LIBROS Y LECTURAS Nro 55 Coordinador: Óscar Jairo González Hernández Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín Medellín. Junio / 2019
IN MEMORIAM MICHEL SERRES (1930-2019)
GUY DE MAUPASSANT (1850-1893)/EL HORLA SUSTITUCIÓN El doble come en su lugar, ocupa su espacio, recoge sus flores y, en su sillón, lee y bebe. El efecto fantástico se une a la lógica más sencilla, pero se conecta además a los acontecimientos de la vecindad más próxima, tan próxima que me afecta hasta expulsarme al exterior, fuera de mi ahí. Realmente fuera de la lógica, lo fantástico se reduce pues a la abolición del principio de identidad en su forma negativa, llamada de su tercero excluido, supresión que supone, precisamente, la sustitución. Otro ocupa mi lugar, otro ahí, otro là, Horla, ocupa el lugar de que está ahí. En lugar de contentarse con describir el doble y la alineación, Maupassant encauza la génesis del sujeto. Su descripción no se desarrolla, si puedo decirlo así, tanto en los actos y en los sentimientos, ni en los pensamientos o las emociones, ni tampoco en la psicopatología, para decirlo todo con una palabra pomposa, como en las posiciones en el espacio y en el tiempo, es decir, las preposiciones, más que los verbos y los sustantivos. El erro del comentario
psicopatético consiste en trabajar únicamente desde una posición en el interior del sujeto -¿Por qué el sujeto habita un interior? ¿Qué interior? ¿Dónde?- es decir, una sola posición. Toda preposición describe la posibilidad de una relación, de una flexión, de una declinación, más complicadas que ella pero compuestas quizá a partid de ella.
La locura o la alienación ¿no podrían residir en la extraña decisión de encerrar todo el espacio y su
acontecer en un solo lugar que se prejuzga como interior? El sujeto sería interno, o peor, interior – comparativo-, mejor aún, íntimo –superlativo. Cuanto más voy hacia el interior, más voy hacia el yo; cuando más salgo de él, más corro hacia el otro. La alineación se encuentra en el exterior, así queestoy fuera de mí, del lado del otro. En realidad, todo el relato de Maupassant descibre con precisión estos dos movimientos: para el sujeto, salir, y para el doble, sobrevenir –o volver, ¡simple teatro del espacio! Traducción: ALICIA MARTORELL
Atlas. Madrid. Ediciones Cátedra. 1995. Págs. 98-99.
EL NACIMIENTO DE LA FÍSICA EN EL TEXTO DE LUCRECIO (1977) APLICACIÓN: GÉNESIS DEL TEXTO (FRAGMENTO) GÉNESIS DEL SENTIDO El caos es el ruido de fondo, el desorden. El caos, me diréis, es el sinsentido. Más aún: es la ausencia de signo, la ausencia de señal. Nada se destaca del transfondo, nada aparece. Pero hay dos clases de caos: nube y pendiente. Según la primera figura, los átomos desordenados viajan en todos los sentidos, mediante choques y encuentros múltiples, aleatorios, en el infinito espacio vacío. Según la segunda figura o el segundo transfondo, los choques y los encuentros son imposibles y los átomos laminares sólo se mueven en un sentido. El desorden es el sinsentido, quizás, pero la única información que puede extraerse del caos es que la multiplicidad innumerable y sin cuento se dispersa en todos los sentidos o se derrama en un solo sentido. Y los átomos son letras del espacio o la unidad forzada de un solo sentido? ¿Será el sinsentido al mismo tiempo lo cualquiera, la rosa de los vientos que se mueve en todas las direcciones, y la univocidad? Vemos cómo el rayo y los relámpagos se desplazan transversalmente, atraviesan oblicuamente las gotas de lluvia, aquí o allá. Parpadeo de señales en medio de la catarata. La declinación es oblicua, es un ángulo, un través, una transversal, un cambio de sentido. El movimiento se modifica, momen mutatum, mutación del momento. El fondo cae en un sentido, en el vacío del sentido monodromo, uniforme. Cuando todo tiene el mismo sentido, no hay sentido alguno. Cuando todo se mueve en todos los sentidos no hay sentido. Una norma única o todas las normas, blanco o negro, ruido blanco o caja negra, fondo oscuro. Parpadea el relámpago, declina, hace, como suele decirse, un guiño. La dirección, el sentido, el rumbo se sigue gracias a pequeñas inclinaciones sucesivas. El sentido es una integración de pequeños cambios de
sentido. En el ruido blanco aparece una señal, en el flujo laminar aparece una bifurcación. El sentido es una bifurcación en la univocidad. Bifurcación del relámpago, bifurcación de la llama que asciende al nacer, bifurcaciones numerosas del árbol, todos ellos son ejemplos que se aportan en el texto, antes de introducir el clinamen. La inclinación es una diferencial del cambio de sentido, diferencia infinitesimal de sentido en un haz de paralelas blancas. Igual que el relámpago, va de través, indica un sentido diferente al de la catarata. Es transversal al universal. Al decir que la caída es universal sólo se dice que no tiene más que una dirección y un sentido. La transversal atraviesa localmente lo universal, es decir, lo monodromo. Estoy en el espacio con palabras espaciales, en un espacio en el que gravitan algunas palabras. Hablo del sentido, pero únicamente del sentido espacial, dirección y sentido. La orientación es una constante del topos. La semiótica es ante todo una topología. El espacio es un campo vectorial de flechas que indican el sentido, ya se trate de todos los sentidos de este espacio globalmente considerado o de un solo sentido, considerado localmente. De ahí el vacío infinito, el caos y la catarata, y los diversos recorridos de los átomos, ya sea por choques y encuentros desordenados o por la pendiente laminar. De ahí, también, la supresión de un centro común a todo el universo que congelaría de una vez por todas la emergencia del sentido o del orden. La circulación de los átomos traza líneas de campo en el vacío. Ante todo, en el campo universal. Vertiente única en un solo sentido. Tenemos las palabras y el punto de la flecha que señala el sentido a seguir. Cuando todas las flechas son paralelas, tenemos lo universal. Pero este uersus pertenece al espacio, al campo semántico de uerto: girar, retroceder, cambiar de dirección; y también pertenece al campo de uertex, torbellino de agua o turbulencia. Curiosamente, están aquí asociados dos movimientos, dos campos y dos vías que distinguimos fácilmente en el espacio: la traslación y la rotación. El vector esta dirigido, y es como si ello nada significase en un campo uniforme. Pero de este modo se nos presenta el modelo espacial: nada
puede advertir en la catarata, no puede constituirse una cosa ni formarse una palabra. Para que haya un movimiento dirigido, con vector y sentido, se precisa una rotación, un ángulo. Versus no es más que una proposición o un adverbio de lugar. Se refiere a las líneas y a las hileras de remos o de olmos, es decir, se refiere aún a las paralelas; líneas de escritura, de prosa versus versos, poesía, ritmo, métrica. Esta es la cuestión. No se da de antemano una ordenación paralela de las cosas ni de las palabras. Para formar tal ordenación paralela de las cosas ni de las palabras. Para formar tal ordenación se precisa una especie de rotación, un ángulo que gira en un campo previo que, en el fondo, carece de sentido porque es la ausencia de sentido. La palabra uersus, el verso, el que escribe el poeta, el que canta el rapsoda, dice todo esto al mismo tiempo. La ordenación de los versos convierte, subvierte, etc., lo unívoco y lo universal. Mejor dicho: es una versión de lo universal. Pero precisamente el modelo espacial, mudo, no designa otra cosa: la inclinación, la diferencial del ángulo, es como una rotacional de la vertiente. No puede formarse un orden de las cosas, ni las letras entrelazadas pueden adquirir sentido si no es merced al torbellino, uertex. La inclinación es transversal al universal. El sentido aparece sobre el transfondo. La primera palabra que forman los átomos-letras es uerso, el índice de un sentido, la flecha del vector, un verso, un poema, paralelas ordenadas que giran. Poema, campo de paralelas recién inclinado en el haz de la caída. Esto es, una vez más, en la catarata. Si no hay más que un sentido, no hay sentido en absoluto. Y esto es cierto tanto para el espacio como para el tiempo: si sólo hubiera una estación no habría estaciones, si sólo hubiese una era no habría eras en absoluto, si no hubiese más que una isla no habría islas, etc. También es cierto para el movimiento cuando sólo hay un movimiento uniforme, es un solo sentido, no es perceptible. Cuando todo se desplaza no se desplaza nada. El cambio de sentido, por pequeño que sea, introduce el sentido. La tangente a la curva que gira equivale a la fuerza, a la aceleración. Que se tornan perceptibles. La monotonía del campo uniforme es la ausencia de sentido más que el sinsentido. El primer
través, el primer trans-verso dirección, y aparece el sentido.
indica
alguna
Lo que existe, el orden y el sentido, emerge en este campo. El uno y el todo están en los límites del caos. El sentido aparece localmente, aquí, allá, ayer, mañana. Pequeña diagonal local que escapa a la monotonía tanto como una totalidad saturada. El sentido es particular, es una oquedad. El sentido es singularidad. No existe una ley que pudiera predecir su lugar y su día en tal sitio o en tal momento. De otra forma la ley sería universal, lo que es absurdo. Está exactamente aquí, allá, no hace mucho y dentro de poco. Es plural. Local y plural, aleatorio, estocástico. En un momento incierto, en lugares inciertos. Es improbable. Y, al contrario, es su improbabilidad lo que produce información. El uno y el todo o bien producen información nula o bien una información infinita, lo que tampoco tiene sentido. El sentido es local, disperso. ¿Cómo se forma? Del modo más natural. Por cambio de sentido. Consideremos una bifurcación. Es un ángulo de rotación en la traslación monótona que anuncia y comienza otra traslación. Sea una cruz, una X, una Y o una N que se convierten en Z al caer e inclinarse, tal y como dice Aristóteles, Rabelais y tantos otros. De una traslación a la otra tiene lugar la traducción. Cambio de movimiento, movimiento transversal del momento en el que se abandona el universal y, por tanto, del momento de la codificación. Fuera del universal sólo hay versiones, códigos y traducciones. Como hemos visto, el universal no tiene código. La catarata de fondo sigue su curso. Consideremos un recorrido cualquiera. De pronto, aleatoriamente, se produce una división, diversión de dirección, dis-curso. Discursus, discurro, se trata de un momen mutatum, esto es, de cambiar de dirección de un recorrido. La red elemental del discurso es la bifurcación. El primer nudo de enlace de letras se encuentra en esta encrucijada de la inclinación. Es la encrucijada en al que Hércules titubea y en la que Edipo mata a su padre o en la que descifra el enigma de la esfinge (1). Catástrofe. El sentido declina. El significante se bifurca en su espacio semántico. El sentido es la colección de
ramificaciones. Y si no hubiera bifurcación no habría sentido. El propio significante, en cuanto a su formación, deriva, según se dice, de su raíz. Se bifurca en sus grados, en sus prefijos y sufijos. Declina también en multitud de lenguas. Derivación, declinación. 1. Hermés IV, La distribution, pp. 197-210. Ver también pp. 240-248.
Versión española de JOSÉ LUIS PARDO
El nacimiento de la fĂsica en el texto de Lucrecio. Caudales y turbulencias. Valencia. Pre-Textos. 1994. PĂĄgs. 171-174.
¿DÓNDE? ¿QUIÉN? ESTAR AHÍ O EN LOS PLIEGUE A uno y otro lado de la ventana, bajo una guardamalleta que forma una banda azul, flotan unos visillos translúcidos y ligeros que rodean las cortinas pesadas, labradas, cuyo drapeado cae y se abomba; sobre el muro con sus molduras, en la cornisa, mal pegado en algunos puntos, el papel pintado forma bolsas y el falso cuero gris del viejo diván, adosado a la pared, forma estrellas como patas de gallo, arrugado, todo frunces el tejido, pero tampoco se mueve: los libros en la estantería, cuyo formato depende del plegado, la tubería repetida de la calefacción, el lino, el algodón, la lana con la que friolero me envuelvo, aquí tenemos, por muy sólido que parezca el material de su soporte, más pliegues; no veo otra cosa y no toco otra cosa; mejor aún, sólo habito en ellos. Platón no dejaba de insistir en la idea de lecho. La he encontrado, héla aquí: entre sábanas, mantas y somieres bien remetidos, un conjunto de pliegues, e los que al deslizarme todas las noches, gozo. Me disuelvo y me acurruco en la bolsa estas hojas. ¿Sabemos que seno, donde nos complace habitar, significa también pliegue? ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Se trata de una misma pregunta que sólo exige una respuesta sobre el ahí? Sólo habito en pliegues, sólo soy pliegues. ¡Es extraño que la embriología haya tomado tan poco de la topología, su ciencia madre o hermana! Desde las fases precoces de mi formación embrionaria, morula, blástula, gastrula, gérmenes vagos y precisos de hombrecillo, lo que se llama con razón tejido, se pliega, efectivamente, una vez, cien veces, un millón de veces, esas veces que en otro idiomas nuestros vecinos siguen llamando pliegues, se conecta, se desgarra, se perfora, se invagina, como manipulado por un topólogo, para acabar formando el volumen y la masa, lleno y vacío, el intervalo de carne entre la célula minúscula y el entorno mundial, al que se la da mi nombre y cuya mano es este momento, replegada sobre sí, dibuja sobre la página volutas y bucles, nudos o pliegues que significan.
Si hacemos un balance, aquí tenemos algo inerte, o dado, o fabricado: sólido, tejido; pero también tenemos algo inerte: fluido, líquido, gaseoso, por donde pasan, se borran entre turbulencias, los vendavales y las ráfagas. Aquí tenemos algo vivo: tejidos, jóvenes y envejecidos, encorvados, soldados, arrugados, blanqueados por las cicatrices: pero tenemos algo estético y significante: molduras, follajes, grecas, arabescos… Traducción: ALICIA MARTORELL
Atlas. Madrid. Ediciones Cรกtedra. 1995. Pรกgs. 46-47.
LOS CINCO SENTIDOS Capítulo 5 (FRAGMENTO) EL GOCE Para Jacques Axel, mi modelo de sapiencia y sagacidad
Ustedes que tienen como profesión hablar: profesores, abogados, todo tipo de retóricos; ustedes cuyo oficio cotidiano pasa por el canto, que deben sacar su voz fuera del cuerpo para llenar con ésta un espacio hasta el muro del fondo y que deben levantar una columna vibrante por encima de la garganta como un torbellino de fuego, sonoridades intensas e inflexiones excelentes, sepan que todo viene del cimiento, del asiento, del contacto con la tierra, de la sustentación, del contacto animal del suelo con las plantas de los pies, del fuerte enraizamiento de los pulgares de los pies; que no sé qué fuente ardiente viene de no sé qué corriente ctónica y que todo sube a lo largo de las columnas musculares de las piernas, de los muslos, de las caderas y del abdomen; que esta voz que grita o que dice, que significa, debe su inspiración profunda a este cimiento, y que ustedes se parecen a ese día, a esa tarde o esa noche en la antigua Pitia, que no podría decir o significar más que por encima de los vapores emanados del vientre de la tierra, ustedes pueden captarlos con los miembros inferiores: la voz vuela si las alas del verbo los empuja por los tobillos; reconocerán que pueden hablar, cantar, encarnar el verbo en su cuerpo para fortuna de las rodillas y de los metatarsos. La música, el sentido como el éxtasis, provienen de estos resortes. La voz que vuela proviene de la tierra, del cuerpo-volcán. El alma ventea al mismo nivel. Traducción de MARÍA CECILIA GÓMEZ B.
Los cinco sentidos. Ciencia, poesía y filosofía del cuerpo. Madrid. Taurus. 2002. Pág. 325.
MICHEL SERRES: "El contrato natural establece una
relación entre las ciencias exactas y humanas". François-Bernard Huyghe (1951-)
Uno de sus libros se titula El contrato natural. ¿Quiere usted significar con ello que el hombre puede celebrar un contrato con la Naturaleza? La Naturaleza no figura en mi libro. Lo que describo es el paso de la tierra con minúscula, que alude al elemento tierra o la tierra de labranza, a la Tierra con mayúsculas, que designa el planeta. El paso, pues, de una percepción restringida a una concepción global. Desde un punto de vista técnico, humano y científico, asistimos desde hace veinte años a la emergencia de esa globalidad. Por ese motivo estudio el término “tierra” en sus dos significados y empleo en muy pocas ocasiones la palabra “Naturaleza”. Esta nueva idea de globalidad puede quedar simbolizada pro una fotografía tomada desde un satélite; esta imagen suscita una emoción que han debido compartir casi todos los hombres, pues muestra el planeta entero visto por un ojo humano. Esta percepción nueva constituye un acontecimiento en la historia de la humanidad. Ahora bien, el surgimiento de la percepción global del objeto Tierra (planeta), produce, casi como una consecuencia, una construcción progresiva de la unida de la especie humana. Las sociedades sólo puede constituirse si tienen un objeto en común -y por tratarse de un nuevo objeto, la Tierra globaliza, nuevos vínculos se establecen también entre la humanidad y el planeta.
El “contrato natural”, que suena un poco como el “contrato social” de Rousseau, se aplica a este vínculo en formación. Una relación jurídica en todo el planeta es una idea ajena a las generaciones pasadas. Ahora bien, así como las sociedades humanas no pueden concebirse sin el contrato social, es imposible ahora concebir la construcción de la globalidad y de la unidad del género humano sin la idea de un contrato natural. La filosofía de las Luces poseía ya una noción de lo universal humano y un derecho natural, pero esta construcción de lo global no podía imaginarse antes de nuestra época. El contrato natural no es, pues, una metáfora para describir nuestros vínculos con el planeta, sino una verdadero concepto filosófico.
¿Se refiere ese concepto al descubrimiento de leyes las leyes de nuestra supervivencia, por ejemplo? En el terreno jurídico, o en filosofía del derecho, no hay leyes que se hayan constituido sin un contrato previo. El contrato es la condición previa de toda ley. Pero la palabra ley se aplica tanto a las leyes físicas como a las leyes humanas que nosotros dictamos. Hasta ahora no existía un punto de intersección entre ambos conjuntos de leyes. El contrato natural establece una relación entre las ciencias exactas y las humanas, entre los dos tipos de leyes. ¿Podría usted citar un solo filósofo digno de ese nombre que no se haya visto obligado a reconsiderar la ciencia y el derecho, así como la relación entre las leyes que los rigen? Todo el problema del la filosofía occidental reside allí, en esa relación o vínculo. La tarea del filósofo consiste en describir las condiciones a partir de las cuales las leyes pueden formularse, no en definir su contenido. El filósofo reflexiona acerca del vínculo en que se basa la obligación. Cuando el contrato es social, los vínculos se establecen exclusivamente entre los hombres; cuando se habla de leyes físicas, nos referimos sólo a vínculos entre las cosas. Pero, ¿cuál es la relación entre esos dos tipos de vínculos?
Entre la humanidad que está creando su unidad y ese objeto nuevo que es el planeta Tierra hay que inventar un vínculo -que conlleva una obligación, y al que he llamado “contrato natural”. Podremos hablar de obligaciones cuando se instruyan procesos. Ya han surgido litigios entre los utilizadores de un parque y el parque mismo, que aparece así erigido en sujeto de derecho. Procesos de ese tipo sentarán jurisprudencia, la que progresivamente definirá esas obligaciones. No existía derecho en ese ámbito; hay, pues, que elaborarlo, primero filosófica, luego jurídica, y, por último, políticamente.
¿Debe considerarse la Tierra como un sujeto? Es precisamente ese el principal problema que se plantea el filósofo: ¿cómo un objeto puede convertirse en sujeto? Todos los progresos del derecho han consistido en considerar coas que eran objetos y hacer de ellas sujetos: los esclavos, que eran objetos, pasaron a ser sujetos de derecho; al igual que los niños, los embriones… Cada vez que el derecho avanza, transforma objetos en sujetos. El planeta era un objeto, y yo propongo que se haga de él un sujeto. Es una novedad que no deja de suscitar resistencias, pero en filosofía hay que aprender a oponerse a las ideas preconcebidas y aceptar la presentación de un aspecto nuevo de la cuestión.
¿Ha contribuido la bomba atómica a la aparición de esta idea de globalidad? El paso de lo local a lo global comenzó en efecto a manifestarse hace algún tiempo. La bomba atómica ha sido lo que llamo un “objeto-mundo”, es decir un objeto técnico, una de cuyas dimensiones era del orden de una de las dimensiones del mundo. Ese fue uno de los escalones que llevaron hacia lo global. Los medios de que disponemos nos permiten ahora evaluar, poner en ecuaciones, la relación de lo local con el marco global. Los modelos de climatología constituyen un excelente ejemplo de ello.
Otro concepto que usted utiliza es el de mestizaje. La pedagogía contemporánea forma científicos que por lo general son incultos fuera de su campo de conocimiento, y hombres cultos que en materias científicas son ignorantes. La mayor parte de los
problemas contemporáneos provienen de la desconexión entre esos dos grupos; cuando unos y otros llegan a ser decisores, no logran entenderse. Unos dictan leyes humanas sin tomar en cuenta la existencia de los objetos y de una ciencia; mientras los otros descubren y aplican leyes sin tener presente que hay seres humanos. Es aquí donde por primera vez utilicé la noción de mestizaje: imaginemos un sociólogo con conocimientos científicos o un político que domine la física, algo que, por otra parte, Platón ya había pensado. La noción de mestizaje significa en primer lugar que hay que inventar una pedagogía que no separe las ciencias exactas de las humanas de manera torpe y peligrosa. Advertí después que esa noción de mestizaje era el concepto global de todo aprendizaje. Si mañana alguien empieza a aprender física, va a transformarse, a cambiar de cuerpo, de mundo… Se volverá mestizo por el hecho de aprender. Por ese motivo comienzo mi libro de pedagogía (Le tiers-instruit) con el retrato de un hombre y relatando cómo, siendo zurdo, aprendía a escribir con la mano derecha. Un zurdo o un diestro será siempre, física e intelectualmente, un hemipléjico. Posee un cuerpo, cuya mitad está paralizada. Si alguien sabe servirse de ambas manos, posee un cuerpo completo. El mestizo del que hablo es ese monstruo -es decir, el hombre- que dispone a la vez de la mano derecha y de la izquierda. Renace así en la confluencia de ambas direcciones. Realizamos en parte aprendemos una lengua: penetra, como si una nosotros para crear una es esa tercera persona a (tercero instruido).
esta experiencia cuando el habla de esa lengua nos segunda persona entrara en tercera, mestiza. El mestizo la que llamo “tiers-instruit”
Una concepción tradicional ve en la cultura algo que “da a luz”. ¿Ha una relación entre su propia concepción de la cultura y esta antigua metáfora? No me gusta el término “cultura” que, al igual que “naturaleza”, es uno de los motivos más frecuentes de desacuerdo entre los hombres. Pero, para desarrollar la metáfora, digamos que el mestizaje es comparable a un injerto. Desde el momento en que hay aprendizaje,
hay alumbramiento de un tercer hombre a partir del que uno es y del que se recibe.
¿Preconiza usted un aprendizaje que nos convierta permanentemente en otra persona, y que contribuya a que cada cual llegue a ser, a su manera, el “tercero instruido” que lleva en sí sin saberlo? Hay que aceptar y reconocer como tal ese Otro que es el acompañante, que nos conduce al encuentro de una segunda persona. Cuando se reconoce la alteridad, el aprendizaje en esa modificación. No se trata de elaborar una filosofía del Otro. El Otro es la segunda persona. Se trata de hablar de un “tercero instruido”, de la tercera persona que engendra el encuentro del mismo con el otro. Se cuentan por millares los manuales de pedagogía que han servido sólo para que los inspectores aterroricen a los profesores. Ninguna norma pedagógica logrará ajustarse a la situación específica de una clase, hoy, de 8 a 10 de la mañana, con determinados alumnos, etc. Por consiguiente, cuanto más concreto es un manual, más engañoso resulta… En materia de pedagogía una directiva práctica aconsejar, por ejemplo, a los profesores que hagan estudiar el periódico a sus alumnos- equivale a una directiva abstracta. En realidad cada estudiante es un caso especial. Las ciencias de la educación se sitúan en general en un punto intermedio, que no es ni concreto ni abstracto y que, so pretexto de ser útil, es menos útil de lo que se cree. La cuestión que me interesa es la siguiente: ¿cuál es la condición del aprendizaje?
Usted participa en los trabajos del Foro de reflexión ad hoc de la UNESCO, que procurará sobre todo ir hacia lo concreto y lo normativo y proponer algunas soluciones… En El contrato natural dejo constancia de un fenómeno que se produjo tal vez después de la creación de la UNESCO: la construcción de una unidad humana que probablemente no era previsible en los años de su fundación, por diversas razones, en particular por razones objetivas. El consejo concreto que daré al Foro tendrá en cuenta este predominio de lo global.
Asistimos ahora a una progresión irresistible hacia lo global. Pero, por desgracia, lo que se impone gradualmente es la razón del más fuerte. En el fondo lo universal es pernicioso cuando está dominado por una potencia; y, en efecto, estamos cada vez más sometidos al poder de una sola cultura. ¿Qué se puede hacer concretamente contra el desarrollo de una cultura universal que es la manifestación de una fuerza única? Ahí radica el problema.
Los medios de comunicación tienden a considerar al filósofo como un oráculo al que se pide la opinión sobre cualquier acontecimiento y del que se esperan fórmulas mágicas para salvar el mundo. ¿Cuál es su reacción al respecto? En efecto, los medios de comunicación formulan al filósofo todo tipo de preguntas sobre los temas más diversos. Nunca respondo a ellas porque no me considero autorizado a tener ideas pertinentes acerca de todo. Sólo lo hago en dos tipos de circunstancias: si se me interroga acerca de temas tratados en mis libros o en casos como el del Foro de reflexión ad hoc de la UNESCO. Nunca me he expresado en los medios de comunicación sobre otros asuntos porque no poseo un entendimiento universal. Por otra parte, jamás intervengo en una polémica. La polémica es enemiga de toda forma de creación. La labor intelectual tiene por única finalidad y único objeto la creación. Si no se crea, uno no tiene derecho a dárselas de intelectual o de filósofo. Ahora bien, la polémica es un obstáculo absoluto a la creación de conceptos. El filósofo no es “competente” en el sentido en que lo es un perito, pero tiene un oficio muy preciso que consiste en elaborar conceptos. Prefiero, pues, trabajar en mi terreno y rechazar toda cuestión que lo desborde. En particular, nunca se me verá escribir un libro contra alguien. Por el contrario, si alguien elabora un concepto nuevo, me congratulo como si yo mismo lo hubiera creado. Un nuevo concepto es algo muy raro y muy frágil. Hay que protegerlo como a un recién nacido. Dará frutos más tarde, tal cincuenta años después.
Revista Correo de la Unesco. París. Diciembre 1993. Págs. 24-26.
LA REPÚBLICA DE DÉBORA ARANGO (1910-2005) / ABEL ANSELMO RÍOS (19-)
Por: Diego Arango Bustamante
EPÍLOGO DEL EDITOR Por: Alejandro Herrán (19-) Luego de que en los años 60 gran parte del teatro que se hacía en Colombia era de corte político, cuando apoyados por el partido comunista los integrantes del TEC interpretaban obras por los municipios del Valle del Cauca… la ruptura radical que eso provocaría entre los teatreros sería nefasta, donde hasta hoy muchísimos escritores le han temido al uso de la dramaturgia como vehículo de ideas revolucionarias, o tan siquiera para mofarse de los tiranos.
Se llegó a un punto tal de imaginismo, de adaptar obras foráneas y de creación colectiva sin un texto que soportara el registro dramático que, por un lado, la inmensa proliferación de puestas en escena cada semana en las ciudades principales sin un sostén textual es algo que me cuestiona mucho y, de otro lado, la ausencia de un teatro propio que cuestione y visite nuestra realidad social escasea y deja un panorama árido. Esta obra de teatro que el lector ha terminado es una apuesta de singular valor para la literatura colombiana y que al ponerse en escena está deconstruyendo la escena del teatro local. Explicaré porqué. Claramente esta obra podría emparentarse con dos textos ya canónicos: Yo, El Supremo de Augusto Roa Bastos y El gran Burundún Burundá ha muerto de Jorge Zalamea. Varios supuestos unen estas tres obras: atemporalidad, ironía, uso lírico de la lengua, entre otros… En estas obras no importa quién es el tirano, si Rojas Pinilla, Laureano Gómez, Belisario Betancur o Álvaro Uribe, porque todos ellos son el mimos, el arquetipo de bufón presidencial que manchó de sangre la Patria, que irrumpió la historia nacional, todos ellos son el mismo dictador que en Latinoamérica inundó de dolor nuestras Repúblicas. Nombrar a Débora Arango en el título de la dramaturgia es una interesante apuesta dramática, la única escena que se representará tiene todo que ver con el cuadro de Débora, un cena; tuvo el descaro de agregarle algo a un cuadro de esa gran artista, pero no fue algo fortuito, El Gallinazo de Alfredo Greñas, símbolo de la Regeneración: hacía falta el gran sátrapa, el sapo de Débora (Rojas Pinilla, símbolo de los militares) habría evolucionado para el siglo XXI; la Gran Colombia no sería vuelta a comandar por un militar, menor por un poeta como antaño, tendría que ser un símbolo radical, un descuartizador, un carroñero, un tirano de tiranos: El Ubérrimo. Conocí a Anselmo por casualidad. Leí esta obra luego de contarle nuestro concepto de Antipublicidad y en el funeral de la editorial en noviembre de 2018 leímos en voz alta los poetas fallidos su obra. Como todas
las grandes obras, sabemos encontrarán valor.
que hoy
muchos
no
le
Dado que conocemos cómo procede la historia, invitamos a Anselmo a ser parte de nuestra colección de dramaturgias, quizá la única activa hoy en Colombia. No deberíamos esperar a que muriera Álvaro para que este registro histórico cobrara valor, de lo que si estamos seguros es que se trata del comienzo de una nueva literatura política, comprometida, sin temor a hablar del tirano, ojalá muchos entiendan que esta obra no habla nunca de Álvaro Uribe.
La república de Débora Arango. Bacanales en la Casa de El Ubérrimo con entrega de banderas a El Paupérrimo. Medellín. Fallidos Editores. 2019. Págs. 57-59.
HOMENAJE A HERMAN MELVILLE A DOSCIENTOS AÑOS DE SU NACIMIENTO (1819-2019)
MELVILLE (1819-1891) Por: Albert Camus (193-1960) En la época en que los balleneros de Nantuckte permanecían varios años en el mar, el joven Melville (veintidós años) se embarca en uno de ellos, después en un navío de guerra y atraviesa los océanos. De regreso en América, da a leer sus relatos de viaje con cierto éxito y publica sus grandes libros en medio de la indiferencia y la incomprensión. Después de la publicación y el fracaso de El hombre de confianza (1857), Melville, desalentado, “consciente en su aniquilación”. Convertido en funcionario de Aduanas y en padre de familia, entra en un silencio casi completo (algunos poemas de tanto en tanto) que durará una treintena de años. Un día, se apresura a escribir esa obra maestra, Billy Budd (terminada en abril de 1891) para morir, olvidado, unos meses después (tres líneas de noticia necrológica en el New-York Times). Habrá de esperar a nuestro tiempo para que América y Europa le asignen por fin su lugar, entre los mayores genios de Occidente.
Apenas es menos cómodo hablar en unas páginas de una obra que tiene la dimensión tumultuosa de los océanos en que nació, que resumir la Biblia o condensar a Shakespeare. Pero, para juzgar al menos el genio de Melville, es indispensable admitir que sus obras cuentan una experiencia espiritual de una intensidad sin igual y que en parte son simbólicas. Algunos críticos han discutido esta evidencia que apenas parece pueda discutirse. Estos libros admirables son de aquellos excepcionales, que pueden leerse de maneras diferentes, a la vez evidentes y misteriosos, oscuros como el pleno sol y, sin embargo, límpidos como el agua profunda. El niño y el sabio hallan alimento por igual. La historia del capitán Achab, por ejemplo, lanzado desde el mar austral al Septentrión persiguiendo a Moby Dick, la ballena blanca que le cortó la pierna, sin duda puede leerse como la pasión funesta de un personaje loco de dolor y de soledad. Pero también puede meditarse como uno de los mitos más turbadores que hayan sido imaginados sobre el combate del hombre contra el mal y sobre la irresistible lógica que acaba por lanzar al hombre justo contra la creación y el Creador de inmediato, y, después, contra sus semejantes y contra sí mismo. No lo dudemos, si es cierto que el talento corona la vida, mientras que el genio, por añadidura, la corona de mitos, Melville es ante todo un creador de mitos. Añadiría que esos mitos, contra lo que se ha dicho, son claros. No son oscuros sino en la medida en que la raíz de todo dolor y de toda grandeza está hundida en la noche de la tierra. No lo son más que los gritos de Fedra, o los silencios de Hamlet, o que los cantos de triunfo de Don Juan. Creo poder decir, por el contrario (y esto merecería un gran desarrollo), que Melville no escribió nunca sino el mismo libro perennemente recomenzado. Este libro único es el de un viaje, primero sólo animado por la alegre curiosidad de la juventud (Typpe, Omoo, etc.) seguidamente invadido por una angustia cada vez más ardiente y perdida. Martes es el primero, y magnífico, relato en el que Melville se hace consciente de la fascinante llamada que, sin cesar, resuena en él. “He emprendido un viaje sin mapa.” Y también: “Soy el cazador sin descanso, el que no tiene hogar.” Moby Dick no hará nada más que llevar a la perfección los
grandes temas de Martes. Pero la perfección artística tampoco bastaba para saciar la especie de sed de que aquí se trata, y por esto Melville recomenzará, en Pedro o las ambigüedades, obra maestra fallada, a pintar la búsqueda del genio y del infortunio del que consagrará el fracaso socarrón en el curso del largo viaje por el Mississipí que constituye el tema del
Hombre de confianza.
Este libro reescrito sin cesar, esta incansable peregrinación por el archipiélago de los sueños y de los cuerpos, por ese océano en el que “cada ola es un alma”, esta odisea bajo un cielo vacío, hace de Melville el Homero del Pacífico. Pero ha de añadirse en seguida que, en él, Ulises no llega nunca a Itaca. La patria a la que llega Melville a las puertas de la muerte y que inmortaliza en Billy Budd es una isla desierta. Dejando condenar a muerte al joven marinero, figura bella e inocente, el comandante Vere somete su corazón a la ley. Y al mismo tiempo, mediante este relato sin falla que podría ponerse a la altura de las tragedias antiguas, el viejo Melville nos anuncia que acepta, por vez primera, que sean condenadas la belleza y la inocencia para que un orden sea mantenido y el navío de los hombres siga avanzando hacia un horizonte desconocido. ¿Ha logrado entonces, verdaderamente, la paz y la vivienda definitiva de la cual decía, no obstante, que no se encontraba en el archipiélago Martes? ¿O se trata, por el contrario, de ese naufragio último que Melville, desesperado, pedía los Budd el mayor blasfemo? Nadie podría decirlo y si, en ese momento. Melville asintió verdaderamente a un orden terrible, o si, a la persecución del espíritu, se dejó conducir como lo había pedido “más allá de los arrecifes, a unos mares sin sol, a la noche y la muerte”. Pero nadie, en todo caso, midiendo la larga angustia que corre por su vida y por su obra, dejará de saludar la grandeza –más desgarrada aún por ser conquistada sobre sí misma- de la respuesta. Pero todo esto, que debía ser dicho, no debe engañar a nadie sobre el verdadero genio de Melville y lo soberano de su arte. La salud, la fuerza, un humor que brota y la risa reinan en esa obra. No abrió la trastienda de esas sombrías alegorías que hoy encantan a la triste Europa. Como creador, está por ejemplo en el polo opuesto de Kafka del que hace resaltar las
limitaciones artísticas. En Kafka, la experiencia espiritual, con todo irremplazable, desborda la expresión y la invención, que son monótonas. En Melville se equilibra a ellas, en las que encuentra constantemente su sangre y su carne. Como los mayores artistas, Melville ha construido sus símbolos sobre lo concreto, no en el material del sueño. El creador de mitos no participa en el genio más que en la medida en que los inscribe en la densidad de la realidad y no en las nubes fugitivas de la imaginación. En Kafka la realidad que describe es suscitada por el símbolo, el hecho se deriva de la imagen; en Melville, el símbolo sale de la realidad, la imagen nace de la percepción. Por esto Melville no se apartó nunca de la carne de ni de la naturaleza, oscurecidas en la obra kafkiana. El lirismo de Melville, que hace pensar en el de Shakespeare, se sirve, por el contrario, de los cuatro elementos. Mezcla la Biblia y el mar, la música de las olas y de las esferas, la poesía de los días y una grandeza atlántica. Es inagotable como esos vientos que corren sobre los océanos desiertos durante millares de kilómetros y que, llegando a la costa, aún tienen fuerza para arrasar pueblos enteros. Sopla, como la demencia de Lear, por encima de los mares salvajes donde se esconden Moby Dick y el espíritu del Mal. Cuando la tempestad ha pasado, y la destrucción total, llega una extraña paz que sube de las aguas primitivas, la piedad silenciosa que transfigura las tragedias. Sobre la muda dotación, el cuerpo perfecto de Billy Budd gira entonces dulcemente al extremo de su cuerda en la luz gris y rosa del día que se levanta. H. E. Lawrence situaba a Moby Dick al lado de Poseídos o de La guerra y la paz. Sin vacilar, pueden añadirse Billy Budd, Martes, Benito Cereno y algunas otras obras. Estos libros desgarradores, en los cuales la criatura es abrumada, pero en los que la vida, en todas las páginas, es exaltada, son fuentes inagotables y sin término, la pasión y la belleza, el lenguaje más alto, el genio en fin. “Para perpetuar un nombre –decía Melville- es preciso esculpirlo en una pesada piedra y sumirlo en ele fondo del mar: los abismos duran más que las cimas.” Los abismos tienen, en efecto, su virtud dolorosa, como tuvo la suya el injusto silencio en el que vivió y murió Melville, y
el viejo océano que surcó sin cansancio. De esas tinieblas incesantes extrajo sus obras, rostros de espuma y de noche, esculpidos por las aguas y cuya realeza misteriosa empieza apenas a irradiar sobre nosotros y nos ayuda ya a salir sin esfuerzo de nuestro continente de sombras, para ir en fin hacia el mar, la luz y su secreto.
Traducción de JUAN EDUARDO CIRLOT
Los escritores célebres. Barcelona. Editorial Gustavo Gili. 1966. Págs. 136-137.
BILLY BUDD, MARINERO Por: Herman Melville (1819-1891)
CAPÍTULO XI ¿Qué pasaba con el maestro de armas? Y, pasara lo que pasara, ¿cómo podía tener relación directa con Billy Budd, con quien, antes del asunto de la sopa derramada, jamás había entrado en contacto, ni oficial, ni de otra índole? ¿Y qué podía tener que ver la agitación con alguien tan poco inclinado a ofender como el pacificador del barco mercante, el mismo que, según las propias palabras de Claggart, era “el joven dulce y agradable”? Sí, ¿por qué “Jemmy el Piernas”, para tomar en préstamo la expresión del danés, la iba a tener tomada con el “Marinero Bonito”? Pero de corazón y no por nada, como el reciente
encuentro casual puede indicar a los sagaces, la tenía tomada efectivamente contra él. Ahora, si inventásemos algo sobre el pasado más personal de Claggart, algo en referencia a Billy Budd, de que éste estuviera en completa ignorancia; algún incidente romántico que implicara que Claggart conocía al joven marinero desde algún tiempo antes de haberle visto a bordo del setenta-y-cuatro-cañones, todo ello, nada difícil de hacer, podría servir, de modo más o menos interesante, para explicar cualquier enigma que parezca que se esconde en el asunto. Pero en realidad no había nada de esta índole. Y sin embargo, la causa que es necesario suponer como única atribuible, aun con todo su realismo, está cargada de ese elemento primario de novelería a lo Radtcliffe, “lo misterioso”, como cualquier otra que pudiera inventar el ingenio del autor de “Los misterios de Udolfo” (1). Pues ¿qué puede participar más de lo misterioso sino una antipatía espontánea y profunda, tal como despierta en ciertos mortales excepcionales la mera presencia de algún modo otro mortal, por innocuo que sea, si es que no la provoca esa misma innocuidad? Ahora, no puede haber una yuxtaposición irritante de personalidades desemejantes comparable a la que cabe a bordo de un gran barco de guerra con la tripulación completa y en alta mar. Allí, todos los días, en todos los grados, casi todos los hombres entran más o menos en contacto con casi todos los demás. Para evitar por completo incluso el ver a un sujeto irritante, hace falta por fuerza darle la zambullida de Jonás o tirarse por la borda uno mismo. Imaginad qué efectos puede acabar esto por tener en alguna determinada criatura humana que sea el reverso exacto de un santo. Pero para que un temperamento normal comprenda adecuadamente a Claggart, esas sugerencias son insuficientes. Para pasar desde un temperamento normal al suyo, hay que cruzar “el mortal espacio intermedio”. Y eso es mejor hacerlo de modo indirecto. Hace mucho, un honrado estudio, de más edad que yo, refiriéndose a otro que ya no existe, igual que él – hombre tan estrictamente respetable que nadie decía
nada abiertamente contra él, aunque entre muy pocos se susurraba algo-, me dijo: - Sí, X… es una nuez que no la puede cascar un abanico de señora. Usted sabe que yo no estoy adherido a ninguna religión organizada, ni mucho menos a ninguna filosofía construida en forma de sistema. Bueno, pues con todo eso, creo que difícilmente sería posible, al menos para mí, intentar meterme dentro de X…, entrando en su laberinto y volviendo a salir, sin alguna clave derivada de alguna fuente diversa de lo que se llama “conocimiento del mundo”. - ¡Cómo” –dije yo-; X…, por más que para algunos sea un estudio singular, no deja de ser humano, y el conocimiento del mundo sin duda implica el conocimiento de la naturaleza humana, en la mayor parte de las variedades. - Sí, pero un conocimiento superficial, útil para los propósitos corrientes. Pero algo más profundo, no estoy seguro de si conocer el mundo y conocer la naturaleza humana no son dos ramas distintas del conocimiento, que, aunque coexistan en el mismo corazón, pueden existir con poco o nada de la otra. Más aún, en un hombre corriente de mundo, el rozarse continuamente con él deja obtusa la fina penetración espiritual indispensable para entender lo esencial de ciertos caracteres excepcionales, sean buenos o malos. En cuestiones de cierta importancia, he visto a alguna muchachita enredarse al meñique a un viejo abogado. Y no era por la chochera del amor senil. Nada de eso. Pero él entendía de derecho más que del corazón de una muchachita. Coke y Blackstone (2) no suelen dar tanta luz en sitios oscuros del espíritu como los profetas hebreos. Y ¿quiénes eran éstos? Reclusos, en su mayor parte. En aquella época mi inexperiencia era tal vez que no veía bien a dónde iba a parar todo eso. Quizá lo veo ahora. Y, desde luego, si siguiera siendo popular el
lenguaje basado en la Sagrada Escritura, resultaría menos difícil definir y denominar a ciertos hombres fenomenales. Tal como están las cosas, hay que recurrir a alguna autoridad a la que no quepa de estar teñida de elemento bíblico. En una lista de definiciones contenidas en la traducción auténtica de Platón, lista a él atribuida, aparece ésta: “Depravación natural: depravación conforme a naturaleza”. Definición que, aun con sabor a calvinismo, no aplica los dogmas de Calvino al total de la humanidad. Evidentemente, sólo quiere referirse a los individuos. No son muchos los ejemplos de esta depravación que ofrecen el patíbulo y la prisión. En cualquier caso, hay que dirigirse a otra parte en busca de ejemplos notables, ya que éstos no tienen en sí la vulgar aleación de lo bruto, sino que están siempre dominados por lo intelectual. La civilización, especialmente si es de la más austera, resulta de buenos auspicios para la depravación: la envuelve en el manto de la respetabilidad; tiene ciertas virtudes negativas que le sirven de auxiliares silenciosos: nunca permite al vino que la descubra. No es ir demasiado lejos decir que no tiene vicios ni pecados pequeños: hay en ella un orgullo fenomenal que excluye nada mercenario ni avaro. En resumen, la depravación a que aquí nos referimos no participa en nada de lo sórdido ni de lo sensual. Es seria, pero libre de acritud. Aun sin adular a la humanidad, nunca habla mal de ella. Pero lo que en casos sobresalientes caracteriza a un temperamento tan excepcional es esto: aunque el talante equilibrado y la actividad discreta de ese hombre parecían indicar un ánimo especialmente sujeto a la ley de la razón, sin embargo, en el fondo de su corazón, parece revolverse en total exención respecto a esa ley, al parecer teniendo poco que ver con la razón si no es para emplearla como instrumento ambiguo para lograr lo irracional. Es decir: para el cumplimiento de un objetivo que en su desenfreno de malignidad parecería tener algo de extravagancia, ese hombre aplicará un juicio frío, sagaz y cuerdo. Tales hombres son auténticos locos, y de la especie más peligrosa, pues su locura no es continua sino ocasional, producida por algún objeto determinado:
suele ser secreta, lo que equivale a decir que está contenida en sí misma, de modo que, por otra parte, cuando es más activa, las mentes corrientes no la distinguen de la cordura, y por el motivo antes sugerido de que, cualesquiera que sean sus objetivos (objetivos que nunca se declaran abiertamente) los métodos y el procedimiento exterior son perfectamente racionales. Entonces, lago de eso era Claggart, en quien se encontraba la manía de una naturaleza perversa, no engendrada por educación viciada ni por libros corruptores ni por vida licenciosa, sino innata, nacida con él; en resumen: “una depravación conforme a la naturaleza”. 1. Novela “de miedo” de la señora Ann Radtcliffe (1764-1823). 2. Edward Coke, jurista autor de Instituciones (1628); William Blacstone (1723-1780), famoso jurista inglés.
Traductor: JOSÉ MARÍA VALVERDE
Benito Cereno, Billy Budd, marinero. Madrid. Alianza Editorial. 1975. Pรกgs. 148-153.
HERMAN MELVILLE / BARTLEBY CÓMO LA FORMA DE LO VERDADERO SE CONFRONTÓ CON LAS POTENCIAS DE LO FALSO. HISTORIA EN CINCO ACTOS. 20 de diciembre de 1983 (FRAGMENTO) Por: Gilles Deleuze (1925-1995)
(…) Y si hay un autor, entre todos estos grandes autores de los que hablamos, que escribió cuarenta páginas geniales sobre la aventura del hombre veraz, es Herman Melville, en una célebre novela que se Bartleby (1). Y esta novela es tan insólita que les pido perdón por semejante banalidad, pero es verdad. Uno es
absolutamente incapaz de decir si es un texto de Melville, de Kafka, o de Beckett. Forma parte de esas regiones supremas. ¿Y qué nos cuenta? Estoy forzado a contarla, por desgracia, para quienes no la leyeron. Es un procurador que emplea tres copias. Eso me interesa: tres copistas. Es una interpretación, hay miles de interpretaciones. Pero quiero sugerir por qué Bartleby me interesa aquí, hoy. Bartleby es copista, es uno de los tres copistas. Contrariamente a los otros, nunca abandona la oficina del procurador. Copia, no dice una palabra. Copia, pero copia muy bien. Y el procurador es un hombre de bien. En efecto, es un amigo. Es un amigo de la verdad, es un hombre honesto. Es un amigo. Un amigo de lo verdadero, un amigo de los hombres. Es un filósofo. Y todo anda bien, Bartleby copia, es su oficio. De todos modos, lo puso detrás de un biombo porque, cuando copia, Bartleby está molesto, refunfuña… Pero todo anda bien. Y un día, el procurador le dice: “Bartleby, venga a colacionar”. ¿Qué es “colaccionar” en terminología de procuradores? “Colacionar” es comparar la copia con el original. Y el procurador explica muy bien cómo se hace la operación. Él tiene el original, y los copistas tienen sus copias, y las releen. Es la operación típica de la filosofía: la realidad orgánica de la copia debe remitirse al modelo. Por primera vez hay tres copias, casualmente tres copias. Las otras veces solo había dos. Y entonces el procurador dice: “Bartleby, venga a colacionar”. Y desde atrás del biombo surge una proposición extraordinaria, que fue bien traducida en francés que responde exactamente al texto americano: “Prefiero no”. Y el procurador, el filósofo, cree que no ha entendido, cree que ha entendido mal: “¿Qué, Bartleby? ¿Me entendió? Venga”. “Prefiero no”. “¿Cómo que prefiere no?”. Porque es verdaderamente amigo de los hombres. Pero esto se repite. Y el procurador se adapta. Bartleby es un muy buen copista. Copia, pero no quiere colacionar, no quiere verificar la semejanza interna de la copia con el modelo. Es extraño, ¿no? Entonces el procurador le dice: “Haga un recado mientras que nosotros colacionamos”. Y se escucha: “Prefiero no”. El procurador se adapta: él prefiere no. Extrañamente, todo el mundo, los otros, comienzan a expresarse bajo
la forma “prefiero/prefiero no”. Esto saca al procurador de sus casillas. Los otros dicen: “Oh, prefiero no almorzar ahora” [risas]. Todo el mundo se expresa así. Bartleby está realmente socavándolos. Y luego, un día, lo más terrible. Bartleby se instala detrás de su biombo y no copia más. El procurador espera una hora y dice: “Pero Bartleby, ¿qué le agarró?” ¿No copia? Y se escucha: “Prefiero no”. El procurador no se atreve a echar a Bartleby, porque entre tanto ha comprendido que Bartleby vivía en el estudio, no salía nunca, ni para comer. Se acostaba en el estudio, hacía que le traigan un bizcocho de jengibre por día como todo alimento, vivía en el estudio. En el terror, el hombre veraz, el procurador se ve obligado a cambiar de oficina para deshacerse de Bartleby. Y Bartleby se queda. Es expulsado por la policía, por el nuevo propietario. Vean cómo nos toca esta historia. Se queda en la escalera. No saben qué hacer con él. Lo meten en prisión por deudas, pero tiene un estatus especial, más aun en la medida en que el procurador paga que esté bien cuidado. Está siempre de pie. Forma de mármol. Se acuesta, y muere. ¿Qué esto? Es la aventura del hombre veraz de principio a fin. Con Bartleby, atraviesan todos los estados del hombre veraz: el procurador en primer lugar; la colación, es decir la relación del modelo y de la copia; la copia que ya no quiere ser colacionada; en último lugar, la copia que se destruye a sí misma, ya no habrá más copia. Y el copista, ¿qué es? Evidentemente no puede comprenderse semejante personaje si no es vinculándolo con otros personajes de Melville que podrían quizás arrojarnos alguna luz. Pero lo mínimo que puede decirse de Bartleby es que tiene una potencia de lo falso que es propiamente fantástica y que nos impide creer que la potencia de lo falso es malvada. 1. Herman Melville, Bartleby, el escribiente, 1853.
(…)
Traducciรณn de: SEBASTIAN PUENTE; PABLO IRES.
Cine III. Verdad y tiempo, Potencias de lo falso. Buenos Aires. Editorial Cactus. 2018. Pรกgs. 202-204.
LA MIRADA DEL CRONISTA / EL MÉTODO DE ALBERTO SALCEDO RAMOS Por. Andrés Alexander Puerta Molina (19-)
Por: Diego Arango Bustamante
DESCRIBIR, DIBUJAR CON PALABRAS Describir es tratar de construir con palabras una imagen en la mente del lector. La descripción centra su fuerza en los adjetivos que ayudan a que el autor logre plantar, en la imaginación del lector, imágenes que resultan significativas. Describir es tratar de aprehender la realidad y trasladarla al papel mediante imágenes recreadas a través de palabras, es retar la imaginación del lector, que se convierte en un espectador que está en la primera fila para observar mentalmente un lugar, un personaje, una situación. La descripción se vale de los olores, los colores, los sonidos para tentar a los sentidos. Uno de los grandes compromisos de los textos de periodismo narrativo es el de poder presentar de forma completa a los personajes, no solamente la descripción física, sino también la descripción psicológica que
nos ayuda a entender su complejidad. Uno de los puntos más fuertes en la obra de Alberto Salcedo Ramos es la descripción de los personajes. En el caso de los hombres es contundente; en el de las mujeres es más decantada, con un toque de coquetería. En Memorias del último valiente. La historia del Rocky Valdez se siente la admiración del autor por el personaje que se refleja en el tono cercano que utiliza el narrador para contar la historia; también por el tipo de información que selecciona y queda aún más claro con la descripción del personaje: A ti también te veo tal y como quedaste fijado en mi memoria: pómulos angulosos, labios gruesos. Me asombra, en todo caso, tu contextura física tan inferior a la de los boxeadores de peso mediano: caja torácica plana, brazos cortos. En el recorte de prensa amarillento que guardo en el maletín está subrayado el dato de tu estatura: 1,77. Me pregunto, Rocky, cómo pudiste ser campeón mundial de la categoría con tus medidas precarias. En esa división casi siempre reinaron atletas musculosos de más de 1,80 (Salcedo Ramos, 2011, p. 20). Como se indicó, aparte de la descripción física, la descripción psicológica aporta detalles que nos ayudan a entender al personaje, en El testamento del viejo Mile, se habla de la capacidad narrativa de Emiliano Zuleta Baquero, de la manera como encadena sus relatos: Zuleta refiere sus historias de manera lenta y lineal. Las satura de detalles para alargarlas y regodearse con ellas. Y no permite que lo desprendan de la palabra. Si lo interrumpen, o si le formulan una pregunta que maliciosamente pretenda precipitar el final, escupe fuego por los ojos en dirección al insolente y retoma el hilo del relato en el mismo punto en que trataron de arrebatárselo. Así, hasta que termina de saborear la golosina de su propio verbo. Lo que más le gusta son las anécdotas, que en su boca fluyen copiosas y continuas, como un aluvión (Salcedo Ramos, 2011, p. 54).
En El testamento del viejo Mile también se relata la confrontación más famosa del folclor vallenato, una Piqueria que implicó a dos contendores, con ataques y réplicas llenas de ingenio, que se volvieron memorables y generaron gran expectativa en el público tan comprometido que terminó dividido en dos bandos. La lucha entre Emiliano Zuleta Baquero y Lorenzo Morales derivó en la canción La gota fría. Zuleta y Morales eran dos grandes acordeoneros de la región y varias veces se desafiaron para determinar quién era el mejor. La rivalidad tomó un carácter mítico y, aunque se encontraron en reiteradas ocasiones, nunca pudieron dirimir el duelo musical. Una vez porque Emiliano Zuleta estaba muy borracho, otra vez porque Lorenzo Morales tuvo que marcharse a otro pueblo, siempre hubo un motivo que impidió el duelo. De tal manera que solo les quedó competir con sus versos, los más famosos: “Te fuiste de mañanita, sería de la misma rabia […] Me lleva él o me lo llevo yo pa´ que se acabe la vaina”, han sido interpretados por diferentes cantantes, desde Carlos Vives hasta Julio Iglesias. Salcedo Ramos reconstruye las palabras que dijo Emiliano Zuleta en el momento en el que conoció a Lorenzo Morales, en las que se nota un tono despectivo: En el centro de la ronda estaba un hombrecito menudo, que parecía un colgandejo ridículo de su propio sombrero. Tenía los garbos de un monarca que cree que no hay más ley que la suya, y tocaba el son de monte con una solvencia ofensiva, moviéndose de un lado para el otro con una cierta vanidad, como si estuviera convencido de que, además de buen acordeonero, era un tipo bonito (Salcedo Ramos, 2011, p. 73). La descripción que da Zuleta y que reconstruye Salcedo Ramos nos ayuda a centrar la historia a través de la mirada de un personaje, la selección de las palabras es cuidada, se nota cierta envidia, cierto toque de rencor. En este caso, la descripción nos ofrece información acerca de dos personajes que intervienen en la crónica. En El enfermero de los secuestrados, Salcedo Ramos reconstruye el momento en el que William
Pérez tomó cierta notoriedad. La presidencial Ingrid Betancourt le contó gracias a él había podido sobrevivir en imagen que se vio en televisión fue la feliz y confundido, había recuperado después de más de 10 años de secuestro:
excandidata al mundo que la selva. La de un hombre la libertad
Un hombre escuálido emergió de atrás y se paró al lado de ella. Parecía sorprendido. Piel morena, bigote ralo, dientes separados. Tenía un rosario blanco con un cristo colgado en el pecho y una sonrisa tímida que acentuaba su aire de huérfano (Salcedo Ramos, 2011, p. 112). Cuando describe al cantante Diomedes Díaz, en La eterna parranda de Diomedes, Alberto Salcedo Ramos cuenta que desde niño el ídolo popular ya tenía los gestos que lo hicieron célebre, que marcaron una diferencia entre el modelo de cantantes que había antes de él y que determinaría el estilo de muchos cantantes que después trataron de imitarlo: Cantaba a viva voz, sin micrófono, utilizando unos gestos ampulosos ajenos al folclor vallenato. Los juglares de aquellas tierras eran campesinos de manos callosas que entonaban sus canciones mientras ejecutaban el acordeón, y nunca acudían a mímicas estrafalarias en sus presentaciones públicas. Podían emborracharse como una cuba pero siempre se mantenían bien puestos en sus sitios: austeros, estrictos, como si la música fuera uno más de sus quehaceres en el monte. El tal Diomedes, en cambio, se excedía en ademanes teatrales: entrecerraba los ojos, ladeaba la cabeza, caminaba de un extremo al otro. Además, se ponía las manos en el pecho con las palmas para arriba y los dedos apuntando hacia el público. Todos esos movimientos estrambóticos le conferían un aire de superioridad que no se compadecía con la imagen de fracasado que Patricia tenía de él. El chico había mejorado, sin duda. Todavía le faltaba el diente, claro, pero ya por lo menos no andaba descalzo: llevaba unas chanclas hechas con neumáticos viejos (Salcedo Ramos, 2011, p. 135).
En las descripciones son fundamentales los adjetivos, la selección que haga el autor de ellos; el tipo de adjetivo escogido dota al texto o a los personajes de una carga simbólica. Al decir que Diomedes usaba gestos “ampulosos”, nos remite a la redundancia, a la falta de compostura que lo aleja de los intérpretes tradicionales. Cuando nos dice que Patricia lo tenía como un fracasado y que sus movimientos “estrambóticos” lo alejaban de esa impresión, nos están planteando unos contrastes que le dan sentido al relato, que nos ayudan a entender cómo fue el personaje antes y la transformación que vivió con el tiempo y, en algunos casos, como el de Diomedes Díaz, con la fama. Son conocidos los excesos de Diomedes, hay historias que lo involucran con mujeres, drogas y alcohol; pero según cuenta Salcedo Ramos era muy diferente en sus inicios: Diomedes se cuidaba porque era un cantante de aspiraciones. Al conservarse sobrio podía seguir vivo para alcanzar la gloria que creía merecer. Al convertirse en un borracho ponía en riesgo esos ideales. Tenía claro que su canto era -como se dice en la jerga campesina de la región- su hacha y su machete. Por tanto, lo protegía como a su propia vida. Tomaba consomé para mantener en calor su garganta, comía panela para aclarar la voz. Esos mimos que se prodigaba evidenciaban, además, el respeto profundo que entonces le inspiraba su oficio. Los amigos que me han oído narrar esta historia coinciden conmigo en que aquel muchacho intachable no anticipaba al personaje disoluto que el país conocería después (Salcedo Ramos, 2011, pp. 170-171). En algunos casos, como en el de Víctor Regino, el protagonista de Retrato de un perdedor, la descripción es contundente, va en la misma línea del título y lo pinta como un personaje decadente, indigno de un combate de boxeo: Regino aparenta más de cuarenta años. Su piel cobriza, normalmente templada como un tambor, acusa los trastornos causados por la dieta
estricta del último mes: se ve marchita, vaciada. Tiene una catadura de huérfano que quizá se debe a sus ojeras profundas. Uno pensaría que consiguió su ropa entre los restos de un naufragio: la camisa demasiado ancha, los zapatos con las puntas dobladas hacia arriba. Hasta su bigote largo y desgreñado, que contrasta con sus mejillas escurridas, parece heredado de un difunto mucho más grande que él (Salcedo Ramos, 2011, p. 184). En cambio, la descripción de Bernardo Caraballo, protagonista de Caraballo, campeón sin corona es la de un artista, de un bailarín que brindaba espectáculo con su estilo, con su vestimenta y con todo lo que movía a su alrededor. Un hombre que no fue campeón, pero que quedó en la memoria de la gente: El día de la pelea subía al ring vestido de la manera más extravagante. Usaba pantalonetas de lentejuelas y zapatillas de combinaciones inverosímiles, como vinotinto con naranja y verde biche con azul eléctrico. A menudo lucía una boina de cuero de babilla con un sapo vivo encima. Además se ponía seis batas, de las cuales se iba despojando en el centro del cuadrilátero (Salcedo Ramos, 2011, p. 211). Cuando describe a Chivolito, El Bufón de los velorios, se concentra en los gestos que acompañan su espectáculo y que se alejan de todas las quejas que lanza cuando no está contando chistes, quejas de su salud, de su mala suerte en el amor y en la vida en general, que lo obliga a trabajar hasta el día en que se muera: Esta noche Chivolito luce una camisa blanca de lino, un pantalón caqui y unos mocasines blancos. La cachucha, en la que más tarde recogerá el dinero, es verde. El hombre tiene una voz chillona que taladra los oídos y una variadísima colección de ademanes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se tira al piso, se alborota el pelo, saca un peine, se acicala con la raya en la mitad, hace la mímica de un borracho, aplaude, se arrodilla. Parece un muñeco de
cuerda manipulado por un titiritero delirante (Salcedo Ramos, 2011, p. 222). En ocasiones, la descripción se plantea con el contraste. En Enemigos de sangre se presenta la historia de dos hermanos que terminan en bandos diferentes del conflicto. Ambos tuvieron desde siempre comportamientos distintos: José Atilano nació el 14 de enero de 1975. Desde pequeño ha sido callado y tranquilo, dice. Los amigos de infancia le rogaban para que saliera a divertirse con ellos, pero él prefería quedarse encerrado en el cuarto todo el día, distrayéndose con varias tapitas de gaseosa. Solitario, taciturno. Solo asistió durante dos años a la escuela primaria. Allí jamás se metió en líos. Era tan medido que se negaba a jugar futbol en la clase de educación física, con el argumento de que se le podían dañar los zapatos y eso perjudicaría a sus padres, que eran muy pobres. En cambio Edinson, nacido el 19 de marzo de 1987, fue malgeniado y problemático desde chiquito. Cuando apenas era un bebé, armaba unas pataletas memorables cada vez que sentía hambre y no tenía a la mano su biberón. Se chupaba los brazos hasta llenárselos de moretones, berreaba como si lo estuvieran torturando. En primero elemental le enterró un lápiz en la barriga a un compañero que se burló de él. En tercero, su último año en la Escuela 20 de Julio, descalabró con una piedra a un chico apodado Curramba, que le había escondido una regleta. A diferencia de José Atilano, era indolente: extraviaba los bolígrafos, destruía los cuadernos. Lo cierto es que ninguno de los dos se interesó en el estudio (Salcedo Ramos, 2011, p. 274). La contundencia de las descripciones es mayor cuando tiene poca información; en Cita a ciegas con la muerte apenas hay un cuerpo tirado en el piso y unos pocos documentos. No obstante, la mirada del cronista interpreta y permite tener una visión más amplia del personaje:
Pablo Emilio Arenas Lancheros. Su cédula de ciudadanía -la número 79.455.248- informa que nació en el pueblo de Facatativá, el 13 de marzo de 1968. Yace sobre un pozo de sangre, a doscientos noventa y dos centímetros de distancia de un poste de energía. Un poco más allá está la billetera -esculcada- al lado de un reguero de papeles teñidos de escarlata. Hay, entre otras cosas, un comprobante de vacunación contra la fiebre amarilla, una agenda telefónica de bolsillo, tres estampitas del Divino Niño, un carné de la empresa promotora de salud y una hoja volante que ofrece los servicios de un mariachi. También está la factura del teléfono celular número 313-8480438, adquirido recientemente. Pero el aparato no se ve por ninguna parte. El muerto luce mocasines negros embetunados cuidadosamente, pantalón gris planchado de manera impecable y chaqueta azul cerrada hasta el cuello. Todo en él, desde su ropa barata pero pulcra hasta sus documentos personales en regla, sugiere que era un ciudadano esmerado que sobrellevaba la pobreza con dignidad (Salcedo Ramos, 2011, p. 317). La descripción de los hombres que son personajes en los textos de La eterna parranda es puntual, enfocada en las características más destacadas, en los rasgos que los definen. En cambio, la descripción de las mujeres es más cuidada, con una mirada que se queda más tiempo enfocada. A diferencia de Emiliano Zuleta, un mujeriego consumado y contador de historias al que no le gusta que lo interrumpan, su esposa Ana Olivella es retraída y reservada, como se muestra en El
testamento del viejo Mile:
Ana Olivella es una mujer tímida que responde con frases estrictas a lo que se le pregunta. Si no se le pregunta nada, puede permanecer callada durante horas. A veces, cuando sus ojos se tropiezan con los del visitante, esboza una sonrisa que evidentemente le cuesta trabajo, y en seguida desaparece de la escena de la misma manera en que ha aparecido: caminando con sigilo, casi en puntillas, como queriendo
volverse leve para que sus pisadas no llamen la atención (Salcedo Ramos, 2011, p. 40). Una de las mujeres que más marcó la vida y la carrera musical de Emiliano Zuleta fue Carmen Díaz, inspiradora de muchas de sus canciones; para describirla Salcedo Ramos trata de que el lector se enamore de ella o, por lo menos, que se sienta atraído a través de la manera en que la describe: Cuando Zuleta volvió a la casa donde se encontraba Carmen Díaz, eran las diez de la mañana. No necesitó que se la presentaran para conocerla. Estaba sola en la sala, sentada en una mecedora de mimbre, pelando plátanos con un cuchillo basto. Tenía el cabello recogido en un moño de gasa morada y llevaba un traje cerrado de negro desde los pies hasta el cuello. Más allá de su indumentaria severa, que insinuaba un luto más antiguo que ella misma, la mujer se gastaba una estampa de faraona que invitaba a besarle los pies. “Es una hembraza”, pensó Zuleta (Salcedo Ramos, 2011, pp. 65-66). El mismo Emiliano Zuleta Baquero, en El testamento del viejo Mile, conoce a otra mujer con la que no tiene ni siquiera que hablar para saber que se va a producir un romance: […] en cuanto apareció en el recinto una mujer de pelo negro y ojos almendrados que portaba un tarro humeante con aroma de eucalipto. Venía vestida con una túnica de cañamazo y traía unas sandalias de cordobán. Tras cruzar dos miradas con ella, Zuleta comprendió que el romance no iba a necesitar de mayores preámbulos, porque ya estaba madurito. Era, concluyó en el instante, una mujer que le habían guardado: no más tenía que reclamarla (Salcedo Ramos, 2011, p. 62). En algunos casos, las mujeres no se destacan por su belleza física, sino por su tenacidad; es el caso de Carmen Medina, la madre de El enfermero de los secuestrados, quien se convierte en un personaje central de la historia gracias a su fe inquebrantable:
[…] me contó que mientras Tito -así le ha llamado siempre- estuvo cautivo, ella se comunicó espiritualmente con él a través de las comidas. Cuando preparaba una de sus especialidades -chivo guisado, sancocho de pescado-, lo hacía motivada por la exótica idea de que si ella se esmeraba en la cocina a su hijo no le iba a faltar un buen bocado. Por las tardes, al ofrecer la cena, invariablemente ponía un plato de más en la mesa […] Aquella era siempre su hora más crítica -y cuando cuenta este pasaje el rostro se le inunda de lágrimas- sufría con la idea de que el pobre Tito estuviera pasando hambre […] se sentía culpable: ¿cómo era posible que ella fuera a embucharse tamaño plato, cuando ignoraba si Tito, el hijo de sus entrañas, el temblor de su corazón, se había llevado a la boca siquiera un mendrugo de pan? […] A veces se levantaba de la cama por las madrugadas y se paraba tras la ventana que da a la calle, porque creía que la actitud de espera era indispensable para provocar el pronto regreso de su hijo. En otras ocasiones despertaba azorada en mitad de la noche, con la idea pavorosa de que William se encontraba en ese momento tratando de subir una loma y las piernas no le respondían. Entonces se masajeaba las rodillas, convencida de que con su gesto se fortalecerían las rodillas de William […] Cuando le ardían los ojos, se echaba colirio para que a William se le curara la conjuntivitis. Cuando se le resecaba la garganta, tomaba agua para que a William se le quitara la sed. En el colmo de su desesperación de madre, llegó al extremo más delirante de la superstición: supuso que William estaba fundido a ella y, por tanto, cualquier cosa que a ella le afectara, también le afectaría a él. Entonces procuró tranquilizarse para que él se tranquilizara (Salcedo Ramos, 2011, pp. 9899). En ocasiones, la descripción no es de los personajes sino de situaciones; para evidenciar la pobreza de la
familia de Diomedes Díaz, en La eterna parranda de Diomedes se vale de un detalle revelador “–Son tan pobres –le dijo una tía suya– que a veces demoran hasta dos días seguidos sin cocinar y el fogón frío se les inunda de lagartijas” (Salcedo Ramos, 2011, p.133). Para describir la crudeza del conflicto armado recurre a una escena en El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas “Mi marido –dijo Édita Garrido– esta mañana ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos llenas de pellejo podrido” (Salcedo Ramos, 2011, p.304). Acerca de la descripción de los personajes también se consultó la opinión del autor, mediante la entrevista que se realizó en varias sesiones: Busco que el lector vea a los personajes a través de mis palabras. No utilizo la descripción a la manera de una fotografía que nos permitirá reconocer al personaje en caso de que asesine a alguien, sino procurando captar algunos de sus rasgos esenciales. Me temo que al hacer esto soy bastante subjetivo. Martín Vivaldi dice que la crónica no es la cámara fotográfica que reproduce un paisaje, sino el pincel del pintor que interpreta la naturaleza. Todo el mundo tiene ojos, nariz y boca, así que si uno decide describir esas partes es porque ha encontrado en ellas algo especial que define al personaje, o influye en lo que a él le sucede. Como mínimo, yo espero que una descripción vaya más allá de lo que todo el mundo ve. García Márquez define el rostro de Cortázar con una pincelada magistral: “tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo”. Este mismo criterio vale para las descripciones relacionadas con los espacios. La descripción por la descripción misma no me interesa: tiene que aportarle algo especial a la historia (Salcedo, 2013, entrevista).
La mirada del cronista. El método de Alberto Salcedo Ramos. Sello Editorial Universidad de Medellín. 2017. Págs. 45-52.
POEMAS SUFÍES Por: Muhyidin Ibn Al-´Arabi (1165-1240) PRÓLOGO Por: Frithjof Schuon (1907-1998)
Los seis poemas que siguen están extraídos del libro titulado Intérprete de los deseos (Tarjuman alashwaq), escrito y comentado por el Shaykh al akbar Muhyiddin in al-´Arabi durante su segunda peregrinación a La Meca, en el año 611 H. (1214). Por su forma, estos poemas participan del simbolismo del amor, como el Cantar de los Cantares. Los poemas que damos aquí están traducidos del texto árabe; en cuanto a los comentarios, las circunstancias no nos han
dejado tiempo para buscar su texto original y hemos tenido que limitarnos a traducir en francés el comentario inglés de Nicholson, que no es sino un resumen de los comentarios originales. Las partes vertidas del árabe se han traducido lo más fielmente posible; por lo que respecta a las partes traducidas del inglés, no siempre hemos seguido su forma literal, cuya terminología es a veces impropia, y hemos añadido numerosas notas, de las que somos los únicos responsables. Las explicaciones de los comentarios nos han obligado a ceñirnos al texto árabe en la mayor medida posible. El simbolismo de estos poemas, que depende a menudo de palabras que una traducción literaria habría sustituido por giros más habituales, es lo que más nos importa y lo que nos ha decidido a traducir estos extractos del Intérprete de los deseos. Los presentamos sin ninguna pretensión de estilo; si lo hubiéramos hecho de otro modo habríamos tenido que dejar de lado los comentarios, que, precisamente, contienen lo esencial. Por consiguiente, no hay que asombrarse por la forma a veces poco coherente de estos versos, que, más que desarrollar una serie de ideas, las explican a través de un mosaico de imágenes dispersas. Este es, por lo demás, un rasgo característico de los textos semíticos, en particular, también, del Cantar de los Cantares e incluso del Corán. Esta falta de sentido arquitectónico en la composición proviene sin duda, en cierta medida, del hecho de que los semitas que aquí nos interesan siguieron siendo de mentalidad profundamente nómada. En cuanto a las alusiones que se hacen en estos poemas a una muchacha, se refieren, en su sentido exterior, a Nizam bint Makin ad-Din, llamada Aybn ash-Shams wa´l-Baha, a la que Muhyiddin ibn-al-´Arabi conoció durante su primer viaje a La Meca, en el año 598 H. Muhyiddin tenía entonces treinta y ocho años. Esta joven, cuyo padre era el sufí Makin ad-Din abu Shuja bin Rustam bin Abi ar-Raja al-Isbahani, era muy bella e inteligente; llevaba una vida ascética e incluso hizo predicaciones. Como los otros sufíes de este grupo, que Muhyiddin conoció en esa ocasión, Makin y su hija eran descendientes de emigrados persas de los primeros tiempos del Islam.
Trece años más tarde, Muhyiddin volvió a La meca y compuso entonces, al visitar los lugares santos, el libro de poemas del que damos aquí algunos extractos. Basta conocer la mentalidad oriental para comprender que el simbolismo del amor no puede perjudicar a la pura espiritualidad del texto, como tampoco, inversamente, esta espiritualidad no se opone a la realidad descriptiva y poética de los versos.
III (1) 1. Ella dijo: “Me asombra un amante que, engreído por sus méritos, camina lleno de orgullo entre las flores en un jardín”. 2. Y yo dije: “No te asombres por lo que ves, pues te has contemplado a ti misma en el espejo del hombre”. Comentario 1. “Las flores”: son las cosas creadas. “Un jardín”: la estación sintética (al-maquam al-jam´a), es decir, su esencia. ´Usba al-Gulam tenía la costumbre de pasearse orgullosamente. A alguien que se lo reprochaba, le dijo: “¿Por qué no iba a hacerlo, si Él se ha convertido en mi Señor y yo me he convertido en Su siervo?”. Cuando un hombre se identifica con Allah en el sentido de “yo soy Su oído y Su vista”, esta estación justifica la atribución, respecto a él, de todo lo que se atribuye a Allah. 2. Él dijo: “Soy como un espejo para ti, y tú te contemplas a ti misma, no a mí, en estas cualidades de las que estoy revestido; pero las contemplas en mi naturaleza humana, que ha recibido esta investidura”. Esto es la visión de Allah en las cosas creadas, visión que es más elevada, a decir de algunos, que la visión de las cosas creadas en Allah. 1. Poema X del original.
V (1) 1. Una conversación que hemos tenido entre Al-Haditha (2) y Al-Karkh me recuerda el tiempo de la juventud y de su floración. 2. Digo en mi alma: al cabo de cincuenta años me he vuelto, a fuerza de largas meditaciones, igual que un joven pájaro. 3. Ella (la conversación) me recuerda la vecindad de Sal´ y de Hajir y me trae el recuerdo del tiempo de la juventud y de su floración. 4. Y la conducción de los camellos por las colinas y en los valles, y mi fuego (producido) por (el frotamiento de) al-´afar y al-markh (3).l
1. Poema XXXIII del original. 2. En árabe: Hadith lana bayna al-hadhithat wa´l-karkh. 3. Son los árboles cuya madera sirve para producir el fuego.
Comentario 1-3. Dice: “Nuestra invocación (dhikr), que expresa la Revelación divina, me recuerda el tiempo de la peregrinación a la estación en la que los velos fueron desgarrados y retirados de mí por actos de devoción, que produjeron estados espirituales y aspiraciones de los que no fui consciente; y este dhikr me hace regresar de mi estado presente de actividad al estado sin velo y, sin que sea consciente de la inconsciencia, al estado anterior de actividad en el que estaba velado”. 4. “Mi fuego por al-´afar y al-markh”: las cosas engendradas por causas veladas y secundarias, con las que la realidad está doblemente encubierta.
Traducidos y anotados por FRITHJOF SCHUON Versión castellana de ESTEVE SERRA
Poemas sufíes. Palma de Mallorca. José J. de Olañeta, Editor. 2003. Págs. 9-14, 45-47, 67-68.
OSTIANTO Por: Louis-René Des FORETS (1918-2000)
… comme une langue en peine de parole jeta
le bruit de sa voiz au-dehors DANTE
Infierno, Canto XXVI (1)
El gris plata de la mañana, la arquitectura de los árboles perdidos en el enjambre de sus hojas. El recorrido triunfal.
del
sol,
su
apogeo,
su
declinación
La furia de las tempestades, la lluvia cálida que salta de piedra en piedra y perfuma las praderas.
La risa de los niños que se revuelcan sobre los almiares o que jugaban al caer la tarde alrededor de una vela sosteniendo durante mucho tiempo la palma de la mano sobre la llama. Las crepitaciones nocturnas del miedo. El gusto por las moras recogidas en el monte bajo donde nos escondemos y que se funden como agua oscura en las dos comisuras de la boca. La voz ronca del océano ahogado por la altura de las murallas. Las penetrantes caricias que deleitan infancia sin hacer mella en su candor.
nuestra
El rigor monástico, las agotadoras ceremonias que las bocas moldeadas en vocablos latinos envuelven en la exultación de las liturgias para celebrar las tremendas ausencias del maestro soberano. Esos juegos intensos que pasan por inocentes donde los cuerpos se enciman en el polvo con un placer perturbador. Las pruebas del joven orgullo que se estremece ante el insulto y las burlas. El hermoso verano que deja a los animales como inmovilizados y al adolescente como un vagabundo adormecido sobre la piedra. La piadosa mentira filial a aquella cuyo corazón sólo vive de inquietudes. El pesado vino de la melancolía, el primer estallido de dolor; la astilla del arrepentimiento. Las fiestas íntimas de una amistad apasionada por el mismo lenguaje, la caminata uno al lado del otro en el sendero de los estanques donde cada uno suspende sus pasos ante los rumores amorosos de los pájaros. La guerra simulada en las cavernas y la nieve de Lorena. El desastre público ratificado por la ignorancia, el envilecimiento, las aberraciones del espíritu, las discordias, todos los decretos y espoliaciones que preparan los grandes trabajos de la muerte.
La espera del alba, la ebriedad de tener miedo, los riesgos corridos en los claros que había que franquear con una zancada jadeante. La muchacha colgada de la campana como un escaramujo en el chorreo de su vestido de novia, el fuego azul claro de sus plumas. El grito maravillado de los nacimientos. La dichosa turbulencia de la cría de pájaros que se despierta y se abandona al vértigo todavía insólito de su lengua. El rayo mortífero, La niña tan bella acostada en el calor blanco. El tiempo que los alejó de allí cruelmente sin dejar de estrujar el sufrimiento. Las noches de sueño difícil, la palabra perdida, su depósito amargo. Las páginas ardientes en manojos como quien se despoja de un traje impuro. El codo con codo apretado en el abandono al sueño de una renovación que aboliría las distancias. Todo lo que no puede decirse sino por medio del silencio, y la música, esa música de los violines y de las voces que vienen de tan alto que olvidamos que no son eternas. Está lo que nadie vio ni conoció salvo aquel que busca en el tormento de las palabras por traducir el secreto que su memoria le rehúsa. Pero cuando todo ya está dicho, ¿es necesario recurrir a la antigua vida, reinventar su asombroso teatro, con sus gritos, sus salvajes heridas, sus locuras y sus lágrimas, si es para que allí aparezca solamente esta única sombra absolutamente ocupada por la inquietud de la muerte en inscribir su nombre en un montón de deshechos sin uso? ¡Antiguallas, antiguallas! Incendien el decorado, reduzcan ese decorado a cenizas, pisoteen esa ceniza con la misma indiferencia que el suelo que no es más que un osario
donde el ruido de nuestros pasos suena tan hueco como los huesos de los muertos. - ¡Pero todo eso no es más que fantasmagoría! ¿Hay
que quemar todo! - No toque nada. El tiempo se encargará.
* ¿Exactamente qué es lo que le pisa los talones? Nada, pero esa nada es todopoderosa. * Como un malvado encordado a un tronco, amordazado por un fular, alegremente sometido a las pruebas de la ley azarosa. * Ya no puede tender la mano a los otros, pero a veces contempla la mano de su vecino para encontrar un apoyo. * La facultad que adquirió de desenmascarar a los maestros y que, sabiéndolo, pierden la paciencia. El más astuto sostiene su mirada para limar sus aristas. * Feliz vuelco por el cual lo que no ocurrió se reconoce a distancia como un producto inocente de la memoria. * ¿Es un sueño que la indolencia activa del sueño a provisto de colores más francos, más perturbadores a la vez y menos perecederos que los de una realidad que se volvió oscura y de la cual no hubiera servido para nada remover las cenizas si ellas están frías? De toda esa materia adormecida no subsiste más que una parte ínfima pasada por el tamiz de una lengua que se busca y busca volverse dueña de esta materia,
que modela, teje según una ley que el azar impone, o a que veces incluso suscita partir de nada allí donde está su función, y su vanidad, de restituir la vida a lo ya que no tenía como dispensarla a lo que nunca habría tenido vida sin ella. Tan vacío de razón de ser como la necesidad que lo encadena, este sueño cuya repetición es el principio no se vuelve consistente sino en la medida en que se elabora y se mantiene fuera de una preocupación puntillosa de veracidad a la cual someterse equivaldría paradójicamente a enmascararse, ahora bien es necesario descubrirse en el doble sentido del término, sin perjuicio de no aparecer más que para desaparecer lo más rápido posible, como un actor al que le desagradaría mucho sostener por largo tiempo su papel y para el cual todas las luces de la escena son un sitio de perdición, y los momentos en que el ser se revela en su desnudez son tan raros como fugitivos y la penumbra, más que la claridad a la que se expone imprudentemente, su lugar de origen y de elección. * Londres, su verde elegancia. En la Tate, el sol fija un blando ojo amarillo sobre el tráfico fluvial. Plátanos y pinos despliegan su ramaje geométrico en el circo azul de las colinas. Marchas y contramarchas en la gran colmena brumosa donde acuerda su paso con el de los empleados de banco con rostros lampiños, miradas sin curiosidad y sin agresividad, moldeados en sus vestimentas sobrias y de buen corte, suavizadas por el uso, el paraguas sostenido en una mano como un ramo, y él, andrajoso, con su abrigo gastado y sus pantalones muy cortos de pequeño paisano tosco. Abordado en el camino, perseguido y amenazado por la voz de falsete de un vendedor de biblias con sombrero chistera y macferlán anacrónicos, pisando a grandes zancadas los cascotes y el cagafierro de los astilleros vacíos por la pausa del mediodía, frecuentando los cafetines con olor de parrillada y de cerveza alterada, caminando a lo largo de los almacenes marítimos cercados con rejas altas, circunscritos por la horca de las grúas, donde se agrupan como catafalcos los productos de gaviotas,
arañadas por sus picos, con el nombre de cada firma inscrito con mayúsculas bermellón en la plantilla. Sentado sobre un rodillo de cáñamo, con las rodillas pegadas al mentón, contemplando el gran chorro jaspeado de los enjuagatorios, humeantes de rumores y de pez donde los cargueros navegan con todo su vientre, saltan con una gracia elástica y soberbia, hieren el oído con el pitido de su sirena mientras se cruzan como grandes peces que se ignoran. Callejuelas, callejones sin salida y patios traseros de ladrillos leprosos teñidos del rojo oscuro de las manufacturas que se vuelven naranja cuando se encienden los faroles puestos en fila como frascos de farmacia. Squares elegantes de Kessington con fachadas de teatro reforzadas con puertas barnizadas donde rutila el cobre de las aldabas. Frío rocío pluvial sobe el pasto recién cortado, estallidos de risa en la bruma donde van pegándose con las gorras los últimos escolares que hacen diabluras antes de volver al calor de la casa para la velada invernal de las cinco de la tarde, perlas de rocío en los costados repujados de la tetera cuyo aroma hirviente se huele como un vino. Inglaterra, gran isla excéntrica, lugar de instancia y de recurso contra los malos vientos del continente, tierra tenaz y roborativa muy suya y más que la patria latina donde arde de fatuidad un viejo gallo sobre sus espolones. 1. No nos parece que carezca de sentido que el autor haya por esta traducción de los versos 89-90 del citado Canto, que se encuentra en Dante, OEuvres completes, traducción de André Pézard, Gallimard (Bibliotheque de la Pléiade”, París, 1965, p. 1048, y por eso la mantenemos en francés. El original italiano dice: “come fosse la lingua che parlasse/gitto voce di fuori”, que J. E. Sanguinetti tradujo al español: “como haría una lengua que hablara,/lanzó afuera la voz”. La versión adoptada por Louis-René des Forets pone el acento en el hecho de que la lengua de Ulises –que es quien está a punto de hablar, estando privada de habla (“la langue en peine de parole”: con graves dificultades para hablar, impedida de hablar, castigada sin habla), sin embargo, “lanza hacia fuera el ruido de su voz”. [N. de T.] Traducción de HUGO SAVINO
Ostinato. Barcelona. Arena Libros. 2014. Pรกgs. 11-13, 29, 32, 33, 34, 35, 37, 49-50.
HOMENAJE A GUSTAVE COURBET A LOS DOSCIENTOS AÑOS DE SU NACIMIENTO (1819-2019) COURBET EN BROOKLYN Por: Robert Hughes (1938-2012)
Gustave Courbet ha sido considerado, durante la mayor parte de este siglo, como el patriarca del ideal de la vanguardia –un hombre que encarna a su tiempo y se opone a él, que trabaja desafiando al “represivo” gusto burgués; en resumen, un héroe. Hijo de campesinos, vivió como un socialista; sus pinturas no se pudieron exhibir en Francia por razones políticas, y murió en el exilio, en Suiza, aplastado financieramente por una multa impuesta por el gobierno francés de más de trescientos millones de francos –el coste de volver a levantar la columna Vendóme, el símbolo imperial de cuyo derribo, durante la Comuna de París de 1871, se había acusado injustamente a Courbet.
¡Todo eso y, por si fuera poco, un pintor irreductible (aunque desigual) grandeza! No es de extrañar que Courbet se haya convertido en uno de los titanes de la nostalgia radical. No hay artista político vivo que no sueñe con tener el verbo inflamado de Courbet –un anhelo frustrado por la oscuridad del discurso
artístico del reciente arte moderno, y neutralizado por el ascenso de los mass media. “Courbet reconsiderado”, la muestra de pinturas y dibujos organizada por Sara Faunce y Linda Nochlin en el Brooklyn Museum no es, no podía haber sido una exposición “completa”. Pero es el primer intento, en casi treinta años, de un museo norteamericano de mostrar entero a Courbet. A diferencia de la exhibición “Courbet en París” en 1977, deja fuera varias de sus pinturas más ambiciosas, con las que plantó el argumento realista en la cultura del segundo imperio: Entierro en Ornans, El encuentro, Las bañistas –con su “Venus Hotentote” como la llamó uno de los muchos críticos hostiles, aquel desnudo que chapotea y que se convirtió en el escándalo del Salón de 1853-, y, desde luego, la obra maestra cuyo significado ha hecho correr ríos de tinta, la “alegoría real” de Courbet, El estudio del artista.
Estas obras ya no pueden ser trasladadas. Sin ellas, ¿puede haber una retrospectiva de Courbet que tenga sentido? La respuesta es un enfático sí. El carácter de Courbet pintor es rico, sin duda pródigo, y se distribuye a través de su trabajo, sin limitarse únicamente a sus pinturas más famosas; y, en cualquier caso, los conservadores de museos han conseguido otros trabajos no menos importantes de los museos franceses, como su gran imagen del amor lesbiano, El sueño, y las Señoritas a orillas del Sena (Verano)
Cada aspecto de su trabajo se expone aquí concienzudamente: paisajes, retratos, pinturas de animales, comentarios sociales, erotismo. Y de ellos surge Courbet, más vívido y con más intensidad, como jamás lo ha hecho, al menos que se recuerde, en los Estados Unidos: un hombre terrenal, combativo, ambicioso, narcisista, enloquecido por las mujeres, convencido de su propia misión histórica y de su agónica postura como enemigo de lo institucionalizado, inmerso en la política hasta el punto de su tan caricaturizada barba asiria, un genio protestón con mucho de que quejase. Courbet pensaba que era el pintor de su tiempo como algunos artistas lo creen de sí mismos en la actualidad. Pero, a diferencia de éstos, él lo era o al menos se puede sostener de forma verosímil que
podía haberlo sido. Su egotismo todavía irrita. ¿A qué escuela pertenecía? “Soy Courbetista, eso es todo. Mi pintura es la única verdadera. Soy el primero y único pintor del siglo; los demás son estudiantes o bobos… He hecho mi propia síntesis. Me río de todos y cada uno de ellos, y no me molestan las opiniones más que el agua que corre por debajo del Pont Neuf. Sobre todo, hago lo que debo hacer. Se me acusa de vanidoso. Desde luego, soy el hombre más orgulloso sobre la faz de la tierra.” Sin un ego del tamaño de un acorazado, Courbet no hubiera podido sobrevivir a los ataques de los críticos de su tiempo, aunque probablemente entonces tampoco hubiera pintado las imágenes que tanto los provocaban. ¿Qué era el realismo para sus enemigos? Ateísmo, socialismo, materialismo, grosería: la negación de todo control de la decencia. Una audiencia que chocheaba ante los pastores rococó (como los sensibles verdes de hoy babean a la vista de los miserables del período azul de Picasso) tenía unos problemas insuperables con Los picapedreros de Courbet, o con el friso de rostros gastados y trajes de lana negra en el Entierro en Ornans, Pintaba, dijo alguien, como quien se lustra las botas. No sólo se le veía como un peligroso socialista, sino como un profanador del Ideal, un bucólico rufián del Franco Condado que con sus zuecos de madera pisoteaba la tradición clásica, y muchas cosas por el estilo.
Lo que podemos ver ahora –y especialmente en el Brooklyn Museum- es un Courbet un tanto diferente, un pintor inmerso en el arte popular, como en las images d´Épinal, y en las tradiciones de su medio (Caravaggio, Le Nains, Corot), para reflejarlos con persistencia a través de sus propias preferencias; inventivo, sí, pero no al estilo de quememos-elLouvre. Era un empírico (aunque con sus momentos sentimentales), para quien el sentido del tacto precedía al de la vista. Lo que la vibración de la luz era para Monet, la fuerza de la gravedad lo era para Courbet. Es la ley física que se insinúa a sí misma en casi todas sus imágenes, confirmando su materialidad y recalcando la materia esencial del sujeto –el pesado cuerpo del mundo-. Sus muchachas despeinadas en las riberas del Sena, en la pintura que desencadenó un torrente de imágenes semejantes entre los impresionistas, veinte años más tarde, están
firmemente asentadas en la tierra, la languidez de sus miembros y sus rostros hinchados evidencian la pesadez del sueño. Sus rosas trenzadas son inusitadamente carnosas; sus manzanas rojas y golpeadas –aquí no hay objetos perfectos para el deseo oral- son sólidas como la piedra. Pintaba los cabellos, especialmente las espesas y rizadas trenzadas de Jo Heffernan, la amante irlandesa de Whistler, como si estuviera acariciándolas con los dedos.
Esta predisposición le convirtió en un gran pintor del desnudo, aunque sin duda (como Linda Nochlin sostiene en el catálogo) falocrático. Esto se claramente en El sueño, la pintura a tamaño real de
dos lesbianas abrazadas en la cama –la pelirroja es Jo, la belle irlandaise- que pintó por encargo para un lujurioso diplomático turco llamado Khalil Bey. Este cuadro demuestra la imposibilidad de distinguir a veces “pornografía” y “arte”. Resulta innecesario decir que El sueño tiene muy poca relación con la percepción lesbiana del sexo; es una escena de serrallo, una representación exclusivamente para ojos masculinos. Pero, a pesar de la vulgaridad de las flores y las perlas que quieren representar el lujo, y el rosa crema de los cuerpos, de sombras oliváceas y sostenidos dentro de la complicidad maquinaria de la pose, es un notable logro pictórico. La sorpresa de la muestra es el Origen del mundo, hecho por Courbet también para Khalil Bey, y que es, con mucho, la imagen más “transgresora” en la pintura del siglo XIX. Dada por desaparecida desde hacía mucho tiempo, apareció –de una manera muy apropiada- en la colección del psicoanalista Jacques Lacan. Se trata de una visión frontal del pubis femenino, pintado con gran entusiasmo; se podría decir que es el clímax simbólico de una serie de oscuras cavernas que Courbet pintó en su campiña nativa, La fuente del Loue.
La objetividad del trabajo de Courbet supone un profundo y sensual amor por todo aquello que pintaba. Algunas veces sus retratos de pájaros y animales muertos –por ejemplo la brillante Muchacha con gaviotas- se nutre de los prototipos del siglo XVIII, tal y como hacía Oudry, pero su acuciante realidad surge de la pasión de Courbet por la caza. Cuando pintaba una trucha boqueando sobre la tierra, podía poner más muerte en su esbelto cuerpo plateado quela que muchos de sus contemporáneos conseguían dar a toda una escena de batalla; por añadidura, utilizaba la “diagonal heroica”, asociada al arte clásico, con los guerreros agonizantes.
En esa muerte pueden verse los prolétpicos indicios del arte que vendrá. El rostro de su hermana menor Juliette, con su mohín coqueto y sus grandes ojos que miran de reojo desde una cara con forma de corazón, se convertiría en una de las ninfas de Balthus. Las crestas y salientes de pizarra en los valles de su tierra natal, cubierto con un color verde oscuro y rodeados por altos acantilados de sombras, tienen una solidez que emularía el joven Cézanne, junto con la pastosa –casi argamasa- pintura que evoca sus superficies. Sus olas, coronadas de una espuma marmórea, tan íntimamente unida a ellas como lo está la carne a la grasa, reaparecen al otro lado del Atlántico, en las marinas de Winslow Homer en Prout´s Neck, Maine. Picasso pintaría distintas versiones de las muchachas dormidas en las riberas del Sena. De hecho, Courbet siempre fue un pintor de pintores, porque el alcance de sus apetitos enseñaba a los demás a no tener miedo de su propia “vulgaridad”. Su carrera nos recuerda que los artistas, grandes o idiotas, tienen algo en común: ambos carecen de vergüenza.
Traducción de ALBERTO COSCARELLI
A
toda
crítica.
Ensayos
sobre
arte
y
artistas.
Barcelona. Editorial Anagrama. 1997. Págs. 118-122.
ÉRASE… Por: Louis Zukofski (1904-1978)
Hacia un tiempo hermoso a mediados de agosto cuando me desperté ansioso por escribir la historia que no me había dejado descansar en toda la noche. Había prometido a mi mujer no trasnochar demasiado y no forzarme la vista, pero no lo había cumplido. Por eso me alegré de haberme levantado antes que ella para decirle que no estaba cansado. Los pájaros, con su canto, se me habían anticipado: pájaros madrugadores que, según un oscuro cómico, cazan gusanos. Mientras escuchaba, abstraído delante de la cortina de la ventana, que pocas horas antes filtraba tan sólo el aliento cálido de la canícula, un descenso de la
temperatura hizo entrar cierta brisa, como si viniera de un estanque que se llena con torrentes de aire. Vivíamos entonces enfrente del parque y no lejos del zoo. El río se deslizaba desde lo alto de la región y pasaba junto a nuestra casa, rompiéndose en una cascada que veíamos desde las ventanas. Aquella mañana la cascada era aún más abundante con la lluvia de la víspera y llegaba hasta lo más alto de las piedras que formaban las orillas del río, bajo el viaducto, que era el cruce de nuestra calle. Podía oír el rugido de los leones ya hambrientos de su desayuno. Gracias al director del parque, recientemente había transformado en paisaje los terrenos del zoo, los animales se paseaban o descansaban como si estuvieran en su marco natural, atrayendo así a miles de visitantes que antes de esta novedad habían perdido el interés de verlos en jaulas. Los leones estaban colocados, con apariencias de libertad, en construcciones de tierra, que pretendían representar las llanuras africanas, aunque estaban rodeadas por zanjas profundas, imposibles de atravesar –y de esta suerte, nuestro piso estaba protegido por los ruidos naturales de África-. A un cuarto de milla no siempre los oíamos, pero esa mañana el viento nos traía los rugidos. El parque al otro lado de la calle, el sol temprano y la sombra matinal entre los añejos y esbeltos árboles, me tentaban a descender antes del desayuno. Pronto visitantes y excursionistas subirían en manadas por nuestra calle. No nos gustaba mirarlos desde nuestras ventanas cuando no podíamos salir los domingos por la tarde. Había demasiada gente en el parque para qué pudiésemos pasear… Pero, si conseguíamos salir de casa hacia las ocho de la mañana, aún nos quedaba la posibilidad de disfrutarlo unas dos horas antes del mediodía. La parte más cercana a nosotros era un bosque donde pocos estorbaban la entrada. Como dije, deseaba escribir, pero no sobre el papel. El parque casi nunca me resultaba propicio para
escribir sobre el papel, ni siquiera en otoño o en invierno, cuando nadie pasea por allí, especialmente si escribía prosa. Esta vez se trataba de la frase inicial de la última parte de cierta historia en la que había estado trabajando durante meses: una frase que muchas veces se separa del papel. El hilo de la narración y el interés del personaje no ayudan fácilmente a la mano del escritor para construir semejante frase. Pues, si bien los personajes deben llevar las cosas a su propio paso, el escritor no puede retener, en un momento del relato, la frase que los juzga. Aspira a que no se interponga en su camino ni en el de los personajes que le han permitido escribir. La dificultad consiste en juzgar sin que parezca que se está ahí, con una intención en las palabras, de modo que parezcan causales y formando parte del relato mismo, excepto, en todo caso, para una época futura. La frase me dejó sin dormir toda la noche. Cuando me sucede estoy no soy capaz de continuar el resto del relato y retroceder luego hasta la frase difícil. Acaso no le ocurra a nadie más, pero, cuando me encuentro en un momento tan avanzado de la obra, el relato existe para mí en cada palabra, y si no es así no puedo seguir adelante. Parece evidente que lo normal se pararse en lo peor del agobio, en el momento en que las palabras de una frase insoluble, escritas arriba y abajo y borradas, vienen a unirse a las indecisiones que vuelven vacíos a personajes y situaciones. Noto que me falta el sentimiento de que debo vivir a lo largo del relato, y me da la impresión de que simplemente estoy mirando el reloj. Se trataba de un relato de nuestra época. Y un autor no intenta ahondar en el valor de su propia época, sino rastrear en ella su propia idea. Yo no quería destruir mi fórmula señalando lugares y fechas conocidos en los cuarenta años que he vivido – acontecimientos que resultan familiares para la mayor parte de nosotros y para algunos más que para mí… Deseaba que nuestra época constituyese el relato, pero del mismo modo que lo es el recuerdo de un paraje por el que se ha pasado alguna vez y que vive siempre en
la memoria: visto de nuevo como a través de un estereoscopio que combina las diferentes visiones un poco más allá, en el interior de un sólido que desafía el tacto. Estaba diciendo algo que había tenido una secuencia, similar al hecho de tomar aliento, y que la ocultaba porque ese hecho se produce sin que señalemos su antes y su después. Tras haberme torturado casi toda la noche para expresar precisamente eso en una sola frase de mi relato, esperaba que la libertad del verdor, del sol y del aire del bosque, facilitaran mi tarea. Mi mujer dormía todavía. Tenía la costumbre de preparar nuestro desayuno. Me molestaba privarle del aislamiento que hallaba en ello, ya que le hacía feliz y además –según aseguraba- no le cansaba para el resto del día. Aquella mañana decidí correr el riesgo de disgustarle y hacer yo el desayuno para que pudiéramos bajar temprano y darme la posibilidad de volver a mi relato. No bien había preparado el café cuando ya estaba ella allí, haciéndose cargo del trabajo, sin pronunciar una palabra, y realizándolo más veloz que yo mismo con toda mi prisa. No me preguntó a qué hora me había acostado, y se lo agradecí. Deseoso de volver a mis cuartillas, empecé a ocuparme de poner en orden en la casa. De ningún modo podríamos salir dejándola en el obligado desorden de la inquieta noche pasada, aunque no pensáramos regresa en muchos días. Pues siempre, de vuelta a casa –y mi mujer compartía esta costumbre mía- nos gustaba encontrarla ordenada, para evitar así que nuestra atención se distrajera de lo que en ese momento nos preocupase. Desempolvé los estantes de la librería y la mesa de arce rústico, y la mesita de la misma madera sobre la que colgaba un gran paisaje, pintando por un íntimo amigo nuestro de otra ciudad. Ahora estaba trabajando para la “Defensa” –cuando tuvo tiempo, embelleció nuestras paredes- y si hubiera venido a pasar el domingo con nosotros, yo habría abandonado con gusto la frase que seguía en mi cabeza. Regué las plantas;
luego cubrí la cama con el estampado de algodón blanco recamado a mano de azul, que representaba escenas americanas de una batalla naval, indios, palmeras, mulas y elefantes. Con todos mis conocimientos de historia, nunca he sido capaz de comprender la razón por la que los elefantes aparecen en escenas dignas de crédito que describen la historia de San Agustín de Florida. Aunque seguía pensando en mi historia, lamentaba como siempre que el hecho de escribir dejara, en general, poco tiempo para tratar de hallar respuesta a las cosas que nos son lejanas. Me sorprendí diciendo en voz alta la frase: - Fuisteis buenos conmigo. Traducción: AURORA CAMPOS y JUAN ANTONIO MATESANZ
Obras maestras del relato breve. Barcelona. Editorial OcĂŠano. 2006. PĂĄgs. 259-261.