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LA MANCHA
La anciana señora Miles recorrió con celeridad y paso firme el sendero que atravesaba su enorme jardín victoriano repleto de dramáticas esculturas de piedra y sinuosas enredaderas, que llevaba hasta la puerta de acceso de la Mansión Miles donde también se encontraba la garita del vigilante, el señor Rogers, que en ese preciso instante estaba distraído mirando la pantalla de su teléfono móvil mientras devoraba un sandwich. —¡Señor Rogers! —gritó la señora Miles haciendo que el vigilante diera un respingo en su asiento—. ¡Qué forma de vigilar es esa! Se supone que usted debe velar por mi seguridad, para eso le pago. —Lo sé, señora —dijo el vigilante limpiando su barba pelirroja, de migas de pan—. Pero es medio día y sólo estaba tomando un tentempié. —Me traen sin cuidado sus excusas. Sabe perfectamente que esta tarde seremos honrados con la visita del señor ministro y no quiero que piense que tengo a un haragán encargado de la seguridad de la mansión. —Sí, señora —dijo el señor Rogers mordiéndose el labio y cogiendo 32 One Stop