Marcel Mariën (1920-1993)
TEATRO/INTEATRO Nro 45 Coordinador: Óscar Jairo González Hernández Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín Medellín. Enero / 2021
ÉTICA (1677) Por: Baruch Spinoza (1632-1677)
CUARTA PARTE DE LA SERVIDUMBRE DEL HOMBRE O DE LA FUERZA DE LAS AFECCIONES CAPÍTULO XVIII No bastarían las fuerzas de cada uno para procurarse lo necesario, si los hombres no se prestasen mutuos servicios. Pero el dinero ha llegado a ser el signo en que se resumen todas las riquezas, tanto que su imagen ocupa de ordinario más que ninguna otra cosa el Alma del vulgo; no se puede, en efecto, imaginar especie alguna de Gozo a que no acompañe como causa la idea de la moneda.
CAPÍTULO XXIX Sin embargo, esto no es un vicio más que entre los que buscan el dinero, no por necesidad ni para proveer a las exigencias de la vida, sino porque han aprendido el arte variado de enriquecerse y se forjan un honor con poseerlo. Estos hombres proporcionan al Cuerpo su pasto conforme a la costumbre, pero tratando de economizarlo, porque consideran como pérdida todo el dinero gastado para la conservación del Cuerpo. Los que saben el verdadero uso de la moneda, y arreglan la riqueza a la necesidad solamente, viven contentos con poco. Traducción: ÁNGEL RODRÍGUEZ BACHILLER
Ética.
Demostrada
según
el
Madrid. SARPE. 1984. Pág. 259.
orden
geométrico.
SADE (1976) Por: Beatrice Didier (1935-)
SADE, DRAMATURGO DE SUS “CARCERI” (FRAGMENTO) La paradoja de la víctima sadiana consiste entonces en esta contradicción del secreto –en todos los sentidos del término y en aquel en que se dice de un prisionero que es secreto- y del espectáculo, pues la heroína sufre sevicias en un castillo lejano, perdido, del cual pocos hombres conocen el camino; y, sin embargo, en el fondo de este castillo es raro que ella esté enfrenada a solas con su verdugo; casi siempre servirán de asistentes, de mirones, algunos compañeros u otras víctimas aterrorizadas, ampliando así el rito sadiano por esta comunidad de espectadores, como se necesitan, para una pieza teatral, una sala y un público, o
también, fieles para orar en torno al oficiante, o el gentío que asegura la solemnidad del ajusticiamiento, y su verdad. Espectáculo siempre multiplicado, dilatado por todas esas miradas, el suplicio debe ser público y el verdadero verdugo nunca está solo. Ahora bien, Sade, en La Bastilla o en Vincennes, es también a la vez una víctima oculta y ofrecida al público. Oculto por muros, sometido a “vejaciones”, a sufrimientos que no sospechan los hombres libres que se pasean por las calles, ni su mujer o ni siquiera su amiga, “santa Rousset”. Pero también presa del público; deshonrado y doliente por convertirse así en espectáculo de picota. Cuando se proyecta dejarlo ir por algún tiempo a sus tierras, afirma en muy alta voz que no hay riesgo de que se escape durante el viaje, pues “detestando los escándalos, atraer las miradas, como lo aborrezco, no estaría demasiado afanoso de ir a mostrarse cargado de cadenas”. En otra parte: “¿Qué significa ir además a darme como espectáculo en la tierra de uno de mis primos?” Es justamente porque temía tanto el espectáculo por lo que Sade imaginó la ejecución sádica como una representación y quizá también por lo que escribió piezas de teatro.
Y no solamente entre los locos, donde él estuvo en Charenton- aunque este asilo sea un teatro muy apropiado para fascinar: a Sade, primero, y después a Peter Weiss y los directores teatrales del futuro. Pero se ha publicado el teatro de Sade, hasta aquí inédito, en el cual, en piezas muy clásicas por su estilo y sus sentimientos, casi no se reconocería a Sada sino en el cuidado extremo con el que organiza el rito: decoraciones, tramoya, dicción de los actores, intermedios de pantomima. Sin embargo, se tiene siempre la convicción de que Sade –como en
Diderot- el verdadero hombre de teatro se encuentra precisamente allí donde renuncia a poner “tragedia”, “comedia” o “drama” como encabezado de texto. En primer lugar en las cartas. Encerrado en su alucinante prisión, enclaustrado en esa casi locura de la detención, Sade acaba viendo al universo entero como una vasta representación teatral –sádica justamente, cuya atroz directora de escena habría sido la presidenta de Montreuil. Ella habría hecho actuar a algunas marionetas mientras que él, Sade, está reducido al papel de espectador y de víctima. Leyendo esas admirables cartas de Vincennes y de La Bastilla, lo sorprende a uno la abundancia de términos tomados en préstamo del teatro; y no creo de ningún modo que esté ahí el estereotipo de un dramaturgo; muy al contrario, la vocación de dramaturgo nació, o cuando menos se desarrolló, a partir de esta toma de conciencia del encarcelado. Sade, preso durante años, no sabe cuánto tiempo debe durar su suplicio, y el verdadero suplicio está en esto: no comprender lo que pasa, no saber el desenlace; no ver lo que se hace en pro o en contra del personaje cautivo, en el mundo de los seres que se mueven libremente; no conocer los actos y la acción, como en el mito de la caverna o en el teatro javanés, más que por las sombras proyectadas sobre la pared de la prisión, gracias a las cartas de sus remitentes. Sin querer negar por esto que en el teatro el espectador pueda ser activo (ni que pueda, al contrario, encontrar en cierta pasividad mucho de encanto, desde el placer del niño a quien se relata un cuento hasta la cartasis elogiada a porfía de Aristóteles a Freud), se admitirá empero cierta analogía entre la situación del preso y la del espectador. El primero ve la vida, no la vive; la ve desenvolverse como un espectáculo organizado por otros; pero mientras que el segundo ordinariamente no atribuye al director de escena intenciones nocivas, el encarcelado tendrá naturalmente la tendencia a creer que esta representación se ha organizado contra él, con una premeditación maquiavélica. (…)
El gran director de escena, el que ha organizado la tragedia, es la presidenta, quien se sirve de todos como actores dóciles, y en particular de su hija, la marquesa de Sade. Es también esta distinguida verdugo quien dicta a la señora de Sade cartas hechas para torturar delicadamente a su yerno –“Los horrores ocultos, las infamias embrolladas que he descubierto en las abominables cartas que tu odiosa madre te ha hecho escribir”-, en las cuales inventa, con destino al preso, la enfermedad o la infidelidad de su mujer. Y el colmo –lo que Sade le reprocha constantemente- es que la señora de Sade sea una comedianta inconsciente, que no se dé cuanta del juego que se le hace jugar, se presta a ello sin vergüenza, quizá más por tontería que por maldad,
conviene el recluso. “Deberíais enrojecer por no notar que aquellos que os han vestido ridículamente, como lo estabais el otro día, se mofaban de vos en el fondo del alma. ¡Oh! ¡Cuán bien decían: la linda pequeña pelele! ¡Y cuán bien hacemos de ella todo lo que queremos!” Pronto, el mundo entero –más allá del universo reducido que conoce el preso- no es más que una compañía de histriones cuya pantomima triunfa desigualmente. Sade se divierte, arrogándose por su enjuiciamiento una superioridad irrisoria sobre sus verdugos, en dar calificaciones, cotizar a los comediantes, valuar su remuneración: “¡Oh! El Rougemont es diferente. Es más delicado, ha actuado mejor. En verdad, es el único de la compañía, que valga cuando menos veinte sueldos por representación; se podría aun llegar hasta treinta.” Y Sade extrema su celo hasta componer un argumento ficticio, imposible de ser más teatral, para la presidenta y su propio verdugo. (…)
Sin embargo, en ninguna parte es más dramaturgo Sade que en las grandes orgías destructoras que hace organizar por sus héroes. Casi no deja lugar a la improvisación de último momento: el espectáculo está preparado con mucho tiempo de anticipación y no queda ya más que seguir minuciosamente el programa. El libertino es hombre de método: ha previsto sus suplicios, su marco, su programa, los
diferentes actores del drama, verdugos y víctimas. Nada de crimen sin premeditación; el verdugo halla su placer en los preparativos casi tanto como en la ejecución. Aquí también, la preparación y la espera son el aguijón y quizá lo mejor del placer. Si Julieta gusta tanto a Saint-Fond, es porque ella tiene el genio de la invención dramática; se compromete (y cumple su compromiso) a presentarle tres cenas-espectáculos por semana, sin correr nunca el riesgo de repetirse en sus menúes gastronómicos y crueles. Al principio de Los ciento veinte días, como en la apertura de la Filosofía en la alcoba, el autor da a conocer a los diferentes personajes, como lo haría en un prólogo, precisando el papel que cada uno va a tener que encarnar en el curso dela función. Este espectáculo, que es a la vez una tragedia, una figura de danza erótica, es también una liturgia, un rito en el cual oficia el gran sacerdote ayudad por sus acólitos; el espectáculo necesita un público. Numeroso lo más a menudo, a veces es llevado a participar activamente, como en algún profético Livin Theater. Asimismo, con frecuencia, su papel es simplemente el de ver, el de gozar por la vista o de ser aterrrorizado… y de aumentar así el goce de los verdugos. Este teatro de visionario supone toda una dialéctica de miradas. Se trata de algo más –y del todo diferente- que del voyerismo, tan frecuente en todas las escenas de libertinaje del siglo XVIII; crear una especie de comunidad de iniciados, alrededor de los personajes, y del lector con el autor. Sade, director de escena, es despiadado, es entonces cuando se convierte verdaderamente en verdugo y demiurgo. Se lee en la Advertencia de una de sus piezas, le Misanthrope par amour, esta declaración inicial y que no deja de sorprender: “Ésta es una obra dramática en la cual se ha procurado completar la acción a tal punto que el espectador no puede ignorar, ni por un minuto, a ninguno de los diferentes personajes que se le ofrecen, durante las dos horas en que se le colocan ante los ojos”. Y en la Historia de Julieta, Cloris es amarrado a un poste de tal manera que no pueda perder de vista, ni por un instante, los ultrajes y el suplicio que soportan su mujer y su hija. Sade autor –que sueña con ser el verdugo de su lector, escandalizarlo,
forzarlo- no le ahorra, a su vez, ningún detalle, ningún pormenor exacto, ninguna palabra. Prefiere el análisis clínico al arte de la lítote, el subentendido tan común en la novela libertina de su tiempo. El lector-espectador estará por lo tanto obligado a no ignorar lo que pasa en el teatro. Por último, será arrastrado a tomar posesión de cierto espacio escénico, siempre delimitado y organizado con el mayor cuidado por Sade, quien está muy lejos de olvidar que es allí sobre todo donde se manifiesta el director teatral. El erotismo sadiano encuentra su alimento en descripciones minuciosas de castillos o de subterráneos, mientras que no tiene qué hacer con el aire libre. El espacio escénico se identifica entonces con el espacio cerrado y vertiginoso del carcero: hermoso desquite del hombre cuya prisión fue el único teatro. Traducción de HUGO MARTÍNEZ MOCTEZUMA
Sade. México. Fondo de Cultura Ecónomica. 1986. Págs. 13-16, 17-18, 21-23.
EL LIBRO DE UN HOMBRE SOLO Por: Gao Xinjiang (1940-)
16 En el taxi, camino al aeropuerto, no habéis hablado casi nada. Os habéis dicho todo lo que tenías que deciros, y además tampoco es el mejor lugar. En el momento de pasar la aduana, ella te estrecha en sus brazos con dulzura, como una amiga, como ya te ha dicho. Te da un beso breve y se va, sin volverse. Te has fijado que tiene unas ojeras muy pronunciadas, aunque esté maquillada. Seguramente tú tampoco debes de tener muy buena cara. Habéis pasado varios días seguidos sin dormir, tres noches en blanco, desde que os visteis en el teatro. Durante esos días y esas noches no habéis parado de hacer el amor, hasta la extenuación, hasta caer
rendidos el uno sobre el otro. Tú también estás agotado. Después de este frenesí repentino y esta separación tan sencilla, como si fuerais dos simples amigos, no sabéis si alguna vez os volveréis a ver. Al salir del aeropuerto el sol te molesta a los ojos, un vapor caliente sube del suelo, las personas que esperan un taxi forman una larga cola, y tú estás hecho polvo. Una vez dentro del vehículo, el conductor te pregunta adónde quieres ir. Durante un momento dudas; luego, sin pensártelo demasiado, dices “A Zungwan”, el barrio más animado de la ciudad. No tienes ganas de quedarte en el hotel, de volver a encontrar una cama vacía. La imagen de su cuerpo desnudo está demasiado ligada a esa habitación, a esa cama, a tus sentimientos; ya te habías acostumbrado a hablarle, a decirle lo que sentías. En realidad era lo mismo que te decías para tus adentros, pero, al estar allí, se había convertido en tu compañera, y acababas hablando para ella. Consiguió entrar en lo más profundo de tu ser. Tú poseíste su cuerpo, pero ella poseyó tu corazón. - ¿A qué lugar quiere ir de Zungwan? El conductor se ha dado cuenta de que vienes del continente y te hace la pregunta en chino mandarín, aunque con bastante dificultad. Estaba con los ojos cerrados, medio dormido; miras a tu alrededor y preguntas: - ¿Ya hemos llegado? - Sí, ¿a qué calle le llevo? El taxista ha parado el coche y, a través del retrovisor, ves su cara de fastidio, porque no tiene ganas de dar vueltas para llevarte a un destino que ni siquiera tú pareces tener claro. Pagas y te bajas. La calle está cercada de grandes edificios y en ese momento no sabes dónde estás. Empiezas a caminar hacia ningún lugar en concreto. Curiosamente, hay poca gente en la calle. Es raro, porque este barrio suele ser uno de los más movidos de la ciudad. Hoy hay pocos coches y pasan a toda velocidad, sin formar los habituales atascos. Te das cuenta de que las tiendas están cerradas; sólo los escaparates siguen igual. Los altos edificios tapan buena parte del sol, que tan sólo ilumina la mitad de la calzada. Te sientes como un sonámbulo en pleno día.
Recuerdas que ella dijo que tenía que volver a Francfort el lunes. Su empresa tenía una reunión de negocios con los socios chinos. En ese momento te das cuenta de que es domingo. Durante la mañana de ese día de descanso, las familias o los amigos quedan para comer en todo tipo de restaurantes, es un placer para los habitantes de Hong Kong, siempre tan ocupados. Con los ensayos, las representaciones, las comidas, las cenas, las citas y las entrevistas, desde hace un mes, todavía no has tenido la ocasión de estar solo, sin nada que hacer, deambulando por las calles del centro. Estás empezando a familiarizarte con la ciudad, pero crees que es posible que no puedas volver, como también es posible que no vuelvas a ver más a Margarita. Te gustaría poder tenerla más cerca, mostrarle sin tapujos tus sufrimientos, entregarte, de ese modo, al placer. Esa última noche ella te pidió que la violaras; no era un juego sexual, quiso que la ataras de verdad, que le ataras las manos, que le golpearas con el cinturón, que golpearas ese cuerpo que detesta, esa carne violada, vendida, que ya no le pertenecía; quería transmitirte esa sensación. Le ataste las muñecas con sus medias, tomaste el cinturón por la hebilla metálica y la golpeaste muy flojo dos veces. En la oscuridad te echaste a reír; debías hacerle entender que se trataba de un juego. Ella deseaba que la humillara sexualmente, también se río. Pero no era lo que ella quería, quería que la golpeara de verdad. Empezaste por darle golpes cada vez con más fuerza. Oías los azotes del cinturón sobre su carne, esa carne que se encogía, pero no te decía que pararas. No sabías hasta dónde aguantaría. De pronto, lanzó un grito de miedo, e inmediatamente tiraste el cinturón al suelo y empezaste a acariciarla. Te llamó cerdo, se soltó una mano y se sentó. Le pediste perdón, se tumbó en la cama, tú te tumbaste sobre ella, notaste en tu rostro las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, y tus lágrimas se juntaron con las de ella. Le dijiste que no podías violarla, que ya no estabas excitado. Ella dijo que no podías comprender su sufrimiento, el sufrimiento de haberse hecho mujer demasiado
pronto, después de la violación, y que lo único que quería de ella era la satisfacción sexual. Tú le dijiste que la amabas, que justamente por eso no podías violarla, detestabas la violencia. Eres toda una mujer, le dijiste. No, una mujer desvergonzada, dijo ella. Tú le dices que no, que es una buena mujer. Ella dice que no, que tú no sabes, que, más tarde, puedes detestarla. Ella no puede vivir como una mujer normal, nada puede satisfacerla, le gustaría vivir contigo, pero es imposible. Pide que le perdones su naturaleza neurótica, no es que no quiera vivir tranquila, pero nadie puede darle esa calma y serenidad, tú no podrías casarte con ese tipo de mujer, sólo quieres conseguir con su cuerpo un placer que necesitas. Tú dices que tienes miedo al matrimonio, que tienes miedo de que una mujer te persiga otra vez. Ya has estado casado, has comprendido lo que era el matrimonio; la libertad para ti es lo más preciado de este mundo, pero no puedes evitar amarla. Ella dice que tampoco puede ser tu amante, que es muy probable que tengas una mujer, y que, si no la tienes en ese momento, seguro que encontrarás a una, que realmente eres tierno y sincero y que todo es relativo, que no quiere alabarte demasiado. Tú dices que ella también es una mujer adorable. Ella te contesta que no es así con todos los hombres, que sólo se ha entregado a ti porque te aprecia, tú también le has dado bastantes cosas, eso es reciproco. Añade que conoce a los hombres desde hace tiempo, ya no se hace falsas ilusiones, el mundo es tan realista. Ella es la amante de su jefe, pero él pasa todos los fines de semana con su mujer y sus hijos. Ella es su amante sólo durante los días laborables o cuando van de viaje juntos; él también la necesita para sus negocios en China. Su voz ronca, su sensualidad, su sinceridad, capaces de conmover a cualquiera, al igual que su cuerpo generoso, han avivado tu sed, han hecho resurgir tus recuerdos y las reminiscencias dolorosas que soportas gracias al deseo sexual. Continúas sintiendo su voz, como si te murmurara al oído y te comunicara su dulzura, mezclada con el olor de su cuerpo. Tu deseo, tanto tiempo reprimido, ha podido liberarse gracias a ella; esa evocación no sólo te ha aportado dolor, sino también placer. Necesitas seguir hablando con ella para recuperar tus
recuerdos, los detalles que creías haber olvidado te vuelven a la cabeza cada con mayor nitidez. Delante de ti, los cristales del rascacielos del Banco de China reflejan, como un espejo, los pedazos de nubes blancas que deambulan por el cielo azul. Los habitantes de la ciudad opinan que esa construcción triangular, con ángulos agudos como cuchillas, parece un enorme cuchillo de cocina que atraviesa el corazón de la ciudad y eso no debe de ser bueno para la geomancia. Al lado, otro gran edificio que pertenece a un grupo financiero muestra unos aparatos metálicos extraños. Da la sensación de que esa construcción intente en vano competir con la otra; ése es el carácter de los habitantes de la ciudad. La residencia de estilo isabelino del Legislative Council ya no llama la atención; rodeada de esos grandes edificios, realmente se ha convertido en el símbolo de una época que pronto verá su fin.
Cerca del Legislative Council, en el jardĂn en que se encuentra la estatua de bronce de la Reina, hay
mucha gente, al borde de las fuentes, en las galerías, en las aceras. Algunas personas forman pequeños grupos en medio de las calles. Crees que has ido a parar a una manifestación, pero la gente habla animadamente, muchos ríen, algunos han colocado sobre la hierba manteles, repletos de comida y de los radiocasetes sale música pop, sólo falta ponerse a bailar. Te sorprende ver que las personas almuerzan en el césped entre los edificios, calle tras calle. Las cruzas y llegas frente al Prince´s Building, donde se venden toda clase de productos de lujo; sobre la puerta cerrada han colocado una bandera en la que está impresa la imagen de un Cristo que sufre. Un pastor está predicando en ese momento, mientras los fieles se confiesan al aire libre. El ochenta y noventa por ciento de las personas que se encuentran allí son mujeres de piel muy oscura. Piensas, de pronto, que probablemente son las sirvientas filipinas que trabajan en las casas de los ricos y vienen a pasar el domingo a ese lugar. Se ganan la vida en Hong Kong y envía el dinero a casa para alimentar a su familia. Estás rodeado de un incesante parloteo que no comprendes; tampoco percibes la angustia de los que han abandonado su hogar.
¿Durante cuánto tiempo se podrá mantener ese paisaje social? ¿Lo reemplazará el de los nuevos inmigrantes que lleguen del continente? En todo el mundo se persigue a los inmigrantes: ¿será este lugar una
excepción? Tampoco se trata de alimentar falsos temores; los grandes edificios que se alzan hasta el cielo azul y casi toan las nubes blancas no corren el riesgo de hundirse de pronto; la isla de Hong Kong no se transformará en un desierto. En ese preciso instante, mientras te mezclas con la multitud, te sientes terriblemente solo. Y siempre ha sido ese sentido de soledad el que te ha salvado. De todos modos, no eres Jesucristo, no tienes que sacrificarte por nadie, aunque también es cierto que tampoco resucitarás. Lo más importante para ti es poder vivir lo mejor posible en el presente. Penetras de nuevo en las tinieblas que su voz te ha traído, como un sonámbulo que pasea sin rumbo, tambaleándose, a la vista de todos, y confundiéndose con esa masa de gente. Los recuerdos recientes se mezclan con los antiguos. Llamas a Margarita, te diriges a ella en tu fuero interno: el hombre nuevo es un espantoso cuento de niños. Hoy ya no es necesario expiar más culpas ni errores, ya no necesitas reeducarte para llevar una nueva vida. Ese país de hombres honestos y limpios, esa sociedad nueva, no era nada más que un fraude; cuestionó a un individuo que estaba confuso e indeciso, pero lleno de vitalidad, que era incapaz de explicar sus actos y que, de golpe, perdió su razón de ser. Lo que te gustaría decirle a Margarita es que ella tampoco tiene que purificarse, ni confesarse, y que no podrá volver a vivir su vida, tan sólo es ella misma, como tú eres tú mismo. Una mujer te ha dado la vida, el paraíso está en la caverna de la mujer, madre o puta. Prefieres entrar en un caos oscuro a hacer el hombre honesto, el hombre nuevo o el santo. Bajo el viaducto donde estás, circula una fila ininterrumpida de coches. Es una vía muy concurrida habitualmente y que permite pasar de los grandes edificios de un lado a los mercados del otro, pero hoy, domingo, hay pocos viandantes. Apoyado en la barandilla, miras la gran avenida que pasa bajo el viaducto; un sueño enorme te invade. Todavía faltan dos representaciones de tu obra: a las dos de la tarde, dentro de poco más de una hora, y esa noche, a las siete. Después de la última representación, tienes que hacerte una fotografía con el grupo de actores. Luego cenaréis algo por ahí. Seguro que la
noche será movida. Deberías dormir un poco, pero tienes ganas de volver al hotel, todavía piensas ella, en vuestro frenesí antes de separaros, en olor de su cuerpo, en tu esperma que embadurna pecho opulento.
no en el su
Caminas por la calle, hay un cine, compras una entrada sin ni siquiera mirar qué películas ponen, necesitas aislarte en un lugar oscuro para sumergirte en tus pensamientos sobre ella. Es una película de acción de Hong Kong, sin ningún interés; cierras los ojos, y los diálogos en un cantonés, que no comprendes muy bien, acaban por dormirte. Los asientos son amplios y confortables, puedes estirar las piernas. Por suerte, al final has conseguido la libertad de expresión, ya puedes escribir o decir lo que quieras, sin escrúpulos. Quizá deberías escribir sobre todo aquello, como dijo ella, volver al pasado. Deberías mirarte a ti mismo con cierta distancia, como un simple individuo, o como un animal dotado de conciencia, un animal acorralado en la jungla humana. No puedes quejarte, aprovechas la vida. Por supuesto, has pagado el precio para ello, pero nada es gratuito, excepto las mentiras y las tonterías. Deberías recurrir a la escritura para explicar tu experiencia, dejar algunas marcas de tu vida, como el esperma que has eyaculado; ¿no has disfrutado contaminando así el mundo? Este mundo te ha oprimido y tú te vengas así, nada más justo. No sientes rencor. Margarita, ¿sientes tú rencor? Le preguntas si lo siente contra ti. Ella niega con la cabeza y se acuesta sobre tu pubis. Le acaricias el pelo suave y despeinado para incitarla a que se meta tu pene en la boca. Ella dice que es tu esclava, que te pertenece, eres su dueño. Siempre quieres que te den placer, eres menos generoso que ella. Debes recuperar la calma, mirar ese mundo y a ti mismo con serenidad. El mundo es así y continuará igual. Un hombre solo es realmente poca cosa, lo único que puede hacer es expresarse, nada más. Te despiertas, han encendido las luces de la sala y los espectadores se dispersan. Sales del cine, llamas un taxi, vuelves al hotel, y la joven de la recepción te da la llave junto con dos mensajes que esperan contestación. Deben de ser para invitarte a algo. Esta noche no vas a poder comprometerte con nadie más, tienes que cenar con los actores y
despedirte de ellos. Ya han limpiado la habitación y no hay rastro de sus ropas, ni sobre la cama ni por el suelo o sobre la mesa, como si nunca hubieras estado ahí con una mujer. Sientes una ligera decepción, te tiendes sobre la cama, las sábanas y las fundas de las almohadas huelen a limpio, el aire acondicionado ronronea dulcemente. Ni el menor rastro de ella ni de su olor. Te gustaría que una cámara de vídeo lo hubiera filmado todo para comprobar que ella realmente ha hecho el amor contigo, que no ha sido una ilusión. Margarita, llamas a una mujer muy real, no es sólo una voz que viene de tu interior. Ella te ha hecho recordar tu pasado, que ha resurgido con mucha claridad ante tus ojos. Ahora ella se mezcla con tus recuerdos, tus recuerdos frescos o casi olvidados; deseas que vuelvan a aparecer. En este instante ella está en el avión, y mañana el fin de semana habrá acabado; como te he dicho, volverá a ser la amante de su jefe. ¿Hará el amor con él como lo ha hecho contigo? Esa puta masoquista, te has enamorado de ella, ya no puedes dejar de pensar en ella, sientes su humedad y su olor, eso te excita. Te gustaría saber si es verdad que la violaron cuando tenía trece años. Quizá sólo lo inventó para seducirte. Puede que se considerara a sí misma como una vil mercancía, o quisiera acompañarte en tus pensamientos, convertirte en tu compañera de corazón, para compartir tu soledad y su sufrimiento. Quizá deberías escribir todos los recuerdos que ella ha removido en ti y la experiencia de tu vida. Pero ¿vale realmente la pena? No debes malgastar una vez más tu tiempo en algo que no merezca la pena, pero ¿qué vale realmente la pena? ¿Esa obra de teatro que han representado y que representarán de nuevo esta noche, esa obra prohibida en el continente vale la pena? ¿Han valido la pena todos los quebraderos de cabeza que te ha ocasionado? Si no la hubieras escrito, ¿no habrías vivido mejor? ¿Por qué sufrir para escribir? ¿Sólo puedes vivir expresándote? ¿Es realmente la única razón de tu existencia? ¿Sólo eres una máquina de escribir libros, empujado por un orgullo que estropea inútilmente tu vida? Quizás ella tenga razón, se refugia en los placeres de la carne rumiando su sufrimiento, pero, como no consigue
librarse de él, se acaba hundiendo. ¿Para qué pedir justicia? Además, ¿dónde se hace justicia? No podrás enfrentarte a este mundo, sólo podrás refugiarte en la escritura, que será de lo único que puedas obtener algo de consuelo y de placer. Y serás como Margarita, que no ha podido resistir y te ha hecho participe de su sufrimiento para librarse mejor de él. Tomas un baño caliente; luego te echa algo de agua fría encima para despertarte. Debes ir a ver la última representación de tu obra, volver a la realidad, comer, beber, charlar y reír, pronunciar en voz alta algunas palabras de aliento para los jóvenes actores y dejarles la difícil tarea de vivir como hombres.
Traducción de XIN FEI y JOSÉ LUIS SÁNCHEZ Epilogo de LIU ZAIFU
El libro de un hombre solo. Barcelona. Ediciones de Bronce. 2002. Pรกgs.168-177.
POR QUÉ ES IMPORTANTE ORWELL Por: Christhoper Hitchens (1949-2011)
GENEROSIDAD E INDIGNACIÓN: LAS NOVELAS (…) Pero lo anterior no es más que el prólogo a la desesperada carrera contrarreloj en que consistió la escritura de 1984, una novela que causó miedo, mental y físico, a las primeras personas que la leyeron. (Tras recuperarse del impacto, el editor de Orwell, Fredric Warburg, escribió que la obra era “un estudio sobre el pesimismo, en el que solo puede encontrarse alivio en la idea de que, si el hombre puede concebir 1984, también puede tener la voluntad de evitarlo”.) En estas páginas negras Orwell volcó todo lo que había aprendido, apiló la agonía sobre la miseria y la derrota, y sintetizó gran parte de sus estudios sobre la literatura así
como su experiencia periodística. En cierta ocasión, el autor había elogiado a Dickens escribiendo que el creador de David Copperfield y Sidney Carton tenía la cara de alguien que estaba “generosamente indignado”. Orwell, en su propia ficción, jamás llegó a alcanzar el punto de la generosidad, y 1984 contiene más rabia que indignación, rabia ante la muerte de la luz. De los experimentos con animales hemos pasado a las frígidas y monótonas palabras de O´Brien, el líder del Partido, a los neurólogos que trabajan en la abolición del orgasmo y a la definición del poder como la capacidad de “romper en pedazos las mentes humanas y volver a juntar las piezas en nuevas formas de nuestra propia elección”. Muchos han destacado las similitudes entre algunos aspectos del libro y Nosotros, de Evgueni Zamiatin, una distopía rusa de un período anterior. Isaac Deutscher incluso llegó a afirmar, falazmente, que se trataba de un plagio. Sin embargo, Orwell había recomendado el libro por escrito, le había insistido a su propio editor Fredric Warburg, para que lo publicara, y ya en 1944 le había enviado una carta a su traductor, Gleb Struve, donde decía: “Me interesa ese tipo de libros y esto tomando notas porque tal vez escriba uno tarde o temprano”. De hecho, por poner un ejemplo, la idea de que dos más dos son cinco surgió de múltiples fuentes. A los propagandistas de Stalin les gustaba decir que habían completado el primer Plan Quinquenal en cuatro años, y a veces se lo traducían a los incrédulos como 2+2=5. Similares ejercicios de malabarismo oficial con los números pueden encontrarse en Tristram Shandy, de Sterne, así como en Apuntes del subsuelo de Dostoievski.
1984
es la única contribución inglesa a la literatura sobre el totalitarismo del siglo XX, una obra capa de resistir las comparaciones con Silone, Koestler, Serge y Solzhenitsyn, una suma de lo que Orwell aprendió sobre el terror y el conformismo en España, sobre el servilismo y el sadismo en la escuela y en la policía birmana, sobre la miseria y la degradación en El camino de Wigan Pier, sobre la propaganda y la falsedad durante décadas de vallas polémicas. En el libro no hay lugar para el humor,
y es la primera y la única ocasión en que los esfuerzos de Orwell como novelista logran alcanzar la altura de sus ensayos. Permítame el lector que ofrezca una ilustración trivial. En Such, Such Were the Joys, un estúpido escolar inglés obtiene malos resultados en un examen y recibe una terrible paliza por parte del rector. Tras ello, comenta arrepentido que hubiese sido mejor que le pegasen antes del examen. El joven Orwell se da cuenta de que el comentario es “despreciable”. Aquí tenemos a la abyecta figura de Parsons, con pantalones cortos color caqui y modales de escolar, en los sótanos del Ministerio del Amor: - Por supuesto que soy culpable! –gritó Parsons mientras miraba servilmente la telepantala-. ¿Acaso cree usted que el Partido arrestaría a un hombre inocente?... Entre usted y yo, viejo, me alegro de que me hayan atrapado antes de llegar más lejos. ¿Sabe lo que voy a decirles cuando comparezca ante el tribunal? “Gracias”, diré, “gracias por salvarme antes de que fuera demasiado tarde”.
A continuación Parsons pasa por un momento infantil y repugnante en la letrina de la celda, cuyo espantoso hedor se deriva de las numerosas prisiones frecuentadas por el mismo Orwell, tanto en calidad de guardia como de prisionero. La sensación opresiva del fétido encierro resulta más terrorífica que la de algunos de los posteriores intentos literarios de describir el infierno, puesto que es incluso más hermética que la de A puerta cerrada (1), y nos hace enfrentarnos a la posibilidad de que los propios prisioneros ayuden a bloquear las puertas. La voluntad de dominar es despreciable, pero también la voluntad de obedecer y arrodillarse es una enemiga mortal. En un breve artículo anterior, Orwell se había preguntado si la honradez y la impotencia guardaban una relación inversa. Pues bien, nadie ha expresado jamás esa idea de forma tan convincente como él lo hizo en 1948, y nadie, desde Dostoievski, se ha acercado tanto como Orwell a leer la mente del Gran Inquisidor. Los humanos, en una parte de su interior, se deleitan con la crueldad, la guerra y la autoridad absolutamente caprichosa, y se aburren con los propósitos civilizados y humanos;
comprenden muy bien la conexión latente entre la represión sexual y la orgiástica liberación indirecta y colectivizada. Y si determinados regímenes han gozado de popularidad, no lo han hecho a pesar de su carácter irracional y cruel, sino precisamente gracias a él. Siempre habrá Trotskis y Goldsteins e incluso Wistons Smith, pero debemos tener muy claro que serán muy pocos, y que, como en el caso del rebelde de Camus, la muchedumbre aullará de alegría cuando vea que son arrastrados hacia el cadalso. Esta larga y firme mirada al vacío es la apoteosis del “poder de afrontar los hechos desagradables” que Orwell tenía. 1. Obra de teatro de Jean-Paul Sartre, de la que procede la famosa cita “el infierno son los demás”. 2.
Traducción de LUIS GONZÁLEZ CASTRO
Por qué es importante Orwell. Barcelona. Página Indómita. 2016. Pág. 217-220.
NO ES MÁS Por: Arnubio Roldán Echeverri (1964-)
Por: Diego Arango Bustamante
A mi madre Olga, in memoriam A mi padre Reinel, in memoriam A mis hermanos: Reinel, Robinson, Alberis y Barúc, in memoriam A mi hijo Alejandro, in memoriam A mi hermana Migdalia, quien aún habita esta tierra
TEORÍA DE LOS PUENTES
a Daniel Día
Quizás inventamos los puentes para eludir la aventura misteriosa de vadear los ríos o escudriñar el abismo Los hay de fino calicanto de inmunizada madera de asfalto lustroso Los que con el viento se mueven nos hacen sentir el insondable vacío Los que a la orilla se aferran como felinos de mármol guardan en sus extremidades las furias del río Puentes para acortar distancias para unir inicuas fronteras pretexto para las batallas para morir en tierra de nadie Mi teoría es más simple tal vez tonta inventamos los puentes para no mojarnos los zapatos
MODERNIDAD ¿A dónde fueron esos caballos
no los del edén no los del mar no los de brioso paso no los de las hazañas mitológicas sino aquellos plateados y metálicos que rompían el viento sobre el capote de un Ford Superduty o un Mercury modelo 55? ¿En qué parajes de chatarra galopan ahora? Otrora príncipes del viento que desde el balcón de la tristeza nos robaban la mirada Ahora fundidos en mil usos En la hebilla de mi correa en el ojal de mis zapatos prisioneros corceles
A USTED SEÑOR SICARIO que se gana la vida en la fábrica de la muerte dígale a su jefe mercenario diputado o general que le dé unas vacaciones usted también tiene derecho
a disfrutar lo que se gana Cómprese ropa sport a la moda gafas oscuras y consígase una chica ¡Váyase al mar! en autobús en avión o en su Mazda propio qué más dá su dedo índice le ha dado esas garantías Hóspedese en un hotel de lujo habitación con espejo para que pueda apreciar su asqueroso cuerpo ¡Ah! pero tenga cuidado al llegar ebrio porque puede cortarse y perder su dedo índice o cuidado con quedarse dormido en la playa porque cualquier pez puede amputarle la mano y aunque éste pierda la vida por indigestión usted señor sicario puede perder su empleo ¡Disfrute del sol
olvídese de su arduo trabajo no sea que sufra pesadillas o visiones extrañas que su ensalada de frutas se convierta en vísceras humanas o en corazones que aún palpitan que en su sobremesa vea las miradas vidriosas de sus víctimas o que la brisa lleve mensajes de resurrección y cantos a la vida Señor sicario dese unas vacaciones Si su jefe puede ¿Usted por qué no?
SALMO 91 Así para qué sirve la religión… Luis Vidales
Como un guardián acechando tras la puerta en un humilde hogar El salmo 91 Como una ahogada letanía en las noches aciagas de los campos
El salmo 91 Como un exquisito menú que cuelga en los negocios de los usureros El salmo 91 Como bandera que tremola victoriosa en el parabrisas de los autos El salmo 91 Como un fino estuche guardado en las carteras de las damas de caridad El salmo 91 Como un talismán cualquiera encontrado en el bolsillo ensangrentado de la víctima El salmo 91 GUERRERO SOY No tengo mi piel tatuada de serpientes ni dragones tampoco una cicatriz en el pecho o en la cara mi señal es más adentro soy un guerrero de nada Cruzo valles y colinas imaginando batallas con temibles enemigos
y de amores más reales Siento morir algo en mí con el último crepúsculo cuando de regreso vengo con trofeo entre las manos no es un tigre de bengala ni un venado lo que traigo en mi propia cabellera que tremola entre mis dedos Mi señal es más adentro soy un guerrero de nada UN ROLLS ROYCE PARA RIMBAUD El lujo es la palabra la velocidad igual la de la noche la del rayo la del potro en la llanura La belleza ese velo de las cosas que a diario hay que remover con la mirada como si se tratara de una restauración
No basta un Rolls Royce para alcanzar el trono para devorar el paisaje que apresurado nos dice adiós para acallar tu grito Todo es poco o nada para seducir esta ansia esta incomodidad esta insoportable levedad ese cerco de púas que amenaza los sueños la imaginación el espíritu Ni un Rolls Royce para ti Rimbaud ni una mansión frente al mar ni un palacio atendido por reyes que el tiempo borrará bastarán para doblar tu espinazo tu mirada son muchos los que aguardan la conquista de éstos efímeros paraísos Sin embargo Arthur Rimbaud te mereces un Rolls Royce aunque sea tan sólo para mearte en su capote o jugarlo por una caricia de Verlaine
Ahí el Espíritu del Éxtasis MORADA Dejad aquí el eco de las voces las huellas de los pasos la humedad de las miradas De ser posible un tinte de sangre la porción de miedo que nos toca
GEODESIA ¿Cómo quieres que las carnes de mi inocencia borboteen en la tinta? Lautréamont
Tráeme amor mío los Cantos de Maldoror ¡Es tanta mi tristeza! Mi joroba tiene la inclinación de la tierra mi pecho su achatamiento ¡Qué gravedad! Tráeme amor mío los Cantos de Maldoror
ETERNO RETORNO Como tintineando un vaso de cristal con la uña de tu dedo índice, has despertado a mi alama de un sueño de siglos. Abro los ojos. Recuerdo mi último goce, mi último dolor: una mujer con movimientos de río se deslíe en mi cuerpo; una saeta de flanco a flanco, cruzándome. Ignoro mi nombre. POR QUÉ ESTA SED Por qué esta sed de tu airoso talle de tu mirada fresca de la magia lúdica de tu vaivén de tus pies desnudos sobre los cristales Por qué esta sed de asomarme a la ventana de tu vientre a contemplar el cosmos con su tierra agonizante Por qué esta sed de hundirme en tu pupila y lanzar destellos hasta rasgar el cielo incendiar el horizonte e intimidar la luna Por qué esta sed de arrebatar al destino tu presencia burlar a los dioses y fundirme en ti
como arcano andrógino Por qué esta sed de aferrarme a tu piel con los ojos en sombras y esperar un despertar edénico donde no puedan penetrar las palabras BROCHURE Como turismo inventó el abismo la desilusión Silvio Rodríguez
En el folleto turístico de mi país el agua brota pura de la roca el aire no está contaminado y no aparecen animales en vía de extinción No hay niños carcomidos por enfermedades tropicales ni hombres ni mujeres haciendo las colas del pan ni viejos desdentados esperando una pensión imposible La brisa del mar no trae el lamento de barcos negreros ni carabelas anunciando la hecatombe
En el folleto turístico de mi país una negra ofrece sandía a la familia feliz: hombre corpulento de torso velludo mujer embadurnada con finos aceites y niño pelirrojo tras una pelota de colores El folleto turístico de mi país que no lo hojee Dios a la hora de la siesta porque de seguro filmaría la segunda versión del paraíso
No es mรกs. Bello. Quitasol Fondo Editorial. 2019. Pรกgs. 25-26, 29, 33-35, 49-50, 53, 63-64, 69, 83, 97, 101-102, 109-110.
LA MUERTE EN LA CALLE (1967) / LAS BRUJAS DEL VIEJO CRÍSPULO Por: José Félix Fuenmayor (1885-1966)
No, Don Pepe, brujas como esas de que usted me da noticia no las tenemos por aquí. Las brujas de nosotros no se empandillan por hacer daños en los sembrados; tampoco se juntan en montonera chillando y dando brinquitos de bailarinas. Y no faltaba más, que se enfiestarán con el Demonio, si hasta le sacan el cuerpo cuando pueden, porque siempre lo tienen detrás. Y no voy a negarle que algunas han echado su monstruo al mundo; pero jure usted que se las cogerían dormidas, pues de voluntad no encontraría una sola el tal Satanás que se le pusiera de candelero. Otra cosa le digo: no saben montar palo de escoba. Y ni hablar de ninguna parecida a esas grandes señoras que usted me cuenta, muy casadas, a quienes sus grandes señores, poco maridos, dejaban solas y encerradas por muchos días; y esperando entraban en comezón, y se volvían lobas de noche para salir a rascarse en las perrerías. Porque acá no se dan esas. Nuestras brujas no pican de encopetadas ni pecan por picazón. Ni piensan siquiera en tener hombre a la mano. Su vida es un desamparado pasar como el de esas otras que usted me dice de tan humilde condición que dan lugar a
que los diablos traperos, recogedores de almas para el Infierno, se equivoquen, cuando ellas mueren, y les ponen el saco recolector en el trasero. Usted podrá encontrar por ahí unas cuantas mujeres, viejas las más, medio empelechadas y con buena olla al fogón, vendedoras de yerbas milagrosas, oraciones contra maleficios, conocimientos para el amor: no se deje engañar, esas las echan pero no son. Brujas de verdad, la de la señora Indalecia y la de la señora Encarnación. Le voy a contar sus historias, y no espere que se le pongan los pelos de punta. Sus correrías lo desilusionarán. ¿Qué salen a hacer nuestras brujas? Simplemente a buscar comida. Primero la de la señora Encarnación. Ella le había dado en alquiler un cuarto en el patio de la casa a una mujer algo joven y bien parecida a quien todas las mañanas le amanecía sentada ante una mesita con hortalizas que ponía a un lado de la calle, junto a la cerca de la casa. Ese era su negocio. De dónde sacaba los rábanos, la lechuga, el ají, la señora Encarnación no lo sabía. Pero una mañana no vio a la mujer en su puesto de costumbre y fue a averiguar qué le pasaba. La llamó desde afuera y ella contestó que empujara la puerta y entrara. Así lo hizo la señora Encarnación y encontró a la mujer acostada en el piso al pie de la cama a donde no pudo subir porque en el último momento le faltaron las fuerzas. Se le veían dos heridas, una en la cabeza y otra en un brazo. Y la mujer confesó que ella era bruja y contó que todas las noches a las doce mudaba su forma en la de una puerca y se iba derecho a La Floresta donde se cultivaban muy buenas hortalizas, comía hasta hartarse y luego robaba las que ponía a la venta en su mesita; pero que la noche anterior el cuidandero la descubrió y la corrió a machete, y se sentía muy triste porque la mucha sangre que perdió se le había ido la virtud de la brujería; y su preocupación era que, incapacitada para el único trabajo que sabía, le esperaban tiempos de hambre y necesidades. La señora Encarnación le preguntó cómo hacía para cambiarse en puerca y la mujer contestó que decía: “Sin dios y sin Santa María”. ¿Y qué haces para volver a tu natural?”, continúo interrogándola la señora Encarnación. “Digo al revés: Con Dios y con Santa María”, respondió la mujer. “Entonces .dijo la señora Encarnación- me está permitido ayudarte y te ayudaré, porque desde
ahora quedas con Dios y con Santa María”. La señora Encarnación era muy pobre; y con la carga de aquella mujer que se echó encima, su vida de privaciones empeoró más y más. Pero una noche la mujer le dijo, como quien no quiere la cosa. “Ya tengo otra vez mi sangre completa”. La señora Encarnación, bajando los ojos, dijo: “Cuídate mejor, no vuelvas a perderla”. La señora Encarnación terminó su historia así: Era una excelente mujer. Durante muchos años –Dios me lo perdone- fue el amparo de mi inválida vejez; pero un día no volvió y no sé qué habrá sido de ella. Ahora, la de la señora Indalecia. Siendo ella muy niña solía pasar y repasar en sus idas y vueltas camino a la escuelita, por frente a la casucha donde vivía sola una viejita que frecuentemente la llamaba y le ofrecía rajas de melón, torrejas de patilla y otras frutas que comía con gusto. Una tardecita, cuando no eran todavía las seis pero el día estaba ya oscuro, pasó como de costumbre la señora Indalecia –que entonces era llamada Indalecita- y la viejita la invitó a entrar un momento. Entró, la viejita la llevó al patio y en su presencia comenzó a desnudarse e iba poniendo la ropa en un matorral. Después le dijo: “Mijita, el favor que te pido es que me cuides la ropita. Espérame aquí, voy a buscar unas pastillas y no tardaré en encontrarlas porque ahora es el tiempo”. Enseguida la viejita, toda en cueros, sacó del mismo matorral un garabato y picándose con él una parte que la señora Indalecia no quiso nombrar, se convirtió en zorra y se fue corriendo. La señora Indalecia dice que por un lado salió la zorra y por el otro ella disparada y no paró hasta su casa a donde llegó muerta de susto; que jamás volvió a pasar por aquella calle, ni como Indalecita ni como señora Indalecia; y que al fin la viejita fue muerta como zorra, cosa que todo el mundo supo, y sucedió de este modo: una noche Tobías, el muchacho de la rosa del compadre Sóstenes, salió a echarle un vistazo a los sembrados; aunque la luna estaba en menguante alcanzó a ver una animal por los lados del patillar; le tiró con la escopeta y quedó seguro de haberle dado porque lo vio voltearse y caer detrás de un barranquito, pero dejó el cogerlo para cuando aclareara: y a la salida del sol lo que encontró allí fue a la viejita muerta. “Estaba desnuda y con un garabato enganchado en salva sea la parte”, dijo la señora Indalecia.
La muerte en la calle. Bogotรก. Alfaguara. Editorial Santillana. 1994. Pรกgs. 121-124.
EL ÁNGEL DE LA VENTANA DE OCCIDENTE Por: Gustav Meyrink (1868-1932)
¡Qué sentimiento tan turbador! ¡Tener en la mano, atado y sellado, el legado de un muerto! Es como si tenues e invisibles hilos, parecidos a los de las telas de araña, se escapasen de él, para conducirte mucho más allá, en un imperio de tinieblas. El sabio cierre del paquete, el papel azul cuidadosamente plegado sobre el papel de embalaje, prueban, con un silencioso testimonio, la intención y el gesto premeditado de alguien vivo que sentía acercarse la muerte. Reúne, clasifica y envuelve: cartas, notas, cajitas impregnadas de su importancia antigua y a la vez de su decadencia actual, vacías de recuerdos ha mucho desvanecidos; al hacer esto, imagina venir un heredero, un lejano personaje, casi un extraño -¡yo!- un hombre que no conocerá su desaparición y sólo se afectará si el paquete cerrado, abandonado en el reino de los vivos, encuentra el camino hasta él.
Está constelado de imponentes sellos rojos, los de mi primo John Roger, con las armas de mi madre y de su familia. Desde ya hacía mucho los primos y las tías llamaban a este hijo de un hermano de mi madre: “El último de su raza”, y estas palabras, aparte de las consonancias extranjeras de su nombre, resonaban en mi oído como un título solemne, cuando, con un orgullo un poco risible, las pronunciaban con sus labios secos y arrugados, exhalando en una pequeña tos el resto de una raza casi extinguida. El árbol genealógico –evocado en mi imaginación por la imagen heráldica- está curiosamente ramificado en tierra extranjera. Se ha enraizado en Escocia, ha prosperado en toda Inglaterra, pasa por estar emparentado de cerca con una de las más importantes familias del País de Gales. Vigorosos brotes se han multiplicado en Suecia, en América, finalmente en Estiria y en Alemania. En todas partes se han debilitado y en Gran Bretaña el tronco se está secando. Un último renuevo resistía todavía, aquí, el sur de Austria: mi primo John Roger. Y este último renuevo, Inglaterra lo ha segado. “Su Señoría” mi abuelo materno, todavía tenía en mucho las tradiciones y los títulos de sus antepasados. ¡Y tan sólo era un simple ganadero de Estiria! –John Roger, mi primo, había tomado otros caminos; se dedicó a las ciencias naturales y a una especie de medicina diletante de la psicopatología moderna, hizo grandes viajes y se instruyó con una gran perseverancia en Viena y en Zurich, Alep y Madrás, Alejandría y Turín, cerca de maestros diplomados o no, cubiertos del polvo de Oriente o enarbolando la camisa almidonada de los Occidentales, pero eminentes conocedores de los abismos del alma. Algunos años antes de declararse la guerra se instaló en Inglaterra: debió de ir para investigar sobre la existencia y el origen de nuestra familia. No sé nada más, sólo que allí habría descubierto algún raro y profundo secreto. Fue entonces cuando la guerra le sorprendió, y como era oficial de reserva austríaco, se le internó; cuando salió del campo, al cabo de cinco años, era un hombre acabado. Ya no cruzó el canal de la Mancha y murió en algún lugar de Londres, dejando tras él unos pocos bienes sin importancia, y a partir de ahora dispersados entre los diversos miembros de la familia.
Me toca en suerte, además de algunos recuerdos, el paquete recibido hoy, en el cual, escrito por su propia mano, ha puesto mi nombre. ¡Muerto es el árbol, excluido el blasón! Pero es sólo un pensamiento vano por mi parte: ningún heraldo procede con semejante proclamación tan solemne y sombría. Excluido el blasón murmuraba mientras rompía los sellos rojos. Ya nadie más los pondrá. Son majestuosas, espléndidas armas que… ¿que yo rompo? Extraña impresión: ¿no es como si de golpe yo dijera una mentira? Sí, yo rompo estas armas, pero quién sabe, ¡quizá las despierte de un largo sueño! El escudo, bifurcado en su base, lleva a la derecha sobre un campo de azur una espada de plata en palo sobre una colina de sinople –alusión al señorío de Glahdhil de nuestros antepasados en Worcester. A la izquierda, en un campo de plata, un árbol verde; entre sus raíces nace una fuente de plata, a causa de Mortlake en Middlesex. Y, en la parte verde se termina en punta, una lámpara encendida recuerda las lámparas d de los primeros cristianos: símbolo insólito, que los heraldistas han considerado siempre con gran asombro. Dudo en romper el último sello, tan bellamente puesto par el placer de los ojos. ¿Pero qué es eso? Debajo del escudo. ¡No es del todo una lámpara encendida! ¡Es un cristal! ¡Un dodecaedro regular, aureolado de gloriosos rayos! ¡Sí, es un carbúnculo radiante, no una humilde lámpara de aceite! Y de nuevo se apodera de mí una extraña turbación, una emoción que querría abrirse paso hasta mi conciencia, y que habría dormido desde, sí, desde hacia siglos.
Lapis sacer santificatus manifestationis (1)
et
praecipuus
Observo moviendo la cabeza esta incomprensible novedad en el viejo blasón tan familiar. ¡Un sello que estoy seguro de no haber visto jamás! O mi primo John Roger lo ha hecho componer, o… sí, está claro: el corte, tan limpio, es moderno, indudablemente: John Roger ha hecho fabricar en Londres un nuevo sello. ¿Pero por qué? -¡A causa de la lámpara!- Lo descubro de pronto como una cosa que cae por su propio peso: la lámpara sólo era una corrupción
tardía y estrambótica. llevado un cristal inscripción?- Descubro entre este cristal y mi roca!” Recuerdo que en resplandecía con todos pero la he olvidado.
Desde siempre el blasón ha radiante. -¿Pero y la una singular complicidad mundo interior. ¡Cristal de una leyenda, un carbúnculo sus destellos en el cénit,
Una última duda. Al final rompo el último sello, deshago los nudos. Delante mío se esparcen viejas cartas, actas, archivos, extractos, amarillentos pergaminos cubiertos de caracteres rosacrucianos, diario íntimo, imágenes, pentáculos herméticos más o menos podridos, algunas sucias encuadernaciones con viejos cobres, un montón de cuadernos atados juntos de todas las maneras; y también pequeños cofres de marfil llenos de sorprendentes telas, monedas, fragmentos de madera incrustados de plata y oro, a manera de reliquias; y luego, huesecillos pulidos y tallados en caras como cristales, muestras del mejor carbón fósil de Devoushire, y buen número de objetos heteróclitos. Emerge una nota, con la austera y acompasada escritura de John Roger. ¡Lee o no leas! ¡Quema o persevera! Añade polvo al polvo. Nosotros, de la raza de Hoël Dhats, príncipes de Gales, estamos muertos. Mascee.
¿Me son destinadas estas frases? Me pregunto. Es probable. No comprendo nada, pero no me siento impelido a romperme la cabeza en ella. Semejo un niño que de todo se dijera: “¡Qué necesidad tengo de saberlo ahora! ¡Ya lo aprenderé más tarde por mí mismo!” ¿Pero, a pesar de todo, qué significa esta palabra “Mascee”? Pica mi curiosidad. Abro el diccionario y leo: “Mascee = expresión anglo-china que quiere decir poco más o menos: ¡Qué importa! Un sentido muy cercano al del Nitchevo ruso.” Ya era muy entrada la noche cuando ayer me levanté de la mesa, después de una larga meditación sobre la suerte de mi primo John Roger y sobre la fugacidad de nuestras esperanzas y de todas las cosas, dejando para mañana un inventario más detallado de mi herencia. Me puse en la cama y me dormí rápidamente. Aparentemente la idea del cristal en el blasón me había seguido hasta en mi sueño; en todo caso, nunca creo haber tenido un sueño tan singular.
En alguna parte, sobre mí, relucía el carbúnculo arriba en las tinieblas. Un rayo emanado de su palidez golpeó mi frente y tuve la neta percepción que así se establecía, entre mi cabeza y la piedra preciosa, una ligazón importante. Intentaba sustraerme de ella, pues una angustia me había asido, moviendo mi cabeza de un lado a otro, pero era imposible escapar al rayo. Mientras me esforzaba girando y volviendo a girar la cabeza, tuve una experiencia desconcertante: por decirlo de alguna manera, me pareció que el rayo del carbúnculo todavía permanecía clavado en mi frente cuando hundía mi rostro en la almohada. Y tuve la precisa sensación que un nuevo rostro se moldeaba detrás de mi cabeza: me crecía una segunda faz. No sentía ningún espanto; pero era molesto no poder ya de ninguna manera escapar al rayo. La cabeza de Jano, me decía, pero en mi sueño sabía que ero simplemente una reminiscencia de mis humanidades latinas, ya que intentaba tranquilizarme; por lo tanto, no estaba tranquilo. ¿Jano? –No, es estúpido: ¡Jano! ¿Pero qué, entonces? Con una insistencia irritante, mi conciencia onírica se paraba en este “y entonces qué’”. Además no llegaba a definir “quién era yo”. Después, pasó otra cosa: el carbúnculo descendió de sus lejanas alturas hasta tocar la parte superior de mi cabeza. Experimentaba una sensación de extrañeza impensable, tanto, que no sabría formularla. Un objeto, caído de un lejano astro, no me habría podido sorprender más. No sé por qué cuando reflexiono sobre este sueño, pienso siempre en la paloma que descendió del cielo en el bautismo de Jesús por el asceta Juan. Cuando más se acercaba el carbúnculo, más derecho caía el rayo sobre mi cabeza, quiero decir, sobre la línea que partía mis dos cabezas. Poco a poco experimentaba una sensación de ardor, comparable a la del hielo, y esta sensación nueva para mí, me despertó. He pasado todo el día siguiente rumiando este sueño. Dudoso, perezoso, un medio recuerdo emergía de las brumas de mi primera infancia. Se trata de una fábula, de un cuento, de una ficción o de una lectura –quizá de cualquier otra cosa- donde aparecían un carbúnculo y un rostro, o una forma, que no se llamaba “Jano2. Una imagen muy vaporosa emergía de las profundidades de mi memoria:
Cuando, en mi infancia, me sentaba sobre las rodillas de mi abuelo, el que se llamaba “Su Señoría” y que a pesar de todo no era más que un pequeño propietario estiriano, el viejo sire, mientras yo aseguraba mi posición a horcajadas sobre sus rodillas, me contaba a media voz todo tipo de historias. Todo lo que he retenido de la leyenda se desarrollaba sobre las rodillas de este sueño, él mismo medio legendario. Hablaba de un sueño: “Los sueños, hijo mío, son títulos más grandiosos que los de la nobleza y de los señoríos. No lo olvides. Si te conviertes en el heredero digno de este nombre, te legaré quizá un día nuestro sueño: el sueño de Hoël Dhats.” Y entonces, con una voz apagada, cargada de misterio, en un susurro sobre mi oreja, como si temiera que el aire de la habitación hubiera de sorprender sus palabras, mientras continuaba haciéndome saltar en sus rodillas, me habló de un carbúnculo en un país al que ningún mortal puede llegar a menos de ser introducido en él por quién ha vencido la muerte y poseer una corona de oro y un cristal sacado del doble rostro de… ¿de? Creo recordar que hablaba de esta criatura ambivalente del sueño como de un antepasado o de un genio tutelar de nuestra familia. Pero ahí mi memoria ya falla: todo flota en una niebla claroscura. De todos modos, nunca había soñado nada semejante hasta hoy. ¿Era el sueño de Hoël Dhats? Comentar más no serviría de nada. Por otra parte me ha interrumpido la visita de mi amigo Serge Lipotine, el viejo anticuario de Werrengasse. Lipotine –apodado en la ciudad “Nichevo”- antiguo anticuario titular de Su Majestad el Zar, sigue siendo, a pesar de sus vicisitudes, un personaje notable y típico. Antes millonario, conocedor, experto de fama mundial en el arte asiático; hoy un pobre viejo revendedor que espera una muerte cierta mientas vende baratijas más o menos chinas; siempre zarista, hasta la médula de los huesos. Debo a su olfato infalible la posesión de algunas piezas incomparables, y, cosa curiosa, cada vez que me apasiono por un objeto particular, que creo difícilmente asequible, cada vez, Lipotine viene a verme casi inmediatamente y me trae un objeto similar.
Hoy, como no había nada interesante, le muestro el envío de mi primo de Londres. Alabó un poco las viejas ediciones y las declaró “rarísimas”. Dos especies de medallones llamaron rápidamente su interés: buen Renacimiento alemán denotando más que las cualidades del oficio. Vio finalmente el blasón de John Roger, tuvo un movimiento de sorpresa y se perdió en reflexiones. Le pregunté lo que le intrigaba. Alzó los hombros, encendió un cigarrillo y guardó silencio. Un poco más tarde charlábamos de bagatelas. Poco antes de retirarse me dijo: “¿Sabéis, querido amigo, que nuestro buen Michel Arangelovicht Stroganof no durará mucho más que su último paquete de cigarrillos? Sigue la norma. ¿Qué podría hipotecar en el monte de piedad? Poco importa. Este es el fin, para nosotros los rusos: vamos en el sentido del sol, nacidos en este para naufragar en el oeste. ¡Qué os vaya bien!” Lipotine se marcho, yo seguía perdido en mis pensamientos. Así Michel Stroganof, el viejo barón, una de mis buenas relaciones de café se preparaba para emigrar al verde reino de los muertos, al país verde Perséfona. Desde que le conocí sólo vivía de té y de cigarrillos. Había huido de Rusia y embarrancado aquí, no poseía nada más que lo que llevaba encima, a saber, media docena de sortijas adornadas de brillantes y el mismo número, más o menos, de grandes relojes de oro: todo lo que había podido meter en sus bolsillos antes de cruzar las líneas bolcheviques. Vivía de estas joyas, con la insolencia y las maneras de un gran señor, sólo fumaba cigarrillos de los más caros, que hacía traer de Oriente váyase a saber por qué medio. “Transformar las cosas de la tierra en humo, le gustaba decir, puede ser el único placer que podamos dar a Dios.” Lo que no le impedía morir lentamente de hambre y, cuando no estaba sentado en la pequeña tienda de Lipotine, helarse en su buhardilla de algún barrio bajo. Así el barón Stroganof, antiguo plenipotenciario de Su Majestad Imperial en Teherán, agonizaba. “Poco importa. Sigue el orden”, como dice Lipotine. Con un suspiro pensativo, por ociosidad, me vuelvo con los manuscritos y los libros de John Roger. Cojo esto o aquello al azar y me absorbo en su lectura.
*** He pasado la jornada compulsando los documentos dejados por mi primo, y he concluido que era inútil esperar poder ordenar en un conjunto coherente estos fragmentos de antiguos estudios y estas viejas notas: nada se puede edificar de estos escombros. “Lee o quema”, me murmuraba sin cesar una voz interior. “¡El polvo al polvo!” En suma, ¿qué tengo yo que ver con esta historia de un cierto John Dee, barón de Gladhill’ ¿Qué era un viejo inglés inclinado al tedio y según todo parece un antepasado de mi madre? A pesar de todo no puedo decidirme a enviar este fárrago al diablo. A veces las cosas tienen más poder sobre nosotros del que nosotros tenemos sobre las cosas: tienden a los vivos una especie de trampa al hacerse pasar por monstruos. No, no me decido a interrumpir una lectura que, de hora en hora, sin saber decir por qué, me cautiva más. Del seno de este caos fragmentario emerge una forma crepuscular, bella y triste, la de un espíritu superior. De un hombre atrozmente extraviado que brilló en la mañana de su vida para ver amontonarse las nubes en su madurez: perseguido, burlado, crucificado, reconfortado con hiel y vinagre; un hombre que rozó el infierno, un elegido por tanto, que a fin de cuentas fue elevado a las altas esferas del cielo ya que era un alma noble, un “sapiente” audaz, un espíritu ardiente. No, la historia de John Dee, descendiente de uno de los más nobles linajes de la isla, de los viejos príncipes y condes de Gales, mi antepasado por sangre materna, no ha de hundirse en el olvido. Pero no puedo escribir como querría lo que veo en ella. Me faltan casi todas las condiciones previas: la posibilidad de un estudio personal y el eminente saber de mi primo en un dominio que unos califican de “oculto”; del que algunos creen desembarazarse poniéndole el término de “parasicología”. Carezco, en esta materia, de experiencia y de criterios. No puedo hacer nada más que intentar, con un cuidado escrupuloso, aportar a este embrollo de vestigios un orden y un plan racional: “Preservar y transmitir”, siguiendo las palabras de mi primo John Roger.
Ciertamente, esto no es más que disponer de un frágil mosaico. ¿Pero los restos de unas ruinas no son a menudo más emocionantes que una casa coqueta? Enigmática esa sonrisa de los contornos de una boca que desmiente la profunda melancolía ligada a la nariz: enigmática, esa mirada fija bajo una frente ausente; enigmático ese relámpago de frescor de pronto rosa, sobre un fondo que se esteriliza. Enigmático, enigmático… Me costará semanas, si no meses, de fatigoso trabajo desenmarañar, primera etapa indispensable, esta madeja ya medio podrida. Dudo: ¿Debo hacerlo? Si tuviera una onza de certeza, si un invisible consejero interior me soplase esta decisión, dejaría con toda irreverencia que este bazar se hiciera humo para “dar placer al buen Dios”. Cada vez se imponía más en mí el pensamiento del barón Michel Arangelovicht Stroganof, que está a punto de morir y ya no puede fumar sus cigarrillos, quizá porque el buen Dios tiene escrúpulo de que un hombre le testimonie tanta cortesía. *** 1. En latín en el texto: “piedra sagrada santificada y principio de la manifestación” (N. del T.).
De la edición original: VERLAG LANGEN MÜLLER
El
Ángel
de
la
Ventana
de
Occidente.
Editorial Sirio. 1987. Págs. 9-15.
Málaga.
ANTONIN ARTAUD, EL ENEMIGO DE LA SOCIEDAD Por: Aldo Pellegrini (1903-1973)
ARTAUD, HOMBRE DE TEATRO A partir de su separación del movimiento surrealista, Artaud vuelca todo su fervor en sus experiencias teatrales (1). Como dice Martha Robert: “Quiera hacer del teatro un espectáculo de sedición”. Artaud tenía como uno de sus objetivos esenciales desenmascarar la sociedad, buscó paradójicamente en el teatro (el verdadero mundo de las máscaras) el camino para hacerlo. Pero para ello trató en primer término de desenmascarar al teatro mismo; quiso recomponer en él la verdadera realidad del hombre. A esa mascarada que es la vida real, le opone la ceremonia sin máscara. Así surgen sus reflexiones sobre “el teatro de la crueldad” (2).
Su teatro abandona la psicología para poner en escena las fuerzas naturales y puras. La cultura occidental no está en relación con la vida, y Artaud quiere devolverle al teatro esa conexión, pero de un modo tal que “Se torne una especie de demostración experimental de la identidad de lo abstracto y lo concreto”. Para lograr esta conjunción, Artaud emprende una verdadera revolución teatral que abarca desde el sentido del teatro hasta su técnica. Abandona el hecho particular: no se trata ya de un hombre sino del hombre; no se trata de representar una vida sino de presentar una vida. Desde el punto de vista técnico, Artaud niega un teatro basado en la preponderancia del texto; la palabra plenamente es un gesto más entre los que definen la vida. Sostiene que “la puesta en escena es el teatro, en medida que la obra escrita o habla”. Considera la puesta en escena como un lenguaje en el espacio y en movimiento. Buscó resolver en el teatro la insuficiencia del lenguaje verbal que bloquea toda comunicación efectiva, y que lo desesperó siempre en su angustiosa persecución de la poesía; por eso quiso “sustituir la poesía del lenguaje por una poesía en el espacio”, y así, con verdadero frenesí buscó realizar en el teatro esa suma de poesía y vida que la palabra no lograba darle. En cuanto al papel del actor, la diferencia esencial reside en que en el teatro tradicional el actor se deja poseer por el espíritu de otro ser (el ser de ficción) y mimetiza una acción; en el teatro que propone Artaud el actor desencadena una acción que nace de la profundidad de su propio ser. De ese modo el teatro no imita sino transfigura. En el laboratorio del actor credo por Jerzy Grotowski, al proponer la eliminación de obstáculos en la actuación, parece querer cumplir las proposiciones de Artaud, a pesar de su negativa de reconocer la influencia de éste. Desde el punto de vista del sentido, el teatro para él “tiene que ser el doble no de la realidad cotidiana y directa sino de otra realidad peligrosa”, esa verdadera realidad del hombre que
la sociedad prohíbe. Quería ver en la escena una especie de ejemplo, de modelo universal, y por eso sostuvo que así como el teatro occidental se erigió en el doble de la vida, éste debe convertirse en el doble del teatro; de ahí el título de su libro: “El teatro y su doble”. En el primer manifiesto del teatro de la crueldad define así sus objetivos: “El teatro debe perseguir un replanteo, no sólo de todos los aspectos del mundo objetivo, sino también del mundo interno, es decir, del hombre considerado metafísicamente”. Y para alcanzar estos objetivos aclara que es necesario “crear una metafísica de la palabra, del gesto, de la expresión, para rescatarlos de su servidumbre a la psicología y a los intereses humanos”. Buscaba, como decía él: “una metafísica en actividad”, que significaría algo así como una encarnación de la problemática fundamental del hombre. Como veremos más adelante, Artaud tenía una idea muy particular de la metafísica que lo apartaba de la condición especulativa habitual en ella, para llevarlo a crear una metafísica viva, casi orgánica, que debería constituir el núcleo esencial de todo intento expresivo, y que él consideró la base de sus realizaciones teatrales y de su poesía. Artaud concebía el teatro como una especie de magia, un modo de encantamiento, una ceremonia, algo que despertara la sensibilidad profunda del espectador colocándolo en la máxima disponibilidad, y al mismo tiempo lo sacudiera y lo hiciera tomar conciencia de la irreparable violencia que es vivir. Por eso decía que el teatro tiene por objeto “poner la sensibilidad, mediante recursos precisos, en estado de percepción más profunda y más sutil; éste es el objeto de la magia y de los ritos, de los que el teatro es solo un reflejo”. En su ensayo: “El teatro y la peste” (3) descubre todas las cualidades de agitación y choque que corresponden al teatro. Allí dice: “El teatro debe ser como la peste, un azote vengador, una epidemia redentora”, y agrega: “La acción del teatro como a de la peste es beneficiosa, pues al impulsar a los hombres que se vean tal como son, hace caer la máscara, descubre la mentira, la
debilidad, la bajeza, la hipocresía del mundo…” La función primordial de un teatro así consistiría en sacudir la enorme inercia que se ha apoderado del ser humano hoy. En un folleto publicado en 1930 como justificación del teatro “Alfred Jarry” Artaud precisa aún más los objetivos de su proyecto: “El teatro Alfred Jarry tendrá por objeto acentuar y agravar de algún modo el conflicto manifiesto entre las ideas de libertad e independencia que pretende defender, y las potencias hostiles que se le oponen”. Este principio de liberación llevado hasta sus extremas consecuencias es fundamental en la concepción teatral de Artaud, y su resultado fue la instauración de un verdadero antiteatro. Su influencia fue sobre la vanguardia teatral del presente es considerable. Basta mencionar el teatro del absurdo con Beckett, Adamov, Ionesco; el teatro de Peter Weiss, las experiencias de puesta en escena de Peter Brook, Charles Marowitz, el Living Theatre, el laboratorio del actor de Jerzy Grotowski, etc. Pero a lado de esfuerzos válidos hay que señalar la multitud de intentos embrionarios, torpes, vacíos y pretenciosos (y más desmañados cuanto más pretenciosos) que se reclaman de Artaud y que sólo revelen una insuficiencia total (de ideas y de realización) sin advertir que Artaud dijo: “La crueldad es ante todo el rigor” y también exigió “ser cruel consigo mismo”. No hay duda de que en su proyectada revolución teatral Artaud tuvo predecesores. Bastaría mencionar a Stanislavsky, Meyerhold, y al mismo Dullin con quien se inició en el teatro y de quien Artaud tomó y desarrolló diversas ideas. Pero podría decirse que en todos ellos el cambio es exterior y tienden a aligerar y modernizar los mecanismos pesados y caducos del teatro tradicional, pero el sentido del teatro en sí no cambia como pretende cambiarlo Artaud. En los escritos del último período, Artaud se sacude ya totalmente cualquier resto de concepción literaria, aún la más libre, para extraer del lenguaje todas sus cualidades de violencia, mediante un absoluto despojamiento. La palabra deja
de ser vehículo de información para sr mordedura, látigo que fustiga, grito de alerta. La poesía surge como emanación espontánea de la palabra justa. Y aunque todo brota de su vida interior lacerada, su escritura no tiene el carácter doméstico de una confesión. Representa algo así como la versión verbal de los tormentos e iluminaciones de un visionario. Y si constituye como escritura un torrente inagotable por el que se derrama la desesperación y sus consecuencias: el repudio, la denuncia, la condena, nunca adquiere un tono lastimero o elegíaco, ni siquiera deja entrever el desaliento. Todo lo contrario se convierte en una atronadora bofetada al rostro maquillado de la sociedad, poniendo en evidencia sus grietas y descomposición, y acompañándose del estallido incontenible de un clamor que exige la reconquista de la perdida de dignidad del hombre. El sufrimiento asumido en su totalidad y la impugnación llevada a los extremos de la cólera ilimitada, forman mezclados la materia prima de que se alimenta la obra atormentada de Artaud. 1. Sobre la actividad teatral de Artaud ver: André Frank (secretario de Artaud en el momento de “Los Cenci”, 1935); la REvue Théatrale, Nro 13, 1950. Pero se pueden considerar los dos episodios fundamentales: en 1926 la fundación del teatro “Alfred Jarry” (con Robert Aron y Roger Vitrac) y en 1935 la dirección de la sala FoliesWagram, donde presenta como primer espectáculo su obra “Los Cenci”, con un rotundo fracaso. 2. A. Artaud: La théatre et son doublé (Gallimard, 1938). 3. Incluido en “El teatro y su doble”.
Van Gogh el suicidado por la sociedad. Buenos Aires. Editorial Argonauta. 1981. Pรกgs. 14-18.
ACERCA DEL TEATRO DE MARIONETAS (1810) Por: Heinrich von Kleist (1777-1811)
Ueber das Marionettentheater; en: H. v. Kleist, Sämtliche Werke un Briefe in vier Bänden, ed. cit., t. III, pp. 338345.
Cuando pasaba el invierno de 1801 en M…, topé una tarde allí mismo, en un jardín público, con el Sr. C…, quien, desde hacía poco, estaba empleado como primer bailarín de la Ópera, no sin gozar de un éxito extraordinario entre los aficionados. Le dije que aún estaba sorprendido por haberle encontrado repetidamente entre los espectadores del Teatro de marionetas, artefacto que había sido instalado en la Plaza, y en el que una suerte de pequeños sainetes, entretejidos de bailes y canciones, recreaban al populacho. Me aseguró que la mímica de aquellas muñecas le procuraba un gran placer, y me dejó entender sin
recovecos que si un bailarín quisiese educar sus facultades, podría aprender enormemente de ellas. Como tal expresión me pareció, por el modo en que había sido formulada, mucho más que una idea aislada y caprichosa, me aveciné voluntariamente más a él con la intención de tener noticias más explícitas acerca de los motivos para los que pudiera osar tal afirmación. Me preguntó si yo, en efecto, no había encontrado muy agraciados algunos de los movimientos de aquellas muñecas, especialmente de las pequeñas. Ante el hecho no pude retractarme. Un grupo de cuatro campesinos, que bailaban una ronda al son de un impetuoso compás, no podría haber sido mejor pintado por Teniers.
Procuré informarme sobre el mecanismo de aquellas figuras, intentando saber cómo sería posible regir de ese modo los miembros y puntos específicos de las mismas sin tener entre los dedos miríadas de hilos, tal y como parecía exigir el ritmo de los movimientos o la danza. Me respondió que no debía imaginarme que cada miembro particular había de ser sostenido y ajustado por los maquinistas en los distintos momentos de la danza. Cada movimiento –dijo- tiene su punto de gravedad; es suficiente regir éste, en el interior de la figura. Así pues, los miembros no son sino una
especie de péndulos que se siguen, por sí mismos y de forma mecánica, sin interrupción alguna. Dio por sentado que el movimiento fuese muy sencillo, de modo que cada vez el punto de gravedad es movido en línea recta, los miembros describen líneas curvas. El conjunto, así animado, devendría con toda frecuencia, y de modo estrictamente casual, una especie de movimiento rítmico, similar al de la danza. Me pareció que esta observación aclaraba en buena medida el divertimento que él había pretendido experimentar en el Teatro de marionetas. En este momento yo no podía censurar aún las consecuencias que él, más tarde, habría de inducir de aquello. Le pregunté que si el maquinista que dirigía las muñecas debía ser por sí mismo un bailarín, o si, como mínimo, necesitaba tener una noción de la belleza de la danza. Me respondió que los aspectos mecánicos de una tarea pueden ser sencillos, sin que de ello hayamos de colegir que se logre ejercer sin ninguna sensibilidad. La línea que debe describir el punto de gravedad es, en efecto, sencilla, y, según las convicciones de mi interlocutor, recta en la mayor parte de los casos. De ser curva, su grado de inflexión sería de primer o, como máximo, de segundo orden. Pero incluso en este último caso la línea sería aún elíptica. Gracias a las articulaciones, esta forma de movimiento en el ápice del cuerpo humano especificaría la absolutamente natural, y, por lo tanto, no habría de exigir gran dedicación a los maquinistas. Por el contrario, esa línea, en otro sentido, se nos presentaría de nuevo como un gran enigma, pues no sería sino la ruta del alma del bailarín. De este modo, él tenía dudas de que aquélla pudiese ser encontrada si el maquinista no se trasladara al mismo punto de gravedad, o, en otras palabras, si no bailase. Repliqué diciendo que se me presentaba completamente vana la tarea del maquinista; algo
así como girar organillo.
un
manubrio
para
que
suene
un
De ningún modo –respondió-. Antes bien, los movimientos de los dedos se corresponden inequívocamente con el de las muñecas que sujetan, como las cifras son a sus logaritmos o la asíntola a la hipérbola. Entretanto se adelantó a rectificar algunas de sus observaciones anteriores, puesto que pensaba que aquella fracción de espíritu transmitida por el maquinista a la marioneta podría, de hecho, ser creada por medios estrictamente artificiales, que, sin perjuicio alguno, mantendría la danza en la totalidad de sus fuerzas mecánicas; es decir, podría ser sustituida –como yo había pensado- por un manubrio. Por mi parte expresé abiertamente un gran asombro ante la forma inequívoca con la que él elevaba a la categoría de Bello Arte aquella técnica lúdica inventada por el populacho. Él consideraba sin duda que tal juego era susceptible de un elevado desarrollo, e incluso parecía ocuparse personalmente en su ejercicio. Me dijo, riendo, que se atrevería a afirmar que si algún mecánico se animase a construir una marioneta según sus deseos, habría de exigirle tales minucias, que la danza de aquélla sería de un virtuosismo inimitable, tanto para él como para cualquier bailarín de talento, sin exceptuar el mismísimo Vernis. ¿Ha tenido Vd. noticia –preguntó mientras yo bajaba silencioso la mirada al suelo- de las zancadas mecánicas que unos artesanos ingleses han confeccionado para los malaventurados que infelizmente perdieron sus piernas? Respondí que nunca había oído nada al respecto. Lo siento de veras –contestó-. Vd. no me creería si le dijese que esos desdichados bailan con las zancas –en ese momento creí despedazarme -. ¿Qué digo?, ¿bailar? Su círculo de movimientos es, en efecto, restringido, pero aquellas zancas con las que operan consuman movimientos animados de tal sosiego, ligereza y encanto, que son capaces de asombrar a toda naturaleza sensible.
Me expresé entonces deliberadamente burlón, y le dije que, así pues, había encontrado ya a su hombre. Aquel artesano que era capaz de componer tan singulares zancas, podría igualmente construir una marioneta completa con arreglo a los deseos de mi interlocutor. ¿Cuáles –pregunté al tiempo que él, por su parte, algo perplejo, bajaba la mirada al suelo- habrían de ser las exigencias que Vd. dispondría para el procedimiento de realización de un encargo semejante? Nada –respondió- que no se encuentre ya en éstas: justa proporción, soltura, ligereza, sólo que en un grado más alto; y especialmente el desafío consistiría en la colocación del punto de gravedad conforme a la disposición natural. ¿Y qué ventaja habría de tener esa muñeca respecto a un bailarín vivo? ¿La ventaja? Ante todo una negativa, mi inestimable amigo; a saber, que esta muñeca nunca se afectaría. La afectación, como Vd. sabe, aparece cuando el alma (vis motrix) se encuentra en cualquier lugar distinto al punto de gravedad del movimiento. Ya que decididamente el maquinista no tiene bajo su control, mediado por hilos o alambres, ningún otro punto sino éste, todos los miembros restantes son entonces lo que precisamente les corresponde ser: puros péndulos muertos que cumplen sin más la ley de gravedad. Es ésta una inestimable cualidad que buscamos en vano en la mayor parte de nuestros bailarines. Basta con que Vd. observe a P… -continuó-, que representa a Dafne, y que al ser perseguida por Apolo, se vuelve buscándole con la mirada. Su alma se asienta en la más turbulenta encrucijada; se doblega como si quisiera quebrarse, como una Náyade de la escuela de Bernini.
Observe Vd., igualmente, al joven F…, erguido bajo las tres diosas, que ofrece una manzana a Venus: el alma –es espantoso verlo- se le ciñe por completo al codo. Tales desaciertos –siguió el Sr. C… sin interrumpir su discurso- son inevitables desde que probamos los frutos del Árbol de la Ciencia. Por tanto, el Paraíso está bien cerrado para nosotros, del mismo modo que queda el querubín a nuestras espaldas. Deberíamos girar en torno al mundo y aplicarnos a la búsqueda de una entrada que quizá allí detrás, en alguna parte, se abra para nosotros. Reí. Ciertamente –dijo-, tienen la ventaja de ser antigravitatorias. Nada saben sobre la negligencia de la materia que obstaculiza ineludiblemente cualesquiera cualidades de la danza. La fuerza que las yergue en el espacio es mayor que aquella que las aherroja a la tierra. ¿Qué peso específico tal le socorriese en sus saltos en cruz y piruetas? Las muñecas necesitan el suelo tan solo para rozarlo,
como los genios del aire, para que todos los miembros, mediante un refrenamiento instantáneo, retomen su impulso. Nosotros lo necesitamos para reposar sobre él, no incluye en sí mismo danza alguna, y con el que nada puede hacerse más que ocultarlo cuanto antes. Le dije que, aunque continuase defendiendo con la misma habilidad las causas de sus paradojas, jamás me haría creer que puede apreciarse un encanto mayor en un títere mecánico que en la complexión del cuerpo humano. Replicó diciendo que ni tan siquiera igualar al títere le sería posible al hombre. Únicamente un dios podría rivalizar con la materia en esta tierra; y en tal caso se verificaría el punto en el que los dos extremos del mundo anular se tocarían entrambos. Yo, cada vez más y más asombrado, en medio de la mayor perplejidad, no llegaba a entender lo que podría querer expresar con tan extrañas observaciones. Parece –añadió mientras inspiraba una pulgarada de rapé- que usted no haya leído atentamente el tercer capítulo del Libro primero de Moisés. Quien no conozca ese primer período de la evolución humana no podrá hablar con conveniencia acerca de las fases posteriores, y mucho menos sobre las últimas. Dije que conocía perfectamente los desórdenes que causaba la conciencia en la gracia del ser humano. Un joven conocido mío perdió ante mis propios ojos la inocencia, a causa de una única observación. Fue imposible recuperar el paraíso de su anterior candor, a pesar de todos los esfuerzos imaginables. ¿Qué consecuencias –añadí- podría Vd. colegir de ello? Me preguntó exactamente.
a
qué
acontecimiento
me
refería
Me bañaba –comencé mi narraciónhace aproximadamente tres años con un joven cuya fisonomía rebosaba por entonces todo tipo de encantos. Él hubiese deseado permanecer en su decimosexto año; así se dejaban adivinar en él los primeros rastros de vanidad, provocada por el favor
de las mujeres. Se daba el caso de que hacía poco habíamos visto juntos en París el joven que se extrae una espina del pie, estatua cuyo vaciado, conocido de todos, se encuentra en la mayor parte de los museos alemanes. En un momento en el que tenía colocado un pie sobre el escarpel para sacarlo, vio su imagen proyectada en un gran espejo, e inmediatamente le recordó la estatua. Se echó a reír y me dijo lo que acababa de descubrir. Yo, de hecho, había realizado en aquel instante el mismo movimiento, pero sea para tratar con cierto provecho su vanidad, reí, y dije que se mostraba realmente majestuoso. Él se sonrojó y levantó el pie por segunda vez con la intención de mostrarme de nuevo aquella postura. El intento, como pude presumir sin dificultades, fue en vano. Levantó desconcertado el pie por tercera y cuarta vez, y aún hasta diez veces…, todo inútilmente. Era incapaz de articular el mismo movimiento. ¿Qué digo?, los movimientos que engendraba tenían un carácter tan ridículo, que yo me esforzaba por retener las carcajadas.
Desde aquel día, o, por así decirlo, desde aquel preciso instante, se verificó en este adolescente una inconcebible transformación. Comenzó por permanecer ante el espejo días y días, en los que le abandonaba un estímulo tras otro. Una cierta vacilación y una misteriosa violencia pareció tenderse, como una red de hierro, sobre el libre juego de sus ademanes. Cuando había transcurrido un año ya no restaba en él nada de la hermosura que antaño deleitó a cuantos le rodeaban. Alguien, que vive aún hoy, fue testigo presencial de tan extraño
e infeliz acontecimiento, y podría confirmarlo palabra por palabra, tal y como lo he contado. En tales circunstancias –dijo el Sr. C…, con la cortesía que le caracterizaba-, aprovecho para narrar otra historia, cuya relación con la anterior comprenderá Vd. mismo de inmediato. Me encontraba como viajero en Rusia, en una quinta del Sr. v. G…, un aristócrata livonio, cuyos hijos, especialmente el mayor, practicaban tenazmente esgrima por entonces. Este último, que acababa de regresar de la universidad, era pretendidamente virtuoso, y, estando una mañana en mi habitación, me ofreció un florete. Nos batimos, pero sin apenas esforzarme le tocaba, puesto que le era superior. La pasión vino a turbarle; prácticamente todos mis ataques quedaban encajados, y su florete voló finalmente hasta el rincón. Algo susceptible dijo, mezclando la broma con el rencor, que había encontrado a su maestro, y que, puesto que todo tiene su maestro en el mundo, querría conducirme también él al suyo. Los hermanos no cesaban de carcajear y gritaron: ¡ea, pronto, al establo! Con ello me tomaron de la mano y me llevaron hasta un oso que el Sr. v. G… dejaba criar en aquella finca. Me coloqué, atónito, ante él. El oso se encontraba sobre sus pies traseros, con la espalada arrimada a un poste, al que estaba encadenado. Alzando la aguzada zarpa derecha, me miró a los ojos: ésta era su posición de guardia. Creí estar soñando al verme frente a aquel insólito adversario. ¡Atáquele! ¡Atáquele! –grito el Sr. v. G… -¡intente asestarle un tocado! Cuando me hube repuesto ligeramente de la primera estupefacción precipité mi florete sobre el animal. Intenté engañarlo por medio de todo tipo de fintas, pero el oso se movió. Precipité de nuevo mi florete hacia él con tal destreza imprevista, que de seguro habría encontrado a cualquier hombre en el pecho. El oso hizo un pequeño movimiento y paró mi ataque. Me encontraba yo ahora en el caso del joven Sr. v. G… El rigor del arte del oso vino a robarme el sosiego. Ataques y fintas se sucedían, el sudor me agotaba…, todo inútilmente. No puedo decir más, aquel oso atajaba todos mis golpes, como si fuese el primer florete del mundo. No consiguió
embaucarle ni una sola finta, algo que, desde luego, ningún esgrimista del mundo podría imitar. Enfrentados nuestros ojos, se erguían como si pudiese leer en los míos, con la aguzada zarpa en alto, y si mis intentos carecían de la suficiente gravedad, los desconsideraba y permanecía inmóvil. ¿Cree usted esta historia? ¡Absolutamente! –aprobé espontáneamente-. La escucharía como cierta de boca de cualquier extraño, ¡y cuánto más viniendo de usted! Así pues, mi inestimable amigo –dijo el Sr. C.-, está usted en posesión de todo cuanto es necesario para comprender mis preocupaciones. Observamos que en la medida en que la reflexión se vuelve más oscura y frágil en el mundo orgánico, la Gracia resalta en él más radiante y vigorosa. Como la intersección de dos líneas a un lado de un punto que, tras el tránsito a la infinitud, hubiese de verificarse repentinamente de nuevo con esas mismas líneas al otro lado del punto, o como la imagen proyectada por un espejo cóncavo, que, tras haberse alejado al infinito, volviera a cuajar de improviso ante nosotros, así, de esta misma forma, la Gracia se encontraría de nuevo cuando el conocimiento, por así decirlo, hubiese partido al infinito. De esto modo ella aparece con mayor claridad en la misma complexión humana, que tiene, o bien ninguno, o bien un infinito conocimiento, esto es, en el títere o en Dios. Por lo tanto –dije, algo absorto-, deberíamos comer de nuevo del Árbol de la Ciencia para regresar al nivel de la inocencia. Indudablemente –respondió-. Ése capítulo de la historia del mundo. Antología y edición de JAVIER ARNALDO
es
el
último
Fragmentos
para
una
teoría
romántica
el
Madrid. Editorial Tecnos. 2014. Págs. 98-103.
arte.
PRÓLOGO A DOS OBRAS TEATRALES DE CELESTINO GOROSTIZA (1904-1967) Por: Jorge Cuesta (1903-1942)
La perspicacia de Nietzsche advirtió que la acción del teatro griego sucedía en el sueño, en la imaginación del coro; que la función del coro era soñar, representarse la tragedia; y que, en consecuencia, el público no asistía a la vida del drama, sino a una representación, a una figuración de él. Puede pensarse que esta observación de Nietzsche es demasiado sutil; pero no puede eludirse la comprobación de que el teatro necesita esencialmente, en una forma u otra, fundar su interés en la representación de lo que vive y no en la vida de lo que representa. El teatro no resiste la competencia de la vida, y en cuanto se pone a vivir en vez de soñar, él es el primero en aceptar que es más interesante la vida real que la fingida; él es el primero en recomendar que no se pierda, en el teatro, el tiempo que puede emplearse en vivir.
Ser o no ser, si se
la refiere a una tesis, es una pieza dramática destinada a comprobar que, en el teatro, el interés de una acción depende de lo que
representa y no de lo que es. Al fin del primer acto el protagonista se queda dormido. El segundo acto es la representación del sueño del protagonista. En el tercer acto el protagonista se despierta, incorporándose a su vida real, la vida del sueño. Podría decirse que en el primer acto se desarrolla la acción del coro; en el segundo, la acción de la visión del coro, y, en el tercero, un diálogo entre el coro y lo que el coro figura. Sólo que, en esta pieza, cada personaje es, al mismo tiempo, coro y figura, y asiste a su propia vida como espectador y como actor. Esta pieza se preocupa por demostrar, de acuerdo con Nietzsche, que el interés del teatro está en el coro, y no en la vida de los personajes. En otras palabras, hace al público asistir directamente, no a los que los personajes son, sino a lo que los personajes piensan y sienten a causa de lo que son. Por lo tanto, el público está obligado, gracias a esta perspectiva, a interesarse, no en la vida, sino en las consecuencias de la vida. En La escuela del amor, el teatro pasa por encima de la vida, sin modificarla, apenas estremeciéndola, poniendo de manifiesto su extraordinaria fugacidad. He aquí una vida común, a quien un olvido de ella misma obliga a ser, sin esperárselo, un personaje de leyenda. He aquí una vida común, a quien un olvido de ella misma obliga a representar, a animar una figura artificial, a ser una vida heroica que noes. En esta obra el autor logra hacer una sutil obra de teatro con el teatro mismo; es el drama del teatro, el drama del drama lo que en esta pieza se debate. ¿Cómo puede ser la ficción? ¿Cómo puede el teatro vivir? Éste es el problema que en esa pieza desciende, como un rayo insólito, sobre una habitual y tranquila tertulia de café. Los fantasmas nos rondan y habitan la vida que deshabitamos; igual que los sueños, cunden en el alma que quedó sin vigilancia. Una distracción, un olvido, una mentira, y henos de pronto viviendo fuera de nosotros mismos, contemplándonos tan distantes, como en el coro los personajes que cayeron en manos del destino. La vida clama por ella misma; se indigna en contra de la violencia que sufren sus anhelos, su paz y sus costumbres; huye del proscenio, alto y peligroso, y se reintegra a la multitud, dentro de la cual nadie es distinguido por la fatalidad: se regresa a la tertulia del café. Pero ¿quién impide que volvamos a abandonar nuestra
existencia a la acechante voracidad del teatro? He aquí a este hombre real, a este falso personaje que regresa de vivir la leyenda a donde lo llevó la falsedad de su vida. No esperemos que la aventura que corrió lo edifique y haga su vida verdadera, para ya no perder más su posesión. Apenas ocupa nuevamente su lugar en la mesa y sus amigos de siempre se disponen a escucharlo, la vida se olvida de ella misma otra vez. El teatro nunca perderá la oportunidad de vivir.
De un modo superficial podría el autor pesimista; podría, recordándose a Ibsen, acusársele de que se interesa en mostrar, en el fracaso de la vida como teatro, el fracaso de la vida como heroísmo. Pero el más cuidadoso examen de la filosofía de estas dos obras dramáticas, pone de manifiesto que la del
autor no es una filosofía de la vida, sino una filosofía del teatro. Si son una discusión moral, no arrojan ninguna conclusión moral; la conclusión es escénica, y está más allá de la vida, más allá del bien y del mal. Sin duda, la vida, apegada a ella misma, se resiste a soportar que el teatro se desinterese de ella, que el teatro la conduzca a un clima en donde se opacan sus deseos y sus pensamientos habituales, para lograrse la prosperidad de deseos y pensamientos insólitos. La vida se resiste a soportar que su voluntad no se haga, que sus hábitos se infrinjan, que sus inclinaciones no sean atendidas, que sus pasiones no sean respetadas. Pero Celestino Gorostiza demuestra que, en el teatro, es la vida la que obedece; pues, arrancada a sus propias cadenas, es entregada al azar, y queda a la merced de los dioses. La vida, sin duda, acusará a Celestino Gorostiza de que, al hacer vivir el heroísmo exclusivamente en la ficción y en el teatro, es despojada de él, es concebida como incapaz de heroísmo. Pero a esto, Celestino Gorostiza puede responder, como ya sus obras responden, que la vida no es privada de heroísmo, al ser alojado el heroísmo en el teatro, si la vida es capaz de no privarse del teatro. Ser o no ser. La escuela del amor; por Celestino Gorostiza. “Introducción” de Jorge Cuesta. México, 1935.
Colección Poemas y Ensayos Dirigida por JAIME GARCÍA TERRÉS Prólogo de LUIS MARIO SCHNEIDER Recopilación y notas de MIGUEL y LUIS MARIO SCHNEIDER
Poemas y ensayos. II.
México. Universidad Nacional Autónoma de México. 1964. Págs. 251-254.
MIRADA RETROSPECTIVA Por: Lou Andreas-Salomé (1861-1937)
VIVENCIA DE LOS AMIGOS (FRAGMENTO) En Roma, por lo pronto, ocurrió algo que sopló a favor nuestro: fue la llegada de Friedrich Nietzsche (1) a nuestro círculo, puesto al corriente por carta por sus amigos Malwida y Paul Rée, y que inesperadamente vino desde Mesina a compartir nuestra compañía. Pero sucedió algo aún más inesperado: y es que apenas supo del plan de Paul Rée y mío, Nietzsche se convirtió en el tercero en el pacto (2). Incluso quedó fijado el lugar de
nuestra futura trinidad: iba a ser París (originalmente Viena), donde Nietzsche quería asistir a algunos cursos, y donde tanto Paul Rée como yo, él desde antes y yo por S. Petersburgo, estábamos relacionados con Iván Turgueniev (3). Esto tranquilizó un poco a Malwida, porque allí nos veía protegidos por sus hijas adoptivas Olga Monod y Natalie Herzen (4); la segunda mantenía además una pequeña tertulia, donde leía cosas bellas rodeada de muchachas jóvenes. Pero lo que más le habría gustado a Malwida habría sido que la señora Rée hubiese acompañado a su hijo, y la señorita Nietzsche a su hermano.
Nuestras bromas eran alegres e inofensivas, ya que todos queríamos mucho a Malwida, y Nietzsche estaba a menudo en un estado tal de agitación, que pasaba a segundo término su manera de ser más bien comedida, o dicho más exactamente, algo solemne (5). Esta solemnidad la recuerdo ya desde nuestro primer encuentro, que tuvo lugar en la Iglesia de San Pedro, donde Paul Rée se entregaba a sus notas de trabajo con ardor y devoción, en un confesionario orientado de manera especialmente favorable hacia la luz, y en donde por eso había citado a Nietzsche. Su primer saludo al mío fueron las palabras. “¿Desde qué estrella hemos venido a caer aquí, uno frente al otro?” Lo que tan bien comenzara sufrió sin embargo posteriormente un giro diferente que nos hizo pasar, en la medida en que éste se vio
incalculablemente complicado por un tercero. Por cierto que Nietzsche lo veía más bien como una simplificación dela situación: hizo que Rée hiciese valer ante mí sus buenos oficios para una proposición de matrimonio. Profundamente preocupados, nos pusimos a pensar cuál sería la mejor manera de solucionarlo sin poner en peligro nuestra trinidad. Se acordó explicarle claramente a Nietzsche, antes que nada, mi fundamental aversión hacia el matrimonio en general, pero además también la circunstancia de que yo vivía sólo dela pensión de viuda de general, y que al casarme perdería mi propia pequeña pensión, que le estaba concedida a las hijas únicas de la nobleza rusa. Cuando salimos de Roma (6), el asunto parecía liquidado; además, en los últimos tiempos Nietzsche venía sufriendo con mayor frecuencia de sus “ataques” –la enfermedad que le había obligado, en su día, a abandonar la cátedra de Basilea, y que se manifestaba como una jaqueca terriblemente fuerte; por tal motivo, Paul Rée se quedó con él todavía un tiempo en Roma, mientras que mi madre –según creo recordar- tuvo por más conveniente partir conmigo primero, de manera que sólo durante el viaje volvimos a reunirnos todos. Luego, juntos, hicimos estación por el camino, por ejemplo en Orta, en los lagos del norte de Italia, donde el Monte Sacro, situado en las cercanías, parece que nos cautivó (7); al menos hubo un mal humor de mi madre ajeno a nuestras intenciones, al habernos demorado, Nietzsche y yo, más de la cuenta en el Monte Sacro y no haber regresado puntuales a recogerla, cosa que también anotó con bastante enojo Paul Rée, quien le había hecho compañía. Luego que abandonamos Italia, Nietzsche hizo una escapada a casa de los Overbeck (8), en Basilea, pero desde allí volvió a reunirse con nosotros en Lucerna, porque los buenos oficios romanos de Paul Rée en su favor le parecían insuficientes y quería conversar el asunto personalmente conmigo, cosa que ocurrió en el Löwengarten de Lucerna. Al mismo tiempo, Nietzsche se empeñó en hacer la fotografía de nosotros tres (9), a pesar de las violentas protestas de Paul Rée, que conservó toda su vida un terror enfermizo a la reproducción de su rostro. Nietzsche, en plena
euforia, no sólo insistió en hacerla, sino que se ocupó, personalmente y con celo, de la preparación de los detales –como la pequeña carreta (¡que resulto demasiado pequeña!), o incluso la cursilería del ramo de lilas en la fusta, etcétera.
Nietzsche volvió luego a Basilea, y Paul Rée siguió con nosotros hasta Zurich, desde donde marcho a Stibbe bei Tütz, la fina familiar de los Rée, mientras que mi madre y yo nos quedábamos todavía un tiempo en Zurich, en la casa de los (10) en cuya encantadora residencia campestre yo había vivido hasta el viaje al sur. Luego proseguimos a Hamburgo y Berlín, ya en compañía de mi hermano Eugene, que era el que me seguía en edad y que había sido envidado por el mayor, el representante del padre, en ayuda de mi madre. Fue entonces cuando se libraron los últimos combates: pero por mi lado lo que más me ayudaba era la confianza que Paul Rée inevitablemente insuflaba, y que paulatinamente había terminado por apoderarse también de mi madre; y así el asunto terminó acompañándome mi hermano a casa de los Rée; Paul Rée viajó para recibirnos hasta Schneidemühl, en la Prusia occidental, donde bandido y guardián pudieron intercambiar el primer apretón de manos. (…) 1. Nietzsche había partido –Nuevo Colón, y como si su “paradigma” hubiese emprendido el viaje de descubrimiento desde su ciudad natal- desde Génova en un velero de carga hacia su “borde de la tierra”, como único pasajero: había partido hacia Sicilia el 29 de marzo de 1882, llegando a Mesina el 1 de abril; allí se quedó más o menos hasta el 20 de abril. Todavía
desde Génova, en respuesta a una carta de Rée sobre Lou, había escrito el 21 de marzo: “Salude de mi parte a la rusa, si es que esto tiene algún sentido: esa clase de almas excita mi concupiscencia. Sí, dentro de poco saldré de correría en pos de ella –en pro de lo que tengo intención de hacer en los próximos diez años.” El poema: “¡Amiga –dijo Colón- no vuelvas a fiarte de ningún otro genovés!” demuestra, en sus diversas versiones publicadas e inéditas, la inclusión de la “rusa” en la visión-dedescubrimiento-del-mundo, ya fuese escrito el poema en los días antes de zarpar el velero, o más tarde. Nietzsche sólo se lo regaló a comienzos de noviembre de 1882, en Leipzig, probablemente a la despedida: “A mi querida Lou”. Por lo demás, es significativo que las cartas de Nietzsche desde Mesina, a la hermana y a los amigos, recuerden en su tono las cartas que precedieron inmediatamente al colapso. Quizás sea necesario buscar el núcleo de la “vivencia Lou” de Nietzsche en esta unida de visión colombina e imagen de Lou. 2. La carta de Nietzsche parcialmente reproducida antes es la respuesta a otra (que no se conserva) de Paul Rée a Génova. También Malwida v. Meysenburg parece haber llamado la atención a Nietzsche sobre Lou v. S., como no solamente lo indica aquí ella misma, sino también el propio Nietzsche, en un borrador de carta de julio de 1882: “Cuando descubra usted [Malwida v. Meysenburg] seres humanos con esta [heroica] manera de pensar, hágame una seña: como lo hizo usted con aquella joven rusa.” Rée escribe entonces una segunda carta: “A quién más ha causado usted asombro y pena con este paso [el viaje a Mesina] ha sido la joven rusa. Le han entrado, en efecto, tantas ansias de hablar con usted, que quería pasar por Génova a la vuelta, y se enfadó mucho al saberlo a usted tan completamente fuera de alcance.” “Le gustaría tanto, como dice, pasar por lo menos un año simpático, y esto tendría que ser el próximo invierno. Para ello, cuenta como necesarios a usted, a mí y a una señora mayor, como la señorita v. Meysenburg (¿recibió usted esa carta?), pero ésta no tiene ganas.” “Roma no sería gran cosa para usted. Pero a la rusa tiene que conocerla de todas maneras.” Así pues, Lou A. S. bien podía escribir que Nietzsche llegó “inesperadamente2, pero éste podía estar seguro de antemano de ser recibido en un “pacto” como tercero. Esta especie de contradicción quizá se explique si conjeturamos que Lou v. S. concibió primero (o sea en la época de la carta de Rée) el plan de invierno, que era algo así como un renovado plan de Sorrento, y sólo después el plan de vida con Paul Rée (“apenas hubo sabido del plan de Paul Rée y mío”), en el cual no podía incluirse a un tercero. Lo que resultó luego de la unificación
de estos dos planes incompatibles fue la “trinidad”. –El lugar de nuestra futura trinidad… Viena… París: Es de suponer que originalmente Eugene von Salomé tenía, ya por entonces, la intención de “proseguir sus estudios en Viena, y luego se volvió a pensar pasajeramente en Munich, puesto que Lou v. S., que seguía dependiendo para sus planes de la aprobación de su familia, le escribe el 2 de agosto, desde Stibbe, a Nietzsche: “ceo que tenemos que desistir de Viena en favor de Munich.” El plan parisiense existía, probablemente, desde Tautenburg. 3. En 1875, Paul Rée visitó en París a Turgeniev (18181883), que había sido confinado a su hacienda a causa de su elogio póstumo a Gogol y que luego había abandonado Rusia. Después de estar otra vez en su patria, en 1880, donde fue muy celebrado con ocasión de la inauguración de un monumento a Puschkin (a más tardar fue entonces cuando lo conoció personalmente Lou v. S.), murió en París, el 3 de diciembre de 1883. 4. Olga Herzen, la hija adoptiva de Malwida von Meysenburg, se había casado en 1873 con el historiador francés Gabriel Monod en París. 5. En su libro “Friedrich Nietzsche en su obras”, Lou Andreas-Salomé reproduce de manera más completa la impresión: “Yo diría que este elemento oculto, el presentimiento de una callada soledad, era la impresión primera y fuerte por medio de la cual la figura de Nietzsche fascinaba. Al espectador fugaz no se le ofrecía nada de sorprendente; el hombre de mediana estatura, en su vestimenta extremadamente sencilla, pero también extremadamente cuidada, con sus rasgos tranquilos y el pelo castaño simplemente peinado hacia atrás, fácilmente podía pasar inadvertido. Las líneas de la boca, finas e intensamente expresivas, quedaban cubiertas casi por completo por un gran mostacho peinado hacia adelante; tenía una risa callada, una manera de hablar sin hacer ruido, y un modo de caminar cuidadoso, meditabundo, que le curvaba un poco los hombros”. “Incomparablemente hermosas y noblemente conformadas… eran Nietzsche las manos, de las cuales él mismo creía que revelaban su espíritu…” “De manera verdaderamente delatora hablaban también los ojos. Semiciegos, no poseían sin embargo nada del carácter atisbante, guiñador, involuntariamente impertinente de muchos miopes; parecían más bien como guardianes y custodios de sus propios tesoros, de sus secretos mudos, que no debía rozar ninguna mirada no autorizada. La visión deficiente daba a sus rasgos un tipo muy especial de encanto, por el hecho de que, en vez de reflejar las cambiantes impresiones exteriores, sólo reproducían aquello que por su interior pasaba.” “Recuerdo que la primera vez que hable con Nietzsche –fue un día de primavera, en la Iglesia de San Pedro, en Roma- me
sorprendió y confundió durante los primeros minutos, la forma buscada y acabada que había en él.” 6. No está clara la fecha de salida de Nietzsche y Rée luego de la partida de Lou v. S. y su madre. 7. El “parece” no está destinado a señalar una inseguridad del recuerdo, sino una reticencia en el lenguaje. En el diario postal para Paul Rée desde Tautenburg, Lou v. S. escribe el 14 de agosto: “A menudo nos viene el recuerdo de nuestro tiempo en Italia, y cuando [en blanco, en el texto] subíamos el estrecho sendero dijo en voz baja ´monte sacro –a usted le debo el sueño más maravilloso de mi vida´” – Hablando sobre aquel tiempo, LAS dijo una vez, con una sonrisa fina y casi cohibida: “Si besé a Nietzsche en el Monte Sacro, ya no lo sé.” La visita al Monte Sacro fue el 5 de mayo de 1882. 8. El 8 de mayo le escribe Nietzsche a Paul Rée a Locarno: “Voy directamente a Basilea, donde estaré de incógnito en casa de los Overbeck hasta que su telegrama me llame a Lucerna.” “El futuro se me presenta completamente cerrado, pero no ´oscuro´. De todas maneras tengo que volver a hablar con la señorita L. ¿quizás en Löwengarten?” El 13 de mayo Lou v. S. y Paul Rée fueron a buscar a Nietzsche a la estación de Lucerna; la conversación tuvo lugar al día siguiente. Nietzsche y Lou v. S. visitaron desde Lucerna la antigua finca Tribschen de Wagner. –Franz Overbeck, 1837-1905, era profesor de Historia dela Iglesia en Basilea. Cuando a Nietzsche se le concedió un puesto allí, en 1869, vivieron juntos durante muchos años en la misma casa; a pesar de la diferencia cada vez más evidente en la orientación intelectual (que en Overbeck seguía siendo siempre la misma), la amistad subsistió hasta el colapso de Nietzsche; Overbeck fue a buscar a Nietzsche en enero de 1889 a Turín, y lo ingresó en la clínica neurológica de Basilea. –Una visita de Lou v. S. a los Overbeck, después del viaje a Italia, la incluyó sin mayor motivo Lisbeth Nietzsche en sus enredos. 9. Muestra a Nietzsche y a Rée de pie junto a la lanza de una pequeña carreta de dos ruedas; Nietzsche tiene tomada la agarradera y mira a la distancia, mientras que Rée, apenas tocando la lanza y evidentemente si relación íntima con el asunto, está vuelto hacia el espectador. Lou v. S., medio en cuclillas en el carro e igualmente vuelta hacia el espectador, sostiene en la mano izquierda enguantada, la rienda (cuerda) sujeta a los brazos laterales de los dos hombres, y en la derecha, desnuda, una muy improvisada y breve fusta, con la umbela de lilas artificiales en la punta; el trasfondo está formado por una bambalina con un árbol, un matorral y el Jungfrau. La expresión del rostro de Nietzsche podría interpretarse como visionaria, los de Rée y Lou apenas si revelan
alegría. Por la artificiosidad de la fotografía de atelier, la yuxtaposición de desinterés (Rée), pose (Lou) y actitud de entrega a una imagen interior (Nietzsche), la fotografía resulta apenas divertida, antes bien grotesca e intranquilizadora (fue reproducida por primera vez por Erich F. Podach, “Friedrich Nietzsche un Lou Salomé”, Ihre Begegnung 1882, Zurich y Leipzig [1937]; también se reproducen allí –cedidas igualmente por el editor – las cartas del diario de Lou v. S. a Paul Rée desde Tautenburg). 10. La familia Brandt, había vivido anteriormente en St. Petesburg y tenía estrecha amistad con la familia del General von Salomé, se había venido a vivir al Brunnenhof, en Riesbach junto a Zurich, y allí había acogido a la joven Lou. –Ahora Lou v. S. y su madre pasaron allí la segunda mitad de mayo; a fines de mayo, Lou v. S. visitó a los Overbeck en Basilea. En Hamburgo se realizó una especie de congreso de la familia Wilms. En “Brunnehof” con la “Villa Brandt”, agricultura, jardinería y diversos talleres, estaba en la inmediata proximidad del sanatorio “Burghölzli”. Los Brandt eran conocidos en la sociedad zuriguesa por su beneficencia y magnanimidad, y también por el cultivo de la música en su casa. Un monumento que ellos levantaron en la plaza frente a su casa, el “Rebekkabrunnen”, está desde más o menos 1906 al principio de la Banhofstrasse de Zurich. –Los Brandt no tenían hijos. Habían adoptado a un sobrino, pero éste les acarreó una gran desgracia. Luego de la muerte de sus padres adoptivos, vendió las propiedades y se fue con su mujer y sus hijos a Rusia. –El terreno del “Brunnenhof” pertenece actualmente al “Burghölzli”. Traducción: ALEJANDRO VENEGAS Edición al cuidado de ERNST PFEIFFER
Mirada retrospectiva. Compendio de algunos recuerdos de la vida. Madrid. Alianza Editorial. 1984. Pรกgs. 71-73.