Marcel Mariën (1920-1993)
TEATRO/INTEATRO Nro 46 Coordinador: Óscar Jairo González Hernández Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín Medellín. Febrero / 2021
“LA CANTANTE CALVA” VEINTE AÑOS DESPUÉS Por: Eugene Ionesco (1909-1994)
Escribí La cantante calva inmediatamente después de la guerra. Aún no tenía título, se llamaba “Antipieza”, que he conservado como subtítulo. Debía ser, en efecto, la negación de una pieza. Me entregaba entonces por completo a escribir una tesis de doctorado en letras sobre los temas del pecado y de la muerte en la poesía francesa, que no he terminado jamás. Quizá porque me di cuenta de que estaba desde luego Villon, estaba desde luego Baudelaire, esta en rigor Verlaine, y muy pocos más; pero Rimbaud rechazaba el pecado original y la mayoría de los poetas franceses eran insensibles a él. Yo había ensayado ya escribir para el teatro, hacía mucho tiempo, pero no había hecho nada que me saliera verdaderamente bien. En realidad, la
crítica y la estética literaria era lo que más me preocupaba. Había olvidado que mis primeras tentativas del juventud eran teatrales. No me gustaba el teatro, o creía que no me gustaba. Todavía hoy me inspira desconfianza. Me hubiera gustado mucho un teatro litúrgico, ceremonial, pero sólo encontraba convención, sobre todo la convención del teatro de bulevar. Por eso mi primera pieza, la que se representa actualmente en el teatro de la Huchette con La lección, La cantante calva, era una parodia del teatro de bulevar. Pero no quería ser solamente eso. Mi propósito era vaciar el contenido de las palabras, designificar el lenguaje, es decir abolirlo. Al escribir la pieza que se llama hoy La cantante calva (antipieza), espectáculo que parece extraño y cómico al público, tenía en verdad náusea. Había tratado de encontrar los clisés más trasnochados, había tratado de expresar la ausencia ontológica, el vacío, había tratado, en suma, de expresar lo inexpresable. ¡Qué increíble! En realidad, el resultado fue un ejercicio de estilo puro, sin contenido, sin ideología. Los Exercises de style (Ejercicios de estilo) de Raymond Queneau, que descubrí después de haber escrito mi pieza, iban en su mismo sentido. De alguna manera, me sentí confirmado. Yo había presentado mi manuscrito a Pierre-Aimé Touchard, por entonces administrador de la Comedia Francesa, a otros más, y también a Bernard Grasset que me “aseguró que eso no subiría a escena”. Contando Francia y el extranjero, hubo, desde 1950, decenas de millares de representaciones de esta pieza. Yo tenía una amiga, Monique Lovinesco, que conocía a Nicolás Bataille. Éste había formado una compañía de jóvenes y, con la dirección delos Autant-Lara padres, animadores del movimiento Arte y Acción, tan célebre entre las dos guerras, y de Akakia Viala, había llevado al teatro Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud, y los Ensayos de Montaigne. Monique le hizo leer mi pieza a Nicolás, que decidió representarla.
Ese texto era una obra dramática: sin acción, sí, sin intriga, sí, sin personajes, pero con un lenguaje que hacía las veces de personas, movimiento, ritmos. La pieza tenía una armazón, estructuras abstractas, una progresión. Como lo había visto en las obras dramáticas que había leído y enseñado, el texto estaba dividido en escenas numeradas, las salidas y las entradas estaban señaladas, yo indicaba cómo el héroe de la pieza debía sentarse (el bombero, por ejemplo, decía que no iba a sentarse mientras se sentaba, que no se sacaría el casco mientras se lo sacaba, etc.), y así por el estilo. A Nicolás Bataille no le costó demasiado la decoración, porque estaba implicada en el texto. N. Bataille era hábil, preciso, inventivo, ingenioso. Daba su aliento, su ritmo personal a la pieza: eso es lo que se le pide a un buen director de teatro. Era una falsa pieza de teatro, una pieza negativa, construida como una verdadera pieza, así como hay huecorrelieves. Sin embargo, por razones de facilidad, Nicolás consideró que había que suprimir las dos últimas escenas propuestas, una de las cuales, a mi juicio, era representable: encuadrado por sus personajes, al final, el autor tenía que avanzar hacia el público e insultarlo. (Nicolás Bataille suprimió también una “anécdota” absurda dicha por el señor Smith y que yo he puesto en la edición.) En una representación reciente de La cantante, Daniel Benoit pensó, en un momento dado, restablecer el epílogo con el insulto a los espectadores. Se confunde, hoy, puesta en escena e interpretación. Es en la interpretación general de la pieza que Nicolás tuvo dificultades. Al principio, quería salpicarla de bromas. Un poco como Daniel Benoit. Todos inventábamos bromas: Nicolás, yo, los actores. Después Bataille tuvo sus dudas. Akakia Viala vino, le aconsejó representar la pieza seriamente, como un drama. Es así como fue creada en 1950, y ésa fue una de las mejores “interpretaciones” de la pieza. Hoy, La cantante calva se representa de una manera menos ajustada. La pieza está escrita por el público. Los actores saben en qué momentos, ante qué réplicas, el público
va a reaccionar, y eso los dirige a pesar de sí mismos, los condiciona. En 1950, la pieza fue representada seis semanas ante salas vacías, en el teatro des Noctambules, donde Pierre Leurisse acogió el espectáculo. En agosto, en seis semanas, escribí mi segunda pieza, La lección, que Marcel Cuvelier llevó a escena en febrero de 1951. Para poder hacerlo, Marcel vendió su mobiliario. Y yo, para tratar los problemas del lenguaje y del sentido, que me preocupaban desde siempre, había encontrado el instrumento del teatro.
L´Express Magazine 9 – 15 de enero de 1978 Traducción JOSÉ BIANCO
El
hombre cuestionado. Buenos Editores. 1981. Págs. 221-224. LOS TRASVESTIDOS (FRAGMENTO)
EN
LA
Por: Yan Kott (1914-2001)
OBRA
Aires. DE
Emecé
SHAKESPEARE
Los Sonetos de Shakespeare han sido considerados en múltiples ocasiones como una pieza de referencia para un estudio biográfico; pero yo creo que no excesivamente interesante saber si Shakespeare era homosexual o bisexual; por otra parte no es posible interpretar las obras literarias de una forma tan ingenua. Sin embargo cabe hallar en los Sonetos o en su gran prólogo las estructuras fundamentales de sus obras del primer período. Los Sonetos constituyen una especie de tragicomedia o incluso un drama pasional con tres personajes: un hombre, un adolescente y una doncella; y en el espacio de 154 secuencias se examinan todas las relaciones posibles entre hombre, doncella y adolescente. Hay un círculo vicioso más o menos paralelo al que encontramos en el teatro de Sartre, fundamentalmente en Huit-Clos. En los Sonetos de Shakespeare afloran los temas más importantes de todo su teatro y, en cualquier caso, los relacionados con Eros; descubrimos, bajo otros aspectos, los temas de las comedias que acabamos de citar: el primer tema es el de la imposibilidad de
realizar una elección decisiva y definitiva entre el adolescente y la doncella; por ello el héroe de los Sonetos alude a un ideal de belleza que es claramente el ideal del efebo, en sentido griego de la palabra, es decir, del joven afeminado. Los textos de los Sonetos son a este respecto significativos. Y no debemos olvidar que de estos amores, el amor del hombre por el adolescente y el amor del hombre por la doncella, uno es malo y el otro honesto. Hay un ángel y un diablo, pero, en esta concepción del amor, el diablo es siempre la mujer y el ángel el muchacho; el amo entre hombre y adolescente es un amor ideal que se asemeja mucho al ideal expresado por los neoplatónicos como Pico de la Mirandola o Marsilio Ficino en la época de Lorenzo el Magnífico. De hecho en los Sonetos de Shakespeare es fácil percibir la ideología de lo que se llama el Eros socrático y que tan explícitamente han desarrollado los neoplatónicos. En la época de Lorenzo el Magnífico existen en Florencia profundos paralelismos entre las costumbres, el ideal de belleza, el modelo del desnudo masculino, la filosofía y la metafísica. Lo que mejor conocemos son evidentemente costumbres. Sabemos muy bien que Florencia fue considerada por aquel entonces como una capital de la sodomía, que Boticelli, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel han sido acusados muchas veces de practicar la homosexualidad, lo que, por otra parte, no tiene demasiado interés. Lo importante es saber que en esta filosofía neoplatónica el cuerpo humano ha sido considerado como la imagen del mundo, la imagen del cosmos. La figura humana ha sido la base de toda alegoría, es decir, de toda representación simbólica de Dios y de los valores; las virtudes, los vicios, los dioses, las naciones, todo era representado a través del cuerpo humano. Pero esto no es todo. De acuerdo con cierta filosofía matemática y estética las proporciones del cuerpo son las mismas del cosmos; es la teoría del número de oro. El hombre ha sido creado a imagen de Dios y su cuerpo refleja a Dios. El cuerpo de los jóvenes era el más próximo a la imagen de Dios, de acuerdo con la filosofía de aquella época. Dios es, por esencia, andrógino; Adán, el primer hombre, ha sido en un principio andrógino. El cuerpo del adolescente conserva todavía restos de la unión de los dos sexos. Marsilio Ficino ha escrito: “El amor apasionado por la belleza física y moral de las
personas humanas es un signo que permite reconocer a la familia de Platón”. Lo importante e interesante es que en esta época se forma un cierto ideal de belleza o, más exactamente, de desnudo. Florencia se convierte en capital del desnudo. El fenómeno surgió del taller de Verrochio cuando se pretendió representar a unos ángeles sin sexo, más bien ambiguos o hermafroditas; el modelo fue el desnudo de un adolescente afeminado, el efebo se convirtió en modelo del ángel. Esto es fácilmente observable en las estatuas de los tres David de Florencia; el de Donatello, el de Verrochio y el de Miguel Ángel. Esta última estatua es totalmente afeminada; David tiene la cabeza inclinada hacia atrás, mientras que la pierna parece ejecutar el movimiento de un salto; si se contempla este David de perfil o por la espalda parece que nos hallamos ante la estatua de una doncella; esta ambivalencia del sexo resulta aún más evidente en todos los putti e ignudi de la Sixtina donde es muy difícil afirmar si el artista pretendía representar el cuerpo de un muchacho o el de una doncella. Esta ambigüedad resulta más patente todavía en la obra de Leonardo. Sabemos muy bien que los historiadores de la pintura han señalado la gran semejanza de los rostros de su san Juan, de una santa Ana, de su Leda y de su Baco. Leonardo estaba fascinado por esta idea de lo andrógino que reúne en sí el encanto, la belleza, la ambigüedad y el enigma de ambos sexos. Esta ambivalencia de sexo aparecía ya en las obras de Boticelli y de Signorelli así como en las estatuas de Miguel Ángel (1).
Una verdadera mística de lo andrógino se manifestó frecuentemente a finales del Renacimiento, en la época que los historiadores de la pintura suelen calificar de manierista; época que significa la transición del Renacimiento al Barroco. Lo andrógino, según las divagaciones filosóficas y místicas de la época, a medio camino entre la especulación y la alquimia, simboliza la totalidad de los posibles, la coincidencia de los opuestos; coincidentia oppositorum; es el ideal de la belleza, el sueño y el encanto del paraíso perdido, de la armonía perdida que hay que recuperar. Es preciso, por otra parte, hacer una distinción entre el concepto del hermafrodita y el de andrógino; el hermafrodita traduce la ambivalencia del sexo a un nivel fisiológico. Los antiguos, que tenían dioses hermafroditas, en la práctica rechazaban e incluso mataban a los niños hermafroditas. El andrógino, por el contrario, representaba no al ser fisiológicamente bisexual, sino la idea metafórica de la conjunción de sexos, la realidad ritual, tal como la describe Mircea Eliade. A finales del siglo XVI y en el XVII, principalmente en Italia, todos los mitos antiguos y sobre todo el mito de Dionisos así como la tradición de los misterios orfeicos y de las saturnales se renuevan; hallamos de nuevo con un significado muy ambiguo e impreciso el mito del Fénix, el mito de Narciso y el del andrógino en tanto que coincidentia oppositorum. El Banquete es la biblia de esta corriente neoplatónica y, dentro del Banquete, el capítulo en que uno de los invitados cuenta que antes había hombres que eran dobles, que se componían de dos intestinos, cuatro piernas, cuatro brazos, dos cabezas y dos sexos. Voy a citar un breve fragmento del Banquete: Estos seres se volvieron contra Dios y Zeus decidió cortarlos, es decir, hacer dos mitades de estos seres más completos… Cada uno de nosotros es, por lo tanto, una mitad del hombre que ha sido separada de su todo, de la misma forma que se corta un pescado en dos; cada mitad busca siempre la otra; los hombres que provienen de la separación de estos seres compuestos, a los que llamaban andróginos, aman a las mujeres; la mayor parte de los hombres adúlteros pertenecen a esta especie, a la que también pertenecen a esta especie, a la que también pertenecen las mujeres que aman a los hombres y practican el adulterio. Pero las mujeres que provienen de la separación de las mujeres primitivas no constituyen una gran tentación para los hombres y se sienten más bien inclinadas hacia otras mujeres; a esta especie pertenecen las tríbadas. Y, del mismo modo, los hombres que
provienen de la separación de los hombres primitivos buscan el sexo masculino; mientras que son jóvenes aman a los hombres; les causa placer yacer con ellos y estar en sus brazos y son, entre los niños y los adolescentes los mejores, porque son los más masculinos por naturaleza.
Este es el texto magistral y las referencias a este texto son claras en los Sonetos de Shakespeare. Veamos los últimos versos del soneto XXXIV: And thoat thou teachest how to make twain. By praising him here who doth hence remain!
O bien Shakespeare conocía directamente el Banquete de Platón, o bien, lo que parece más probable, se hablaba de él en la sociedad aristocrática de Southampton, a la que había sido trasplantada toda la filosofía neoplatónica. Así en la Inglaterra isabelina y en el círculo aristocrático en el que se movía Shakespeare hallamos más o menos la misma situación, el mismo ideal, las mismas costumbres que en la Florencia de los Médicis. Marlowe alardeaba de ser homosexual y decía que los más estúpidos de los Hombres son los que no gustan del tabaco ni de los muchachos. En Eduardo II hace la apología de una mascarada y de un travestido general; hay también en esta obra la evocación de algo parecido a una “orgía” general, en la que hay incluso voyeurs. Es uno de los documentos más interesantes sobre las costumbres y la moralidad de la época. 1. A. Chastel, en su obra principal Arte et humanisme a Florence, París, 1959, ha escrito sobre el Eros socrático las páginas hasta ahora más válidas. Traducción de R. DE LA IGLESIA
Literatura y sociedad. Problemas de metodología en sociología de la literatura. Madrid. Ediciones Martínez Roca. 1969. Págs. 194-198.
UNA VÍA PARA INSUBORDINACIÓN (FRAGMENTOS)
Por: Henri Michaux (1899-1984)
II EL ADVERSARIO INTERNO SE EXTERIORIZACIÓN) (FRAGMENTO)
EXPRESA
(OTRA
Hay otros demonios, otras posesiones. Ya nada puede ahora parecer lúdico, ameno. Esta vez la malevolencia es evidente. El atacado lo es de verdad, a fondo, de forma encarnizada, rencorosa, y sin disimular su inquina, su intolerancia. Se trata ahora de un doble de adulto, un verdadero doble, total, rabiosamente insurrecto. La diana es ahora una maltratada, perseguida.
persona
determinada,
Aquella exhibición de fuerza en todas las habitaciones y sobre el conjunto del mobiliario ha dejado de producirse. Sólo se manifiesta ahora en lo que se relaciona directamente con la persona atacada, para impedirle dormir, descansar, alimentarse o trabajar. Únicamente los ruidos interminables y violentos se propagan con amplitud, sin limitaciones. … Inopinado, el “fenómeno” se manifiesta con frecuencia en las personas más radicalmente entregadas a la virtud, la purificación, las mortificaciones extremas, los ayunos excesivos, la oración incesante, y sometidas a extenuantes pruebas. Ahí donde se esperaban “ángeles”, acampan demonios. El doble que no podía soportar ya más esta vida de penalidades, va a impedir a su vez que la personalidad dominante disfrute de una vida llevadera y disponga de un mínimo indispensable de tranquilidad y reposo. Los ejemplos son abundantes. La conducta del doble, llamado demonio, es tan excesiva e inadecuada –se diría- que exige que nos detengamos en ella (si hasta ahora no se le ha prestado suficiente atención es porque los intérpretes religiosos, ocupados en la edificación de las almas, pretendían ante todo mostrar una vida guiada por “la mano de Dios”, que dirigiría a la vez al fiel y al demonio, obrando bajo Su consentimiento) (…) IV (FRAGMENTO) La revelación del demonio es instantánea, tajante, parte la vida en dos: un antes y un después. Poco importa saber qué tipo de existencia real posee exactamente. Así, resulta insoportable. Estará presente en las grandes ocasiones… y en las grandes debilidades. “Él” saca partido. Su aparición propiamente dicha puede darse luego, pero no es indispensable. El mando por parte del otro (percibido como perseguidor o no) se impone entonces como un hecho.
Es en los estados de lucha interior y conmoción extrema, cuando la conciencia vacilante no acaba de saber de qué parte está, o va a estar, y siente que tendrá que prescindir del “yo” conductor, cuando habrá de vérselas con "él”. Los dibujos de los locos dejan huellas, sobre las que no cabe llamarse a engaño, huellas del rostro aterrador, insoportable, que soportaron junto a otras penalidades confusas, arrastrados por otras líneas de distorsión. Porque estos rostros infrahumanos de origen humano aparecen en un estado de trituración, como una especie de amasijo, en medio de trozos de una suprema impudicia. Quien, en momentos extraordinarios y calamitosos, en verdad “desquiciantes”, haya visto, haya experimentado la irrupción de la presencia aborrecible absoluta, que se instala de golpe, sin apelación posible, sabrá de qué modo, una vez superado su estado natural, puede llegar a cobrar una forma de viva. Tras lo que no era sino confusión y discordancia se instala de pronto en una presencia intensa, de un odio inconcebible contra todo equilibrio, contra todo lo que con sosiego se emprendió o buscaba y, sobre todo, contra todo ideal o regla, contra toda tendencia al perfeccionamiento (o a la perfección) Un odio absoluto, una suerte de concentrado que va más allá de cualquier odio particular e imaginable, que los excede a todos, enemigo nato de toda concordancia, o armonía, un odio al que es imposible hacer frente, pues es Ideal de mal, pero sobre todo es un odio contra toda aspiración elevada, de grandeza, valentía o paz, que inmediatamente resultan risibles. Y el semblante que lo expresa de golpe, de forma cabal, lo tenemos delante, sardónico, sin poder asirlo de modo alguno. Traduce específicamente el ideal de perversidad propio de cada uno, y secreto. Un odio inolvidable. No hay palabra tan veraz ni tan fuerte como la de los santos y, en especial, las santas, que fueron “anonadadas” a la vista del rostro demoníaco. La expresión no es demasiado fuerte. Ninguna expresión lo será bastante. Hubieran preferido, decían, ser arrojadas a las llamas.
Si ya es así para los infieles en apuros, ¿cómo será para un creyente y para un santo el espíritu de destrucción? Los mediocres son los únicos que no tienen la menor posibilidad de encontrárselo. Pueden estar tranquilos. Esta presencia insoportable del maligno supremo es la auténtica prueba de fuego. El santo, perseguidor y sacrificador de su otro yo, de sus otras preferencias, de sus otras tendencias (las tendencias comunes), ve mejor que nadie a su opuesto, ¡y qué opuesto! ¡y qué oposición! Luciferación: otra iluminación extraordinaria. Suplicio de suplicios. Las posesiones acompañan a las religiones en cantidad de países, donde una va ligada a la otra.
Traducción de ALEX GIBERT y JORDI TERRÉ Prólogo de JAVIER CALVO
Una vía para la insubordinación. Barcelona. Alpha Decay. 2015. Págs. 47-48.
EL CUIDADO DE SÍ Por: Michel Foucault (1926-1984)
2. Hay que comprender que esa aplicación a uno mismo no requiere simplemente una actitud general, una atención difusa. El término epimeleia no designa simplemente una preocupación, sino todo un conjunto de ocupaciones; es de epimeleia de lo que se habla para designar las actividades del amo de casa (1), las tareas del príncipe que vela por sus súbditos (2), los cuidados que deben dedicarse a un enfermo o a un herido (3), o también los deberes que se consagran a los dioses o a los muertos (4). Respecto de uno mismo, igualmente, la epimeleia implica un trabajo. Para ello se necesita tiempo. Y es uno de los grandes problemas de ese cultivo de sí el de fijar, en la jornada o en la vida, la parte que más conviene dedicarle. Se recurre a muchas fórmulas diversas. Se puede, por la noche o por la mañana, reservar algunos momentos al recogimiento, al examen de lo que tiene uno que hacer, a la memorización de ciertos principios útiles, al examen de la jornada
transcurrida; el examen matinal y vesperal de los pitagóricos vuelve a encontrarse con contenidos diferentes sin duda, entre los estoicos; Séneca (5), Epicteto (6), Marco Aurelio (7) hacen referencia a estos momentos que deben dedicarse a volverse sobre uno mismo. Se puede también interrumpir de vez en cuando las actividades ordinarias y hacer uno de esos retiros que Musonio, entre tantos otros recomendaba vivamente (8): permiten estar a solas con uno mismo, recoger el propio pasado, colocar ante la vista el conjunto de la vida transcurrida, familiarizarse, por la lectura, con los preceptos y los ejemplos de que deseamos inspirarnos, y volver a encontrar, gracias a una vida despojada, los principios esenciales de una conducta racional. Es posible también, en la mitad o al término de nuestra carrera, descargarnos de sus diversas actividades y, aprovechando esa declinación de la edad en que los deseos están apaciguados, dedicarnos enteramente, como Séneca en el trabajo filosófico, o Espurrina en la calma de una existencia agradable (9), a la posesión de nosotros mismos. Ese tiempo no está vacío: está poblado de ejercicios, de tareas prácticas, de actividades diversas. Ocuparse de uno mismo no es una sinecura. Están los cuidados del cuerpo, los regímenes de salud, os ejercicios físicos sin exceso, la satisfacción tan mesurada como sea posible de las necesidades. Están las meditaciones, las lecturas, las notas que se toman de libros o de las conversaciones escuchadas, y que se releen más tarde, las rememoración de las verdades que se sabe ya paro que hay que apropiarse aún mejor. Marco Aurelio da así un ejemplo de “anacoresis en uno mismo”: es un largo trabajo de reactivación de los principios generales, y delos argumentos racionales que persuaden de no dejarse irritar in contra los demás, ni contra los accidentes, ni contra cosas (10). Están también las conversaciones con un confidente, con amigos, con un guía o director, a lo cual se añade la correspondencia en la cual expone uno el estado de su alma, solicita consejos, los da a quien los necesita –cosa que por lo demás constituye un ejercicio benéfico para aquel mismo que se llama el preceptor, pues los reactualiza así para sí mismo-(11): alrededor del cuidado de uno mismo se ha desarrollado toda una actividad de palabra y de escritura donde se enlazan el trabajo sobre uno mismo y la comunicación con el prójimo.
Tocamos aquí uno de los puntos más importantes de esta actividad consagrada a uno mismo: constituye, no un ejercicio de la soledad, sino una verdadera práctica social. Y eso en varios sentidos. A menudo en efecto tomó formas en estructuras más o menos institucionalizadas: así las comunidades neopitagóricas o también aquellos grupos epicúreos sobre cuyas prácticas tenemos alguna información a través de Filodemo: una jerarquía reconocida daba a los más adelantados la tarea de dirigir a los otros (ya fuera individualmente, ya de manera más colectiva); ero existían también ejercicios comunes que permitían, en el cuidado que tomaba uno de sí mismo, recibir la ayuda de los demás: la tarea definida como to di´allelon sozesthai (12). Epicteto por su parte, enseñaba en un marco que se parecía mucho al de una escuela; tenía varias categorías de alumnos: unos sólo estaban de paso, otros se quedaban más tiempo a fin de prepararse para la existencia de ciudadano ordinario o incluso para actividades importantes, y algunos otros, finalmente, destinándose a convertirse en filósofos de profesión, debían formarse en las reglas y prácticas de la dirección de conciencia (13). Se encontraba también –y en Roma en particular, en los médicos aristocráticos- la práctica del consultante privado que servía, en una familia o en un grupo, de consejero de existencia, de inspirador político, de intermediario eventual en una negociación: “había ricos romanos que encontraban útil mantener a un filósofo, y algunos hombres de distinción no encontraban humillante esa posición”; debían dar “consejos morales y ánimo a sus patrones y a sus familias, mientras que éstos sacaban fuerzas de su aprobación” (14). Así Demetrio era el guía de almas de Trasea de Padua, que le hizo participar en la escenificación de su suicidio, para que le ayudara en aquel último momento a dar su existencia su forma más bella y mejor acabada. Por lo demás esas diferentes funciones de profesor, de guía, de consejero y de confidente personal no eran siempre distintas ni mucho menos: en la práctica del cultivo de sí, los papeles eran a menudo intercambiables, y alternativamente podían ser desempeñados por el mismo personaje. Musonio Rufo había sido el consejero político de Rubelio Plauto; en el exilio que siguió a la muerte de este último, atrajo a su alrededor a visitantes y fieles y mantuvo una especie de un segundo exilio bajo Vespasiano,
regresó a Roma, impartió una enseñanza pública y formó parte del círculo de Tito. Pero toda esa aplicación a uno mismo no tenía como único soporte social la existencia de las escuelas, de la enseñanza y de los profesionales de la dirección de almas; encontraba fácilmente su apoyo en todo el haz de las relaciones habituales de parentesco, de amistad o de obligación. Cuando, en el ejercicio de la inquietud de sí, se apela a otra persona en la que se adivina una aptitud para dirigir y aconsejar, se hace uso de un derecho, y es un deber lo que se cumple cuando se prodiga la ayuda a otro, o cuando se reciben con gratitud las lecciones que pueda darnos. El texto de Galeno sobre la curación de las pasiones es significativo desde ese punto de vista: aconseja a quien desee cuidar de sí mismo buscar la ayuda de otro; no recomienda sin embargo un técnico conocido por su competencia y su saber, sino simplemente un hombre de buena reputación cuya intransigente franqueza podamos tener ocasión de experimentar (15). Pero sucede también que el juego entre el cuidado de uno mismo y la ayuda al prójimo se inserte dentro de relaciones preexistentes a las que da una coloración nueva y un calor más grande. La inquietud de sí –o el cuidado que se dedica a la inquietud de los demás deben tener de sí mismos- aparece entonces como una intensificación de las relaciones sociales. Séneca dirige un consuelo a su madre, en el momento en que él mismo está en el exilio, para ayudarla a soportar hoy esa desgracia, y más tarde tal vez mayores infortunios. El Sereno a quien dirige la larga consulta sobre la tranquilidad del alma es un joven pariente de provincia a quien tiene bajo su protección. Su correspondencia con Lucilio profundiza, entre dos hombres que no tiene gran diferencia de edad, una relación preexistente y tiende a hacer poco a poco de esa guía espiritual una experiencia común de la que cada uno puede sacar provecho para sí mismo. En la carta treinta y cuatro Séneca, que puede decir a Lucilio: “Te reivindico, eres mi obra”, añade en seguida: “Exhorto a alguien que ha partido ya rotundamente y que me exhorta a su vez”; y desde la carta siguiente evoca la recompensa de la perfecta amistad en que cada uno de los dos será para el otro el socorro permanente de que se hablará en la carta ciento nueve: “La habilidad del luchador se mantiene mediante el ejercicio de la lucha; un acompañante estimula la
ejecución de los músicos. El sabio necesita del mismo modo sostener el aliento de sus virtudes: así, estimulando él mismo, recibe de otro sabio un estimulante.” (16). La cura de sí aparece pues intrínsecamente ligada a un “servicio de almas” que comprende la posibilidad de un juego de intercambios con el otro y de un sistema de obligaciones recíprocas.
1. Jenofonte, Económica, V. 1. 2. Dión de Prusa, Discursos, III, 55. 3. Plutarco, Regum et imperatorum apophthegmata, 197d. 4. Platón, Leyes, 7171e. 5. Séneca, De ira, III. 6. Epicteto, Conversaciones, II, 21 ss.; III, 10, 1-5. 7. Marco Aurelio, Pensamientos, IV, 3; XII, 19. 8. Musonio Rufo, Fragmentos, 60 (ed. Hense). 9. Plinio, Cartas, III, 1 10. Marco Aurelio, Pensamientos, IV, 3. 11. Cf. Séneca, Cartas a Lucilio, 7, 99 y 109. 12. Filodemo, Peri parresias, frag. 36, p. 17. 13. Sobre los ejercicios de la escuela, cf. B.L Hijmans, Askesis: notes on Epictetus´ educational system, pp. 41-46. 14. F. H. Sandbach, The Stoics, p. 144; cf. también J. H. Liebeschütz, Continuity and change in Roman religión, pp. 112-113. 15. Galeno, Tratado de las pasiones del alma y de sus errores, III, 6-10. 16. Séneca, Cartas a Lucilio, 109, 2. Sobre Séneca, sus relaciones y su actividad de directo, cf. P. Grimal, Séneque ocu la conscience de l´Empire, páginas 393-410. Traducción de TOMÁS SEGOVIA
Historia de la sexualidad 3. La inquietud de sí.
México. Siglo Veintiuno Editores. 1987. Págs. 4953.
LA ENFERMEDAD Y SUS METÁFORAS Por: Susan Sontag (1933-2004)
Para Robert Silvers La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar. No quiero describir aquí como es en realidad emigrar al reino de los enfermos y vivir en él, sino referirme a las fantasías punitivas o sentimentales que se maquinan sobre ese estado: no a una geografía real, sino a los estereotipos del carácter nacional. Mi tema no es la enfermedad físicia en sí, sino el uso que de ella se hace como figura o metáfora. Lo que quiero demostrar es que la enfermedad no es una metáfora, y que el modo más auténtico de encarar la enfermedad –y el modo más sano de estar enfermo- es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metáforico. Sin embargo, es casi imposible residir en el reino de los enfermos sin dejarse influenciar por las siniestras metáforas con que han pintado su paisaje. Aclarar estas metáforas y liberarnos de ellas es la finalidad a la que consagro este trabajo.
La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Barcelona. Random House Mondadori. 2008. Pág. 11.
EL ESPEJO QUE VUELVE Por: Alain Robbe-Grillet (1922-2008)
Me han preguntado en muchas ocasiones por qué hay tanto cristal roto en todas mis películas (y mucho antes de la rotura accidental que acabo de contar aquí) desde Marieband hasta La belle captive. En general, respondo que ese sonido es interesante (es un conjunto de sones cristalinos, pero con un espectro muy largo, cosa que permite a Michel Fano introducir diversas transformaciones con la ayuda de un sintetizador), y también que los pedazos sueltos toman una bonita luz… Pero sé perfectamente que ese tipo de explicaciones nunca es suficiente. Por otra parte, no acabo de ver la relación afectiva entre las imágenes sonoras que he podido producir con un material semejante, constantemente reinvertido en nuevas combinaciones, y ese episodio amargo (mucho más tardío, repito) de
la crónica familiar. Sin embargo, debe existir una relación. Y, desde el punto de vista estructural, ya se encuentra de algún modo establecido: debida al efecto de aproximación que acaba de operarse bajo mi propia pluma. En cuanto a los sentimientos de desesperado amor paternal –incestuoso, huelga decirlo- que me inspiraba Catherine desde nuestro primer encuentro, mi madre se asombraba (se alarmaba, sin duda alguna) de que pudieran ser contemporáneos a la escritura de Le Voyeur, en donde una niña precoz desempeñaba un papel bien distinto. Pero en este caso, por el contrario, es a mí a quien me parece evidente la relación. Esta novela que a ella le parecía horrible sigue estando alumbrada a pesar de todo, desde mi punto de vista, por una ardiente pasión amorosa, ilimitada, exorbitante.
Traducción de JOAQUÍN JORDÁ
El
espejo
que
vuelve.
Barcelona. Anagrama. 1986. Págs. 151-152.
Editorial
UN PEDANTE SOBRE UN POETA Por. Alexandr Blox (1880-1921)
Lermontov no tuvo suerte como escritor: las monografías sobre él y su obra son escasas y todavía no se ha producido su descubrimiento por las generaciones posteriores. Los investigadores siguen observando una actitud de reserva, pues por lo visto sus dientes no son lo suficientemente afilados para este tema. En cuanto al público lector, durante mucho tiempo (y en parte todavía hoy) sólo veía en Lermontov a un individuo bigotudo que prestaba su servicio militar y que era autor de apasionados romances de amor. “El plomo en el pecho y la sed de venganza” (1) fue durante mucho tiempo el lema de la más licenciosa soldadesca, la síntesis del mal gusto de los soldados. Ello tiene sus razones, una de las cuales consiste en que dicho escritor, observado a través de determinado cristal, sólo puede aparecer de esta forma. Sólo la literatura de los últimos años tiende, con muchas de sus corrientes, hacia la fuente de
Lermontov. Se inicia de pronto la admiración impulsiva, febril, muda, emocionada. Los sones de Lermontov reciben ahora la respuesta del alma más nocturna de la literatura rusa: Tiutchev. Bronca conjurada al mismo secreto; marcados ambos por la inmortalidad. Hasta ahora, la literatura consideraba estos sones “tan terribles como el recuerdo de la niñez”, como “los familiares cantos del caos” (2). Ahora se suele exclama cada vez con mayor énfasis “Pushkin y Lermontov”, mientras que antes siempre se decía “si no Lermontov, entonces Pushkin” y a la inversa. Dos palabras mágicas, los nombres propios de la historia y del pueblo ruso, se convierten en estandartes de dos facciones de la literatura rusa e incluso en conceptos clave de la misma enigmática realidad rusa.
Y al tiempo que escuchamos los lemas de los dos bandos hostiles, nos damos cuenta de que el enfrentamiento rebasa el ámbito estrecho de vida y muerte; en realidad nos hallamos ante el enfrentamiento entre orden y desorden, entre cosmos y caos. Harmonía, la legendaria esposa de CosmosCadmo, fundador de Tebas, ha de ingresar ahora en este mundo ya inhóspito y anatemizado. Ahora bien, la harmonía es la imagen y la fórmula del amor en Lermontov.
Lermontov y Pushkin: cuanto menos pronunciemos sus nombres, con mayor fuerza quedará grabado su recuerdo en el alma. Con ellos tenemos dos ejemplos de la enigmática vida rusa y las posibilidades de
la literatura en Rusia. Dostoyevsky nos habló de Pushkin, y sus enmudecidas palabras reposan en el fondo de nuestra memoria. Para Lermontov apenas tenemos todavía palabras, entre él y nosotros se extiende el silencio y la perplejidad. En esta situación existen dos caminos para acercarnos a ´le: el camino de la crítica creadora, utilizado por Mereshkovsky, y el camino de la despiadada desmembración anatómica, método empleado por los cirujanos. En el momento de la intervención, éstos única y exclusivamente están autorizados a pensar en el cuerpo que les ha sido confiado. La desmembración es el procedimiento utilizado por todos los análisis literarios. Se autodenomina procedimiento histórico-literario, y consiste en la meticulosa observación de los menores detalles, en un laborioso trabajo que constituiría un delito contra lo vivo si no fuese por el hecho de que precisamente él consigue poner al descubierto la verdad del objeto, por superficial que parezca a primera vista. El investigador que aplica este método, se cierra a todas las perspectivas de lo bello, pues únicamente se siente atraído por los hechos, el esqueleto, que tarde o temprano habrá de ser cubierto por la carne y la sangre. Muy semejante es la “sucia” labor del albañil que ha de colocar las piedras de lo que más tarde será un palacio real o tesoro del arte popular. Para el estudio de Lermontov no existe suficiente material. Su biografía es paupérrima en detalles. Ante este estado de cosas tan solo resta profundizar en el mismo. Pero su personalidad todavía resulta oscura, lejana y sospechosa. Uno dese la más absoluta imparcialidad y las más sabias y hábiles artes adivinatorias, para que sus cenizas puedan conservarse en paz. Cuando se quiere desenterrar un tesoro, hay que desentrañar primero el sentido de la palabra que revela su ubicación; luego hay que medir siete veces, y por último se levanta infaliblemente y de una vez para todas la franja de tierra que cubre el tesoro. El tesoro de Lermontov bien vale unos prolongados esfuerzos. El profesor Kotliarevsky escribe en el prólogo de su obra (N. Kotliarevsky, M. Lermontov: la personalidad del escritor y sus obras, 1905):
“El autor de la presente obra no ha tenido la intención de ofrecer un juicio completo de los escritos de Lermontov. Sólo ha concentrado su atención en idea-guía a la que se subordinan todos los pensamientos del poeta, así como en el sentimiento predominante del cual emanaba su estado de ánimo eternamente melancólico.” (pág. 2). Esto es como una ducha fría para el lector. ¿Puede haberse descubierto realmente la “idea-guía” y el “sentimiento predominante”, si sólo pensar en ellas constituye ya un atrevimiento? El libro se inicia con una larga retahíla de modismos y palabras hueras verdaderamente abrumadores, que, a juzgar por el tono general, pudieran proceder de un profesor de literatura rusa en un instituto de enseñanza media, preferentemente femenino. Uno lee y queda asombrado. ¿Por qué todos estos modismos precisamente en nuestra época, en que todas las llanuras producen colinas y todo se pone en movimiento? ¿Es posible que nuestra época soporte todavía esta clase de muletillas retóricas desprovistas por completo de “chispa divina”? ¡No exige por lo menos la apariencia de un vuelo soberano, de una libertad espiritual y de algo completamente nuevo? A lo largo de más de trescientas páginas, el presente libro no ofrece apenas ninguna frase que invite a la reflexión y que no repita por centésima vez vivencias e ideas de generaciones pasadas. Vivencias e ideas archiconocidas y masticadas hasta tal punto, que incluso han encontrado ya entrada en los libros de texto para la enseñanza media. Y como se sabe, en tales libros de texto sólo encuentra cabida aquello con lo cual está conforme la mayoría y lo que está adaptado a la comprensión de dicha mayoría. La parte biográfica de la obra enjuiciada nos ofrece más, y en ocasiones mucho menos de los que dicen las más escuetas notas biográficas incluidas en las obras completas. La parte más amplia del estudio está dedicada al análisis de la creación literaria. Y he aquí que los que más “sorprende” al señor Kotliarevsky de las primeras obras de Lermontov, es “la discrepancia entre la invención poética y las circunstancias de su vida” (pág. 29). Uno opina que esta discrepancia no tiene nada de sorprendente, pues está a la vista la explicación lógica:
Lermontov era poeta. Pero Kltiarevsky tiene sus propias explicaciones: “Temperamento melancólico”, “vida uniforme y cerrada”, “fuerte inclinación a la reflexión” y a la “acentuación de sus propias sensaciones”. En general, Kotliarevsky muestra pocos deseos de creer en las palabras del escritor. Aquejado por sus propias dudas, el profesor escribe que según sus propias confesiones, Lermontov se había enamorado por vez primera a los 10 años (pág. 37). Pero Kotliarevsky llega a un escepticismo total cuando se trata de estudiar las pasiones del poeta. Así, deplora la decisión de Lermontov de “simplificar un poco la tarea de la existencia en vista de sus dificultad”, decisión que se manifiesta cuando el poeta dice que “quiere la felicidad de la existencia en el corazón femenino” (pág. 36). Tales confesiones, como es natural, honran la curiosa sagacidad de un profesor. La inexorabilidad de Kotliarevsky aumenta más y más. Resulta que Lermontov “fue muy poco modesto cuando hablaba de su vocación” (pág. 46); que sus tormentos juveniles “fueron pura invención no vivida”, por lo cual resultan “artificiales” (pág. 47(); que sus primeras obras dramáticas “no ofrecen la suficiente belleza artística para que nosotros las admiremos como monumentos del arte” (pág. 115); que Lermontov “se hubiera ahorrado muchos sufrimientos si se hubiera integrado a tiempo en algún círculo de jóvenes amigos y aficionados a la literatura” (pág. 139), en lugar de frecuentar los círculos mundanos, etc., et. Klotiarevsky incluso llega a echar en cara al poeta las amargas palabras de uno de sus protagonistas: “¡Amigo mío, estás delirando y en aras del romanticismo confieres a tus fantasmagorías una coloración negra!” El profesor prosigue: “y aunque sólo sea en parte, la razón estará de parte nuestra.” El libro está plagado de tales compromisos y restricciones condescendientes. Kotliarevsky está firmemente decidido a no dejarse arrastrar bajo ningún concepto por el objeto de su estudio. Se esfuerza en conservar la tranquilidad y seriedad propias de un investigador. Sin embargo, el propio Lermontov comienza a defenderse de su juez y le contradice con mayor
decisión a medida que éste aporta más citas. El resultado de todo ello es que por una parte tenemos las largas parrafadas del profesor y por otra los versos del poeta. El diálogo no es homogéneo. Suena más bien como si se entremezclara el rumor de los bosques y las palabras de un ventrílocuo. Si damos fe a Kotliarevsky, Lermontov se esforzó durante toda la vida en encontrar una solución a las preguntas que le plante Klotiarevsky, aunque sin éxito alguno. En algunas ocasiones “la vida le enseñó a frenar su fantasía y relacionar la poesía más estrechamente con la realidad” (pág. 100); en ocasiones intento “combatir el egoísmo para poder renacer, pero a pesar de ello recayó siempre de nuevo al nivel de un autor de historias de amor. El género de la intriga amorosa siempre apasionó a Lermontov, cosa que demuestran los numerosos poemas amorosos escritos durante sus últimos años de vida con sinceridad y pasión, y que adquirieron una sorprendente forma artística. Claro que a nosotros no nos interesan estos versos por su valor artístico, sino únicamente por el melancólico estado de ánimo que reflejan.” Sería interesante Kotliarevsky con contradictorios.
saber unos
que quiere argumentos
decir tan
Así que Lermontov no tuvo suerte con sus desarraigadas fantasías sobre la “creación de su sueño”:
Con una mirada llena de fuego azur, Con una sonrisa roja, como del joven día El primer resplandor detrás del bosque (3). Así que no logró solucionar “en un sentido positivo y determinado” ni uno sólo de los problemas “importantes y vivos”. En la página 210 de su libro, el profesor Klotiarevsky escribe una frase que parece como una estrella arrancada del cielo: “la verdad estaba basada en la ininterrumpida intranquilidad espiritual de Lermontov.” Esta declaración hace ya completamente innecesario todo el estudio del profesor. ¿Qué significan al lado de esta frase todas las comparaciones de Onegin con Pechorin (que
todo catedrático de instituto calificaría, a pesar de todo, con un sobresaliente) y las interminables palabrerías sobre la vida rusa, el arte poética y la crítica? Esperemos que las palabrerías del profesor Klotiarevsky constituyan el último epílogo de los tristes días de nuestro sistema escolar aletargado, improductivo y falto de libertad, cuyos frutos estériles están a la vista de todos. 1906 1. El plomo en el pecho y la sed de venganza: del poema La muerte del poeta de Lermontov. 2. Un pedante sobre un poeta, 2. 3. Con una mirada llena de fuego azur…: cita del poema de Lermontov Primero de enero.
Traductora: MICHEL FABER-KAISER
Un pedante sobre un poeta y otros textos. Barcelona. Barral Editores. 1972. Págs. 15-20.
LA AFINIDAD CON EL TEXTO (1) Por: Arnold Schoenberg (1874-1951)
Son relativamente pocas las personas capaces de comprender, en términos puramente musicales, lo que la música expresa. El suponer que una pieza de música de be acumular imágenes de una u otra especie y que si estas faltan la pieza no ha sido entendida o carece de valor, es algo tan extendido como solamente puede serlo lo falso y lo vulgar. Nadie espera tal cosa de cualquier otro arte, sino que se contenta con los efectos de sus elementos; aunque bien es verdad que en las demás artes el tema material, el objeto representado, se ofrece por sí mismo automáticamente mediocre. Puesto que la música, como tal, carece de tema material, hay quienes buscan a través de sus efectos la belleza de la forma exclusivamente, y otros, procedimientos poéticos. Hasta Schopenhauer, que empieza diciendo algo realmente exhaustivo acerca de la esencia de la música en este maravilloso pensamiento: “El compositor revela la esencia íntima del mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje
que su razón no comprende; exactamente igual que una médium hace revelaciones sobre las cosas de las que no tiene ni idea cuando despierta”, hasta él se extravía luego, cuando trata de traducir a nuestra terminología los detalles de ese lenguaje que la razón no comprende. Para él, sin embargo, debe estar claro que en esa traducción a la terminología del lenguaje humano —que es abstracción, reducción a lo reconocible—, lo esencial, el lenguaje del mundo — que quizá haya de permanecer incomprensible y perceptible tan solo— se pierde. Pero aun así, está justificado su proceder, ya que, después de todo, su aspiración como filósofo es la de representar la esencia del mundo, su inconmensurable grandeza, en términos conceptuales que fácilmente vemos que resultan demasiado pobres. Y lo mismo acontece con Wagner, que cuando quería dar al hombre medio una noción indirecta de lo que él, como músico, había experimentado directamente, no dudaba en añadir programas explicativos a las sinfonías de Beethoven. Semejante procedimiento resulta desastroso cuando llega a generalizarse. Porque entonces su significado se malogra en sentido opuesto; trátase de reconocer sucesos y sentimientos en la música, como si allí hubieran de estar forzosamente. Por el contrario, en el caso de Wagner ocurre lo siguiente: la impresión de la “esencia del mundo” recibida a través de la música resulta productiva para él y le estimula para su poética transformación en elementos de otro arte distinto. Pero los sucesos y sentimientos que aparecen en esta transformación no estaban contenidos en la música, sino que son meramente material que utiliza el poeta, porque un modo de expresión tan directo, impoluto y puro, le es negado a la poesía, arte limitado todavía al sujeto-objeto. La facultad de pura percepción es extremadamente rara y solamente la encontramos en hombres de gran capacidad. Esto explica el que los árbitros profesionales se encuentren embarazados ante determinadas dificultades. Que la lectura de nuestras partituras resulte cada vez más penosa; que las relativamente pocas ejecuciones transcurran apresuradamente; que a menudo, aun la persona más sensible y pura, reciba tan solo impresiones fugaces; todo esto hace imposible para el crítico —
que debe informarse y juzgar, pero que generalmente es incapaz de imaginar “viva” la partitura musical— cumplir con su deber con un mínimo grado de honestidad que le haga decidir si ello no habrá de perjudicarle. Absolutamente desamparado, se sitúa ante el efecto puramente musical, y por eso prefiere escribir sobre música que esté de algún modo relacionada con un texto: música programa, canciones, óperas, etc. Y casi podríamos disculpárselo, cuando observamos que los directores operísticos, de los que nos gustaría averiguar algo acerca de la música de la música de una nueva ópera, se dedican a parlotear casi exclusivamente del libreto, del efectismo teatral y de los intérpretes. Por cierto, que desde que los músicos con los que se pueda hablar de música. Sin embargo, Wagner, al que tanto les gusta citar como ejemplo, escribió con profusión sobre asuntos puramente musicales, y estoy seguro de que habría rechazado indiscutiblemente estas consecuencias de sus mal entendido esfuerzos. Por ello, el que un crítico musical escriba de un autor que “su composición no ha hecho justicia al texto del poeta”, no deja de ser otra cosa que una cómoda escapatoria a este dilema. El “ámbito de es te periódico” —que es siempre muy limitado en espacio, precisamente cuando tendrían que aportarse las pruebas necesarias— está siempre dispuesto para ayudar a la carencia de las ideas, y el artista es en realidad declarado culpable “por falta de pruebas”. Pero la prueba frente a tales aseveraciones, si alguna vez se obtiene, sirve más bien como prueba en contrario, puesto que viene a demostrar que alguien quiso hacer música sin saber cómo, y que, en virtud de ello, nada tiene que ver en todo caso el que la música haya sido compuesta por un artista. Y esto es cierto incluso en cuanto a las críticas escritas por un compositor. Aunque sea un buen compositor. Porque cuando está escribiendo las críticas no es tal compositor, no se halla inspirado musicalmente. Si estuviese inspirado no describiría cómo debiera haber sido compuesta la pieza: la compondría él. Esto es lo más rápido y hasta lo más fácil para quien pueda hacerlo, y es lo más conveniente. En realidad, tales juicios provienen de la noción más ingenua, de un esquema convencional, de acuerdo con el cual un determinado nivel dinámico y
progresivo de la música debe corresponder con determinadas circunstancias del poema y discurrir con exacto paralelismo,, u otro aun más profundo, pueda presentarse también cuando exteriormente figuren aparentes efectos contrarios —por ejemplo, que un tierno pensamiento sea expresado mediante un tema rápido y violento, porque la subsiguiente violencia habrá de desarrollarse de manera más sistemática—, completamente aparte de esto, tal esquema ya hay que desecharlo por convencional; porque conduciría a hacer música en un lenguaje que “componga y piense para todos”. Y su utilización por los críticos conduciría a manifestaciones como las de un artículo que leí una vez en alguna parte: “Defectos de declamación en Wagner”, en el cual el autor mostraba cómo hubiera compuesto él determinados pasajes si Wagner se lo hubiese permitido… Hace algunos años quedé profundamente asombrado al descubrir en varias canciones de Schubert que conocía muy bien, que yo no tenía la menor idea de lo que sucedía en los poemas en que estaban basadas. Pero cuando hube leído los poemas saqué la conclusión de que con ello nada había conseguido para aumentar la comprensión de las canciones, ya que no me hicieron cambiar en lo más mínimo mi concepción sobre la interpretación musical. Por el contrario, parecía que, sin conocer el poema, yo había captado el contenido —el contenido real— y quizá de manera aun más profunda que si me hubiera aferrado a la simple superficialidad de los pensamientos expresados por las palabras. Más decisivo para mí que esta experiencia fue el hecho de que, inspirado por el sonido de las primeras palabras del texto, yo había compuesto muchas de mis canciones de un tirón hasta el final, sin preocuparme lo más mínimo por seguir el acontecer poético y sin adaptarme a él siquiera durante el éxtasis de mi labor. Solamente días después pensé en volver la vista atrás para percatarme de lo que había del contenido poético en mi composición. Quedó entonces de manifiesto, para mi asombro, que nunca podía yo hacer mayor justicia al poeta que cuando, guiado por mi primer contacto directo con el sonido del principio, adivinaba todo lo que era obvio que tenía que seguir inevitablemente de acuerdo con aquel tono.
Por tanto, llegó a estar claro para mí que la obra de arte es, como cualquier otro organismo completo, tan homogénea en su composición que en cada pequeño detalle revela su esencia más íntima y verdadera. Al separar cualquier parte del cuerpo humano, siempre brota lo mismo: sangre. Al escuchar un verso de un poema, un compás de una composición, estamos en disposición de comprender el todo. Y de igual manera, una palabra, una mirada, un gesto, el modo de andar, o incluso el color del cabello, son suficientes para revelar la personalidad del ser humano. Y así, yo había comprendido completamente las canciones de Schubert a la vez de sus poemas, solamente por su sonido, y en tal grado de perfección, que difícilmente podría lograrse mediante síntesis y análisis y que desde luego estos no superarían. Sin embargo, tales impresiones suelen dirigirse más tarde hacia el intelecto instándole a que las prepare para su general aplicación, a que las desmenuce y clasifique, a que las calibre y compruebe, a que reduzca a detalles lo que poseemos como un todo. Y hasta la creación artística sigue a menudo esta circunvalación antes de llegar a la concepción real. Cuando Karl Kraus llama al lenguaje la madre del pensamiento, y Wasily Kandinsky y Oskar Kokoschka pintan cuadros cuyo tema objetivo no es apenas más que una excusa para improvisar colores y formas y hacerlos expresarse como solo el músico se ha expresado hasta ahora, son síntomas todos de una gradual expansión del conocimiento acerca de la verdadera naturaleza del arte. Con gran alegría leí el libro de Kandinsky “Sobre lo espiritual en el arte”, en el que se señala el camino para pintar y se hace surgir la esperanza de que aquellos que interrogan acerca del texto, acerca del sujeto material, pronto no harán más preguntas. Por tanto, estará claro lo que ya fue aclarado en otra demostración. Nadie duda de que un poeta que trabaje con material histórico podrá desenvolverse con la mayor libertad, y que un pintor, si todavía quisiera pintar cuadros históricos en la actualidad, no tendría que competir con un profesor de historia. Habremos de establecer lo que la obra de arte intenta ofrecernos, y no lo que meramente su causa intrínseca. Es más, en toda música compuesta sobre poesía, la exactitud en la reproducción de los acontecimientos es tan ajena a la valoración artística como lo es el parecido que
tenga un cuadro con el modelo; después de todo, nadie ha de poder comprobar este parecido dentro de cien años, en tanto que el efecto artístico permanecerá inalterable. Y no es que permanezca porque, como puedan quizá creer los impresionistas, el hombre es real (esto es, el que aparece representado) nos habla, sino porque el que lo hace es el artista; él es quien allí se ha expresado a sí mismo, él es a quien el retrato debe parecerse en un alto grado de realidad. Percibido esto, es también fácil de comprender que la correspondencia externa entre la música y el texto, como se muestra en declamación, tempo y dinámica, tiene muy poco que ver con la correspondencia interna y pertenece a la misma etapa de imitación primitiva de la naturaleza que el copiar de un modelo. Las aparentes divergencias superficiales pueden ser la necesaria consecuencia de un paralelismo en nivel más importante. Por lo tanto, el enjuiciamiento sobre la base del texto es tan seguro como el enjuiciamiento de la albúmina de acuerdo con las características del carbono. 1. “Der Blaue Reiter”, 1912
Introducción de RAMÓN BARCE.
El estilo y la idea. Madrid. Taurus Ediciones. 1963. Págs. 25-31.
EL SIMBOLISMO (FRAGMENTO) Por: Edmund Wilson (1895-1972)
(…) Sin embargo, lo que hizo Poe particularmente aceptable para los franceses fue lo que le distinguía de la mayoría de los demás románticos de países de lengua inglesa: su interés por los asuntos de teoría estética. Los franceses siempre han especulado sobre literatura mucho más que los ingleses; siempre quieren saber lo que hace y por qué lo hacen: su crítica literaria ha actuado como un intérprete y una guía constantes para el resto de su literatura. Y fue en Francia donde la teoría literaria de Poe, a la que nadie parece haber prestado mucha atención en otras partes, por vez primera se estudió y elucidó. De este modo, aunque los efectos y los rasgos del simbolismo eran de una especie algo familiar el hablante inglés, y aunque los simbolistas estaban a veces directamente en deuda con la literatura inglesa, como tal movimiento, y a causa de su origen en Francia, tuvo
una deliberada autoconciencia estética que lo diferencia de todo lo inglés. Uno debe remontarse a Coleridge para encontrar en inglés una figura comparable con el líder simbolista, Stéphane Mallarmé. Paul Valéry dice de Mallarmé que, así como era el mayor poeta francés de su tiempo, pudo también ser uno de los más populares. Pero Mallarmé era un poeta impopular: enseñó inglés como medio de vida, escribió poco y público menos. Y con todo, si bien ridiculizado y denunciado por el público, a quien irritaba su seriedad y obstinación y que estimaba un disparate su poesía, Mallarmé ejerció, desde su pequeño piso de París, donde los jueves daba sus veladas, una influencia curiosamente trascendental sobre los jóvenes escritores – ingleses y franceses juntos- del fin de siglo. Allí, en la sala de estar que era también comedor en un cuarto piso de la rue de Rome, donde el silbido de las locomotoras se introducía por la ventana para mezclarse con la conversación literaria, Mallarmé, con la mirada pensativa y radiante bajo sus largas pestañas y siempre fumando un cigarrillo “para poner algún humo]”, como solía decir, “entre sí mismo y el mundo” hablaría de teoría poética como una “voz suave”, musical e inolvidable”. Había un atmósfera “tranquila y casi religiosa”, dice uno de sus amigos; era de natural “paciente, desdeñoso e imperiosamente suave”. Siempre reflexionaba antes de hablar, y ponía lo que decía en forma de pregunta. Su mujer, sentada al lado, bordaba; la hija atendía a la puerta. Allí fueron Huysmans, Whistler, Degas, Moréas, Laforgue, vielé-Griffin, Paul Valéry, Henri de Régnier, Pierre Louys, Paul Claudel, Remy de Gourmont, André Gide, Oscar Wilde, Arthur Symons, George Morr y W. B. Yeats. Pues Mallarmé era un verdadero santo de la literatura: se había propuesto una tarea casi imposible y la prosiguió sin compromiso ni distracción. Se consagró toda la vida al esfuerzo de hacer con el lenguaje poético algo que nadie había antes emprendido. “Donner un sens plus pur aux mots de la tribu”, había escrito en un soneto a Poe. Como dijo Albert Thibaudet, se comprometió a “un desinteresado experimento en los confines de la poesía, al límite donde otros pulmones hallarían irrespirable el aire”. ¿Cuál era, pues, este más puro sentido que deseaba dar –en su opinión, siguiendo a Poe- a las palabras de la tribu? ¿Qué era, exactamente la naturaleza de
ese experimento en los confines de la poesía que Mallarmé halló tan absorbente y que tantos otros escritores han intentado luego repetir? ¿Qué se propusieron exactamente los simbolistas? Al hablar de Poe llamé la atención sobre la confusión entre las percepciones de los distintos sentidos y sobre las tentativas de aproximar los efectos de la poesía a los de la música. En conexión con esto último, cabría añadir que la influencia de Wagner sobre la poesía simbolista fue tan importante como la de cualquier poeta: en la época en que la música romántica se había aproximado al máximo a la literatura, ésta fue atraída por la música. Hablé también, en conexión con Gérard de Nerval, de la confusión entre lo imaginario y lo real, entre nuestras sensaciones y quimeras, de un lado, y lo que realmente hacemos y vemos, del otro. El simbolismo –ese segundo movimiento del péndulo opuesto a la visión mecanicista de la naturaleza y a la concepción social del hombre –tendía a hacer de la poesía un asunto aun más propio de las sensaciones y emociones del individuo de lo que fue en el caso del romanticismo; y por acentuar tanto este interés privado, su mensaje poético se volvía a veces incomunicable al lector. El mismo nombre del simbolismo indica la dificultad y el carácter misterioso que le son peculiares. A menudo se ha estimado que este nombre es inadecuado para el movimiento que representa e inapropiado para comprender algunos de sus aspectos; y puede resultar engañoso a los lectores ingleses. Pues los símbolos del simbolismo han de definirse de modo algo distinto que los símbolos en sentido corriente –el sentido en que la cruz es el símbolo de la cristiandad o que las estrellas y barras son símbolos de Estados Unidos-. Este simbolismo difiere incluso de un simbolismo como el de Dante. Pues la especie más habitual de simbolismo es convencional, lógico y definido. Pero los símbolos de la escuela simbolista suele elegirlos arbitrariamente el poeta para representar ideas especiales de su propiedad, son una suerte de disfraz de dichas ideas. “Los parnasianos, por su parte –escribió Mallarmé-, aceptan cada cosa tal cual es y así nos la proponen, y en consecuencia carecen de misterio; privan a la mente del delicioso encanto de creer que está creando. Nombrar un objeto es eliminar tres cuartas partes del placer del poema que se deriva de la satisfacción de adivinar poco a
poco: sugerirlo, evocarlo, tal es lo que encanta a la imaginación.” Intimar con las cosas, más que declararlas llanamente, era así uno de los primeros propósitos de los simbolistas. Pero el punto de vista que aquí explica Mallamré supone algo más. Los presupuestos que sirven de base al simbolismo nos llevan a formular su doctrina del modo siguiente. Cada sentimiento o sensación, cada momento de la conciencia, es distinto uno del otro; y, en consecuencia, es imposible reproducir nuestras sensaciones tal como en realidad las experimentamos por medio del lenguaje convencional y universal de la literatura corriente. Cada poeta tiene una personalidad única; cada momento tiene su tono especial, su especial combinación de elementos. Y es tarea del poeta hallar, inventar, el lenguaje especial y único que convenga a la expresión de su personalidad y sentimientos. Tal lenguaje debe recurrir a símbolos: no se puede transmitir directamente algo tan peculiar, fugaz y vago, mediante afirmaciones o descripciones, sino únicamente mediante una sucesión de palabras, de imágenes, que servirán para sugerírselo al lector. Los propios simbolistas, llevados por la idea de producir en poesía efectos semejantes a los de la música, tendieron a figurarse estas imágenes como en posesión de un valor abstracto semejante al de las notas y cuerdas musicales. Pero las palabras del habla humana no son notaciones musicales, y en realidad los símbolos de los simbolistas no fueron sino metáforas desligadas de sus temas, pues, más alá de un límite, no se puede en poesía meramente gozar por gozar de un color o sonido: debe uno figurarse el punto de referencia de las imágenes. Y el simbolismo puede definirse como un intento, por medios meticulosamente estudiados –una compleja asociación de ideas representadas mediante una mezcla de metáforas-, de comunicar sentimientos personales únicos. Propiamente, el movimiento simbolista fue primero francés y especialmente limitado a una especie más bien esotérica de la poesía francesa; pero, con el tiempo, estaba destinado a extenderse por el mundo occidental y a que sus principios se pusieran en vigor a una escala que apenas podían prever los más entusiastas entre sus fundadores. Rémy de Gourmont, que a larga había de ser el campeón crítico más
distinguido del movimiento, nos habla de su emoción, una tarde por los años ochenta, al descubrir la nueva poesía en una revistilla que había comprado en un puesto de libros del Odeón: “Al mirar por sus páginas sentí ese estremecimiento estético y esa exquisita impresión de novedad que tanto encanto tiene para la juventud. Me parece haberla soñado más que leído. El Luxemburgo era rosa con el abril temprano: lo crucé hacia la rue d´Assas, pensando mucho más sobre la nueva literatura, que para mí ese día coincidía con la renovación del mundo, que sobre el asunto que me había llevado a aquella parte de París. Todo lo que había escrito hasta entonces me inspiraba un profundo desagrado… En menos de una hora mi orientación mi orientación literaria se había modificado radicalmente.” Y Yeats escribió en 1897 “La reacción contra el racionalismo del siglo dieciocho se ha mezclado con una reacción contra el materialismo del diecinueve, y el movimiento simbólico, que ha llegado a la perfección en Alemania con Wagner, en Inglaterra con los prerrafaelistas y en Francia con Villiers de l´IsleAdam y Mallarmé y Maeterlinck, y ha estimulado la imaginación de Ibsen y D´Annunzio, es realmente el único movimiento que dice algo nuevo.” No se habla hoy de simbolismo al tratar de literatura inglesa, ni siquiera, según hace Yeats a fines del siglo pasado, se piensa en los escritores a quienes él menciona como pertenecientes al “movimiento simbólico”; y con todo, la influencia de Mallarmé y sus compañeros se dejó sentir amplia y profundamente fuera de Francia, y sin algún conocimiento de la escuela simbolista es difícil comprender ciertas cosas que han ocurrido después en literatura inglesa. De hecho, creo que si la crítica inglesa y la norteamericana se han mostrado a veces bastante perplejas ante la obra de ciertos escritores reciente, ello se debe en parte a que la obra de estos escritores es resultado de una revolución literaria que ocurrió fuera de la literatura inglesa. El caso del movimiento romántico fue distinto: los prefacios de Wordsworth fueron manifiestos ingleses: el ataque de Lockhart a Keats y el de Byron a Jeffrey fueron golpes asestados en una guerra civil inglesa. Pero a pesar de los prerrafaelistas, que se vieron lanzados por un impulso algo similar al de los simbolistas, a pesar de los “esteticistas” y “decadentes” ingleses, que en su mayor parte imitaron a los
franceses sin excesiva originalidad, la batalla del simbolismo nunca se libró propiamente en inglés. Y así, en tanto que la crítica literaria francesa supo comprender y apreciar a escritores suyos como Valéry y Proust que habían surgido del movimiento simbolista, se diría que los críticos de países de habla inglesa a menudo no han sabido qué hacer con escritores como Eliot y Joyce. Incluso cuando estos escritores han devuelto al inglés cualidades que son propias de su tradición y recursos que originariamente poseía, dichos elementos han vuelto por el camino de Francia y adquirido las propiedades de la mente francesa, crítica, filosófica e interesada por la teoría estética, que siempre aspira a conseguir efectos particulares con total conciencia y a estudiar escrupulosamente los medios adecuados. Quizá haya sido particularmente fácil para algunos de los líderes de la literatura inglesa contemporánea –es decir, de la literatura posterior a la guerra- aprovecharse del ejemplo de París, porque ellos mismos no eran ingleses de nacimiento. De los escritores en inglés de que trataré en este libro. Yeats es un irlandés que se mueve con casi igual soltura en Paris que en Londres, Joyce es un irlandés que ha escrito la mayor parte de su obra en el continente y que apenas ha vivido en Inglaterra, y T. S. Eliot y Gertrude Stein son norteamericanos residentes en el extranjero. La obra de estos escritores ha sido, en buena parte, una continuación o extensión del simbolismo. Yeats, el más dotado, entre los del grupo fin de siecle que en Londres intentaron emular a los franceses, hizo que floreciera triunfalmente el simbolismo al trasplantarlo al suelo más favorable de Irlanda. T. S. Eliot, en su primera etapa poética, se dejó influir por los poetas simbolistas igual que por los isabelinos. Joyce, un maestro del naturalismo tan grande como Flaubert, ha logrado además dramatizar el simbolismo, apropiándose sus métodos, para la diferenciación de los personajes y de sus distintos estados mentales. Y Gertrude Stein ha llevado tan lejos los principios de Mallarmé, en la dirección de aquel límite donde otros pulmones hallan irrespirable el aire, que al final quizá los haya reducido al absurdo. Sin embargo, es cierto, que en apropiadas condiciones, dichos principios permanecen válidos; y tanto la fuerza como la debilidad características de buena parte de la
literatura posterior a la guerra derivan, desde luego, de los poetas simbolistas y pueden ya ser rastreados en su obra. La historia literaria de nuestro tiempo es, en gran parte, la del desarrollo del simbolismo y de su fusión o conflicto con el naturalismo.
Traducción de LUIS MARISTANY
El castillo de Axel. Estudios sobre literatura imaginativa (1870-1930). Barcelona. Ediciones Versal. 1989. Págs. 22-28.
EL OPTIMISMO Por: Luis Tejada (1898-1924)
El optimismo es una aberración intelectual tan interesante, por lo menos, como el pesimismo, pero evidentemente más falsa, y hasta en cierto modo más perjudicial. El optimista es el ser racional por excelencia y precisamente por eso se encuentra siempre equivocado y su concepto del mundo es ilusorio. La razón y la experiencia van siempre en sentidos opuestos o en sentidos paralelos, pero nunca concuerdan exactamente en la naturaleza. Racionalmente el sol debería girar alrededor de la tierra; eso sería lo lógico porque así lo vemos, porque así aparece a los ojos del ser racional que contempla el fenómeno. Sin embargo, no es así. ¡La verdad es el absurdo, lo que nadie hubiera podido creer: que nosotros giremos alrededor del sol! Transportando al terreno de las ideas este criterio, da un resultado idéntico. El optimista cree por ejemplo, que la paz debe existir en el mundo; que no es lógico ni razonable que los hombres se maten unos a otros. Es claro, los hombres no deben matarse y el optimista tiene toda la razón. ¡Sólo que la razón no está de acuerdo con la verdad experimental; la naturaleza esta vez, como siempre, opta por el
absurdo, y los hombres se matan y seguirán matándose, y el que los hombres se maten viene a constituir ya un fenómeno natural y matemático como la fijeza del sol! Desde este punto de vista, el criterio del pesimista es rigurosamente científico; el pesimista como la ciencia, elabora sus teorías sobre la experiencia de los hechos. Su concepto del mundo es sombrío, doloroso y aparentemente absurdo. El pesimista dice, por ejemplo: “el hombre es hoy tan cruel como ayer”. Bastaría una deducción lógica para llegar a creer que el hombre no debe ser tan cruel hoy como hace dos mil años. ¿Y la educación, y el influjo de las nociones cristianas, y la selección espiritual, y las ideas de fraternidad? Sin embargo, los hechos cotidianos y generales, vienen a comprobar experimentalmente la teoría pesimista: la historia de la última guerra o las estadísticas criminales, son lo verdadero, aun cuando no sean lo razonable. El pesimista es, pues, analítico: el optimista es deductivo. Pero la deducción lleva al error fundamental de querer acomodar el mundo a ciertas ideas preconcebidas, a cierto ideal determinado. El optimista se obstina en barnizar y embellecer el Universo a su manera, sin tener en cuenta una circunstancia capital: que la naturaleza es sencillamente inmodificable. El pesimista es más sincero con la vida, y decididamente más cuerdo. Solo que no ama al mundo, y ese puede ser su error: no comprende que a pesar de todas sus imperfecciones, o precisamente por ellas, el mundo es perfecto, en sentido general y acomodaticio. El mundo es condescendiente con todos, y es como todos quieren que sea. Al único que no da gusto es al optimista. Por eso el optimista es el ser más desgraciado de la tierra.
Gotas de tinta. 1922. Libro de Crónicas. 1924. Bogotá. Instituto Págs. 286-287.
Colombiano
de
Cultura.
1977.
PESIMISMO Por: Gottfried Benn (1886-1956)
El hombre no es solitario, pero el pensar lo es. El hombre está envuelto densamente por la tristeza, pero son muchos los que participan de esta tristeza y es común a todos. El pensar, en cambio, está ligado al yo y es solitario. Quizá los primitivos pensaban colectivamente, los indios, los melanesios, más claramente los negros; aquí muchas cosas pueden interpretarse como una intensificación de la participación de masas, pero por el otro lado aun en esta etapa, las figuras del mago, de los médicos, de los curanderos, indican el carácter individualmente aislado de la expresión espiritual. En lo que se refiere a la raza blanca, no sé si su vida es feliz, pero su pensamiento ciertamente es pesimista. El pesimismo es el elemento de su creatividad. Por cierto, vivimos en una época en que el pesimismo es considerado como una degeneración. Hubo épocas –por ejemplo, en los siglos IV y V, aún antes de toda influencia de la gran migración- en las que el
pesimismo era el modo de pesar casi universalmente admitido, al menos en teoría. La formación de los conventos, en Egipto y Palestina, era su obra. Por lo demás, un movimiento de masas: la fiesta de Pascua era celebrada en la Taberna en la época de Jerónimo por cincuenta mil monjes y monjas, todos de la región del Nilo. Vivían en cavernas entre las rocas, en tumbas entre el mar y los pantanos, en chozas de caña, en castillos abandonados, víboras alrededor de los arrodillados, espejismos del desierto alrededor de los extasiados; lobos y zorros saltaban al lado, mientras rezaba el santo. Lo que los impulsaba era la negación del mundo, de lo secular. Las consecuencias están hasta hoy con nosotros: la religión monoteísta más pura, la literatura de la antigüedad, la filosofía de las ideas y las imágenes; en síntesis: el Occidente no existiría sin ellos. El pesimismo no es un motivo cristiano. En los coros de Sófocles se dice que lo mejor es no haber nacido jamás, pero si vives, lo mejor partir rápidamente allí de donde viniste. Que somos de la misma materia que los sueños, lo enseñaba dos mil años antes del Cisnede Avon el budismo, máxima encarnación de todo aquello que el pesimismo expresa y contiene. El nihilismo moderno se remonta a través de Schopenhauer directamente a él. “Apagarse”, “extinguirse”, “juegos de un prestidigitador”, “la nada carente de estrellas”. Es muy curioso que este primer pesimismo genuino, se podría decir popular, que aparece en la historia mundial como un sistema y movimiento de masas, no se originó en las castas oprimidas de la India, sino dentro del poderoso brahamanismo. De un principado tropicalmente rico en posesiones y placeres surge Shkyamuni, el eremita de la estirpe de Skya (nacido en 623 a. de C.) Todavía más sorprendente es, sin embargo, que su doctrina no haya querido suprimir tan sólo males de cierta clase, sufrimientos sociales, morales o físicos, sino la existencia misma, la sustancia misma del ser. La vida como tal echa aquel puñado de polvo en el aire, en la circulación del devenir, delante de la rueda del Samsara, para extinguir, para apagar toda sed del deseo, nada de dioses, la nada. Encontramos en el comienzo una forma del
pesimismo que niega toda realización histórica, el Estado, toda comunidad, un pesimismo existencial dirigido abiertamente a la destrucción de gérmenes. Y esta tendencia destructora de gérmenes culmina luego en Schopenhauer: “La pederastia es una estratagema de la naturaleza acorralada por sus propias leyes en un callejón sin salida; es un puente de burros que la naturaleza ha construido para elegir el menor de dos males.” “La vida es un engaño continuo, cuando promete algo, no lo cumple, cuando da algo es tan sólo para quitarlo.” Aquí no existe ni conciencia, ni inconsciente, ni sustancia, ni causalidad, ni realidad ni sueño; tan sólo una voluntad ciega, carente de fundamento e incapaz de conocimiento. Detrás está Schelling, para quien la cabeza humana es sólo “la cola de la creación”, el hombre, “una bestia ridícula”, calaveras detrás de máscaras coquetas, hasta las estrellas están llenas de huesos y gusanos. Dice: “Todo es nada, se estrangula a sí mismo y se devora con avidez y justamente este devorarse a sí mismo es un juego de espejos traicionero que hace aparecer que hay algo, cuando en realidad si este devorar parara surgiría la nada con toda claridad del modo horrible.” Detrás de él está Byron: “Maldito aquel que ha creado la vida”, “las acciones de los grandes hombres de Atenas son cuentos de una hora, historias de un colegial”. Henry Beyle (Stendhal): “Historia es una colección de actos monstruosos, a mil crímenes corresponde apenas una acción virtuosa.” Diderot: “Haber nacido desvalido entre gritos y dolores; ser juguete de la ignorancia, del error, de las necesidades, de la enfermedad, de la maldad y de las pasiones; paso por paso, desde el momento en que uno comienza a balbucear hasta el de la partida cuando uno desvaría; vivir entre estafadores y charlatanes de todo tipo; extinguirse en medio de alguien que nos toma el pulso y otro que nos deja consternado; no saber de dónde se viene, porque se ha venido y adonde se irá –a todo esto llaman el don más precioso de nuestros padres y de la naturaleza-; vida.” También están ahí los romanos: Plinio: “Por lo tanto, la naturaleza no ha dado nada mejor al hombre que la brevedad de la vida.” Marco Aurelio: “La esencia del hombre es fluida, sus sensaciones turbias, la sustancia de un
cuerpo fácilmente corrompible, su alma comparable a un trompo, su destino difícil de determinar, su reputación una cosa muy incierta.” “Sueño y embriaguez –guerra y andanzas- su epitafio el olvido.” “Mariposa de un solo día ambos: el que recuerda y aquel a quien se recuerda.” “El ayer es un balón de espuma, mañana un cadáver embalsamado, luego un puñado de ceniza.” “La vida transcurre en mala compañía, en un cuerpo frágil; a la luz de la suciedad y de la precariedad de la situación, del cambio eterno de forma y esencia, de la incalculabilidad de la dirección en que se mueven las cosas, es imposible descubrir qué cosas son dignas de ser amada y anheladas.” “El único consuelo es encaminarse hacia la disolución universal.” Septimio Severo al echar una mirada retrospectiva al camino que había recorrido desde la baja posición inicial a la grandeza imperial, haciendo balance: “omnia fui et nihil expedit”; lo he sido todo y para nada ha servido. Carlos V dijo, en el camino a St. Just, que sus momentos más felices estaban siempre tan unidos a tantas desgracias que debía decir que en verdad nunca había tenido un goce puro, nunca había recibido una alegría inmaculada. Los tres últimos fueron emperadores, llevaban la diadema y detentaban el poder del mundo. Es evidente que a quien quiere actuar lo supera la acción, en todo caso la acción transcurre de un modo distinto que su sueño: omnia fui et nihil expedit. Extinguirse, desaparecer, monjes españoles, ¡abrid la puerta! Cómo han de interpretarse aquellas palabras de Los viajes de Wilhelm Meister. “Cuando se aprende a conocer el valor de las cosas, se deja de hablar.” También esto es un giro hacia el silencio, alejarse de la participación y de la comunidad, palabras muy negativas ¿no habrá sido también aquel que las escribió y que una vez confesó a Eckermann que la vida fue para él el eterno rodar de una piedra para levantarla siempre de nuevo y que él en setenta y cinco años no había vivido siquiera cuatro semanas de genuina felicidad, no habrá sido también él un precursor del nihilismo? ¿Y qué ha sucedido al más esforzado glorificador de la vida, al gran examinador y revisor de cuentas, qué había perdido Nietzsche para que el mundo se
convirtiera en la puerta “hacia mil desiertos, mudos y fríos”? ¿Acaso hay otra interpretación para estos versos significativos con su título “En la soledad” que suponer que su autor ha perdido toda su fe en la comunidad, en la voluntad del hombre fuerte de lograr algo más elevado y su capacidad de alcanzarlo, en la biología, en la raza, en la bestia rubia (“César con el alma de Cristo”) Tal vez haya comenzado aquí el colapso, la caída en los diez años de nirvana –cama de enfermo-, después de tantas visiones gigantescas de educación del superhombre?
Omnia fui et nihil expedit. El juego no vale las velas. Vulnerant omnes, ultima necat: “Todas hieren, la última mata”, se trata de las horas – inscripción en el cuadrante de un reloj de sol medieval-. Y el antiguo reloj de agua en el Museo Alemán de Munich, la ninfa que llora con sus lágrimas las horas y los minutos –todo preludia el nihilismo europeo-. En una palabra, el pesimismo es un principio legítimo del espíritu, un principio antiquísimo que ha encontrado su forma en la raza blanca y al cual ella estará unida en el futuro, siempre que le quede todavía la fuerza metafísica de incorporar y asimilar, el poder de integrar y de dar forma. En esta dirección apunta el extraño pasaje de una carta de Burckhardt escrita en 1875 que dice que la batalla total entre el optimismo y el pesimismo ha de ser librada todavía. La victoria, podríamos agregar hoy, sólo puede estar de lado del pesimismo; sólo la negación ayudará a crear aquel mundo nuevo hacia el cual tiende no sólo el hombre, sino también la naturaleza, y en el cual ella presiente su transmutación: el mundo de la
expresión. Versión castellana de SARA GALLARDO Y EUGENIO BULYGIN Selección de H. A. MURENA
Ensayos escogidos. Buenos Aires. Alfa. 1977. Págs. 63-67.
MI VIDA / ISADORA DUNCAN (1877-1927) Por: Wislawa Szymborska (1923-20129
Isadora Duncan fue una gran reformadora de la danza. Y con un solo gesto (pues sabía hacer gestos amplios) quiso reformar también las relaciones familiares, la enseñanza pública, el sistema de gobierno y las costumbres. Bailaba con los pies desnudos, pero para hacer el amor se ponía unas medias celestes. Consideraba el matrimonio una reliquia feudal. En una ocasión rompió con sus principios de relación libre y se casó con un poeta, de lo que se culpó automáticamente. Tuvo tres hijos ilegítimos y albergaba la esperanza de que todas las mujeres siguieran de buen grado sus pasos. Era vegetariana y, al igual que Bernard Shaw, creía que
comer carne era la causa de todas las guerras. Quería revitalizar la enseñanza pública de tal manera que la danza se convirtiera en una asignatura troncal, y que aprender a leer y escribir fuesen asignaturas complementarias. Durante un tiempo creyó que la felicidad absoluta sobre la faz de la Tierra era posible: hizo falta que se marchara a Grecia a pastorear las cabras al son de la flauta. Rara vez en la literatura de memorias es posible leer algo tan arrebatador y peculiar al mismo tiempo como las peripecias griegas de Isadora y sus hermanos, tan alucinados por la antigua Hélade como ella. Recomiendo los capítulos doce y treces antes que todas estas aventuras amorosas y cotidianas de la bailarina a las que el lector prestará más atención. La pobre Isadora quería escribir sobre ellas con sinceridad y dramatismo, pero el resultado es pretensioso y risible. Recordemos, no obstante, que era hija de la época que consideraba a Gabriele d´Annunzio un estilista insuperable. En el fondo de su alma se esforzaba por escribir como él. De haber sido polaca, escribiría como Przybyszewski y, de igual modo, tendríamos que perdonarla. El libro está pobremente ilustrado. La verdadera Isadora aparece en cuatro fotografías, mientras que en las cuatro restantes, como si el material fotográfico original escaseara, vemos a Vanessa Redgrave, la estrella de cine que interpretó a la bailarina. He estado bastante tiempo tratando de encontrarle algún sentido a esto, pero en vano. Traducción de Karol Bunsch. Cracovia: PWN, 1969.
Traducción de MANUEL BELLMUNT SERRANO
Más lecturas no obligatorias. Barcelona. Ediciones Alfabia. 2012. Págs. 95-96.
LOS PODERES DE LA VOZ Y LA VISTA (FRAGMENTO) / LA VOZ DEL CIUDADANO
Espacios para hablar Por: Richard Sennett (1943-)
Los primeros teatros griegos eran sencillamente colinas en las que sólo era necesario construir terrazas a fin de proporcionar a la gente un lugar en el que sentarse para ver a bailarines, poetas o atletas. En esa posición, lo que sucede delante de una persona importa mucho más que lo que acontece a su lado o detrás suyo. Originalmente, los asientos de las terrazas eran bancos de madera, pero el teatro evolucionó hasta convertirse en un sistema de amplios pasillos que separaban franjas más estrechas de asientos de piedra. Esto facilitó que la gente no molestara a los demás con sus idas y venidas, y que la atención del espectador pudiera centrarse en el plano frontal. La palabra “teatro” deriva del término griego zeatron, que en traducción literal puede ser vertida como “un lugar para ver”. Un zeoros es también un embajador, y un teatro es ciertamente una suerte de embajada en virtud de la cual se trae una historia de otro tiempo o lugar a los ojos y oídos de los espectadores.
En un teatro al aire libre, la orquestra, o escenario para la danza, consistía en un círculo de tierra apisonada en la base del abanico de asientos; con el tiempo los arquitectos desarrollaron detrás de la misma un muro llamado escena (skene), originalmente confeccionado con tela, después con madera y posteriormente con piedra. En la época de Pericles la acción de una obra teatral se desarrollaba ante la escena de tela o de madera, mientras los actores se preparaban detrás de la misma. La escena ayudaba a proyectar la voz, pero era la disposición de los asientos lo que incrementaba su potencia. Acústicamente, en un espacio organizado de esa manera el volumen de la voz aumenta de dos a tres veces respecto al nivel del suelo, pues la disposición diagonal impide que se disperse el sonido. Por supuesto, en un espacio inclinado la gente también puede mirar en la multitud con mayor claridad por encima de las cabezas de sus vecinos, pero la inclinación no agranda el tamaño de la imagen como la cámara de cine. El teatro antiguo vinculaba la percepción visual clara de una figura distante con una voz que sonaba más cercana de lo que parecía.
La potenciación de la voz del actor, y su visión para el espectador, estaba relacionada con la división que existía en el teatro antiguo entre el actor y el espectador. Existe una razón puramente acústica para esta división: la voz de alguien que está situado en los asientos escalonados de un teatro al aire libre se debilita por dispersión a medida que desciende y es más débil de lo que sonaría a ras del suelo. Además, en la época de Pericles, las habilidades del actor se habían perfeccionado y especializado de manera considerable. Esta división tenía gran importancia en los espacios teatrales utilizados para la política. En Atenas durante el siglo V a. C., el uso de un teatro para la política tuvo como escenario la colina de Pnyx, a unos diez minutos de camino al suroeste del ágora. La colina de Pnyx, un terreno cóncavo semejante a las laderas de las colinas donde se situaban otros teatros, primero fue escenario de importantes reuniones políticas hacia el 500, unos años después de que el tirano Hipias fuera derribado. A causa de la situación de la colina, el viento del norte daba a la audiencia, mientras que el orador hablaba de pie frente al sol del sur y ninguna sombra podía ocultar su rostro. Por lo que sabemos, en la colina de Pnyx de la época de Pericles no había ninguna escena detrás del orador: su voz llegaba a la audiencia desde la inmensa amplitud del terreno que se extendía detrás suyo, como única mediación entre la masa de ciudadanos y aquel panorama de colinas y cielo.
Los edificios del ágora fueron construidos sin un plan maestro, y aparte de conservar “un área abierta sin pavimentar de unos diez acres en el centro, no se discierne ninguna idea tras la arquitectura del ágora (de Atenas)” (1). El teatro, por el contrario, presentaba un diseño riguroso que organizaba a la multitud en filas verticales y potenciaba la voz solitaria del orador, exponiéndole a todos y haciendo visibles todos y haciendo visibles sus gestos. Se trata de una arquitectura de exposición individual. Además, este diseño riguroso afectó a la manera en que se experimentaban los propios espectadores sentados. Como señala el historiador Jan Bremmer, el estar sentado tenía tanto valor era más ambivalente. En la época de Pericles, los dioses eran esculpidos a menudo en posición sedente, por ejemplo, durante las fiestas de los dioses. Sin embargo sentarse también era someterse, como cuando una recién casada iba a la casa de su esposo y le expresaba su sumisión en un ritual por el cual se sentaba por primera vez en su hogar. Las pinturas de las piezas de cerámica representan a esclavos urbanos, que también realizan sus tareas sentados o agachados (2). El teatro utilizó la posición sedente en la tragedia: la audiencia sentada estaba literalmente en una posición que le permitía
manifestar su empatía con un protagonista vulnerable, porque tanto los cuerpos de los espectadores como los de los actores se hallaban en una “posición humilde y sumisa respecto a una ley superior”. El teatro trágico griego mostraba el cuerpo humano, según observa el estudioso del mundo clásico Froma Zeitlin, “en un estado antinatural de pazos (aflicción), cuando más se distancia de su ideal de fuerza e integridad… La tragedia insiste… en la exhibición de este cuerpo” (3). En ese sentido, el pazos se oponía al orzos. Mientras que la vida al aire libre del ágora se desarrollaba fundamentalmente entre cuerpos que caminaban o estaban de pie, la colina del Pnyx utilizaba políticamente los cuerpos sentados de los espectadores. Éstos tenían que realizar la tarea de gobernarse, desde una postura pasiva y vulnerable. En esa posición escuchaban la voz desnuda que hablaba desde abajo.
1. Finley, The Ancient Greeks, p. 134. 2. Bremmer, “Walking, Standing, and Sitting in Ancient Greek Culture”, pp. 25-26. 3. Froma Zeitlin, “Playing the Other”, en Nothing to Do with Dionysos?, eds. John J. Winkler y Froma Zeitlin (Princeton: Princeton University Press, 1990), p. 72. Traductor: CÉSAR VIDAL
Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid. Alianza Editorial. 1997.
Págs. 62-65.
MAÑANA DE EMBRIAGUEZ Por: Arthur Rimbaud (1854-1891)
¡OH MI BIEN! ¡Oh mi Belleza¡ ¡Fanfarria atroz donde jamás vacilo! ¡Caballete mágico! ¡Hurra por la obra inaudita y por el cuerpo maravilloso, por la primera vez! Aquello comenzó con el reír de los niños, terminará con él. Ese veneno ha de permanecer en todas nuestras venas, aun cuando, al irse la fanfarria, hayamos vuelto a la vieja desarmonía. ¡Oh tiempo presente tan digno para nosotros de esas torturas!, recojamos fervientemente esa promesa sobrehumana que hicieron a nuestro cuerpo y a nuestra alma creados: esa promesa, ¡esa demencia! ¡la elegancia, la ciencia, la violencia! Nos prometieron enterrar en la sombra del árbol del bien y del mal, deportar las honestidades tiránicas para que introdujéramos nuestro purísimo amor. Aquello comenzó con algunos sinsabores y terminó —al no
poder desde luego asegurarnos de esa eternidad—, terminó con una desbandada de perfumes. Reír de los niños, discreción de los esclavos, austeridad de los vírgenes, horror por las formas y los objetos de aquí, consagrados seáis por el recuerdo de esa vigilia. Comenzó con todo lo rústico y ahora termina con ángeles de llama y de hielo. ¡Pequeña, santa vigila de ebriedad!, aunque sólo fuese por la máscara con nos has gratificado. ¡Nosotros te afirmamos, método! No olvidamos que ayer glorificaste cada una de nuestras edades. Confiamos en el veneno. Sabemos dar nuestra vida entera todos los días. Ha llegado el tiempo de los ASESINOS. Traducción y presentación RAÚL GUSTAVO AGUIRRE.
Una temporada en el infierno. Las iluminaciones. Carta del vidente. Caracas. Monte Ávila Editores. 1976. Págs. 75—76.
Josué Carantón