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La Mancha (David Fernández

LA MAncHA

La anciana señora Miles recorrió con celeridad y paso firme el sendero que atravesaba su enorme jardín victoriano repleto de dramáticas esculturas de piedra y sinuosas enredaderas, que llevaba hasta la puerta de acceso de la Mansión Miles donde también se encontraba la garita del vigilante, el señor Rogers, que en ese preciso instante estaba distraído mirando la pantalla de su teléfono móvil mientras devoraba un sandwich. —¡Señor Rogers! —gritó la señora Miles haciendo que el vigilante diera un respingo en su asiento—. ¡Qué forma de vigilar es esa! Se supone que usted debe velar por mi seguridad, para eso le pago. —Lo sé, señora —dijo el vigilante limpiando su barba pelirroja, de migas de pan—. Pero es medio día y sólo estaba tomando un tentempié. —Me traen sin cuidado sus excusas. Sabe perfectamente que esta tarde seremos honrados con la visita del señor ministro y no quiero que piense que tengo a un haragán encargado de la seguridad de la mansión. —Sí, señora —dijo el señor Rogers mordiéndose el labio y cogiendo

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la visera de su gorra. La señora Miles lo escrutó durante unos segundos y luego, sin decir una palabra, se dio media vuelta y volvió a recorrer el camino, esta vez, de vuelta a la mansión. No sabía qué le impedía despedir a aquel patán. Bueno, sí, posiblemente fuera que le recordaba ligeramente al difunto señor Miles en algunos de sus gestos y que le resultaba atractivo, e incluso cómico, en ocasiones. No ocurría lo mismo con la criada, la señora Morales. Esa arrogante joven no parecía estar dispuesta a comportarse como se espera de una pobre y marginal muchacha a la que se le ha ofrecido trabajo en un casa respetable y distinguida, sacándola de las entrañas de la marginalidad. La sacaba de quicio con esa forma de hablar más propia de una académica que de una trabajadora del servicio doméstico. Estaba buscando la forma de despedirla, pero, por desgracia era eficiente en su trabajo. Más le valía si quería sacar adelante a su pequeño hijo siendo madre soltera. Tras acceder a la mansión, la anciana se dirigió a la cocina. Quería echar un último vistazo al trabajo de la criada, antes de tomar el té en el salón. Quería que todo estuviera perfecto para impresionar al señor ministro. Al abrir las puertas, de golpe, un intenso olor a lejía y una blancura nuclear le abofetearon

la cara. Quedó impresionada. Muebles blancos, azulejos blancos, electrodomésticos blancos y suelo blan... Un momento, ¿qué era aquello diminuto y negro que había en el suelo junto al mueble del fregadero? ¿Estaba viendo una mancha? La señora Miles se aproximó y se agachó para verla de cerca. Sí, efectivamente, una diminuta mancha negra. Como un punto hecho con rotulador. No podía consentir aquella falta de eficacia y aquella desvergüenza. —¡Anita! —gritó la señora Miles incorporándose de nuevo—. ¡Anita Morales! —Dígame, señora —dijo la joven sirvienta apareciendo por la puerta One Stop 33

de la cocina. —Mire aquello y dígame por qué está ahí —ordenó severamente la anciana. La joven escrutó la cocina y reparó en la pequeña mancha negra que lucía en medio de la blanca inmensidad. En ese momento quiso llorar. —No sé cómo ha podido ocurrir, señora, la cocina lucía perfectamente pulcra cuando la dejé —balbuceó la criada. Otra vez esa forma de hablar. ¡Como la odio! —pensó la señora Miles. —Deje que me encargue de ello. En un instante estará limpio —suplicó Anita Morales, sacando un trapo del bolsillo de su uniforme y dirigiéndose hacia la pequeña mancha. —No hará falta —dijo la anciana con severidad—. Está despedida. Recoja sus cosas y salga de aquí cuanto antes. Yo me encargaré de la mancha. La pobre Anita, llena de amargura, sólo acertó a decir un “ahora mismo señora” y un “lo siento” antes de romper a llorar y desaparecer por el pasillo. La señora Miles se dirigió entonces a la habitación donde se encontraba el mueble de los utensilios de limpieza y cogió un producto limpiador de suelos y un trapo. “Si quieres algo bien hecho, nada como hacerlo una misma”. Al pasar por el pasillo, pudo ver a través de la ventana cómo Anita corría envuelta en un mar de lágrimas hasta la puerta principal donde el señor Rogers intentó hablar con ella, sin éxito, antes de que se marchara. Por fin se había deshecho de ella. Una vez en la cocina, la señora Miles vertió un poco del producto en el trapo y se agachó para frotar suavemente la mancha intentando no extenderla. Entonces, al levantar el trapo, vio que la mancha no

había desaparecido. Al contrario, se había hecho más grande, casi el doble. Y seguía igual de negra. ¿Qué diablos pasa aquí? —se preguntó la anciana asegurándose de que el producto que estaba usando era el adecuado, “Limpiador de suelos de mármol blanco especial”. Entonces vertió más cantidad en el trapo y volvió a frotar la mancha, esta vez con más intensidad. Pero, al levantar el trapo, la

mancha había vuelto a crecer. Ya tenía el diámetro de una pelota de tenis. ¿Qué diablos ha echado esa sucia perra en mi suelo? —dijo esta vez, casi en voz alta. Entonces, miró el reloj blanco que tenía a sus espaldas y comprobó horrorizada que tan sólo quedaban unos minutos para la visita del ministro. ¡Demandaré a esa perra, ya lo creo que la demandaré! — exclamó presa de la ira vertiendo casi la mitad del bote directamente sobre la mancha. Pero mientras restregaba, podía comprobar horrorizada cómo la mancha crecía por debajo del trapo. Entonces, comprendiendo la inutilidad de su esfuerzo se levantó mientras observaba cómo la grotesca mancha, que ya había adquirido cierta textura viscosa como el alquitrán, iba creciendo a gran velocidad y se iba apoderando de la cocina. Muebles, azulejos, electrodomésticos... Todo se cubría irremediablemente de aquel material negro y grotesco. La anciana gritó aterrorizada y salió de la cocina cerrando la puerta tras de sí. Miró su mano derecha, que aún sujetaba el trapo chorreante. Una enorme mancha negra la había cubierto por completo e iba ascendiendo por su brazo licuando su carne de una forma indolora, aunque destructiva. La anciana, presa del pánico se dirigió a la ventana para pedir auxilio al señor Rogers, pero cuando por fin llegó hasta ella y quiso gritar, no pudo hacerlo. La mancha había llegado hasta su cuello y había disuelto sus cuerdas vocales. La señora Miles, haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, se dirigió arrastrándose hasta la puerta mientras la mancha negra la seguía disolviendo y convirtiendo en una masa informe y viscosa. —Pase por aquí, señor ministro. Es extraño que la señora Miles no haya salido a recibirle al jardín. Estaba muy entusiasmada con su llegada —intentaba disculparse el barbudo señor Rogers, con un flácido

y diminuto hombrecillo trajeado al que conducía hasta la puerta de entrada de la mansión—. Yo mismo le abriré la puerta, señor ministro. Es posible que la señora se encuentre indispuesta y... Antes de que el guardia de seguridad introdujese la llave en la cerradura, la puerta se abrió y por ella apareció una grotesca masa negra profiriendo alaridos infernales. El ministro gritó de terror y cayó de espaldas, sobre una jardinera, fulminado por un ataque al corazón. El señor Rogers, retrocedió unos pasos sin dar crédito a lo que estaba viendo, desenfundó su arma nerviosamente y vació su cargador contra aquella monstruosidad. Por fortuna, pudo escapar de allí antes de que la enorme mancha acabara para siempre con la Mansión Miles.

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