólo recibo carbón del malo: turba y más turba… Dejando menos huella que una hormiga en el hielo, la gente entraba y salía de mi campo visual como a través de una puerta giratoria. Entre quienes se acercaron, estaba Fred Tupac, forrado de negro y con un flequillo que recordaba a una palmera. Tocaba la batería en el grupo Transistor, que mantenía su canción El taxista taxidermista y la víbora carnívora en la lista de éxitos de Radio Humo desde hacía cinco semanas. Hablaba introduciendo onomatopeyas y marcando ritmos con los pies y las manos. Intentó demostrarme que sabía inglés, pero confundió conflicts con corn flakes. Basándose en que yo era igual que su abuelo, me pidió consejos para resolver sus problemas profesionales: quería cambiar el nombre de su grupo y deshacerse de Messidora, cantante de buena voz, magnética imagen y avaricia insaciable. –¡Xss! ¡Pac! ¡Tu-tum! ¿No crees que Cacerola suena mejor que Transistor? –me preguntó, sumando mi espalda a su mundo de instrumentos de percusión. –¿Cacerola? –repetí–. Más que los recipientes, me gustan los contenidos: puré, guisado, flan... –¿Flan? ¡Xsss! ¡Eso es! –rugió, usando mis zapatos como pedales–. ¡Flan es inmejorable! ¡Tu-tu-tu-pac! Su alegría se ensombreció en cuanto recordó que el problema principal no se había solucionado. –¿Cómo se lo decimos a Messidora? ¿Quién ocupará su lugar? ¿Cuál será la reacción de nuestros seguidores? –se preguntó, rascándose la barbilla. –Hoy día, bien promocionada, una rana puede ser una estrella 22


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–respondí–. ¿Y si ese chorlito que está en la pista de baile fuera quien estás buscando? Me refería a un joven con botas de piel guateada, blusa pintada a mano, bufanda ceñida por cuatro collares y un yelmo de escayola. Saltaba juntando los pies y, con la contundencia de un lactante aquejado de meteorismo, daba grititos semejantes al ruido que produce un dedo cuando resbala sobre un vidrio mojado. –¡Eres genial, abuelo! ¡Ta-ca-tac! ¡Tchs-tchs-xss! –exclamó Fred Tupac, que corrió hacia aquel individuo con la prisa de quien no quiere que le arrebaten un diamante. Resultó ser Chingolo, el menor de los hijos de un joyero; en poco tiempo, su fotografía ocupó las portadas de miles de revistas. Durante un par de horas, aplastado por el orujo ctónico, fui incapaz de abandonar el instrumento de tortura sobre el que estaba sentado. Quien más resistió a mi lado fue un surfista aficionado a la caligrafía china que, por el color de su piel, su melena en forma de crin y sus espasmos nerviosos, me recordó a un corcel con torozones; me dijo que, gracias a lo que aprendía allí, cada vez comprendía mejor el funcionamiento de las olas. Finalmente, sudando como si hubiera bebido litros de infusión de sasafrás e inclinando el cuello con la pericia de un girasol, comencé a dormitar. Lenguas dignas de Penélope tejían y destejían frases que atravesaban mis tímpanos y se hundían en mi cerebro igual que migas en un huevo frito. En aquel báratro de esnobismo, autoindulgencias y autoestimas, sobresalían las voces de las hermanas Sisserou, propietarias de la cadena de hoteles Nemagón. Su imaginación era jalea real al servicio de sus invisibles coronas. –Admiro los perfumes de Sava Porao, especialmente su Involución de Prejuicios número tres –afirmaba Sufeya, la hermana mayor, moviendo microscópicamente su cuello–. Tiene un toque cremoso, de elegancia impertinente, digno de la Cesonia que dominó a Calígula, por la presencia de líquenes, agrimonia, feromonas de abeja maesa filtradas con hippomanes, ladierno, repinaldo, 23


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albarrana, hieraprica, semillas de oruga, miel de Himeto, una gota de cloroformo y diecinueve trazas de eléboro por frasquito. Te protege con aromática cordura de la imperante locura. –¡Donde esté la fragancia de Anamnesia, de Esther Cole, que se quite todo lo de Sava Porao! –valoró Mechilia Sisserou, de quien se decía que carecía de carne que no hubiera sido sometida a modificaciones estéticas–. La madreselva, la bergamota, el aceite de vainilla, la milenrama, el croco turco, el té verde, la arcilla armenia, el cieno negro de marjal de Hokkaido y el secreto blanco combinan de maravilla con el pomelo italiano. –Sin embargo, esas opciones son menos sutiles que la colonia Buybabybye, de Porfina Purín –remachó Clatrina Sisserou, la más joven del clan, sacudiendo sus trenzas sin alterar la rigidez de sus manos–. Sólo un ser genial ha podido producir con pimienta roja, gazpacho, almizcle egipcio, cannabis, perlas derretidas, curry, jengibre, terebinto, gaseosa, vino tinto, caldo de acelgas, raspas de sardinas, mayonesa, hiel de marsopa e incienso tanta condensación de ternura. ¡Crea adicción desde la primera vaporización! En esa feria de superficialidad, egoísmo y pedantería, Aristófanes hubiera hallado debates tan serios como el de Querefonte de Esfeto, que dudaba respecto a si los mosquitos cantaban por la boca o lo hacían por el culo. Cuando caí en un sueño que me impidió captar comentarios, me sentí liberado. Me despertó Nicanor. –¡Vicente, ¿estás bien?! –gritó, agitándome como Heracles a Anteo. El miedo a su lengua de lija me hizo reaccionar enérgicamente: –¡Por favor! ¡No me beses! –supliqué, apartando su cara con mis manos. Ofendido, el ex bailarín me arrojó sobre la silla que destrozaba espaldas. –Discúlpame –farfulló–. Tenías mal aspecto y deseaba ayudarte. –Lo agradezco –respondí, tratando de calmar su irritación–. Estoy borracho y no quería vomitarte encima. Su expresión se suavizó. 24


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–No te preocupes –contestó, tras soltar una carcajada–. Lo que sale de un gran artista es mejor que agua bendita. Me dolía la cabeza y estaba de mal humor. Detesto la indefinición y el retraso. Busco la armonía en las formas y manejar el tiempo con puntualidad. –Son las cuatro de la mañana. ¿Cuándo comenzará el homenaje? –pregunté. Nicanor se mostró molesto por tener que explicar algo obvio. –No se iniciará sin la duquesa –dijo, entre carraspeos–. Ella prefiere los encuentros crepusculares, la estética del tránsfugo de las tinieblas. Antes de que os entreguemos los trofeos, están previstas un par de actuaciones. Quizá porque me disgustó escuchar eso, mi nariz empezó a sangrar a borbotones. Nicanor me colocó dos servilletas como si fueran los colmillos de una morsa, pero no consiguió frenar aquel derrame. Un camarero me proporcionó algodón y me aconsejó que fuera a limpiarme. A pesar de que no pasaban inadvertidos porque parecían diseñados para combatir la intimidad y amplificar las ventosidades, no me resultó sencillo llegar hasta los aseos. Se hallaban entre rampas y pasarelas que hubieran confundido a Escher. A través de paneles que, por dentro, sostenían espejos, pude contemplar a mujeres reponiendo su maquillaje, centrando sus faldas o haciéndose confidencias mientras agitaban su pelo, ensayaban tetánicas sonrisas y fingían besos. Los hombres se repeinaban, movían los hombros igual que un bulldog de dibujos animados, escondían su panza y subían o bajaban su bragueta jugando con la concavidad y convexidad de sus gestos. Después de haber dado más vueltas que una lombriz, conseguí colocarme sobre un lavabo al que, en un momento, emparenté con el sumidero de un matadero; para cortar la hemorragia, preparé unas torundas que, a causa de extrañas luces, brillaban como luciérnagas. Pese a que empleé con destreza agua, jabón y mis uñas, mi apariencia no mejoró demasiado. A falta de otras opciones, busqué que mi empapada indumentaria recuperara su distinguido porte 25


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pasando varios minutos, en cuclillas, bajo un secador de manos. Nadie pareció sorprendido por mi comportamiento. Frente a mí, un tipo de exageradas hombreras usaba una lupa y unas pinzas para colocar extensiones policromadas entre sus pelos nasales. Junto a él, un extravagante patilludo consumía cocaína, resoplando cual alce en un abrevadero. Avivados por el hecho de estar agachado, fuertes retortijones me causaron una imperiosa necesidad de aliviarme. Me golpeé en la cabeza, pero la urgencia impidió que me detuviera. Los tres escusados del lugar estaban ocupados; en uno, se consumaban relámpagos pasionales entre hedores poco románticos; otro acogía a una manada drogada; sólo al aporrear la puerta del tercero recibí una respuesta positiva: –¡Ahora salgo! –me comunicaron. Vesánicos regüeldos antecedieron a un sujeto tambaleante. Olía peor que los establos de Augías. –Se me han caído las gafas al inodoro y no las puedo recuperar –me indicó sacudiendo unos dedos que hubieran hecho temblar a un pocero. Tras mostrarle que colgaban de la cadena de terciopelo que adornaba su camisa, me moví con rapidez, pero no conseguí eludir un abrazo de agradecimiento de aquel marrano. Tardé bastante en salir del retrete. Resultaba complicado mantener la concentración; ecos dignos del Gran Cañón del Colorado convertían una flatulencia del montón en una réplica del bombardeo de Dresde. El papel higiénico se había agotado y tuve que emplear el algodón que había sobrado, con la excepción de un pedacito que conservé por precaución. Después, para eliminar las huellas pringosas que habían quedado en mi chaqueta, repetí el proceso que anteriormente he descrito. Abandoné los aseos convencido de haber restablecido la dignidad de mi imagen. Una hora después, los desmedidos elogios de Nicanor me señalaron que el secador de manos había convertido mi peinado en una especie de corona de espinas, apropiado reflejo del calvario que estaba padeciendo desde que llegué allí. 26


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Las actuaciones se habían iniciado y me dirigí a un pequeño mirador que, sobre el escenario, me permitía estar a solas, apoyado en una barandilla. El calor crecía. Los cráneos formaban un enjambre resplandeciente en el que las canciones del dúo Rarezas y Asperezas provocaban bailes dementes. Rarezas, la cantante, ojigarza y zanquivana, mantenía un brazo pegado a un muslo y extendía horizontalmente el otro, recordando a una cigüeña con un ala cortada; Asperezas, su guitarrista, ojeroso y angulado, parecía un dibujo goyesco al que el hada de Pinocho hubiera dado vida. Sobre un fondo pregrabado de percusiones electrónicas y ruidos de caldo hirviendo, entonaban melodías relamidas. Se diría que creían ser Canente y Orfeo; ¿es que nadie percibía que eran peores que dos grajos explicando que se habían comido un grillo? ¿Es que no había ningún melómano? Hubiera deseado arrojar tomates y escuchar protestas, pero únicamente hubo aplausos. A continuación, la Compañía Teatral Ecolalia representó un episodio de su obra Puertas tiene el infierno de los sabios. A un lado, sobre una carretilla, se colocó una pirámide de huevos. Cuatro muchachas de floreciente presencia e indumentaria prácticamente inexistente llenaban allí unas cestas de mimbre y se acercaban a una bañera ocupada por un individuo casi desnudo que gemía viciosamente mientras se retorcía como una lambrija. Bailando con descaro, haciendo equilibrios acrobáticos, besándose, abrazándose o simulando que luchaban entre sí, las chicas rompían los huevos con los labios, sus muslos, las corvas, las rodillas, los pies o las manos, el pubis, las axilas, entre sus pechos o juntando sus nalgas. A veces, a través de un orificio que agrandaban con la lengua o un dedo, sorbían el contenido de una pieza, pero, casi siempre, separaban las claras de las yemas, las aplastaban y dejaban que, por sus cuerpos, se formaran regueros. El sujeto de la bañera, agarrado a unos barrotes imaginarios, escupía e imploraba que le dejaran sumarse al grupo; a escasa distancia, las mujeres le ignoraban o se burlaban meneando las caderas. Él, lejos de rendirse, pedía el ánimo del público mediante berridos y falsos ataques epilépti27


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cos. El éxtasis colectivo se alcanzó cuando, tras volcar sobre la bañera toda la carga de la carretilla, las féminas se lanzaron sobre su compañero. Revolcándose, le chuparon, mordieron y achucharon hasta que no quedó una cáscara sana. Que los niños se rían por todo y los adultos sean adustos forma parte de la evolución de las personas. Los años deberían dar sabiduría y serenidad. Ante la degradación, no admito ni la apatía ni la alegría. Que se festejara que unos degenerados malgastaran cientos de huevos me enervó tanto que casi me ahogué de asco; las bolitas de algodón salieron disparadas y tuve que reponerlas. La indignación y los efectos del alcohol me impidieron controlar las maniobras del personal de la sala que, en un momento, limpió el escenario, instaló una alfombra tibetana y, sobre unos caballetes forrados de piel de pécari, colocó unas tablas de madera de cedro libanés. Mantelitos decorados con runas, sillas que copiaban la silueta de una orquídea, botellas de agua con gas y orujo ctónico, recipientes de loza de Nevers y micrófonos en forma de boca de congrio completaron el equipo dispuesto para la celebración del homenaje. Participar en aquella ceremonia suponía una claudicación para mi inteligencia y un varapalo para mi orgullo. De nuevo, me tentó la huida, pero descubrí que podía salir bien parado. Aunque allí todo era estrambótico, deduje que, durante el acto, me pedirían que pronunciara unas palabras. Con el sarcasmo de Menipo de Gadara, yo convertiría las frases de agradecimiento que esperaban escuchar en una crítica despiadada de su estulticia. Imaginar su desconcierto me estremeció de placer. Animado por las nuevas expectativas, bajé las escaleras igual que un corsario dispuesto a desembarcar. Sin embargo, al ver que se acercaba Nicanor, mi vigor se desvaneció como el de Protesilao ante Héctor. –¿Dónde te habías metido? –me preguntó, exagerando su “artística cojera”. –Pues... –¡Ah! ¡Ya veo! –me interrumpió–. ¡Has cambiado tu peinado! Le darías envidia a un erizo de mar... 28


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Al mirarme al espejo que él me mostraba, comprobé que, bajo el secador de manos, mi pelo había quedado tal que un capitel corintio o un adorno tropical de Carmen Miranda. Avergonzado, busqué un trago de orujo ctónico. –Tienes más sed que Tántalo –observó Nicanor, que extrajo de una maleta irregular dos figuras del tamaño de un puño. Correspondían a los trofeos que se iban a otorgar y representaban, imitando mal a Vigeland, el embarazo de un ser bisexual–. Simbolizan la creatividad de la persona –me aclaró. Me disgustó conocer que Jorge Escálamo, el actor de películas pornográficas, y yo éramos los aspirantes a recibir el Hermafrodita de Oro y el Hermafrodita de Plata de aquel otoño-invierno. Turritella Bligh-Fletcher aún no había comunicado cómo se haría el reparto. –Al menos, obtendrás el segundo premio –me recalcó Nicanor. Deslumbrando incluso a las nucas, todas las luces se iluminaron para indicar que la presidenta había llegado a la sala. Los altavoces, que hacían del sobresalto su rutina, enmudecieron, pero el sonido, que sólo se había apartado para tomar carrerilla, reapareció con la capacidad de despertar entre las neuronas de un sordo sarracinas intestinas. –¿Qué espanto es ese? –exclamé en cuanto volvió la calma y pude recobrar el aliento. –Creé ese popurrí para ambientar mis danzas matemáticas – dijo Nicanor–. Quería encadenar pasos simples, pausas y brincos: ir, mediante el baile, de los ábacos a las computadoras, de una pequeña suma al cálculo diferencial trigonométrico. Ahora, lo utilizamos para anunciar el comienzo de actividades excepcionales. Siguiendo un ritual establecido y perseguida por murmullos de admiración, Turritella Bligh-Fletcher subió al escenario. Se consideraba comparable a una letra ajena a la vulgaridad de pertenecer a un alfabeto. Tan larga como un flagelo, contemplaba el mundo con ojos de gálago y hablaba dando la sensación de que se frag29


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mentaba un glaciar. Vestía un ceñido caftán en el que había pintadas dos manzanas: una en honor de Afrodita y otra en recuerdo de Eva. Colgando de su cuello, oscilaba un percebe de obsidiana que, para sus acompañantes, era una especie de metrónomo. Lucía un sombrero cónico en el que el vértice se había obtenido acoplando el pico de una corneja; como apenas despegaba los labios, su voz parecía surgir de la cúspide de su indumentaria. –¿Navegamos? –preguntó la recién llegada con litúrgico paroxismo. –¡Navegamos! –afirmaron los fieles de La Nave. –Ha llegad-o la hor-a de entregar nuestros premios semestrales –señaló Turritella marcando lunáticamente algunas vocales. Nadie se movió hasta que, mediante un chasquido de dedos, la duquesa ordenó que acudieran sus colaboradores. Nicanor se sentó a su derecha y Nítida Cadanalga, su secretaria (rapada al cero y con una estola de colas de cebra), al otro lado; Jorge Escálamo y yo, entre aplausos que me recordaron a salpicaduras en un charco, nos situamos en los extremos opuestos de la mesa. Jorge caminaba dejando colgar los brazos con estilo preadamita y la expresión de un ahorcado. Tan chato como Sócrates, me pareció más cercano a la fealdad de Tersites que a la belleza de Nireo, pero era corpulento y bien proporcionado e iba impecablemente vestido. Tras una presentación que no por corta resultó menos tediosa, la duquesa se dispuso a anunciar el nombre del ganador del premio principal. Redobles circenses subrayaron el momento. –Proclamo que el Círcul-o Polar del Art-e ha otorgad-o el Hermafrodita de Oro-o de este otoño-invierno a... ¡Jorge Escálamo! ¡Era el colmo! Comparado con un ser simiesco disfrazado de novio, yo había salido perdiendo… Deseando una venganza fría e inclemente, recurrí al orujo ctónico. –Líricamente-e, podríamos decir que la verga de Jorge Escálamo, carne con consistencia ósea, contiene a las vergas que en el mundo han sido –aseveró Turritella–. Su “miembro sin igual”, 30


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llave ajustable a toda cerradura-a, morueco que ninguna muralla frena, recibió el nombre de Extidual en honor a Excalibur, Tizona, Durandarte y Altaclara, célebres espadas. Yo desconfiaba de su fama. ¿Era posible que una eyaculación produjera seis cucharadas soperas de semen? ¿Cómo admitir que sus erecciones resistían el peso de un cuarteto de contorsionistas y daban asidero a varios halcones en insólitos ejercicios de cetrería? Aún más que la desmesura y el priapismo, me asombraba que se dijera que, gracias a un adelgazamiento telescópico voluntario, Extidual atravesaba el ojo de una aguja de zapatero. ¿Es que, según el caso, los cuerpos cavernosos se llenaban de caucho o de acero? ¡Debía haber un truco! Mis dudas desaparecieron; médicos prestigiosos han verificad-o la realidad de tales prodigios sin desvelar su misterio. Hay quien busca la clave en sustancias ignotas, ciclos respiratorios, neurotransmisores polimorfos... Nadie ha hallado explicaciones convincentes todavía y quienes han pretendido imitarle han fracasado... Jorge, ¿cuál es tu secreto? –No hay secreto –respondió el aludido, con un timbre inesperadamente agudo–. ¡Soy así! –Jorge es polifacético e infatigable –observó la duquesa. –Los años no pasan en balde –recalcó él. –No presumas de viejo. Recientemente, has ganad-o un concurso de besos sicalípticos en... –Fue por recaudar fondos para las víctimas de un envenenamiento masivo. Ya no participo en reuniones semejantes. –Ciertament-e; ahora, destacas en otros campos –dijo Turritella–. Cada vez estoy más medio dormido, tu autobiografía, está teniendo un éxito extraordinario. –Agradezco que la Editorial Onán confiara en mí –repuso Jorge. –El libro muestra que tu rebeldía ya era evidente cuando, con quince años y trabajando de recadero, arrojabas a una papelera las cartas que debías enviar por correo –indicó la duquesa. –Sólo lo hice en una ocasión, enfadado porque me habían tra31


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tado injustamente. No estoy orgulloso de ello –confesó Jorge, gesticulando de tal manera que sus labios formaron un cuatro, los ojos se abrieron como rosquillas, su frente casi aprisionó a la nariz y las orejas se agitaron como las alas de una polilla. –Tod-o cambió cuando el dueño del Cabaret Badanas descubrió tus atributos en las duchas comunales de una piscina –recordó Turritella–. Te contrataron para intervenir en espectáculos en los que, sin quejarte, resistías coitos interminables, patadas torvamente dirigidas e inmersiones de tus testículos en alcohol puro. –En una época de graves crisis, me pagaban bien –se justificó Jorge–. La situación no se suavizó hasta que me convertí en actor. –Debutaste en la película Atraso perfecto, interpretando a un electricista que cruzaba cables a las damas, aprovechando la ausencia de sus maridos. –Así es. –Y te consagrast-e, gracias al papel del sargento Mimadre, en el filme Vértices horizontales, lúbrica odisea en la que el personaje principal, afín a Sileno y Belial, tras una visión celestial, deserta para buscar su salvación en tierras lejanas, objetivo inalcanzable porque se pierde entre amantes y camas. –En mi carrera, eso equivalió a Lo que el viento se llevó –aseguró el actor. Sus suspiros eran comparables a los de un liberto que busca portillos en el imaginario muro que la infurción coloca alrededor de su hacienda. Conforme avanzaba el coloquio, mi opinión acerca de Jorge Escálamo mejoró. Pese a que las circunstancias le habían empujado hacia el vicio, mantenía restos destacables de dignidad y humildad. –¿Puedo preguntarte alg-o? –dijo la duquesa. Jorge asintió–. ¿Es cierto que una personalidad perilustre te suplicó que le dejaras saltar a la comba con Extidual? –Me han pedido cosas peores. Tras un par de carantoñas de la presidenta, Jorge se retiró entre 32


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sonidos semejantes al golpear del granizo sobre un tejado metálico. La gente comenzó a marcharse, pero la música seleccionada por Nicanor comunicó que la jornada no había concluido. –¿Navegamos? –aulló Turritella Bligh-Fletcher. –¡Navegamos! –respondieron para complacerla. –¡Ahora, homenajearemos al Hermafrodita de Plata-a! –afirmó la duquesa de Permeasa–. ¡Demos la bienvenida a Vicente Sedente! Me animaron con jaculatorias extraterrestres. Junto a seguidores de la perisología, Nicanor “me honró” entonando un himno cercano al canto de un urogallo; parecía que una comunidad de cíclopes invertidos ensalzaba la tortedad del ano. Reaccioné mostrando mis colmillos con la agresividad de un jabalí, gesto que fue tomado por una sonrisa. –Yerran los que le tachan de imitador desangelado –aseveró la presidenta del Círculo Polar del Arte–. Quienes poseemos un conocimiento profundo y transparente de lo artístico-o percibimos que las erguidas estatuas de Vicente son como palabras aladas de Palas Atenea... Mi irritación creció a medida que aumentaban los elogios. Lamenté que el gigante de pelo verde me hubiera permitido conocer los ritos privados de tan vacuos seres. Sus costosas extravagancias no disimulaban su convencionalismo y su mediocridad. Eran sardinas pretendiendo ser delfines, babuchas de adorno, trapecistas sólo en el atuendo, eternos aspirantes a casarse con la propia boda. Mientras se pronunciaban frases ajenas a mis pensamientos, estudié sus miradas, los babeantes belfos y los ribeteados faldones... –Ya sabéis que está muy avanzado el proyecto-o que nos proporcionará una sede que sustituirá a La Nave: La Estrella Polar. Hemos restaurado una mansión del siglo quince y, en la dehesa que la rodea, instalaremos un laberinto-o diseñado por Irving de Hory, una fuente de Mario Espino y tres jardines creados por Hiromi Zenzenzen –enumeró Turritella–. Mi intención es completar 33


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el conjunto con dieciocho esculturas de Vicente Sedente, siempre que él acepte nuestro generoso encargo... Al oír eso, el Hermafrodita de Plata, que había girado sin descanso entre mis dedos, casi se me cayó al suelo. Estaba ansioso por declamar el discurso que había preparado, pero no debía renunciar a tan provechosa oferta. En la vida, ciertas prioridades nos obligan, a veces, a inclinarnos cual espigas. Sin soltar la figurita, dulcifiqué mi expresión con la ayuda del cansancio. –Me sentiré feliz si trabajo para el Círculo Polar del Arte –anuncié. –¡No te olvides de Julio César y Nicomedes! –aulló Nicanor, incitando a los asistentes a que apoyaran su sugerencia mediante saltos y vítores. ¡Lo hice por Donatito!

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Cunetas Tened esperanza, infelices; dichosos, tened precaución. Robert Burton VAGABUNDO PRIMERO. ¿Es posible que tu ceguera llegue hasta tal punto? VAGABUNDO TERCERO. Llega hasta ese punto, compañero. Al mismo punto, por lo menos, que llega tu borrachera. Javier Tomeo Formaban una pareja de piel de lagarto. Hundían sus narices en el barro que creaba la orina. Dormían hermanados con las piedras, las plantas y los animales que se reúnen junto a los caminos. Pedro Sopor

CRUZANDO LA CUNETA I Eustaquio llevaba una armónica. Se había quedado sin su guitarra, pero conservaba la última púa que había usado para tocarla: una de las uñas que perdía por ir mal calzado; las guardaba porque disfrutaba moldeándolas con una navajita; su vista era excelente y su tembloroso pulso se volvía firme si se dedicaba a esa tarea. Con uñas, había creado el rostro de una actriz, una fachada renacentista, una chinche y una medalla que presentaba, en sus distintas caras, una imagen del paraíso y otra del infierno. Carente de autocrítica, veía, donde no había más que rudimentos, trabajos dignos del manto de Jasón y el escudo de Eneas. Pretendía hacer dos anillos que contuvieran esfinges y aves; había dedicado muchas horas a semejante empeño, pero el resultado todavía se reducía a un par de bultitos agujereados. La guitarra de Eustaquio había almacenado todo tipo de materiales. La caja tenía acopladas dos ruedas y, tirando del mástil, en cierta ocasión, había transportado seis kilos de rosquillas, una manta y cinco botellas de vino. Cuando, a causa de los desperfectos, 35


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fue imposible evitar que se cayera la carga, Eustaquio decidió alejar sus restos de las ratas y la dejó colgada de una rama, con la esperanza de que algún pájaro la eligiera para hacer en ella su nido. Manteniendo su aspecto de moribundo, se creía capaz de vivir cuatro siglos más. Los años no significaban nada; sólo importaban sus estaciones. Había que tener en cuenta si había llegado el invierno o el verano y adaptarse a las circunstancias. Magro y apestoso, subsistía respetando los dogmas de la vagancia. Limpiaba sus dientes con hierbajos y pegotes de arcilla, curaba sus úlceras con una mezcla de aguardiente y bicarbonato y permitía el nacimiento de cualquier pensamiento que no atrajera nubes oscuras. Procedía de una localidad pequeña, alejada de la gran urbe a la que tan ligado estaba. Su familia era estricta y adinerada. Desde la infancia, fue a una academia de canto, aprendió a tocar la vihuela y estudió italiano. Durante un curso, estuvo matriculado en la Facultad de Geología. Siendo universitario, descubrió su vocación de explorador de vicios; le encantaba andar sin hacer planes, con la libertad que proporciona carecer de auténticos amigos y disponer de compinches circunstanciales. Inicialmente, sus padres, alarmados por sus desapariciones, encargaban a la policía que le buscara, pero dejaron de hacerlo al comprobar la inutilidad de sus esfuerzos. “Para mí, es inservible la vida que me ofrecéis. Me escaparé una y mil veces”, les advirtió su hijo. Y se convirtió en un prematuro anciano sin preocuparse de sus parientes. Se presentaba a sí mismo como “el gran Eustaquio”; no había roto por completo sus vínculos con el pasado: en contra de toda evidencia, estaba convencido de ser un eminente geólogo y un cantante excepcional. Deseaba visitar Italia, país que admiraba por la ópera, su idioma y sus volcanes, pero siempre aplazaba el viaje, incapaz de abandonar la ciudad que había encadenado sus vagabundeos sin quitarle el convencimiento de ser libre. Como aquel día hacía frío, Eustaquio vestía una librea descolorida que había hallado en un vertedero; era casi impermeable, 36


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abrigaba mucho, le parecía elegante y tenía unos bolsillos tan grandes como su sed selectiva. Llevaba también un pantalón de bayeta y un gorro de lana calado hasta las cejas. Sus pasos producían un soniquete metálico. Arrastraba una bolsa llena de cerveza y galletas. La tarde había sido productiva. Se había situado junto a una esquina muy concurrida y había cantado con una frescura digna del joven Giuseppe di Stefano, pero sólo atrajo a la gente cuando empezó a tocar su armónica con las narices; después de interpretar el himno de san Fenesto, le habían echado un montón de monedas. Se acercó hasta un parque, retiró las hojas que cubrían un banco y se sentó. Agitó una lata, para que hiciera ruido al abrirla, y mojó los alrededores, a la salud de quienes velaban por que brillaran las estrellas. Vertió algo de cerveza en sus manos y lavó con ella su cara. Copiando el estruendo de una moto arrancando, en un par de minutos, sorbió el contenido de tres recipientes. Calmada su pasión, se dispuso a disfrutar del resto de sus provisiones, igual que un amante que iniciara actividades lúdicas tras la consecución de un orgasmo. Un golpe de viento depositó junto a sus pies un periódico; aceptó el regalo: tarde o temprano, serviría para sobresolar su calzado, para engrosar sus mantas o como papel higiénico. Estuvo a punto de quedarse dormido, pero empezó a llover. Malhumorado, se levantó. Tambaleantes sombras de su figura, producidas por las farolas recién encendidas, se persiguieron unas a otras. II El viento agitaba unas sábanas que alguien había olvidado retirar de un tendedero. Los cristales de las ventanas vibraban y los cascotes se amontonaban en algunos rincones. Con la precaución de un funámbulo, “el gran Eustaquio” caminaba mirando alternativamente al cielo y al suelo. Los faldones de su librea oscilaban como la umbrela de una medusa. Frunció el ceño; en su frente, 37


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las cicatrices condicionaban el curso de las arrugas. Solía fiarse de sus instintos y se dijo que si algo le estaba empujando a moverse era porque el momento de dormir no había llegado todavía. Sin dejar de consumir cerveza, se dirigió hacia sitios más frecuentados. Un pasadizo guiaba a un puente que cruzaba una autopista. El lugar atraía a curiosos, locos y predicadores. Eran frecuentes los accidentes; algunos conductores iban armados y disparaban contra quien les disgustaba. Cada luz, sin dejar de ser el resplandor de un figurante, jugaba a tener un papel protagonista y los ruidos formaban una orquesta donde todos pretendían ser solistas. Eustaquio pensó en cuchillos y tenedores repartiéndose una tarta. Consiguió asomarse a la barandilla y decoró con vómitos varios coches. Tras verter aquella hirviente papilla, el mundo le pareció más agradable. Los cines y los escaparates brillaban en el centro de la ciudad. En la fachada de un antiguo teatro, habían instalado una pantalla gigante para emitir anuncios y noticias. Eustaquio se negaba a mirarla; le indignaba que se hubiera degradado de tal manera un local donde, frente a un auditorio formado casi a partes iguales por partidarios y detractores de su estilo, Toti Dal Monte había encarnado a la Madama Butterfly de Puccini. Siendo niño, la había escuchado cantar gracias a un disco de su padre y la admiración se le había clavado en las entrañas. Músicos, mendigos, turistas y vendedores acudían cada noche a la plaza del Ayuntamiento. Las palomas proporcionaban a los arcos un entrecejo de plumas. A pesar de las inclemencias de aquella noche otoñal, en los soportales, se hallaban reunidos mimos, castañeros y pintores que intentaban plasmar escenas bajo las farolas. –Con estos calcetines, cuyo precio he derretido, no hace falta meter las manos en los bolsillos pues un calor volcánico inunda todo el cuerpo. ¿Acaso no me ven sudando aunque estoy en man38


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gas de camisa? –gritaba un charlatán. –¡Lotería de san Fenesto! ¡Son las últimas tiras! –aseguraba una mujer. –¡Bollitos de pasas! ¡Pasteles tostados! ¡Buñuelos colorados! – proclamaba un muchacho, afónico tras horas de esfuerzo. Eustaquio, después de dar una vuelta al recinto, se sentó en la escalinata de la catedral y se dedicó a beber y a buscar dialectos en los eructos. Era mal fisonomista y estaba distraído, pero no pudo evitar reconocer al tipo que se puso delante de sus narices. Últimamente, él y Ustorio pasaban mucho tiempo juntos, ofreciendo una imagen aún más estrafalaria que por separado. Eustaquio era alto, aunque encorvado, y el recién llegado, más joven en apariencia, por mucho que se estirara, no engrandecía su diminuta talla. No se concebía ver a Ustorio sin un cigarrillo encendido; llevaba repletos de tabaco los múltiples bolsillos de un impermeable amarillo en el que destacaba el dibujo de un escorpión. Sus cejas, puntiagudas como acentos circunflejos, y su boca, siempre abierta, dotaban a su rostro de una expresión de perpetua sorpresa, a pesar de que ninguna situación le asombraba; incluso en plena borrachera, no daba un paso sin haber meditado. Eustaquio y Ustorio tenían objetivos similares, todos a corto plazo; sin embargo, mientras uno era calculador, el otro tendía a deambular con atención dispersa. Ustorio tuvo una infancia digna de un hospicio de Dickens. Por un sueldo miserable, sus padres trabajaban a destajo; carecían del tiempo necesario para mimar a su prole. De niño, vivía junto a un montón de escombros y se divertía capturando ratas y gatos. Con doce años, consiguió empleo en un hipódromo, como mozo de caballeriza; gracias a su habilidad, que le permitió domar a Luz de Mesnada, un alazán temido por todos, se convirtió en yóquey. Ganó algunos trofeos, pero esa profesión exigía una disciplina demasiado severa. La dipsomanía destruyó su carrera. Se le relacionó con apuestas ilegales y desfalcos y eso le llevó a la cárcel. Termi39


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nada su condena, se doctoró en mendicidad. De su etapa ilustre, sólo añoraba a las bellas mujeres que había conocido; aunque tuviera notable éxito con las borrachas, se entristecía si comparaba los besos malolientes y los contactos de estercolero con lejanas orgías que sus recuerdos envolvían en seda. –¿Qué tienes para calentarme? –dijo el ex yóquey frotándose las manos. Su voz tenía más inflexiones que la de un bululú y sus reacciones, divorciadas con frecuencia de sus intenciones, desconcertaban pues, repentinamente, podía cambiar una sonrisa por un vituperio. En cualquier caso, incluso si el mal humor lo enervaba, mantenía la sabiduría del cobarde: los peligros le hacían invisible. –Llevo cerveza –replicó Eustaquio. –¿Eso es todo? –Si no te gusta, márchate. Siempre me quitas algo. –No presumas de víctima –contestó Ustorio mientras agarraba una lata–. No te necesito. Eres de los que pretenden abrir las puertas empujando por el lado de las bisagras. –Tengo muchos años y conozco los secretos del planeta. Tus métodos sólo permiten recoger lo que la gente pierde en los urinarios. Las situaciones forzadas sólo producen cristalitos deformes, nunca joyas auténticas: lo puedes leer aquí –aseguró el viejo, sacando de un bolsillo un manual de geología. –¿Significa eso que algún dios proveerá? –inquirió Ustorio elevando aún más sus cejas. –¡No lo descartes! Dios existe cuando te van bien las cosas; y, cuando te van mal, el que existe es el diablo. –¿Y, con semejantes argumentos, te las das de científico? Para obtener beneficios, la planificación ha de ser tan buena como la ejecución. –Además de científico, soy un artista. –Te crees especial porque cantas fatal y actúas sin reflexionar pero, si te abandonara la buena suerte, no sobrevivirías ni una tarde. 40


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–¿Pero no eres tú de los que dicen que no hay que pensar en la suerte? Sabido es que el lobo aúlla y la vaca muge; a eso, hubiera podido añadirse que Ustorio estornuda y Eustaquio eructa. Se estimulaban mutuamente, de tal modo que parecía que al reclamo amoroso de un sapo gigante respondía una pantera con catarro crónico: –¡Croaaaa! –¡Grotchó! La fetidez del aliento de Eustaquio hubiera congestionado a una nalga. Un prodigio casi angélico conseguía que las erupciones babosas se sucedieran sin que Ustorio perdiera ninguno de los cigarrillos que fumaba. En sus conversaciones, las respuestas llegaban con retrasos dignos del ajedrez por correspondencia. Ambos vertían vómitos en cualquier momento, sin dar a ello la menor importancia. –¡Deja ahí esa bolsa vacía y sígueme! –dijo Ustorio. –Está vacía porque has venido tú –replicó Eustaquio–. No te seguiré. Voy donde me da la gana. En realidad, Ustorio, que negaba la validez de las supersticiones, pensaba que la cercanía del afortunado Eustaquio le beneficiaba. Por su parte, el viejo sabía que, si aceptaba la proposición de su compañero, la noche sería más entretenida y terminó cediendo. Un acordeonista les acompañó hasta el final de la escalinata, momento en el que Eustaquio le hizo huir usando la armónica. El reloj del ayuntamiento marcó ocho campanadas. III Dos monólogos, recitados de memoria y escuchados con el entusiasmo de un funcionario que compulsa, formaron una charla subrayada por pasos descompasados. Rodeado de incipiente neblina, un gato lleno de tiñosas calvas perseguía a una pálida librea y a un impermeable amarillo, ansioso por aprovechar, a falta de 41


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otro alimento, los vómitos que iban apareciendo. Los dos borrachos se hallaban junto a una plaza limitada por construcciones donde lloros y carcajadas convivían ignorándose. Sobre el destartalado Edificio Ramnusia, un letrero advertía de que se arrojarían tiestos a quienes se atrevieran a mear allí; a pesar de la amenaza, el olor a orina deshacía los mocos. “El gran Eustaquio” conocía aquel lugar, cercano a la calle Clamores; había pasado muchas horas tumbado en alguno de los bancos cercanos; en silencio o cantando, había visto caer macetas, estrellas fugaces y suicidas. –¡Estoy harto de tantos rodeos! –protestó el viejo. –Casi hemos llegado. ¿Tienes dinero? –preguntó Ustorio. –Me quedan unas cuantas monedas. –Te las devolveré multiplicadas por cien –aseguró el ex yóquey. Se detuvieron frente al Asilo San Fenesto. –¿Pretendes entregar aquí mis huesos? ¿No sabes que harían conmigo picadillo? ¡Judas! ¿Cuánto te pagan? –gritó Eustaquio, que empezó a correr. –Sólo estaremos un momento –recalcó Ustorio, que detuvo a su compañero tirando de los faldones de su indumentaria como de una brida–. Por muy poco dinero, pediremos una jarra de vino y jugaremos una partida al bingo. –¿Al bingo? –Sí. Funciona uno muy barato para pensionistas. –¿Y nos dejarán pasar? –Claro. Al entrar, sonríe enseñando los dientes rotos… El Asilo San Fenesto había sido premiado “por mostrar el lado positivo de la vejez”. El equipo directivo permitía que los residentes, incluidos los de mayor edad, se hicieran cargo de las labores del centro. Cuando Eustaquio y Ustorio abrieron la puerta, su pestilencia se vio subrayada por la aparición de un viento frío. –¡Buenas noches, hermanas! –saludó, con voz cascada, el anciano Doroteo, que creía ver a un par de monjas. Como había trabajado en un hotel, le permitían estar en la recepción, a pesar del 42


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deterioro de sus sentidos. La pareja le replicó airadamente, pero él no pudo captar la respuesta. Para llegar al salón donde se jugaba al bingo, había que cruzar varios pasillos. En uno de ellos, sobre una silla de ruedas, descansaba una nonagenaria incapacitada para articular palabras. Babeando, esperaba el momento de comer o que la sorprendiera el sueño. Un individuo, algo más joven que ella y de mirada perdida, se entretenía gritándole frases desagradables al oído. –¡No me gusta este lugar! –protestó Eustaquio–. ¡No aguanto aquí ni un minuto más! –Ustorio casi tuvo que desgarrar su librea para impedir que huyera. Algunos de los asilados más robustos formaban el denominado grupo pacificador. Velaban por el cumplimiento de las normas. Llevaban una chaqueta granate y una gorra azul. Eran intransigentes y atajaban de inmediato los conflictos; entre sus atribuciones, estaba la de castigar a los internos desobedientes, a quienes podían obligar a retirarse a sus habitaciones. –¡Está prohibido fumar! –recalcó una pacificadora de no poco bigote, cruzando los brazos frente a los recién llegados. –¡Pues nos marchamos! –replicó Ustorio, que tuvo que apagar el cigarrillo que acababa de encender. –De eso nada! –dijo Eustaquio, sarcásticamente, tirando de la capucha del impermeable amarillo–. ¡No se puede modificar el plan establecido! Antes de que les dejaran pasar al salón, esperaron un buen rato; la partida anterior se prolongó a causa de múltiples errores. Con la entrada de la pareja, se completó el aforo. Trociana y Fileto dirigían el juego. Fileto, un orondo barbudo cuyas parrafadas se mantenían en el inicio por mucho que se prolongaran, explicaba cientos de veces las reglas del juego; el lado izquierdo de su cuerpo temblaba constantemente. Junto a él, Trociana, que había trabajado en una fábrica de encurtidos y era delgada como un nervio, procuraba terminar todo cuanto antes; ella retiraba las bolas y 43


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cantaba los números luciendo las peculiaridades de su dentadura y su laringe. Gabriela, una pacificadora que había sido gobernanta en una pensión portuaria, repartía cartones a los asistentes, mantenía el orden y comprobaba la validez de los premios. Eustaquio y Ustorio, provistos de un vaso de vino, se retreparon en sus asientos, separados por un tipo calvo que meditaba en voz alta. –No debe haber más fallos –dijo Fileto–. ¿Estáis preparados? –¡Sí! –replicó un coro coreico. –El proceso es sencillo –prosiguió Fileto–. Voy a... –De sobra “sabeif ” que “teneif ” que tachar los números que yo cante –rugió la impaciente Trociana. Las nucas crujieron en señal de asentimiento. La concurrencia atendía sin contener la aparición de bostezos mellados. –¡No volváis a cantar las líneas que van en vertical! ¡Únicamente sirven las horizontales! –advirtió Gabriela–. ¡Nadie os obliga a estar aquí! ¡Los incapaces y quienes no mantengan la compostura serán expulsados! –El “seif ” –anunció Trociana–. ¡Tachar! –Si juego otras veinte partidas, lo haré con la esperanza de obtener veinte líneas y veinte bingos –aseguró el calvo vecino de los borrachos. –¡Cállate! –indicó Ustorio–. Me molestas. –¡El “cuarenta y tref ”! ¡Tachar! El calvo no prestaba atención a su propio cartón; a su lado, “el gran Eustaquio” modelaba con su navajita una de las uñas destinadas a ser un anillo. –¡Pero marca los números, imbécil! –gritó Ustorio. –Si no se comporta de modo adecuado, le sacaré de aquí –aseguró Gabriela, apuntando con el dedo al ex yóquey, que pidió perdón sumisamente. –¡“Fetenta”!: “fiete cero”. ¡Tachar! ¡“Fefenta”!: “feif cero”. ¡Tachar! 44


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–¡Línea! –aulló un electricista que se había jubilado hacía cinco lustros. Malhumorada, Gabriela se acercó a él y verificó que las tiritonas seniles le habían hecho errar de nuevo. –¡Lo sabía! –aseguró la pacificadora–. ¡Has vuelto a tener mala puntería! ¡Traslada esa cruz hacia arriba! ¡Y procura acertar porque es la última oportunidad que te doy! ¡La línea está incompleta! – concluyó. –Quizá conviene incidir en los aspectos básicos del juego –sugirió Fileto. –¡Tachar! –le interrumpió Trociana. La partida prosiguió. Tras un eructo de Eustaquio y un estornudo de Ustorio, algunos creyeron escuchar un cuatro y un ocho. Gabriela amonestó a ambos con severidad. –No hay hipótesis que empeore a la peor –resumió su vecino calvo. –¡Bingo! –graznó un tipo que recordaba a una ciruela pasa. Gabriela resopló balanceando su cabeza como una cobra encantada. Su labio inferior ascendió hacia el superior copiando las facciones de un perro de presa. –¡Te he explicado mil veces que esto no es una carrera! –gritó, ajustándose la gorra–. No se trata de ver quién rellena más rápido el cartón. No puedes tachar los números que aún no han salido. ¿Es que no te entra eso en el cráneo? Mientras la pacificadora se desesperaba, el arrugadísimo binguero la contemplaba sin inmutarse; cuando respiraba, su nariz se abría tanto que parecía que bostezaba con ella. –¡”Treinta y tref ”! –proclamó Trociana, silenciando las nuevas explicaciones de Fileto. –¡Incluso yo mismo podría ganar ahora! –descubrió el vecino calvo. –¡El veintiocho! Un mudo de aspecto tosco pegó un espectacular bastonazo en el suelo. 45


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–¡Línea! –tradujo un compañero suyo. –¡La línea es correcta! –afirmó Gabriela. Tras recibir el premio, el mudo aporreó la mesa con alegría, hasta que fue reprendido. –Concluida la primera parte del proceso, comienza la segunda –comunicó Fileto, con el semblante de un matemático que ha resuelto una ecuación difícil. –¡Tachar! ¡El doce! –Mi objetivo inmediato es probable –murmuró el calvo mirando al techo. –¡Línea! –anunció un envidioso dandi, despertando el estupor de Gabriela. –Sólo se admite una línea por partida –recordó Fileto. –¿Por qué? –replicó el vetusto dandi–. ¿Acaso soy inferior a ese labriego? –inquirió, señalando al mudo. El aludido, que nada tenía de sordo, alzó el garrote. El dandi se incorporó y, tembloroso, compuso una postura de boxeador a la antigua usanza. –Si intentas pegarme, te romperé la nariz –amenazó. Gabriela expulsó a los dos contendientes sin dejar de estrujar sus pescuezos. Las cifras se sucedían. Sobre la parte del auditorio que no dormitaba, se distribuyó una bandada de ceños fruncidos. Ustorio empezó a bizquear. –¡Bingo! –anunció el vecino calvo con una especie de cloqueo– . En realidad, he perdido la cuenta, pero intuyo que he acertado –le confesó a Ustorio. –¡Y a mí qué me importa! –replicó el ex yóquey. Sacaron al calvo de la sala. A juzgar por su expresión, no había previsto la posibilidad de que no le dejaran ver cómo concluía la partida. –¡Ahora que no está ese gafe, triunfaremos! –exclamó Ustorio. Eustaquio, que había sonreído al constatar que su escéptico 46


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compañero volvía a demostrar que creía en las supersticiones, asintió mientras escondía su navajita para no tener que oír nuevas reprimendas. A Ustorio sólo le faltaba un número para ganar el premio. –¡El nueve! –murmuró, contando las pestañas que se arrancaba–. ¡El nueve! ¡El nueve! –¡El nueve! ¡El nueve! –insistió Eustaquio, contagiado por el nerviosismo de su compañero. –¡El noventa y nueve! –anunció Trociana–. ¡Tachar! –¡Bingo! –rugió un tipo de hombros cedizos. –El bingo es válido –reconoció Gabriela. Anonadados, Eustaquio y Ustorio se levantaron y abandonaron el salón. –¡Pase usted, coronel! –dijo el anciano Doroteo cuando abrieron la puerta del asilo para marcharse. IV Vientos racheados y ráfagas lluviosas se relevaban permitiendo que se intercalaran momentos de calma. Los peatones, sorprendidos por vendavales en miniatura, no sabían qué hacer con sus paraguas y se comportaban, en ocasiones, como buques al pairo. A pesar de la adversa climatología, a las diez de la noche, había comercios abiertos. Frente al escaparate de una bodega, los ojos que acompañaban a una librea roída y a un impermeable amarillo se abrieron desmesuradamente. –¡Son fascinantes las botellas! –suspiró Eustaquio. –Me encanta contemplarlas cuando están llenas –respondió Ustorio–. El alcohol debería conservarse siempre en recipientes de vidrio. –Aún sería mejor que viajara sobre ti, en una especie de nube, y que, con sólo desearlo, recibieras el trago que necesitas… –¡Bah! Del cielo sólo cae sinsabor puro… –¿Sabes cuál es mi refrán preferido? 47


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–Ni lo sé ni me importa. –A mal tiempo, buena cara. –No me extraña que te guste un lema de tontos… Donde no hay mata, no hay patata. Avanzaban sin esquivar los charcos. Eustaquio se impacientó: –¿Dónde vamos? –preguntó, deteniéndose y cruzando los brazos. –Al Templo de los Santos Inocentes –replicó Ustorio. –¿Estás loco? Después de ir al asilo, ¿pretendes llevarme a rezar? A Eustaquio no le atraía esa iglesia. Era pequeña y se hallaba en mal estado. Demasiado expuesta a las tormentas, casi siempre estaba cerrada y carecía de las características de un buen refugio. –Hoy se reúne en esa parroquia una de las comunidades amorosas de Celemín –aclaró Ustorio–. Debemos llegar antes de que acabe la sesión. –¿Las comunidades amorosas de Celemín? –Anuncian que fulano es tu hermano y pretenden demostrarlo con sus actos –resumió Ustorio, indicando a su compañero que se diera prisa. Provisto de una biblia y visitando los hogares más humildes, Celemín Fraguas había empezado su actividad evangelizadora hacía más de dos décadas; sus seguidores, adoptando el lema “ofrece al prójimo una pizca de amor”, formaron las comunidades amorosas y extendieron su mensaje. Un sector del clero le apoyaba por su indudable carisma; sin embargo, sus detractores, quizá movidos por la envidia, le acusaban de buscar un exceso de protagonismo poco cristiano. La iglesia había sido edificada sobre una loma que había quedado entre aguas fecales. Una escalera desgastada guió a la pareja hasta un minúsculo pórtico donde Graciano, Lutgarda, con un niño, Golín y Mariana se apretujaban para darse calor. –No digas nada. ¡Déjame hablar a mí! –recalcó Ustorio a su acompañante. 48


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Graciano, macho dominante de aquella camada, lucía una sotabarba que recordaba al nudo de una corbata. Tenía un aspecto escurridizo, acentuado por una década dedicada al contrabando. Modificando la posición de su mandíbula, dependiendo del ángulo de visión y de lo que a él le conviniera, ofrecía una imagen encorvada o estirada; así enviaba mensajes divergentes que le permitían defender su posición jerárquica dentro del grupo sin resultar amenazador para quienes habían de darle limosnas. Había sido compañero de celda de Ustorio en el Presidio General Chanchada y siempre agradecía al ex yóquey que no le hubiera faltado tabaco mientras estuvo encerrado. En su boca, un diente de empaste dorado presentaba la soledad de un cerro testigo y se mostraba como símbolo de su tacañería. Frente a la iglesia, Lutgarda y él desempeñaban eficazmente los papeles de padre apurado y madre sumisa. Ella, pequeña y desgreñada, sostenía en sus brazos a un bebé prestado que le resultaba pesado; una bufanda impedía que la criatura, de penetrante mirada, emitiera sonidos innecesarios; si se hubiera examinado su espalda, se hubieran descubierto heridas producidas por el imperdible que usaban para hacer que llorara. Golín sudaba aunque tiritaba de frío. Llevaba una camiseta raída que acentuaba su delgadez; sus salientes costillas y una acusada cifosis daban a su tórax la apariencia del coselete de un alacrán cebollero. Su nariz, obturada por placas de moco, se asemejaba a una concha repartida entre dos caracoles. El hambre y los problemas respiratorios le forzaban a abrir la boca. Temía asfixiarse mientras soñaba pero, incluso estando de pie, pasaba la mayor parte del tiempo dormido. Los bolsillos vacíos de su pantalón, descolocados por los espasmos de sus manos, colgaban en permanente movimiento igual que las orejas de un burro. Como en los monstruos que dibujan los niños, había en su aspecto ingenuo algo horripilante. Había sido maquinista de un tren de mercancías buscado por suicidas. Esperar a que un juez autorizara el levanta49


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miento de un cadáver formó parte de su rutina. En sus pesadillas, los rieles perdían el paralelismo para formar cruces. Finalmente, fue incapaz de desempeñar su trabajo. Renunció a compensaciones económicas en las que veía la paga de un verdugo y se dedicó a deambular por la ciudad. Graciano le permitía formar parte de su grupo, pero apenas le tenía en cuenta al repartir las ganancias. Mariana era una veterana prostituta. Había averiguado que, acudiendo al Templo de los Santos Inocentes, obtenía sabrosos beneficios con poco esfuerzo. Su cuerpo conservaba cierto encanto. Se presentaba muy maquillada y con su indumentaria laboral, que incluía unas gastadas medias de encaje; al actuar así, pretendía tanto engañar a su chulo, que no la controlaba demasiado últimamente, como enternecer a los feligreses. Habituada a pasar horas en las esquinas, resistía sin dificultad que sus muslos quedaran expuestos al frío. Se limitaba a esperar mientras se peinaba usando una lendrera de nácar que, años atrás, le había regalado un señor que quiso casarse con ella. Graciano descubrió las comunidades amorosas de Celemín al mismo tiempo que Ustorio. Deseaba aprovecharse de ellas utilizando un núcleo mendicante pequeño y fácil de manejar. Siempre discutía con Lutgarda, pero conseguía imponer su criterio. A Golín, como a otros asistentes esporádicos, lo utilizaba de figurante y, a cambio de que le hiciera algún servicio gratuito, permitía que Mariana se quedara con el dinero que recogía. Si aparecía Ustorio, dada su condición de antiguo camarada, no tenía problemas para ponerse de acuerdo con él, pero le desagradó ver que se acercaba junto a un desconocido, algo que iba en contra de lo pactado. –¡Cuantas más personas estemos, menos rentable será el negocio! –recalcó con una voz que salía cascada tras chocar contra el único diente que le quedaba. –No te preocupes –contestó Ustorio–. Él se conformará con un poco de lo que me corresponde y no volverá por aquí si no le 50


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acompaño. No revelará a nadie las costumbres de estos chiflados. Es un tipo digno de confianza. Para Graciano, eso significaba que aquel viejo que modelaba algo con una navajita era otro ex presidiario. –En la cárcel, para matar el tiempo, aprendí a arreglar relojes – dijo, dando una cariñosa palmada en la espalda de Eustaquio, que lo miró desconcertado. Ustorio, siguiendo su costumbre, le ofreció tres paquetes de cigarrillos, que fueron aceptados maquinalmente–. ¡Sois bienvenidos! –comunicó con un aire que él suponía solemne–. ¡Pero os pondréis detrás de nosotros! –agregó de inmediato. Los recién llegados obedecieron sin protestar. Ustorio se sorprendió al ver que Mariana estaba allí; la conocía bien pues se contaba entre sus clientes más antiguos. –No sabía que te había alcanzado la vocación religiosa –le dijo. –Si vengo aquí, descanso –replicó ella, sin dejar de arreglarse el pelo. –¿Y qué piensa Tiburcio de esto? Defiende la seriedad de vuestro negocio y nunca aprobaría que se le relacione con la mendicidad –mientras cumplía condena por sus actividades proxenéticas, Tiburcio había coincidido con Ustorio y Graciano en el Presidio General Chanchada. –No tiene por qué saber nada; está demasiado ocupado con unas chicas nuevas; son extranjeras y quiere educarlas –respondió Mariana–. No es tan duro; jamás me ha pegado –aseveró–. Tiburcio no sale perjudicado; para él, ya estoy “amortizada”; no se opondrá a que, en breve, me jubile. –¿Estás pensando en jubilarte? –exclamó Ustorio–. ¡Sería una pena! Pocas quedan de tu categoría. –Gracias –contestó Mariana, modestamente–. Ya no disfruto con mi trabajo –añadió, mirando con aire soñador el bonito peine que manejaba. Coros muy distantes de lo seráfico, amortiguados por la vetusta 51


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pero consistente puerta, se dejaron sentir antes de ser anulados por el viento. Eustaquio, que estaba distraído creando uno de sus anillos, escuchó sin impaciencia. Que los cantos se prolongaran más de lo habitual era buena señal, aunque más importancia tenía el contenido del último discurso de la reunión pues definiría el comportamiento de los feligreses. El día en que se predicó acerca de la generosidad, Graciano y los suyos conocieron la felicidad; sin embargo, cuando se destacaron las virtudes de la humildad, les persiguieron para lavarles los pies. –¿Qué demonios harán? –masculló Graciano, tras un rato de aparente silencio. Con cuidado, para evitar que desde el interior le invitaran a sumarse al acto, abrió un poco la puerta. Su precaución era innecesaria porque los congregados estaban sumidos en profundas meditaciones. Sabiamente, Celemín pasaba en un suspiro del susurro al bramido. Hablaba dando tanta importancia a las pausas como a las frases; aunque sus argumentos fueran, en ocasiones, erráticos, siempre tejía con ellos redes en las que sus seguidores quedaban atrapados. Con el ánimo de un agricultor dispuesto a interpretar el mensaje de las nubes, el grupo de Graciano escuchó las palabras del predicador: –¿A quién no le gustaría controlar y repartir horas felices? –se interrogó Celemín Fraguas. Era pálido y espigado. Sus dedos seguían un movimiento que vinculaba al altar con los fieles–. ¿Por qué es conducido un ser humano a las cunetas o a las trincheras, a guerrear o a padecer catástrofes y enfermedades? Preguntas semejantes han atormentado, desde hace siglos, a miles de almas sensibles. La más ambigua de las respuestas sugiere que la vida es un misterio y que es nuestro sino intentar resolver crucigramas de humo; con eso, se considera que ya está todo dicho. Esto me recuerda a Pilatos lavándose las manos –sus brazos hicieron un ademán semejante al de clavar una estaca–. Por su parte, los materialistas instan a que no se pierda el tiempo en búsquedas espirituales y confían en que los avances científicos nos ofrecerán un 52


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brillante futuro. ¿Acaso logran los desarrollos tecnológicos eternizar la juventud? Es evidente que, a lo sumo, consiguen alargar la vejez –hizo de nuevo el gesto de hincar una estaca–. ¿Y qué se podría comentar de los apáticos y de los resignados que exclaman que no somos nada? ¿Cómo puede asegurarse que la existencia y la defunción son un trámite inútil? ¿Es que no tenemos sentimientos que son como nueces que no caben en ningún cascanueces? Somos más valiosos que una esmeralda, aunque fugaz sea nuestra visita al mundo. No permitáis que la mediocridad se disfrace de sensatez. En mi vida, y en la vuestra, no está todo escrito e inventado. Nuestras decisiones son esenciales. Cada cual es ministro de una patria de presidente divino –Celemín, con sus aspavientos, pareció afilar la más grande de sus invisibles estacas–. ¿Para qué hemos nacido? –gritó después de un par de enfáticos carraspeos. El auditorio, fascinado pero un poco amedrentado, permaneció mudo–. Decidlo sin miedo: Hemos nacido para amar. ¡Para amar! Repetidlo alto y sin temor: ¡Para amar! ¡Para amar! –¡Para amar! ¡Para amar! –rugió, extáticamente, la comunidad entera. –Para eso vivimos –insistió Celemín–. Sólo si podemos amar, sólo si sabemos amar, seremos felices... Graciano cerró la puerta y, en respuesta a las miradas de quienes le rodeaban, se encogió de hombros. La homilía no se diferenciaba demasiado de la de la semana pasada; no hubiera podido aventurar cuánto faltaba para su conclusión. No estaba interesado en conocer los fundamentos de aquellos sermones; sólo le importaban sus efectos. El frío se intensificó y la espera se prolongó más de lo previsto. Golín se quedó dormido recostándose contra la pared. Graciano se movía como padre primerizo a punto de conocer el desenlace de un parto. En medio de sus paseos, Mariana practicaba la manera de persignarse. –Es innecesario que uses las dos manos –le recordó Ustorio–. Para santiguarse, no hay que utilizar castañuelas. Cuando se escuchó el salmo de despedida, Lutgarda retiró la 53


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bufanda de la boca del niño y le hizo llorar con el imperdible. Graciano abofeteó a Golín; quería que se despertara porque su figura activaba la compasión y ayudaba a vaciar bolsillos. Los beneficios se acercaron a los cálculos más optimistas. Los feligreses salían de la iglesia, aportaban dinero como si estuvieran eliminando lastre y se marchaban velozmente. El predicador había propuesto que a la caridad se uniera la modestia. “El gran Eustaquio” tocó una marcha triunfal con su armónica. No atribuyó ningún mérito a Ustorio sino que consideró que Graciano era el artífice de aquel milagro. Ecos de lo que se había predicado llegaron a su corazón y respondió regalando la chinche que había formado con una uña digna de un ogro. –¡Qué maravilloso amuleto! –exclamó Graciano al aceptar el presente–. ¡Has debido usar el pico de un cuervo! Nos has traído buena suerte. Vuelve siempre que quieras... Y, si algún día se estropea tu reloj, yo lo arreglaré –aseguró, recordando la habilidad que había adquirido durante su estancia en el Presidio General Chanchada. V El viento jugó con las nubes como un fumador experto con sus bocanadas. Durante un momento, se pudo contemplar el rostro de eunuco de la segunda luna llena de aquel mes. Llegaron hedores de una fábrica cercana, pero eso no borró a Eustaquio y a Ustorio el recuerdo de los sabores que habían degustado en los bajos del Restaurante Horno Sapiens; allí, todas las noches, se subastaban las sobras del día; en aquella ocasión, no hubo que pujar demasiado para conseguir garbanzos, riñones de cerdo, costillas de cordero y un cuenco de compota. Eustaquio, que estaba cansado y tenía digestiones lentas, quiso buscar un lugar para dormir, pero Ustorio le convenció de que debía resistir un poco más. –¡Voy a mostrarte a las mujeres más bellas del mundo! –le prometió. 54


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En pocos minutos, se vieron rodeados por una multitud en la que predominaban los jóvenes. –¿Lo ves? –exclamó el ex yóquey, entusiasmado al ver el caracoleo de los cuerpos femeninos; su ceño se contrajo mientras imaginaba que sus dedos acariciaban los surcos glúteos de las encantadoras criaturas que le rodeaban. –Aquella tiene los ojos bonitos. Me encantan los ojos de las damas –reconoció Eustaquio. –Yo, en la mirada de todas, distingo su entrepierna –aseguró su compañero. En el Gran Recinto Ferial, se celebraba que faltaba medio año para las fiestas de san Fenesto. Habían programado varios conciertos; la entrada era gratuita. Los asistentes se apretujaban bajo una inmensa carpa; abundaban los puestos donde vendían bocadillos, bebidas, gorras y camisetas. El escenario estaba vacío y cercado por innumerables cabezas. La impaciencia crecía. –¡Flan! ¡Flan! ¡Flan! –chillaron, con voz desgarrada, algunas adolescentes. –¡Flan! ¡Flan! ¡Flan! –respondieron miles de gargantas. –¿Nos van a dar otro postre? –preguntó Eustaquio. –¡Calla, ignorante! –replicó Ustorio–. ¡No te pierdas el espectáculo! ¡Fíjate en esa de faldita verde! Flan, el grupo musical de moda, iba a presentar en la ciudad su último disco, Patos apáticos, que llevaba quince semanas seguidas siendo número uno en la lista de éxitos de Radio Humo. Eustaquio se sintió cada vez más incómodo. Los codazos y los empujones le impedían manejar bien su navajita y estuvo a punto de perder uno de sus dos anillos, que, aunque estaban lejos de estar acabados, mostraban ya aberturas redondeadas. Por fin, los músicos salieron al escenario, provocando descomunales convulsiones. Eustaquio recibió un rodillazo que le cortó la respiración y le hizo confundir la carne con las sombras y ver ombligos en todas las espaldas. Aquella especie de banco de sardinas flotando en una marejada enloqueció definitivamente cuando Chingolo, el 55


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cantante, agarró un micrófono que chirriaba. En muchas encuestas, se consideraba que era el hombre más guapo del país y él parecía convencido de serlo. Lucía un tupé en forma de ola, con un mechón encanecido artificialmente, y llevaba una camiseta blanca, sin mangas y de cuello alto, sobre la que había colocado una bufanda colorada que quedaba fruncida gracias a un collar negro. Se había tatuado el dibujo de un pulgar apuntando hacia arriba en la palma de una mano y lo mostraba al público entre contoneos dignos de un emperador romano. –No lo he pedido, pero me lo he comido... ¡Cuuaaaaaaaac! – forzando al máximo sus cuerdas vocales, Chingolo interpretó el éxito Pagar el pato y provocó el delirio de la concurrencia. –¡Cuac! ¡Cuac! ¡Cuac! –siguiendo las instrucciones del cantante, la gente coreaba y saltaba imitando a un palmípedo. Había quien llevaba un chaleco de plumas y movía los brazos como si fueran alas. Por todas partes, se multiplicaban los alaridos y los desmayos. Cuando llegó el turno de Pacita, dame paz, la canción más romántica del grupo, se encendieron innumerables mecheros y brillaron en muchas mejillas las lágrimas. Eustaquio, molido a golpes, consiguió llegar gateando hasta el aparcamiento más cercano. Agotado por el esfuerzo, se quedó dormido bajo una furgoneta. Ustorio, meneando su figura menuda entre la reinante histeria, se dedicó a buscar interminables manoseos, roces lascivos y cabalgamientos junto a las chicas más hermosas. Nadie parecía advertir sus movimientos. Sin permitirse pausas ni dudas, se desahogó todo lo que pudo. –¡Flan! ¡Flan! ¡Flan! –fuera de sí, continuó gritando media hora después de que hubiera acabado el concierto. VI Se decía que la ciudad estaba tranquila desde que los ciempiés eliminaron a los willy-willies. La pelea final entre los grupos hegemónicos dejó un solar lleno de cadáveres y desencadenó una 56


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crisis que concluyó con el cese del jefe de la policía municipal. La implicación de los militares y las numerosas detenciones fueron eficaces, pero, según algunos analistas, la calma relativa que se había alcanzado se debía, fundamentalmente, a que los ciempiés se habían quedado sin competencia. Años atrás, nadie hubiera supuesto que iban a derrotar a los willy-willies; sin embargo, su líder, que a sí mismo se llamaba “la escolopendra”, poco a poco, fue formando un ejército implacable. En ningún barrio se discutía que se habían convertido en los amos de las calles; mas, como ya había ocurrido anteriormente, pronto se acomodarían y perderían el respeto de sus rivales. Entre los aspirantes a sucederlos, figuraban los alacranes; de momento, sólo contaban con los cinco integrantes del Comando Antares, pero estaban convencidos de que terminarían siendo una legión incontenible. Habían dedicado mucho tiempo a definir su personalidad. Llevaban camisetas y mallas de tonos amarillentos y, alrededor de la ingle, colocaban su “telson”, una faja negra que recordaba al mawashi de un luchador de sumo; en la parte posterior, a guisa de aguijón, situaban el gancho de una percha; una pera de goma, acoplada lateralmente, les permitía esparcir una mezcla de barnices, cloroformo y aguardiente de cebolla para que actuara como veneno. Enrique, que escribía su nombre en las paredes con tres erres, se consideraba “el alacrán de la muerte acechante”, el que destronaría a “la escolopendra”. En su cráneo rapado, destacaba un bucle que hubiera coronado dignamente a un unicornio surrealista. Había perdido una pierna en un accidente de tráfico. Gracias a unas muletas eficaces como armas, se movía a una velocidad asombrosa. Descargaba su rabia sin perder la calma; eso le permitía disfrutar intensamente. Era de los que, en situaciones de pánico, recogen lo que la gente abandona y salen ilesos. Petiso y Omiso eran gemelos. Diminutos, inquietos y orejudos, producían silbidos ajenos a la acústica racional sin perder una sonrisa poco amistosa. Portaban mochilas llenas de provisiones va57


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riadas. Habían estudiado tres cursos de química en la universidad, de los que habían aprovechado las clases prácticas. Vivían en un antiguo almacén en el que habían instalado un laboratorio donde experimentaban con ratas. Tras descubrir que las papillas infantiles de la marca Resolurb, retiradas del mercado por contener productos tóxicos, potenciaban el efecto de unas píldoras alucinógenas de su invención, habían aprendido a fabricarlas y las habían convertido en el alimento principal del grupo. Selkis, la única mujer del Comando Antares, había elegido para sí misma el nombre de una diosa egipcia. Contoneándose sobre sus tacones, lucía sus piernas con descaro y soltaba blasfemias que hubieran sonrojado a Satanás. Cuarenta bragas negras formaban su “telson”; sujetaban el aguijón y la pera y, cuando hacía falta, funcionaban como compresas. Era adicta al sexo y manejaba a sus acompañantes a su antojo. Su piel carecía de poros vírgenes y su lengua, que se movía como una boa, hubiera sido capaz de desdentar a cualquiera. Sabía que las hembras del alacrán se comen a los machos y no descartaba actuar así si llegaba el momento oportuno. El quinto alacrán, Cornelio, un gigantón silencioso de cara barrosa, parecía torpe, pero era rápido. Nunca tomaba la iniciativa; obedecía sin rechistar y actuaba como una fiera cuando le azuzaban. Aquella noche, el Comando Antares distribuía sus andares por un barrio cercano a un cementerio. Los gemelos se animaron al ver el muro blanco que ocultaba las tumbas y Petiso escribió allí, con un aerosol: LOS ALACRANES GANAN A CIEGAS; a su lado, Omiso añadió: EN ESTA GUERRA, VENCERÁ ENRRRIQUE Y NO HABRÁ QUIEN LE CRITIQUE. Tales ocurrencias provocaron un coro de risas que atrajo a Ustorio. El ex yóquey caminaba feliz tras el orgiástico concierto al que había asistido. Cuando observó que estaba junto a unos dementes, le fue imposible escapar. Siendo tan precavido, ¿cómo no había ad58


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vertido el peligro? Una vez más, envidiaba la suerte de Eustaquio que, pese a parecer tan inútil, evitaba los riesgos mejor que nadie. –¿Quién eres tú? –preguntó el jefe de los alacranes, arqueando las cejas. –Pasaba por aquí por casualidad. No pretendía molestar –aclaró Ustorio. –Me molesta que haya quien no trate de molestar –recalcó Enrique. –Quiero decir que sólo soy un pobre imbécil que no se mete con nadie porque no es más que un pobre imbécil –balbuceó Ustorio. –¿Le rompo la cara? –preguntó Cornelio, con ganas de agradar. –Puede que sea un seguidor de Flan –sugirieron Petiso y Omiso. Ustorio, que no sabía cómo salir de aquel atolladero, lo negó con la cabeza. Selkis le agarró de los genitales con algo parecido a un puño de acero y lanzó un suspiro; no había supuesto que aquel sujeto estaba tan bien dotado... Enrique, apoyando la barbilla alternativamente sobre una y otra muleta, gesto que repetía siempre que tenía dudas, meditaba sobre el destino que debían dar a ese tipo. –¡Lleva el dibujo de un escorpión! –descubrió Selkis, que, a pesar de que estaba retorciendo ferozmente sus testículos, quería proteger a aquel individuo. –¡Es mi animal favorito! –aseguró el ex yóquey, con voz alterada por el dolor; intuía que su impermeable podía salvarle la vida. –¿Quién le ha dado permiso para exhibir nuestra imagen? –indicaron Petiso y Omiso, que deseaban arrojar a Ustorio al cementerio. –Va de amarillo y luce un alacrán; tiene buen gusto –reconoció Enrique–. Si queremos ser los dueños de la ciudad, habrá que buscar esclavos… 59


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–Es demasiado enclenque –estimaron los gemelos. –Pues no sois más corpulentos que yo –les recordó Ustorio, poniéndose de puntillas en cuanto le soltó Selkis. –Lo llevaremos con nosotros para ver si puede ser útil –decidió Enrique. –Sin telson, nadie puede acompañarnos –recordó Petiso. –Le prestaré una braga –anunció Selkis. –Eso lo arregla todo –consideró Enrique. En un instante, usando unas tijeras que sacaron de sus mochilas, los gemelos recortaron el impermeable de Ustorio para que pudieran verse las bragas negras que le habían colocado encima del pantalón. –No mereces todavía el aguijón y el veneno. Tendrás que demostrar que eres digno de recibirlos –subrayó Enrique, apuntando a Ustorio con una muleta. –¡Eso significa que aquí ni pinchas ni cortas! –le recalcaron los gemelos. –¿No hay que romperle el cráneo? –preguntó Cornelio, desconcertado. Ustorio intentó ganarse la confianza del jefe ofreciéndole tabaco. –¡En mi grupo nadie fuma! –gritó Enrique, que tenía problemas pulmonares. Los gemelos vaciaron los bolsillos de Ustorio; junto a los restos del botín del Templo de los Santos Inocentes, que fueron requisados, contaron dieciocho paquetes de cigarrillos. Usando un líquido inflamable, en pocos segundos, los convirtieron en cenizas. Ustorio contempló la escena con ojos vidriosos. Llegaron a una placita desierta en la que había algunos bancos. Se sentaron y comieron. A Ustorio, pese a que dijo que ya había cenado, le ofrecieron papilla de zanahoria y unas pastillas irisadas. –¡Aquí no se rechaza nada! –le advirtieron los gemelos. Enrique estuvo muy comunicativo con el recién llegado. Usto60


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rio mantuvo una actitud de aparente interés que aumentó los aires de grandeza de quien le hablaba. –No somos humanos –decía el jefe de los alacranes–. Admiramos a Azazel y tenemos seis cromosomas; eso quiere decir que bastan tres de nosotros para que nos acompañe el diablo –añadió, guiñando un ojo. Experto en el arte del disimulo, Ustorio asentía con gestos de nuevo creyente. De pronto, sintió un vahído. Frente a su nariz, el bucle de Enrique se estiró como un arco iris y mostró la cabeza de una anaconda. Las calles se transformaron en luces vermiformes y la colina del castillo copió la silueta de un vampiro. –Antares es mi estrella –prosiguió Enrique–. Representa a nuestro infierno. A Ustorio le venció el ahogo; de su piel, nacían hachas y cucarachas. Intentó incorporarse, pero sus piernas habían desaparecido y cayó convertido en un gusano. Quiso gritar. De su boca, sólo salió espuma. –¿Cuántas pastillas le habéis dado? –preguntó Enrique, malhumorado. –Cuatro –replicaron Petiso y Omiso. –Es demasiado –se quejó Selkis–. Aún no resiste dosis de iniciado. –Si es tan débil, ¿para qué lo necesitamos? –dijeron los gemelos. Aparte del tabaco, la única droga que soportaba Ustorio era el alcohol. Inmerso repentinamente en un mundo deforme, sentía que alguien había dado la vuelta a sus neuronas como a un guante. Sin dar importancia a las convulsiones del caído, los demás discutieron acerca de lo que podían hacer el resto de la noche. Enrique propuso ir a La Estrella Polar, una discoteca que pertenecía a Turritella Bligh-Fletcher, una duquesa que, controlando ánimos y tendencias, era capaz de entretenerse organizando motines mientras al mismo tiempo los combatía. 61


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–¿La Estrella Polar? ¿Qué pintamos allí? Nos guía otro astro – dijeron los gemelos. –Nuestro poderoso fuego se tragará al suyo –contestó el jefe. Las carcajadas se sucedieron como un contagioso eco. Ingirieron otra ración de píldoras y papillas y se alzaron de los bancos dispuestos a todo. –¿Qué hacemos con él? –inquirió Selkis, señalando a Ustorio. –¿Y si lo dejamos ahí? –sugirieron Petiso y Omiso. Enrique inició el conocido baile que llevaba su barbilla de una muleta a otra. Quería retomar su charla con Ustorio en cuanto éste se recuperara; desde hacía tiempo, nadie le había escuchado con tanta atención. –Le daremos otra oportunidad –aseguró–. Tenía bastante dinero. Quizá sea un millonario excéntrico. Lo suyo nos pertenece –añadió para justificarse. –Yo me encargo de él –se ofreció Selkis. –¡No! –replicó Enrique–. Te pararías en cada esquina para manosearle. Se ordenó a Cornelio que cargara con el ex yóquey y caminaron con rapidez. En menos de cinco minutos, estuvieron junto a un jardín espléndidamente iluminado. Una fuente que, por su forma y sus chorros, recordaba al cadáver de un hipopótamo cazado a lanzazos surgió rodeada de dieciocho estatuas de mármol empeñadas en mostrar a Apolo adoptando poses de pingüino; los gemelos sacaron los aerosoles y, en un instante, demostraron su sentido del arte pintando de negro la mitad de los rostros y todas las espaldas. Un caserón palaciego recién restaurado surgió al final de un laberinto arbustivo en el que se hubiera perdido una perdiz. Una escalera alfombrada guiaba hacia la entrada. Aunque el sonido llegaba amortiguado, se podía escuchar una versión verbenera de la canción de Tata Cuñengue, matador de escorpiones; parecía un mal presagio, pero el Comando Antares avanzó con determinación. Un gigante de pelo verde y con un cascabel fijado 62


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a su lengua salió a su encuentro mostrando unos colmillos retorcidos; en sus coloradas mejillas, una verruga recordaba a una tarántula. –¿Quién os ha comentado que hoy había un baile de disfraces? –preguntó. –¿De dónde han salido éstos? –dijo otro ogro, de cabellos rojos y dientes de castor, que apareció vistiendo un uniforme semejante al de su compañero–. Vienen en manada, como los lobos. –Somos alacranes –corrigió Enrique con orgullo. –¿Y qué pretendéis? –dijo el primer portero. –Entrar –Enrique exhibió el dinero que le habían quitado a Ustorio. –Se celebra una fiesta privada. Sin invitación, no accederéis, aunque vengáis con un lingote de oro –aseveró el segundo portero, grande como un tractor. –¿Les rompo la cara? –sugirió Cornelio, valientemente. –Si te acercas, te descuartizaremos –replicaron, al unísono, los dos porteros. Tras ellos, se veía que había más miembros del personal de seguridad de la sala dispuestos a intervenir de inmediato. –Marchaos, si no queréis perder el aguijón –aconsejó el primer portero, haciendo sonar la campanita acoplada a su lengua. A pesar de que Selkis lanzó amenazas que hubieran hecho temblar a una montaña, los alacranes no tenían ninguna posibilidad de vencer en una pelea cara a cara y se vieron obligados a dar media vuelta. Los porteros, al verles descender con su telson descolocado, se retorcieron de risa. No permitieron Enrique y los suyos que aquella humillación quedara sin respuesta. Protegidos por los árboles y con la ayuda de una honda, Petiso y Omiso lanzaron un ataque cruzado con bombas incendiarias. El edificio principal y varios vehículos se vieron afectados por las llamas. El miedo y el desconcierto se generalizaron. Los porteros aportaron con generosidad gritos y carne abrasada. Sobre una de las paredes que con tanto afán se habían restaurado, pudo leerse: AQUÍ 63


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ACTUÓ EL COMANDO ANTARES, A PESAR DE LOS PESARES. Triunfantes, los alacranes huyeron en el mejor de los coches que estaban aparcados. Enrique controlaba con las muletas el volante y los pedales; a su lado, se situó Cornelio y, en la parte de atrás, se acomodó el resto. Selkis colocó a Ustorio en su regazo y lo besó con tal ansia que, al cabo de un rato, sus lenguas se conocían como dientes vecinos. Se divirtieron infringiendo las normas de tráfico y las de la cordura hasta que el automóvil saltó por los aires y se vertió el contenido de una pera. Estuvieron a punto de estrellarse contra una estatua de san Fenesto. –¡Siempre pasa lo mismo con el veneno! No necesitamos un arma contra nosotros mismos –recalcó Enrique, sacando la cabeza por la ventana; tenía el rostro congestionado por la tos y las mejillas llenas de lágrimas. –Perfeccionaremos el sistema para evitar estos accidentes –prometieron Petiso y Omiso. El contenido de la pera anuló el efecto de la papilla y de las pastillas que Ustorio había ingerido. –¡Me duelen quince brazos y veinte piernas! –anunció el ex yóquey, resumiendo su situación. –¡Un alacrán jamás se queja! –indicó Enrique. Contradiciendo sus propias enseñanzas y apoyado por los lamentos de los demás, el jefe declaró que estaba harto de aquel coche y que no permanecería dentro ni un minuto más. Abrió una puerta y se dispuso a bajar, pero la volvió a cerrar. –¡Nos hemos detenido frente a una comisaría! –exclamó–. Después de lo que ha pasado en la discoteca, quizá estén buscándonos. No se veía que hubieran llamado la atención de los policías, pero no parecía aconsejable que movieran el vehículo de nuevo. Decidieron salir de dos en dos, siguiendo distintas direcciones y sin hacer ruido. Se reunirían poco después, junto al Parque Majagraz. Ustorio no intentó huir porque Enrique le vigilaba. Selkis 64


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gritó como un mono aullador porque se le rompió un tacón. Los gemelos se entretuvieron bajándose los pantalones y tirándose pedos frente a la comisaría. Estos y otros detalles retrasaron al Comando Antares, pero su plan se completó sin serios contratiempos. –No solemos tener tanta suerte –recordó Enrique–. Es posible que estén tendiéndonos una trampa. Siguiendo las instrucciones del jefe, se movieron sigilosamente mientras recorrían desiertas callejuelas; sin embargo, un alacrán no se caracteriza por su cautela. La visión de una enorme moto, aparcada junto a un portal que exhibía como llamador la cabeza de un puma, descompuso todos los propósitos de moderación. Brillaba deslumbrando y tenía unas ruedas que no hubieran desentonado en un camión. Cornelio apenas podía moverla y los gemelos, a pesar de utilizar todos sus trucos, no consiguieron ponerla en marcha. Encontraron el modo de aliviar su frustración cuando Enrique, tras lanzar una patada apoyándose en las muletas, activó la alarma del vehículo. Fue como si sonara la sirena de un trasatlántico. Los alacranes se enamoraron de aquel estruendo y, mediante golpes atroces, se encargaron de renovarlo… El Comando Antares aspiraba a convertirse en un ejército que liberara a la ciudad de sí misma. Te llaman mis llamas, una canción de Los Estupros, su grupo favorito, había sido elegida como himno de guerra. Saltando y danzando alrededor de la escandalosa moto, se dedicaron a cantarla una y otra vez: –Si te rodea mi fuego, no te resistaaaaaas; ya sabes que yo insisto… La histeria se apoderó de ellos y empezaron a arrojar, contra las casas, piedras que fueron sustituidas por bombas incendiarias. –No te resistas; ya sabes que yo insistooooooo... –repetían entusiasmados. Varias sirenas de policía se sumaron a la infernal melodía. Los alacranes, ajustándose el telson, se prepararon para pelear feroz65


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mente. En todo combate, por épico que sea, hay deserciones: Ustorio había desaparecido. VII “El gran Eustaquio” se despertó sobresaltado. Pensó que llevaba un mes durmiendo, pero apenas había transcurrido una hora. Le asqueó la sensación de estar masticando barro e intentó incorporarse. Su cabeza chocó contra la furgoneta bajo la que se había tumbado y, durante algunos segundos, perdió el sentido. Salió de allí reptando y con el rostro magullado. Las piezas de neumático que usaba como calzado se habían descolocado y se acercó hasta una farola para ajustárselas. Vio que estaba a punto de perder la uña de un pulgar y, con ayuda de su navajita, se apoderó de ella; la estudió para ver si se podía hacer con ella una reproducción del Arco del Triunfo, pero su análisis se vio interrumpido por una tiritona; aunque estaba acostumbrado a yacer en cualquier sitio al sereno, la cena, más copiosa de lo habitual, le había sentado mal. Era aconsejable que buscara un refugio. Hizo un canutillo con un trozo de periódico y colocó dentro de él su dedo herido de manera que quedara protegido de los peores roces. Satisfecho, comenzó a caminar sin un rumbo definido; lo más sencillo era dirigirse a los subterráneos del metro, pero él odiaba esos lugares desde que una escalera mecánica le arrancó media barba. Mientras atravesaba un espacio cercado por dos muros, un nudo pareció desatarse en su esófago y surgió un eructo que resonó como un pelotazo; le respondió algo semejante al estornudo de una urraca de dos quintales. –¿De dónde sales? –dijo Eustaquio. –¿Tú también te has topado con los alacranes? –contestó Ustorio tras descubrir un chichón en la frente de su compañero. El viejo no replicó porque sufrió un ataque de risa al ver que, bajo el recortado impermeable y sobre los pantalones, Ustorio lucía unas bragas negras. De nada sirvió que el ex yóquey hablara 66


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de Enrique, de Selkis y del veneno fabricado por Petiso y Omiso. –No inventes historias. Hueles a burdel y cebolla –replicó Eustaquio. Ustorio cambió de tema: –Si no encuentro tabaco pronto, me haré un cigarrillo con hierbas de la cuneta –masculló, guardando las bragas en un bolsillo. –Sin cunetas, ¿todo sería camino o ausencia de caminos? –preguntó el viejo, asaltado por una enigmática duda. –No hay que confundir branquias con bronquios, si no quieres meterte en todos los charcos –indicó Ustorio. Se dirigieron a la Estación del Antiguo Matadero, que, en realidad, era un apeadero poco visitado. Su sala de espera estaba abierta hasta las seis de la mañana porque un tren paraba allí a las seis menos cinco. Aunque, en teoría, sólo los usuarios podían utilizarla, rara vez se sumaban auténticos viajeros a los indigentes que habitualmente la ocupaban; provistos de billetes desgastados, presumían de ser clientes. A diario, los vigilantes usaban mangueras para desalojar el lugar; su cierre estaba previsto, pero aún no se había producido a causa de la lenta burocracia de la Compañía de Ferrocarriles. Luciendo un casco de cartón agujereado por la lluvia, Juliano se quedaba cada noche junto a la sala de espera; nunca entraba porque temía que el techo le cayera encima. Largas batallas en las que había sido soldado habían añadido a su figura una perpetua amimia. Ya no le interesaban los conflictos humanos, pero su espíritu guerrero había hallado un nuevo acomodo; estaba convencido de que palomas y ratas luchaban por dominar la ciudad y él ofrecía sus servicios al bando roedor sin esperar nada a cambio. Se apoyaba en un bastón retorcido y llevaba un uniforme adornado con plumas de pájaros que había matado. Aquejado de una incurable cistitis, mantenía su bragueta abierta y orinaba con frecuencia sobre las vías del tren. Cuando aparecieron Eustaquio y Ustorio, les saludó como si tuviera puesto un termómetro en la 67


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boca; explicó al ex yóquey que no tenía tabaco “por culpa del enemigo” y le dio la espalda obedeciendo a su incontinencia urinaria. La puerta estaba encajada en un marco que se había quedado pequeño y Ustorio tuvo que abrirla a patadas. La estancia, caliente en la fría madrugada, se hallaba casi vacía. Acurrucado en una esquina, suspiraba Tespio Ramshackle, deslomado como un diccionario muchas veces consultado. Descendía del barón de Grumonato y se avergonzaba de verse en un invernadero para malas hierbas. Su abrigo, de tela fina, mostraba un imparable desgaste; de su cuello, colgaban tres corbatas de seda de las que dos estaban envueltas en plástico… Cerca del anciano aristócrata, tosía el capitán Worshiper. Por meterse en negocios poco claros, había perdido su barco y su fortuna. Conservaba su chaqueta de marino, pero los hinchamientos que el timpanismo producía en su cuerpo le habían dejado sin botones… En el otro extremo de la sala, junto a una máquina que tragaba monedas sin ofrecer a cambio el café que anunciaba, un joven se rascaba sin conseguir espantar a las pulgas que le atormentaban. A pesar de que sus medios eran limitados, interrumpiendo sus estudios, había comprado una tarjeta que permitía viajar en ferrocarril durante tres meses por varios países. Su dieta diaria consistía en un litro de yogur, pan negro y media tableta de chocolate. Sólo ocasionalmente gastaba dinero en pagar una pensión; procuraba dormir en trenes nocturnos de largo recorrido a cuyos servicios tenía derecho. Esperar hasta las seis menos cinco de la mañana se le estaba haciendo interminable… A pocos pasos de él, Bunardia, una mujer esmirriada de olor parejo al de una piara, le contemplaba escondiendo las manos en los bolsillos de un mono chamuscado. Trabajaba en una gasolinera de los suburbios. La semana anterior, su chabola había ardido por culpa de un bidón defectuoso en el que había cargado combustible. Casi se había quedado sin pertenencias; afortunadamente, ni su carromato ni su burra Gramimunda, 68


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a la que controlaba mediante un escandaloso silbato, habían sufrido daños. Hasta que no construyera una nueva cabaña, siempre que sus turnos laborales lo permitieran, pensaba pasar las noches en aquella sala de espera. –¡He repartido cigarrillos durante toda mi vida y ahora nadie tiene tabaco para mí!–protestó Ustorio. –En mi trabajo, no me permiten fumar –indicó Bunardia. –¡Hagan el favor de guardar silencio! –dijo Tespio Ramshackle. Su mirada se perdía tras los cristales escrutando mensajes que circulaban por los rieles. –¡Estamos intentando dormir! –recordó el capitán Worshiper. –No irrites a esta buena gente –aconsejó Eustaquio. –¿Buena gente? –replicó Ustorio–. ¡Son peores que los alacranes! El capitán y Tespio estiraron sus cuellos con indignación, pero volvieron a encogerse buscando una postura cómoda. Finalmente, Ustorio les imitó mientras Eustaquio se dedicaba a retocar sus anillos con la navajita. El joven de la mochila proseguía su batalla contra las pulgas; de vez en cuando, se desahogaba golpeando a la máquina de café, por si le devolvía alguna de las monedas que le había arrebatado. Bunardia se mantenía con los brazos cruzados, pero, en ocasiones, salía para vigilar a su carro y a su burra, que estaban a cincuenta metros de la sala. Los minutos transcurrieron sin cambios hasta que Juliano anunció que venía otra persona: –Svaneta. Se decía que Svaneta era una princesa procedente del Cáucaso. Vestía una especie de peplo y caminaba como si fuera bajo palio. Sus ojos tenían expresión de mujer malmaridada y su rostro era el de una muñeca de cera medio derretida. Algo había de fantasmal en su indumentaria blanca y en sus brazos, delgados como pabilos. Su mente sufría un delirio capaz de convertir estercoleros en taraceas de cuentos de hadas. Llegó a la sala y sintió que en69


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traba a un palacio. Sus parpadeos cambiaron el deteriorado suelo por un revestimiento de ámbar; los bancos por muebles de caoba; los indigentes por elegantes cortesanos; el zumbido de la máquina de café por el vals de una orquesta y al joven viajero por el príncipe de Xinaliq… El estupor desarmó al muchacho cuando le sujetaron unas garras que le obligaron a girar frenéticamente. Svaneta danzaba bajo cúpulas de cristal y siguiendo la melodía de los violines... –Acepto encantada su propuesta, alteza –susurró la demente al oído de su compañero de baile. El extranjero, que no entendió aquellas palabras, tuvo que hacer un esfuerzo titánico para romper el abrazo que le inmovilizaba. Agarró su equipaje, empujó a la lunática y huyó renunciando a tomar el tren de las seis menos cinco. Con el escarnio reflejado en sus mejillas, Svaneta inició una serie de ayes de la que hubiera podido deducirse que los garfios de un demonio desollaban su espalda. Juliano se tumbó boca abajo y se ajustó el casco, convencido de que sonaban alarmas antiaéreas. Tespio y el capitán intentaron aplacar a la gimiente, pero fueron rechazados a bofetadas. A Ustorio le pareció que un alambre atravesaba sus tímpanos. Incapaz de soportar semejante alboroto, pidió prestado a Bunardia su silbato y lo usó con desesperación. No consiguió enmudecer a Svaneta, pero trastornó a la burra Gramimunda, que se soltó del carromato y se introdujo en la sala emitiendo espantosos rebuznos; una de sus coces derribó la máquina de café, provocando la aparición de un charco que amenazaba con cubrir todo el suelo. Para calmar a la burra, que ignoraba incluso los requerimientos de su dueña, Ustorio subió a su lomo. Estuvo a punto de ser desmontado, lo que hubiera sido indigno del jinete que domó a Luz de Mesnada. Usando sin clemencia los calcañares, obligó al animal a moverse mediante oblicuas ambladuras. Al ver eso, Svaneta creyó estar en presencia del emperador de Yobustán; detuvo sus lamentaciones y saltó sobre la grupa de Gra70


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mimunda; aferrada a la cintura de Ustorio, resistió hasta que la pollina inclinó la cabeza en señal de sumisión. –Ya que lo deseáis, seré vuestra esposa –anunció la aspirante a emperatriz. Ustorio se sobresaltó, pero los demás impidieron que se negara. –Si provocas otro ataque de histeria, te daremos una paliza – dijo Eustaquio. Como corresponde a una boda imperial, los preparativos fueron complicados. Inicialmente, Tespio no quiso participar en aquella farsa, pero terminó colaborando con los demás. Todos pensaron que Svaneta, grácil y de un blanco inmaculado, era una novia ideal, pero se consideró que había que mejorar el aspecto de su pareja. De nada sirvieron las protestas del ex yóquey. Eustaquio, empleando un poco de mantequilla que Bunardia sacó de su carromato, le afeitó con su navajita. El rostro del “emperador de Yobustán” tenía algo similar a los abazones de un hámster; para obtener un apurado perfecto desarrugando la piel, le introdujeron dos ciruelas en el vestíbulo bucal, por fuera de los dientes. Terminó asemejándose más a un prisionero de guerra que a un triunfante caballero, pero, después de que las heridas de sus mejillas fueran curadas con gasolina y vino, se aplaudió el resultado. Tespio contribuyó prestando una de sus corbatas, con la condición de que no se retirara el plástico protector. El capitán debía oficiar el acto. Como padrino, fue elegido Juliano, que, con su uniforme y su casco, era quien más se asemejaba a un apuesto oficial; se le rogó que mantuviera cerrada la bragueta. A pesar de que olía fatal, Bunardia era la única madrina posible; para estar a la altura del evento, colocó sobre su mono de trabajo un mantel floreado que había quedado sin pulgas desde que se marchó el joven. Eustaquio aportó los anillos, que fueron tomados por piezas de cuerno de alce; no los había acabado, pero se ajustaban a los dedos de los novios. A causa de las fobias de Juliano, incapaz de perma71


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necer bajo techo ni un segundo, la ceremonia se celebró al aire libre. Aunque se trataba de una “boda civil”, Svaneta exigió la presencia de un altar; se utilizó como tal la máquina de café, que se sacó de la sala con ayuda de Gramimunda. A falta de biblia, se empleó el manual de geología de Eustaquio; apoyando una mano sobre él, el capitán hinchó los mofletes e infló unas palabras: –La vida produce potros y yeguas para que se busquen como la flecha y la diana… Ofreced un ejemplo de convivencia sin desatinos… En dos ocasiones, se oyó decir “sí, quiero”; el “os declaro marido y mujer”, a instancias de la novia, se repitió siete veces. Eustaquio pretendió cantar como lo hubiera hecho Beniamino Gigli, pero se lo impidieron pretextando que el objeto de aquella ceremonia era silenciar a Svaneta y no hubiera tenido sentido pasar de un infierno a otro. Le permitieron tocar, suavemente, la marcha nupcial de Mendelssohn con su armónica. Gritaron “vivan los novios”. En un periódico descolorido, quedó constancia del evento por escrito. Hizo las veces de tinta el líquido que la máquina de café había vertido, recogido y extendido sobre el papel gracias a una de las plumas que Juliano lucía en su uniforme. Tespio y Eustaquio firmaron como testigos. La emperatriz se acomodó en el carromato para iniciar un paseo triunfal que la guiaría a un precioso castillo; se veía sobre una bellísima carroza; Gramimunda era un corcel con un petral dorado, cascabeles de plata y una gualdrapa deslumbrante. Ustorio, con expresión desfigurada por las heridas y las ciruelas (su esposa le obligaba a conservarlas en la boca porque así le veía arrebatadoramente guapo), meditaba esperando que llegara el momento de librarse de aquella chiflada. El recorrido se inició entre rebuznos que la soberana tomó por vítores de sus súbditos. Al ver que se alejaban de la estación llevándose sus escasas posesiones, Bunardia les gritó una advertencia: –¡Volved en cuanto deis una vuelta a ese edificio! 72


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El antiguo matadero, un lugar transformado en museo de arte abstracto, estaba entre grandes glorietas; considerando que la velocidad de Gramimunda no era comparable a la del gran Andremón, era de esperar que la pareja tardara más de media hora en regresar. Fue una sorpresa que, cuando los allí presentes apenas habían tenido tiempo de acomodarse para descansar un poco, irrumpiera en la sala Svaneta aullando como si la hubieran molido a palos; había descubierto que Ustorio escondía en un bolsillo unas bragas más negras que la conciencia de Judas y se había bajado del carro en marcha, furiosa porque su marido la había traicionado en su noche de bodas. –¡Quiero morir! –chillaba, retorciéndose de dolor. En ese momento, Tespio Ramshackle se arrodilló a su lado y articuló una proposición: –Princesa, soy nieto del barón de Grumonato y anhelo limpiar la ofensa de ese villano, indigno de la corbata que lleva, ofreciendo mi alma y mi mano… VIII Entre matojos y basura, caminaban por un campo de fútbol abandonado donde varios bidones formaban extraños equipos frente a lo quedaba de las porterías. –¿Conoces la historia de un partido que se jugó en un terreno tan desnivelado que la primera parte acabó con el resultado de sesenta a cero y la segunda con un empate a sesenta? –preguntó Eustaquio, de mejor humor que en horas anteriores. Ustorio replicó como un defensa a un delantero rival. Después de una jornada en la que incluso había protagonizado una boda y un divorcio, estaba agotado. –Es difícil entenderte. ¿Por qué no te sacas las ciruelas de la boca? –Porque controlan mis estornudos y me quitan las ganas de fumar. 73


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–Tu mujer supo meterte en vereda –contestó el viejo, entre eructos y carcajadas. –¡Cómete un kilo de cicuta y déjame en paz! –Te encanta ridiculizar a los demás, pero no sabes reírte de ti mismo. –Prefiero hacer lo que hace todo el mundo: reírme de ti. Discutiendo mientras recorrían el Parque Majagraz, llegaron al Monumento al Meridiano de San Fenesto; durante un rato, circularon como si se hubieran repartido el mundo, separados por una línea imaginaria que cruzaba la ciudad. Finalmente, Eustaquio se acercó a un grupo de aparatos gimnásticos; se recostó sobre una tabla diseñada para hacer abdominales e instó a su compañero a que se colocara a su lado. Ustorio accedió a regañadientes. –Toma un trago –dijo el viejo sacando de su librea una botella de vino–. Se lo debemos a Bunardia, que ha querido proporcionarme felices sueños. –Te pedirá algo a cambio. –Tiene vehículo propio, trabajo fijo y hermosos ojos. Cuando reconstruya su casa, quizá me vaya a vivir con ella... Voy a hacer otros dos anillos, por si acaso... ¡No todos los matrimonios tienen que salir tan mal como el tuyo! –Prefiero que no saques ese tema. –Habrá una habitación de invitados, para que puedas visitarnos. –Me parecerá bien si no la comparto con la burra... Puedo soportar que haya millonarios, pero no que tú duermas en una cama y yo no –reconoció Ustorio. –De los ricos, sólo envidio que pueden ir a la ópera –confesó Eustaquio. –Procura que la vivienda esté bien ventilada –sugirió Ustorio, con sorna, recordando que Bunardia y Gramimunda olían peor que una cloaca. Eustaquio, que estaba dando un último y ruidoso sorbo, no se dio por enterado. 74


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–¡Me encanta oír el mar en una botella! –dijo colocando una oreja sobre el recipiente vacío. –¡Vamos! –urgió Ustorio–. ¡Tu romanticismo es insoportable! Tras dar unos cuantos pasos, Eustaquio se quejó llevándose la mano a la tripa: –¡Me estoy cagando! –¡Yo también! –contestó Ustorio. Se situaron entre hierbajos, a ambos lados del meridiano y del camino. Ustorio se colocó igual que un jinete y Eustaquio con los brazos separados y el tronco erguido. Uno imaginó que se acercaba a una línea de meta y el otro que estaba dando un do de pecho merecedor de aplausos. Completadas sus tareas fisiológicas, el viejo extendió varios trozos de periódico y estudió su contenido; quería elegir la hoja más apropiada para limpiarse el culo. Tras múltiples dudas, optó por ilustrar la salida de su excremento utilizando una noticia sobre el incremento de las inversiones. Ustorio prefirió valerse de algunas plantas; como tuvo la mala fortuna de incluir entre ellas una ortiga, rugió, escupiendo con furia las ciruelas. –¡A ver si así espabilas! –dijo Eustaquio. Dentro del Gran Vertedero, existía una zona a la que los indigentes llamaban “los intestinos” por la presencia de cilindros de hormigón armado que fueron abandonados tras la construcción de un colector. Eran muy apreciados en invierno, pero se evitaba usarlos en épocas calurosas para no padecer el ataque de los mosquitos. Después de cruzar el antiguo cauce de un río, se accedía a ellos entre pirámides de restos oxidados y bultos gusarapientos. –¿Por qué sobresale siempre lo más asqueroso? –preguntó Eustaquio. –La mierda flota –recordó Ustorio, molesto porque, entre tanta porquería, no conseguía encontrar ninguna colilla. Un tuerto de andares de pingüino, a cambio de una pequeña propina, informaba acerca del nivel de ocupación del lugar y guiaba hacia los espacios disponibles. 75


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–¡Tendréis que compartir “el único intestino” que queda libre! –anunció. Hábilmente, les dirigió entre alambres, latas, cristales, zarzas y clavos. En muchos rincones, humeaban hogueras que se habían encendido para combatir el frío. El tuerto siempre hablaba de caza y, antes de mostrarles el sitio que les correspondía, tuvo tiempo de explicarles diversas particularidades de las madrigueras y el comportamiento de los zorros. Eustaquio entregó al guía las pocas monedas que conservaba. Los dos extremos del tubo que habían adjudicado a la pareja estaban cubiertos por una lona; había en él un lecho de lodo, paja y arena. Ustorio se tumbó boca arriba. El viejo, aunque intentó esquivarlo, le pisó el hígado. –¡Mañana te tiraré a un pozo! –aseguró el agredido, mareado por el dolor y el cansancio. El “gran Eustaquio”, geólogo y cantante, y Ustorio, domador de caballos, se miraron dispuestos a iniciar una trifulca; segundos después, se peleaban en sus sueños.

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SÁBADO I En el último segundo de aquel partido, el Atlético Paradojas derrotó al Deportivo Trantrán. Amadeo se enfadó tanto que pegó una patada al zócalo de la pared con fuerza suficiente para romperse un dedo. –¿Qué ha pasado? –preguntó Manuela, su madre, desde la cocina. –Estaban abiertas dos ventanas y se ha cerrado de golpe una puerta por culpa de la corriente –contestó Amadeo, conteniendo un gemido de dolor. Apagó la televisión y, cojeando, se dirigió al cuarto de baño. Se duchó, se afeitó y aprovechó los restos de un frasco de colonia. Mientras se miraba al espejo, hizo muecas abriendo y cerrando la boca. Le faltaban varios dientes a causa de una caída que sufrió durante una borrachera. Le molestaba verse mellado, pero todavía debía esperar algunos días hasta que le colocaran unos implantes dentales. Tras apartar con los dedos un flequillo que empezaba a ser canoso, observó su frente con detenimiento. –Madre, ¿pierdo pelo? –gritó. Acercándose por el largo pasillo de la vieja casa, Manuela le respondió aullando: –Aunque eres un buen actor, a mí no me engañas. La calvicie no te preocupa. ¿Sigues pensando en esa mujer? Ha pasado más de un año desde que os divorciasteis… Tenías bien cerca a Rosa, que te venía como anillo al dedo, pero siempre has ido detrás de las más raras; cuando ves que tienen cara de caballo y trasero de pollo, pierdes la cabeza. –No puedo evitar acordarme de mi ex esposa. Hoy es el aniversario de nuestra boda. –¿Y crees que merece la pena recordar semejante fecha? 77


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–Hay cosas que no se olvidan con facilidad. –El dalai-lama dice que no debemos arruinar nuestro presente por culpa de un pasado que no tiene futuro. –¿El dalai-lama? ¿Es que ya no te basta con el misticismo cristiano? –Vengan de quien vengan, me gustan los mensajes que critican la insensatez. –Pues, en general, no veo que los cuentos religiosos fomenten la cordura; suelen ser absurdos. –¿Y no es absurdo sufrir como un condenado porque ha perdido el Deportivo Trantrán? –¿Cómo sabes que ha perdido? No te he dicho nada. –Si hubiera ganado, estarías dando saltos de alegría durante horas. –Cambiemos de tema –sugirió Amadeo. –Será mejor –replicó Manuela–. Prefiero acudir a misa sin haber discutido contigo. –¿A misa? Te has puesto tan guapa que parece que vas a la ceremonia de coronación de un rey. –¿No te da vergüenza burlarte de mí? –contestó Manuela, intentando ocultar que se sentía halagada–. La falda, el abrigo y yo sumamos siglos. –Luces igual que un monumento bien restaurado. –Ya me gustaría que fuera así. Llega una edad en la que… – Manuela no concluyó la frase porque sus palabras fueron barridas por un colosal estornudo–. ¡Estoy harta de estos catarros! –protestó–. Se cuelgan de mí como monos de un árbol. –Debes abrigarte más. Se forman muchas corrientes en las iglesias. –¿Y tú qué sabes? Desde que fuiste al funeral de tu padre, no has ido a ninguna. –¿Por qué has echado más comida a los peces? ¿Quieres que revienten? –rugió Amadeo, de pronto, al ver un montón de esca78


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mitas dentro del acuario que ocupaba una esquina del salón. –Perdona, hijo. Es que están muy flacos. –¿Flacos? ¡Son así! ¿Pretendes convertirlos en tiburones? –Como eres bastante despistado, he supuesto que se te había olvidado alimentarlos. –Después de haber invertido tanto dinero en ellos, sería ilógico que me desentendiera de su mantenimiento. Sé que tienes buena intención, pero no necesito que me ayudes. Prefiero encargarme yo de todo. –Lo he comprendido. No hace falta que insistas… ¿Qué vas a hacer hoy? –Saldré a dar una vuelta con César. –A ver si consigues que se anime. El pobre ha tenido muy mala suerte. –Lo sé; por eso quedo con él, aunque su compañía a nadie llena de alegría. –Procura ser puntual. No le hagas esperar. –A ver si la impuntual vas a ser tú. Márchate o te perderás el sermón. –Tienes razón. Me voy… Si no vas a venir a dormir, avísame. –Sabes que siempre lo hago. En cuanto se fue Manuela, Amadeo tomó la manzana más vistosa del frutero de la cocina. A pesar de que hacía frío y sólo llevaba puestos unos calzoncillos y una camiseta, salió al balcón. Sobre un cartón, se amontonaban caras semejantes a máscaras teatrales. Las había formado con cáscaras de naranja. Cuando estaban recién hechas, era difícil diferenciarlas, pero, al secarse, evolucionaban de un modo no siempre previsible. Los agujeros que representaban los ojos, la nariz y la boca alteraban su posición y su contorno y aparecían muecas retorcidas. Por un momento, Amadeo sostuvo en una mano su última creación y la miró fijamente: sus arqueamientos y hendiduras habían generado una expresión desasosegante. “No me das miedo, pequeña”, susurró 79


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antes de arrojarla junto a sus compañeras. Mordisqueando la manzana, se apoyó en la barandilla y estudió los movimientos de los coches y los peatones. Se entretuvo tanto que perdió la noción del tiempo. “Si existe Dios, ¿cómo se las apaña para llevar la cuenta de todos nuestros pasos?”, pensó. Una ráfaga de viento pareció contestarle haciendo que cientos de papeles se movieran como si huyeran aterrados. Eso le recordó que tenía una cita y que debía darse prisa si no quería llegar tarde. Aunque la presencia de su amigo César nunca presagiaba que la velada iba a ser divertida, abrió el baúl donde guardaba ropa que había utilizado para actuar en el teatro y eligió una cazadora naranja, una camisa floreada, unos pantalones con losanges brillantes en el trasero y unos zapatos irisados. Al cruzar el pasillo, comprobó que, cuando él se movía, las llaves y las monedas que llevaba en los bolsillos sonaban como una maraca. Balanceó los hombros virilmente y, exhibiendo su desdentada sonrisa frente a un espejo, hizo signos victoriosos con los dedos. “No le impediré a César que siga ejerciendo de enterrador del buen humor, pero, hoy, para variar, voy a representar el papel de bufón”, masculló mientras cerraba la puerta de su casa. El ascensor tardó demasiado en venir; cuando llegó, Amadeo estaba a punto de empezar a bajar por las escaleras. Dio media vuelta y, como no se dio cuenta de que el aparato no había subido vacío, chocó frontalmente con su vecina Rosa, una divorciada que se sentía atraída por él desde que ambos eran niños. –Modera tu pasión –dijo ella–. Me has dado un gran meneo, Amadeo. ¿Tantas ganas tenías de verme? –Siempre tengo ganas de verte, pero te juro que no esperaba que estuvieras ahí –replicó él. –¡Cuánto colorido llevas encima! ¿Vas a un carnaval? –Voy a organizar uno. –A ver cuándo podemos estar juntos. Me debes una cena. –Y pagaré esa deuda con gusto. 80


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–Pues ahora estoy libre. –Ya he quedado con un amigo. –El próximo fin de semana no te escaparás, aunque te vistas de hombre bala. –Me disfrazaré de oso de peluche y seré todo tuyo. –Lo creeré cuando lo vea. Siempre bromeaban con coquetería, pero, pese a que Rosa era simpática y atractiva, Amadeo en ningún caso pretendía liarse con ella; la consideraba una vieja amiga y quería conservarla como tal. Cerca de una parada de taxis, Amadeo descubrió una cabeza asomándose junto a una alcantarilla. Le arrojó un ladrillo que sacó de un contenedor de escombros. El animal se salvó por poco. Al ver que un taxista le observaba con inquietud, se justificó antes de introducirse en su vehículo: –Es que acabo de ver una rata enorme. –No hay manera de acabar con ellas –replicó el taxista–. Si pudiera, las atropellaría a todas, una detrás de otra… ¿Adónde va usted? –A la plaza Mostaza. Deprisa, por favor. –Iré por la nueva variante. ¿Va usted a alguna fiesta? –Se nota, ¿verdad? A ver si me quito el mal sabor de boca que me ha dejado la derrota del Deportivo Trantrán. –Ha sido horrible –contestó el taxista. –Teníamos el partido ganado… –Los jugadores y el entrenador son unos inútiles. ¡Ojalá san Fenesto les retire su protección! –dicho en aquella ciudad, eso equivalía a desear que se fueran directamente al infierno. II Aunque César vivía solo, para sentirse acompañado, en el buzón del portal, había colocado junto a su nombre el de su fallecida tía Obdulia. Llevaba quince meses ocupando el viejo ático que había alquilado. Disponía de una gran terraza, sin vistas por 81


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estar rodeada de muros, dos habitaciones, una pequeña cocina y un amplio salón. Había pocos muebles, pero apenas quedaba espacio libre porque, por todas partes, se acumulaban libros y discos. Uno de los cuartos estaba lleno de juguetes. Mientras leía Lo humano y el humo, la última obra de su admirada Meegan Reegan, César estuvo viendo un documental sobre las termitas y se quedó dormido. Despertó aturdido y con los dedos ensangrentados porque, dominado por las pesadillas, los había restregado con fiereza contra la bragueta de su pantalón. Apartó el libro que tenía sobre sus rodillas y apagó el televisor; no le interesaba el partido de fútbol que habían empezado a retransmitir. Entre un montón de discos, buscó Un estafermo entre enfermos, la obra maestra de Fabio Apicio, un cantautor de quien Luisa, su ex esposa, decía que era más triste que comer alpiste. Como si quisiera que ella pudiera escuchar la música desde la otra punta de la ciudad, la puso al máximo volumen y cantó la canción Adagios y contagios hasta quedar afónico: –Nunca se conoce lo que más hubiéramos amadoooo. En este mundo, se compran monedas falsas con dinero legaaaaaal… Sumido en reflexiones que reforzaron la asimetría de sus arrugas, se puso unos pantalones cortos y colocó una toalla sobre sus hombros; de su cuello, colgaba una bolsita que, cuando caminaba, chocaba contra su pecho; contenía cabellos de su hija. Situó una bicicleta estática al lado de una botella de agua, en mitad de la terraza. Se sentó mirando la pared que tenía enfrente y empezó a pedalear; al principio, lo hizo suavemente, pero, pronto, movió las piernas con todas sus fuerzas. Sus pensamientos mezclaron recuerdos y sombras. Circunstancias terribles habían acentuado un desengaño que ya se había gestado cuando todo parecía ir bien. Con frecuencia, las idealizaciones se sustituyen por decepciones que conducen a perder lo que se tiene; el círculo se cierra cuando se idealiza lo que se ha perdido. César aceptaba que Luisa se hubiera hartado de él, pero no en82


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tendía que se hubiera dado tanta prisa en sustituirle. No soportaba que un sujeto mediocre estuviera a diario con su hijo mientras él únicamente podía verlo una vez cada dos semanas; sin embargo, lo que más le indignaba era que su ex esposa le culpara de la muerte de su hija. La había llevado al hospital en cuanto notó que estaba indispuesta y hubiera dado su vida por salvarla. Algunas meningitis son fulminantes. La rabia y el cansancio inclinaron demasiado el cuerpo de César y la bicicleta estática cayó al suelo. Se levantó sintiendo dolores en una rodilla y un brazo. Se metió en la ducha y se masturbó con el mismo interés que si estuviera desatascando una cañería. Se secó usando la toalla que había llevado a la terraza, curó sus magulladuras con una solución yodada y se puso ropa de tonos oscuros. Estaba agotado, pero debía salir a la calle. No quería ser impuntual. Se preparó una gran taza de café y, para que el estímulo que pensaba obtener no condujera a un exagerado nerviosismo, ingirió tres pastillas de valeriana. III Amadeo y César acudieron tarde a su cita, pero ninguno tuvo que esperar porque los dos llegaron al mismo tiempo. –Me hubieras sorprendido menos de haber venido vestido de faraón –dijo César–. Se nota que te gustan los peces tropicales. ¿Vas a actuar en alguno de tus espectáculos teatrales? –¿Acaso no es el mundo un gran proscenio? –replicó Amadeo, dando un salto arlequinesco. –Eres libre de ir como te dé la gana, pero supongo que, yendo de esa guisa, llamaremos demasiado la atención y no nos recibirán de buen grado en todos los sitios. –¿Crees que es preferible tu aspecto ceniciento? Me apetece divertirme. –¿Siempre tenemos que pasar por esta mazmorra grasienta? – protestó César cuando entraron al Bar Fritos Urbanos. 83


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–Sirven comida abundante y económica –contestó Amadeo–. Además, estar aquí nos permite ver a muchas de las mujeres con las que nos encontraremos en otros lugares. –Las raciones son tan grandes como malas. Me agobia que haya tanto ruido. Tardan demasiado en servirte. Hay cinco personas por metro cuadrado… –No seas tan negativo. Tras estar tres cuartos de hora recibiendo pisotones y codazos, consiguieron situarse en dos pequeños taburetes, junto a una mesita encajada entre columnas. Se hallaba en el nivel más alto del local. Desde allí, se podía contemplar a un personal desbordado por las exigencias de su trabajo. Aunque los clientes entraban con mucho brío, de inmediato quedaban atrapados como veleros entre sargazos. Muchos de los que estaban sentados se veían obligados a soportar las miradas de reproche que lanzaban quienes, de pie, esperaban con impaciencia que llegara su turno para comer. Esta situación se prolongaba hasta que, a altas horas de la madrugada, se cerraba la cocina y el número de asistentes comenzaba a disminuir, momento que se aprovechaba para iniciar labores de limpieza dignas de Hércules. –Como dice Meegan Reegan, todo se despersonaliza cuando hay demasiadas personas –comentó César. Pidieron una jarra de litro y medio de cerveza, que se agotó enseguida, y dos bocadillos de tortilla de gambas, pimientos, queso, dátiles y tocino, que fueron servidos cuando ellos estaban a punto de olvidar que los habían pedido. César aseguró que, ahí, era posible encontrar ejemplares de todo el reino animal: –Ese calvo devora igual que una araña; parece que carece de mandíbulas para masticar e inyecta a su filete un jugo digestivo para licuarlo primero y sorberlo después –indicó–. Y no es el único caso que veo de digestión extracorporal: aquella rubia me recuerda a una estrella de mar a punto de expulsar su estómago por la boca… 84


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–Entre tanta variedad, hay chicas guapas… ¡Fíjate en esa pelirroja! ¡Es divina!–dijo Amadeo. Hablaron en tono festivo de las mujeres en general y de la hermosa pelirroja en particular; las bromas no duraron demasiado porque se acordaron de la imprevisible evolución de las parejas y del padecimiento que causan los divorcios. –Es mucho peor cuando tienes hijos –afirmó César–. Y si, además, debes afrontar la muerte de una niña… –Eso fue una tragedia, pero debes convencerte de que la vida aún va a ofrecerte momentos agradables –replicó Amadeo, que deseaba evitar las habituales conversaciones atormentadoras. –Fabio Apicio dice en una canción que el corazón es un campo de tiro. –En cualquier cerebro sano, escuchar a Fabio Apicio provoca un estropicio. –Es un artista muy lúcido. –Las personas con demasiada lucidez terminan perdiendo la cordura… Oblómov es una novela instructiva, pero la perspicacia que mostraba su autor no le salvó de padecer graves trastornos mentales. –Hablas a menudo de ese libro. –Es que me impresiona e irrita lo pasivo e inútil que es el protagonista. –La mayoría de los lectores detestan a ese personaje. En mis clases de la universidad, alguna vez me he referido a Oblómov al hablar de literatura rusa. Incluso, para iniciar un debate, empleé una de las frases de esa obra: “La pasión está muy bien en los poemas y en el escenario, donde los actores se pasean con capas y espadas y luego van a cenar juntos los muertos y sus asesinos”. Lógicamente, a los jóvenes les atraen los sentimientos ardientes y desatados, pero sus ímpetus suelen apagarse y se termina prefiriendo recuperar la paz, vivir tranquilo. –Entiendo que desees alejarte de las complicaciones afectivas, 85


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pero esa especie de año sabático que te has tomado no se extenderá hasta que llegue la jubilación. Tarde o temprano, encontrarás a alguien que te atraiga. No renuncies a los encantos del futuro. Por tu actual tendencia a la inacción se diría que te seduce el oblomovismo. –No te des aires de romántico incorregible. A mí no me engañas. Presumes de buscar fuertes emociones pero, en el fondo, prefieres la superficialidad de los estímulos teatrales. Aunque cada vez juzgo el amor con más escepticismo, ¿cuándo me has visto defender la indolencia? Mis circunstancias son diferentes a las de Oblómov. Mis problemas son importantes. Superar ciertos hechos requiere bastante tiempo. Las diversiones de pacotilla no me aportan soluciones reales. No se puede calzar una silla coja con espuma… –Basta de derrotismos. Guarda esa espuma para quitar el lodo y dejar que brille el oro. –Cuánto te gusta soltar ese tipo de frasecitas. ¿Por qué no te has dedicado a la política? La plaza Mostaza, considerada el corazón del barrio Barroyo, se había edificado basándose en una estructura porticada. Era rectangular y, en las esquinas, se abrían arcos por donde circulaban los peatones. Su recinto estaba rodeado por cuatro calles en las que heterogéneas multitudes se agolpaban buscando entretenimiento. A Amadeo le encantaba la enorme cantidad de bares, restaurantes, clubes y discotecas que existían en la zona. –Propongo que demos, por fuera, una vuelta a la plaza, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, tal y como se hace en las peregrinaciones tibetanas. Por el camino, visitaremos los locales que llamen nuestra atención. César respondió encogiéndose de hombros. La ronda no se inició de modo exitoso pues, en la Sala Circumpolar, propiedad de la duquesa Turritella Bligh-Fletcher, un gigante de pelo teñido les cerró el paso, sugiriendo que Amadeo se 86


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fuera al circo y César solicitara ser admitido en un convento. –¡Sabía que sucedería esto! –exclamó César. –No te preocupes. Hay otros lugares. El Pub La Picota presentaba dos hileras de altos asientos que se asemejaban a las sillerías de los coros de las catedrales; entre ellas, se formaba un largo pasillo en el que se acomodaban los clientes. Se conversaba en voz baja y parecía que la gente había acudido para repartirse en pequeños grupos dedicados a criticarse unos a otros. Cuando César y Amadeo se sentaron, tuvieron la sensación de que todo el mundo les miraba por encima del hombro. –¿Habláis, chicas? –dijo Amadeo a una pareja que se encontraba a su lado. Girándose un momento para mirar con cara de asco, le contestó una joven que había estado dándole la espalda: –Entre nosotras. –Pero si vosotras ya os tenéis muy vistas –replicó Amadeo, sonriendo. En esta ocasión, no obtuvo ninguna respuesta, pero pudo escuchar un comentario de sus vecinas: “Nunca encuentras a nadie interesante los sábados. Es mucho mejor salir los martes”. –No insistas –aconsejó César. –Los lectores más exigentes son los que nunca leen nada. ¡Vaya par de estrechas! Son unas hipócritas. Seguro que, en el fondo, tienen tantas ganas de ligar como nosotros. ¡Pues hoy no se van a comer una rosca! –sentenció Amadeo. –Detesto verme forzado a conversar con desconocidas en estos ambientes –confesó César–. Se dicen demasiadas estupideces. Cuando intento adoptar una pose supuestamente seductora, me siento ridículo. Tú, al ser actor, estás acostumbrado a interpretar diferentes papeles, incluido el de imbécil. –También he sido vendedor de muebles, recepcionista de hotel, cartero y monitor de campamentos infantiles de verano; tengo 87


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cubiertas mis necesidades básicas porque no rechazo tareas que no me entusiasman. Nunca me hubiera contratado la Compañía Nacional de Teatro Clásico de no haber participado antes en obras de baja calidad; jamás hubiera llegado a ser protagonista si me hubiera negado a hacer de figurante. Del mismo modo, acepto compañía femenina que no es excelsa y, si es preciso, recurro a charlas insustanciales, a trámites tediosos o a lo que sea… –¿Y no hay otra manera de encontrar lo que buscas? Existen agencias de contactos, grupos recreativos… –No descarto esas alternativas, pero de poco me sirven esta noche. –Igual la opción más barata y directa es ir de putas. –No sólo voy detrás del acto sexual. Quiero coquetear, sentir que atraigo a alguien. A César y Amadeo no les admitieron en Clan Clon porque ese día los clientes debían acudir disfrazados de pulpos o almejas. –¡Lástima! –se quejó Amadeo–. Aquí me hubiera movido como pez en el agua. Pese a no ser socios, fueron aceptados con amabilidad en el Club Milongas Pilongas, donde se bailaban rumbas y tangos desde hacía varias décadas. Sentados en unos butacones de alargado respaldo, bajo la luz desigual de unas lámparas desgastadas, contemplaron los movimientos de unos danzantes entre los que no se veía a nadie que aparentara tener menos de sesenta años. –No hemos podido disfrutar de las delicias marinas de Clan Clon, pero, al menos, aquí nos han servido un licor excelente – dijo Amadeo mientras jugaba con una copa vacía. –Llega un momento en que la música que te hace sentir joven es muy vieja –comentó César. –¿No será eso el estribillo de una canción de Fabio Apicio? – replicó Amadeo–. Siempre estará viva la música que consigue que alguien se sienta rejuvenecido al escucharla. Me encanta que existan sitios como éste, ajenos a modas pasajeras. 88


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–Asombra que sujetos que han llegado a una edad en la que la salud suele desmoronarse muestren tanta energía –indicó César, señalando a quienes le rodeaban. –Eso demuestra que aún no se han cansado de sí mismos –aseguró Amadeo. El Danubio azul empezó a sonar con una potencia atronadora y un par de robustas damas se dirigieron con decisión hacia los dos amigos. –¿Me concede usted ser mi acompañante? –dijo la primera de ellas. –Con mucho gusto –respondió Amadeo. La segunda no preguntó nada a César porque supuso que la respuesta afirmativa de su compañero incluía, tácitamente, la suya. Le sujetó con fuerza, le guió hasta la pista de baile y le obligó a dar tantas vueltas que a punto estuvo de tirarlo al suelo. No le soltó hasta que acabó una serie de seis valses y unos segundos de silencio precedieron al inicio de una melodía de un estilo diferente. –No se me da bien el cha-cha-cha –se disculpó la mujer. –A mí tampoco –respondió su compañero de giros, huyendo como una sardina a la que liberan de la opresión de un anzuelo. –¡Cuánto me he divertido! –afirmó Amadeo en cuanto estuvieron en la calle de nuevo. –Pues yo me he sentido igual que un bragazas –confesó César, que cada vez estaba más afónico–. Ha sido peor que visitar a un enemigo… Oye, ¿no pensarás entrar ahí? –añadió con inquietud al ver que Amadeo se dirigía a Gran Morro Partido–. Esa sala de conciertos tiene pésima fama. –Quizá es inmerecida. No hay que pagar por entrar. Vamos a echar un vistazo –dijo Amadeo, iniciando un descenso por unas escaleras similares a las que llevan a una cripta. –Seguro que aquí se incumplen las normas de seguridad establecidas por la legislación vigente –supuso César. 89


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Un pasillo laberíntico les condujo hacia una puerta que no consiguieron abrir hasta que salieron algunas de las personas que estaban dentro. Cuando eso sucedió, sin que pudieran evitarlo, se vieron absorbidos por el público que asistía a un concierto de Tos de Perro, una ruidosa banda que ocupaba un tablado protegido por varios forzudos. A pesar de que se apartaba a puñetazos a quienes pretendían acercarse a los músicos, no se lograba que los admiradores cejaran en su empeño de subir al escenario. –Destruye el movimiento andandoooooooo –aullaba el cantante. Sus gritos y piruetas convirtieron a los entusiasmados asistentes en algo semejante a un conjunto de grumos agitados por un tornado. Después de haberse visto sacudidos por rodillazos y sopapos y de haber estado un rato cabeza abajo entre agresivas espaldas, barrigas sudadas e inquietas piernas, sin comprender cómo había sucedido tal cosa, de pronto, César y Amadeo se encontraron situados sobre los hombros de unos tipos que saltaban como canguros. –Si no te quitas de encima de mi marido, te arrancaré la cabeza con los dientes –amenazó una mujer enfundada en cuero negro, molesta porque un extraño la había desalojado de su asiento. –Estoy deseando salir de aquí –aclaró César, que se quejaba porque cada brinco le llevaba a recibir un impacto brutal en los testículos. –Ahora mismo te ayudaré a bajar –anunció la mujer. Agarraron a César igual que a un saco de patatas y lo arrojaron contra una pared. Perdió el conocimiento durante unos segundos, pero se espabiló al encajar una coz. Se arrastró esquivando todo tipo de golpes y, cuando estaba cerca de consumar su huida, su amigo aterrizó violentamente sobre sus riñones mientras protestaba porque había perdido su teléfono. –Pues yo casi pierdo la vida –aseguró César, aturdido por el dolor. 90


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Media hora después, los dos amigos se encontraban en la planta baja de Turuguai Molón, un establecimiento de varios pisos frecuentado por una clientela juvenil. –Ahora parece que somos pederastas. ¿Es que no hay en este barrio un local que sea normal y corriente? –masculló el afónico César. –¿Qué entiendes por normal y corriente? Si por ti fuera, terminaríamos con un empacho de sosería –recalcó Amadeo–. No te preocupes; todas estas criaturas son mayores de edad. –¡Eso no te lo crees ni tú! Sin contestar a su compañero, Amadeo se acercó a unas deliciosas colegialas y les ofreció unos caramelos que fueron aceptados entre carcajadas. –Tienes pinta de duende. ¿Eres bueno o malo? –preguntó una de ellas. –Soy el hijo del rey de los trasgos –declaró Amadeo haciendo una reverencia. –¡Me encantas! –exclamó otra chica–. ¡Lástima que seas demasiado mayor para nosotras! Le diré a mi madre que te hemos conocido. Se acaba de divorciar. Todas gritaron de placer al reconocer los primeros compases de ¿Resulto estulto?, el último éxito del grupo Flan. –¡Cómo mola! –chillaron mientras corrían hacia la pista de baile. –¡Adios, príncipe de los gnomos! ¡Ten cuidado con los trolls! – dijo la más bella del grupo. –¡Quién tuviera veinti… cuatro años menos! –suspiró Amadeo. –¡Qué patético! –subrayó César. La diferencia de edad no inhibió a Amadeo, que imitó a un picaflor intentando entablar más de treinta conversaciones. –¿Qué le ha pasado a tu boca? –preguntó una jovencita de aspecto cándido al observar que le faltaban varios dientes. 91


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–Me he operado para besar suavemente –contestó Amadeo arqueando una ceja. –¡Pues chúpasela a ese zombi! –replicó la muchacha. –¡Vámonos! –urgió Amadeo con brusquedad–. ¡Estoy harto de estas crías! Tienen la cabeza llena de… vacío… Y tú no te rías tanto, César, que a ti te ha llamado muerto viviente. –Eres inteligente, sensible y culto. ¿Por qué pretendes aparentar que eres idiota? ¿Qué ganas usando semejante máscara? –Deja de soltar sermones. ¿Otra vez tengo que explicártelo? Me apetece distraerme, olvidarme de mis problemas. Y, si hoy encuentro a alguien que me guste, el fin habrá justificado los medios. La peregrinación de los dos amigos alrededor de la plaza Mostaza prosiguió dedicando menos tiempo a cada visita. Mientras Amadeo todavía quería entrar en todos los locales, César prefería aligerar lo que para él se estaba convirtiendo en un vía crucis. En la Taberna Ñanduceras, “donde nada es como esperas”, según rezaba un letrero, predominaba la desinhibición sexual y el consumo de drogas. En tan solo diez minutos, a Amadeo, después de meterle una cuchara en el culo, le depilaron una pantorrilla pellizcándole mil veces. A César, le robaron la cartera. –Lo tuyo no ha sido tan penoso porque has venido con poco dinero y sin tarjetas de crédito; yo, en cambio, he sufrido un atentado contra mi dignidad –declaró Amadeo, tras valorar la magnitud de las ofensas recibidas. –¡Préstame algo para volver a mi casa en taxi! –exigió César. –Eso equivaldría a una rendición. Aún no tiraremos la toalla. De sobra sabes que algunas de las mejores páginas literarias han nacido del trabajo realizado en momentos en los que parecía que, a la mala suerte, se sumaba la ausencia de inspiración. –Te acompañaré sólo a un sitio más y, luego, me marcharé, aunque sea andando. El Campus era una gran sala donde se celebraban fiestas uni92


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versitarias. Aquella noche, había sido alquilada por estudiantes de medicina. Para poder entrar, había que presentar un aspecto relacionado con los hospitales: unos iban con bata de doctor, otros se habían puesto una venda en la cabeza, etc. Chicas preciosas vestidas de enfermera se encargaban de recibir a la gente y de vender entradas a quienes cumplían lo que se había establecido. –Espero que no sean tan inflexibles como en Clan Clon –deseó Amadeo–. ¡Déjame actuar a mí! –Haz lo que te dé la gana –la afonía de César apenas le permitía hablar. –Vosotros, ¿de qué vais? –preguntó una atractiva portera cuando les vio llegar. –Yo vengo con una afección extraña que me hace parecer más viejo de lo que soy –anunció Amadeo–. ¡Me estoy quedando sin dientes! –añadió abriendo la boca–. Mi médico me ha desahuciado: apenas me ha dado cincuenta años de vida… –¿Y eso es contagioso? –dijo la portera, partiéndose de risa. –No hay peligro para los demás. Mis enfermedades son mías: yo me las guiso y yo me las como. –En ese caso, puedes pasar. –En cuanto a mi amigo… –¡Que pase él también! A la vista está que es un enfermo incurable de tristeza. César protestó porque el comentario de la muchacha no le hizo ninguna gracia: –¡Pero si no me conoce! ¿Cómo se ha atrevido a decir eso? –Es que, por tu cara, ha deducido que te gusta Fabio Apicio. –¡Enfermo incurable de tristeza! –repitió César, braceando como un náufrago para abrirse paso entre un piélago de jóvenes ebrios–. ¿Quién se ha creído que es esa mocosa? Si ella hubiera pasado por lo que he tenido que pasar yo… –Deja de darle tantas vueltas a una tontería. Ha sido una broma. Aquí no hay que tomarse nada en serio. 93


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Los asistentes parecían dar la razón a Amadeo pues ninguno aparentaba estar en su sano juicio. Tres estudiantes provistos de mascarilla habían introducido una camilla; sobre ella, habían colocado un muñeco gigante. Fingían estar junto a un quirófano y sus diálogos eran dignos de una comedia bufa. El caos reinaba en el local. Falsos tullidos usaban sus muletas como aletas de una hélice. Algunos, con estetoscopios, imitaban los gestos de David frente a Goliat. Había machos gestantes, hembras con pene sifilítico, bisturís de caramelo y herpes de pega. Abundaban los medicamentos auténticos y no faltaban quienes sumaban sus efectos a los del alcohol. Una serpiente humana formada por más de veinte unidades se desplazaba sujetando un larguísimo globo que pretendía ser la vara de Asclepio, símbolo de la medicina. A su alrededor, se danzaba simulando padecer los efectos de un ictus. –¡Es repugnante que se burlen de algo tan trágico! –recalcó César. –No hay mala intención, sólo ganas de divertirse –aclaró Amadeo. –¡Qué falta de sensibilidad! ¿Y estos son los futuros médicos? Si algún día les toca a ellos sufrir una apoplejía, no se reirán tanto –insistió César. Amadeo se movió con habilidad buscando hablar con mujeres que no estuvieran conversando con hombres. Aunque una rubia se rió mucho escuchándole, se fue en cuanto apareció su novio. La mayoría de las chicas a las que se dirigió prefirieron no hacerle caso; sin embargo, una de ellas, alta y delgada, bailó con él pegándose como una lapa. César aprovechó la ocasión para pedir el dinero prometido. –Te llamaré el próximo fin de semana –afirmó Amadeo después de concederle el préstamo. –Que sea el siguiente. El sábado que viene estaré con mi hijo. Al abandonar El Campus, César se sintió liberado. Apenas había recorrido cien metros en dirección a la parada de taxis cuando le saludó una joven: 94


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–Soy Clara. ¿Te acuerdas de mí? –Nunca olvidaré a mi alumna preferida… Perdona que no hable más alto; ya ves cómo tengo la voz. –Sería capaz de entenderte con sólo mirar tu boca. Ya lo hacía cuando iba a la universidad. Me entusiasmaban tus clases de literatura. Incluso me transmitiste tus inclinaciones; ahora tengo todos los discos de Fabio Apicio. Me encanta la canción que dedicó a un tipo que se autodestruye mediante la autocomplacencia, la autosanación y el autoempleo. –¿Te refieres a Autogamia? –Sí. Me parece lo mejor que hizo en su vida. –Bueno, es difícil elegir entre tantas obras buenas… En realidad, nunca pretendí que mis gustos fueran los vuestros. Se trataba de que todos aprendiéramos algo. Tú también me cambiaste a mí. Ahora, soy más abierto: hoy, por ejemplo, he ido a un concierto de Tos de Perro. –¿De verdad? No están mal, aunque prefiero a Beso de Estiércol. ¿Qué te ha parecido su espectáculo? –Ha sido muy… movido. –Hemos estado casi cuatro años sin vernos, pero me han llegado noticias de ti. ¡Siento la muerte de tu hija! –Fue espantoso. –Sé que te has divorciado. –Y viví situaciones muy desagradables por eso. –Me ha alegrado mucho verte. ¿Te quedas conmigo? –Tengo prisa… Vivo con una tía mía que está enferma. –¿Te apetece que sigamos hablando otro día? –Por supuesto. –¿Tienes mi número de teléfono? –Aún lo conservo –César subió a un taxi. Clara se despidió apasionadamente. Amadeo y su pareja continuaron bailando mientras se metían mano sin recato. Sus lenguas se enganchaban como garfios de 95


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hiedra y eso bastó para mantenerlos de pie durante un rato, pero estaban borrachos y llegó un momento en que la chica se desplomó derribando a su compañero. Cargando con la muchacha y moviéndose igual que un cangrejo, Amadeo consiguió llegar hasta un sofá desocupado. Se tumbó boca arriba, colocó a la mujer sobre su cuerpo como si fuera una manta y se durmió. Despertó poco después con los pantalones empapados. –¡Maldita sea! –chilló. Y se alejó de allí sin comprender de dónde procedía aquella meada. En un pub llamado Las mil y una copas, sobre la que ya llevaba, construyó rápidamente otra cogorza. A continuación, entró a un garito donde se jugaba a las cartas, los dardos y el billar; llevaba por nombre Marcas. Las peleas eran frecuentes. Una de las paredes estaba llena de calaveras, machetes y trabucos. Finalmente, para completar su recorrido alrededor de la plaza Mostaza, sólo le quedó visitar un local: La Horca. Dentro, no había casi nadie. Estuvo a punto de retirarse cuando descubrió que sonaba Si ahora me voy, me vengo, una canción de Fabio Apicio, pero, obligado por el cansancio, se sentó en uno de los taburetes giratorios que había junto a la barra; pidió un whisky con hielo y se puso a hablar como lo hubiera hecho César: –¡Cuántos genios se han perdido en la nada! Sólo hemos podido ver la punta del iceberg del talento humano. –¡Falta menos de media hora para cerrar! –comunicó el camarero, harto de los gustos musicales de su jefe y de las conversaciones que solían mantener los admiradores de Fabio Apicio. Amadeo se giró y se llevó una sorpresa mayúscula: frente a él, se encontraba la pelirroja que le había deslumbrado horas atrás. –¿Pecas, pecosa? –dijo tratando de guiñar un ojo. –Todo lo que puedo –contestó ella, emitiendo un intenso olor a alcohol. –¡Dime que no estoy soñando! ¡Te he estado buscando toda la noche! –Ya me has encontrado. ¿Qué querías? 96


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–Desde que te he visto en el Bar Fritos Urbanos, no he dejado de pensar en ti. Me pareces la mujer más atractiva del universo. –Viendo cómo me miras, casi me convenzo de que lo soy. Quizá es porque, ahora, soy la única que tienes a mano. –No te cambiaría por ninguna, pasada, presente o futura… ¿Te acompaño al fin del mundo? –Me basta con que estés conmigo hasta que amanezca. IV La pelirroja se puso sus bragas. Amadeo permaneció un rato sin ropa, intentando recordar cómo había sido el recién consumado orgasmo. –¿Sigues pensando que soy la más bella? –dijo ella, incorporándose. –Nunca me oirás decir lo contrario –respondió él, sujetando con desgana sus mojados calzoncillos. –¡Qué locos estamos! Hace frío y este parque debe estar lleno de cacas de perro… ¿Es mejor comportarse como si fuéramos a morir pronto o actuar igual que si la vida fuera eterna y no hubiera prisa para satisfacer los deseos? –Creo que sé lo que responderías a eso; se ve que los dos somos impulsivos. Si no quieres engordar la lista de los lamentos futuros, hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan. Carpe diem. –Esto no hubiera sido necesario si hubieras aceptado venir a mi casa. –Si hubiéramos ido hoy, me hubiera quedado dormido hasta bien entrada la tarde. Podemos ir otro día. Prefiero no preocupar a mi madre. –Ni que fueras un parvulito. –Madre no hay más que una. –Los hombres y su complejo de Edipo… ¿Quieres que te lleve volando junto a tu amada Yocasta? Recuerda que soy la mujer maravilla. 97


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–Sería divertido, pero me temo que tendremos que ir en taxi. –Necesitaremos dos porque no vamos a seguir la misma dirección y no merece la pena pagar una fortuna por recorrer toda la ciudad. –¿De dónde has salido tú? No hemos hablado todavía de nuestras profesiones, anhelos y aficiones… –Eso lo dejaremos para más adelante. Aunque hay algo que me gustaría averiguar antes de la próxima cita. –¿Qué? –¿Siempre vas vestido así? Amadeo rió durante medio minuto antes de responder: –Me pongo esta indumentaria para tener buena suerte. –¿Y funciona? –A la vista está: hoy te he conocido a ti. –Incluso en sentido bíblico. –Nos hemos inspirado en el versículo que cuenta que ella y él estaban desnudos sin sentir vergüenza. –Eso es lo mejor del paraíso. –¿Me dirás al menos cómo te llamas? –No sé si te lo vas a creer. –¿Por qué? –Soy Eva. –¿De verdad? –Te lo juro. –Por eso tus labios saben a manzana. –Es por el consumo excesivo de sidra… ¿Y tú eres Adán? –Por ti, estoy dispuesto a serlo, aunque me llamo Amadeo. –¿Amadeo? ¡Qué extraño! –Pues existen nombres bastante más raros... Ha habido reyes, antipapas y compositores que se llamaban Amadeo. ¡Mozart era de los nuestros! –Todos serían “edipopótamos”. –¿“Edipopótamos”? 98


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–Individuos con complejo de Edipo. –¿Eres experta en zoología masculina? –Podría escribir un libro sobre ese tema. –¿Con ayuda de Cupido? –No necesito a ningún inútil. –¿A quién elegirías entre los de nuestro sexo? A pesar de su evidente desenvoltura, la pelirroja tardó en contestar: –Pues, como ya estoy harta de anadear tras príncipes azules, no me parece mal “amadear” un poco con algún desdentado Amadeo. –Lo de “amadear” me ha gustado más que lo de “edipopótamo”. –Es que es un verbo romántico... –¿Sabes? Pienso que no es casual que nos hayamos encontrado. Dicen que lo semejante atrae a lo semejante… –Tenía entendido que los polos del mismo signo se repelen. –Eso se refiere a la electricidad, pero la química de la materia sigue otras pautas. Si dejas caer dos gotas de grasa en un vaso de agua, al final se juntan. –¿Me estás comparando con una gota de grasa? En el último instante, lo has estropeado todo… Minutos después de separarse de Eva, Amadeo sonreía deseando volver a verla. Un taxista le examinaba a través del espejo retrovisor de su coche. Molesto porque le parecía que el pasajero estaba contento, mostró que le estaba destrozando una pena: –¿Sabe usted que ha perdido el Deportivo Trantrán? –¡No me lo recuerde, por favor! –imploró Amadeo. V Cuando abrió la puerta del portal de su casa, un caniche ladrador saltó sobre él y se restregó contra sus piernas del modo más salaz. 99


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–¡Déjale en paz, Ñereñere! –dijo su dueña. –¡Qué madrugadora eres, Rosa! –comentó Amadeo. –Es que el perro, que funciona como un reloj, al llegar cierta hora, me despierta porque quiere que le saque a pasear… ¿Y tú? ¡A saber de dónde vienes ahora! –Se diría que me estás vigilando. –Nunca lo haría. Te prefiero libre como un pájaro… ¡Pero, el fin de semana que viene, me invitarás a cenar! –Cuenta con ello. –Y no le eches la culpa de todo a Ñereñere; el olor a meado lo traías puesto de la calle. –Te explicaría lo que me ha sucedido, pero es una historia bastante larga y estoy derrengado. Amadeo entró en su casa con sumo cuidado. Unos ronquidos que se hubieran escuchado aunque en la cocina estuviera funcionando una motosierra le indicaron que Manuela todavía dormía. Echó un poco de comida a los peces de su acuario y estuvo un rato viendo cómo la devoraban. Después, tomó una naranja y un cuchillo y salió al balcón. Comió la fruta y usó la piel para hacer un rostro. La boca quedó demasiado torcida. –¡El próximo sábado me saldrá mejor! –exclamó antes de colocar la cara recién formada junto a otras que recordaban a viejos espectros.

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SE BUSCA –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –Hijo. Hijo. ¡Hijo! Soy tu madre… Casi no he entendido lo que dices. ¿Estabas borracho cuando grabaste eso? Me preocupas. Las ciudades grandes presentan muchas tentaciones. Creo que llevas una mala vida. No esperes a mañana; empieza hoy mismo a corregir tus errores. Aún eres joven, pero el tiempo pasa deprisa y, como dice don Damián, el nuevo cura del pueblo, pronto llegará la eternidad, que es irreversible. Quien no sigue el camino adecuado puede acabar tirado en las cunetas del infierno. Aunque rezo por ti hasta agotarme, temo que eso no baste porque sólo en tu propio espíritu puede nacer la certeza que te empuje a… –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –¿Hijo? ¡Hijo! Es que, sin querer, le he debido dar a alguna tecla y la comunicación se ha cortado… En realidad, no te he llamado para soltarte sermones… Espero que recuerdes que, este fin de semana, vamos a celebrar que tu padre cumple setenta y cinco años. Aunque habéis discutido a menudo, te quiere tanto como a tus ocho hermanos y le haría mucha ilusión verte. Amar es un don que otorga la merced de perdonar… ¡Vamos a regalarle un viaje a Venecia! Siempre quiso conocer ese maravilloso lugar y se llevará una gran alegría. Yo le acompañaré, claro; sin mí, es incapaz de ir a ninguna parte. Si quieres aportar algo de dinero para el regalo, te lo agradeceríamos, pero lo que más me interesa es que acudas a la comida del próximo sábado. Si no vienes, tu padre se disgustará muchísimo. Merece pasar un día feliz en compañía de toda su familia. Iremos al restaurante del tío Ambrosio, que ha dicho que se va a esmerar. ¡Incluso ha prometido que nos va a poner marisco! Si hace buen tiempo, colocará mesas en el jardín, 101


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bajo esos árboles a los que subías cuando eras pequeño para saltar de rama en rama y robar huevos a los pajaritos. Cada vez que aparecías con un brazo magullado o la cabeza ensangrentada, me llevaba un buen susto. ¡Menuda guerra has dado! Con pocos medios, te hemos educado lo mejor que hemos podido. No nos decepciones otra vez. Ven a la comida del cumpleaños. Irá toda la gente del pueblo, excepto los Ruleto; si faltas, parecerá que te has unido a nuestros enemigos tradicionales. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –No sabes la satisfacción que me produce escuchar tu voz. ¡Sabes contar tantas cosas en tan poco tiempo! Debes ser la única persona en esta ciudad que carece de teléfono móvil; eso te salva de que esté todo el rato hablando contigo. No te olvides de que hemos concertado una cita para comer el próximo sábado en el Hotel Candiles. Me impactaste desde que te vi por primera vez. Cuando te dirigiste a mí, pensé que había llegado un arcángel. Jamás me había ocurrido esto. Ha sido mucho más que un flechazo. Es como si hubiera nacido otra vez al conocerte; tiemblo de emoción igual que una niña con sólo imaginar que vuelvo a estar junto a ti. Tu sensibilidad, tu delicadeza y tu galantería me embriagaron el otro día. Nos gustan los mismos escritores y amamos la música de Fabio Apicio… Mi pulso revienta cuando pienso que cada vez queda menos tiempo para estrecharte en mis brazos. Cuento las horas, los minutos, los segundos… –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –Escucha, pardillo. Tienes dos opciones: o me das el dinero convenido o me devuelves la cocaína que te llevaste, en perfecto estado y sin que falte ni medio gramo. De no hacer lo que te exijo, te buscaré para partirte el alma. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. 102


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–Hola. Llamo de la Librería Mandrágoras. Quería comunicarle a Blas Mayido que han llegado dos de los libros de Pedro Sopor que había encargado: Cartas descartadas y Doce cuentos sin piedad. No nos ha sido posible conseguir el otro ejemplar porque la última edición de Barro espontáneo se ha agotado. Suponemos que sacarán una nueva tirada en breve… –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –¿Cómo estás, Blas? Soy Roque Roca… Bueno, no creas que ignoro que tú me llamabas Loque Loca porque me ves amanerado y sabes que amo la lírica China. Eso nunca me ha molestado porque estaba seguro de que, en realidad, lo hacías sin mala intención… Te he telefoneado porque sé que conoces al dueño de la Editorial Agua Dibujada y me gustaría que me pusieras en contacto con él. He terminado un poemario titulado Enroque en el roquedo y pretendo que lo publiquen. Considero que mis creaciones son partidas de ajedrez en las que las sílabas son peones que cruzan bosques petrificados mientras buscan convertirse en reinas… Para que entiendas lo que te digo, voy a recitarte una composición dedicada al cantautor Fabio Apicio. Escucha, por favor: SON NETO Nacido en un monte de alma marina, empezó su canción llorando arena. Se apoderó de toda pena ajena y con su música hicieron harina. Bajaban las notas de la colina. Cada una se unía a una colmena. Logrando prodigios de luna llena, su voz tejía lencería fina. Se desgastó cantando grano a grano. Convertía los cantos en oídos. Creía que su esfuerzo no era vano. 103


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Al observar los desiertos vencidos, el vahído atravesaba su mano, eran arte los últimos latidos. ¿Qué te ha parecido? No olvides que la poesía hubiera lucido más si mi garganta no produjera sonidos tan atiplados… Si estás de acuerdo, podemos vernos para que te lea con tranquilidad los setenta y ocho poemas de la colección. Como eres un buen aficionado a la literatura, me interesa que me des tu opinión. Mañana volveré a llamarte. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –Soy Virginia, tu hermana. Nuestra madre me ha rogado que te llame. Te puedes figurar lo que me ha pedido que te cuente. Ya nos has dado demasiados disgustos. Espero que vengas al pueblo este fin de semana… Se pone Antonio… ¿A ver? ¿Blas? Soy Antonio. Por favor, no faltes a la cita del sábado. Espera, es el turno de Alfonso… ¿Blasillo? Soy Alfonsito. Como no vengas al cumpleaños del viejo, te cortaré las orejas. Un beso, capullo… Oye, que soy Andrés. Bueno, te digo lo mismo que los demás y te paso a Rafa… ¿Blas? A ver cuándo te compras un teléfono móvil. Son muy útiles. Si algún día tienes un accidente en el monte, activas el GPS y así podrán localizar tu cadáver. Tienen muchas aplicaciones y… ¿Qué dices, Virginia? ¡Ah, claro! Ahora se lo iba a decir: Blas, no faltes el sábado, ¿eh?... Hola. Soy Carlos. Como no te presentes aquí, no volveré a hablarte en la vida: eso es todo… Yo soy Luis. Estoy deseando que estemos todos juntos en la fiesta de cumpleaños… Ya era hora de que me llegara el turno. Soy Gabriel. Por llevar la contraria, te voy a rogar que no vengas porque, así, la velada será más interesante… ¿Qué? ¡No te enfades, Virginia! Él sabe que no hablo en serio… –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. 104


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–Contesta. ¡Contesta! Sé que estás ahí, cobarde. No te escondas, hijo de puta… Nunca te perdonaré lo que me hiciste la otra noche. Nada más decirme que habías decidido romper nuestro compromiso, me demuestras que para ti valgo menos que una mierda enrollándote con una desconocida a cinco metros de mis narices. Me marché completamente desolada, pero, luego, me arrepentí y me dio un ataque de rabia. Tenía que haberte desenmascarado, evitando que destrozaras el corazón de otra mujer. Se te veía guapo delante de esa chica y entiendo que la deslumbraras. Al principio, también a mí me pareciste encantador, pero, cuando se te conoce bien, repugnas… ¡Ojalá te atropelle un camión y te quedes paralítico del cuello para abajo! –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –Buenas. Llamo de la Inmobiliaria Hipóstilo para recordar a Blas Mayido que el próximo sábado, a las once de la mañana, tiene una cita con nosotros para ver un piso que se alquila. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –Soy tu padre. Es curioso: aunque tú y yo nunca nos hemos llevado bien, siempre he sentido que, a diferencia de lo que me ocurre con el resto de la familia, contigo puedo hablar con franqueza. No sé si realmente nos queremos, pero estoy convencido de que nuestra relación es intensa y va más allá del parentesco. No coincidimos en casi nada y jamás mostramos afecto el uno por el otro; sin embargo, creo que lo que nos separa nos une como el cemento. A pesar de lo odioso que me resultas muchas veces, daría mi vida por ti sin dudarlo; en el fondo, quien considero el peor de mis hijos es, al mismo tiempo, mi preferido… En estos momentos, el orgullo me hace sufrir porque deseo pedirte un favor. Quiero que vengas a la celebración de mi cumpleaños. De sobra sabes que esa fiesta me importa un bledo y que tu presencia en ella me sobra; pero, siendo eso verdad, reconozco que aspiro a que el próximo sábado todo el mundo esté contento. Eso 105


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sería imposible si tú no estás porque pensarían que yo padezco por tu ausencia. Para ahorrarles esa sensación de incomodidad, me encantaría que aparecieras por aquí y nos diéramos un público y fuerte abrazo. Ese gesto, pese a ser fingido, sería motivo de gran alegría. No siempre es mala la hipocresía. Te pondré un ejemplo. Aunque han intentado mantenerlo en secreto, me he enterado de que van a pagarme un viaje a Venecia. No tengo ganas de ir allí. A estas alturas, no me apetece alejarme del pueblo. Además, estar varios días a solas con tu madre se me va a hacer muy pesado. Me agotan esos arrebatos místicos que la afectan desde que ha llegado a vieja. Ella, que sólo iba a misa para que no la criticaran, ahora parece un eco ambulante de lo que proclama el nuevo cura… Si fuera sincero en este caso, si comunicara lo que verdaderamente pienso, les haría daño, destruiría su ilusión, sería una persona muy desagradable. Por eso, cuando me anuncien cuál es su regalo, aparentaré que me causa sorpresa y placer. Deseo que se sientan bien, que piensen que la celebración está siendo perfecta. Ya ves por qué necesito que vengas. Es el único sacrificio que pido que hagas por mí. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –Soy Virginia otra vez. No se te ocurra pensar que Gabriel hablaba en serio cuando decía que prefería que no vinieras. Sólo era una estúpida broma. No nos estropees la fiesta. Te lo suplico. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –Buenas tardes, señor… Blas Mayido. Soy Trinitario Tobago. Le hablo en nombre de la Compañía Tele Tele para comunicarle que, como usted es muy importante para nosotros, ha sido seleccionado para beneficiarse de una oferta incomparable en el caso de que decida contratar nuestros servicios. En breve, recibirá una explicación detallada por escrito. Estamos convencidos de que será de su agrado. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. 106


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–¿Hijo? ¡Hijo! ¿Todavía no has vuelto? ¿Dónde te metes? ¡Ay, Dios mío! Llámame pronto y confírmame que vas a asistir a la celebración. ¡Deja de atormentarnos a todos! Si tienes dudas, reza. La oración siempre inspira… –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –¿Aún no has regresado? ¡Cuánto tardas, cariño mío! Me gustaría que estuvieras a mi lado. Quisiera acelerar el tiempo ahora y detenerlo cuando volvamos a besarnos, este sábado. Hasta pronto, luz de mi corazón. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –¿Así que sigues sin dar señales de vida? Me da igual que no contestes, cabronazo. Sabes de sobra que, si no haces lo que te he exigido, te romperé todos los huesos. –Esta es la casa de Blas…… Ahora no estoy…... Si quieres, deja un mensaje. –No te atreves a contestar, pero sé que estás ahí, cobarde… ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde!

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EL AUTOR –No quiero más sopa –aseguró Mónica, lloriqueando. –Tienes que acabar lo que queda en el plato –replicó David, su padre–. Hay fideos, letras y estrellitas, como me habías pedido. –Pero encuentro cosas verdes –indicó la niña. –Son guisantes. Se necesitan para que tu mundo no sea un desierto –explicó David. –¿Y cómo es el mundo que tengo yo dentro? –preguntó Isabel, la hermana menor, poniendo una mano en su tripita. –Abre la boca para que lo pueda ver –pidió David, avivando reflejos de alborozo en la mirada de su hija pequeña–. ¡Es precioso! Brillan los tejados de las ciudades, mares de leche, islas de pan y nubes de chocolate; los pájaros cantan en mil idiomas. –¿Y cómo es la lluvia? –dijo Isabel. –Más dulce que el azúcar. Alimenta a las vacas, las ovejas y los peces… ¡Ahora se oye música porque se casan la croqueta Enriqueta y el pastel Rafael! Las carrozas llevan cientos de invitados y muchas flores… –Está bien: ¡comeré los guisantes! –accedió Mónica, que sentía que había perdido todo el protagonismo–. Pero tienes que dármelos tú –añadió. –Te ayudaré, aunque debes aprender a valerte por ti misma. Ya tienes cinco años –recalcó David. –Y quiero que pongas en la cuchara letras que formen un mensaje para que los habitantes de mi mundo sepan que les quiero – anunció Mónica, deseosa de imponer condiciones que reforzaran su posición en el orden jerárquico familiar. –Sigue contándome la boda de la croqueta Enriqueta y el pastel Rafael –imploró Isabel haciendo pucheros. –Todavía no ha acabado conmigo –gritó Mónica. –Me toca a mí –afirmó Isabel. –¡No! 108


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David pretendió que hubiera paz, pero no consiguió evitar que las niñas se arañaran mutuamente antes de iniciar un escandaloso dúo de lloros. Marcela, su madre, se acercó a consolarlas y dirigió una pregunta a su marido: –¿No sería mejor que comieran sin recurrir a cuentos? –Comen gracias a esos cuentos –contestó David. –Lo sé, pero se acostumbran a oír esas historias y no hay manera de que prueben bocado si no hablas del fideo Mateo, el melocotón Ramón, la manzana Susana y la fresa Teresa. –¡La fresa Teresa vive en mi mundo! –exclamó Mónica. –¡Y la manzana Susana en el mío! –recordó Isabel. Cuando David consideraba que su rutina era aceptable, se asemejaba a un cangrejo ermitaño que se conforma con la concha que utiliza. La sensación de estabilidad le tranquilizaba. Pasó quince años vendiendo billetes en una estación de trenes de cercanías y se sintió feliz. Suele decirse que los hijos vienen con un pan bajo el brazo, pero, en su caso, el refrán no se cumplió porque, el día que nació Isabel, recibió una carta de despido; por lo visto, para acometer grandes proyectos, la Compañía Nacional de Ferrocarriles necesitaba reducir gastos. Después de dejar de cobrar el subsidio de desempleo, los ingresos familiares quedaron limitados a lo que obtenía Marcela como operaria de una fábrica de alimentos congelados. “Hombre de 42 años se ofrece para cualquier tipo de trabajo, por tiempo indefinido”: Durante un mes, David publicó a diario este anuncio en La Noticia, el periódico más importante de la ciudad. Nadie se puso en contacto con él. Eran tiempos difíciles. Ya no gobernaba la nación Nino Capón, que había engatusado a su electorado mientras crecían la corrupción y las estafas. Brad Ilalia, el nuevo primer ministro, presumiendo de honrado, procuraba calmar el descontento mediante mensajes positivos introducidos en monótonos discursos; sin embargo, la situación no había mejorado y las protestas populares se sucedían en un ambiente de pesimismo general. 109


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David intentó adaptarse a las circunstancias adversas. Su esposa madrugaba bastante, pero él era el primero en levantarse. Se afeitaba concienzudamente, desayunaba y despertaba a sus hijas. –¡Qué suave está tu cara! –decían Isabel y Mónica cuando las besaba. Eso le ayudaba a soportar sus penas. Cada mañana, después de dejar a las niñas en el colegio, pasaba una hora nadando en la piscina municipal y hacía compras en un supermercado antes de dedicarse a arreglar su casa. Mientras realizaba tareas domésticas, estudiaba las fluctuaciones de su estado de ánimo; daba gran importancia a los cambios de humor que se presentaban sin motivo aparente porque consideraba que eran respuestas instintivas de las que podía deducirse lo que le depararía el futuro. Creía en el carácter premonitorio de sus sueños, intuiciones y fantasías; su actitud variaba en función de las sensaciones que notaba. Presumía de tener un sexto sentido y, cuando sucedía algo significativo sin que él lo hubiera previsto, se consolaba pensando que ni siquiera el radar más eficaz es capaz de captarlo todo. Aquella temporada, se movía sin percibir signos que le permitieran dárselas de adivino. No sospechaba que, en breve, el dolor iba a atacarle igual que un tigre que ha probado y busca vísceras humanas. Cierta tarde de sábado, como era habitual, David acudió al Pub Gansos del Nilo para jugar a los dardos con Claudio e Igor. Claudio poseía una pequeña imprenta. David le había conocido en la escuela y le consideraba su mejor amigo. Era de gran estatura. Sus bigotes se extendían como alas de un ave que, tras haberse posado sobre sus labios, estuviera a punto de iniciar un vuelo. Su voz parecía brotar por aspersión venciendo la resistencia de una boca cerrada: –¿Te ha llamado alguien? –preguntó. Sabía que David había repartido por los buzones de las casas quinientas tarjetas que él mismo había preparado para anunciar labores de albañil, pintor, electricista y fontanero. 110


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–Aún no –replicó David, retirando con el dorso de una mano los restos de un salivazo que había caído sobre su nariz–. Necesito un empleo. Si hace falta, estoy dispuesto a limpiar cunetas con la lengua. –No te apures –dijo Igor–. Vas a tener éxito porque siempre has sido habilidoso… Excepto para acertar en la diana –añadió riendo. Igor trabajaba en una ferretería. Sus compañeros se burlaban de él diciendo que sacaba de su propio cuerpo los tornillos que vendía. El brazo con el que lanzaba los dardos era muy largo y lo movía como una catapulta. Llevaba gafas amplias y gruesas, pero su mirada buscaba trayectorias que evitaban los cristales. Unía al hecho de ser desconfiado una desbordante tendencia al optimismo que dotaba a su comportamiento de cómicas contradicciones. Aquellas partidas de dardos solían ser reñidas y de desarrollo previsible. Claudio e Igor jamás bebían menos de ocho jarras de cerveza cada uno. David, que se limitaba a tomar una copa de vino, mantenía un ritmo de aciertos bastante constante. Claudio, estimulado por los primeros tragos, comenzaba destacando mucho, pero flojeaba después; Igor seguía una trayectoria opuesta pues no se entonaba hasta que había ingerido una generosa ración de alcohol. El resultado final, sobre todo, dependía de la magnitud de las ventajas adquiridas o concedidas por los jugadores más irregulares. –¡Se me empañan las gafas en este ambiente tan cargado! –protestaba Igor al principio. –¡Maldita sea la tendinitis de mi hombro! –decía Claudio en cuanto su pulso empezaba a fallar. Ese día, tras realizar un lanzamiento magnífico, David, en lugar de celebrarlo, se quejó porque, de repente, sintió un intenso daño donde el fémur derecho se unía a su cadera. –¿Qué ocurre? –preguntó Claudio. 111


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–No lo sé –respondió David colocando un dedo sobre la zona afectada–. Es como si me hubieran clavado un sable aquí. –Siéntate y enseguida se te pasará –supuso Claudio. –¿No será eso un truco para detener el juego cuando vas ganando? –sugirió Igor. –¡Cállate! –gritó Claudio–. ¿No ves que no está fingiendo? –Nunca me había sucedido esto. ¡No aguanto más! –exclamó David. –Tranquilízate. Por los síntomas, parece que no es un infarto – observó Igor. –¿Qué sabes tú de medicina, vendedor de tornillos? –contestó Claudio. –Por favor, no discutáis. Necesito ir a la clínica más cercana – dijo David, con voz apagada. –Te llevaré en mi coche –indicó Claudio. –Voy con vosotros –afirmó Igor, antes de remarcar que la partida, al haber quedado incompleta, no debía tenerse en cuenta. En la sección de urgencias del Hospital Distal, el médico que estaba de guardia frunció el ceño al escuchar las explicaciones y los gemidos de David y al percibir el aliento etílico de sus acompañantes. –Es extraño –consideró–. Podría tratarse de una necrosis femoral. ¿Bebe usted mucho? –No –se apresuró a decir Igor–. Pero toma vino en vez de cerveza. El médico ignoró el comentario que acababa de oír y, después de unos segundos de silenciosa reflexión, continuó hablando mientras recolocaba las mangas de su bata blanca: –Le administraré un calmante que le ayudará a dormir. Si sigue encontrándose mal, acuda el lunes a la consulta de la doctora Rosalía Lobo. Está en la segunda planta de este edificio. Diga que va de mi parte. Como el domingo fue para David una permanente tortura, al 112


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día siguiente, siguió el consejo que le habían dado. La doctora Lobo le recetó un potente analgésico, que debía inyectarse a diario, y, transcurridas dos semanas, cuando tuvo los resultados de las pruebas médicas que había solicitado, se atrevió a hacer un diagnóstico: –El escáner no presenta anomalías, pero el electromiograma muestra que existe una disfunción. En mi opinión, se trata de una meralgia parestésica. –¿Es grave? –No, pero ya ha comprobado usted que, a veces, resulta difícil de soportar. Se ha producido una inflamación en un nervio que desaparecerá poco a poco. –¿Y qué ha causado la lesión? –David estaba sorprendido porque, al igual que cuando le despidieron de su trabajo, su sexto sentido no le había avisado de que había que prepararse para afrontar una desgracia. –Es difícil saberlo. ¿Ha sufrido en algún momento una presión excesiva y continuada sobre esa parte de su cuerpo? En una ocasión, traté a una mujer a la que le había sucedido algo parecido porque su marido había pasado una noche apoyándose sobre ella en mala postura. –Ahora recuerdo que, una tarde en la que yo estaba recostado en el sofá, mi hija Isabel se durmió encima de mí. Sentí una molestia aguda, pero me dio pena despertarla y resistí… ¿Ha podido eso originar todo? –Quizá. –¿Qué le ocurrió a esa paciente suya? –Su recuperación fue lenta pero total. Usted también sanará. Tenga paciencia. Poco le duró a David el optimismo porque la situación empeoró. El sufrimiento le impedía vivir con normalidad. A duras penas lograba ocuparse de sus hijas. Acudía a la enfermera para que le pusiera las inyecciones calmantes con la ansiedad de un yonqui. 113


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–Es como si me hubiera convertido en una diana que recibe todos los dardos que he lanzado en mi vida –explicaba. –Así no puedes seguir –le dijo su hermana, que le visitaba todos los miércoles–. Vete a ver al neurólogo Thor Tolossé. Sus honorarios son altos, pero te curará rápidamente. A una amiga mía de sesenta y cinco años que andaba arrastrando los pies la ha dejado tan bien que, ahora, se ha apuntado a un curso de danza acrobática. Thor Tolossé realizó con David diversos estudios. Cubrió las plantas de sus pies con una resina especial y le hizo moverse en cuclillas sobre brasas de madera de teca; le metió en una bañera llena de limonada y le obligó a columpiarse bajo pulverizaciones de aceite hirviendo. Llegó a la conclusión de que, para combatir su decaimiento general, David debía tomar diariamente durante un año cuatro pastillas de un nuevo medicamento llamado frentalta. –Ha costado un ojo de la cara –recalcó Marcela al ver la factura de la farmacia–. Lo que has comprado debe tener propiedades excepcionales. Es posible que fuera beneficiosa en muchas ocasiones, pero, en el caso de David, la frentalta aceleró un terrible proceso que ni siquiera el doctor Thor Tolossé supo detener. En pocos minutos, pasaba de tiritar de frío a sentir que sus entrañas se abrasaban. Migrañas, taquicardias, espasmos, mareos, cegueras y parálisis se turnaban o amontonaban causándole un padecimiento devastador. Su sexto sentido reapareció exponiéndole un futuro en el que no conseguiría huir del ataque de cánceres y enfermedades neurodegenerativas. Temblando de miedo, permanecía en la cama mientras creía ver que las paredes de la habitación giraban y su carne era devorada por hienas. El dolor le impedía yacer cómodamente. Comía muy poco y apenas dormía. Una barba canosa y retorcida creció con rapidez acentuando su aspecto macilento y envejecido. Llamaron varias veces solicitando sus servicios para realizar reparaciones domésticas, pero fue incapaz de tener en 114


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cuenta las peticiones. Desesperado, rechazaba la ayuda de sus parientes y amigos. “¡Dejadme en paz! ¡Quiero estar solo!”, aullaba si veía que alguien estaba a su lado. Para cuidar de él y de sus hijas, Marcela pidió en la fábrica una reducción de jornada que acentuó las dificultades económicas de su familia. David se alejó de la cordura. “¡Todavía no!”, rugió cuando le sugirieron que necesitaba el auxilio de un psiquiatra o un sacerdote. Los delirios le llevaron a odiar estar vivo. Se detestaba a sí mismo y no soportaba a nadie. Su vida le parecía una sucesión de errores y se hubiera suicidado si no hubiera sido porque no deseaba causar un trauma a sus hijas. Cuando, gracias a los somníferos, dormía, se sucedía un sueño que tomó por una revelación divina: en él, moría satisfecho tras haber escrito un libro que alcanzaba fama mundial y generaba unas ganancias que permitían vivir sin apreturas a sus descendientes. Se hallaba en un estado de debilidad absoluta y nada indicaba que tenía aptitudes válidas para la literatura, pero, a pesar de ello, terminó persuadido de que el sueño se convertiría en realidad. A falta de otras opciones para su libro, David decidió utilizar las historias que contaba a sus hijas. Le pediría a Claudio, que era un dibujante excelente, que hiciera ilustraciones adecuadas para el texto y, de ese modo, conseguiría completar algo que se vendiera estupendamente en el mercado infantil. El deseo de cumplir su obligación le dotó de las fuerzas necesarias para levantarse de la cama y dar inicio a su obra: “Érase una vez una niña de cinco años que tenía un maravilloso mundo dentro”. Pasó más de media hora sin conseguir añadir una palabra a la primera frase, pero, finalmente, completó varias páginas hilarantes. “Esto es el paraíso, pero sobra gente. ¡Si, por lo menos, estuvieras tú!”, anunciaba con tinta de tomate la croqueta Enriqueta. “Es preciso que nos reunamos antes de que, en el exterior, me den por revenido. Me falta la cabeza si mi corazón no está junto al tuyo”, replicaba el pastel Rafael en un mensaje enviado dentro de una albóndiga… El esfuerzo creativo agotó a David aportando un cansancio 115


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que, curiosamente y en cierto modo, contrarrestó el que le causaba la enfermedad. Por la noche, se repitió el sueño premonitorio y, en cuanto despertó, sin revisar lo que había hecho el día anterior, decidió sustituir la narración de los amores de Enriqueta y Rafael por otra fantasía. El nuevo relato se titulaba La fuerza del faro y estaba protagonizado por Vivaz, la chispa de esperanza que salvaría a un alma condenada. Cuando la oscuridad parecía absoluta, Vivaz surgió del último parpadeo luminoso de una mente derrotada. Transformándose en un ángel guerrero, eliminó dolencias, quistes y tumores con su espada; avivó mediante lágrimas, caricias y conjuros la regeneración de los tejidos y consiguió que un cuerpo casi difunto recuperara la salud plena. La epopeya de Vivaz constaba de doscientas páginas y David apenas tardó diez días en finalizarla; tras concluirla, guardó una copia impresa en una carpeta, junto a una nota en la que explicaba a su esposa que debía ponerse en contacto con Claudio para la publicación de la obra. Apagó el ordenador que había utilizado para escribirla y se acostó, contento porque había cumplido la misión que le adjudicaba la profecía onírica. Convencido de la cercanía de su muerte, se dispuso a esperar tranquilamente el inevitable desenlace. Sin embargo, descubrió que el vigor había regresado a su cuerpo. No sentía ningún malestar. Salió de la habitación con paso firme. Marcela y sus hijas le miraron con tanta preocupación como sorpresa. –¡Estoy curado! –exclamó llorando de alegría mientras abrazaba a quienes más quería. Cuando David se presentó en el Pub Gansos del Nilo fortalecido y bien afeitado, Claudio e Igor se emocionaron al verle. –Quiero que hagas otras quinientas tarjetas para que las eche a los buzones –dijo David. –El martes estarán preparadas –respondió Claudio. –Me llamaron varias veces mientras estuve enfermo. Estoy deseando ponerme a trabajar. –Estábamos seguros de que te recuperarías –mintió Igor–. Pero me sorprende que te hayas restablecido de pronto. 116


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David explicó lo que había sucedido. –Parece que me he recuperado escribiendo –resumió. –Me gustaría leer lo que has escrito –aseguró Claudio. –Está a tu disposición –replicó David–. ¿Cuándo empieza la partida de dardos? –añadió con impaciencia. –Ahora mismo. ¿Te importa que juegue con nosotros Bartolo? –preguntó Igor, señalando a un tipo larguirucho de nariz aflautada. –Suplimos tu ausencia con un sustituto –aclaró Claudio–. Es buena persona y nos sabría mal decirle que vamos a prescindir de él. –Lo comprendo. Si me readmitís en el grupo, me parece perfecto que, en adelante, seamos cuatro –consideró David, que conocía de vista a su nuevo contrincante. –Gracias –dijo Bartolo–. Tardó bastante en completar la palabra porque hablaba con una tartamudez extrema. David reanudó sus actividades cotidianas. Aunque permanecía desempleado, tras padecer un suplicio atroz durante meses, se sentía igual que un paralítico por accidente a quien han otorgado la facultad de volver a caminar. Iba a ser testigo de nuevos prodigios. El primero se produjo mientras jugaba con sus amigos a los dardos. Claudio empezó ganando, como siempre, pero, después, no sólo no perdió su ventaja sino que la incrementó hasta acabar siendo un clarísimo vencedor. –¡Es imposible! –exclamó Igor, sin disimular su frustración mientras desempañaba sus gafas con un pañuelo de papel. –No entiendo nada –confesó David–. ¿Cómo lo has hecho? –La amistad me obliga a decir la verdad –respondió Claudio retorciendo su bigote–. Por leer La fuerza del faro, mi tendinitis ha desaparecido, mi pulso es más firme y mi puntería se ha afinado. –Déjate de cuentos. Lo que pasa es que has tenido una suerte increíble –recalcó Igor. –¿Y si fuera cierto? –consideró David–. Yo también me curé 117


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gracias a esa narración. Quizá capté por casualidad las claves de una energía curativa que se transmite mediante la lectura. –¡Basta! –gritó Igor–. No me creo ese disparate. –¿Y por qué no la lees tú para ver si funciona también contigo? –propuso Claudio. –Será una pérdida de tiempo –murmuró el escéptico. –Haz la prueba, aunque creo que lo tuyo no tiene remedio – comentó Claudio entre risas y salivazos. Una semana después, Igor vino sin gafas. Había dejado de ser miope. Al descubrir eso, el cuarto integrante del grupo reclamó para sí la oportunidad de compartir los privilegios de aquellos magníficos sucesos; al llegar el siguiente sábado, se pudo comprobar que su tartamudez había dejado de existir. –Confieso que la aventura de Vivaz me parecía absurda y aburrida, pero algo me empujó a seguir leyéndola… ¡Y ahora no hablo peor que Cicerón! –afirmó Bartolo, entusiasmado. –¡La fuerza del faro es un regalo del cielo! –estimó Igor, que se había convertido en un ferviente defensor de la obra de su amigo. –Mantengamos la calma y no nos dejemos llevar por impresiones iniciales –aconsejó Claudio–. Realicemos un análisis científico completo y verdadero. La fuerza del faro continuó dando muestras de su poder. Al hermano de Claudio se le deshicieron unos cálculos renales; un primo de Bartolo supero un grave mal de amores y una sobrina de Igor, leyendo la historia de Vivaz, tuvo un parto indoloro sin necesidad de inyección epidural. –Ahora sí que se puede afirmar irrefutablemente que la humanidad dispone de un nuevo sistema para aliviar sus penas –declaró Claudio–. Tal y como anunciaba tu profético sueño, tu familia será inmensamente rica. –Espero que no se cumpla lo relativo a mi muerte –contestó David. –¿No has visto que eso no ha sucedido? Por fortuna, tu sexto sentido combina fallos y aciertos –recordó Igor. 118


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–Tras tristes trastornos, tremendos traumas y transformados tránsitos, el triunfo torna en trono terrenal el trueno –declamó el ex tartamudo Bartolo. –La fuerza del faro va a dulcificar el destino de miles de vidas – recalcó Claudio–. Para empezar, voy a preparar en la imprenta cincuenta ejemplares. Usaré papel de gran calidad y haré la ilustración de la portada. En el poco probable caso de que no consiguiéramos despertar el interés de las principales editoriales, yo mismo me encargaría de hacer miles de copias. Tarde o temprano, terminarían vendiéndose. –Se solucionarán los problemas de mucha gente. ¡Gracias a lo que has creado, serás más influyente y famoso que el doctor Milagro! –sentenció Igor. Cuando David tuvo en sus manos un ejemplar de la primera edición de La fuerza del faro, se sintió igual que un agricultor que acaba de retirar una asombrosa hortaliza de su huerto. Pensó que Claudio había hecho un trabajo extraordinario. Era un volumen de tamaño medio y color oscuro en el que destacaban las letras brillantes del título y el dibujo de una llama con rostro de ángel. Hizo que las hojas se movieran rápidamente frente a su nariz y le pareció percibir un soplo de aire fresco. Sintió un escalofrío. ¿Cómo podía ser él el autor de semejante obra? ¿De dónde había sacado la inspiración necesaria? ¿Le había utilizado un ser superior para beneficiar al mundo? Invadido por la ilusión, David aligeró sus pasos para llegar a su casa a la hora de cenar. En cuanto vio a su esposa, le entregó el libro con una satisfacción que no hubiera sido mayor de estar ofreciendo un diamante gigante. –Qué portada tan extraña –comentó Marcela, antes de dejar La fuerza del faro junto a los folletos de propaganda de un supermercado–. Anda, ayúdale a tomar la sopa a Isabel –agregó mientras Mónica hablaba de la fresa Teresa.

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Carlos Aguirre de Cárcer Dedicado a Match Ball, blog de tenis del diario deportivo As, y a quienes han participado en él durante años: su creador, Tomás de Cos, María, Sarah, Treque, Lectora (Ana), Valkiria, Gambalink, Macade, Pau76, Heleniña, Diego, Juan, Enrique, Antonio José, Salazar, Leonardo, Esteban, El Oso, José Luis, Toribio, Lafayette, El joven Werther, Sergio, Edu, Suero, Gabriel o Alberto, de Coria, John Preston, Tetragrammaton, Torcuato, Dosmetros, Nalbandian, Skobi, Zellgadiss, Alejoazul, Vol, Luism, Pepe Le Pu, Anyone else, Caruso… Cuántas veces nos equivocamos, con los quesos y las personas. Phillippe Claudel El pobre mago, a consecuencia de no comer, porque no ganaba ni un céntimo, se quedó en la piel y los huesos. Y una tarde que tenía más hambre que de costumbre transformó su aparato de hacer cometas en un queso y se lo comió. Gianni Rodari

EL EXTRAÑO QUESO DE RICHARD MILLIONS I Desalentado y a punto de caer, estaba Richard Millions sentado en un tejado. Sus hijas le despreciaban y había perdido casi todos sus ahorros por culpa de una estafa. Los recuerdos eran para su ánimo papel de lija. “¿Habrá otro más triste y pobre que yo?”, se preguntó, con un ojo cerrado y el otro abierto, tras deshacerse de una raspa de pescado que había masticado mil veces. Pronto, halló respuesta, al comprobar que un viejo sabio se lanzaba sobre lo que él, tan desdeñosamente, había arrojado. La sorpresa le hizo abrir el ojo cerrado y cerrar el abierto. ¡Él conocía a ese hombre! –¿No es usted el doctor Franketennis? –gritó, mientras bajaba del tejado. –Le diré que sí, aunque casi he olvidado mi nombre –replicó el andrajoso erudito. 120


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–Hace mucho tiempo que no se sabe nada de usted. Se decía que podía hacer milagros. ¿Por qué se encuentra en semejante estado? –preguntó Millions. –Fracasé al injertarle pelo al ex tenista Calvassi y me quedé sin clientes –confesó Franketennis–. ¡Debían haber comprendido que aquello era una misión imposible! Yo también le conozco a usted. En otros tiempos, mostraba cartelitos a las cámaras de televisión mientras sus hijas jugaban finales de Grand Slam. No parece que le hayan ido muy bien las cosas. –En este mundo, quien no es un sinvergüenza es un desagradecido. –Sin duda. –¡Si, al menos, dispusiera de una deportista genial a la que poder representar! Recuperaría mi alegría. ¡Y me vengaría de mis hijas! –Eso tiene fácil solución –aseguró el sabio–. Escondida en una mina de carbón abandonada, conservo una máquina que diseñé para crear tenistas. Nunca pude utilizarla. –Si funciona bien, podría usted hacerse rico. –Necesito que alguien me guíe, porque, sin la información necesaria, mi invento no produce buenas jugadoras. Controlo perfectamente la mecánica del aparato, pero no del todo la técnica del tenis. –Yo sí. Mis hijas lo aprendieron todo de mí. –Me pongo a su disposición, si nos repartimos equitativamente los beneficios. –Es lógico que así sea, pero... –Richard Millions frunció el ceño. –¿Qué le preocupa? –¿Hay que robar cadáveres? –Desde luego que no. –¿Habrá que matar o secuestrar a alguien? –¿Por quién me ha tomado? –gruñó Franketennis–. ¿Se cree que soy un monstruo? Tengo mala fama por culpa de las malas lenguas, la mala suerte y los malos entendidos, pero soy honrado... 121


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Para dar vida a la tenista, usaremos harina transgénica, hortalizas variadas, vendas, esparadrapo... –¿Qué pasa? –preguntó Millions, al ver que el doctor se había callado y parecía contrariado. –Necesitamos que nos ayude “el mago”. –¿Qué mago? –Santero, claro. –¿Fabricio? –Sí. –¡Pues apañados estamos! Ese tipo es un pesado. Aún me acuerdo de aquel partido inacabable que jugó contra Clemente... ¿Y qué me dice de su despedida? Anunciaba una y otra vez que se iba a retirar, pero el día de su retirada no llegaba... ¿No podemos prescindir de él? –Hemos de crear un cuerpo que requiere algo que sólo Santero nos puede proporcionar. Confíe en mí. –De acuerdo –dijo Millions, a regañadientes. Estrecharon sus manos. Ya eran socios; a partir de entonces, se tutearon. II “El mago” había montado una academia de tenis, pero, como su estilo era difícil de imitar y sus métodos de enseñanza resultaban poco entendibles, se arruinó y tuvo que pedir ayuda al cantante y ex tenista Jarvis Noé, que pagó sus deudas. Agradecido, Santero se puso a disposición de su benefactor; antes de que se diera cuenta, se convirtió en un esclavo sin sueldo ni contrato. Noé poseía El Arca, un restaurante en forma de barco de clientela pudiente y variopinta. En el comedor más lujoso, había un escenario donde el dueño ofrecía conciertos. Santero vivía en la parte inferior del edificio, en un cuarto parecido a una sentina. Aunque desempeñaba todo tipo de funciones, preferentemente se dedicaba a producir, con ajos del Paraná y aceite de palmeras poline122


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sias, “salsa de la vida”, una especie de alioli que generaba una euforia irresistible entre los comensales; para su creación, era imprescindible manejar un mortero de ébano con unos giros de muñeca que sólo Santero conseguía dar. –Soy indispensable aquí –indicó “el mago” para responder al ofrecimiento que le hicieron. –¿Por qué no te unes a nosotros? –sugirió, por segunda vez, el doctor Franketennis–. Lo único que pedimos es que produzcas un poco de “salsa de la vida” y lo añadas al núcleo somático del que surgirá nuestra tenista perfecta. Santero dudaba, mordiéndose las uñas. –¿Tanto aprecias a Noé? –preguntó Millions. –Me sacó de un apuro tremendo –recalcó “el mago”. –Creo que le has devuelto el favor con creces… No podemos esperar más –aseguró Millions–. Si no nos acompañas, buscaremos a un sustituto. Hay un contorsionista con descalcificaciones óseas que está deseando colaborar con nosotros. Él sí que hace con sus articulaciones movimientos imposibles. –¡Ese tipo jamás podría igualarme! –bramó Santero, celoso a su pesar. –¿Has olvidado que yo te proporcioné tu prodigiosa capacidad inyectándote resina selvática? –dijo Franketennis–. Tus tendones habían quedado muy dañados tras aquel accidente que tuviste en Tahití jugando a la petanca. –Conseguiste provocarme una alergia insoportable –recordó Santero–. Practiqué mucho. Mi esfuerzo originó mi magia. Mientras discutían, se pusieron en marcha. Caminaron cada vez más deprisa. Al cabo de un rato, El Arca se perdió de vista. III Aquella mina abandonada recordaba a una lombriguera; sus galerías se pegaban a la piel. Millions, Franketennis y Santero, provistos de un casco con linterna frontal y arrastrando pesadas 123


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cargas, tuvieron que entrar a través de una grieta que, oculta tras unas zarzas, rompía la monotonía de una ladera. Los tres reptaban intercambiando cuescos debidos al esfuerzo. Santero utilizaba sus mágicas manos, agitándolas delante de sus narices para ventilar el ambiente. Sus gritos se hundían en un sumidero que había tragado anhelos de varias generaciones de mineros. –¿Es que no vamos a llegar nunca? –decía Richard Millions–. Sólo a un loco se le hubiera ocurrido esconder la máquina en este sitio. –No la traje desde fuera –aclaró Franketennis–. La creé aquí, con materiales extraídos del propio lugar; es un emplazamiento maravilloso. Llegaron a una sala repleta de estalactitas, iluminada por una luz que se parecía a la que se muestra en cuadros donde aparecen ángeles. –¡Es como si la tierra se hubiera tragado una estrella! –suspiró Santero. –¡Cállate, mago de la cursilería! –dijo Millions–. ¿Dónde está el dichoso invento? –¿No lo ves? –respondió Franketennis. Frente a ellos, había una estructura semejante a una pequeña astronave. Trabajaron durante varios días. Santero daba vueltas a un cucharón ininterrumpidamente. Millions definió las características de la futura tenista; sería muy bella y, como el tenis femenino no estaba en su mejor momento, tendría las virtudes más excelsas de hombres que estaban destacando en ese deporte. Se llamaría Nadalina Federova. El doctor Franketennis convertiría las instrucciones de Millions en órdenes para la máquina. La harina transgénica, mezclada con agua oxigenada hasta adquirir la consistencia de una croqueta, permitió crear la masa que se transformaría en carne; de una coliflor, saldría el cerebro; un coco vaciado se eligió para hacer el cráneo; una calabaza se destinó a originar el estómago y los diversos conductos se estructuraron usando 124


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puerros. Los vasos sanguíneos, en vez de sangre, llevarían “salsa de la vida”. El doctor colocó cada víscera con maestría, esmerándose al completar su obra. Dos uvas perforadas, las más vistosas de un hermoso racimo, fueron utilizadas para formar los ojos; hojas de perejil, pajitas y espigas sirvieron para definir el peinado, las pestañas y las cejas. –¿No le olerá demasiado el aliento? –preguntó Santero, al ver que, en la boca de la futura tenista, habían incrustado dientes de ajo. –Limítate a hacer lo que te digo –replicó Franketennis. El conjunto fue envuelto en esparadrapo y vendas y lo colocaron en un compartimento giratorio de la máquina. Sólo faltaba esperar a que hubiera una gran tormenta para conseguir, por medio de un pararrayos, que la momia somática se llenara de vida. –Será demasiado rara –supuso Santero. –Confiad en mí –dijo el doctor–. Hay que tener paciencia. –Mi paciencia os la cobraré cara. Para comprar lo que necesitábamos, me he quedado sin nada –recordó Millions. Su rostro adoptó una expresión soñadora. ¿Ganaría algún torneo de Grand Slam Nadalina Federova? IV Hubo que esperar casi un mes. Millions se preocupó porque la momia olía a podrido, pero el doctor le tranquilizó asegurándole que podía resistir cuarenta semanas sin perder sus propiedades fundamentales. El rayo que produjo el milagro se presentó en el momento más inesperado. Toda la mina tembló y algo semejante a un rugido aterrorizó a los allí presentes. El compartimento que ocupaba la futura tenista empezó a girar a enorme velocidad. Parecía que la masa somática iba a arder en cualquier momento. Sólo el doctor conservaba la calma; Millions y Santero estaban a punto de salir corriendo. Poco a poco, el movimiento fue cesando y se pudo ver que, aunque su envoltorio se había chamuscado, la momia no se había quemado ni se había partido; sin embargo, 125


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después de tantas vueltas, su figura parecía haberse deformado. –Ha cambiado su cabeza. Tiene un brazo más grueso que el otro. Una pierna es bastante más larga que la otra –recalcó Santero. –Tu lengua sí que es un despropósito anatómico –respondió Franketennis–. La máquina ha funcionado correctamente. Esperaron media hora, pero no sucedió nada. Un olor a guiso recalentado llenaba la sala. –¿Qué hacemos? –preguntó Millions. –Habrá que sacarla fuera para estimularla –consideró el doctor. Cuidadosamente, la llevaron por las estrechas galerías de la mina. –Pesa más que antes de estar cocida –comentó Santero. –¡Calla y mira hacia adelante! –le indicó Franketennis. Después de salir, la colocaron sobre la hojarasca de un bosque cercano. –Hay que desnudarla –dijo el doctor. El estupor fue creciendo conforme el enorme cuerpo iba quedando al descubierto; aunque su aspecto era humano, se habían producido grandes asimetrías. Era de piel oscura, llena de verrugas surgidas a partir de grumos existentes en la harina. El cráneo estaba coronado por una especie de moño con forma de queso; el brazo grande se prolongaba hasta la altura del talón de la pierna corta; las orejas se habían estirado por detrás de la nuca hasta contactar una con otra… –¡Es horrorosa! –exclamó Santero. –¿Pero qué es esto? –gritó Millions. –Está claro: ahí tienes a Nadalinda Fealoba, tal como pediste que fuera –respondió Franketennis. –¿Nadalinda Fealoba? ¡Dije que crearas a Nadalina Federova! ¡Nadalina Federova! –insistió Millions–. Has interpretado mal mis instrucciones. –¿Tengo la culpa de que tu letra sea incomprensible? –dijo el doctor. 126


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–Su aspecto podría mejorar con algo de maquillaje y quizá sea buena jugando al tenis –Santero intentó ser optimista. Para reforzar esa esperanza, le pusieron ropa deportiva. El atuendo le sentó peor que un guante a una rodilla. –Estoy harto de perder el tiempo –se quejó Millions–. Es evidente que está menos viva que una piedra. –No admito ese comentario –aseguró Franketennis. Fracasaron una y otra vez al intentar despertar a la durmiente. Finalmente, se ordenó a Santero que le hiciera un masaje pélvico con sus mágicas manos mientras le practicaba la respiración boca a boca. “El mago” obedeció y, transcurrida una hora, no pudo reprimir un alarido. ¡Nadalinda había abierto los ojos! –¡Vive! ¡Es el mayor triunfo científico de la historia! Sabía que funcionaría mi invento. La causa del ligero retraso es evidente: el alma le estaba cambiando de harina a mujer –aclaró el doctor. –¡Me está mirando con mala uva! –Santero temblaba de miedo. –Pues usé las dos piezas más bellas del racimo –recordó Franketennis–. ¡Y le coloqué las pestañas una a una! –¿Y si es feroz? ¿Y si me devora? –“el mago”, asustado, reanudó su masaje porque, claramente, percibía que Nadalinda le exigía que continuara. Un rato después, la chica hinchó el pecho y separó los labios, como si fuera a soltar un chillido. Franketennis y Williams se taparon los oídos. No se escuchó nada. Nadalinda era muda. –Ya que ha salido tan espantosa, por lo menos podía haber sido capaz de gritar como Rabiapova –se lamentaba Millions. –Puede que, con su silencio, intimide a sus rivales –valoró el doctor. –No dudo de que, si es capaz de jugar al tenis, va a impresionar a sus adversarias –reconoció Richard Millions. –¿Qué pasa? –exclamó Santero, sobresaltado porque Nadalinda, después de tensar bruscamente los músculos, se había relajado. 127


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–Es posible que haya sentido su primer orgasmo –dedujo Franketennis, sabiamente. V El estudio del comportamiento de Nadalinda Fealoba durante sus primeros días de vida deparó múltiples sorpresas. Desde el principio, se constató que la chica que surgió de la harina, pese a su limitada inteligencia, captaba mensajes y cumplía órdenes. Era bastante dócil, excepto cuando exigía que Santero le hiciera un masaje; en ese caso, su aspecto se volvía tan fiero que no parecía aconsejable contrariarla porque su fuerza le hubiera permitido arrancar un árbol de cuajo. Escuchaba bastante bien, pero fue necesario corregir su visión, que estaba poco desarrollada. Era muy chata, debido a que, durante su formación, el rábano destinado a convertirse en nariz se hundió demasiado en la masa que la rodeaba; como las orejas tampoco permitían una sujeción adecuada, se eligió para ella un modelo de gafas de buceo. –Me recuerda a Kareem Abdul Jabbar, reflejado en un espejo deformante –comentó Santero. La vista de Nadalinda apenas mejoró, pero, desde que le pusieron aquellas gafas, nunca permitió que se las quitaran. Los movimientos de la giganta eran lentos y poco coordinados; mientras arrastraba sus piernas desiguales, el moño en forma de queso oscilaba como si pretendiera hipnotizar al aire que la rodeaba. A Millions, que estaba muy decepcionado, lo único que le gustaba de Nadalinda era que no había que gastar dinero alimentándola porque comía guijarros y arena. –Has fracasado –le dijo a Franketennis–. En vez de la tenista prometida, nos has entregado un monstruo. –Después de conseguir algo asombroso, he de soportar las críticas de un ignorante –protestó el doctor–. Nadalinda tiene las características que tú le asignaste. –¡Eso es falso! –replicó Millions–. Ha salido así por culpa de tus fallos y, además, eres incapaz de corregir los errores. 128


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–Lo haré, si me pides perdón de rodillas –exigió Franketennis. –De acuerdo –concedió Millions–. Pero será después de ver los resultados. Y, esta vez, pondré lo que deseo con letras mayúsculas, para que no inventes nuevas excusas. –Habrá que volver a meter a Nadalinda en el aparato y eso puede ser complicado –consideró el doctor–. Espero que la convenzamos. –Santero la dirigirá con sus masajes –contestó Millions. –Teniendo en cuenta el pronóstico del tiempo, lo mejor es que lo intentemos mañana –dijo Franketennis–. Voy a revisar la máquina. Cuando vuelva, has de tener preparadas las instrucciones. –Me bastarán cinco minutos porque tengo muy claro lo que se debe hacer para sustituir a Nadalinda Fealoba por Nadalina Federova –aseguró Millions. Franketennis se marchó para iniciar su tarea. La tormenta que los informes meteorológicos habían anunciado se adelantó casi veinticuatro horas. Fue catastrófica; destruyó laderas enteras. El lugar cambió tanto que fue imposible hallar la grieta por la que se entraba a la mina. Pese a que la búsqueda fue exhaustiva, no encontraron al genial científico. Su fallecimiento fue asumido por todos; tras las gafas de buceador de Nadalinda, Santero creyó ver una lágrima. VI A Richard Millions no le importaba demasiado que Franketennis estuviera muerto, pero le desesperaba que, con la desaparición del sabio, se hubiera esfumado una gran ocasión de rehacer su vida. Sin embargo, pasados unos días de desconcierto, le invadió una duda: ¿Y si no era imposible convertir a Nadalinda en una deportista excelente? Estaba arruinado y le sobraba tiempo. ¿Por qué no intentarlo? Decidió dejarse el alma en el empeño. Con ayuda de Santero, Millions recurrió al ex tenista Mafin, que, junto a una apartada dehesa, había instalado una inmensa chatarrería. 129


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Disfrutaba añadiendo a montañas de escoria restos destrozados, incluyendo los de trofeos que él había ganado. Le gustaba traer allí a sus “primas”; como paso previo al inicio de una orgía, las invitaba a golpear desechos con un mazo y a introducir todo tipo de fragmentos en una trituradora. –Destruir lo que ya estaba roto, reducir lo que ya no era nada, me deleita –les explicó Mafin, durante el primer encuentro que mantuvieron. Cuando trabajaba para Noé en El Arca, Santero había oído que Mafin había instalado una cancha de tenis en su chatarrería. No era sencillo llegar hasta ella porque estaba oculta tras montañas de morralla. Mafín jamás la visitaba y ni siquiera él sabía por qué había decidido ponerla ahí; quizá quiso recalcar que, tras su retirada, esa pista se había convertido en algo tan inútil como lo que la rodeaba. A instancias de Millions, “el mago” había conseguido concertar una cita con Mafín para pedirle que les dejara utilizarla. Convenía que los entrenamientos de Nadalinda se realizaran en secreto y, para ello, no existía un sitio más apropiado que aquel. –¿A quién queréis entrenar? –preguntó Mafin. –A una persona que... –Santero miraba a Millions y no sabía qué decir. –¿Es hombre o mujer? –Mujer –contestó Millions. –¡Entonces quiero verla! –Es que es muy tímida –objetó Santero. –Si no me la enseñáis, no os daré permiso para usar la cancha. Habían ordenado a Nadalinda que esperara fuera, colocada en cuclillas, detrás de una pila de virutas. Le habían puesto un hábito de fraile; de ese modo, el antiestético moño quedaba tapado por la capucha y la asimetría del cuerpo se notaba menos. Cuando la llamaron, se irguió esbozando algo semejante a una sonrisa. –¡No está mal esta chica! –exclamó Mafin al verla. Santero y Millions no se esperaban ese comentario, aunque se decía que a Mafin le gustaban todas las mujeres. 130


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–No es de tu estilo –le indicó Santero–. Te aburrirías con ella. Es muda. –En ese caso, todavía me interesa más. –Queremos convertirla en una campeona y, si se enamora de ti, será imposible que siga el plan de trabajo previsto –aclaró Millions-. No la necesitas. Tienes muchísimas amigas. –¡Es cierto –reflexionó Mafin–. Está bien; os dejaré la pista, pero pondré varias condiciones. –¿Cuáles? –preguntaron, al unísono, Millions y Santero. –Deseo que Fabricio me prepare un kilo de “salsa de la vida” todos los meses. –Desde luego –dijo “el mago”. –Quiero que me prometáis que no se lo diréis a mi hermana. Si se enterara de que voy a ayudar a una posible rival, me mataría. –No sabrá nada –aseguraron Santero y Millions. –Y, por último, os pido que, cuando vengan mis primas, seáis discretos y no os dejéis ver. Me encanta que ellas se sientan desinhibidas y eso se vería alterado si descubrieran que anda por ahí más gente. –Seremos silenciosos e invisibles. Mafin se quedó satisfecho; desde entonces, sólo le vieron en una ocasión, cuando buscaba una taladradora que había perdido. VII Desde que cerró su academia, Santero consideraba que él no servía para dar clases de tenis; además, no veía en Nadalinda buenas cualidades; sin embargo, Millions le prohibió hacer comentarios pesimistas. –Nadie creía que mis hijas llegarían a ser grandes jugadoras – recalcó–. Tuvieron éxito porque comprendieron que el esfuerzo continuado refuerza la convicción, diluye la debilidad y conduce a que el triunfo aparezca como fruta madura. Las primeras pruebas con Nadalinda sorprendieron a Santero. 131


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Compensaba su mala vista con extraordinarias reacciones instintivas. Era incapaz de dar cuatro pasos seguidos sin caerse, pero parecía que llegaba a todas partes con su brazo largo. Manejaba la raqueta de modo fantástico, sobre todo de revés, y su saque era algo nunca visto: la pelota, siempre bien dirigida, alcanzaba enormes velocidades; ensayaba durante horas sin distraerse y, como mucho, cometía una doble falta cada semana. Sus movimientos eran tan rápidos que podía desintegrar un avispero con un matamoscas sin recibir un picotazo. Pese a sus limitaciones, podía ser una adversaria temible. El principal problema radicaba en que, si no se le daban órdenes, se desentendía por completo del juego. –En un partido oficial, sería imposible indicarle permanentemente lo que tiene que hacer –recordó Santero–. Si no sabe actuar por sí misma, lo que estamos haciendo será inútil. –Si no aprende en un año, será en dos –le respondió Millions. Pasaron varios meses. Practicaban sin tomarse una jornada de descanso. Mafin les permitió plantar un huerto cerca de la pista de entrenamiento; sobrevivieron gracias a eso. Santero preparaba platos exquisitos con ingredientes muy básicos. Poco a poco, Nadalinda comprendió que debía pegarle a la pelota siempre que pudiera, sin esperar a que le dijeran que lo hiciera. Ese avance fue importantísimo, pero su manera de jugar, aunque no era fácil de contrarrestar, al ser tan previsible como el tictac de un reloj, no transmitía la menor emoción al espectador, fuera de cierta irritación debida a la monotonía. Un día bastante caluroso, sucedió algo que asombró a Millions y a Santero. En medio de uno de los entrenamientos habituales, caracterizados por la repetición de golpes idénticos, Nadalinda realizó una dejada en la que la pelota cruzó la red, botó y retrocedió, dando el siguiente bote en la mitad de la cancha de la que procedía. –¡Increíble! –exclamó Millions. –Ha debido ser una casualidad –supuso Santero–. Una vez, conseguí hacer algo similar, frente a Malandrian, pero es absurdo pensar que ella... –¡Vuelve a hacerlo! –indicó Millions. 132


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Entre magnéticos balanceos de su moño, Nadalinda cumplió con éxito la orden treinta veces. –¡Es mejor que lo que yo hubiera podido imaginar! –reconoció Millions. Santero contemplaba a la giganta estupefacto. Siempre le había molestado que Millions la tratara despóticamente, pero él mismo la veía como un diabólico montón de harina que jamás debió existir. Empezó a dudar; quizá ella era capaz de pensar por sí misma y de tener sentimientos bellos… Durante las siguientes semanas, Nadalinda ofreció maravillosas exhibiciones, desconcertando y entusiasmando. Sus entrenadores, formando pareja, eran vencidos con una facilidad pasmosa. Ante semejante espectáculo, hasta la chatarra que les rodeaba, agitada por el viento, producía aplausos. –No ha existido un genio semejante en la historia del tenis – comentó Millions, emocionado–. Para que no resulte sospechosa, conviene que aprenda a comer algo que no sea tierra y piedras. Ha llegado el momento de mostrarla al mundo entero. A pesar de lo fea que es, caerá bien en todas partes y terminará siendo respetada y admirada. Richard se dedicó a inventar una biografía que conmoviera al público. El origen de Nadalinda sería un misterio, aunque se sugeriría que había pasado mucha hambre y había sido criada por coyotes. Se recalcaría que Millions la había descubierto, entrenado y liberado; no se ocultaría que había sido muy severo con ella, pero aparecería como un hombre de bien porque, gracias a él, la muchacha había adquirido las habilidades que la habían rescatado del lumpen. Santero no pasaría de ser un masajista. Tras una plácida noche, Millions se despertó más tarde que cualquier otro día. El convencimiento de que había alcanzado lo que perseguía le había relajado demasiado. ¿Por qué no le habían avisado? Se sobresaltó. Gritó hasta enronquecer pero no le contestaron. Horas después, descubrió que, respondiendo a un im133


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pulso simbólico, Nadalinda se había cortado el moño y lo había dejado junto a quien la había torturado. Había aprendido que no necesitaba alas; bastaba con romper ciertas cadenas. VIII Aunque jugaba mejor que nadie al tenis, a Nadalinda no le gustaba el deporte. Santero era consciente de que aquella muchacha estaba a punto de convertirse en una especie de atracción de feria de fama mundial y quiso evitarle una infelicidad permanente; además, él tampoco deseaba regresar a ese ambiente al que tanto le había costado renunciar. Abandonaron a Millions sin previo aviso porque, de otro modo, no hubieran logrado evitar un triste destino; si querían vivir tranquilos, debían alejarse de Richard todo lo que pudieran. Santero, que había nacido en Polinesia, pensó que podía ser oportuno iniciar en Hiva Oa la búsqueda de un lugar adecuado para instalarse; algo debía tener esa isla cuando Gauguin y Jacques Brel habían decidido pasar allí sus últimos días. Como carecían de dinero, Santero contactó con un chipriota que le debía varios favores; sabía que un familiar suyo poseía barcos que viajaban a Oceanía. La flota resultó ser modesta; sólo disponía de dos embarcaciones de curiosos nombres: Agüita y Wind Ow. –Nos han admitido –le explicó Santero a Nadalinda–. Será un recorrido largo porque, en vez de ir por el Canal de Panamá, bajaremos hasta el Cabo de Hornos. No tenemos prisa por llegar; lo importante es salir de aquí cuanto antes. Nadie nos preguntará nada. Es gente acostumbrada a extraños negocios e itinerarios y a llevar cargas siniestras y pasajeros estrafalarios; ni siquiera tú les llamarás la atención. Si queremos que no nos molesten, debemos comportarnos igual que ellos. El Agüita partió a la semana siguiente. Era un vetusto carguero de treinta metros de eslora que navegaba bajo bandera filipina. El capitán era de Bonaire y su tripulación incluía a personajes procedentes de todos los continentes. Junto a Nadalinda y Santero, 134


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viajaba un trotamundos gaditano que los entretenía con sus ocurrencias. Era flaco y cabezón y se llamaba a sí mismo Sansón. Presumía de ser un hombre de adjetivos a un eco pegados: viajado, ajado; leído, ido... –Hay un refrán que dice que no hay quinto malo –aseveró Sansón–. Se refiere a los toros porque parece ser que el quinto de los de una corrida lo seleccionaba con cuidado el propio ganadero. Sería un error reducir ese dicho al campo de la tauromaquia. Lo de que no hay quinto malo tiene validez universal; pensemos en la quinta sinfonía de Beethoven o en el quinto paseo de Rosseau... Sin embargo, la aplicación más importante radica en que, en toda vida, hasta que no se halla el quinto amor no se conoce lo que más se asemeja al paraíso. Por desgracia, muchos, obsesionados a causa del primero, no llegan a alcanzar el quinto o lo dejan pasar sin aprovecharlo... No me miréis así. Os habla un sabio; no en vano he pasado la mayor parte de mis días en las Islas Salomón... Sansón reía igual que si estuvieran haciéndole cosquillas. Su convencimiento era tan chocante y visceral como inestable. Meses atrás, durante su anterior travesía, había defendido la malignidad del número cinco poniendo como prueba que los quintacolumnistas habían sido responsables del fusilamiento de su abuelo… Si hubiera podido hablar, Nadalinda le hubiera preguntado muchas cosas, pero no olvidaba que Santero había recalcado que debían ser sumamente discretos. El viaje le pareció fantástico. Conoció las costas cálidas de Sudamérica y vio los picos nevados y los pingüinos de las Islas Georgias del Sur. Le conmovían los cánticos de los marineros. Uno de ellos, Casto, era de Chiloé y presumía de no hacer nunca honor a su nombre en cuanto bajaba del barco; tocando su armónica, interpretaba todo tipo de melodías; su voz era más desagradable que un graznido, pero conseguía transmitir sus emociones. A Nadalinda, le encantaba escucharle, igual que a Paolo, un siciliano al que le faltaba una oreja, o a Duncan, un escocés de la Isla de Bute que dedicaba tarareos a Rothe135


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say Bay... Cuando, llegado el mes de abril, atracaron en Rapa Iti, Nadalinda sintió que había llegado a su destino, aunque le daba pena abandonar el Agüita. Quería vivir allí y se lo comunicó a Santero. –Hay sitios más hermosos que este –le aseguró “el mago”–. ¿No prefieres estar junto a una playa llena de palmeras? Nadalinda había aprendido a escribir y le contestó usando un papel: “Buscamos rincones apartados, no sitios turísticos o muy poblados. Debo hacer caso a Sansón. Es la quinta isla de la que me he enamorado”. Apenas se ha sabido de ellos desde entonces. Parece que los nativos les aprecian y los militares no les molestan. Se dice que Nadalinda es feliz buceando y pescando junto a los islotes de Tauturau y Marotiri. Su moño ha reaparecido, duplicado, a ambos lados de su cabeza, lo que hace que, mientras nada, su silueta recuerde a la de un tiburón martillo. Están instalados en una confortable cabaña y se rumorea que han montado un modesto restaurante, no lejos de la fortaleza de Morongo Uta, en un lugar que antes ocupó Thor Heyerdhal. Se llama La Quinta; la especialidad de la casa es la “salsa del amor”, una variedad de la “salsa de la vida” a la que se ha añadido café local. De vez en cuando, algunos marineros les visitan y, en un ambiente relajado, cantan emotivas canciones. IX Richard Millions no se había recuperado del disgusto que le produjo la fuga de Nadalinda y Santero. Su rabia crecía y, a veces, se sentía igual que un globo a punto de estallar. Entre los restos de un tractor, había encontrado una radio que todavía funcionaba; sus pilas se estaban acabando y, como apenas podía escuchar las noticias, la apretaba contra sí mismo con tanta fuerza que parecía que intentaba metérsela por una oreja. Su barba le llegaba al pecho y el olor que despedía ahuyentaba incluso a las ratas. Mafin tuvo 136


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que vencer una profunda sensación de asco para acercarse a su lado. –Aunque no me molesta que estés aquí, debes marcharte –le dijo-. Ayer, una de mis primas lloró de miedo al verte con la mirada extraviada y ese sucio queso del que nunca te separas. No puedo permitir eso. –¿Me dejas quedarme esta noche? –suplicó Millions–. Hoy, hace frío. –De acuerdo, pero te irás en cuanto amanezca. No hay otra alternativa. Lo siento. Richard comprobó que, en su caída, aún no había tocado fondo. En la chatarrería, disponía de un refugio que le protegía del viento y se alimentaba de lo que producía el huerto y de pequeños animales que cazaba gracias a trampas que montaba. Tuvo que acostumbrarse a dormir entre los matorrales de los parques públicos, junto a cunetas hediondas y en coches abandonados. En una ocasión, le faltó poco para pedir ayuda a sus hijas, pero se lo impidió su orgullo, que no conocía más fase que la de la luna llena. Sabía que era un mendigo condenado a sobresaltarse tras cada ruido imprevisto; pese a todo, estaba dispuesto a resistir. Suponía que su situación mejoraría en cuanto descubriera el paradero de los dos fugitivos. Millions pensaba que Nadalinda y Santero habían huido para no tener que repartir con él los millones que iban a ganar gracias al tenis. Debía esperar a que la chica se hiciera famosa. Tarde o temprano, se encontraría frente a los traidores y les amenazaría con divulgar su secreto, si no recibía una altísima compensación económica a cambio de su silencio. Él tenía una prueba incontestable de la veracidad de la historia del doctor Franketennis: ese moño viscoso e incorruptible que todo el mundo tomaba por un queso y que él protegía como si fuera un tesoro. Sin embargo, cuando pasaron dos años sin que hubiera noticias de la aparición de una tenista extraña y brillante, empezó a agobiarse. ¿Y si Nadalinda y Santero habían sufrido un acci137


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dente? Probablemente, habían muerto; de lo contrario, habrían dado señales de vida porque carecía de sentido renunciar a una fortuna. Una madrugada, Millions, helado, sediento y desnutrido, presintió que se moría. Desesperado, tuvo una repentina ocurrencia: ¿sería el moño de Nadalinda comestible? Nunca volvería a ver a los fugitivos; era absurdo conservar un objeto que sólo hubiera servido para chantajearles. Él había llegado a tragar arañas. ¿Por qué no hacer lo mismo con aquel supuesto queso? Con torpeza, abrió la caja donde lo guardaba; había contenido un sombrero y la había encontrado junto a unos grandes almacenes. Durante unos minutos, contempló aquella masa negruzca; aunque podía ser venenosa, finalmente, se decidió a probarla. Esperaba que fuera correosa, pero fue fácil trocearla. Se deshacía en la boca. Carecía de olor y resultaba insípida pero, sobre su cuerpo convertido en desierto, cayó como maná vivificador. Llorando de alegría, comió hasta sentirse saciado. Por primera vez en mucho tiempo, durmió sin tener pesadillas. X Millions despertó después de que hubiera transcurrido un día entero. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al abrir la caja, vio que el moño de Nadalinda estaba intacto. Eso le convenció de que había mezclado los sueños con la realidad a causa del cansancio. Al atardecer, volvió a tener necesidad de comer y partió de nuevo “el queso”; se repitieron las sensaciones que, la noche anterior, había tomado por reales… ¡y el moño reapareció, íntegro, a la mañana siguiente! Sabía que se trataba de materia orgánica no convencional, pero era impensable que se produjera semejante prodigio. Para valorar sus efectos, Millions convirtió aquel alimento en el componente exclusivo de su dieta; al cabo de algunas semanas, aparentemente, gozaba de buena salud. En cuanto comprendió la trascendencia de su hallazgo, Millions 138


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supo que, por fin, había descubierto la manera de ser millonario; que el camino que debía seguir para serlo no tuviera nada que ver con el tenis le gustó porque se había cansado de depender del rendimiento deportivo de personas de naturaleza traicionera. Como el extraordinario material destinado a enriquecerle, pese a proceder de la harina, se asemejaba a un queso inflado, Millions lo bautizó con el nombre de quesinfla. Dedicó varios meses a estudiar las propiedades de esa sustancia. Las unidades que se formaban siempre eran de cuatro kilos; si se dividían, las partes resultantes volvían a juntarse sin dejar señales; pero, si los fragmentos alcanzaban una masa mínima de un kilogramo y se alejaban unos de otros más de noventa centímetros, cada uno producía lo que faltaba para obtener una pieza entera. En condiciones óptimas, un “moño” completo de quesinfla se duplicaba en un plazo de seis días. Adquiriendo los derechos correspondientes, Millions consiguió ser el beneficiario casi absoluto de la comercialización de la quesinfla. Más adelante, revelaría que fue el desaparecido doctor Franketennis quien la había creado, aunque nada diría de Nadalinda; Richard estaba convencido de que la chica se había vuelto a convertir en harina y sus restos habían sido dispersados por el viento; ni siquiera un masaje del mago Santero, que también debía haber fallecido, hubiera podido recomponerla. Millions puso en marcha su negocio gracias a un préstamo facilitado por un genio de la informática para quien el dinero significaba poca cosa; le ayudó que fuera un admirador de sus hijas; debía ser el único que desconocía que Richard llevaba mucho tiempo sin hablar con ellas. La empresa productora de quesinfla progresó a una velocidad endiablada. Su éxito alteró el mercado de los alimentos a escala mundial. La multinacional MESPANTO, apoyándose en cifras astronómicas, presentó a Millions una oferta difícil de rechazar; planeaban crear la filial QUESPANTO para la producción y 139


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distribución de quesinfla. Cientos de científicos trabajarían para controlar la capacidad reproductora del producto haciendo que su regeneración quedara interrumpida en ausencia de ciertos factores de crecimiento debidamente patentados; se ampliaría su variedad, ofreciendo todo tipo de texturas, precios, sabores y colores. Los consumidores debían convencerse de que no se podía sobrevivir sin quesinfla. Hay quien piensa que, con la quesinfla, desaparecerá el hambre del mundo; otros, por el contrario, consideran que, si el triunfo de QUESPANTO es absoluto, la especie humana estará en peligro. Si se pregunta a la gente sobre este tema, la mayoría se encoge de hombros.

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Cunetas El perro representa al mundo sedentario y respetable en su forma más hostil… Respeto mucho a los perros en el círculo doméstico, pero, en la carretera o durmiendo al raso, los detesto y temo. Robert Louis Stevenson Por una vez que maté a un perro, me llaman mataperros. Refrán popular.

DE PERROS I Soy Serafín Esarte, conocido internacionalmente por ser el autor de la obra teatral Falta pan para cuatro en la mesa cinco. Desde hace meses, se están diciendo falsedades y me veo obligado a defender mi prestigio. El origen de mis males hay que buscarlo en la época previa a la celebración de los Juegos Olímpicos en la localidad donde resido. La proximidad del evento trastornó a la gente, que se aglomeraba en gimnasios, estadios y piscinas. Un sudoroso desenfreno alteró todo ritmo urbano. Cada peatón era un velocista que podía ser arrollado por un patinador o un ciclista. Al caminar, había que ser cuidadoso para no pisar a quienes hacían flexiones o abdominales. Los coches cruzaban las avenidas igual que si participaran en una carrera y era frecuente ver figuras agarradas a toldos, semáforos, árboles o brazos de estatuas, resoplando mientras potenciaban sus bíceps. Algunos avanzaban, mirando un cronómetro, sin dejar de tragar píldoras de glucosa y vitaminas. Los viejos se mezclaban, a saltos, con los niños y, por sus expresiones aterradas, se hubiera podido pensar que huían del infierno. El deporte y su entorno siempre me han resultado más molestos que afeitarme con tortícolis, pero, aquella temporada, se me hubiera acusado de falta de patriotismo si hubiese confesado tales aversiones. Para colmo, mi esposa, a quien jamás había molestado mi gordura, influenciada por sus amigas, empezó a decirme que mi barriga le daba más asco que un lavabo atascado. 141


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Me llamó vago e inepto tantas veces que, al final, en un arranque de mal genio, le aseguré que iba a participar en un maratón popular y que acabaría la prueba. Tras escucharme, soltó una carcajada tan hiriente que me propuse cumplir mi promesa; aquello fue el germen de mis desgracias posteriores. Una vez tomada la decisión de que mi cuerpo se esforzara más allá de sus limitaciones naturales, era necesario disponer del equipo adecuado; para adquirirlo, me dirigí a unas galerías comerciales donde había buenas ofertas. Diversos rodeos, dependientes de la megafonía, me llevaron hacia a un estante donde había zapatillas de competición a precios reducidos. Elegí sin fijarme demasiado; mi corazón palpitaba como el de un soldado infiltrado en tierra enemiga. Un empleado se acercó igual que un chacal en busca de carroña. –¿Qué desea? –me preguntó. –Un chándal... Es para mi primo… –¿Su primo se parece a usted? –Sí –contesté, ruborizándome–. Su constitución es similar a la mía. –Claro... Le mostraré unos ejemplares que a usted le sentarían... Después de desaparecer tras un mostrador, volvió con varias cajas. –¡Cualquiera sirve! –dije. –¿No escoge el modelo? –Me es indiferente. Ya le he dicho que no es para mí. –¿Le quito el precio? –Me parece buena idea. –¿Lo envuelvo usando papel de regalo? –¡Haga lo que quiera, pero apresúrese! –contesté con irritación. Estaba pasando un mal rato; no quería que ningún conocido me descubriera allí. El vendedor se encogió de hombros. En cuanto me entregó mis compras, salí de allí tan rápido como pude; mi primera acti142


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vidad atlética fue, por tanto, anterior al estreno de mi indumentaria deportiva. II La vergüenza que sentí en los grandes almacenes se incrementó, en mi casa, cuando me probé lo que había traído. Me había llevado dos zapatillas del pie izquierdo, pero no me apetecía ir a cambiarlas; afortunadamente, eran de un número muy superior al que yo uso. Si ataba los cordones con fuerza, podía caminar sin demasiadas molestias, aunque, yendo así, mi aspecto se asemejaba al de un payaso. El chándal, opuesto a lo que yo hubiera deseado, era de un rojo que recordaba a las callosidades de los mandriles y estaba adornado con cruces amarillas y estrellas verdes. Al mirarme al espejo, me sentí mal. Mi imagen hubiera podido ser la anamorfosis de un muñeco hecho con nudillos y vestido por un sastre loco. El menor movimiento creaba ondas mantecosas que se transmitían desde mis nalgas a unas piernas que parecían más difíciles de tensar que el arco de Ulises. Detesto hacer el ridículo. Fui el consabido colegial rollizo objeto de burlas colectivas y me costó hacerme respetar. No quería provocar risas similares a las que había tenido que aguantar a mi esposa. ¡No saldría a correr disfrazado de mariposa tropical! Los domadores dominan a fieras de infancia domesticada; si mis aversiones eran semejantes a leopardos crecidos en libertad, ¿cómo podría amaestrarlas? En mi opinión, el exceso de movilidad nos acerca a la muerte; si las moscas supieran permanecer tranquilas, en ausencia de enemigos, quizá pudieran vivir cien años. ¿Por qué debía yo acortar mi existencia con carreras más dañinas que el peor vicio? Mis convicciones son firmes; sin embargo, soy capaz de convertirme en lo que no soy para demostrar que no soy incapaz. Este complicado razonamiento altera mi vida. Estuve un rato reclinado junto a mi cama. Imaginar trotes o ejercicios atléticos disipaba mi ánimo, pero la rabia me sacó de ese estado. “¡Te vas a enterar!”, mascullé pensando en mi esposa. 143


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En mi biblioteca, que es variada e inmensa, encontré algunos libros sobre la salud y el deporte. Por su interés inmediato, elegí Vamos a correr, del Dr. Mangando, y Gimnasia contra la abulia, de un tal Chestwolf. Tanto el Dr. Mangando como Chestwolf recomendaban levantarse temprano. La idea me incomodaba; me gusta permanecer en la cama hasta que el sol se muestra en plenitud. El trabajo no me asusta; resisto escribir durante quince horas seguidas, pero a la hora de dormir no me marco límites. Sin embargo, dado el reto que me había fijado, consideré que me convenía madrugar. Cambié mis hábitos paulatinamente. El Dr. Mangando comentaba que subir escaleras sin prisas era saludable; consideraba un logro la ascensión de cada peldaño y sugería que no se usaran siempre los ascensores. Como todavía no quería entrenarme al aire libre, estimé que su indicación era oportuna. En aquel tiempo, vivíamos en un chalet de tres pisos; lo compré porque, cuando me casé, había previsto tener muchos hijos. Desde que mi esposa se quejó de mis ronquidos, nos habíamos repartido la casa; prácticamente, sólo me encontraba con ella si iba al comedor o a la cocina. Establecí un circuito que me llevaba por una escalera de caracol y varios pasillos; pensaba dar cinco vueltas alrededor de mi despacho y saltar diez veces abriendo los brazos junto a mi cama. Si cerraba con llave algunas puertas, podía moverme sin que me molestaran. Chestwolf asegura que la música ayuda a hacer ejercicio. Tuve en cuenta sus sugerencias. Cuando me veía pletórico, escuchaba a Stravinsky y, si me sentía débil, elegía que mi espíritu se viera remolcado por Mozart. La primera vez, estimulado por las melodías, ascendí muy deprisa y descendí rodando. Desde entonces, aunque no evité un par de caídas, subí pausadamente, aferrándome a la barandilla. Mi progreso fue evidente. Al principio, después de desayunar mi papilla energética del Dr. Mangando, usaba el chándal, pero, pronto, prescindí de él y me limité a llevar unos calzoncillos y las zapatillas gemelas. Un día, conseguí hacer el re144


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corrido cincuenta veces. Empecé a imaginar que escalaba montañas; incluso usé un plumífero y llené una mochila con las obras completas de Freud para transportar un peso similar al del equipo de un alpinista. “Viajé” hasta cordilleras remotas y creí conquistar cimas jamás holladas. No me detuvieron las ampollas, la asfixia y el vértigo. Insistí hasta que, un atardecer, alcancé el número de subidas necesario para situarme en la cúspide de la Tierra. Mi fantasía premió mi hazaña ofreciéndome un panorama espectacular. III Tras haber analizado, con ayuda de un plano, diversos rincones de la ciudad, me dirigí al Parque Majagraz, cerca del Monumento al Meridiano de San Fenesto, donde, entre los árboles, habían acondicionado un circuito pedestre con aparatos para hacer gimnasia. Si se eludía un cerro con un terrible repecho, el recorrido era bastante llano. Me pareció un sitio tranquilo y con mucho espacio para estacionar el coche. Como ya me había acostumbrado a madrugar, decidí acudir allí poco antes del amanecer, cuando no hubiera nadie. Los nervios me impidieron dormir. Sonó el despertador y desayuné. Me puse un abrigo sobre el chándal y coloqué en el portaequipajes un termo lleno de café y una nevera con bebidas refrescantes. Las calles estaban casi desiertas. Aparqué el vehículo, me despojé de lo sobrante y respiré intensamente. Helaba. Hice, con pésimo estilo, dos flexiones y cuatro abdominales y, tras dar varios brincos, inicié una carrera suave. Cuando llegué a la terrible cuesta, me detuve. Miré el reloj: había aguantado casi media hora y mi pulso no estaba mal. Se me escapó un suspiro de triunfo. Acentué mis esfuerzos poco a poco. Ni siquiera los días festivos descansaba. La llegada del invierno no detuvo mis entrenamientos. Terminé apreciando la indumentaria que tan sumisamente se empapaba de mi sudor. El calzado, pese a ser barato y de morros paralelos, daba buen resultado. Lavaba el chándal en secreto y lo 145


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secaba en mi habitación, junto a un radiador. Creía que mis andanzas no habían sido descubiertas. Al mediodía, al verme aparecer en la cocina, mi esposa debía creer que me acababa de levantar. Desde que dormíamos separados, apenas nos prestábamos atención; nuestra relación atravesaba épocas de frialdad esteparia. Hasta tal punto me acostumbré a que no hubiera nadie en el Parque Majagraz a las horas a las que yo acudía que, la primera vez que sentí pasos distintos a los míos, me asusté y me oculté tras un arbusto. Me encontraba cerca de unos troncos que, encadenados a un bloque de cemento, quedaban a disposición de quien quisiera hacer ejercicio. Una joven se acercó, colocó una madera sobre sus hombros y se dedicó a hacer diversas contorsiones. Su camiseta mostraba la firmeza estilizada de sus brazos y parte de una espalda deliciosa. Debido al vaivén de su cintura, su ombligo aparecía y desaparecía con la cadencia de un guiño lujurioso. Mientras los balanceos tensaban sus pezones, yo no sabía si prestar más atención a la perfección de su cara o a sus piernas, alargadas y diamantinas. Antes de que hubiera podido asimilar la impresión que su presencia me había provocado, ella depositó muellemente el tronco en el suelo y desapareció a gran velocidad, dejándome convencido de que la naturaleza había decidido cederle los encantos del cisne, la gacela y la pantera. Tardé unos minutos en salir de la mata donde me había refugiado. En cuanto regresé al camino y empecé a trotar, escuché que alguien me estaba siguiendo. Giré la cabeza y percibí que, tras completar una vuelta al circuito, la chica había reaparecido. Su visión me atrajo más que una mano alzada a un taxista. Esta vez no me escondí. Mirándola de frente, me situé en mitad del sendero, suponiendo que, al vislumbrar mi voluminosa figura, ella se detendría. Sin embargo, mi presencia no modificó su comportamiento y pasó junto a mí dejando un olor a flores. La seguí con la mirada y, al observar el baile de sus caderas, comprendí que no me importaba hipotecar 146


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mi alma por ser el guardián de aquel tafanario. Cuando estaba a punto de perderla de vista, lancé un viril aullido: –¡Espera! Pese a mi esfuerzo, no conseguí alcanzarla. Dejando que mi masculinidad aflorara en cada alarido, empleé diversos ruegos. “¿Quién eres? ¡Dime tu nombre!», supliqué. Sin reducir la cadencia de sus zancadas, mostró su rostro por un momento y me contestó: –Diana. –¡Quiero hablar contigo! –De acuerdo –accedió, permitiendo que me pusiera a su altura; sus dientes me parecieron joyas–. Vengo a hacer deporte y quiero aprovechar el tiempo; podemos conversar, siempre que no interrumpamos la marcha –me explicó. –Me llamo Serafín Esarte –quise estrechar su mano, pero ella reanudó su carrera–. ¿A... qué... te... dedicas? –conseguí añadir, entre resuellos. –Soy geriatra –el movimiento no alteraba sus silabeos. –Acudo aquí... a diario... a estas horas... y nunca te había visto –comenté. Advertí que llegábamos a la cuesta; ya la había subido una vez, pero no a ese ritmo. –Trabajo en un hospital y mis turnos no siempre me permiten salir temprano. Por otra parte, este circuito es tan pequeño que termino aburrida de girar alrededor del mismo sitio. Necesito recorrer al menos veinte kilómetros para relajarme. Diana hablaba sin dejar de acelerar su marcha. Al ascender por el repecho, aguanté a su lado hasta que sentí que las costillas eran fieras para mis pulmones. Caí sobre un matojo, pero ella no se detuvo. –Hasta luego –me dijo desde la cima de la colina. Me costó bastante incorporarme. Me dolía todo, por culpa del orgullo. Poco después, noté de nuevo sus pisadas. –¿Aún sigues ahí? –preguntó, sin alterar su carrera. 147


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–Quizá me quede a vivir aquí –repliqué. –Curiosa idea. Aunque deseaba perseguirla, me contuve. Aprovechando mi conocimiento del terreno, me dediqué a esperarla, variando mi posición astutamente. No supe detenerla; para ello, hubiera sido preciso usar una maroma. Intentar alargar la conversación resultaba más complicado que sacar una foto a una bala; sin embargo, como ella me contestaba siempre, conseguí, vuelta a vuelta, establecer un diálogo desmembrado que, a causa de mis estúpidas preguntas, apenas me proporcionó información válida. –¿No te apetece charlar? Como eres geriatra y yo ya estoy para pocos trotes, debería parecerte un tipo interesante –le sugerí, pavoneándome. –Eres demasiado joven para intrigarme profesionalmente. –¿Y para otras cosas? –Resultas algo mayor –respondió sonriendo. En cuanto la divisaba, gritaba; cuando se iba, aguardaba al próximo encuentro. Mis intervenciones fueron ridículas: –¡Daría un riñón por pasar un rato contigo! –¿No entregas tu corazón? –Sin corazón, ¿cómo disfrutaría de tu presencia? Pensé que, si me concedía una cita para ir a cenar, habría que atar sus piernas para que no se moviera alrededor de la mesa como un caballito de feria. Ni el cansancio ni mis comentarios la descompusieron hasta que anunció su partida: –Ha sido un placer conocerte. Me marcho. –¡No te vayas! ¿Dónde vives? ¡Te acercaré en coche! –Prefiero ir corriendo. –¿Volveremos a encontrarnos? –Supongo que sí. Aunque me hubiera dicho que no, hubiera acudido a diario al parque esperando verla.

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IV El cándido canto del can canalla y caníbal que cantaba en cacán el cancán de Cancún era un trabalenguas que, de niño, no me hacía ninguna gracia. Sé que mi historia no es oportuna, ahora que se celebra el Año Internacional del Perro, pero, cuando veo esos carteles conmemorativos bajo los que bien podría leerse la expresión “yo te lamo, amo”, enfermo de rabia. Mis problemas con la estirpe ladradora surgieron en mi infancia. Veraneaba con mis padres y algunos familiares en una localidad costera. Uno de mis primos, cinco años mayor que yo, tenía un dogo y le encantaba huchearlo para asustarme. Chalán, el perro, se acercaba abriendo sus fauces y me arrinconaba, en espera de nuevos mandatos. Entonces, me obligaban a recitar el cándido canto del can canalla y caníbal que cantaba en cacán el cancán de Cancún; si me equivocaba, el dogo, a instancias de su amo, rugía espantosamente. El suplicio terminaba cuando mi primo consideraba que me había hecho sufrir bastante. “Como te chives, Chalán te matará”, me amenazaba antes de marcharse. Durante la tortura, solía manchar mis pantalones y, para no ser descubierto, me metía en el mar, a pesar de que mi madre se enfadaba al ver que me había bañado vestido. Odiaba a mi primo y a su colega con toda mi alma. El día que supe que el temido animal había atacado a un camión y, de su fiereza, unos neumáticos habían hecho despojos, casi me muero de gusto. Quizá algún psicoanalista hubiera diagnosticado que mi fobia corresponde al miedo que cada cual tiene al perro que lleva dentro, pero creo que su origen estaba justificado. Es lógico que me resulten antipáticos los descendientes de Cerbero. Su labor, si existe alguna, suele beneficiar a unos a costa de perjudicar a otros. Se parecen demasiado a las personas a quienes parasitan; son híbridos deformados por siglos de una convivencia viciada. Participan incluso de nuestras luchas de clases; mientras sufren 149


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persecuciones y pasan hambre los pulgosos vagabundos, ¿acaso no hay clínicas, burdeles y salones de belleza para chuchos privilegiados? No niego que aparecen, entre su casta, siervos de nobleza y lealtad destacables, pero sirva de analogía el hecho de que la presencia de un santo no glorifica a la humanidad entera. Esta argumentación me permite definir la base de mi historia y declarar que, aunque en algunos casos sea un gran amigo de su amo, no considero que el perro es el mejor compañero del ser humano. Llegó la primavera. Ya era capaz de correr a un buen ritmo alrededor del circuito, incluyendo la cuesta. Un día, en la explanada donde habían colocado cuerdas para trepar, divisé la figura de un anciano. Me pareció un hombre agradable. Desde que coincidí con Diana, no había visto a nadie en el parque. Olvidando la timidez que me provocaba llevar mi chándal, me acerqué a saludarle. –Buenos días...–me interrumpió el gañido de un cuerpo diminuto, mordiente sin dejar de ser lamedor. –¡Quieta, Picrócola! –susurró el viejo, con voz averiada. Estaba próximo a golpear al sordo ser cuando me detuvo un horrible ronquido surgido bajo una lengua repleta de landrillas. Antes de que pudiera reaccionar, una bestia más peligrosa que la que arrolló a Rosseau situó su garganta frente a mí, cerrándome el paso. –¡Tranquilo, Cecias! –murmuró el anciano–. No se preocupe. Actúe con naturalidad y le dejarán en paz. Reaparecieron sensaciones de mi infancia. Por un momento, creí que el sabueso de mi primo había resucitado para atacarme. Incapaz de escapar, me protegí el cuello con las manos, empleando la misma fuerza que si hubiera querido estrangular a alguien. Aquellos dos ejemplares armaban una bronca equiparable a la de una rehala. Picrócola era un bultito lanudo e hiperactivo; esparcía por doquier restos hediondos y, en ausencia de pantorrillas, se agotaba mordisqueando su propia cola. Cecias, ajeno a la manse150


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dumbre de ciertos perros gigantes, debía ser fruto de incontables bastardías; su cabeza era del color de la lava solidificada, con manchas blancas que recordaban a letras alrededor de su ojo derecho; su rabo parecía un postizo sobre un cuerpo de patas desiguales. Me miraba con torvos brillos, mientras la baba superaba la barrera de sus dientes. Supuse que sólo Picrócola y su dueño se hallaban a salvo de su ira. –¡Venid aquí, traviesillos! –el dueño mostró una ramita y la arrojó sin fuerza. A su llamada, pensando que ofrecían otra cosa, quizá acudieron las hormigas, pero los cánidos hicieron caso omiso y multiplicaron sus imprecaciones extranjeras. –¡Por favor! –supliqué–. ¡Haga algo! –Relájese –recogiendo la mencionada varita, el viejo percutió dulcemente el espinazo de sus mascotas–. ¡Vámonos! Es tarde. ¿Quién quiere comer huesitos? Lo ignoraron como a lo invisible. La garganta de Cecias se abalanzó sobre mí y, no sin manchar el chándal como antaño hacía con los pantalones, recuperé la movilidad. Corrí desesperadamente hasta arrollar un zarzal; allí, constaté que, incluso en un parque, espinos, cardos y ortigas pueden ser vecinos. –¡Cuánto lo siento! ¿Se ha hecho daño? ¿Le ayudo? –preguntó el señor. –¡Vaya con sus bichos a comer mierda! –repliqué, consciente del mal olor que emitía mi trasero y haciendo recuento de ampollas y magulladuras. Con ayuda de su bastón, el anciano se retiró ofendido; los chuchos lo siguieron adoptando aires de bondad perruna. En un principio, había tomado al hombre por un caballero venerable, pero, esfumada la impresión inicial, hubiera descargado sobre él mil latigazos. No interrumpí las visitas al parque, pero, desde entonces, mientras recorría el circuito, daba rodeos dignos de un fugitivo de la ley. La inquietud afectaba al deseo de volver a ver a Diana. 151


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Detrás de las sombras, podía hallarse el objeto de mi naciente amor o fauces hermanas de las que me aterraron durante mi niñez. V Sólo faltaba un mes para que yo participara en el maratón popular. Intensifiqué mis entrenamientos. Había nevado a finales de abril. En el parque, las ramas parecían uñas de osos polares. Corrí como si fuera un polizón que, sin sufrir, hubiera ocupado mi propio cuerpo. Al llegar al final de la cuesta, cuando más vigoroso me sentía, la pequeña Picrócola surgió de improviso y me hizo perder el equilibrio. Caí por la ladera formando una bola de nieve. Acompañado por un séquito de piedras y restos de vegetales, configuré una secuencia digna del cine mudo. Intenté incorporarme, pero me lo impidió un dolor intenso. Tenía las rodillas bloqueadas; sin embargo, la aparición de Cecias demostró que aún era capaz de dar varios pasos. Recorrí algunos metros antes de desplomarme y quedar a merced del monstruo. El perrazo no desaprovechó la ocasión y se recreó en su tarea; sólo se marchó después de haberme dejado las nalgas igual que la manzana de Eva tras cometerse el pecado original. Lancé todo tipo de alaridos sin que acudieran a socorrerme. El chándal estaba destrozado y lleno de sangre. Notaba alfilerazos en las rótulas. Me agoté reptando. Comenzó a nevar de nuevo. El frío amorataba mis labios mientras los copos se acumulaban sobre mi espalda. El viento respondía a mis gritos con el silbido de una extraña risa. El desánimo se apoderó de mí y pensé que mi cadáver congelado mostraría al mundo que había compartido el destino de Acteón inmerecidamente. –¡Qué barbaridad! –exclamó alguien, interrumpiendo un sopor que yo tomaba por el último sueño–. ¿Qué ha ocurrido? Elevé la cabeza y pasé las mangas por mis ojos. ¡Era Diana! Resultaba humillante yacer así ante ella. –Es una herida fea –comentó–. ¡Hay que curarla enseguida! 152


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–¡Han sido unos perros! ¡No puedo doblar las piernas! –¡Las dos rodillas! –dijo ella, tras un doloroso examen–. ¡Qué mala suerte! Iremos al ambulatorio más cercano. ¿Tienes coche? Yo conduciré. –Está aparcado a la salida del parque. Me ordenó que me colocara boca abajo sobre una rama de pino, rota por la nevada, a la que yo había desplazado mientras caía. Pese a que el contacto con las acículas me molestaba, siguiendo sus instrucciones, me agarré a esa improvisada camilla. Aunque la chica me arrastró con cuidado, aquello fue un suplicio que me acercó al desmayo. Cuando llegamos al vehículo, suspiré aliviado, pero, antes de verme dentro, aún tuve que soportar maniobras dignas de un calvario. En el dispensario, había mucha gente. Una señora, a pesar de que podía imaginarse que yo no mostraba mis masacrados glúteos por exhibicionismo, me miró con asco. Después de obligarme a contestar a una interminable serie de preguntas, me trajeron una silla de ruedas. Diana me proporcionó bebida caliente y una manta. Contemplándola, casi consideré que el dolor era bienvenido. Los pacientes estábamos agrupados caóticamente. Un muchacho había recibido un navajazo. Dos atropellados aunaban quejidos mientras, a su lado, vomitaba un anciano. Esperamos hora y media. Nos recibió un médico de guardia que se las daba de gracioso. –Quien le ha hecho eso debe tener buenos dientes –dijo mirando a Diana, que, ofendida, alejó con un gesto cualquier sospecha fantasiosa–. ¡Aquí se ve de todo! –añadió arrugando la nariz. –¡Ha sido un chucho! –expliqué mientras me desinfectaban la herida. –Hay perros peligrosos –reconoció él–. No deberían dejarlos sueltos. Tucán, el mío, va sin bozal porque es inofensivo y está vacunado... Ummm... Esto no es cosa de chihuahuas; por la naturaleza del ataque, parece obra de un alano. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué pasa? ¿No ha entendido usted el chiste? 153


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Muchos puntos cerraron mi herida con un burdo repulgo. –¡Mejor que en los centros de cirugía estética y sin necesidad de hacer un injerto! Quedará una señal, paralela a la hendidura natural, que será un buen cebo para cazar almorranas. ¡Ja! ¡Ja! –¿Dónde está la gracia? –repliqué gruñendo como Cecias; quizá por eso, me atizaron un jeringazo antirrábico. –¿Cuál es la pierna dolorida? –Las dos. Le he explorado antes… Soy geriatra –anunció Diana. El médico de guardia me examinó haciéndome mucho daño. –Suena como bailar sobre patatas fritas –valoró mientras jugaba con mis articulaciones. –¡Qué ocurrente es usted! –exclamé conteniendo las lágrimas. –Le pondré un vendaje especial para inmovilizar la zona. Acuda cuanto antes a su traumatólogo. –Habrá que operarte –me confirmó Diana, analizando unas radiografías que me habían hecho. Semejante contratiempo me iba a impedir participar en el maratón, pero, en aquel momento, eso no me importaba. Diana tenía en su apartamento material relacionado con su trabajo y decidió prestarme muletas y una silla de ruedas; vivía en un edificio de ventanas estrechas como llagas. –¿A qué te dedicas? –me preguntó cuando volvió al coche y supo que yo residía en una de las mejores zonas de la ciudad. –Soy escritor. –No lo hubiera adivinado. Pareces un industrial acaudalado. ¿Cuál es tu nombre? –inquirió mientras giraba suavemente el volante. –Serafín Esarte. Ya te lo había dicho: Se ve que no prestaste atención. –Me resultaba familiar tu cara. Tus obras tienen éxito, pero no me atraen. –Falta pan para cuatro en la mesa cinco se representa en el mismo 154


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teatro desde hace seis años –recordé, molesto porque ella no estaba entre mis admiradoras. –¿Por qué no la sustituyen? ¿No tienes nada nuevo que aportar? –¡Claro que sí! –respondí, aunque llevaba bastante tiempo sin trabajar en algo concreto por falta de ideas. –¿Por qué no ofreces algún estreno? ¿Han perdido la confianza en ti? –¡Ni mucho menos! –repliqué, retorciéndome en el asiento–. ¡Estoy estudiando las ofertas! ¡Hay tantas que es difícil elegir! –No te alteres –dijo ella, sonriendo–. Si te pones en esa postura, además de las rodillas, terminarás rompiéndote los tobillos. Aparcamos el automóvil junto a mi chalet. Diana me ayudó a sentarme en la silla de ruedas y, después de colocar las muletas sobre mi regazo, me empujó a través del jardín. No esperaba encontrar a nadie, pero, en cuanto abrí la puerta, mi esposa y mi suegra aparecieron gritando y gesticulando. Su indignación era tan grande que no se fijaron en mi extraño chándal y en las condiciones en las que me hallaba. –¿De dónde sales? ¡Estábamos preocupadas! –aulló mi esposa. Desconcertado por el hecho de que mi demora las hubiera intranquilizado, casi llegué a conmoverme, pero sus aclaraciones corrigieron rápidamente los errores de apreciación: –Mi coche se ha estropeado y queríamos ir en el tuyo a una comisaría a presentar una denuncia. Al escuchar esto, recordé que yo aún no había comunicado a la policía que unas fieras me habían agredido; en cualquier caso, prefería que hubiera discreción respecto al incidente. –¿Qué ha ocurrido? –pregunté por simple cortesía. La vieja, apoyada en su bastón, temblaba de ira. –Me han asaltado –retirando el pañuelo que cubría su cabeza, exhibió unas orejas desgarradas. –Le han robado los pendientes de un tirón –dijo mi mujer. 155


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–¡Me han arrebatado el último regalo de mi hijo! –clamó mi suegra. –¡Ha sido frente a un cuartel! ¿Para qué sirven tantos tanques? –preguntó mi esposa–. ¡Y, cuando más falta haces, desapareces! –añadió. Llegado ese punto, les pedí que repararan en que yo estaba hecho trizas: –¿Por qué no habéis llamado a un taxi? He sufrido un accidente. No llevaba teléfono. Había ido al parque a correr y... –¿Al parque a correr? ¡Delirante! ¿Pretende don hipopótamo convertirse en el gamo del mundo? ¡Sólo nos faltaba un fondista fondón en la familia! Cualquier excusa te sirve para dejar de trabajar –recalcó mi mujer. –¡Es el colmo! –protesté–. ¡Empecé a hacer deporte por tu culpa! Lamento lo que le ha ocurrido a tu madre, pero no merezco escuchar tus mentiras. –¿Cómo te atreves a llamarme mentirosa? ¡Eres un perro! –¡No vuelvas a decir eso! –al oír tal insulto, me incorporé y estuve a punto de caerme. –¡Cálmense! –dijo Diana mientras me sostenía. En ese momento, mi esposa, a quien la irritación había cegado, descubrió que yo había venido acompañado. Analizó envidiosamente la belleza de la joven y expuso sus injustas deducciones mediante alaridos: –¡Me extrañaba lo que has dicho porque tú sólo meneas el culo para dejarlo caer, pero ahora entiendo todo! ¿A correr? ¡Será a correrte una juerga con esa furcia! –¡Así se habla! –aulló la vieja, que parecía silbar a través de los huecos que habían dejado los pendientes. –Midan sus palabras –exigió Diana. –Si no es por ella, me habría muerto de frío. ¡No descargues tus pecados sobre otra espalda! –bramé. –Repite eso y os mato, a ti y a esa guarra –aseguró mi esposa. –¡Inténtalo! –respondí, alzando una muleta. 156


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Mi suegra blandió su bastón y su hija agarró el palo de una escoba. –¡Sácame de aquí! –le supliqué a Diana, que me obedeció sin responder a la lluvia de improperios que nos dedicaron al ver que nos marchábamos. Aquello equivalió a una póliza que faltaba en el certificado de defunción de mi matrimonio. VI Me acostumbré a permanecer en salas de espera entre dolientes que meneaban collarines y bultos enyesados. Por primera vez, tenía que pasar por el quirófano. Aunque sabía que mi situación no entrañaba serios peligros, tenía miedo. Pese a las molestias que me causaba mi lesión, transcurrieron varias semanas sin que fuera capaz de elegir un traumatólogo. “¿Qué te ocurre? Nunca estás conforme. ¿Buscas a alguien para que te cure o para casarte?”, me dijo Diana cuando se cansó de mis dudas. “Si no confío en quien me va a operar, prefiero quedarme como estoy”, contesté. Rechacé al doctor Daninsky porque su aspecto lobuno me causó mala impresión. Tampoco me agradó el doctor Cortillo; sus gafas anulaban la personalidad de sus ojos y llegué a pensar que me miraba directamente con los cristales. Del doctor Fuentes, me disgustó que hablara en tono bajo sin dejar de lanzar salivazos. Después de incontables descartes, estuve a punto de escoger al reputado doctor Safio, pero desestimé sus servicios en cuanto vi que, con poca maña, extraía de su nariz un moco semejante a un gusano… De nada servía que Diana me recordara que, gracias a la tecnología actual, la elección del cirujano ya no era tan determinante. Las facturas de taxis crecían; mis rodillas, sometidas a demasiados esfuerzos, hervían y, por si esto fuera poco, se infectó mi herida nalgar obligándome a seguir un penoso tratamiento. –¿Por qué no vas a ver al doctor Milagro? –sugirió Diana. Conocía los Cosméticos Milagro porque mi esposa los usaba; también sabía que aquel médico había ideado un revolucionario 157


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sistema de trasplantes de cabello empleando cejas. Rodeado de personajes famosos, aparecía con frecuencia en periódicos y revistas. –¿No se dedica a la cirugía estética? –pregunté. –¿Limitas el océano a una ola? –replicó Diana–. Es un Víctor Hugo de la medicina. Ha cursado múltiples especialidades y en todas ha destacado. También ejerce de traumatólogo. –Su imagen parece poco seria y no me gusta su apodo. –Milagro es su apellido verdadero; hay algo de predestinación en ello. –Está bien. Vamos a visitarle. –No será sencillo. Es un hombre muy ocupado –avisó Diana. Como yo pretendía ahorrar porque el divorcio iba a ocasionarme muchos gastos, intenté que, dado que su nombre figuraba en la plantilla de diversos hospitales, Milagro me atendiera a través de mi seguro. Las pesquisas fueron trabajosas. En la Gran Residencia, era presentado como cardiólogo; en el Policlínico, le denominaban urólogo y, en el Centro Sanitario San Fenesto, le consideraban ginecólogo. Casi nunca aparecía por esos edificios ni por otros donde en teoría trabajaba; su labor la suplían otros profesionales. A pesar de que la propaganda anunciaba su presencia, tampoco pude localizarle en sedes donde los partidarios de sistemas alternativos le reverenciaban. Mi curiosidad creció. En todas partes, se defendía que Milagro era el mejor como si eso fuera un axioma. Aquello parecía obra de un mago. Terminé deseando averiguar si había algo de realidad en semejante mito. Después de innumerables fracasos, acudí a La Milagrosa, su clínica particular. La Milagrosa se asemeja a un auditorio de majestuoso alzado. En el vestíbulo, un río artificial surge de un ojo de cristal descomunal. Incluso el mayor miope puede leer una inagotable lista de letreros. En varios mostradores, se adquieren folletos, libros, carteles en los que aparece Milagro y productos de sus fábricas. Una 158


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empleada me atendió en recepción con voz acostumbrada a hablar por teléfono; demostrando que mi vida le interesaba menos que a un grafólogo un texto escrito a máquina, me explicó que sería difícil que me recibiera el doctor Milagro en persona. Me aconsejó que optara por ser tratado por algún miembro de su equipo, alternativa más barata que no requería una espera larga. Como mi negativa fue insistente, me anunció que Milagro dedicaba a la traumatología un martes cada dos semanas y que lo único que podía hacer era nombrarme aspirante a paciente, condición que no evitaría que mi cita se retrasara más de seis meses. Sin desanimarme, recurrí a la influencia de varios ministros admiradores de mi obra, pero fue Diana la que, gracias a su cuñado astronauta, consiguió que me examinara el doctor Milagro mucho antes de que llegara el turno que me correspondía. Su carisma enamora; cuando se dispone a hacer un diagnóstico, da la sensación de que sus ojos se agigantan, como si se le viera que observa a través de una lupa. Contando el arreglo de mis glúteos, he tenido el privilegio de que me operara en tres ocasiones y escogí la anestesia local para poder contemplarle trabajando. Mi caso fue complicado y tuvo que reconstruir mis ligamentos utilizando células de pluripotencia inducida. Su habilidad y mi espíritu de lucha me salvaron de la cojera; tras una larga convalecencia, triunfé: pude doblar de nuevo las rodillas. VII A costa de bastante dinero y sufrimientos, se cerró la herida de mis nalgas y conseguí volver a caminar; sin embargo, la paz estaba lejos de mi espíritu. Mi denuncia, hecha con discreción, no sirvió para que la policía encontrara a los causantes de mi desgracia y mi odio creció como una colonia hermafrodita; en mis propios dedos, veía la sombra de los dientes que me habían atacado; en mis manos recaía la responsabilidad de impartir justicia. Cada mañana, despertaba después de haber soñado que mataba a Cecias. 159


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Comprendí que no alcanzaría un verdadero descanso hasta haber eliminado a aquel monstruo. Picrócola, pese a ser repugnante, me parecía una presa menor y apenas pensaba en ella; el dueño de ambos perros, para mí, carecía de importancia. Cinco meses después de la última operación de Milagro, intuí que la hora del desquite se acercaba. Para luchar contra mis antiguas fobias, elegí un atizador; contundente y manejable, disponía de una correa que impediría que se me cayera al suelo tras asestar un golpe. Fui varias veces al Parque Majagraz. Al principio, me resultó extraño estar allí sin llevar puesto el chándal. Escondido entre zarzas, esperaba mientras jugaba con la herramienta que iba a aplacar mi furia. Aunque siempre me mantenía atento, sólo conseguí ver a algunos atletas y a un paseante que, al encontrarme agachado, me regañó porque supuso que yo hacía del recinto un retrete. Un día, cuando me disponía a colocarme en el sitio habitual, sobresaltado por unos resoplidos, resbalé y caí clavándome docenas de espinas. Antes de que pudiera incorporarme, sentí en mi cara el impacto de un chorro de orina. ¡Ni siquiera Job hubiera soportado eso santamente! Convencido de que Cecias era el responsable de aquella nueva vejación, me levanté preso de una histeria infrahumana y le sacudí sin vacilar. Por un momento, pensé que las manchas blancas que rodeaban su ojo derecho habían desaparecido; además, me pareció que, en el lomo, llevaba un extraño dispositivo y que, cada vez que le daba un golpe, una campanilla tocaba a muerto. Atribuí esas anomalías a errores de percepción debidos al nerviosismo y prolongué el castigo. La sangre empapó mi ropa y, a causa del esfuerzo, algo semejante a un guantelete de heridas cubrió mis dedos. La bestia, sorprendida por mi brutal ataque, no se defendió y permaneció en silencio hasta que hizo coincidir su último aliento con un quejido que protestaba contra la injusticia. –¡Pelusón! ¡Pelusón! –clamó un tembloroso ciego. Comprendí que aquel señor había soltado al perro que le prestaba su vista para que paseara mientras él descansaba sentado en 160


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un banco. Como el animal, que era sumamente obediente, no acudía a su llamada, supuso que algo malo había sucedido. La intuición le llevó cerca del cadáver, pero, pese a que usaba un bastón con destreza, a causa de su desasosiego, tropezó con una piedra y, sin dejar de gritar, bajó hasta la mitad de la cuesta rodando. Mis ideas parecieron convertirse en granos que tragaba un reloj de arena y mi cuerpo, llenándome de estupor, emprendió una vergonzosa huida. A pesar de que había dejado de hacer deporte y de que estaba reciente el episodio de mi cojera, corrí superando todas mis marcas. Sudoroso y al borde del desmayo, salí del parque y, buscando cobijo, ascendí hasta la azotea de un edificio. Estuve más de una hora reflexionando acerca de lo innoble de mis actos. –¿Quién es usted? –preguntó una mujer aún más gorda que yo. Apareció de improviso para tender una colada que olía a detergente sin dejar de tener manchas que recordaban a la nicotina. –Intento explicarme eso a mí mismo –contesté. –Después de gastar un dineral en el portero automático, como la del primer piso se olvida de cerrar la puerta con llave, se cuelan los mendigos. ¡Por eso desaparecen los calzoncillos de mi marido! –¡Cállese y déjeme en paz! –exigí. Una jofaina rozó mi cabeza dejando caer su contenido sobre mí; dos inmensas bragas quedaron colgando de mi cuello. A duras penas, y empleando la palangana como escudo, esquivé varios puñetazos. Para escapar, lancé una sábana sobre la señora. En cuanto pudo quitársela de encima, me persiguió por las escaleras montando un estruendo inconmensurable. –¡Al ladrón! –aulló–. ¡Está lleno de sangre y se lleva mi ropa interior! Sus alaridos debieron oírse en quince municipios. El pánico avivó mi trote e hizo que me atreviera a circular por los callejones de peor fama. Un sujeto con pinta de navajero me observó desde una esquina; después de analizar mi aspecto, dio media vuelta a 161


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paso ligero. Oculto tras un contenedor de basura, esperé a que anocheciera y regresé, caminando, al lugar donde se había producido el crimen. El viento ladraba y cada sombra del parque me maldecía; el cuerpo del animal y mi atizador habían desaparecido. –¿Hay alguien ahí? –pregunté varias veces sin atraer respuestas reales. Extenuado, volví a mi casa de madrugada. Me deshice de mi ropa y de las bragas de la mujer. Bajo la ducha, me pareció que, como si de quemaduras se tratara, persistían sobre mi carne los contornos que habían tenido las manchas de sangre. VIII Fui incapaz de confesar mi delito a la policía, aunque sabía que en el atizador estaban mis huellas dactilares. Como no aparecieron noticias acerca de su muerte y no había hallado su cadáver cuando regresé al parque, intenté convencerme de que aquel perro todavía vivía; sin embargo, los remordimientos me intranquilizaban. Gracias a la influencia de un amigo, supe que nadie había presentado una denuncia referente a lo sucedido. Encargué anuncios y mensajes a través de la prensa y la radio, pero, del mismo modo que antes no había encontrado al propietario de Cecias y Picrócola, no conseguí localizar al dueño de Pelusón. Había actuado contra mis miedos ancestrales sin saber cómo vencerlos y se habían fortalecido buscando enloquecerme. En mis pesadillas, me ensordecían espantosos ladridos y me amenazaban incluso jaurías venidas de otros planetas. Supuse que las alucinaciones persistirían hasta que reparara el daño que había causado y se apaciguara mi conciencia. Con esa intención, después de muchos meses, volví a trabajar. Aunque soy especialista en hacer farsas de base realista, quise producir algo trágico y fantasioso y destinar los beneficios a la Asociación Internacional de Ciegos. Dejé que la fiebre y la intranquilidad que me consumían fueran alimento de la creatividad; imitando a Bertolt Brecht, preparé, 162


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sobre un mismo tema, una novela y una obra teatral con canciones; así nació El visionario bidente, una historia acerca de la providencia. Siempre he pensado que creer en Dios es igual que comprar con ilusión boletos para un sorteo de premio eterno que, al parecer, se celebra tras la muerte de todo el mundo. Mi último relato, tan diferente al resto de mis creaciones, está relacionado con la fe y la ingratitud. Se trata de una narración centrada en un pueblo junto al que vivía un venerado anciano. Era ciego, tataranieto de Tiresias, y ocupaba una choza. Cuatro generaciones de aldeanos se habían encargado de llevarle comida; lo consideraban su protector. En épocas de penuria, usando unas tenazas doradas, se arrancaba un diente y, acto seguido, recitaba buenas noticias. Como las predicciones se cumplían, los habitantes del lugar consideraban que la dentadura de aquel profeta era un tesoro. Por desgracia, después de tanto uso, llegó un momento en que sólo quedaron dos incisivos. Cuando, transcurrida una década crítica, al frío y a la inanición se unió la cercanía de un ejército enemigo, la multitud acudió a implorar al bidente. El anciano, tras aconsejar que tuvieran paciencia, recordó que no podía forzar sus profecías. Sus palabras no tranquilizaron al populacho. “¡Eres muy egoísta! Debes tener más de cien años. ¿Y si mueres con los dientes puestos? ¡Necesitamos que los utilices! ¿Por qué no sacrificas al menos uno?”, le gritaron. “No decido. Mis vaticinios me son dictados. ¡Confiad en vuestra fe!”, replicó el visionario. “¡No admitáis sus engaños! ¡Pensad en vuestras familias!”, chillaron los más desesperados moviéndose amenazadoramente. “¡Atrás!”, vociferó el invidente al sentirse rodeado. Fue difícil dominarle; su fuerza convenció a la multitud de que era un perverso brujo. Mientras treinta personas le mantenían inmovilizado, el resto buscó las tenazas doradas; como no las encontraron, emplearon objetos contundentes. Llenaron de magulladuras el rostro del viejo porque los pedruscos se partían en cuanto chocaban con su menguada dentadura. Cuando finalmente se soltó del maxilar, un incisivo salió 163


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disparado y atravesó la frente del principal agresor. “Así será el futuro: una cortina dejará sin luz a los hijos de este pueblo”, bramó el vidente. Pequeños conductos reventaron tras las pupilas de los allí presentes y la sangre taponó las miradas. Desde entonces, los llantos han desterrado el sosiego y las súplicas intentan que el ciego regrese a remediar el desastre. ¡Aún hay esperanza porque todavía le queda un diente! Esta historia será representada en los principales teatros; en su versión novelada, ocupa novecientas ochenta y cuatro páginas y será traducida a quince idiomas. Como, por lo visto, en ella hago un uso exagerado de palabras que riman con impresionante, altisonante y disonante, alguien ha calificado su estilo de “nantesco”; sin embargo, la crítica me ha tratado mejor que en otras ocasiones. Espero que eso no signifique que voy a perder el favor del público y confío en que mi obra obtenga beneficios suficientes para que, con el dinero destinado a la Asociación Internacional de Ciegos, se salde indirectamente mi deuda con el dueño de Pelusón. IX Hace poco, un individuo intentó asesinar al doctor Milagro porque, en su opinión, tras una operación de cirugía estética, le había dejado mal la nariz: aunque ya estaba enderezada, él seguía viéndola torcida. Ahora, entiendo esos errores de percepción porque sé que las obsesiones deforman el mundo. Mi última obra ha tenido mucho éxito y mi relación con Diana se ha consolidado, pero, aunque estoy profundamente enamorado de ella y en su compañía soy feliz, mi estabilidad mental se ha desintegrado y, más que en historias románticas, pienso en leyendas en las que los perros ven huir almas de muertos en medio de una tormenta. Quizá conservo alguna cuenta pendiente con la casta perruna, pero también he padecido mucho. Es posible que, para equilibrar la balanza, tenga que comprar un caniche o adoptar a un rabudo vagabundo, mas, en tal caso, a una masacre se añadiría otra pues 164


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no creo que pudiera soportar a mi mascota. El daño que infligí a Pelusón se debió a una equivocación y no debe equipararse al que Chalán, Cecias y Picrócola me han causado. Inexplicablemente, las sombras y mi cerebro se pusieron de acuerdo con los cánidos y empecé a sospechar que, detrás de cada esquina, acechaba un sabueso vengativo. Ni en mi habitación me siento a salvo. Cuando estoy muy cansado, el propio agotamiento se convierte en alimento de sí mismo. El café no sirve para que me fatigue menos sino para acentuar mi percepción del cansancio. Empecé a beberlo en grandes cantidades para mantenerme despierto y evitar tener pesadillas, pero mi decisión no me impide dormir e intranquiliza todavía más mis sueños. Ha llegado un momento en que, tras despertar, continúo sumido en espantos oníricos; me asusta estar despierto y tengo miedo de dormirme. ¡Perro mundo! X El Juicio final se celebraba en un inmenso silo y, en él, me hallé delante de miles de canes. Los había de todo tipo, pero ni siquiera entre las razas de expresión más bondadosa pude encontrar ejemplares que no parecieran inclementes fiscales; incluso los lebreles, símbolo de fidelidad a los hombres, me daban la espalda. Sin duda, yo iba a ser el próximo hueso que roerían. En medio de gañidos de indignación, se recordaron cuáles eran los cargos que había contra mí sin que me permitieran exponer mi versión de los hechos porque me habían puesto un bozal. Tres dogos togados, los últimos reyes dogos, uno de ellos barbudo, situados en los vértices de un triángulo, dirigían la sesión. “Perrada por perrada. El perro es un perro para el perro y quien a perros mata por perros debe morir”, ladró un podenco secretario para recordar una de las leyes superiores. Al principio, no entendía su idioma, mas, como el evento se prolongó infinitamente, terminé comprendiendo incluso el dialecto de un pachón de los montes. 165


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Yo tenía un hambre canina, pero aquello no acababa nunca. Exceptuándome a mí, cada uno de los presentes tuvo derecho a expresar sus opiniones y hasta el gruñido más dulce fue para ponerme verde. Cuando ya había asumido que el proceso sería eterno, me sobresaltó un bramido general que precedió al hecho de que sus cabezas se volvieran hacia mí dispuestas a ajusticiarme; fue entonces cuando el silo se convirtió en una boca gigantesca de incontables dientes... Al abrir los ojos, vi las paredes de mi habitación. Ocho veces había tenido que soportar íntegro el tostón del juicio; siempre me había despertado antes de que me alcanzaran las dentelladas, pero tal posibilidad se estaba acercando porque la pesadilla se alargaba en cada ocasión; ni en sueños quería sufrir el trance de ser despedazado por todos los perros del mundo. –¡Has pasado la noche aullando como un lobo! –dijo Diana en cuanto comprobó que, a pesar de mi aspecto desencajado, me hallaba consciente. La joven tenía ojeras y parecía desconcertada. Llevaba varias semanas conviviendo conmigo y la situación distaba mucho de ser la que ella había imaginado–. Además, te has levantado con frecuencia a olisquear y orinar junto a la cama. ¡Estabas en otro planeta y me resultaba imposible rescatarte! –añadió, haciendo un gesto de impotencia–. ¿Quiénes son Cecias y Pelusón?... ¿Mujeres? –inquirió finalmente, mientras reprimía un sollozo–. No has dejado de repetir su nombre. Me costó convencer a Diana. Para que continuara a mi lado, tuve que contarle la verdad y reprimir sus sospechas y celos; en el fondo, no aceptaba que pudiera estar hechizado por algo ajeno a su persona. XI –¿Ese perro es suyo? –preguntó una camarera, señalando en dirección a la puerta del bar. –Suponiendo que tal bicho exista, nada tengo que ver con él – 166


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repliqué, meneando nerviosamente mi café con una cucharilla. –Entonces, tengo su permiso para espantarlo. ¡Fuera! –gritó, antes de liarse a dar escobazos –. ¡No queremos animales aquí! Aunque, últimamente, a todas horas me sigue algún chucho, no siempre me percato de ello pues estoy perdiendo la facultad de distinguirlos: donde ellos se encuentran, hallo vacío. Cuando digo esto y afirmo que no miento, me toman por loco. Por desgracia, de poco me sirve abstraerme de la presencia de sabuesos reales pues, en su lugar, veo canes imaginarios, espantosos y babeantes como si estuvieran rabiosos; sus aullidos parece que deshacen el cerebro. XII Para celebrar que su hijo cumplía tres años, mi hermana nos invitó a comer en su casa. Aunque no quería acudir, Diana me convenció de que era conveniente que abandonara mi retiro y retomara ciertos aspectos de mi vida social. Durante toda la tarde, la criatura estuvo jugando con un basset de trapo que le habían regalado. Finalmente, harto de oírle decir “guau guau”, le solté un sopapo y le partí un labio. “¡Los hombres no ladran!”, grité, intentando justificar la indignación que había causado mi comportamiento. “¡Perdónale! ¡Está enfermo!”, aseguró Diana, que necesitó de todas sus fuerzas para contener a mi cuñado. Yo contemplaba la escena avergonzado, incapaz de contener las lágrimas. XIII En vista de que la medicación que me recetaban resultaba tan ineficaz como las sesiones terapéuticas que tenía con los mejores psicoanalistas, fui a pedir ayuda a un brujo de la secta Gangá que vive en el barrio criollo. Así, me enteré de que, sin saberlo, había efectuado un rito que me era perjudicial por haberse realizado mediante un sacrificio animal equivocado; mis padecimientos han 167


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sido consecuencia de algo semejante a un mal de ojo que he lanzado contra mí mismo. Aunque la santería me ha proporcionado un diagnóstico perfecto, hasta ahora, ha sido incapaz de remediar mis males. Por lo visto, los dibujos místicos que trazo y los recitados que he aprendido en dialecto ñáñigo no han conmovido a los Orischas ni a los dioses congoleños; tampoco observo que sean útiles las almohadas de lino apotropaico con pentágonos estrellados; la piedra sagrada que guardo en una vasija de barro y la invocación de los trece vientos acadios y los trescientos sesenta y cinco cielos de Basílides no han ahuyentado a los perros fantasmales que me rodean. Dentro de tres semanas, tengo una cita con el doctor Milagro en su departamento de psiquiatría. Confío en que él me cure, pero estoy perdiendo la esperanza de poder resistir tantos días. Como he disfrutado de muy buena suerte y siempre he vivido centrado en mis quehaceres, hasta ahora no había averiguado que tengo enemigos. Paso por una época de graves alteraciones nerviosas. No merezco que se añadan a mis sufrimientos los efectos de las mentiras que van extendiendo las habladurías. Salvo en el caso del lamentable incidente que afectó a mi sobrinito, jamás me he visto envuelto en acciones violentas contra las personas. Estoy enfermo, pero no me he paseado desnudo por los parques al frente de una jauría como aseguran algunos. No voy cada noche a revolcarme sobre los charcos mientras aúllo. No he ladrado en los reclinatorios de las iglesias. Nunca he mordido a nadie al llegar el plenilunio… Sin embargo, no niego la existencia de esos gañidos acusadores que amargan mis sueños. Pelusón, espectro vengativo, ¡regresa a tu cánido limbo! Fuiste un bondadoso guía; ¿por qué me amenazas? ¡Imploro a sabuesa merced! ¡Comprende que no deseaba herirte! Ya he recibido suficiente castigo. ¡Seamos justos! ¡Basta de perrerías!

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Cunetas Pasemos durmiendo el dolor que padecemos. La medicina está en nuestros sueños. Alejandro Escovedo

EL KIOSCO Después de desayunar, volvió a su habitación y se tumbó en la cama. Zapeó con desgana y el propio televisor pareció imitarle pues varias cadenas ofrecían programas de zapeo. Finalmente, se entretuvo gracias a un documental sobre Shackleton, un personaje que le había cautivado desde su juventud. De nuevo, le impresionaron las fotografías de Frank Hurley, las imágenes del Endurance, el hermoso barco que fue destruido por la banquisa antártica; los hombres que en él viajaban tuvieron que padecer lo indecible para salvar sus vidas; algunos morirían, poco después, en el curso de la Primera Guerra Mundial. Sin dejar de estar inmerso en reflexiones influidas por lo que acababa de ver, al llegar el mediodía, tras varios bostezos y una larga ducha, para no molestar al personal de limpieza del hotel, salió a pasear. Brillos veraniegos habían invadido el otoño. La gente deambulaba junto al puerto recreativo. Abundaban los auriculares, los patines, las gafas chillonas, los bañadores llamativos y los músculos desarrollados en gimnasios, las cabezas rapadas y las viseras giradas hacia la nuca. Habían pasado quince años desde su última visita. El color de las baldosas era diferente y habían sustituido las antiguas palmeras por algunas esculturas y curiosos cactus; los yates eran más grandes; su restaurante favorito había desaparecido; habían eliminado la única fuente que no era de adorno. En los extremos de la dársena principal, destacaban dos centros comerciales que, para muchos, eran el sumidero de sus fines de semana. Sin embargo, la intensa sensación de cambio poco tenía que ver con lo que le rodeaba; estaba enraizada en sus entrañas. Los rostros se sucedían a su alrededor como piedras vistas desde un tren que atraviesa parajes desolados. Mientras meditaba, es169


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quivaba con hosquedad a peatones a los que hubiera deseado empujar. Llevaba años dedicado a ayudar a quienes vivían en ambientes de extrema pobreza, pero el barniz de bondad de sus actos no hacía menos contradictorios sus sentimientos. La muerte de sus padres y el distanciamiento de sus amistades le llevaron a recorrer el mundo en busca de tierra y carne prometidas hacia las que guió ilusiones que abandonaba en los alrededores de su destino. Hubo más vicio que virtud en aquella trashumancia de quimeras y, cuando finalizó su periplo ocioso, calmó su ansia poniendo sus conocimientos de medicina al servicio de seres miserables; de su mirada agradecida, sacaba fuerza para vivir. En cuanto se tomaba unas vacaciones, se difuminaba el efecto beneficioso de su trabajo. No disfrutaba de aquella hermosa mañana. Había aumentado demasiado la invisible cadena de sus rarezas. Desde que se fue de Malawi, residía en Meghalaya. Colaboraba con escuelas y hospitales y se ocupaba de individuos que jamás tuvieron asistencia médica; en las aldeas de Garo Hills, leprosos sin nariz le pedían gafas e incluso quienes carecían de globos oculares buscaban que les proporcionara buena vista… Echaba de menos a sus alumnos; siempre se conmovía cuando aquellos niños, a los que las limitaciones físicas impedían hablar de manera inteligible, cantaban para anunciar la llegada de un nuevo día. También se acordaba de su amiga Sahana, directora de una sociedad etnológica que estudiaba las costumbres poliándricas de la zona… No debía olvidar que había prometido llevar a las monjas revistas con fotografías de bodas principescas; no habían conseguido inculcarle la fe cristiana, pero eran excelentes compañeras, sobre todo María Isabel y Rosario… En Meghalaya, veinticuatro horas por jornada resultaban insuficientes; en cuanto salía de allí, los minutos parecían crecer, pero cundían menos y no conducían a parte alguna. Lo primero que hacía cuando volvía a su ciudad natal, a la casa que heredó de sus padres y tan bien cuidaban los vecinos, era re170


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visar su colección de libros y discos. Seguía disfrutando con los cuentos de Katherine Mansfield y Marcel Aymé; todavía se le nublaba la mirada al escuchar cantar Manifiesto a Víctor Jara... En su cuarto, sobre una estantería, desde su adolescencia, resistía una pequeña imagen del Che Guevara. Al hotel, se había llevado, para su enésima relectura, un ejemplar de Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa; sin embargo, aún no lo había abierto; ni siquiera para ver, como siempre hacía, el símbolo final de la novela, el que representa al infinito. Durante la última semana, reviviendo antiguas ofensas o desarrollando motivos de indignación con interlocutores imaginarios, había hablado a gritos consigo mismo; para combatir el progreso de semejantes arrebatos, cruzó todo el país para pasar tres días junto al mar. Caminando por la playa, encendió un pitillo y lo fumó con tal falta de atención que se sorprendía cuando veía sus propias bocanadas. El tabaco era de los pocos vicios que mantenía; aceptaba los peores cigarrillos de la India. En cuanto el fuego llegó hasta el filtro, arrojó la colilla al suelo, pero, empujado por un falso civismo, la recuperó y la depositó en una papelera antes de reiniciar su marcha. El calor avivó su sed y maldijo a quienes habían quitado su fuente favorita; supuso que tal decisión se había tomado para favorecer que la gente se sentara en las terrazas de las cafeterías cercanas y pagara una cantidad excesiva por un refresco mal servido y el beneficio de un toldo. En aquellas circunstancias, era mejor dirigirse hacia las estrechas calles del barrio antiguo. Frente al castillo, existía una plaza empedrada en la que había un kiosco con un techo de vidrieras; fuera, destacaba la sombra de un gran magnolio. El viajero desplazó una mesita y una silla hacia el tronco del árbol y pidió cerveza. Después de beber un par de sorbos y de dibujar varios monigotes en una servilleta de papel, casi se quedó dormido. Le sacaron del letargo dos voces infantiles: –¡Taxi! ¡Taxi! –¡Taxiii! ¡Taxiiiiiii! 171


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Se sorprendió al escucharlas porque el kiosco estaba en una zona peatonal, pero, de inmediato, comprendió que Taxi era el nombre que le habían puesto a un perro. El mayor de los niños, de unos ocho años de edad, era rubio y de ojos levemente rasgados; llevaba una bolsa de golosinas que compartía de mejor gana con su mascota que con su hermano; el pequeño, más inquieto, lucía un peto cuadriculado del que colgaban globos que fueron explotando a medida que se tiraba por un tobogán. El viajero supuso que iba a desaparecer la tranquilidad de la que había empezado a disfrutar, pero, en cuanto se cansaron de dar saltos, los chavales se dirigieron a un banco y se dedicaron a jugar con unas calcomanías sin causar molestia alguna. A escasa distancia, su madre leía un libro y su padre noticias económicas y deportivas. Ambos llevaban gafas de sol e indumentaria informal. Se mantenían silenciosos y se inclinaban de vez en cuando para servirse aceitunas. El viajero, atento a tejer y a destejer marañas mentales, no vio nada de particular en esa pareja; sin embargo, cuando la mujer se levantó para regañar a un niño que se llamaba igual que él, reconoció la voz de Laura: –¡Ángel! ¡No le des caramelos a Taxi! ¡Se atragantará! Ángel y Laura fueron compañeros en la Facultad de Medicina. “Desde el principio”, él se enamoró de ella y se vio forzado a competir con muchos rivales. Los novios le duraban a Laura menos que un periódico. Ángel fue prudente y consiguió que Laura le aceptara como confidente; padecía al escuchar ciertas confesiones, pero resistía porque estaba convencido de que, tarde o temprano, ella se quedaría con él y no querría cambiarle por otro. Ángel sabía que a Laura le atraía la cultura japonesa y, cuando ambos obtuvieron su licenciatura, le propuso que, para celebrar el acontecimiento, los dos fueran a Kioto. Ella aceptó. Por motivos económicos, terminaron yendo a Indonesia. Una noche de agosto, tras ingerir una tortilla de hongos mágicos en Parangtritis, hicieron el amor por vez primera. El viaje fue tan maravilloso que Ángel, de puro feliz, se creyó invencible. Sin embargo, en cuanto 172


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regresaron, la ruptura fue tajante. “Ni tengo quejas ni me marcho en busca de sustitutos. Algo ha cambiado y no puedo continuar contigo. Se ve que nos hemos juntado una ardilla y una tortuga. No quiero herirte, pero tenemos que dejar de vernos.”, le anunció ella. Ángel jamás se recuperó por completo de aquel golpe; si no se sabe manejar el suceso, bailar poco tiempo con la más guapa causa más daño que bailar con la más fea. Hasta que volvió a verla junto al kiosco, pasaron dieciséis años y trece días. Un conocido comentó a Ángel que Laura se había aficionado a frecuentar bares de lesbianas, pero él nunca lo supo con certeza Durante meses en los que los sentimientos fluctuaron entre la nostalgia y el odio, analizó las causas de su desgracia. ¿Por qué Laura había visto una historia acabada en algo que, según él, se hallaba en el primer capítulo? La respuesta la halló en el Libro del desasosiego de Pessoa: fatiga y humilla recibir el peso de las emociones ajenas; pese a su buena voluntad, él había convertido su entrega en una carga. Ángel se revolvió en su silla. La antigua pena era, en gran parte, responsable de su trayectoria y de las aristas de su carácter, pero se había acostumbrado a soportarla. Ver a Laura le había trastornado. Si la saludaba, podía sufrir de nuevo; el sueño del rejuvenecimiento olvida que las cicatrices pueden volver a ser heridas. En medio de sus dudas, repentinamente, se encontró, de pie, hablando con un tono extraño: –Laura, soy Ángel. Demudada por la sorpresa, Laura se incorporó para besarle. Tras unos instantes de desconcierto, recobró el dominio de la situación: –Éste es Ricardo, mi marido –explicó. Los hombres estrecharon sus manos con cierta frialdad–. Y aquellos son mis hijos, Angelito y Pablito –prosiguió–. ¡Venid a saludar a este señor! –¡Nooooo! –replicaron los chiquillos, tras el segundo o tercer requerimiento. –No les molestes. Están entretenidos –dijo Ángel. –A veces, no es fácil que se porten como es debido –confesó su madre. 173


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El único que obedeció fue Taxi, que se acercó moviendo el rabo como un plumero. Para quedar bien, Ángel le acarició con una mano, mientras con la otra le daba un golpecito para indicar que prefería que se marchara. –Es menos complicado educar al perro –aclaró Laura. Ricardo y Laura llevaban cerca de diez años casados. Ambos eran aficionados a cantar y se conocieron en un coro. Laura acababa de obtener una plaza en una consulta de medicina familiar y se hallaba deprimida; a ella, tan acostumbrada a marcar el ritmo de sus relaciones afectivas, le había tomado el pelo un jefe de hospital que, en su cara, en vez de arrugas, parecía llevar los pliegues de una falda; había probado el mismo veneno que recibieron algunos de los que se habían topado anteriormente con ella. Ricardo apareció en el momento oportuno y actuó con la precisión de un relojero; supo agarrar hilos argumentales y convertirlos en mantas protectoras, poco a poco. “¡Sé objetiva! ¡No te ciegues!”: gracias a unos mensajes sencillos, Laura aprendió a controlarse mejor; sin que se percatara de ello, ella, tan libre y emancipada, terminó dependiendo de él. Estaba harta de deslumbramientos románticos y apreciaba que un hombre trabajador, honesto y sensato la quisiera sin agobios ni exageraciones. Ricardo y Laura se complementaban bien. Él era director de una compañía de seguros y ella tenía un buen sueldo. Vivían en una villa encantadora y estaban muy contentos con sus hijos. Sin embargo, aunque consideraba que había alcanzado algo cercano al equilibrio, Laura sentía ansiedades que no se atrevía a confesar; alguien parecía haberse dejado el grifo del tiempo abierto y los días se iban sin dejar huella. Desde que vio en su cuerpo varices y celulitis, hacía mucho ejercicio; mostrando su vigor en un gimnasio, dejaba a la gente boquiabierta, pero, íntimamente, percibía en sí misma una debilidad creciente. A una pregunta tópica, hubiera respondido que sí era feliz, pero soñaba con tormentas, camisas de fuerza y salidas de trenes. Ricardo, por su parte, era poco 174


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amigo de inventarse preocupaciones. No había tenido el menor asomo de crisis por haber cumplido cuarenta años. No necesitaba demostrarse nada a sí mismo. No tenía frustraciones y sabía que aquello era un privilegio; esto no ocultaba que, últimamente, se mostraba menos hábil al evitar discusiones. El día que conoció a Ángel, Ricardo estaba malhumorado porque su esposa se había quejado por tener que ir a comer a casa de sus padres; él jamás había puesto pegas a la hora de visitar a sus suegros. Respondiendo al ofrecimiento de la pareja, Ángel se sentó a su lado. Laura comprobó que seguía siendo atractivo, pese a que la presencia de algunos pelos en la nariz y en las orejas denotaba cierto abandono; no había engordado; su tez se había oscurecido y, en el rostro, las muecas habían dejado surcos profundos; su mirada era intensa pero errática. –Ángel estudió conmigo –explicó Laura a su marido–. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos? –Dieciséis años –respondió el viajero, complacido al observar que Laura, que se había quitado las gafas, mostraba sin miedo sus ojos levemente rasgados. Conforme se desarrollaba la conversación, se intuía que, más que en las palabras que afloraban, había que buscar información en el silencio que, bajo ellas, se hundía como un clavo. –¿Te has casado? –preguntó Laura. –No; mantengo la soltería y sus circunstancias, aunque, en esencia, todas las vidas son semejantes; te mueves alrededor de un kiosco sin saber lo que va a ofrecerte el día... A Laura, le gustó la idea; ella también tenía ocurrencias semejantes; se imaginaba, por ejemplo, que, de cada gota que se rompía, se escapaba una libélula invisible, pero no se atrevía a confesar algo tan ridículo. –Hoy tienes buena suerte en el kiosco. Toma lo que desees. Te invitamos –intervino Ricardo. Era un tipo amable, más bien recio, con poco pelo y semblante sereno. No había querido indagar en 175


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el pasado de su esposa; no le preocupaba que hubiera tenido novios de todo tipo; al fin y al cabo, ella había elegido casarse con él y sabía que permanecería a su lado. Siempre procuraba ser educado cuando Laura le presentaba a algún antiguo amigo, aunque entre ellos había verdaderos fantoches. Se preguntó en qué categoría habría que incluir a Ángel. No quería mostrarse desagradable, pero tampoco deseaba animar demasiado al intruso porque podía ser un pesado. Ángel rechazó la proposición; aún no había terminado su cerveza, que ya estaba pagada. Les contó cuál era su ocupación en Meghalaya. Un bienestar inexplicable se apoderó de Laura mientras le escuchaba. Recordó momentos felices. Nadie la había amado tanto. Racionalmente, tenía que haberse quedado con él. ¿Por qué no lo había hecho? Tuvo que ser que no estaba verdaderamente enamorada… –¡Qué lección para quienes no somos tan altruistas! Es una labor impresionante la que desempeñáis –dijo ella. –Hacemos lo que podemos, pero nos condicionan las limitaciones y que los días no tengan cincuenta horas –respondió Ángel. –¿No has tenido problemas de malaria? –preguntó Ricardo. –Hasta ahora, no –recalcó el viajero, cruzando los dedos. Ángel se exaltó al ver que Laura le miraba con ternura. Quiso compartir la esencia de instantes en los que ella no había estado presente: habló de peregrinaciones sagradas, de eclipses totales, de baños entre cristales de cuarzo, de auroras boreales, de inmersiones en simas coralinas, del rocío de los desiertos, de témpanos llenos de leones marinos... Aunque comprendía que Ángel pretendiera emocionarla, Laura, un poco abrumada, pensó que, en el fondo, él, muy alejado de la madurez de su esposo, continuaba siendo un chiquillo persiguiendo “honguitos mágicos”. Estuvo a punto de preguntarle por las mujeres que había conocido viajando, pero resistió la curiosidad pues le hubiera molestado ver brotar en sí misma resquicios de celos. Ella era una mujer adulta; 176


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por eso, amaba a su marido... Al menos, eso creía… Tenía que ser así… –Hemos de irnos –Ricardo, intranquilo, señaló a su reloj–. Voy a la pastelería de la esquina, a comprar una tarta de esas que tanto gustan a mis padres. ¡Ha sido un placer conocerte! –dijo, estrechando la mano de Ángel con calidez. Le había agradado aquel hombre tan entusiasta–. Me voy con los niños y el perro hasta el coche. Recoge tú los periódicos –sugirió. –¡Angelito! ¡Pablito! –gritó Laura. Los chiquillos no hicieron caso–. ¡Ángel! ¡Pablo! –ahora, se movieron a toda prisa; sabían que, cuando desaparecían los diminutivos, la cosa se ponía seria. Por un momento, mientras los demás se alejaban, Laura y Ángel se quedaron solos. Él sabía que aquellos segundos serían irrepetibles. –¿Cuándo te vas? –Mañana. –Me hubiera gustado estar contigo más tiempo. Los labios de ambos temblaban. –Nada ni nadie me hará sentir lo que sentía cuando estábamos juntos –dijo él–. No pasa un día sin que recuerde aquel amanecer en Keli Mutu. Ella contuvo las lágrimas. Deseaba abrazarle. –Es demasiado tarde –murmuró mientras se retiraba haciendo esfuerzos para mantener la compostura. Ángel se derrumbó en el asiento y se cubrió los oídos con las manos. Por su interior, se ramificaron gritos más espantosos que los de los hospitales, crujidos tan sobrecogedores como los que escucharon los marineros del Endurance.

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…Y, mientras me acercaba al agua para ver si veía al Hada, me encontré atrapado en una invisible tela de araña… Javier González Alajarín Afuera sólo existía el frío mortal, el vacío gélido de una era glacial con una vida reducida a cristales minerales. Anna Kavan

ALAS DE INVIERNO I Nada indicaba que, dentro de tres días, iba a empezar oficialmente la primavera. Bajo un cielo ceniciento, la torre del ayuntamiento destacaba igual que un faro; a su alrededor, los edificios surgían como dientes entre lenguas glaciares. Las cúpulas y las estatuas no eran más que sombras perdidas en la bruma. La estación principal absorbía y dispersaba rostros mientras los trenes se relevaban vertiginosa y puntualmente. Las colas crecían junto a paneles informativos, taquillas, tiendas, sucursales bancarias y cafeterías. Algunos turistas buscaban galletas y postales protegiéndose con los codos del acoso de los pasajeros más apresurados. Una joven se movía como una rama arrastrada por una corriente. Un gorro de lana tapaba sus orejas; su pelo, larguísimo, cubría su garganta, su pecho y su espalda bajo la camisa. Llevaba una pequeña bolsa de viaje y un paraguas. Sus botas eran tan estrechas que resultaba extraño que contuvieran pie alguno y sus desgastados pantalones no podían ser menos adecuados para resistir el frío. Dentro de la estación, había un modesto museo. La joven decidió visitarlo. Se podían contemplar variados billetes y todo tipo de monedas: desde una tan gigantesca que se necesitaban dos personas para moverla hasta otras tan diminutas que debían mane178


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jarse con pinzas. Había unidades intactas o irreconocibles a causa del desgaste, redondas, cuadradas, de latón, de plata, de cobre, de oro, dentadas, perforadas… Se mostraban billetes que nadie se había atrevido a doblar al lado de otros que siempre estuvieron abiertos a contactos inmundos. El dinero, a pesar de su aspecto inútil e insignificante, había evolucionado hipnotizando a recolectores y diseminadores. Encendiendo pasiones, sueños, alucinaciones e instintos similares a los que empujan a la polinización a los insectos, movilizaba ejércitos y llenaba carteras, cofres y refugios. Al existir un precio para todo, circulaba por tabernas, prostíbulos y templos; se convertía en salarios, sobornos o limosnas; impulsaba lo mejor y lo peor del ser humano. Transformado en ahorro, herencia o despojo, era defendido con fiereza hasta que su validez caducaba. Tras haber sido manejadas por múltiples dedos, algunas de sus piezas habían alcanzado una especie de jubilación dorada y se exhibían en aquel museo para hacer más entretenida la espera de los viajeros. La joven compró un litro de leche y pan sin corteza. Salió a la calle y abrió el paraguas. A su espalda, pronto quedaron ocultos el Gran Palacio y el barrio antiguo. Sentía hambre y se dirigió al pórtico de una iglesia. Se quitó el gorro, lo sacudió y, después de darle la vuelta, lo colocó sobre un banco de piedra y se sentó encima. Frente a sus ojos, el mar extendía una quebradiza coraza de hielo. Bebió a grandes sorbos, pero masticó sin prisa. La leche y las migas aportaron a su cuerpo la blancura de la nieve. Sacó un pequeño plano donde aparecían las líneas de metro. Lo examinó, miró su reloj y, por un instante, permaneció indecisa. Sus carnosos labios escondieron su sensualidad dibujando una línea torcida. Faltaban varias horas para que saliera su barco y, pese a que la climatología no invitaba al paseo, decidió acercarse hasta el puerto andando. No le apetecía volver a meterse en otro vehículo. No soplaba el viento. Se incorporó; afianzó el liviano equipaje sobre sus hombros y, sin dejar de sujetar con fuerza el paraguas mientras 179


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caminaba, leyó un capítulo de un libro titulado Leyendas polares: Destierro Aunque el amo de las nubes era muy sabio, cuando tuvo que concluir su labor, dudó mucho. Debía establecer un mosaico sometido a vaivenes para garantizar la evolución de los seres vivos. ¿Cómo asegurar el éxito basándose en las limitaciones de sus hijos? Primavera era fecunda, pero intermitente. Verano, voluptuoso y genial, mostraba tendencia al despotismo. Otoño escondía en su hermosura un carácter pusilánime. Invierno le inspiraba más confianza; mientras sus hermanos hacían cábalas envidiosas respecto a su futuro, él meditaba ignorando impacientes deseos. Consumido por la preocupación, el amo de las nubes averiguó que su proyecto exigía un sacrificio. Apoyándose en una injusticia y gracias a una pugna entre fuerzas semejantes, estableció un ciclo sostenido por desapariciones y surgencias. Para mantener la eficacia, no podía aliviar las penas de quien iba a ser herido ni explicar los motivos de su decisión. Confiaba en el estoicismo de la víctima y en su gran valía. Resuelto el dilema mediante un trágico acto, el amo de las nubes buscó la paz en los cauces olvidados del universo. Invierno fue despedazado; sus fragmentos ocuparon extremos inhóspitos y rocosas cimas. Tercos instintos le empujaban a demostrar que se había cometido una equivocación. Sabiéndose incompleto, pretendía que el abrazo consanguíneo de sus restos le devolviera la identidad perdida. El frío envolvía sus intentos; su alma siempre estaría helada. Verano, multitudinariamente aclamado pero amargado por la codicia, empleó selvas y desiertos para probar su fortaleza. Elegía los rayos solares más poderosos e invadía grandes extensiones aprovechando los descuidos de Primavera, incapaz de mantener ritmos constantes. Tampoco Verano controlaba completamente los territorios hacia los que se expandía; esto beneficiaba el sigiloso avance de Otoño, que deshacía las obras estivales infundiendo melancolía. Todo estaba calculado de tal modo que no pudieran vulnerarse ciertos límites. Invierno jamás alcanzará su objetivo; insistirá mientras la Tierra gire y siempre será vencido. La humanidad le teme y le maldice porque estropea cosechas, arrebata el aliento a los débiles y conserva los cadáveres con avaricia. 180


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Sin embargo, incluso en el sitio más desolado, más allá de las auroras polares, existen sueños. Quienes eligieron semejante refugio proporcionan consuelo a las vísceras de la nieve. II Se acababa la acera. Había que utilizar un paso subterráneo. Sonaba con estruendo una canción y un grupo de bailarines realizaba prodigiosas piruetas. Antes de salir al otro lado de la calle, la joven se distrajo un rato observándoles. La nevada, tenue hasta entonces, se hizo más compacta. Los coches parecían dibujar sobre un papel blanco. Al llegar a un amplio espacio abierto, la silueta de una antena gigante se hizo visible entre la neblina. La joven, que padecía de agorafobia, se orientó siguiendo las pisadas de un hombre corpulento; tuvo que pasar por encima de un rastro de orina. Su padre siempre se lamentaba por haber nacido; fue un desertor de la existencia, un pésimo cliente de la vida. No era mala persona, pero portaba una carga de negatividad que agobiaba a sus allegados. Su compañía terminó siendo insoportable para su esposa, que decidió abandonarle. “Si me dejas, me mataré”, advirtió él. Y cumplió su amenaza. Se ahorcó usando un cinturón. Nadie hubiera podido salvarle. Durante años, había pensado en nudos y sogas. “Cuando empiezas a acostumbrarte a tu edad, cumples un año más”, solía decir su madre, marcada para siempre por la desgracia de haber unido su destino al de una persona autodestructiva. Limpiaba su casa con una obsesión enfermiza, pero su propia salud cada vez le preocupaba menos. La semana anterior, tras haber fregado su cocina, había dejado de respirar con la conciencia tranquila. Su hijo no había asistido al funeral y al entierro porque la consideraba responsable del fallecimiento de su padre y jamás la había perdonado. La joven detestaba el comportamiento inclemente e injusto de su hermano, pero se había quedado sola y deseaba reconciliarse con él. 181


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III Su impaciencia la llevó a comparar el transcurrir de los minutos con un río de melaza. Después de haber comprado su billete, la joven se entretuvo deformando con la imaginación a quienes la rodeaban: les colocó cráneos agarbanzados, narices que parecían globos, barbillas dobladas como palas de sepulturero y orejas que no hubiera podido cubrir ningún sombrero. Una señora buscaba en una revista reportajes sobre artistas y aristócratas; a sus pies, se agitaba un perrito; “¡estate quieta, Divina!”, decía la dama acariciando a su mascota. A escasos metros de ella, un hombre describía elipses con sus pasos. Un adolescente huraño soportaba de mala gana las sonrisas de su abuela. Un ejecutivo jugaba con su maletín y mascaba chicle. Leyendo una partitura, un músico convertía en batuta un dedo... La sala de espera bullía, repleta de cicatrices y lunares, músculos y tendones, ilusiones y bostezos, certezas e indecisiones. IV Se llegaba a la nave por medio de un pasillo colgante. La entrada no se diferenciaba demasiado del vestíbulo de un hotel. Los motores contagiaban al suelo su vibración produciendo leves cosquillas en la planta de los pies. Los recién llegados pronto se acostumbraban a ese terremoto benigno, aunque alguno se mareaba antes de que el barco hubiera zarpado. Había numerosos compartimentos, la mayoría enmoquetados. El restaurante principal tenía lámparas en forma de ancla y mesas pulidas de tono jaspeado con discretas transparencias laterales. Por todas partes, se veían cuadros costumbristas y curiosos adornos. Sólo quien había reservado un camarote tenía derecho a acceder a las galerías inferiores. Como, a bordo, no se aplicaban ciertos impuestos, las bebidas alcohólicas resultaban más baratas y bastantes personas mostraron desde el principio su intención de emborracharse; 182


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nadie se lo impedía, pero no se permitía gritar fuera de la sala de conciertos donde iba a actuar un cantante conocedor de cientos de himnos etílicos. Había un espacio para máquinas tragaperras y abundantes asientos desde los que, a través de estrechas ventanas, se podía ver el mar cristalizado y costas nevadas. La joven se sirvió café y se acercó a un recinto en el que niños menores de ocho años se divertían en medio de una infinidad de bolas de variadas dimensiones y colores. Los infantes intentaban abarcar con sus brazos el mayor número posible de esferas; saltaban sobre ellas y las lanzaban emitiendo risas agudas. En este lúdico corral, pronto se estableció una jerarquía de picoteo. Un chiquillo robusto de mentón prominente y regia nariz tomó rápidamente el mando y las piezas más codiciadas, que destacaban por su brillantez o volumen, se convirtieron en algo de su uso exclusivo. No se conformó con eso; sólo permitía que jugasen con las de tamaño mediano quienes, previamente y con el debido respeto, le habían pedido permiso para hacerlo. El reinado de este emperador de las pelotas se puso en peligro cuando una niña rolliza, negándose a entregar un balón que había atrapado en un descuido del monarca, le arreó un soberano tortazo. Las dos criaturas se enzarzaron en una riña que concluyó cuando un pulgar de la insurrecta impactó sobre un ojo del jefe supremo, que lloró suplicando que le ayudaran aliados más poderosos. Los padres de ambos contendientes intervinieron en el conflicto sin demora. Su actitud fue conciliadora e incluso, mediante chantajes silenciosos y tácitas amenazas, lograron que los rivales se besaran; la falsedad de tal gesto se manifestó de inmediato pues, aprovechando que los progenitores estaban inmersos en una ineludible conversación de compromiso, se dedicaron gestos ofensivos y muecas burlonas. Después de su breve incursión en el estudio de la ciudadanía del futuro, la joven se dirigió hacia un mostrador lleno de folletos turísticos. Agarró unos cuantos y se dejó caer en un sillón que, 183


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sorprendido al recibir su peso, expulsó violentamente por un orificio lateral el contenido de una bolsa de aire. Sin conceder importancia a la flatulencia del mueble, la muchacha se dedicó a analizar lo que había reunido. Viendo fotografías y descripciones de paisajes, monumentos y ciudades, se avivó su deseo de conocer nuevos países. Sin embargo, no tardó en notar el agotamiento que había acumulado durante los últimos días. Cerró los ojos e intentó dormir, pero, intranquilizada al comprobar que no lo conseguía, empezó a leer otro capítulo de Leyendas polares: Las moscas de la nieve Conocen todos los misterios, lo que existe detrás de cada máscara, lo que ocultan las alfombras, el interior de los bolsillos, la verdad que imita un decorado y los secretos de las fosas comunes. Hay quien las compara con estrellas que se ven a través de una nube oscura. Pueden ser rojas, verdes, naranjas, amarillas, negras, violetas, marrones, blancas o azules. Aunque no matan, se dice que nadie puede seguir viviendo si las ha visto. Se cree que sólo vuelan un día y después se esfuman. Sus alas recuerdan a brácteas de edelweiss y sus zumbidos hechizan como un canto de sirenas. Quien las vislumbra intenta acompañarlas y queda atrapado para siempre en el hielo… La joven se sintió observada e interrumpió la lectura. –¿No te parece que eres demasiado indiscreto? –preguntó al comprobar que un individuo de unos treinta años se había arrimado a su nuca. –Perdona –dijo él con una voz que recordaba a un eco–. Me ha picado la curiosidad porque conozco ese libro. Quería saber por qué página ibas… ¿Te importa que charle un poco contigo? –No, siempre que, dentro de un rato, me dejes tranquila. –Me marcharé enseguida –respondió él, sentándose en otro sillón de gases parlantes–. ¿Estás sola? –Sí. –¿Y adónde vas? –A visitar a mi hermano. 184


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–¡Que tengas un buen viaje! –Lo mismo digo. –Yo me bajaré antes de que el barco llegue a su destino. –¿A qué te refieres? –Voy a suicidarme. La joven se alarmó. –No soporto ese tipo de bromas –recalcó. –Hablo en serio. De madrugada, me arrojaré al mar y nadie volverá a saber de mí. Será el suicidio perfecto. –¿Tan atormentado estás? –No todos los suicidas actúan empujados por la desesperación. Algunos toman su decisión fríamente, por desencanto o cualquier otro motivo. No importa cómo ha sido el pasado. El futuro puede ofrecerte mucho de bueno. Millones de víctimas de enfermedades mortales padecen lo indecible porque su tiempo se acaba. Si te escucharan, te escupirían. –No me alegra su situación, pero no soy responsable de lo que les sucede. Si de mí dependiera, se curarían, aunque les recomendaría que dejaran de luchar y aceptaran su sino. –¿Es que has perdido la capacidad de disfrutar? –No, pero me he cansado de vivir y no quiero limitarme a esperar pasivamente que llegue la muerte. Es una cuestión de coherencia. –No conviertas una debilidad pasajera en una pérdida irreversible. Hablas con una frialdad espeluznante. Mi padre, que era un maníaco depresivo, también decía cosas terribles, pero lo hacía movido por una angustia que no percibo en ti. Los suicidas son cobardes y egoístas. No tienen en cuenta que otros padecerán las consecuencias de sus actos. –Nadie lo va a pasar mal porque yo me mate. Aquí sobro. Me siento como un pez grande en una pecera muy pequeña. Estoy harto de tanta farsa, de la falsedad de los escenarios, de las risas sordas que surgen entre bastidores… 185


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–¿No te da miedo morir? –¿Por qué? Nadie se libra de eso. La verdadera libertad se obtiene cuando no existe ninguna dependencia. –Quien deja de existir no puede ser libre; no puede ser nada… –Quizá Dios exponga mi cadáver en su galería de trofeos. Nos crea, nos cría y después nos caza. –¿Eres creyente? –A ratos, pienso en entidades sobrehumanas... Si mi espíritu se desvanece, dejaré de ser un esclavo y, si descubro que se inicia otra fase, buscaré nuevas salidas… –Me gustaría ayudarte, conseguir que cambies de idea. –Eso es imposible, pero hay algo que puedes hacer por mí. –¿Qué? –Me atraes. ¿Quieres salvarme? –con sus manos, simuló que un pene se deslizaba dentro de una vagina. –¡Así que se trataba de eso! Si buscabas acercarte a mí, no has podido elegir una excusa peor. ¡Me das asco! La joven agarró sus pertenencias y se marchó. La indignación enrojecía intensamente sus mejillas. –¿No te seduce el sexo? Entonces, tú también tendrías que suicidarte. Debes ser muy desgraciada –dijo él a sus espaldas. V Despertó sudando y sobresaltada. Le pareció que el sujeto que la había abordado mientras leía había salido a la cubierta superior del navío. Se levantó rápidamente y le siguió. Aquel hombre le había caído fatal, pero temía que hubiera dicho la verdad y deseaba evitar que se matara. La temperatura, bastante por debajo de cero, casi la dejó sin aliento. Una incipiente claridad le anunció que el fin de la noche se acercaba. Se lanzó tras una sombra que, antes de esfumarse, la condujo hasta la popa del barco. ¿Evitaban los suicidas la proa? Su soledad y la visión que una altura de treinta metros proporcio186


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naba acentuaron la inmensidad del panorama. Tuvo que agarrarse con fuerza a la barandilla para no desplomarse. Perseguida por un séquito de aves que sumaban sus gritos al fragor de los motores, la embarcación dejaba una estela en el estrecho camino que se hallaba en mitad de las blancas cunetas que producía el mar. Se sintió aplastada. El pánico la inmovilizó y quedó a merced de los agresivos pájaros que la vigilaban. El tiempo pareció detenerse cuando escuchó el zumbido de las moscas de la nieve. La rodearon y la acariciaron con sus alas, cubiertas de pelusa fina. La deslumbraron con sus giros. Una de ellas, azul como el corazón de los témpanos, le transmitió un mensaje liberador. No tenía por qué soportar cargas dolorosas. Podía volar y transformarse en viento. El vuelo debía empezar con un salto. VI Aparentemente, la nave llegó a su destino demasiado pronto; sin embargo, la lentitud de las maniobras de atraque permitió que el viaje ajustara su horario a lo previsto. Los pasajeros que descendían formaban una especie de torrente con coágulos. Aunque nadie se percató de ello, de madrugada, su número había menguado. Una de las primeras personas que bajaron, ágil como un espectro, fue una joven de pelo larguísimo. Llevaba una pequeña bolsa y un paraguas. Sus botas eran tan estrechas que resultaba extraño que contuvieran pie alguno y sus desgastados pantalones no podían ser menos adecuados para resistir el frío. Tenía prisa. Necesitaba imperiosamente reconciliarse con su hermano.

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Carlos Aguirre de Cárcer Dedicado a Héctor Germán Oesterheld y Alberto Breccia, autores de Mort Cinder. Desde niño, tuve la tendencia a crear en torno de mí un mundo ficticio, a rodearme de amigos y conocidos que nunca existieron… Esta tendencia no se quedó atrás con la infancia… Hoy ya no tengo personalidad… Soy el punto de reunión de una humanidad sólo mía. Médium, así, de mí mismo, de todas maneras subsisto. Fernando Pessoa …muero subo al cielo gota a gota en el camino me encuentro a mí mismo gota a gota que regreso… Jorge Oteiza El yo que imaginamos sobreviviendo a la muerte es un fantasma incluso en vida. John Gray

ÚLTIMAS FANTASÍAS I La lentitud era falsa. En un abrir y cerrar de ojos, él podía convertirse en un anciano. Aunque en muchas de sus vidas conocía momentos felices, a veces, Marino Acapulta se moría sin haber visto el mar y pensando que cada noche era un naufragio acaecido tierra adentro. Fue hombre y mujer en incontables países, trilobites, tiburón, helecho, escarabajo tigre, dinosaurio, mofeta, violeta, agente cancerígeno, bacteria extremófila y espíritu puro. Recorría el tiempo como un sendero de ida y vuelta; los sueños de unas existencias alimentaban las vigilias de otras. Creó algunas de las esculturas y sinfonías que la humanidad más estima y suyas fueron varias de las más conocidas pinturas troglodíticas. Participó en la formación de patrias, divisas, religiones y banderas. Durmió en 188


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camas regias, cárceles, junglas, barcos, glaciares y desiertos. Fue violador y violada, nómada y sedentario, pompílido y araña, soldado, clérigo, mendigo, princesa, actor, oficinista, agricultor, minero, prostituta, poeta, santo y parricida. Un asombroso poder le permitía protagonizar cualquier suceso. Estaba capacitado para experimentar que el pasado revivía. De los innumerables nombres que había conocido, elegía para sí mismo el de Marino Acapulta, el mejor amigo de la hermosa Floreana Ruderal. Y convertía en perpetua vivencia un día que pasaba inadvertido en la historia de la humanidad porque no parecía haberse producido en él ningún acontecimiento relevante. Marino Acapulta conoció a Floreana Ruderal cuando ambos eran jóvenes vendimiadores. Cada mañana, se distribuían cajas de plástico y los frutos de la vid golpeaban de inmediato su interior con un ruido sordo. Las ramas se inclinaban bajo el peso de los racimos. Las viñas alcanzaban inverosímiles posiciones en su lucha por robar terreno a los montes. Viejas campesinas, indistinguibles unas de otras, lucían pañuelos rojos en sus cabezas. Conversaban con voces chirriantes usando extraños dialectos. Se colocaban automáticamente en la posición ideal para vendimiar. Sus piernas, cortas, fibrosas y elásticas, se acomodaban a la perfección a los desniveles del terreno. Husmeaban entre las hojas sin interrumpir sus punzantes diálogos. Sus dedos hipertrofiados manejaban tijeras con implacable destreza. El tiempo transcurría uva a uva, cepa a cepa. A Marino y Floreana, además de su salario, les ofrecían alojamiento en un camping. A mediodía, cuando les concedían una hora de descanso, comían bocadillos que ellos mismos habían preparado. “Me casaré y tendré millones de hijos”, decía Marino. “¿Y con quién piensas casarte?”, preguntaba Floreana. “Con millones de personas”, respondía Marino, tumbándose en el suelo boca arriba. “Estás loco”, replicaba Floreana. Sus conversaciones mezclaban, caprichosa y descontroladamente, lo verdadero con lo qui189


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mérico y el presente con el futuro. Reían y tonteaban sin ser del todo conscientes de lo mucho que se amaban. En aquel paraje lleno de desfiladeros, un cielo despejado podía sufrir invasiones repentinas de nimboestratos. Las campesinas reconocían cuándo iba a empezar a llover, pero jamás interrumpían su tarea sin haber recibido la orden correspondiente. Al patrón siempre le parecía que el desarrollo de la vendimia se alargaba demasiado. Si un aguacero obligaba a detener el trabajo, había que proteger las cajas y refugiarse en un cobertizo hasta que la situación mejoraba. “Dicen en mi tierra que las nubes son las cunetas del cielo”, comentaba Floreana. “En la mía, creen que allí se juntan las voces de los vivos y los muertos”, contestaba Marino, que cruzaba los brazos sobre sus rodillas y, apoyando en ellos su cabeza, se amodorraba. Aquel día, llovía con fuerza. Las viejas ocultaban sus pañuelos colorados bajo las capuchas de unos impermeables que daban a los trabajadores el aspecto de un grupo de pescadores. El tiempo empeoró y la jornada se dio por acabada. Todos se retiraron contrariados porque ese día cobrarían menos. Bajo la tormenta, llevaron a Marino y Floreana en una camioneta volquete que a duras penas lograba circular sobre el barro. La caja basculante del vehículo estaba descubierta y se inundó rápidamente, a pesar de que el tablero posterior no estaba bien ajustado y ofrecía al agua abundantes vías de escape. Aunque Marino y Floreana se agarraban con fuerza a los salientes de la carrocería, con frecuencia se veían arrojados al centro de lo que se había convertido en una especie de piscina ambulante. Llegaron a las afueras de la ciudad empapados, enrabietados y cubiertos de magulladuras. Para ir al camping donde residían, tomaron el atajo que habitualmente seguían. La precaución con la que se movieron no pudo evitar que fueran arrollados por un desprendimiento de ladera. Un arbusto frenó el descenso de Marino, pero Floreana cayó al río, que bajaba muy crecido. Al oír los gritos de su amiga, Marino saltó para ayudarla. Un tronco que arrastraba la corriente 190


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le golpeó en la cabeza dejándole inconsciente. Mientras se ahogaba, no recuperó el sentido. Cuando Marino elegía revivir algún episodio de sus múltiples vidas, lo hacía sabiendo lo que había ocurrido en cada caso, pero perdía esa conciencia al regresar al pasado que resucitaba. Sólo tras completarse la repetición de los acontecimientos recuperaba la memoria y comprendía que podía reproducir millones de veces un destino sin ser capaz de modificarlo. De nada servían su esperanza y su insistencia; lo que pudo haber sido nunca formaba parte de lo real. Pese a sus esfuerzos, jamás conseguía salvar a Floreana; aprender tan dura lección, una y otra vez, le costaba la vida. De nuevo, Marino flotaba boca abajo. Sus labios temblaban. La oscuridad inutilizaba la apertura de sus párpados. Incapaz de dirigir su cuerpo, todavía podía rehacer la trama de sus vivencias. Sumaba a sus propios recuerdos un cosmos de desvaríos seniles. La máscara inexpresiva de su piel equivalía a un manto de algas inmóviles. Estaba atrapado en un mar sin olas, pero, insospechadamente y en silencio, para lo bueno y para lo malo, una y otra vez, sentía que moría y renacía. II Dos enfermeras recorrían un pasillo de una clínica. La más joven, que acababa de ser destinada allí, se sinceró con la otra, una mujer de mediana edad que teñía torpemente sus canas: –Esto me deprime. En cuanto pueda, me trasladaré a otro lugar. –Es duro venir aquí. Los pacientes dan mucho trabajo y no te agradecen nada. –A mí me dan pena. Los veo inservibles e indefensos. Son testigos consumidos de algo que ha desaparecido. –Cuando Charles Chaplin llegó al final de su vida, decía que vivir era maravilloso, pero que ya no hacía más que recordar tiempos pasados. –Eso mismo podría decir cualquiera que haya llegado a una absoluta senilidad. 191


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–Siempre que consiga mantener su memoria; de lo contrario, habrá perdido su identidad y sólo quedará su envoltura carnal. –¿Estás segura de que estas personas de las que nos ocupamos han olvidado todo? Ignoramos lo que verdaderamente sienten. Hay quien dice que, incluso tras la muerte, se conserva la capacidad de pensar durante algún tiempo. –¿Y cómo lo saben? –Supongo que se basan en lo que han contado quienes han estado a punto de morir o, clínicamente, han sido dados por muertos. –Hay misterios para los que puedes imaginar todo tipo de respuestas. La mente humana se ramifica tanto que es casi inabarcable. Si ni siquiera terminamos de conocer lo que somos y lo que sentimos, ¿qué podemos decir de los demás? –¿Quién es ese señor que recibe tantas visitas? –Marino Acapulta. Le llamaban el escritor de mil caras porque su imaginación era prodigiosa; se decía que, cuando estaba inspirado, completaba dos novelas en menos de un mes. Ya ves en qué se ha convertido. Vienen a verlo sus familiares, pero supongo que él no se entera. Lleva años sordo, estático y ciego. ¿Qué estímulo lo mantiene vivo? –Me recuerda a un charco congelado. Posiblemente, ya carece de ideas y, más que a los demás humanos, se parece a los vegetales. –En Leyendas polares, un libro que estoy leyendo, se cuenta que los últimos destellos vitales de ciertas personas de avanzada edad son tan poderosos como los rayos postreros de las estrellas. Los demiurgos invernales utilizan la energía mental de algunos ancianos extraordinarios; los mantienen dormidos y aprovechan la fuerza de sus sueños, de tal manera que nuestra existencia es producto de los flujos y ciclos oníricos de una red de decrépitos esclavos. –Conozco el libro del que hablas. Me impresionan esos demiurgos invernales y las moscas de la nieve… 192


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–Son historias inquietantes... A veces, incluso imagino que las claves de todo enigma se hallan en el cerebro de estos viejos a los que atendemos‌

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Carlos Aguirre de Cárcer El acontecimiento incesante de lo que es y lo que ha sido. Formar parte de esto me asombra. Bill Fay Encontré a un joven en la Costa de los Esqueletos. Estaba agotado y pálido como un fantasma. Le pregunté cuál era su nombre. Él dijo: Lazarus, señor… Terry Callier Incluso en los peores momentos… siempre supe que era infinitamente mejor ser que no ser. W. H. Hudson

EL HORARIO DE LÁZARO I Vista desde la cima de una montaña a la que era posible acceder en teleférico, la ciudad, con sus seudópodos de cemento, recordaba a una monstruosa ameba. Los embotellamientos inutilizaban durante horas las avenidas mientras, en los callejones más antiguos, las cabezas se reunían como piedras que mueve un río. Entre la multitud de casas que pugnaban por robarse espacio unas a otras, de vez en cuando, semejantes a celdas arrancadas de una colmena o gotas que un pisotón ha separado de un charco, aparecían edificios aislados. En uno de ellos, una torre de apartamentos prematuramente envejecida en medio de un descampado, vivía Lázaro Sañinos. El despertador sonó con estrépito. Durante un instante, sombras de mundos diferentes entrecruzaron sus dedos. Lázaro Sañinos se había acostado convencido de que, incluso si conseguía superar el insomnio, iba dedicar la noche a una actividad estéril. Lo soñado y lo verdaderamente vivido se parecían demasiado. Las legañas habían acorazado sus pestañas formando una especie de 194


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cremallera. Abrió con dificultad los ojos y sintió que su mente era invadida por pensamientos que, ajenos a su interés, se repetían como monótonas olas. De la pared, colgaban un reloj de madera de olivo, un calendario y una lámina enmarcada que reproducía el cuadro de los dos ajusticiados de Géricault. Le fascinaba aquella cumbre del horror pictórico, la imagen de las cabezas cercenadas de un hombre y una mujer. La maestría del pintor le causaba escalofríos. Creía que su propio castigo no había sido menor que el que recibieron aquellos desgraciados; seguramente, a ellos los habían ejecutado en contra de su voluntad; él, por el contrario, había sido condenado a seguir viviendo sin desearlo ni merecerlo…Víctima de un creciente cansancio, consideró que igual de absurdo era seguir tumbado en el colchón que levantarse para sustentar el hermanamiento entre la falta de entusiasmo y el cumplimiento de sus obligaciones. Por fortuna para su estabilidad laboral, poseía un cuerpo adoctrinado por las costumbres que actuaba de manera automática, sin esperar órdenes e ignorando las dudas. La memoria forma madejas donde lo importante, lo lejano y lo trivial intercambian caprichosamente sus papeles. A diario, Lorenzo Sañinos recordaba la historia de Thomas Rogers: en Ceilán, ayudado por diversos colegas, había matado más de mil quinientos elefantes. Murió alcanzado por un rayo; tiempo después, otro rayo destruyó su tumba. Imaginando animales, cazadores, lápidas y tormentas, Lázaro recorría el largo pasillo que conducía al cuarto de baño. Aunque su casa era demasiado grande, no se planteaba vivir en otro lugar. Las manchas de humedad abombaban el techo. El suelo de madera, desgastado, crujía al recibir la presión de los pies desnudos; sus pasos marcaban un ritmo tan definido como el que determina el cilindro de un organillo. Nada se apartaba de lo cotidiano. Las tuberías gritaban. Las duchas siempre eran frías. Enjabonado y bajo un chorro potente y helado, Lázaro notaba que su mente se despejaba y comprendía que lo que había aprendido a 195


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lo largo de incontables días se resumía en dos obviedades. La primera no podía ser más evidente: en cualquier momento, podría iniciarse una época desafortunada. La segunda era de una simpleza estremecedora: cuando muere, la gente desaparece. En cierto modo, de Lázaro, que había permanecido en coma durante cinco años, podía decirse que había resucitado, pero no era posible afirmar que su resurrección le había devuelto lo que le pertenecía porque su esposa había fallecido en el accidente al que él había sobrevivido y su ausencia le condenó a un despertar dramático y sin ilusiones. Los coches, que antes le apasionaban, se convirtieron en objetos odiosos a los que culpaba de su desgracia. Su simpatía y su gusto por las fiestas se esfumaron y únicamente el desconcierto y la desidia impidieron que se suicidara. Deseaba regresar de manera espontánea al estado letárgico que había abandonado. Marta Sañinos era copropietaria de la Librería Ombú, una de las más conocidas de la ciudad. Cuando ofreció a su hermano un puesto de trabajo en su negocio, la proposición fue rechazada. Sin embargo, insistió y suplicó hasta que Lázaro, convencido de que su ayuda era necesaria, aceptó el encargo sin saber que estaba a punto de iniciarse una rutina que le mantendría ocupado durante más de tres décadas. Al principio, Lázaro se comportó como si quisiera que su hermana se viera obligada a despedirle de la librería. Actuaba de modo caprichoso y casi nunca cumplía las tareas que le encomendaban. Escondía los libros que más se vendían y colocaba en lugares preferentes ejemplares destinados a ser rápidamente descatalogados. Daba cambiazos al envolver regalos y, a quien pidió recibir por correo la novela Esta flor es para ti, pulcra y romántica, le envió una zafia historia titulada El osado perturbado. Las quejas relacionadas con él afectaron a la buena fama del local e incluso la comprensiva Marta perdió la paciencia. Sin embargo, paulatinamente, su actitud cambió y, aunque jamás manifestó que 196


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le gustaba lo que hacía, terminó siendo el empleado más eficiente del establecimiento. Lázaro iba andando a trabajar. Eso le obligaba a madrugar mucho porque siempre dedicaba un largo rato al desayuno. Preparaba zumos naturales de naranja, tomate y pomelo, varias tostadas con aceite y un tazón de leche con miel. Ponía en un plato abundantes frutos secos y los consumía con deleite. Las almendras, las nueces y las avellanas le encantaban. Mientras las saboreaba, rememoraba situaciones agradables de un lejano pasado y, por un instante, se alegraba de estar vivo. A menudo, los momentos felices se valoran más cuando el tiempo los convierte en recuerdos idealizados. Esto es especialmente cierto en lo que se refiere a la infancia pues, en esa época saturada de emociones, apenas existen las reflexiones y los gozos son tan poco comprensibles como las decepciones. Lázaro pasó los primeros años de su vida en una casa rural de Betania de los Olivos llamada Villa Camdeo. Su padre, Ciro Sañinos, era veterinario y empleaba la mayor parte del día viajando por los alrededores. Había elegido ejercer su profesión en esa región, que inicialmente le era desconocida, porque había sabido que allí no hallaría competencia y supuso que sus servicios serían muy apreciados. Sin embargo, que le aceptaran los lugareños resultó difícil. Aquella era una tierra de autárquicos pioneros que se relacionaban entre sí presumiendo de no necesitar ayuda ajena. El relieve era abrupto. Los cerros condicionaban los recovecos de los arroyos y separaban una multitud de parcelas cuyo conjunto formaba un microcosmos de haciendas en el que ninguna destacaba sobre el resto. Los campesinos consideraban que tenían mucho que agradecer a Dios: la naturaleza había favorecido que el reparto de tierras fuera equitativo. La solidaridad apenas se practicaba, pero la envidia era inexistente. Cada cual se apañaba por sí mismo. Nadie deseaba más que lo que tenía porque eso hubiera aumentado el trabajo y ya vivían bastante atareados. 197


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Al ser tan escasa la comunicación entre vecinos, a Euca Ristova, la esposa de Ciro Sañinos, le sorprendía que las habladurías se transmitieran tan rápidamente. A pesar de que las visitas eran muy poco frecuentes, como si funcionara algún tipo de telepatía, todos parecían estar al tanto de lo que estaba sucediendo en la granja de al lado. Allí, podía ser tenido por sucio tanto quien lavaba poco las sábanas como quien las limpiaba demasiado. Euca pensaba que los poco más de doscientos habitantes de Betania de los Olivos eran toscos, secos y retorcidos. En general, las únicas reuniones comunales se producían cuando un sacerdote acudía a oficiar la misa dominical desde la ciudad más cercana, que se hallaba a más de ciento noventa kilómetros de distancia. En una comunidad con tan marcado predominio del individualismo, la construcción de la iglesia supuso una de las pocas situaciones en las que se producía una reunión de esfuerzos a causa de un interés compartido. El resultado fue un edificio que llenaba de orgullo a quienes lo habían creado. Emplearon los mejores sillares para levantar sus muros y la madera más resistente para hacer los asientos. El retablo, combinando sencillos remates, mostraba gran fuerza expresiva. Pese a su modestia, el templo concentraba en sí mismo una esencia que nada tenía que envidiar a la de las catedrales. Aunque él era católico, a Ciro, por motivos que nunca conoció, empezaron a llamarle “el judío”. Euca era cristiana ortodoxa, pero el cura no se oponía a que asistiera a sus oficios. Ella sabía que, tanto si acudía como si no, se iba a considerar que su comportamiento era inapropiado. Cuando se referían a Euca y Ciro, los nativos de Betania de los Olivos, sin ningún disimulo, hablaban de “los desterrados”. La iglesia y un pequeño cementerio se hallaban junto al olivar que justificaba el nombre de la localidad. Estaba en un espacio de propiedad común. A pesar de que nadie parecía ocuparse de ellos, sus árboles, como era habitual en el lugar, se desarrollaban bien 198


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por sí mismos y aportaban excelentes aceitunas. Una vez al año, el pueblo entero se reunía para recolectarlas; con ellas, se creaba un aceite de gran calidad que se repartía entre los vecinos. Pese a que se habían convertido en los legítimos propietarios de Villa Camdeo, “los desterrados”, al ser “de fuera”, no recibían ni una gota del preciado líquido. Tampoco les indicaban que se sumaran a la fiesta que se organizaba para celebrar el acontecimiento. Esperando una invitación que no llegaba, Euca y Ciro se limitaban a escuchar los cánticos rituales y a contemplar los bailes o las exhibiciones de fuerza y destreza. El edificio donde molturaban y prensaban las aceitunas contenía una bodega que se abría en contadas ocasiones. La gente se animaba bebiendo vino y participando en un juego que consistía en agarrar un arete metálico atado a una cuerda sujeta al techo y lanzarlo para intentar que quedara colgado de una alcayata que estaba clavada en la pared. Cuando Ciro pidió que le permitieran probar sus habilidades, nadie se opuso. Dejando a su alrededor un espacio libre de un par de metros a ambos lados, se formó un corro de silenciosos testigos, Su primer intento fue desastroso, pero no hubo risas ni mofas. Tampoco se produjeron gestos alejados de la indiferencia cuando, sorprendentemente, consiguió un acierto pleno en su segunda tentativa. No hubo una tercera intentona. Cuando se retiró, los presentes ocuparon su lugar y reanudaron sus conversaciones sin dedicarle comentario alguno. Euca procedía de una aldea poco mayor que Betania de los Olivos. Conocía las labores del campo desde que era niña. Poco después de cumplir diez años, acompañando a su familia, tuvo que emigrar a una gran urbe de otro país. El cambio se le hizo duro, pero terminó acostumbrándose a vivir allí. No le gustó que su marido planeara que se trasladaran a un ambiente rural, pese a que se suponía que, en cierto modo, eso la acercaba a sus orígenes; sin embargo, aceptó la decisión de Ciro sin estar quejándose constantemente. Mientras estuvo en la escuela de la ciudad, afrontó 199


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situaciones comprometidas. Al principio, la insultaban y acosaban porque era extranjera, pero supo hacerse respetar con valentía, a golpes si era preciso. Su vida en Villa Camdeo no se diferenció demasiado de la que ella había imaginado, pero los lugareños le parecieron muy antipáticos. Afortunadamente, nunca la hostigaron y pudo dedicarse al cuidado de su casa, la huerta y sus animales sin ser molestada. El trabajo duro la ayudó a soportar la soledad y a resistir que, los domingos, la gente del pueblo le hiciera el vacío. II Ciro Sañinos, el célebre cirujano, podía dar fe de que la testarudez de su hijo no era inferior a la suya. Le había bautizado repitiendo su propio nombre y le creía destinado a sustituirle en la clínica que regentaba. No vio satisfechos sus deseos. “¿Es que quieres pasarte la vida entre vacas, con las botas llenas de mierda?”, preguntó, estupefacto e irritado, después de averiguar que su único descendiente pretendía ser veterinario. “Sí”: no hubo vacilación en la réplica. Tras escuchar de aquel chico que tanto se le parecía físicamente una afirmación que destruía su proyecto más querido, el padre se encolerizó: “¿Por qué me castigan los cielos? ¿Acaso merezco que mi apellido, siempre asociado a relevantes personalidades, se vea rebajado a la categoría de visitador de pocilgas?”. Sin titubeos, el hijo volvió a decir que deseaba ser veterinario. “En ese caso, tú mismo te encargarás de costear tus estudios”, recalcó el padre. “Así lo haré”, respondió el joven Ciro. “Vas a marcharte de esta casa ahora mismo. Ya veremos cómo te las apañas para sobrevivir. No has ganado un sueldo jamás. La culpa es de tu difunta madre, que te mimó demasiado. No pienso ayudarte ni readmitirte hasta que cambies de idea”, aseguró el cirujano. “Lamento escuchar eso. Te admiro, pero me decepciona que no comprendas que, con esa decisión, tú eres quien sale más perjudicado. Te demostraré que no te necesito”, dijo el muchacho. 200


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“Te vas a tragar esa chulería, criatura. Mañana mismo, modificaré mi testamento, imponiendo ciertas condiciones. Si no modificas tu actitud, despídete de tu herencia. Nada se merece quien presta más atención a las necesidades de unos gorrinos que a las de su propio padre”. El cirujano cumplió sus amenazas; su hijo, mostrando una insospechada firmeza de carácter, consiguió completar su licenciatura. III Algunos procedían de ciudades importantes y poseían estudios superiores. Se hubiera equivocado quien, a la vista de la brusquedad de sus modales, hubiera supuesto que era grande su incultura. No permanecían en Betania de los Olivos porque carecían de otras opciones. Similares en su carácter independiente, los betaneños eran como nueces de distinta procedencia que el azar había juntado en un cesto. Los orígenes de sus familias se remontaban a lugares remotos e insospechados; poderosos impulsos nómadas habían generado un orgulloso y activo sedentarismo. No por ser recientes sus raíces dejaban de ser profundas. La suya no era una comunidad fruto de un apego secular a la propia tierra sino el resultado de casualidades semejantes a las que determinan que acaben en la misma playa diversos cantos rodados. Aunque nada se hacía para que fuera más agradable el comienzo de su estancia, no se despreciaba a los recién llegados porque casi todos lo habían sido previamente (muy pocos de los más viejos habían nacido allí), pero, si no era cuestión de vida o muerte, los betaneños no abrían las puertas de sus casas a los desconocidos; se les exigía que, con anterioridad, hubieran demostrado de algún modo su valía. “¿Se ha perdido usted? Ahora le indico el camino de salida”, le espetaron a Ciro la primera vez que visitó una hacienda para ofrecer sus servicios. Inicialmente, Euca y Ciro no causaron buena impresión en Betania de los Olivos porque, para restaurar Villa Camdeo, habían 201


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contratado a una cuadrilla de albañiles. Los betaneños se habían encargado de edificar sus propias casas sin ayuda externa y, a sus ojos, quien era incapaz de hacer eso dependía demasiado del dinero y no confiaba en sus habilidades. En aquellos años, la legislación era muy transigente con los colectivos rurales. Apenas se les vigilaba. Su economía muchas veces estaba basada en trueques y las decisiones que se tomaban evitaban la presencia de jueces y abogados. Incluso los asesinatos solían resolverse atendiendo a códigos internos sin que interviniera la policía. Cada cual ejercía su autoridad en sus dominios y jamás se daban explicaciones superfluas. El único veterinario al que los betaneños visitaban de vez en cuando se hallaba en el matadero más cercano, a ciento sesenta kilómetros de distancia. Uno de los vecinos, además de agricultor y ganadero, era médico. A Ciro no le necesitaban. Antes de aprender el oficio de costurera, Euca había trabajado en un gran mercado realizando tareas que agotaban a hombres fornidos. Era muy fuerte y, mientras su marido empleaba su tiempo en largos paseos que le llevaban de una granja a otra, ella hacía todo tipo de labores en Villa Camdeo. Los betaneños se acostumbraron a la presencia de Ciro Sañinos. Sus visitas seguían siendo inútiles porque no le permitían demostrar sus conocimientos, pero empezó a valorarse que no se rindiera y que su insistencia no resultara demasiado molesta. En cuanto su ofrecimiento recibía una respuesta negativa, después de despedirse cordialmente, daba media vuelta y se dirigía hacia otro valle. “Allá va el judío errante”, comentaban al ver que su silueta, ya familiar, cruzaba arroyos y campos a lomos de su caballo. Fuera de Villa Camdeo, Ciro Sañinos tardó dos años en usar su instrumental quirúrgico en Betania de los Olivos. La ocasión se presentó en una de las haciendas más alejadas de la iglesia del pueblo. El veterinario apareció por allí al amanecer, cuando Antonio Fuchs, un betaneño viudo muy respetado, empuñando una escopeta, se disponía a matar a una yegua rosilla que relinchaba a 202


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causa del espantoso dolor que, desde la noche, le estaba causando un parto que se había complicado tanto que parecía imposible su supervivencia y la del hijo que llevaba en sus entrañas. Poniéndose frente a él con los brazos abiertos, un muchacho de catorce años buscaba desesperadamente que su padre cambiara de opinión. “Daniel, ¿no te das cuenta de que no hay nada que pueda hacerse para salvarla? ¿Prefieres que continúe sufriendo?”, decía Antonio. En ese momento, Ciro solicitó que se le permitiera atender a la parturienta. “¡Déjale que lo intente! ¡Déjale!”, suplicó Daniel Fuchs. Antonio, finalmente, accedió. Sin perder un segundo, Ciro anestesió a la yegua y analizó la situación. Pronto, comprendió que el caso era difícil y que, si fracasaba, nadie volvería a confiar en él en aquel lugar. Afortunadamente, poco después, nació un hermoso potro. Aunque estuvo a punto de morir, la yegua también sobrevivió y, transcurridos varios días, recuperó la salud. Antonio regaló a Ciro un queso de cabra y dos faisanes. No se volvió a hablar en el pueblo de “los desterrados”. A partir de entonces, Euca y Ciro recibieron una ración generosa en los repartos de aceite. A menudo, sobre su montura rosilla, Daniel Fuchs acudía a Villa Camdeo a entregar botellas de aguardiente que se consumían con deleite. “¿No estaremos embruteciéndonos demasiado?”, preguntó Euca echando un trago que hubiera abrasado a una garganta delicada. “Trabajar en aquel mercado donde nos conocimos sí que embrutecía”, respondió su marido. IV Durante su época de estudiante, Ciro Sañinos trabajó en un mercado de abastos donde compartió largas jornadas con Euca Ristova cargando y descargando mercancías hasta quedar derrengado. Ambos eran muy independientes y de pocas palabras. Les gustaba estar juntos, codo con codo, pero se consideraban simples camaradas. Ella, que solía estar rodeada de hombres salidos e impulsivos, sabía hacerse respetar. A un tipo robusto que pretendió 203


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abusar de ella abordándola a traición, le partió la nariz y dos dientes a puñetazos. Cuando se marchó porque la contrataron como costurera, se sintió aliviada. Ciro la echó tanto de menos que, a su pesar, tuvo que reconocer que se había enamorado. Euca estaba soltera y sin compromiso. Resultaba casi imposible deslumbrarla. Ciro sabía que difícilmente aceptaría una proposición de matrimonio; sin embargo, como no podía seguir su evolución ni verla a diario, se intranquilizó. ¿Y si algún galán de pacotilla lograba convencerla? Terminó su carrera lo más deprisa que pudo y, cuando consideró que había llegado el momento oportuno, se declaró escribiendo una breve carta sin firma: Querida Euca: Ya ves que he averiguado dónde vives. Creo que te conozco bien. Juntos podríamos conseguir grandes cosas. Te amo. ¿Quieres casarte conmigo? El martes iré a buscarte cuando salgas de trabajar. Admitiré tu decisión sin criticarla si me perjudica. Ciro Sañinos acudió a la cita que él había organizado sin ser capaz de camuflar sus nervios. Euca le recibió con una expresión enigmática que ocultaba su propia curiosidad. Entraron a una cafetería muy concurrida y hablaron sin que les distrajera el bullicio. Estaban viviendo un momento decisivo de sus vidas. Ciro explicó que había adquirido a buen precio una casa en Betania de los Olivos y que unos amigos con conocimientos de albañilería le iban a ayudar a reconstruirla sin pedir nada a cambio. Pensaba instalarse allí porque había descubierto que podría ejercer su profesión sin competencia. Disponía de tierras; cultivaría plantas y criaría ganado. “¿Dónde está ese lugar?”, preguntó Euca. “¡Tan lejos!”, exclamó al oír la contestación que le dieron; “debo estar loca”, añadió. “¿Significa eso que aceptas?”, dijo Ciro temblando. “Sí”, respondió ella. Él hubiera querido abrazar a todos los clientes y los camareros. 204


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María, Lázaro y Marta, tres niños de llamativa hermosura, nacieron en Villa Camdeo. Ciro asistió a su esposa en cada parto. La hija mayor nació en primavera, Lázaro en verano y la pequeña en otoño. Los bautizos se celebraron con fiestas a las que acudieron casi todos los betaneños. En la última, el sacerdote, tras analizar lo que había sucedido hasta entonces, se atrevió a pronosticar que el próximo alumbramiento se produciría en invierno. “No creo que eso sea preciso. Como los padres nacimos en esa época del año, en casa ya tenemos de todo”, contestó Euca provocando más de una carcajada. Villa Camdeo era una casa de ladrillos, baja y alargada, cubierta de tejas de pizarra. Estaba rodeada por varias hectáreas de un terreno en el que había una huerta y diversos árboles y animales. Para Lázaro, constituyó el universo de su primera infancia, que, como averiguaría más tarde, iba a ser el periodo más feliz de su vida. Pasaba las horas entre caballos, vacas, ovejas, cerdos, perros, gatos, patos y gallinas. Aprendió los números contando las ramas por las que trepaba poco después de haber dado sus primeros pasos. Reconocía el canto de los pájaros antes de saber hablar y distinguía los nogales, los sauces, los tilos, los castaños de indias, los álamos, los ciruelos, los cerezos, los manzanos y los abedules. Buscaba escarabajos, renacuajos, ciempiés, arañas, topos, murciélagos y culebras y, a pesar de que a veces le picaban, no le asustaban las avispas, a las que mataba sin piedad. Estudiaba la forma de las nubes y los cambios de color que se producían en el cielo; disfrutaba jugando con los sentidos e intentaba interpretar diferentes fenómenos y situaciones. Poco a poco, fue forjando una escala propia de valores. Nunca supo lo que eran la ostentación y el lujo, pero, a su infantil modo, consideraba que la fortuna le había tratado inmejorablemente pues su existencia nada tenía que envidiar a la de los hijos de un rey. María fue más inquieta que su hermano; como Villa Camdeo pronto se le quedó pequeña, se dedicó a hacer todo tipo de travesuras por las haciendas vecinas, sin 205


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que los severos castigos que le imponían corrigieran su comportamiento. Marta, por el contrario, fue una niña muy tranquila que satisfacía su curiosidad permaneciendo sentada y se entretenía de cualquier modo evitando dedicarse a actividades arriesgadas. “Es fácil adivinar quién ha nacido en primavera, en verano y en otoño”, decía su madre. “De momento, sí, pero su carácter aún está sin definir. La evolución de las personas no siempre es previsible. Por ejemplo, ¿quién diría que nosotros somos frutos de invierno?”, replicaba Ciro sonriendo mientras miraba a su esposa con picardía. En aquella época, la escolarización infantil no era obligatoria en Betania de los Olivos. María tenía ocho años; Lázaro, seis y Marta, cinco. Euca y Ciro consiguieron enseñarles a leer, pero necesitaban ayuda para educarlos. Al resolver el problema, contemplaron dos alternativas: dejar a su prole en el internado que existía en la ciudad más cercana o contratar a alguien que, alojándose en Villa Camdeo, se encargara de instruirles y colaborara en las tareas del hogar. Como, de momento, preferían que sus hijos no vivieran separados de ellos, se decantaron por la segunda opción. Pronto, encontraron a una bella joven que acababa de terminar sus estudios de magisterio. Carecía de experiencia, pero les pareció adecuada porque su interés y su seriedad no podían ser más evidentes. Se llamaba Siguaraya. Era tímida y muy religiosa; como quien acciona el interruptor de la luz al llegar a una habitación sin iluminar, siempre se santiguaba antes de entrar en la casa. Trajo un montón de libros y supo ganarse a los niños con su simpatía y su paciencia. A Lázaro, le gustaron mucho las matemáticas y Marta se sintió fascinada por la literatura. Por el contrario, María rara vez apreciaba las enseñanzas de su maestra; se dedicaba a mencionar cuestiones referidas al sexo y se divertía al comprobar que las mejillas de Siguaraya se ponían rojas como tomates; la relación entre ellas fue difícil al principio, pero, pasados unos meses, terminaron soportándose. 206


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V Cada semana, de lunes a sábado, después de desayunar, a las siete menos cuarto de la mañana, Lázaro Sañinos cerraba con llave la puerta de su casa. Nunca utilizaba el ascensor, a pesar de que vivía en un décimo piso. Mientras bajaba por la escalera, sus pisadas resonaban como tambores tribales. A esas horas, fuera, incluso en verano hacía frío. A causa de su mala fama, aquel lugar estaba prácticamente deshabitado y casi nadie se atrevía a pasear por los alrededores. La torre de apartamentos donde él residía surgía en medio de la bruma fantasmalmente. En principio, iba a formar parte de un grupo de edificios entre los que habría bastantes comercios, parques y escuelas, pero la falta de medios paralizó el proyecto y una serie inacabable de litigios impidió que prosiguiera la urbanización de la zona. Lázaro relacionaba la historia de ese barrio que nunca llegó a existir con la desaparición de su esposa: dentro de sí mismo, y en su ciudad, había quedado un espacio consagrado al abandono. El descampado que rodeaba al solitario edificio le parecía a Lázaro un páramo lleno de vapores venenosos y criaturas asesinas. Sus pasos se aceleraban mientras, sin desviarse por la presencia de charcos, caminaba junto a la carretera que lo cruzaba. En esos momentos, reprimiendo los escalofríos, se acordaba de Thomas Rogers, el matador de elefantes, y de diversos episodios de su vida en los que había conocido lo que sienten las víctimas y los verdugos. Después de haber atravesado a paso ligero el inmenso solar, a las siete y media, Lázaro llegaba al Bar Creosota, un local pequeño y oscuro dirigido por una familia que vivía en el piso de arriba. Él era el primer cliente del día. Le saludaban cordialmente. Tomaba un café con leche y le entregaban varios periódicos. Lázaro dedicaba unos veinticinco minutos a hojearlos y a examinar manchas de tinta que le recordaban a hormigas aplastadas. Alrededor de las ocho de la mañana, Lázaro Sañinos salía del 207


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Bar Creosota y se internaba en el barrio del Oblato, célebre por sus misteriosas esquinas y desconcertantes rincones. Sus zancadas se ajustaban a un recorrido fijo con la precisión del pirata que, plano en mano, va tras un tesoro. Torcía en cinco ocasiones hacia la izquierda, en siete hacia la derecha y cruzaba dos pasadizos semiescondidos para ir a parar a una plazoleta empedrada en la que, siempre a la misma hora, junto a un buzón, se cruzaba con un individuo de rostro afable y barba rala. Ambos sonreían, miraban sus respectivos relojes con expresión de conformidad y, sin volver la cabeza, se separaban después de haberse saludado. Nunca iniciaban una conversación, pero, en cierto modo, se conocían como hermanos. Cada uno comprobaba que el otro envejecía al mismo ritmo que la propia imagen reflejada en un espejo. Diez minutos más tarde, Lázaro pasaba junto al Ministerio de Asuntos Internos, edificio de hermosa cúpula, antes de encaminarse hacia la glorieta del Capitán Cristal, donde destacaba la enorme silueta del Banco Congénito. En la avenida Robaflor, de estrechas aceras y circulación agobiante, los autobuses aceptaban tropeles de pasajeros que se empotraban contra un muro de cuerpos mareados. Lázaro los miraba con espanto; desde que tuvo el accidente, jamás había vuelto a subir a vehículo alguno. Para dirigirse a la Librería Ombú, debía rodear el impresionante octógono de la plaza del Décimo Centenario; en su centro, la Fuente de la Fecundidad expulsaba chorros que se superponían robándole brillos al sol. Rumiando sus recuerdos, los viejos ocupaban los asientos del jardín de un cercano asilo mientras, a poca distancia, se formaban caóticas hileras de muchachos en el patio del Colegio de los Santos Selecto y Fenesto; sus risas ahogadas por el tráfico indicaban a Lázaro que estaba a punto de llegar puntualmente a su destino. Uno de los editores más importantes del país averiguó que Marta tenía un don innato para inventar interesantes historias y la convirtió en una escritora famosa; su estilo era ágil y sabía transformar lo cotidiano en algo poético que, alejado de rebuscamien208


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tos y cursilerías, emocionaba a muchas personas. Gracias a su novela El aire es mi castillo, obtuvo el Premio Gran Letra cuando acababa de cumplir treinta años. Poco después, se casó con su descubridor, que la duplicaba en edad y contaba entre sus posesiones con la Librería Ombú, donde ella había pasado miles de horas leyendo y revisando grandes obras que no podía comprar. Era un establecimiento de varios pisos que cautivaba al visitante por el encanto derivado de su solera y porque estaba increíblemente bien surtido. Los universitarios siempre hallaban ahí lo que necesitaban y los amantes de los libros descatalogados se llevaban más de una alegría. Después de incontables mañanas y tardes trabajando allí, Lázaro Sañinos terminó aficionándose a la literatura y conociendo aquel lugar incluso mejor que su hermana. VI Cuando, a menos de cien kilómetros de Betania de los Olivos, una empresa multinacional instaló una fábrica para la producción de embutidos, Ciro Sañinos fue contratado como veterinario. Le pagaron un salario excelente y facilitaron sus desplazamientos proporcionándole un vehículo todoterreno que causó sensación en Villa Camdeo. A Lázaro, le entusiasmaba ese coche inmenso y poderoso que avanzaba entre las lomas como un navío que surca el mar. “¡Espero que no le suceda lo mismo que al Titanic!”, exclamó un día al recordar cierta historia que había contado Siguaraya. “Eso es imposible. Aquí no hay icebergs”, le recalcó su hermana pequeña. Sobre su yegua rosilla, Daniel Fuchs, que ya había cumplido veintitrés años, continuaba visitando Villa Camdeo. La primera vez que se encontró frente a Siguaraya, ella se ruborizó y él se quedó sin habla. María, al contemplar la escena, soltó una carcajada e imitó el desconcierto de ambos con un sinfín de muecas descaradas. Desde entonces, las apariciones del joven fueron más frecuentes. Además de aguardiente, traía miel, mermelada, liebres, 209


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becadas, truchas del río Ganiza, hierbas aromáticas y flores. En cuanto veía a la muchacha, respiraba con dificultad y se sentía inseguro, pero cada vez tardaba más en marcharse. Como creció la confianza entre los dos, ella a menudo le invitaba a que la acompañara mientras daba clase a sus pupilos. Al margen de ciertas sonrisas maliciosas de María, los niños admitían la presencia de Daniel con naturalidad; le conocían de toda la vida. VII Desde que una especie de milagro le sacó del estado de coma en el que había estado sumido durante un lustro, Lázaro Sañinos se había apoyado en la rutina para mantenerse activo. En realidad, “su resurrección” había sustituido una monotonía inconsciente por otra de atenuada consciencia. La inercia que dominaba sus acciones aportaba a su ánimo una somnolencia sin la que no hubiera podido soportar viejas penas. Sin embargo, sus costumbres no eran del todo imperturbables pues, en algunas ocasiones, circunstancias fortuitas producían pequeños reajustes que alteraban definitivamente la programación de sus actos. Su jornada laboral incluía un descanso de tres horas. Inicialmente, lo empleaba comiendo en casa de Marta, pero, una vez que su hermana estuvo ausente varias semanas, acudió al Restaurante Las Tortugas junto a dos compañeros de trabajo: Ignacio y José. En adelante, durante años, compartió con ellos el menú que servían en aquel local de rápido servicio y desenfadado ambiente. Aunque las raciones eran baratas y abundantes, mostraban tan poca variedad como las conversaciones que se daban entre los tres. Ignacio, un tipo sudoroso y obeso, ingería su alimento a tal velocidad que incluso las palabras parecían huir aterradas de su boca: “No permitas que el drama que te sucedió hace tiempo destruya el resto de tu existencia. Aún eres joven. Busca a una buena mujer y forma con ella una familia. Eso dará sentido a tu vida”, comentaba entre trago y trago; los movimientos de su nuez pasaban inadvertidos bajo una gruesa 210


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papada. Mientras agitaba sus brazos, José le contestaba con vehemencia: “Vives mejor si permaneces soltero. La última novia que he tenido casi me vuelve loco. El día de mi cumpleaños, la invité a cenar en un sitio muy elegante. Llegó de mal humor y, tras haber pedido al camarero lo que queríamos, se marchó después de insultarme. Todavía no comprendo su comportamiento. ¿Fue por lo que callé o por lo que dije? ¿Por lo que hice o por lo que no hice? Me quedé sentado esperándola, pero no volvió. Fueron trayendo los platos que habíamos elegido; los recibí con la sensación de que la gente se reía de mí. Y lo peor fue que, a las cinco de la madrugada, cuando yo ya había digerido el disgusto y estaba profundamente dormido, ella se presentó en mi apartamento para pedirme perdón entre escandalosos lloros. Frustrada conmigo, no me soportaba, pero, al mismo tiempo, no quería perderme de vista. Desde que nos separamos, me siento liberado; a estas alturas, los lazos amorosos me resultan tan superfluos como botones en un calcetín. El buey solo bien se lame”. Sin atenuar lo contradictorio de sus gestos, Lázaro, que siempre recibía los mismos consejos, decía que sí a Ignacio, y también a José. En cierta ocasión, Ignacio y José, víctimas de la gripe, no fueron a trabajar. Lázaro, que desde que salió del coma ni siquiera había padecido un leve catarro, siguiendo su costumbre, tenía intención de ir a comer al Restaurante Las Tortugas, pero, privado de su compañía habitual, se desconcertó y terminó entrando en Casa Ángela, que estaba más cerca de la Librería Ombú. Resultó ser un local agradable atendido por una mujer que, ya en su madurez, mantenía un físico muy tentador. “No entiendo por qué va menos gente a ese sitio que al otro. Se está más tranquilo y la comida es mejor sin ser más cara”, comunicó a sus compañeros. “Yo prefiero seguir haciendo lo de siempre. No tengo motivos de queja”, contestó Ignacio. “A éste, lo que le ocurre en realidad es que se ha visto seducido por los encantos del ama del negocio. Debemos dejarle solo para facilitar que cristalice su romance”, dijo José entre risas. “Si ese es el motivo, aunque le echaré de menos, 211


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apruebo que nos abandone”, indicó Ignacio, sonriendo. “Estáis equivocados”, aseguró Lázaro, sin intención de permitir que las burlas alteraran la decisión que había tomado. Acudió a Casa Ángela durante varios meses. Le encantaba el menú que le servían. A pesar de que el grave accidente lo había dejado algo desfigurado, su rostro no había perdido todo su atractivo. Ángela, la propietaria, le atendía con un mimo exquisito. Advertía en él un halo ambiguo y misterioso que tomó por un escudo protector de ocultas virtudes. A pesar de que su locuacidad apenas recibía réplicas que superaran lo monosilábico, poco a poco, obtuvo la información que buscaba. “No pasa ningún día sin que me acuerde de Julián, mi difunto marido. ¿Cómo se llamaba tu esposa?”, preguntó cuando supo que Lázaro era viudo. “Aunque pienso en ella permanentemente, ni en sueños me atrevo a pronunciar su nombre”, recalcó él. Ángela comprendió que aquel individuo era tan extraño como desgraciado, pero no pudo evitar que creciera la atracción que sentía. Se veía capaz de ayudarle y de despertar en él sentimientos que los hicieran dichosos a los dos. Se mantuvo a la expectativa hasta que, una tarde en la que ambos se quedaron solos en el establecimiento, creyó que había llegado el momento propicio para sincerarse. Se sentó a su lado y, después de varias frases intrascendentes, dirigió la conversación hacia el asunto que le interesaba: “En tu juventud, has debido ser un hombre guapo”. “Ahora puedo decir que sí sin pecar de engreído”, respondió él. “Aún gozas de buena presencia. Seguro que, actualmente, hay mujeres que viven pendientes de ti”, aventuró ella. “Lo desconozco. Ya no tengo energía para iniciar nuevas relaciones”, afirmó él. “Simplemente, estás adormecido, pero todavía tienes derecho a ser feliz”, insistió Ángela. “Te equivocas. Me siento muerto”, confesó Lázaro. “¡Pues a mí me haces revivir!”, exclamó ella acercando sus labios a los de él. “¡Aléjate de mí! ¡Traigo mala suerte!”, gritó Lázaro, que se levantó y se marchó corriendo sin despedirse. Al día siguiente, fue a comer al Restaurante Las Tortugas. “Me temo que ha habido una riña de enamorados”, dijo José. 212


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VIII La Quebrada del Cangrejo era uno de los parajes más singulares de Betania de los Olivos. La erosión había originado formas caprichosas de distintos colores. Algunos días, el viento rugía a través de las cárcavas y barría los estrechos caminos mientras las siluetas que coronaban los riscos brillaban produciendo sombras que recordaban a dragones y gigantes, pero el lugar también proporcionaba a quien se atrevía a visitarlo momentos de placidez entre imágenes de incomparable belleza. El río Ganiza, apenas un recién nacido, internándose en el peñascal, había creado una hoz donde las limpias aguas caían en saltos vertiginosos o se detenían en pozas que invitaban a un tranquilo baño. En un recodo del cauce, tras varios días de búsqueda, apareció el cadáver de Daniel Fuchs con las extremidades rotas y la cabeza destrozada. Cuando Siguaraya recibió la noticia, lanzó un alarido desgarrador. “Yo no le rechacé. Sólo le dije que era demasiado joven para casarme. ¿Por qué ha sido tan impaciente? ¿Es que no podía dejar que pasaran un par de años?”, clamaba la joven. “No pienses que tienes la culpa de su muerte. Mi hijo jamás se rendía. No se ha suicidado. Te hubiera esperado lo que hubiera hecho falta. Desde niño, disfrutaba galopando, trepando y nadando. Conocía muy bien la Quebrada del Cangrejo. A veces, se arriesgaba demasiado… Ha sido un accidente. Nunca te hubiera abandonado. Él te quería”, aseguró un apesadumbrado Antonio Fuchs intentando calmar a la muchacha. Todos los habitantes del pueblo asistieron al entierro de Daniel. La mayoría se sentía triste, aunque un betaneño que no estaba dotado de gran sagacidad a la hora de ver virtudes sobre los hombros ajenos se atrevió a mascullar un comentario jocoso. Afortunadamente, el padre del muerto no le escuchó. Durante el funeral, María pretendió consolar a Siguaraya susurrándole al oído palabras que la llenaron de espanto: “No te preocupes. Encontrarás a cientos mucho mejores que él”. 213


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Tras el fallecimiento de Daniel Fuchs, la tristeza se apoderó de Siguaraya. Pasaba noches en vela y el blanco inmaculado de sus córneas se vio invadido por líneas oscuras como zarcillos de frambueso. Rojas estelas procedentes de los valles de la muerte profanaron la pureza de su alma. Sus pensamientos se reproducían igual que garras atrapadas entre dos espejos. Odiaba a Dios, en el que todavía seguía creyendo, y eso la llevaba a detestar la vida. El timbre de su voz se había secado, convirtiéndose en un susurro desigual al servicio de una apatía poblada de ausencias e incoherencias. Las clases que daba a los niños se volvieron contraproducentes o inservibles. Ciro Sañinos, que no deseaba despedir a la muchacha, se propuso fortalecer su ánimo. Dispensándola de sus servidumbres y abandonando en gran medida su propio trabajo, se dedicó a pasear con ella por los lugares más hermosos de Betania de los Olivos. Iban a caballo, caminando o en coche y sus charlas duraban horas. Después de meses de dedicación casi absoluta, Ciro logró que la joven recuperara su vitalidad y riera de nuevo; incluso se atrevía a visitar la Quebrada del Cangrejo sin sentirse incómoda. Euca, inicialmente, percibió la mejoría de la salud de la muchacha con alegría, pero, a la vista del curso que iban tomando los acontecimientos, terminó preocupada y llena de rabia. Un día en que Ciro y Siguaraya desaparecieron muy temprano y no regresaron a Villa Camdeo hasta que se hizo de noche, decidió poner fin a esa situación: “Ha llegado el momento de que elijas entre ella y yo”, dijo irguiendo su imponente figura frente a su marido. “No te pongas así. Tú nunca has sido melodramática”, replicó Ciro. La geografía favorecía que Betania de los Olivos estuviera en una de las regiones donde mayor era el número de relámpagos descargados a lo largo de un año. Con bastante frecuencia, colisionaban dos poderosas masas de aire: una cálida y húmeda procedente del trópico y la otra de naturaleza polar, fría y seca. Las montañas empujaban el resultado de esa mezcla gaseosa hacia 214


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arriba y, en un breve espacio de tiempo, una situación aparentemente tranquila podía verse sustituida por la ferocidad de una tempestad. Estos episodios rara vez duraban más que un par de horas. Incluso el betaneño más sabio y precavido podía verse, de pronto, atrapado en medio de un diluvio. Aquel año, la peor tormenta de la década se presentó mientras Ciro Sañinos viajaba en su coche. En las nubes, los cristales de hielo crecían rápidamente y, agitados por las turbulencias, chocaban generando un potente campo eléctrico que, a ráfagas, alcanzaba el suelo. Ciro, que desconocía que, en esas circunstancias, un vehículo era un refugio relativamente seguro, creyendo todo lo contrario, se asustó e intentó llegar corriendo a una cabaña de pastores. Un rayo le alcanzó en la frente dejándole carbonizado. Euca, que estaba tan enfadada con él que había llegado a desear que se lo tragara la tierra, aulló porque presintió que uno de los truenos que había escuchado anunciaba la muerte de su marido. Desde entonces, un perenne pitido se alojó en sus oídos. La desaparición de Ciro Sañinos eliminó la rivalidad que se había gestado entre Euca y Siguaraya. Ambas se mantuvieron juntas en el duelo y se proporcionaron apoyo mutuamente. “¿Vas a llevarte a los niños?”, preguntó la maestra cuando supo que Euca pretendía marcharse de Betania de los Olivos. “Estás loca si pensabas que iba a dejarlos contigo. Si quieres, puedes venir con nosotros. A mí me gustaría”, respondió Euca. “En la ciudad, hay muchos colegios. No me necesitáis. Me quedaré aquí”, dijo la joven. “¿Dónde? Voy a vender Villa Camdeo”, recalcó Euca. “Lo sé. Espero que no me falten alojamiento y trabajo”, afirmó Siguaraya. Se desearon suerte. En el momento de despedirse, la muchacha, titubeando, se atrevió a formular con un susurro la duda que consumía sus energías: “¿con quién crees que él se hubiera quedado?”. “Nunca lo sabremos. No merece la pena que nos desgastemos pensando en eso”, consideró Euca. Meses después, la familia de la viuda de Sañinos recibió una invitación de boda: Si215


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guaraya iba a casarse con Antonio Fuchs. Euca la felicitó y, como presente, le envió un broche de oro que Ciro le había regalado. No acudió a la ceremonia. Nunca volvió a Betania de los Olivos. IX A las siete y media de la tarde, concluía la jornada laboral de Lázaro en la Librería Ombú. Se dirigía a un supermercado de la avenida Robaflor y compraba naranjas, tomates y pomelos para hacer zumos, espárragos, ajos, leche, pan y frutos secos. La ciudad ocupaba una llanura rodeada de montañas. La climatología favorecía que se dieran situaciones de inversión térmica y, muchas veces, surgían nieblas contaminantes que corroían las fachadas, la pintura y los pulmones. En los momentos de máximo agobio, Lázaro creía que se asfixiaba y deseaba con todas sus fuerzas que apareciera un viento liberador cargado de lluvia para limpiar el ambiente. Lázaro nunca volvía a su casa siguiendo el mismo recorrido que, por la mañana, le había llevado a la Librería Ombú. Al llegar a la plaza del Décimo Centenario, junto al reluciente Centro Comercial La Oruga, se apartaba de las calles más bulliciosas mientras contemplaba cómo se iban iluminando los rascacielos y daba un rodeo que le permitía observar desde la lejanía las pálidas luces de la Loma de las Chabolas, un conglomerado de residuos donde lo derruido se confundía con lo incipiente. Lázaro a menudo sentía la tentación de encaminarse hacia allí. Quizá si visitaba una de las zonas más peligrosas de la ciudad resolvería ciertos enigmas personales. ¿Qué efecto tendría sobre su adormecida conciencia ver el impacto de una absoluta miseria a escasa distancia de templos del despilfarro? ¿Admitirían la presencia de un intruso en aquella especie de infierno nacido de la fermentación de coitos robados? ¿Recuperaría en medio de un vertedero de odio y sufrimiento la paz que le aportó el estado de coma, la envoltura perfecta de los sueños vacíos? En ocasiones, dirigía algunos pasos 216


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hacia el lugar donde debía afrontar su imaginaria prueba, pero el instinto detenía su marcha y le empujaba a continuar alimentando el flujo sin brillo de sus días. El descampado suponía el último obstáculo que Lázaro debía superar antes de llegar a su casa. Atravesarlo de noche le aterraba tanto que, rememorando viejas historias, imaginaba que se encontraba en el punto de mira de alguna nube asesina. Muchos cingaleses pensaban que, debido a su karma, Thomas Rogers, el cazador de elefantes, había tenido la muerte que merecía. En cambio, su padre, una buena persona a pesar de no ser perfecto, nunca había sido cruel con los animales; de hecho, se encargaba de cuidarlos porque era veterinario. Los rayos no siempre impartían justicia. Uno de ellos había descabezado su entorno, había arruinado su infancia, le había enseñado demasiado pronto la lección más dura de la vida. Lázaro carecía de televisión y radio. Los titulares de los periódicos que hojeaba en el Bar Creosota y los comentarios que escuchaba durante su jornada laboral en la Librería Ombú le aportaban la única información relativa a la actualidad de la que disponía. Le asqueaban los políticos. La sociedad le parecía una gran piscina donde nadaban a sus anchas la corrupción, la hipocresía y el egoísmo. Siempre cenaba espárragos y sopa de ajo y, antes de acostarse, leía un poco de literatura clásica. Después, se tumbaba en su viejo colchón y, durante un buen rato, pensaba en sus padres, en sus hermanas, en Siguaraya, en los rayos, en los elefantes, en Thomas Rogers, en Betania de los Olivos, en Villa Camdeo y en su esposa. El insomnio y los sueños se le hacían indistinguibles; creaban un agotamiento circular en el que el porvenir no existía. X Euca recuperó su empleo de costurera y compró un pequeño apartamento en la planta baja de un patio interior mal ventilado. 217


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Aún no había cumplido cuarenta años. Su rostro seguía siendo agradable; mantenía una mirada que denotaba gran determinación y se la veía con fuerza suficiente para llevar un mulo a sus espaldas. Gracias a su esfuerzo, sus hijos siempre se sintieron atendidos y jamás pasaron hambre. Sin embargo, su deterioro fue mucho más rápido que lo que era previsible. El acufeno que había surgido cuando un trueno pregonó la muerte de su marido sufrió una transformación que le provocó un padecimiento indecible: el pitido que escuchaba en un principio se alteró irregularmente creando voces que exponían pensamientos delirantes y hurgaban donde más dolía. Euca mantuvo su tormento en secreto. No quería que la tomaran por loca. Podía perder su trabajo. Temía que la internaran en un sanatorio. Si ella faltaba, ¿quién cuidaría de su familia? Su figura se encorvó y sus gestos se hicieron extraños: cuando no llovía, sin paraguas, caminaba igual que si estuviera cayendo un chaparrón y, si llegaba una tormenta, dejaba que su cuerpo se empapara como si las gotas fueran la luz que el sol enviaba. Se movía por su casa erráticamente; un recién llegado no hubiera podido averiguar si estaba vistiéndose o desvistiéndose. “Todo el mundo va a lo suyo”, murmuraba cuando estaba sola, antes de añadir que “en lo suyo, no me incluyen”. Y, convertida en un ave de rapiña que devoraba lo que quedaba de sí misma, fue viviendo por y para sus hijos. A los cincuenta años, se había convertido en una vieja. Cuando María y Marta llegaron a la adolescencia, su belleza se hizo muy evidente. Las facultades de su madre estaban bastante disminuidas; trabajaba a destajo en una importante sastrería, siempre pagaba lo que debía y realizaba la mayor parte de las tareas domésticas, pero ya no era capaz de proporcionar consejos coherentes a sus mimadas hijas y las dos muchachas desarrollaron una personalidad que sólo atendía a sus propias apetencias y reflexiones. Su atractivo físico las asemejaba, pero discutían con frecuencia porque eran muy diferentes. Mientras Marta se dedicaba 218


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a instruirse y a escribir variadas historias, María prefería que sus experiencias fueran reales e intensas y no meras ensoñaciones literarias: era una persona de acción que odiaba que alguien pretendiera dirigir sus actos. “Si no te gusta estudiar ni trabajar, ¿de qué piensas vivir?”, preguntaba Marta cuando apenas tenía doce años. “No me faltará de nada. Por suerte, dispongo de esto”, respondía María, que ya había cumplido los quince, haciendo movimientos con las manos para subrayar los encantos de su cuerpo. “¿Acaso vas a dedicarte a la prostitución?”, decía la hermana pequeña conteniendo la respiración. “¡No me digas que tú vas a ser de las que piensan que es puta la mujer si disfruta!”, se burlaba María. “¿Te casarás con un hombre rico entonces?”, insistía Marta. “¡Claro, igual que tú! Y me divorciaré después de haberle arruinado”, contestaba María riendo sonoramente. María Sañinos se acostumbró a moverse entre requiebros de un enjambre de pretendientes. Aunque la mayoría eran jóvenes, también los había bastante maduros. Ella dejaba que la cortejaran y se aprovechaba de su solicitud sin el menor recato; al fin y al cabo, hiciera lo que hiciera, seguían pensando que ella era maravillosa. “Llevas una trayectoria llena de bandazos. Cambias de novio más que de paraguas”, comentaba Marta. “Tú observa y aprende, pequeña. Los primeros amores son igual que dientes de leche; llévate las monedas que te van dejando sin preocuparte: ya saldrán colmillos nuevos. Ahora, sólo quiero divertirme, jugar a pescar sin captura. Cuando llegue el momento de elegir en serio, veré si me conviene comerme un ejemplar salvaje o de piscifactoría. Nosotras tenemos cosas en común; aunque yo sea más impulsiva, no soy menos cerebral y calculadora que tú a la hora de tomar decisiones importantes. No olvides que, pese a que hemos vivido pobremente, somos las nietas de un cirujano importante y terminaremos gozando del estatus que nos corresponde. En cuanto fue mayor de edad, María Sañinos, que había tenido una bronca terrible con su madre en uno de los escasos momen219


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tos en los que Euca parecía recuperar la lucidez, se marchó de su casa dando un portazo y sin despedirse. Durante una temporada, su imagen apareció con frecuencia en las revistas porque se convirtió en la musa de Kid Peste, el cantante de Diagnóstico Precoz, un grupo musical que se hizo famoso gracias a la canción El lamento del excremento, que criticaba duramente la perversidad de los politicastros. Tiempo después, sin invitar a nadie de su familia a su boda, se casó con Sean Malcontent, un millonario xenófobo que, tras fracasar en su intento de ser el principal dirigente del país, se fue a vivir al extranjero. María no asistió al funeral de Euca y nunca buscó ponerse en contacto con sus hermanos. Marta siempre fue una alumna aplicada que, desde muy joven, mostró que se le daba bien la escritura. Mientras estudiaba periodismo, obtuvo diversos premios literarios. Antes de terminar su carrera, ya trabajaba como columnista y correctora para el diario La Noticia. El propietario de ese periódico había heredado la Librería Ombú y había llegado a ser uno de los editores más destacados del continente. Fascinado por la lindeza y los méritos artísticos de Marta, se dedicó a promocionar sus obras con gran éxito. Finalmente, le pidió que se casara con él; ella aceptó sin dudar. Quizá porque la pérdida de su padre a una edad temprana le había dejado una profunda marca, a Marta le atraían los hombres bastante mayores que ella. No quería vivir amores locos con jóvenes; ese tipo de relaciones sólo le interesaban en las películas o como tema para sus propias novelas. Su marido, después de dos tormentosos divorcios, deseaba llevar una existencia tranquila. La admiraba, la respetaba y la quería. Tenía mucho dinero e impulsaba su trayectoria profesional. Le proporcionaba delicadeza, inteligencia, seguridad y cariño. ¿Qué más podía pedir Marta? Al trauma ocasionado por la muerte de Ciro, Lázaro tuvo que añadir la amargura provocada por la venta de Villa Camdeo y la mudanza que le condujo a una gran ciudad. Acostumbrado a disponer de un amplio espacio bien ventilado y lleno de luz para mo220


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verse a sus anchas, no comprendía que, de pronto, tuviera que vivir en una especie de madriguera que a un topo le hubiera parecido oscura. En aquel lugar maloliente donde las montañas retenían la contaminación en vez de atraer aire puro, ya no le parecía maravilloso estar vivo. Se volvió triste y pendenciero. En la escuela, separado de María y Marta, que iban a un colegio femenino, se reían de su acento y costumbres de aldeano. Él buscaba estar solo y apenas hablaba. “No vuelvas a pelearte. Ignora a quienes se meten contigo”, le dijo su madre. “Ya no se atreven a molestarme. Me tienen miedo”, respondió Lázaro. Echaba de menos la huerta y los animales de Betania de los Olivos. En la ciudad, los árboles y los pájaros estaban enfermos. El rayo que carbonizó a Ciro había robado a su hijo la alegría. A pesar de que tenía un año menos que él, Marta fue para Lázaro la hermana mayor que, a causa de la negligencia de María, le faltaba. Sin su sensatez y su apoyo, se hubiera ahogado en el pozo que las circunstancias y su impotencia de niño habían cavado. Gracias a ella, consiguió acabar el bachillerato. Cierto día, antes de que Lázaro hubiera decidido qué hacer con el resto de su juventud y su vida, al llegar a casa, descubrió que su madre le esperaba acompañada de un individuo de barba blanca. “Este señor ha venido a hablar contigo”, dijo Euca, que ya estaba muy debilitada. El hombre añadió algunas palabras con voz grave: “Me llamo Ciro Sañinos, igual que tu padre. Te propongo que estudies medicina. Con el tiempo, me gustaría que un nieto mío se encargara de continuar la labor que yo he desempeñado en mi clínica desde antes de que tú nacieras. Estoy dispuesto a pagar los gastos de matriculación, a regalarte los libros que necesitas y a costear tu estancia en el Colegio Mayor San Selecto. Mantendré mi compromiso mientras tu rendimiento y tu conducta sean los que yo deseo. Vas a tener una oportunidad que miles de personas para sí quisieran, Espero que no la desperdicies”. “Muchas gracias, abuelo. Prometo no defraudarle”, respondió Lázaro sin ocultar que estaba impresionado. 221


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Durante el primer ciclo de la carrera de medicina, el expediente académico de Lázaro fue brillante, pero, a partir de entonces, se produjo un cambio brusco en su comportamiento. Marta, que debía dedicar mucho tiempo a sus propios asuntos, consideró que su hermano ya no la necesitaba porque había madurado bastante y dejó de estar pendiente de él. En aquella época, Lázaro comenzó a disfrutar de la ciudad. Tenía gran éxito con las mujeres: le decían que era guapo y él terminó seguro de la veracidad de tal afirmación. Se aficionó al juego, a las fiestas, al alcohol y a otras drogas. Como la asignación mensual de su abuelo cada vez le duraba menos, se dedicó a sablear a las chicas adineradas con las que coqueteaba. Suponía que, entre las féminas que le rodeaban, para él no había ninguna fruta prohibida. No le importaba mentir perturbando sentimientos ajenos; por capricho, destruía corazones y deshacía parejas consolidadas. Empezó a organizar escándalos en el Colegio Mayor San Selecto, donde, sorprendidos por el nuevo sesgo de sus actos, le amenazaron con expulsarle. “Me quedo estupefacto al comprobar que se empeña usted en arruinar su vida. Nosotros consideramos que la reputación de esta institución, que tiene cuatro siglos de antigüedad, es sagrada. Si hemos consentido que usted permanezca aquí todavía es por el respeto que debemos a su abuelo, pero nuestra paciencia tiene un límite”, le comunicó el director de tan ilustre residencia. Aunque Lázaro se disculpó, conteniendo a duras penas la risa, su proceder se volvió aún más desafiante. Cuando, a deshoras, dormía, soñaba que, burlándose de los rayos, caminaba en medio de una tempestad. En la facultad, durante una fiesta de fin de curso, inició una pelea que destrozó uno de los salones más espléndidos del recinto. Para el cirujano Ciro Sañinos, aquella fue la gota que colmó el vaso. En cuanto conoció lo que había sucedido, buscó a su nieto y le habló con dureza: “No sé qué te ha pasado este año. No has aprobado ninguna asignatura y te has dedicado a causar problemas por todas partes. Inicialmente, llegué a creer que terminarías convirtiéndote en mi digno sucesor, pero has demostrado ser mucho 222


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peor que tu padre; aunque existieron diferencias entre nosotros y él diera más importancia a los cerdos que a las personas, jamás se portó como un vago camorrista. Algún día, serás consciente de la magnitud de tus errores, pero no vengas a pedirme ayuda. Es demasiado tarde. Si pudiera, te arrebataría tu apellido: lo has arrastrado por el lodo”. “Merezco que me hable así y lamento haberle decepcionado”, dijo Lázaro, que, sin embargo, no se arrepentía de lo que había hecho; simplemente, se sentía vacío. Privado de medios para subsistir por su cuenta, se vio obligado a vivir en casa de su madre, que acababa de ser ingresada en un sanatorio para enfermos mentales. Lázaro había perdido su energía. Rechazaba los vicios que había adquirido durante los últimos meses, pero, carente de nuevos estímulos y objetivos, se limitaba a dejar que transcurrieran las horas ignorando los aguijonazos del hambre. Como Marta no tuvo hijos, su instinto maternal, que era grande, estuvo a disposición de su inestable hermano. Le conocía muy bien y casi siempre sabía manejarle sin necesidad de presionarle demasiado. Cuando supo que estaba deprimido, le prestó su apoyo y, sin olvidarse de visitar diariamente a Euca, dedicó la mayor parte de su tiempo libre a intentar sacarle del estado en el que se encontraba. Se ofreció para aportar el dinero necesario para que él acabara su formación universitaria, pero esa proposición fue rechazada. “Ya no deseo estudiar medicina”, aclaró Lázaro, que no se mostraba dispuesto a buscar un trabajo que le agradara. “¿Pretendes vivir de la caridad?”, preguntó ella. “Ha dejado de preocuparme lo que me pasa. No quiero pensar en nada”, replicó él. A pesar de que su hermano se empeñó en mantener una actitud pasiva, Marta consiguió que prestara atención a lo que ella decía. Finalmente, después de cuatro meses en los que no había salido a la calle, Lázaro aceptó ir a cenar al Restaurante Ganiza, propiedad de un sobrino de Antonio Fuchs, especializado en comida betaneña. No sabía que su hermana había pedido a una amiga suya que los acompañara. Marta había explicado a una periodista con la que se llevaba 223


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bien que su hermano lo estaba pasando fatal; la convenció para que cenara un día con ellos e intentara animar al enfermo. Era amable, inteligente y llamativa. Marta suponía que iba a causar una agradable impresión, pero no había previsto que Lázaro se quedara tan impactado al conocerla. Él había disfrutado de los encantos de las mujeres sin enamorarse, pero esa chica poseía dones indescriptibles que la hacían diferente a todas. Le fascinó desde el primer momento. Su presencia tenía efectos prodigiosos. Se sintió transportado a un nuevo universo y, de pronto, volvió a interesarle la vida. Entre los millones de habitantes del planeta, este tipo de acontecimientos se producen a diario, pero es muy raro que su magia se repita frecuentemente en la existencia de una persona. Lázaro, que había salido de su casa alicaído y a regañadientes, horas más tarde, se mostraba locuaz e ilusionado. Sin embargo, a medianoche, una duda proyectó sobre su gozo una sombra alargada: ¿compartiría aquella joven el entusiasmo que él sentía? Como prendas que se visten mutuamente, como piezas de un inmenso rompecabezas que encajan a la perfección, Lázaro y la amiga de Marta comprendieron que el encuentro que los había unido había sellado su destino. Poco después de haber sido presentados, no imaginaban un futuro que deshiciera la pareja que ellos formaban. Gracias al interés que mostró y a que había aprobado más de diez asignaturas en la más prestigiosa facultad de medicina, Lázaro fue contratado por los Laboratorios Dolimen. No le quedaba más remedio que viajar mucho, pero el sueldo y las dietas compensaban adecuadamente sus esfuerzos. A pesar de que su época de disipación le había aportado mala fama, con seriedad y constancia, consiguió revertir las opiniones negativas. Entre los doctores, el apellido Sañinos todavía le abría muchas puertas; sus “errores de juventud” fueron perdonados. La novia de Lázaro era una de las corresponsales más destacadas de La Noticia; eso la obligaba a moverse por todo el planeta 224


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para informar sobre relevantes sucesos; también realizaba reportajes referidos a las diversas costumbres de los pueblos. Las idas y venidas de la pareja ocasionaban gozosos reencuentros. Cuando estaban juntos, disfrutaban de cada segundo con una intensidad que, previamente, les había sido desconocida. Tras formalizar su compromiso, Lázaro se empeñó en que compraran un piso en la Urbanización El Séptimo Cielo. “Pero si allí no hay nada, aparte de una torre colocada en un enorme solar como un mojón en una cuneta”, objetó ella. “Por su precio, es una ganga. Tienen previsto construir un barrio magnífico en esa zona. Habrá amplias avenidas, plazas y parques, colegios y un importante mercado”, aseguró él. “De acuerdo; pero, si no se cumple lo que dices, nos mudaremos”, indicó ella. Lázaro se casó un bonito día de primavera. A su boda, que resultó casi perfecta, acudieron quinientos invitados, incluyendo al director del Colegio Mayor San Selecto y al viejo cirujano Ciro Sañinos, que, ablandado por el paso del tiempo y la intercesión de Marta, hizo las paces con su nieto y le deseó un porvenir colmado de bienes. El matrimonio fue absolutamente beneficioso para Lázaro. Su ánimo dejó de oscilar entre el abatimiento y una hiperactividad caótica. Gracias a la estabilidad que le aportaba su pareja, sentía que había alcanzado su plenitud. Sus actos ya no eran viciosos y precipitados, consecuencia de un egoísmo errático e incomprensible. Cada momento compartido con su esposa le satisfacía. A veces, ellos buscaban estar solos y organizaban excursiones románticas, pero también se dejaban ver en fiestas y acontecimientos sociales. En sus gestos de complicidad y en el reflejo de sus miradas, se captaba la felicidad que los alumbraba. Cuando Lázaro supo que su esposa estaba encinta, se entusiasmó. Nada podía ser tan fantástico como tener un hijo con la persona amada; sería la evidencia tangible de la fortaleza de sus sentimientos. Pasaban los días haciendo planes. El sexo del bebé no les preocupaba, pero no se ponían de acuerdo a la hora de ele225


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gir un nombre. “Han paralizado el desarrollo de la Urbanización El Séptimo Cielo. Tenemos que marcharnos de aquí”, estimó ella. “Yo estaba equivocado. Buscaremos una casa en la mejor zona de la ciudad”, afirmó él. El mismo día en que Lázaro se enteró de que el embarazo progresaba sin problemas y, antes de que pasaran tres meses, su esposa daría a luz una niña, tuvo otro motivo para alegrarse: a ella, le habían encargado que hiciera para el suplemento dominical de su periódico un reportaje sobre Betania de los Olivos. El éxito del Restaurante Ganiza había sido inmenso y, en la urbe, se había despertado el interés por los betaneños. “Pediré unos días libres a mi empresa y te acompañaré. No he vuelto a ir allí desde que me marché siendo un niño. Disfrutaré enseñándote Villa Camdeo”, confesó él. Acababan de comprar un coche familiar y consideraban que aquella era una buena ocasión para estrenarlo. Lázaro conduciría. Le encantaba hacerlo. Al tratarse de un viaje largo, decidieron dividirlo en varias etapas; para que, tanto a la ida como a la vuelta, sus vivencias fueran más agradables, reservaron la suite nupcial de un par de soberbios hoteles. Respondiendo a una carta que había recibido, Siguaraya, que antes de enviudar había conseguido multiplicar mediante cuatro partos el apellido de su marido, con mucha amabilidad, les ofreció alojamiento en su casa, que era enorme. El sur del país estaba muy despoblado. Las carreteras cruzaban gigantescas llanuras. Larguísimos camiones conocidos como trenes del asfalto las recorrían llevando, fundamentalmente, productos agrícolas y ganaderos; sus parachoques habían sido reforzados para minimizar los daños que producían los frecuentes atropellos de animales salvajes. El vehículo de Lázaro y su esposa se movía por una interminable recta. El atardecer mostraba colores hipnóticos. “Ya tengo ganas de conocer la tierra donde tú naciste”, dijo ella apoyando la cabeza en un hombro de su marido. “¿Pero qué hace éste?”, exclamó él, aterrado. Un instante después, rápido 226


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como un rayo, les arrolló un tren del asfalto cuyo conductor se había quedado dormido. XI Cuando despertó, tras permanecer cinco años viviendo la muerte, Lázaro descubrió que, como un ángel guardián, Marta estaba a su lado; aunque le pareció un ser celestial enmarcado en una luminosa mandorla, iba a ser portadora de noticias diabólicas. Nuevamente, un suceso cruel había destrozado su felicidad. A pesar de no haber sido el causante del accidente, se sintió culpable, merecedor de esa pena capital de la que, injustamente, le habían indultado. El fracaso y la desgracia producen descensos al sótano de uno mismo. La existencia de actividades rutinarias que ocupen el tiempo puede ayudar a los abúlicos y los desventurados. Aunque, en un principio, parecía que eso sería imposible, superando múltiples situaciones de desánimo, Marta consiguió que Lázaro se levantara y se pusiera en marcha. Ella no tenía necesidad de ir a la Librería Ombú porque de su funcionamiento se encargaban personas dignas de su confianza; sin embargo, permanecía allí muchas horas observando con disimulo a su hermano, dispuesta a prestarle inmediatamente su ayuda si veía que desfallecía. Lázaro siempre agradeció sus desvelos. Sabía que, sin ella, tras el trágico despertar, su existencia se hubiera apagado rápidamente; pero, incluso si intentaba juzgar los hechos de modo optimista, llegaba a la conclusión de que “su resurrección” nada le había aportado de trascendente; todo lo que de verdad importaba había sucedido antes de que se produjera aquel maldito accidente. XII Aunque el despertador prolongó su desagradable llamada hasta alcanzar un límite difícilmente tolerable, a Lázaro le costó mucho reaccionar. Sentía un dolor de cabeza que alcanzaba sus pies. Sin 227


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levantarse de la cama, se puso sus gafas y encendió la luz. Se asombró al comprobar que estaba en su habitación. Algo le decía que sólo por un error se permitía que él aún estuviera allí. Se fijó en el calendario que colgaba de la pared y se asustó. Correspondía a lo que él siempre había considerado que pertenecía a un lejanísimo futuro. Contempló su reloj intentando averiguar cuántos saltos daba el segundero entre dos marcas contiguas de la esfera: ¿acaso cuatro o cinco? Los titileos de la bombilla le inquietaban. Le daba miedo seguir viviendo, pero aún temía más a la muerte. Pensando en su esposa y en él mismo, estudió la sombría imagen de los dos ajusticiados de Géricault; mantenían diferentes expresiones: mientras la mujer aparentaba haber aceptado su sueño eterno, el hombre reflejaba el estupor de quien espera un desenlace temido ignorando que éste ya se ha producido. Finalmente, Lázaro se incorporó y empezó a caminar con dificultad. Sus pasos reprodujeron en el pasillo de su casa el sonido de las gotas de lluvia que caen en un desierto. Las tuberías gimieron. Se duchó sin enjabonarse, aprovechando la salida de un chorrito de agua minúsculo y frío. Desayunó zumo de naranja y tostadas. No pudo encontrar leche, aceite, miel y frutos secos. Bajó por la escalera un poco más tarde de las siete de la mañana. Intuía que él era el único habitante que quedaba en la torre y eso le afligía. Lázaro cruzó el descampado imaginando que le acompañaba el espíritu de Thomas Rogers, perpetuamente perseguido por los rayos. Intentaba avanzar deprisa, pero aquel lúgubre sitio parecía haber crecido y cada vez le costaba más atravesarlo. Resultaba increíble que, en una ciudad tan populosa, todavía existiera un territorio vacío de semejante magnitud. Se le relacionaba con sangrientas leyendas urbanas. La gente consideraba que era un lugar maldito y lo rehuía. El Bar Creosota estaba lleno. Lo llevaban los nietos de los dueños que Lázaro había conocido la primera vez que entró ahí. Se 228


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tomó un café con leche, pero no pudo hojear los periódicos porque estaban muy solicitados. Se internó en el barrio del Oblato y siguió el recorrido que le llevaba a la plazoleta empedrada donde estaba el buzón. No vio al sujeto afable de barba rala. ¿Qué habría sido de él? Lázaro pasó junto al Ministerio de Asuntos Internos, la glorieta del Capitán Cristal, el Banco Congénito y la plaza del Décimo Centenario. Como siempre, el tráfico era muy ruidoso en la avenida Robaflor y había viejos en el jardín del cercano asilo, pero le extrañó no escuchar risas procedentes del patio del Colegio de los Santos Selecto y Fenesto; los alumnos estaban en clase. Mayor fue la sorpresa que se llevó al llegar a su destino: la Librería Ombú había desaparecido y, en su lugar, había un almacén de muebles baratos. Lázaro quiso visitar a Marta para pedir explicaciones, pero el confuso remolino de sus pensamientos le permitió recordar que su hermana se había mudado a una localidad costera. Había insistido mucho para que él la acompañara. “Aquí, ya no pintamos nada y, allí, ahora, hace buen tiempo. Viviremos tranquilos. Siempre me ha relajado pasear junto al mar”, le había asegurado ella. “Quizá vaya a verte más adelante, pero, de momento, prefiero seguir en esta ciudad”, había contestado él. Aunque el Restaurante Las Tortugas estaba abierto, Lázaro no entró. Sabía que, dentro, no encontraría a Ignacio y José. Caminó hacia el Centro Comercial La Oruga y se dirigió a la Loma de las Chabolas. Sentía que en su frente ardía el estigma de los derrotados y suponía que los pobladores de aquel nido de náuseas le aceptarían como a un hermano. Sin embargo, saliendo de unos escombros que alojaban prolíficas debilidades, una anciana desdentada le cerró el paso y le escupió a la cara. “¿Qué haces aquí, viejo estúpido?”, le gritó con voz cascada. Varios niños que acudieron a ver qué pasaba le lanzaron pedruscos. Lázaro se retiró perseguido por gente que le dedicó mil insultos. 229


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Perdido el control de sus actos, Lázaro vagó durante horas. Al anochecer, ciertos automatismos de su cuerpo se activaron y, a trompicones, se acercó a su casa. La silueta de la torre de apartamentos se hizo visible en mitad del solar desolado y sintió el deseo de alcanzar cuanto antes el refugio en el que sus sueños copiaban el ritmo lento y pesado de sus días. El vigor de Lázaro estaba muy deteriorado. Le parecía que, a medida que él avanzaba, su destino se alejaba. Un alarido brotó de pronto de la oscuridad del suelo. El pánico le guió, pero apenas pudo recorrer algunos metros. Jadeaba y creía que su pecho iba a reventar. Un segundo chillido acentuó su terror. Una mujer pedía que la auxiliaran. “¡Socorro!”, se escuchó por dos veces; después, los quejidos prosiguieron sin conseguir completar más palabras. Lázaro no volvió a intentar huir. No hubiera soportado los remordimientos derivados de la cobardía. Buscando en la cuneta, halló una piedra del tamaño de cuatro puños. Reuniendo el vigor que aún conservaba, la agarró y se internó en el pavoroso descampado. Los sentidos de Lázaro se agudizaron. Extrañamente, su ánimo se vio reforzado. Fue al encuentro del peligro con cautela, reptando en algunas ocasiones, hasta que estuvo a escasa distancia del lugar donde se estaba cometiendo un crimen. Con el convencimiento de que su delito iba a quedar impune, un hombre se agitaba sobre una figura inmóvil; sus nalgas, que habían quedado al descubierto por estar los pantalones bajados, oscilaban brutalmente mientras hablaba entre resoplidos y carcajadas: “¿Gozas, puta? Disfruta todo lo que puedas porque éste será el último placer que va a darte la vida. Te enterraré junto a las demás, en un sitio donde no te encontrarán ni los gusanos”. Junto a un asesino y la víctima que estaba a punto de matar, a Lázaro le correspondía actuar como un rayo justiciero. Sabía que sólo podría tener éxito si no dudaba e intentó copiar la táctica de un jaguar que se dispone a atacar a un caimán. Saltó sobre la es230


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palda del sorprendido violador y golpeó su cabeza una y otra vez, hasta que sintió que le había partido el cráneo. Después, apartó aquel ser bestial de la muchacha que yacía bajo él. Era poco más que una adolescente y Lázaro se temió lo peor al comprobar que no reaccionaba. Sintió un inmenso alivio cuando ella empezó a llorar. “Ya no tienes nada que temer. Este sujeto no volverá a herir a nadie. Márchate y ve a buscar ayuda. Soy viejo y estoy cansado”, dijo Lázaro. La joven obedeció: “Gracias. Volveré con la policía”, anunció sin dejar de sollozar. XIII Lázaro notaba que su corazón se contraía desorganizadamente. Su indumentaria estaba manchada de sangre y sus manos se habían dislocado a causa de sus esfuerzos. Renqueaba. Quería ir a su casa y dormir un rato. Al día siguiente, debía levantarse temprano. Había quedado con su esposa para ir a Betania de los Olivos.

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Carlos Aguirre de Cárcer La vanidad humana nos lleva a pensar que nuestros irrelevantes esfuerzos ocupan un lugar preponderante en el imaginario colectivo. Ian Svenonius

RESTOS I Con la satisfacción de quien piensa que se han valorado justamente sus méritos, Pedro Sopor comprobó que, delante del espacio adjudicado al genial futbolista Luboslav Sopov, su nombre aparecía en la nueva edición de la Enciclopedia Elíptica. Le habían dedicado varias líneas: “Escritor que fue pintor, vagabundo, electricista, novicio en un convento, presidiario y jurista, antes de iniciar una obra que, a caballo entre el humor y la melancolía, incluye a personajes solitarios y soñadores que deambulan por la vida sin rumbo fijo. De su producción, destacan Derrotas, botas rotas, que le permitió ganar el Premio Gran Letra, y Sed de pan, monumental saga, aún incompleta, que, centrándose en las vicisitudes de la familia Caraloro, pretende reflejar la historia de la humanidad”. A Pedro Sopor le hubiera gustado ver una imagen suya junto al texto, pero los editores habían preferido colocar una fotografía del futbolista Sopov marcando un gol. Pedro Sopor se consoló pensando que la fama de los mejores deportistas, a pesar de ser inmensa, se diluye por completo en cuanto transcurren varias décadas, mientras el prestigio de los artistas excelsos aumenta con el acontecer de los siglos. Aunque sabía que sus pretensiones eran casi inalcanzables, él aspiraba a situarse al mismo nivel que Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare, Goethe y Dostoievski. Durante muchos años, había seguido una trayectoria errática y plagada de errores, pero, una vez descubierta su verdadera vocación, supo dirigir bien sus esfuerzos; al menos, había logrado que las enciclopedias empezaran a tenerle en cuenta. Pedro Sopor vivía solo porque no quería que le distrajeran. No 232


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solía contestar al teléfono y apenas salía a la calle. Para comer y cenar, recurría al servicio a domicilio de una hamburguesería. Sus desayunos los preparaba una viuda a la que había contratado para que limpiara su casa. Hablaba muy poco con su agente literario; le había exigido que, salvo que se dieran unas circunstancias excepcionales, no perturbara su labor creadora. Cada día, pasaba escribiendo no menos de diez horas. Era el precio que debía pagar para merecer un puesto sobresaliente en el Gran Diccionario de las Letras Universales. Cuando terminó el último tomo de Sed de pan, Pedro Sopor estaba exultante y recibió con agrado la noticia de que se requería su presencia en Nueva York para dar una conferencia. “Recuerda que, como perdiste tu pasaporte, debes sacarte uno nuevo”, le recalcó su agente literario. Tras tres lustros de constante trabajo, Pedro Sopor decidió disfrutar de algunas semanas de descanso. Después de haber vivido como un ermitaño, le encantó volver a pasear por las calles más animadas de la ciudad. II –Esta fotografía no es reciente –dijo un funcionario que acababa de reincorporarse a su departamento laboral. Durante sus vacaciones, se había dejado una perilla que estrenaba “oficialmente” aquella mañana. Deseaba ser minucioso al comparar las imágenes impresas que le presentaban con los rostros reales de los ciudadanos; no estaba dispuesto a admitir que, entre unas y otros, hubiera diferencias significativas. –¡Pero si es del año pasado! –protestó Pedro Sopor. –A mí ya no me sirve –recalcó el funcionario –Si quiere, vaya donde el fotógrafo que está enfrente de este edificio. Volveré a recibirle dentro de treinta minutos. Pedro Sopor se marchó refunfuñando y regresó con una foto nueva. –Al ser de hace un rato, igual no le vale –comentó. 233


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–No se las dé de gracioso –replicó el funcionario–. Fíjese en lo que me ha entregado antes y en lo que trae ahora. ¿Es que no se da cuenta de que, en la actualidad, tiene usted más arrugas y canas? –No hace falta que insista tanto. ¿Acaso no he hecho lo que me ha pedido? –Ponga aquí el dedo índice de su mano derecha. –¿Ya no se necesita tinta? –Ahora usamos este moderno aparato –anunció el funcionario acariciando con orgullo su perilla. La tecnología demostró no ser perfecta pues los pliegues dactilares de Pedro Sopor estaban tan poco marcados que no se captaban bien. –La máquina tampoco distingue el pulgar… Está usted desgastado por todas partes –se quejó el funcionario. –No me eche a mí la culpa de los defectos de su sistema –farfulló Pedro Sopor. En cuanto le proporcionaron su pasaporte, Pedro Sopor se retiró sin ocultar que estaba preocupado. Su ánimo había cambiado. De repente, se sentía viejo. Había cumplido cincuenta años. A esa edad, Balzac sucumbió, debilitado a causa de su descomunal entrega. Él sabía que todavía no había igualado al gran autor francés y le inquietó pensar que podía morirse sin haberlo conseguido. Aunque Sed de pan era una extensa narración llena de aciertos, no bastaba para otorgarle una plaza entre los mejores literatos de la historia. Necesitaba algo más. Debía interrumpir de inmediato el periodo de descanso que se había tomado. III Los relatos de Pedro Sopor carecían de experimentos lingüísticos. Él empleaba un estilo llano con intención de mostrar que, en la vida, existen todo tipo de personas, situaciones, sucesos, cunetas y caminos. Habitualmente, empezaba a construir sus libros 234


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sin tener una idea clara del argumento que iba a desarrollar. Ideaba algunos personajes, los colocaba en épocas y países no siempre determinados, los ponía en contacto entre sí y actuaba igual que un cronista que se limita a explicar acontecimientos cuyo devenir está fuera de su influencia y es ajeno a su voluntad. Para escribir, únicamente utilizaba su ordenador. Nunca revisaba su trabajo antes de haber completado un borrador inicial, pero, después, realizaba muchas correcciones. Los fragmentos suprimidos del texto se conservaban en un documento al que había puesto por nombre Restos. Aunque Pedro Sopor consideraba que el material desechado no contenía nada aprovechable, lo apreciaba como a un sanctasanctórum. Veía en aquel desordenado conjunto de desaciertos una especie de ancla que impedía que fuera un autor a la deriva. Quizá ese lastre que había eliminado para elevar la categoría de sus escritos contenía en realidad el corazón de su producción creativa. El día que Pedro Sopor volvió a su casa tras haber renovado su pasaporte, pese a que estuvo varias horas intentando escribir algo, fue incapaz de completar una sola frase. Parecía que Sed de pan había absorbido la totalidad de sus dones artísticos dejándole igual que una esponja seca. Finalmente, en busca de inspiración, decidió analizar el contenido de Restos por vez primera. Tal y como esperaba, no halló nada interesante en aquella enorme acumulación de descripciones desafortunadas, adjetivos inapropiados y diálogos innecesarios, pero, de pronto, averiguó que, enlazando palabras iniciales de líneas consecutivas, se formaba algo inquietante: “Ten cuidado. Pretende prescindir de ti”. Aplicando el mismo procedimiento, en los siguientes renglones, se leía una respuesta: “No temas. Sé defenderme”. Descartando que aquello fuera una casualidad, pensó que podía deberse a la acción de algún virus informático que había infectado a su ordenador (seguramente por culpa de su agente literario, que lo había usado la semana anterior) había infectado a su ordenador. Su pulso se aceleró 235


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al comprobar que existían cientos de mensajes similares. “Nos ha descubierto. ¿Por qué no utilizamos otra manera de comunicarnos?”, decía uno de ellos. “¿Deseas que lo capturemos?” era la contestación a la sugerencia anterior. Sintiéndose desasosegado, Pedro Sopor seleccionó todo el texto y lo borró. La pantalla le mostró un folio en blanco. Se tranquilizó y percibió que su bloqueo mental había desaparecido. Rápidamente, empezó a escribir ahí mismo una novela que le daría fama universal; le pareció que Restos era el título más apropiado. Presa de un entusiasmo incontenible, Pedro Sopor permaneció despierto toda la noche. Consiguió terminar dos capítulos y se quedó muy satisfecho. Al amanecer, notó de golpe los efectos del cansancio. Cuando, bostezando, quiso guardar el resultado de su trabajo, se produjo un fenómeno imprevisto. Las letras se deformaron y empezaron a moverse; algunas crecían mientras otras empequeñecían. Poco a poco, se agruparon para crear la imagen de una cadena de marionetas gobernándose unas a otras; dispuestas en círculo, cumplían una doble función de amo y esclavo. Representaban a seres ficticios y reales; una de ellas llevaba el rostro de Pedro Sopor, con sus actuales arrugas y canas.

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ÍNDICE Introducción a la traducción ........................................................9 La traducción................................................................................12 El homenaje..................................................................................14 Cruzando la cuneta......................................................................35 Sábado ...........................................................................................77 Se busca.......................................................................................101 El autor........................................................................................108 El extraño queso de Richard Millions ....................................120 De perros ....................................................................................141 El kiosco......................................................................................169 Alas de invierno .........................................................................178 Últimas fantasías ........................................................................188 El horario de Lázaro .................................................................194 Restos ..........................................................................................232

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