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Sobre Suspicion (1941), de Alfred Hitchcock por Roberto Pagés
Sobre Suspicion (1941), de Alfred Hitchcock
Por Roberto Pagés
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La sombra de una duda
Alfred Hitchcock consideraba a La sospecha su «segundo filme inglés rodado en Hollywood: actores ingleses, ambiente inglés, novela ingle-
sa».
Es cierto en todos estos rubros, es falso en cuanto al lenguaje cinematográfico empleado por él, paradójicamente, director inglés. Si es sabido que Hitchcock siempre quiso hacer películas «americanas», no lo es tanto —y menos aceptado por cierta crítica— que su cine nunca tuvo nada que ver con el cine inglés, suponiendo que éste exista como tal. Es decir: como expresión artística válida en su singularidad como cine, alejado de la pompa teatral y de la palabra como sustento de la trama, y de su revés: el tema.
Aunque repetidas, vale recordar dos opiniones autorizadas: la boutade famosa y cierta de JeanLuc Godard (“El cine inglés no existe desde que se fue el hombre que sabía demasiado”) y el convencimiento de Truffaut en el sentido de que “lo inglés” y el cine son incompatibles. La sospecha, como Rebecca (su primer filme en Hollywood), participa de ese ambiente y aun de elementos (“los salones elegantes, las escaleras suntuosas, los dormitorios de lujo”) que a Hitchcock le resultaban poco gratos. Sin embargo, la estructura del guion, la estilización de las imágenes y el formidable sentido de la puesta en escena y del montaje, transforman el filme en un Hitchcock auténtico, que preanuncia la maravillosa aventura artística que concretaría en toda su estadía en Hollywood.
El film abre, ya, con una típica situación hitchcockiana.
En la pantalla en negro, la voz de un hombre se disculpa por haber atropellado el pie de alguien. Estamos en un tren que acaba de salir de un túnel. En la oscuridad, el personaje de Cary Grant se ha topado con el de Joan Fontaine, azarosamente (escena que adelanta la famosa secuencia inicial de Pacto siniestro). Cuando la imagen se ilumina, vemos enfrentados a los protagonistas. Grant es charlatán, aprovechador (viaja en primera con boleto de tercera), desenfadado y mentiroso. Fontaine es remilgada, no habla, se deja arrebatar unas monedas por Grant y —detalle delicioso y premonitorio— mantiene firmemente cerradas sus piernas frente a la descarada mirada del hombre. Se podría decir que cierra sus piernas “como si guardaran un tesoro”, como años más tarde se escuchará decir en Marnie, con respecto a la actitud de Tippi Hedren. Entre La sospecha (1941) y Marnie (1964) hay veintitrés años de distancia pero la referencia que hago sirve para demostrar que, en un autor de filmes, las obsesiones y los temas vuelven siempre.
Estos dos caracteres, como no puede ser de otra manera, entran en colisión. Grant está asimilado a la libertad sin límites de un chico (Fontaine lee libros de psicología infantil) y ella cumple con el corsé impuesto por las costumbres de su clase y, sobre todo, por la rígida y falsa educación que deviene de su padre, un engolado e infatuado coronel de la sociedad inglesa.
La que quizás sea la mejor secuencia del film demuestra, a los diez minutos de metraje, esta lucha que, en el terreno de los sentimientos, será feroz, debajo del aire encantador y mundano de la vida social.
Grant y Fontaine se han vuelto a encontrar y él, con su carácter impulsivo, la lleva a caminar por la campiña lindante a la iglesia. El plano es general y a considerable distancia. En la lomada del terreno, Grant y Fontaine se debaten en lucha física. Vistos desde allí, el espectador siente que Grant podría querer violarla —o matarla— y que Fontaine lucha por salvar su vida o su virginidad.
Corte a los personajes, ahora desde muy cerca. La lucha continúa mientras Grant le pregunta a Fontaine si creía que la iba a matar. Adoptando su aire mundano, agrega: “Ya sé, pensabas que iba a besarte”. La mirada de Fontaine revela que es cierto. Hitchcock ha introducido, en dos planos, uno de sus temas preferidos. Lo que Truffaut señalaba como “escenas de amor filmadas como si fuesen asesinatos y asesinatos como si fuesen escenas de amor”.
La secuencia continúa con la seducción de Grant
hacia Fontaine. Con remilgos, ella acepta parte del juego, pero cuando él se inclina para besarla, primer plano de las manos de ella cerrando su cartera con un click sonoro. Las piernas siguen cerradas, evidentemente.
Esta cerrazón tiene sus razones y se las puede rastrear con facilidad en la secuencia siguiente. Desde la ventana que da hacia el exterior de su casa, Fontaine escucha decir a su padre que ella, su hija, es muy inteligente y muy independiente y que no necesita casarse. Como rebelión impulsiva, Fontaine se da vuelta, besa a Grant y se mete en la casa. Enseguida, anuncia en la mesa familiar que salió con un hombre. Sorpresa en los padres. Dice con quién. Malestar en el padre. Suena el teléfono. Fontaine corre a atenderlo. Es
evidente que Grant le anuncia que no podrá verla. Desazón. Acá, otra genialidad de “Hitch”: Fontaine deja el teléfono, se levanta de la silla, camina, la cámara la sigue siempre en el mismo plano, llega a la mesa, se sienta y queda encuadrada junto al padre. Fin de la secuencia. Inteligente puede ser. ¿Independiente? Veremos que
no.
Ya casados, Fontaine asume para sí todas las dudas, sospechas y malestar que su padre profesa hacia Grant. La cerrazón de las piernas se traslada al campo psicológico. Fontaine declama a cada rato que lo ama a Grant pero duda permanentemente de las actitudes de él. Ciertamen-
te, Grant es mentiroso y seductor como un niño, ambicioso (también generoso), jugador y quizás ladrón profesional. Vive más allá de sus posibilidades económicas (su boleto de tercera para viajar en primera es el comienzo de una escalada sin fin) y se ignora hasta qué punto podrá llegar para mantener ese estilo de vida. Fontaine cree que hasta el crimen. Primero lo imagina matando a su amigo de la infancia. Más tarde, sospecha que la víctima será ella.
En este punto, el film se abre hacia uno de los temas más y mejor analizados por Hitchcock en toda su carrera: la ambivalencia de los senti-
mientos y de las conductas de los seres humanos. Y se cierra hasta un tono cada vez más grave y ominoso, en un pasaje extraordinario de la liviandad inicial hacia la sospecha y la duda como centro motor de la relación en la pareja.
En general, el punto de vista adoptado es el de Fontaine. Conocemos lo que ella conoce, y si descubrimos mentiras y despilfarros en Grant también es cierto que no hay nada objetivo en su conducta que nos haga pensar que es un asesino. Esta posibilidad, es una inferencia de su mujer, perturbada por sus propios fantasmas: Grant no responde al patrón cultural y social al que ella respeta, vía su padre.
Salvo dos momentos: 1) Cuando observa fríamente el ataque de su amigo por haber tomado alcohol, y dice, frente al pedido de su mujer que haga algo: “Lo matará o se le pasará. Un día de éstos lo va a matar”. 2) Cuando Grant advierte que ella está alertando al amigo de las posibles consecuencias nefastas de un negocio que ambos, Grant y su amigo, están por emprender. En un solo plano que va desde la puerta de un cuarto hasta el final de la escalera, arriba, Hitchcock nos revela una actitud amenazante en Grant no-
toriamente en contraste con el espíritu habitual que lo anima.
Estos dos momentos ayudan al espectador a sentir lo mismo que siente Fontaine. Es una técnica de identificación —y de manipulación artística— que nos lleva a preguntarnos: ¿Será, finalmente, un asesino? La sospecha y las dudas se han trasladado a nosotros, los espectadores. Por eso, más adelante, también nos preguntamos si en la muerte del amigo, Grant habrá tenido algo que ver. La verdad de los hechos, pero también la verdad de nuestros sentimientos, se han hecho escurridizos. No tenemos razones
válidas para sospechar de Grant como asesino y, sin embargo, algo nos molesta y nos altera. Esta sensación que el espectador siente frente a la obra de Hitchcock es lo que dio origen al meneado “rey del suspenso”, desvalorización que oculta un tema más complejo y sutil: el miedo, la inestabilidad, la incerteza de todo. Cabrera Infante lo dice así: “... el miedo a un peligro inminente y constante se le había hecho manera de vivir, angustia (...) Aparece donde quiera: en la política (o en la historia, de donde surgió), en los deportes, en la astronomía. ¿Los militares darán un golpe triunfador en Venezuela? ¿Tigran Petrosian será un nuevo Capablanca? ¿Hay vida en Marte? La torre de Pisa es la espada de Damocles de la arquitectura. En la literatura (Pasternak lo sabe bien) está el premio Nobel. Por el mundo de cine corre también ese
fantasma del miedo demorado, pero aquí es un filón a explotar, un leitmotiv, un recurso salvador. Se llama, a veces, «suspense». Ésta es la inquietud que despierta La sospecha. Ese hombre encantador, barullero y libre hasta la irresponsabilidad —¿no deseamos, acaso, lo mismo para nosotros?—, ¿será, finalmente, un asesino?
Y esa muchacha asentada sobre tradicionales
valores que, por educación y, a veces, contra nuestro pesar, compartimos, ¿no nos ha sido revelada como una niña temerosa que corre a refugiarse entre los brazos de su marido toda vez que un hecho que anula su sospecha le enciende el optimismo? ¿Y acaso no tenemos una difusa conciencia de que ese optimismo es siempre pasajero? ¿No vuelve ella, una y otra vez, a las dudas que le envenenan la vida? ¿No ha muerto, al fin, el papanatas y querible amigo de Grant?
El final de La sospecha nos deja al borde de estos abismos donde se juega la última escena (de paso, el abismo es una constante en Hitchcock: Stewart colgando de la canaleta en Vértigo; Grant y Eva Marie Saint arriba del monte Rushmore —que no queda en Los Ángeles— en Intriga internacional; la secuencia de la pelea en la Estatua de la Libertad en Saboteur, entre otras.
Fontaine está convencida de que Grant la quiere envenenar. Contra la voluntad de ella, él la lleva en auto a la casa de su madre. Bordean el abis-
mo y la puerta del lado de ella se abre. Grant estira la mano. ¿Para protegerla a ella? ¿Para cerrar la puerta? ¿Para matarla? Fontaine se resiste: está convencida de que su marido quiere empujarla hacia la muerte. Forcejean como la primera vez, cuando el primer paseo juntos. ¿Es una escena de protección, y por lo tanto de amor, o es una escena de asesinato incipiente? El espectador no lo sabrá nunca con seguridad. La perfecta planificación de los planos y el maravilloso montaje nos ubican, a la vez, en las dos posibilidades. Puede ser tanto una cosa como la otra. Terminada la lucha, Grant manifiesta su fastidio por la actitud de ella, ella comprende que él la quiere salvar y que su interés por el veneno que no deja huellas era para suicidarse por los problemas económicos. Grant asiente... ¿pero no ha mentido durante todo el film?
El filme cierra con el auto volviendo a casa y Grant que pasa su brazo por sobre los hombros de su mujer. Parece un abrazo protector y, sin embargo, hay algo de amenazante en ese brazo negro que se posa sobre la ropa clara de la mujer.
¿Final feliz? “No lo sabremos hasta que el filme acabe y quizás, entonces, descubramos que no lo sabremos nunca (Aquí, incidentalmente, he topado con la iglesia de Hitchcock: su metafísica es ésta)”. Son palabras de Cabrera Infante, certeras, sin sospecha.
Artista inquietante, el gordo.
* Este artículo fue publicado originalmente en la revista El gabinete del Dr. Caligari Nº 2, de junio de 1994, adjuntada al video en VHS, de la película “La sospecha”.