LIBROS Y LECTURAS N.70 FEBRERO 2021

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LIBROS Y LECTURAS Nro 70 Coordinador: Óscar Jairo González Hernández Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín Medellín. Febrero / 2021


IN MEMORIAM DE PHILIPPE JACCOTTETT (1925-2021)

ANTOLOGÍA PERSONAL PREFACIO ¿Qué he querido? Nunca he querido realmente nada. * Hubo al principio ese niño un poco frágil, timorato, que a veces parece que prefiere leer a vivir y que se fascina con todo tipo de historias; que luego, hacia las doce o trece años, se propone imitar, sin duda con torpeza, lo que más le ha gustado de sus lecturas entre los poetas que el colegio le va haciendo poco a poco descubrir: Leconte de Lisle, el marmóreo voluptuoso o, en el extremo opuesto, Verhaeren el patético. Actividad pueril, insignificante, excepto en el hecho de que denota un gusto precoz por las palabras, el placer de disfrutar de ellas, un comienzo de soltura a la hora de manejar los instrumentos del lenguaje, soltura sin la cual ninguna obra literaria sabría cobrar cierta consistencia.


Llega el adolescente, con sus desconciertos, sus grandes maneras de exaltación o de desesperación; el descubrimiento, turbador al tiempo que fascinante –fascinante esta vez de un modo legítimo,desde 1941, 1942, en plena guerra (y aunque se viva en un país neutral, uno mismo no lo es, ni ninguno de tus amigos, todos conmovidos de corazón por la suerte de Francia humillada), el descubrimiento confuso de Rimbaud, de Rilke, de Claudel –y de Esquilo vía Claudel-; más cerca de mí, de Ramuz “que me demuestra que se puede ser natural de Vaud y al mismo tiempo un gran escritor-, y aun mejor: de ese poeta solitario y discreto, Gustave Roud, que se convierte para mí en un amigo tutelar y me revela, a los diecisiete años, a Hölderlin. Pero la mayor revelación que me deparan entonces todas estas lecturas es ésta: que todo aquello que, de la vida, comienza a volverse esencial para mí, todo lo que comienza a alcanzarme en lo más profundo, no hay lenguaje que lo traduzca con más exactitud que el de la poesía. Si el adolescente, por ejemplo, lee y relee “El balcón”, de Baudelaire: ¿cómo no va a sentir que ahí, en esos pocos versos, por la magia de un arte soberano, todo lo que puede afectar a un ser sensible: colores, sonidos y perfumes, intensificados por la potencia del deseo, recuerdos y sueños, y la profundidad infinita que se hunde más allá de estas ricas apariencias, es la esencia misma de nuestra vida, que se halla condensada y, en cierta manera, salvada? Desde entonces, y durante toda una vida, todo sucederá como si cada instante de esta vida en que se haya vivido realmente, en que todo nuestro ser haya sido implicado, estremecido, alimentado, debiera, quiérase o no, fijarse y metamorfosearse en palabras; palabras gracias a las cuales, a veces, esta intensidad de vida podría ser preservada, prolongada; podría, también, proyectarse en el exterior y, tal vez, con un poco de fortuna, contribuir a mantenernos en ese estado en que la “verdadera vida” sigue siendo posible, mantenernos abiertos, permeables al mundo, pero no a un mundo cualquiera: sólo a aquel en el que, a través de lo próximo y en la amistad de lo próximo, está presentido lo lejano; aquel en el que, en los límites de una medida aceptada, lo sin-medida impide


que nos encerremos en él y golpea como una luz inasequible, más necesaria que cualquier otra. Así, poemas y prosas han florecido casi espontáneamente, y como necesariamente, en el curso de toda una vida, adaptándose a sus meandros; muy rara vez, como la emanación feliz, ligera y fresca, de sus momentos más puros, y con más frecuencia como la expresión defectuosa, confusa y dura de los momentos en que la duda, la tristeza o la angustia prevalecían. Sin que por ello se dibuje en esta larga andadura –de lo que no estoy orgulloso- ningún movimiento hacia lo mejor o el menor esbozo de victoria. Ya Rilke había escrito, en uno de sus Sonetos a Orfeo, que a partir de ahora, para nosotros, se trataba menos de vencer que de resistir. De soportar. Como desafío a la bajeza que prolifera a nuestro alrededor. * “Los poemas como pequeñas linternas en que arde aún el reflejo de otra luz.” (Nota de marzo de 1978, en La Semaiison.) * Si, a pesar de todo, he querido algo, en esta vida, en este trabajo, ha sido hacer las menos trampas posibles; no ceder ni a las tentaciones de la elocuencia, ni a las seducciones del sueño, ni a los encantos del ornamento; como tampoco a las simplificaciones autoritarias del intelecto o los falsos prestigios de los ocultismos de todo tipo. Intentar permanecer siempre lo más cerca posible de lo que se experimenta, como si hubiera, decididamente, giros, ritmos, palabras más “verdaderas” que otras; como si hubiera, a pesar de todo, una suerte de “verdad” que no sé bien qué sentido, en nosotros, detectaría igual de bien que la mentira. Y por existir esta suerte de verdad, ¿no se desprende para nosotros necesariamente de una suerte de esperanza?

Antología Personal. Tarragona. Ediciones IGITUR. 2002. Págs. 9-12.


CUADERNOS DE VERDOR Otra cosa vista al regreso de un largo paseo bajo la lluvia, a través de la ventanilla empañada de un coche; este pequeño vergel de membrillos protegido del viento por un terraplén de tierra herbosa, en abril.

Me dije (y me lo he vuelto a decir más tarde ante los mismos árboles en otros lugares) que no había nada más hermoso, cuando florece, que ese árbol. Quizás había olvidado los manzanos, los perales de mi país natal. Parece que ya no se tiene el derecho de emplear la palabra belleza. Es verdad que está terriblemente desgastada. Conozco bien el asunto, sin embargo. Pero, bien mirado, mi juicio sobre los árboles es extraño. Yo, que decididamente no comprendo casi nada del mundo, llego a preguntarme si la cosa “más bella”, sentida instintivamente como tal, no es la cosa más cercana al secreto de este mundo, la traducción más fiel del mensaje que se diría a menudo lanzado por el aire hasta nosotros; o, si se quiere, la abertura más justa sobre lo que no puede ser aprehendido de otro modo, sobre esta suerte de espacio donde no se puede entrar pero que ella desvela un instante. Si no fuera algo así, seríamos unos necios si dejáramos que os capturara.


Yo miraba, me detenía en mi recuerdo. Esta floración difería de la de los cerezos y almendros. No evocaba ni alas, ni enjambres, ni nieve. El conjunto, flores y hojas, tenía como una mayor solidez, una mayor simplicidad y calma; también más espesor, más opacidad. No vibraba ni se estremecía como los pájaros antes de levantar el vuelo; tampoco parecía comenzar, nacer o brotar, como se esperaría de un anuncio, de una promesa, de un porvenir. Estaba allí, simplemente. Presente, tranquilo, innegable. Y, aunque esta floración fuera tan poco duradera como las demás, no daba a la vista, al corazón, ninguna impresión de fragilidad, de fugacidad. Bajo estas ramas, en esta sombra, no había lugar para la melancolía. Verde y blanco. Es el blasón de este vergel. Soñando con estos dos colores, reflexionando sobre ellos, volví a recordar en cierto momento la Vita nuova, ese librito en el que había vuelto a pensar cuando esbozaba unas especies de madrigales siguiendo el espíritu de otro genio italiano, más tardío: Claudio Monteverde. Este título, en efecto, me sugería la imagen de jóvenes damas, tan nobles de espíritu como puras de corazón, reunidas en grupos como si tocaran algún instrumento, andando y conservando, a veces graves y a veces sonrientes, puras pero en absoluto desencarnadas, hermanas muy deseables de los ángeles que tan presentes están en la pintura de la época. Y yo las veía, a esas jóvenes, vestidas con ropas blancas bordadas de verde como me parecía que o estaba la figura de la Primavera que adorna el frontispicio del fragmento de Hiperión en la edición de 1957 (pintura griega, salvo error, donde, al menos en la reproducción, la joven, aun si coge una flor blanca sobre un fondo de prado verde, lleva un vestido de un tono más bien amarillo) o la de Flora, en la Primavera de Boticelli, con su corona y su cuello de flores (y el texto mismo de Hölderlin no dejaba de evocar, por su nobleza juvenil, el de la Vita nuova) .





Pero cuando releí este último libro constaté, no sin asombro, que a excepción del vestido rojo sangre con el que Beatriz se le aparece a Dante dos veces, la segunda de ellas en sueños, no hay en todo el relato ni una sola mención de color salvo el blanco, que no es un color. El texto es mucho más severo e inasible de lo fijado por mi recuerdo. Esta ausencia de colores, sin embargo, no lo vuelve exangüe. Se diría que está escrito en una lengua de cristal, una lengua diáfana: se creería estar oyendo una fuga de cristal donde nada impide jamás el paso de una luz suave, desgarradora a veces por lejana e inasida. Y la única comparación propiamente dicha que encontramos en el libro capítulo XVIII: “Y como a veces vemos caer el agua mezclada con bella nieve, de la misma manera me parecía ver cómo sus palabras salían mezcladas con suspiros”, donde se recurre, por tanto, a la materia más ligera, a la más límpida, a la cual no se comparan por casualidad las palabras; y tampoco es una casualidad que, desde el comienzo del capítulo siguiente, como en eco, Dante escriba: “Ocurrió después que, pasando por un camino a lo largo del cual discurría un arroyo muy claro, me embargó tal deseo de decir, que me puse a pensar en la manera de hacerlo…”. Por lo demás, todo aquí no son más que pasos y palabras. Dante pasa, y habla; oye reír, llorar, hablar. No otra cosa hará en la Divina Comedia, en una paisaje infinitamente más amplio y más áspero; pero el paso será más firme, los encuentro mucho más diversos y graves, las palabras más seguras también, más profundas, más plenas. Tuve por fuerza que acercarme a estos árboles. Sus flores blancas, apenas teñidas de rosa, me han hecho pensar alternativamente en la cera, en el marfil, en la leche. ¿Eran sellos de cera, medallas de marfil suspendidas en esta habitación verde, en esta casa tranquila? Me han hecho pensar también en las flores de cera que se veían antiguamente bajo campanas de cristal en las iglesias, ornamentos menos perecederos que los auténticos ramilletes; tras lo cual, este vergel “simple y tranquilo” como la vida que el Gaspard Haüser de Verlaine sueña desde el fondo de su prisión, se me reveló como una capilla blanca en el verdor, un simple oratorio al borde de un camino donde un ramillete de flores de los campos continúa orando solo, sin voz, para el transeúnte que lo


depositó allí un día, con mano piadosa o quizá distraída, porque sufría alguna pena o se encaminaba hacia algún placer. Verde y blanco. “Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y (…) eran sus adornos (…) algunas hojas verdes de lampazos y yedras entretejidas….” Así evoca don Quijote la Edad de Oro ante los atónitos pastores. Más tarde, al salir de la enojosa aventura del barco que creyó encantado, en el Ebro, será consolado por el encuentro con una bella cazadora: “Sucedió, pues, que otro día, al poner el sol y al salir de una selva, tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último del vio gente, y llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería. Llegase más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la señora asimismo vestida de verde...” Nostalgia de la Edad de Oro, pastorales, idilios: no era absurdo que, delante de este otro vergel, la ensoñación me hubiera conducido hasta allí. Cervantes es el primero que se burla de esos lugares, pero pone demasiado arte en recrearlos como para que hayan dejado totalmente de gustarle. Por supuesto, el desencantamiento de Dulcinea no es obra de magos pérfidos, sino de la mirada madura, lúcida, objetiva; es esta misma desilusión la que, agravada, conducirá más tarde a Leopardo a los confines de la desesperación. Sin embargo, el encantamiento existe, se produce todavía, incluso en lo que puede parecer el período más implacable de nuestra historia; nosotros hemos sido sus beneficiarios (sus víctimas, si se quiere), no se puede todavía separar del mundo del sueño, o el recuerdo. El triunfo de Flora, ¿es menos real que su derrota, o solamente más breve? Es un carro que avanza por un camino, adornado de cantos y risas, y no podemos evitar que desaparezca en el ángulo del bosque; nosotros mismos nos subimos a él, un día de verano ya remoto. Porque el carro no se detiene, porque la fiesta se acaba, porque los músicos y los


bailarines, antes o después, cesan de tocar y de bailar, ¿hay que rechazar sus dones, ridiculizar su gracia? Verde y blanco: colores dichosos entre todos los colores, pero más cercanos a la naturaleza que los demás, colores campestres, femeninos, profundos, frescos y puros, colores menos sordos que reservados, colores que parecen más bien apacibles, tranquilizadores… Así, vagas imágenes, venidas del mundo real o de viejos libros, se mezclaban caprichosamente en mi espíritu. Las figuras femeninas apenas se distinguían de las flores o de las hojas con las que sus vestidos y cabelleras estaban adornados; no pedían más que arrastrarnos en sus corros, envolvernos con sus cantos para protegernos de los golpes, curarnos de las heridas; envolventes, sanadora, sí, como lo es Zerlina para Masetto en Don Giovanni, como lo es Zerlina, o el aria de Zerlina (son una unidad) ; envolventes, aturdidoras incluso y probablemente engañosas, pero de un engaño que a veces se prefiere a la honradez. Creo que en todo vergel se puede ver la morada perfecta: un lugar cuyo orden es flexible, los muros porosos, la techumbre ligera; una sala tan bien acondicionada para el matrimonio de la sombra y de la luz que todo matrimonio humano debería celebrarse en ella antes que en esas tumbas en que se han convertido tantas iglesias. Y este vergel, dividido entre el verde y el blanco, es el blasón de las bodas rústicas y de las fiestas de primavera, una música de caramillos y de pequeños tambores ensordecidos aún por un resto de bruma. ¡Curiosas fiestas, raros idilios, puesto que no se puede bailar con esas hadas, y ni siquiera un instante llevarlas de la mano! Si estos sellos de cera son el lacre de una carta, ¿tendré que romperlos para leer el contenido? Colores sólidos, opacos y tranquilos; nada que tiemble, que bata las alas, ni siquiera nada que vibre. Como si el movimiento ya no existiera, o no existiera todavía; pero sin que se trata de sueño, y mucho menos de rigidez, de fijeza. Estos cirios,


si son cirios, no velan a un muerto; estas velas no alumbran ni una cama ni un libro. Además, no arden: sería aún demasiado movimiento, demasiada fiebre, demasiada inquietud. Son muchas las cosas de este mundo de las que debo de haber bebido y que me deben de haber salvado de desecarme, muchas cosas que han tenido la ligereza de una risa, la limpidez de una mirada. Aquí se desvela a medias la presencia de un manantial en la hierba, sólo que sería un manantial de leche, es decir… pero es preciso que el paso en estas inmediaciones ya no se oiga, que el espíritu y el corazón vayan más despacio o que casi se olviden, al borde de la desaparición bienaventurada, de no se sabe qué absorción en el afuera: como si se nos hubiera propuesto por pura gracia un alimento menos vivo, menos transparente que el agua, un agua cuyo origen animal hubiera vuelto espesa, opaca, dulce, un agua también sin mancha pero más tierna que el agua. De todos los colores, tal vez el verde se a el más misterioso a la vez que el más apaciguador. ¿Concilia quizás en sus profundidades el día y la noche? Bajo el nombre de verdor, dice lo vegetal: todas las hierbas, todos los follajes. Es decir, también, para nosotros: sombras, frescor, asilo de un instante. ("A este asilo de un instante no atéis vuestro corazón", aconseja la cortesana al monje en La Dama de Egughi, esa pieza de teatro Nô leída a los dieciséis años y que nunca he olvidado; pero si, al contrario, ¿uno no quisiera nunca desatarse de él?). ¿Quién puede haberme tendido esto cuando yo pasaba, quién ha adivinado que, bajo mi aspecto decoroso, yo no era quizás sino un mendigo, y que podía tener sed? Pero no creo que haya habido una mano detrás de esta copa, y ahí reside todo el misterio. Ninguna sirvienta, esta vez, manteniéndose discretamente en el ángulo más sombrío de la sala: ni siquiera transformada en árbol, como quien lo hizo para escapar de la avidez de un dios. Como si ahora ya no fuera necesario, o como si no lo hubiera sido al menos ese día, en ese lugar, y la sirvienta estuviera en nuestro corazón. Un saludo, al pasar, procedente de nada que quiera saludar, de nada que se preocupe en absoluto por


nosotros. ¿Por qué, entonces, bajo este cielo, lo que no tiene voz habría de hablarnos? ¿Una reminiscencia? ¿Una correspondencia? ¿Una especie de promesa, incluso? Visiones de cuyo movimiento, como el de los pájaros, volvería a coser el universo. Pasábamos. Hemos bebido esta leche de la sombra, en abril, con nuestros ojos. ¿Acaso estos follajes tranquilos empollan verdaderos huevos, color marfil, de Resurrección?

los la

O, peinando solamente, rápidamente, este árbol, ¿habré pintando el último ángel, el único al que pudiéramos conceder nuestra confianza, porque salió del mundo oscuro, de debajo de la tierra? ¿Un ángel, se diría, más rústico que los otros, más pastor? Nos ha sucedido, incluso a nosotros, elevarnos así para llevar una copa de marfil al encuentro del cielo, a la imitación del cielo; con tal que nos escondan hojas bastante tranquilas. Cosa bella siempre y cuando no se deje coger. Este es el último eco de las "églogas", una llamada que apenas se oye, al límite del oído, porque la leche que mana de la copa es más silenciosa que agua alguna.

Traducción de RAFAEL-JOSÉ DÍAZ

Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid. Nro 619. Enero 2002. Págs. 65-69.


EN EL PUERTO DE MONTAÑA DE LARCHE

Si hubiera, si pudiera haber aún hoy una abertura


(un rayo de luz bajo la puerta claveteada) -y por una vez no perderé un instante en obturada con todo lo que, ahora y desde siempre, la pone en duda, no perderé un instante en rodeos ni en lágrimas-, si pudiera haber aún hoy algo parecido a una abertura (precisamente, el mismo puerto de montaña donde he empezado a pensar esto después de revivir sin darme cuenta enseguida una dicha de infancia, muy lejana), debería ser para mí ésa, antes que ninguna otra, aunque esto parezca no querer decir nada; me aferraría, a falta de razones más convincentes, a este nuevo sinsentido. Este salto, estos brincos de las aguas alpinas, de las aguas heladas, al final del día, esta caída risueña, gozosa, arrebatada, este galope o esta galopada descendente de las aguas... Junto al sendero que volvíamos a subir, asfixiados por la pendiente, temblando un poco porque la noche, rápidamente, caía, había caído, las aguas estaban aún claras hasta el punto de ser apenas visibles, de existir apenas para los ojos, de simplemente permitir ver mejor, hacer que brillaran los esquistos del fondo... ¿Risueñas, gozosas, arrebatadas? Era, cuando vuelvo a pensarlo, algo más oculto, más evasivo, más lejano. Por encima de nosotros, por encima de nuestros ojos. Allí donde la pendiente se hacía aún más abrupta y los obstáculos a su paso más erizados, verdaderas gradas de piedra, las aguas se mostraban absolutamente blancas, y más recias, hasta el punto de que habríamos podido creer perfectamente que eran, en esta llegada de la noche, una corriente de nieve, si la nieve no fuera silencio amontonado; pero ellas, las aguas, explotaban, tronaban con ímpetu, fogosas, en medio de esas hierbas horadadas de cuevas de marmotas. Más arriba aún, en lo más alto, se erguían baluartes. fortalezas (había una propiamente dicha, señalada en el mapa y abandonada, sin duda, desde hacía tiempo, como vacías estaban las cumbres). Un paisaje heroico: también esto existe. En el más cobarde de nosotros puede subsistir aún un impulso capaz de responderle. Incluso en este fin de


milenio, no se está en modo alguno obligado a no conceder realidad más que a lo innoble. ¿Cómo podía surgir esto de esas piedras, de esas masas enormes, graves, inmóviles? (Sin que ningún Moisés fuera visible, cerca o lejos, a menos que alguna de esas montañas, provista de un cuerno, evocara su recuerdo, o su posible retorno). Casi un cañoneo. Por eso, risueñas, gozosas, arrebatadas, no conviene a estas aguas. Fogosas, violentas (pero no crueles, no guerreras, a pesar de esa corona de baluartes: eso sería acercadas demasiado a nosotros); frescas, por nada desgastadas, por nada perturbadas, primeras; siendo acaso lo más extraño que a la vez fueran la imagen del tiempo más rápido (el más veloz, el más alegre) y estuvieran fuera del tiempo, o al menos inalteradas por el tiempo. Las aguas más refrescantes por ser las más frescas. Puerto de Larche, o del Arca, donde alzan el vuelo con gran estrépito esas otras palomas, en un tiempo de fin del mundo; y esto nos apaciguaría.


Y, para los italianos, ninguna Magdalena: como si fuera de nuevo toda una cabellera que se desata y se despliega, pero para curar, esta vez, nuestros pies -los pies de todo viajero 11egado a este albergue. En un cuento de Yeats pasa por cierto paraje una sombra cargada de años, cantando: Soy bella, soy

bella... Soy joven, soy joven: miradme, montañas, miradme, bosques moribundos, pues mi cuerpo brillará como las aguas blancas cuando os hayáis ido... Este fragmento de canto -encontrado sobre la marcha, de la manera en que descubrimos otros cantos en más de un lugar de la Divina Comedia parece enunciar un pensamiento loco; parece decir rápidamente, sobre la marcha, que lo más breve, lo más rápido sobrevivirá incluso a las montañas: ¿y no era tal vez una locura semejante lo que yo oía decir aquí a estas aguas? Desearíamos que esta palabra, torrente, fuera la última palabra; porque a ninguna le conviene peor el epíteto «último». Ni risueñas, ni arrebatadas; ni guerreras. En estas alturas hay que aceptar que las compañías juveniles, soñadas o no, ya no estén tan próximas; y despedidas, si verdaderamente se quiere capturar esa otra presa, sin ceder a sus encantos. No se trata ya del tintineo de una risa. Ni de presas. Esta música es otra: esta voz no es ya una voz. Me guardo también de convocar desde ahora a los ángeles. La palabra acude demasiado pronto a los labios, en estas alturas. O bien no es sino un recuerdo, al estilo de estas antorchas antiguas que se bajan del desván para adornar una fiesta, una escena de teatro, y de esas palabras de gala con las que se cree poder realzar, sin mucho esfuerzo, un poema; o bien, si en aquella palabra subsiste un poco de substancia verdadera, su experiencia debe ser demasiado intensa y demasiado interior como para no mostrar grandes escrúpulos a la hora de usarla.


Aquí no hay que soñar ni perderse en nostalgias. Sueños y nostalgias nos distraen, desgastan el presente, precipitan el fin. De todas formas, ya no estamos a tiempo.

Y que no haya sido esta tarde, pero también en otras ocasiones aunque de forma más vaga, transportado a momentos de mi infancia, en la montaña, donde me gustaba jugar al borde de los torrentes, atravesados, oídos simplemente, de manera que podría pensar que mi asombro de hoy, al reunirse con el de hace tantos años sin que yo haya hecho nada para ello, sería el hilo cente11eante que manifestaría la unidad y la perseverancia de mi vida... ¿este regreso al tiempo pasado bastaría para explicar el resplandor con que bri11a este momento reciente de mi fábula? ¿Es tan prodigioso, después de todo, y tan importante, reunirse con la propia infancia, como si encontráramos el hilo del laberinto que hemos sido? ¿Justifica ese laberinto que nos perdamos, que nos detengamos, que nos reencontremos? No creo, en el fondo, que sea esto lo que han parecido decirme las palabras surgidas, precipitadamente, de la boca de piedra.


Estos rápidos brincos de las aguas por encima de las barreras, negras o violetas, de esquisto. A algunos pasos de este puerto en que la nieve, fundiéndose al día siguiente por la mañana, en el bello sol de la mañana, habrá de impregnar la hierba espesa y amarillenta de los pastos; y desde donde la carretera que lleva al Piamonte parecería descender sinuosa a un cráter de verdor y luz unidos. Quisiera hacer oír y, yo mismo, escuchar sin fin este discurrir precipitado, esta voz fría, alegre, sonando sobre peines o plectros de pizarra. Voz que no tiene igual en este mundo. Torrente: elegido como última palabra, suceda lo que le sucediere después a quien la haya trazado, por el hecho mismo de que el epíteto «último» no puede en ningún caso convenirle. Porque el torrente mana, se precipita, rebosa, como nadie hubiera imaginado nunca que pudiera hacerse a partir de la piedra; del fondo de estas grandes tumbas frías. (Una blancura de lechuza que hubiera alzado el vuelo al comienzo de la noche, en la aproximación de la noche: si no hubiera este rumor, bien distinto de un estremecimiento de plumas). Esta carrera casi invisible que hace sonar la pizarra de los plectros. Que produce esta sonoridad de pizarra en la inminencia de la noche; en estas alturas donde la noche, súbitamente, se enfría. (O como corría una bestia delgada, huyendo de Orión, en un pasillo de hierba espesa, embaldosado de esquisto). (O también como el paso precipitado de uno de esos rebaños trashumantes que hemos podido ver, hace ya mucho tiempo, iluminar vagamente nuestras noches). Así este lugar me viste de imágenes puras. No quiero borrarlas por ahora. Pasar el puerto como un contrabandista, ataviado como un buhonero de imágenes: esto sería demasiado hermoso... Hebra de agua en la hierba desgarrada.


Frescor. Ahí podría estar el secreto, el hogar. Presteza, alegría.

Y llegó, al fin: éste es mi «asilo de un instante». Ninguna necesidad de ir más allá. En la montaña que no es sino inmovilidad, gravedad, silencio, al pie de estos monumentos fúnebres, veo, escucho algo que podría ser el tiempo que corre con una suerte de alegría, brillando de tarde en tarde, pero sin dejar ver el menor desgaste; y sin tampoco perder nada de su limpidez. Lo veo, lo oigo correr, y sin embargo se diría que es semejante a la inmovilidad del cielo nocturno, incluso si sus constelaciones de agua se diseminan demasiado deprisa para que podamos alguna vez soñar con darles un nombre. Pero no basta con que corra así sin desgastarse, sin corromperse, brotando eternamente rápido; es su frescor, clavado en el frío de la noche, de la altitud, lo que nos hace detenemos allí, en espíritu, por un instante, por mucho tiempo. Para siempre. Este frescor sería para nosotros, sin que pudiéramos entender cómo, comprensible, imaginable, accesible - «la eternidad no posee otro frescor»: esto es lo


que parece decir el torrente. Sin embargo. No debo olvildarlo: No es una voz. A pesar de las apariencias; no es un habla: no es «poesía»... Es agua que revuelve las piedras, y en ella podría hundir mis manos. No hay que enriquecer, ni perturbar, ni frenar su curso. Que se pueda hundir en ella las manos, e incluso los labios, es rigurosamente verdadero. Pero, ¿no es menos rigurosamente verdadero que no es sólo agua lo que desciende de estas montañas? ¿No es esto mismo lo que he creído comprender en otro lugar a propósito de una cañada, de un vergel, de una pradera, cuando, atravesándolos, me dejaba atravesar por ellos? El torrente habla, si se quiere; pero con su propia voz: el ruido del agua. ¿Será entonces que, sin que me haya dado cuenta hasta ahora (el espíritu siempre tan lento, tan obtuso), intento decir el interior de este ruido, de ese discurrir? ¿Lo invisible, en estas aguas, que hace que toquen lo que en mí habría de invisible? Torrente: lo que arde. Como si la cosa más fresca pudiera ser una llama, un instante. Entre dos mundos. Y como si el viajero anciano, volviéndose, en el momento de pasar el puerto, hacia su infancia ya lejana: apenas algunos jirones de bruma en el fondo del valle, tuviera, durante un segundo, la ilusión de reunirse con lo que aún estaría esperándolo.

Traducción de Rafael José Díaz Cuadernos

Hispanoamericanos.

Febrero 2000. Págs. 69-73.

Madrid.

Nro

620.


EL CEREZO

Pienso a veces que si sigo escribiendo es o debería ser ante todo para reunir los fragmentos, más o menos luminosos y convincentes, de una alegría que, estaríamos tentados de creer, estalló un día, hace ya tiempo, como una estrella interior, derramando su polvo sobre nosotros. Que un poco de este polvo se encienda en una mirada es, sin duda, lo que más nos perturba, nos encanta o nos desorienta; pero esto es, si lo pensamos bien, menos extraño que sorprender su resplandor, o el reflejo de ese resplandor fragmentado, en la naturaleza. Por lo menos, estos reflejos han sido para mí el origen de muchas entonaciones, no siempre absolutamente estériles.


Esta vez se trataba de un cerezo; no de un cerezo en flor, que nos habla un lenguaje límpido, sino un cerezo cargado de frutos, percibido una tarde de junio, del otro lado del gran campo de trigo. Era una vez más como si alguien hubiera aparecido allí y nos hablara, pero sin hablarnos, sin hacernos ninguna señal; alguien, o más bien algo, y “algo bello”, ciertamente; pero mientras que, si se hubiera tratado de una figura humana, de una paseante, a mí alegría se hubiera mezclado la


turbación y la necesidad inmediata de correr hacia ella, de alcanzarla, al principio incapaz de hablar, y no sólo por haber corrido demasiado, y luego de escucharla, de responder, de capturarla en la red de mis palabras o de capturarme en la de las suyas –y hubiera comenzado, con un poco de suerte, otra historia, en una mezcla, más o menos estable, de luz y de sombra; mientras que una nueva historia de amor hubiera comenzado entonces como un nuevo arroyo nacido de una fuente nueva, en primavera- a este cerezo yo no sentía ningún deseo de alcanzarlo, de conquistarlo, de poseerlo; o más bien: eso ya había ocurrido, yo había sido alcanzado, conquistado, no tenía nada absolutamente que esperar, que pedir de más; se trataba de otra especie de historia, de encuentro, de lenguaje. Más difícil de captar aún.

Lo que era seguro es que este mismo cerezo, extraído, abstraído de su lugar, no me habría dicho demasiado, o no lo mismo en todo aso. Tampoco si lo hubiera sorprendido en otro momento del día. Y si hubiera querido buscarlo, interrogarlo, tal vez también habría permanecido mudo para mí. (Algunos piensan que “el cielo se aparta” de quienes lo fatigan con su espera, con sus oraciones. Si se tomaran estas palabras al pie de la letra, qué chirrido de goznes producirían en nuestras


orejas…). Intento recordar lo mejor que puedo, y ante todo, que era por la tarde, muy tarde incluso, mucho tiempo después de la puesta de sol, a esa hora en que la luz se prolonga más allá de lo que esperábamos, antes de que la oscuridad venza definitivamente, lo que de todas formas constituye una gracia; porque se concede un plazo, se retrasa una separación, se atenúa un sordo desgarro –como cuando, hace ya mucho tiempo, alguien acercaba una lámpara a nuestra cabecera para alejar los fantasmas. Es también una hora en que esta luz superviviente, habiendo dejado de ser visible su hogar, parece emanar del interior de las cosas y subir desde el suelo; y, aquella tarde, del camino de tierra que seguíamos o más bien del campo de trigo ya alto pero aún de color verde, casi metálico, de manera que hacía pensar por un instante en una hoja de metal, como si se pareciera a la guadaña que iba a cortarlo. Se producía así una especie de metamorfosis: ese suelo que se convertía en luz: ese trigo que evocaba el acero. Al mismo tiempo, era como si los contrarios se acercaran, se fundieran, en ese momento de transición del día a la noche en que la luna, como una vestal, venía a relevar al sol atlético. Así, nos encontrábamos reconducidos, no por una fuerza autoritaria ni por el látigo del rayo, sino bajo una presión casi imperceptible y tierna como una caricia, muy lejos en el tiempo, y en el fondo de nosotros, hacia esa edad imaginaria donde lo más próximo y lo más lejano estaban aún enlazados, de manera de que el mundo ofrecía las apariencias tranquilizadoras de una casa o incluso, a veces, de un templo, y la vida, las de una música. Creo que era reflejo muy debilitado de esto lo que llegaba entonces hasta mí, como nos llega esa luz tan antigua que los astrónomos han llamado “fósil”. Caminábamos por una gran casa con las puertas abiertas, iluminadas sordamente por una lámpara invisible; el cielo era como una pared de cristal que vibraba apenas al paso del aire fresco. Los caminos era los de una casa; la hierba y la guadaña no eran sino una sola cosa; el silencio se veía menos roto que acrecentado por el ladrido de un perro y por los últimos gritos débiles de los pájaros. Un batiente chapado con una delgada capa de plata había vuelto hacia nosotros su


reverberación. Era entonces, era allí donde había aparecido, relativamente lejos, del otro lado, en la linde del campo, entre los árboles cada vez más sombríos; rojo sobre verde, en la hora del deslizamiento de las cosas las unas con las otras, en la hora de una lenta y silenciosa apariencia de metamorfosis, en la hora de la aparición, casi, de otro mundo. La hora en que algo parece girar como una puerta sobre sus goznes. ¿Qué podría ser ese rojo para sorprenderme, alegrarme hasta ese punto? Seguro que no era sangre; si el árbol de pie sobre el otro borde del campo hubiera estado herido, hubiera tenido el cuerpo así manchado, yo no habría sentido sino espanto. Pero no soy de los que piensan que los árboles sangran, ni de los que se emocionan igual ante una rama cortada que ante un hombre asesinado. Era más bien como el fuego. Sin embargo, nada ardía. (Siempre he amado los fuegos en los jardines, en los campos: son a la vez luz y calor, pero también, puesto que se mueven, se agitan y muerden, algo así como bestias salvajes; y, más profundamente, de un modo más inexplicable, una especie de abertura en la tierra, una brecha en las barreras del espacio, algo difícil de seguir hasta donde parece querer llevarnos, como la llama no fuera en absoluto de este mundo: liberada, rebelde, y por ello mismo una fuente de alegría. Estos fuegos arden aún en mi memoria, me parece, en el momento justo en que paso junto a ellos. Se diría que alguien los ha sembrado al azar en el campo y que empiezan a florecer todos a la vez, con el invierno. No puedo separar los ojos de ellos. ¿Es que, sin ni siquiera pensarlo, sé que se alimentan, al crepitar, de hojas muertas? Son árboles breves que el viento sacude. O zorros, compañeros feroces.) Pero aquel rojo no ardía, no crepitaba; no era ni siquiera una brasa, como las que quedan, esparcidas, a lo lejos, al final del día. En lugar de subir como la llamas, esto fluía o colgaba, un racimo, colgante de rojo, o de púrpura; al abrigo de verdores muy sombríos. ¿O enseguida, puesto que iluminaba y calentaba, puesto que parecía venir de lejos, hay que decir que era como un fuego suspendido que no desgarraría ni mordería, que se mezclaría con el agua, contenido en algo así como globos húmedos, dulcificado, domado? ¿Cómo una llama en una mariposa de cristal? ¿Un racimo de fuego domesticado, casado


con el agua nocturna, con la noche en formación, inminente pero aún no advenida? Una dulzura sin límites se estremecía sobre todo esto como un soplo de aire, refrescante con la llegada de la noche. Creo que nuestra corteza, más rugosa de año en año, se ha suavizado durante algunos instantes, como la tierra se deshiela y deja que un agua nueva brote de su superficie.

Había un vínculo de las hojas con la noche y el río más lejano, que no se oía; había un vínculo de los frutos con el fuego, la luz. Lo que nos detuvo y parecía hablarnos sobre el otro borde del campo arrugado por el viento como un río pálido se parecía un poco, sin dejar de ser un cerezo cargado de frutos cuya variedad, al aproximarme, hubiera podido reconocer –igual que nada de lo que nos rodeaba dejaba de ser camino, campos y cielo-, a un pequeño monumento natural que se hubiera visto de pronto iluminado en su corazón por el aceite de una ofrenda, una especie de pilar, pero capaz de estremecerse, incluso si en ese momento parecía absolutamente inmóvil –adornado, para una rememoración, con un racimo de frutos, de fuego domesticado; de tal forma que al verlo, mientras habíamos creído sencillamente caminar por senderos


demasiado familiares, todo cambiaba, todo adquiría un sentido diferente, o simplemente un sentido; así, cuando un canto se eleva en una sala, o una simple palabra, no importa cuál, en una habitación, se trata siempre de la misma sala, de la misma habitación, no se ha salido, igual que no se ha dejado de ser víctima del trabajo minucioso del tiempo destructor, y sin embargo algo esencial parece haber cambiado. Aquella tarde, tal vez, sin tomar conciencia de ello, yo sentía que el tiempo, las horas durante las cuales yo mismo había vivido, es decir, el día, pero no la noche, habían penetrado lentamente en esos frutos para redondearlos y finalmente enrojecerlos; que contenían en suspenso todo esto, ellos mismos suspendidos en su abrigo de hojas, como incubados por esas alas verdes, pero pronto negros y más negros que el cielo bajo el cual se estremecían, apenas, en su sueño… Hubiera hecho mejor en coger esos frutos, se pensará, y renunciar a tantas ceremonias. Pero también sé cogerlos, amo su resplandor en pleno día, su redondez de mejillas sanas, su gusto a veces ácido, a veces acuoso, su escarlata. Esto es otro asunto, simplemente: en el calor del día, en pleno sol, con el pronto deseo de morder otros frutos, escalas donde no hay ángeles que suban hacia el cielo deslumbrante de este comienzo de verano, sino algo mucho mejor que los ángeles… Un color sobre otro, en un momento de paso, donde se pasa un testigo –el atleta solar a la vestal que parece más lenta que él-; ¿Cómo un corazón, como el Sagrado Corazón de Cristo en las imágenes santas?


El arbusto ardiente. Un fuego, al abrigo de estas hojas más bien color de sueño. Apacibles, apaciguadoras. Un plumaje de pájaro mental. Huevos de color púrpura incubados bajo estas plumas sombrías. Una fiesta lejana, bajo arcos de hojas. A distancia, a una distancia cada vez mayor. ¿Tántalo? Sí, si estos frutos fueran senos. Pero no son ni siquiera su imagen. Consejos llegados del afuera: algunos lugares, algunos momentos nos “inclinan”, hay como una


presión de la mano, de una mano invisible, que nos incita a cambiar de dirección (de los pasos, de la mirada, del pensamiento); esa mano podría ser también un soplo, como el que orienta las hojas, las nubes, los veleros. Una insinuación, en voz muy baja, como de alguien que susurra: mira, o escucha, o simplemente: espera. Pero, ¿tenemos aún tiempo para esperar, paciencia para esperar? Y además, ¿se trata realmente de esperar? ¿No ha pasado nada? Una llama entre dos palmas que ella ilumina, entibia. Una linterna sorda. ¿Qué rótulo más bello para un albergue mejor? Donde no habría necesidad de entrar para sentirse al abrigo, ni necesidad de beber para verse saciado. “En el cerezo cargado de frutos”. ¡Extraño rótulo, aunque bello, y extraño viajero, guiado y alimentado por espejismos! ¿No de la impresión de estar un poco azorado, a la fuerza, no parece enflaquecido? Si el viento que le recuerda, en este comienzo de una noche de verano, antiguas caricias, aumenta y se desencadena, tengo miedo de que no puede hacerles frente durante mucho tiempo. No podemos protegernos de la edad con recuerdos o sueños. Ni siquiera tal vez con plegarias. Pero ¿quién nos ha prometido nada para siempre? ¿Al menos, algo más que estos señuelos tan bellos que nos quitan el sueño? Demasiado bellos, sin embargo, sigue pensando él de forma casi maníaca, para no ser sino señuelos.

Traducción de Rafael-José Díaz Cuadernos Hispanoamericanos. Madrid. Nro 635. Mayo 2003. Págs. 71-75.


LA LUZ GUÍA MI MANO Desde por la mañana la luz habla, y yo la escucho, sin preguntarme si hago bien o mal, si no estoy haciendo el ridículo. Al principio es como una muchacha que pasara de puerta en puerta despertando uno por uno los habitantes de este pueblo, es también algo fresco que brilla sobre las piedras, que lava los mundos de todas las manchas de la noche, es una especie de vertedero del alma. Hoy, ésta solo dirá cosas puras. * “Y la luz filosófica que baña mi ventana es ahora mi alegría…” (1) Ahora que el sol se ha elevado un grado en el cielo, pienso en esta frase de una carta escrita por Hölderlin a Böhlendorff el 2 de diciembre de 1802, es decir, poco antes de que se hundiera definitivamente en la locura; y es como si lo que puedo ver, sin dejarme tiempo para reflexionar, me hiciera comprender de pronto el verdadero sentido de estas palabras (pero, desde luego, se trata solo de una interpretación muy parcial). Pues la luz de la mañana no se parece al fuego; menos aún al brillo de una lámpara; no es el resplandor de un sol juvenil, no me hace pensar en los dioses, ni tampoco en una figura humana, aunque fuera sin mancha y muy amada. Es más bien (aún así, no hablaré de ella sin ofenderla) como una propiedad de las cosas, no su vestimenta, no el lino ni la armadura plateada, sino cierta transparencia, cierta limpidez; y no solo del cielo, sino de todo el espacio y de todas las cosas que hay en el espacio, montañas muy alejadas, suspendidas en el aire, escasa nubes en sus cimas; luego, los árboles, la hierba, la tierra, un montón de madera contra una casa; una alusión al cristal más que el cristal mismo, que solo reluce en los Alpes. En efecto, aunque la luz no tiemble, todo respira con naturalidad. Pues bien, por muy ridículo que esto sea me parece que en ese momento brilla ante mí el “adentro” de las cosas; que el mundo irradia con su luz interior, que se me ha aparecido “en su gloria”. En una luz similar a ésta me parece que están bañados muchos poemas de Hölderlin. Naturalmente, no se puede decir que esta observación sea verídica; pero ¿acaso las ilusiones no llevan a


menudo –si que nos demos cuenta- hacia una especie de verdad que la exactitud nunca conseguirá delimitar? * Hacia el mediodía, hasta la última cresta sobresale con agresividad. * Podría aprender hoy, si no lo hubiera adivinado desde la infancia, que el atardecer, que cada atardecer más que ningún otro momento del día, contiene maravillas y secretos. ¿Qué ocurre bajo los robles? ¿Qué ocurre en la espesura de la hierba, detrás de los sauces? ¡Decidlo! Sombríos, sombríos verdes extendidos hasta el pie de las oscuras montañas que llevan hasta su cima los fuegos que preceden y anuncian la entrada de la noche, es vuestra profundidad lo que voy a seguir indagando durante mucho tiempo, como si no fuera solamente una profundidad material, profundidad de color, sino la intimidad del alma, en verdad no sé qué, me faltan los medios para explicármelo; pero en ella, húmeda, escondida, perfumada, me parece que veo cómo esa dama muerta se incorpora con esfuerzo de no sé qué postura atrozmente mortificada y camina con un largo vestido de falla negra; y si pudiera aguzar aún más el oído (pero la fatiga y el asombro me lo impiden), ¿no oiría su voz familiar, “una de las expresiones”, no me apresuraría a obedecerla, puesto que, tanto hoy como ayer, ésta es la hora en la que, más que en cualquier otra, hay que acoger al mundo e incluso sus secretos más extraños? Traducción: RAFAEL-JOSÉ DÍAZ


El paseo bajo los árboles. Buenos Aires. cuatro. ediciones. 2011. Págs. 37-39.


IN MEMORIAM LAWRENCE FERLINGHETTI (1919-2021)

UN CONEY ISLAND DE LA MENTE

(1958)

El título de este libro está tomado de ENTRANDO A LA VIDA NOCTURNA (1), de Henry Miller. Se usa fuera de contexto, pero expresa lo que sentía de estos poemas cuando los escribí –como si fuesen tomados en su conjunto, una especie de Coney Island de la mente, una especie de circo del alma. 1. ENTRANDO EN LA VIDA NOCTURNA es el capítulo séptimo de la novela de Henry Miller PRIMAVERA NEGRA, que fue traducida por nosotros para la edición en castellano de la Editorial Alfaguara. (Nota de los traductores.)

1 En las mejores escenas de Goya parece que vemos a las gentes en el momento exacto en que consiguieron por primera vez el título de “sufriente humanidad” Se retuercen en la página con un verdadero furor de adversidad Amontonados gimiendo con niños y bayonetas bajo cielos de cemento en un paisaje abstracto de árboles volados estatuas torcidas alas y picos de murciélagos


horcas resbaladizas cadáveres y carnívoras pollas y todos los vociferantes monstruos finales de la “imaginación del desastre” son tan malditamente reales que es como si todavía existieran de verdad Y existen Sólo el paisaje ha cambiado Todavía están alienados por las carreteras por los legionarios (1) falsos molinos de vientos y gallos dementes Es la misma gente sólo que más lejos de casa en autopistas de cincuenta carriles en un continente de hormigón con blandos y grandes anuncios espaciados que ilustran imbéciles ilusiones de felicidad La escena muestra menos carretas pero más ciudadanos mutilados en coches pintados y tienen extrañas matriculas y motores que devoran América 1. Los legionarios son un grupo cívico de excombatientes de extrema derecha (N.T.).

2 Navegando por los estrechos de Demos vimos pájaros simbólicos chillando sobre nosotros mientras ávidas águilas revoloteaban y elefantes en bañeras pasaban flotando adentrándose en el mar rasgueando mandolinas torcidas y achicando con sus orejas a toda máquina mientras patrióticas doncellas con amapolas de papel puestas y comiendo bombones corrían por las orillas lamentándose tras nosotros y mientras que nos atábamos a los mástiles y nos tapábamos los oídos con goma de mascar


agonizantes burros en altas colinas cantaban canciones en voz baja y alegres vacas volaron salmodiando antífonas antenienses mientras sus vainas se convirtieron en tulipanes y helicópteros de Helios volaban sobre nosotros dejando caer billetes de tren gratuitos desde Los Ángeles Perdidos al Cielo y prometiendo Elecciones Libres Así levantamos mástil y vela en aquel funesto barco otra vez y así salimos otra vez avanzando sobre el engullente mar cargado de liberadas vírgenes vestales y lanzadores de disco leyendo Walden pero al poco llegar a las extrañas orillas suburbanas de esa gran semi-democracia americana nos miramos los unos a los otros con un ligero asombro silenciosos sobre una cumbre de Darien 3 El ojo del poeta mirando obscenamente ve la superficie del redondo mundo con sus techos borrachos y oiseaux de madera en tendederos de ropa y sus machos y hembras de barro con calientes piernas y pechos como pimpollos de rosa en camas plegables y sus árboles llenos de misterios y sus parques domingueros y estatuas mudas y su América con sus pueblos abandonados y vacías Islas Ellis y su paisaje surrealista de estúpidas praderas suburbiales supermercados cementerios con calefacción de vapor fiestas religiosas en cinerama y protestonas catedrales un mundo a prueba de besos con plástico asientos de retrete tampax y taxis


drogados vaqueros de drugstore y vírgenes de las vegas marginados indios y cinéfilas matronas senadores no romanos y no objetores de conciencia y todos los otros fatales y apuntalados fragmentos del sueño del inmigrante que se convirtió en demasiado real y perdido entre los que toman sol

7 Qué podía decir ella fantástico osobromista y qué podía decir al hermano y que podía decir al tipo con pies futuros y qué podía decir a la madre


después de aquel momento en que se acostó lascivamente entre las flores chupete en aquella calurosa ribera donde los helechos se desparramaban en el aire roto del aliento de su amante y los pájaros se volvieron locos y se tiraron de los árboles para catar caliente todavía sobre el suelo la derramada semilla del esperma 9 Ves lo que pasó es que cuando entramos fardando en ese sitio un par de tipos Papescos están bailando un pasodoble azteca Y voy y digo Hombre nos largamos pero entonces esa tía se me acerca por detrás ves y dice Tú y yo podemos realmente existir Hostias digo yo Sólo que al día siguiente ella tiene los dientes podridos y realmente odia la poesía 10 No me he acostado con la belleza toda la vida repitiéndome sus abundantes encantos No me he acostado con la belleza toda la vida ni tampoco he mentido con ella repitiéndome que la belleza nunca muere pero queda aparte entre los aborígenes del arte y muy por encima de los campos de batalla del amor Está por encima de todo eso Oh sí Se sienta en los asientos más selectos


de la iglesia allá arriba se reúnen los directores artísticos que seleccionan las cosas para la inmortalidad Y ellos se han acostado con la belleza toda la vida Y ellos se han alimentado de dulce melón blanco y bebido los vinos del Paraíso de modo que saben exactamente que para siempre jamás y que nunca jamás puede llegar a convertirse en una nada perdedora de dinero Oh no me he acostado en una cama de Reposo de Belleza como ésta teniendo que levantarme de noche por miedo de que se me escapase de algún modo algún movimiento que la belleza hubiese podido hacer No obstante he dormido con la belleza a mi propia y loca manera y he tenido una o dos hambrientas escenas con la belleza en mi cama y así derramé otro u otros dos poemas y así derramé otro u otros dos poemas sobre el mundo del Bosco

12 “Uno de esos cuadros que nunca muere” su belicosa imagen una vez concebida no dejaba el emplomado suelo a pesar de las veces que la acosaba hasta el olvido Pintar sobre él no producía ningún efecto Seguía saliéndose por la madera y el lienzo y así como salía le gritaba una terrible nana donde cada sepultura era una sepultura minada por despertadores no terrenales que vocifera horriblemente


para amantes y durmientes 16 El castillo de Kafka se yergue sobre el mundo como una última bastilla del Misterio de la Existencia Sus ciegos nos confunden Empinadas sendas descienden bruscamente hacia el vacío Irradian carreteras por el aire como los laberínticos cables de una central telefónica por la que todas las llamadas son infinitamente incontrolables Allá arriba el tiempo es divino Las almas bailan desnudas juntas y como remolones en los límites de una feria miramos insistentemente al inalcanzable misterio imaginado Pero allá en el otro lado como la entrada de artistas en un circo hay una ancha abertura en el muro por donde hasta los elefantes entran a bailar

18 Asustado por el sonido de mi propia voz y por el sonido de pájaros cantado en calientes cables en un sueño dominguero me veo matando diversos pecadores y pavos ruidosas perras con puntiagudos pezones muertos y negros caballeros con armaduras de hierro con etiquetas Brooks y cerraduras Yale en los pantalones Sí y con el penis erectus como lanza mato a todas las viejas damas volviéndolas jóvenes de nuevo con el toque de mi dulce y oscilante espada


recuperando sus doncelleces y virginidades ah sí en aduladoras falsedades del sueño nos corrimos conquistándolo todo pero durante todo el tiempo la verdadera hora oficial sigue transcurriendo y nuevos bebés embotellados con auténticos dientes devoran nuestro fantástico futuro de ficción 27 Caminaban pavos reales bajo los árboles nocturnos en la perdida luz de la luna cuando salí en busca de amor aquella noche Una tórtola se arrullaba en una cala Una campana dobló dos veces una vez para el nacimiento y otra vez para la muerte del amor aquella noche Traducción y prólogo de CARLOS BAUER y JULIÁN MARCOS


Un Coney Island de la mente. Madrid. Ediciones

Hiperión. 1981. Págs. 13-15, 17-19, 21, 33, 39, 4143, 49, 57, 61, 79.


EZRA POUND (1885-1972) EN ESPOLETO Por: Lawrence Ferlinghetti (1919-2021

A mediodía entré en un palco del teatro Melisso, la encantadora sala renacimiento donde a diario tenían lugar las lecturas de poesía y los conciertos de cámara del Festival de Espoleto, y de repente vi a Ezra Pound por primera vez, sentado, inmóvil como una estatua de un mandarín, en un balcón de los del fondo del teatro, un piso más arriba de la luneta. No lo reconocí al primer momento, no viendo más que a un viejo impresionante, en una pose rara, flaco y peludo, aquilino a los ochenta, la cabeza ladeada curiosamente, perdido en permanente abstracción. Así estuvo sentado durante el concierto de mediodía, no cambiando jamás de pose, los ojos fijos en el vacío. A las 5 P.M. volví a otro palco del que podía ver de nuevo a Pound en el de enfrente. Después de tras poetas jóvenes que ocuparían el escenario, él leería, según el programa, desde su palco, y ahí estaba sentado con una vieja amiga (que le tenía sus papeles) esperando en la misma posición que a mediodía, como si hubiera estado allí toda la tarde. Inclinó ahora la cabeza, se miró los nudillos de


los dedos, moviendo apenas las manos, sin expresión. Aparte de eso siguió inmóvil. Sólo una vez, cuando en el teatro lleno todos estaban aplaudiendo al que ocupaba el escenario, él se animó a aplaudir sin alzar la mirada, mecánicamente, como estimulado por un sonido en el vacío. Pavlov. Casi después de una hora llegó su turno. O después de una vida. Todos los de la sala se levantaron, se volvieron y miraron hacia atrás, levantando la vista hacia el palco de Pound y aplaudiendo. El aplauso fue largo y Pound trató de levantarse de su butaca. Un micrófono le molestaba. Se agarró de los brazos del asiento con sus manos huesudas y trató de incorporarse. Como no pudo trató de nuevo y tampoco pudo. Su vieja amiga no intentó ayudarle. Al fin, ella le puso un poema en la mano y después de por lo menos un minuto a él le salió la voz. Primero se le movió la quijada y en seguida la voz le salió, imperceptible. Un joven italiano le acercó el micrófono a la boca y se lo tuvo allí, y la voz pudo oírse, débil, pero tenaza, más fuerte de lo que yo esperaba, delgada, suave, monótona. La sala había quedado en silencio de un solo golpe. La voz me derribó, tan suave, tan fina, tan débil, tan tenaz aún. Recliné la cabeza sobre mis brazos en el pasamanos de terciopelo de la baranda del palco. Me sorprendió ver caer una lágrima sobre una de mis rodillas. La imperceptible, indomable voz seguía. ¡Parar en esto! Salí ciego del palco, por la puerta trasera, a la vacía galería del teatro en cuya sala quedaban todos sentados vueltos hacia él, bajé y salí al sol, llorando… En las alturas próximas al pueblo, junto al antiguo acueducto, los nogales estaba todavía en flor. Pájaros silenciosos volaban sobre el valle de abajo; en la lejanía, el sol brillaba en los nogales y las hojas como que giraban en el sol, y giraban y giraban y seguirían girando. Como su voz, que seguía y seguía entre las hojas.

Verano de 1965 Traducción de JOSÉ CORONEL URTECHO Y ERNESTO CARDENAL Prólogo de ERNESTO CARDENAL

Antología. Madrid. Visor. 1983. Págs. 217-218.


PRIMER TERCIO/ NEAL CASSADY (1926-1968) Por: Lawrence Ferlighetti (1919-2021)

Con el paso del tiempo (diez años han pasado ya de su primera edición) esta autobiografía ha ido asumiendo más y más un carácter de fuente de primera mano para el conocimiento de la historia social de los Estados Unidos, semejante a las cartas de los pioneros que avanzaban hacia el Oeste hace doscientos años en sus caravanas de carretas. Para la juventud de los televisivos ochenta, el Oeste en el que creció Cassady –los barrios bajos, los campamentos de vagabundos, las barberías y las calles traseras de Denver- es un sitio y una época tan remotos como los de la fiebre del oro, unos Estados Unidos de los años treinta que hoy sólo existen en desvencijadas estaciones de autobuses de ciudades pequeñas y perdidas. La descripción que hace Cassady de ese mundo de preguerra tiene la calidad del viejo cine mudo, de la experiencia por antonomasia, un tanto solitaria, del Oeste de aquel


tiempo ya desvanecido, plasmada en vagabundo caminando hacia el futuro.

Charlot

el

De modo que este registro de la existencia errante de Cassady se convierte en fuente histórica del viejo mito del Salvaje Oeste, como si el propio Cassady fuera de la última generación de héroes populares, un prototipo temprano del vaquero urbano que cien años antes hubiera podido ser un forajido errante (y así lo vio Kerouac en En el camino). El recientemente recuperado “Prólogo” (historia de la familia Cassady antes de que Neal apareciese en escena), sobre todo, nos ofrece una temprana saga estadounidense, tan auténtica y profunda como las obras de Faulkner o Thomas Wolfe (y a menudo con frases igual de retorcidas), tan de la tierra como la leyenda de Paul Bunyan. La prosa, llana, primitiva, tiene cierto ingenuo encanto, antiguo y anticuado a la vez, y con frecuencia es forzada y ambigua como el habla de un fanfarrón (que es lo que era Cassady realmente, más que “escritor”: se movía y hablaba como Paul Newman en El buscavidas pero acelerado). Así que escuchen su voz de buscavidas mientras leen. Septiembre de 1981

Traducción de FERNANDO GONZÁLEZ CORUGEDO


El

primer

tercio

y

otros

escritos.

Editorial Anagrama. 2006. Págs. 7-8.

Barcelona.


EL ORIGEN DE LA OBRA DE ARTE Por: Martín Heidegger (1889-1976)

Origen significa aquí aquello de donde una cosa procede y por cuyo medio es lo que es y como es. Lo que es algo, cómo es, lo llamamos su esencia. El origen de algo es la fuente de su esencia. La pregunta sobre el origen de la obra de arte interroga por la fuente de su esencia. La obra surge según la representación habitual de la actividad del artista y por medio de ella. Pero ¿cómo y de dónde es el artista lo que es? Por medio de la obra; pues decir que una obra enaltece al maestro, significa que la obra, ante todo, hace que un artista resalte como el maestro del arte. El artista es el origen de la obra. La obra es el origen del artista. Ninguno es sin el otro. Sin embargo, ninguno de los dos es por sí solo el sostén del otro, pues el artista y la obra son cada uno en sí


y en su recíproca relación, por virtud de un tercero, que es lo primordial, a saber, el arte, al cual el artista y la obra deben su nombre. Tan necesariamente como el artista es el origen de la obra, de modo distinto a como ésta lo es del artista, tan ciertamente es el arte el origen, de modo aún distinto del artista y sobre todo de la obra. Pero entonces ¿puede el arte en general ser un origen? ¿Dónde y cómo hay arte? El arte es por ahora tan sólo una palabra a la que no corresponde nada real. Pudiera ser una representación global en la que alojáramos lo único que es real en el arte: las obras y los artistas. Aun si la palabra arte significara más que una representación global, lo mentado por la palabra arte sólo podría fundarse sobre la realidad de obras y artistas. ¿O la cosa es al contrario? ¿Hay obra y artista sólo en la medida en que el arte existe como su origen? Cualquiera que sea la solución, la pregunta sobre el origen de la obra de arte se convierte en la pregunta sobre la esencia del arte. Pero como debe quedar abierta la cuestión de si el arte es y cómo es en general, trataremos de encontrar la esencia del arte donde el arte indudablemente impera en su realidad. El arte está en la obra de arte. Pero ¿qué es y cómo es una obra de arte? Lo que sea el arte debe poderse inferir de la obra. Lo que sea la obra sólo podemos saberlo por la esencia del arte. Se observa fácilmente que nos movemos en un círculo. La razón común exige que sea evitado este círculo, porque es una ofensa a la lógica. Se piensa que puede derivarse lo que es el arte de las obras existentes mediante una contemplación comparada de ellas. Pero ¿cómo podemos estar seguiros de que una tal contemplación se basa efectivamente en obras de arte, si no sabemos previamente lo que es el arte? Pero así como no se puede alcanzar su esencia mediante un conjunto de características de obras de arte dadas, tampoco se puede lograr deduciéndole de conceptos más altos; pues también esta deducción tiene ya, de antemano, en vista aquellas determinaciones que deben bastar para que lo que previamente consideramos como obra de arte, se presente como tal. Pero los conjuntos de notas tomadas de obras existentes, o las


deducciones de principios, son aquí de igual modo imposibles y donde son empleadas constituyen un autoengaño. Por lo tanto, debemos completar el curso del círculo. No es esto un expediente o una deficiencia. Lo más firme es andar por ese camino, y quedar en él es la fiesta del pensamiento, en el supuesto de que el pensamiento sea un oficio. No sólo es un círculo el paso principal de la obra al arte, y el de éste a la obra, sino cada paso aislado que intentamos gira en este círculo. Para encontrar la esencia del arte que realmente está en la obra, busquemos la obra real y preguntémosle qué es y cómo es. Las obras de arte son conocidas por todos. Las obras de arquitectura y escultura se encuentran en las plazas públicas, en las iglesias y en las casas. En las colecciones y exposiciones se depositan obras de arte de las más diferentes épocas y pueblos. Si las miramos en su intacta realidad, sin prejuzgar, entonces se muestra que las obras son tan naturalmente existentes como las cosas. El cuadro cuelga en la pared como un fusil de caza o un sombrero. Una pintura, por ejemplo, la de Van Gogh que representa un par de zapatos de campesino, vaga de una exposición a otra. Las obras son transportadas como el carbón del Ruhr o como los troncos de árbol de la Selva Negra. Los himnos de Hölderlin se empacaban durante la guerra en la mochila, como los instrumentos de limpia. Los cuartetos de Beethoven yacen en los anaqueles de las editoriales como las papas en la bodega. Todas las obras tienen este carácter de cosa. ¡Qué serían sin este carácter? Pero quizá nos moleste esta manera tan tosca y superficial de ver la obra. Tal representación de la obra puede tenerla el guardián o la criada del museo. Debemos, pues, tomar la obra de arte como aquellos que la experimentan y gozan. Pero tampoco la muy invocada vivencia estética pasa por alto lo cósico (1) de la obra de arte. La piedra está en la arquitectura. La madera en la obra tallada. En colorido lo está en el cuadro. La voz en la obra hablada. El sonido está en la música. Lo cósico está tan inconmovible en la obra de arte que


debiéramos decir al contrario: la arquitectura está en la piedra. La obra tallada está en la madrea. El cuadro está en el color. La obra musical está en el sonido. Se replicará que esto es obvio. Cierto. Pero ¿qué es esto cósico obvio que hay en la obra de arte?

¿O será inútil y confuso preguntar por qué la obra de arte encima de lo cósico es además algo otro? Esto otro que hay en ella constituye lo artístico. La obra de arte es en verdad una cosa confeccionada, pero dice algo otro de lo que es l amera cosa. La obra hace conocer abiertamente lo otro, revela lo otro; es alegoría. Con la cosa confeccionada se junta algo distinto en la obra de arte (…). La obra es símbolo. Alegoría y símbolo son el marco de representaciones dentro del cual se mueve hace largo tiempo la caracterización de la obra de arte. Pero este único en la obra que descubre lo otro, este uno que se junta a lo otro, es lo cósico en la obra de arte. Casi parece que lo cósico en la obra es el


cimiento en el cual y sobre el cual está construido lo otro y peculiar. ¿Y no es esto cósico en la obra lo que el artista hace propiamente con su oficio? Queremos tocar la realidad inmediata y plena de la obra de arte. Entonces, debemos desde luego hacer visible lo cósico de la obra. Para esto es necesario que sepamos, clara y suficientemente lo que es una cosa. Sólo entonces se puede decir si la obra de arte es una cosa, pero a la que se adhiere algo otro o si la obra es, en general, algo diverso y nunca una cosa. Traducción y Prólogo de SAMUEL RAMOS

Arte y Poesía. México. Fondo de Cultura Económica. 1978. Págs. 37-41.


PENSAMIENTO, CRISIS-MELANCOLÍA Por: Julia Kristeva (1941-)

Sin embargo la melancolía no es francesa. El rigor del protestantismo o el peso matriarcal de la ortodoxia cristiana se confiesan más fácilmente cómplices del individuo enlutado cuando no lo invitan a una delectación nocturna. La Edad Media francesa nos presenta la tristeza bajo figuras delicadas y el tono galo, floreciente e iluminado, tiende más a la broma, a lo erótico y a la retórica que al nihilismo, Pascal, Rousseau y Nerval no bastan y… son excepciones Para el ser hablante, la vida posee sentido: es, por lo demás, el apogeo del sentido. Tan pronto como éste se pierde, se pierde la vida misma sin aflicción. A sentido perdido, vida en peligro. En sus movimientos dubitativos el depresivo es filósofo, y se le deben a Heráclito, a Sócrates, y más recientemente, a Kierkegaard, las páginas más conmovedoras acerca del sentido y el sin sentido del Ser. Hace falta remontarse a Aristóteles para hallar una reflexión completa sobre las relaciones entre los filósofos y la melancolía. En los Problemata (30, I), atribuidos a Aristóteles, la bilis negra (melaina kole) distingue a los grandes hombres. La reflexión (seudo-) aristotélica se refiere al ethos-péritton –personalidad de


excepcióncaracterizada por la melancolía. Recurriendo a las nociones hipocráticas (los cuatro humores y los cuatro temperamentos), Aristóteles innova al extraer la melancolía de la patología y situarla en la naturaleza pero, sobre todo, al hacerla emanar del calor, considerando como principio regulador del organismo y de la mesotes, interacción controlada de energías opuestas. Esta noción griega de la melancolía nos es hoy extraña: supone una “diversidad bien dosificada” (eukratos anomalía) traducida metafóricamente como espuma (aphros), contrapunto eufórico de la bilis negra. Esta mezcla blanca de aire (penuma) y de líquido hace espumar tanto al mar, como al vino o al semen. Aristóteles asocia en efecto el supuesto científico y las referencias míticas que ligan la melancolía a la espuma espermática y al erotismo, cuando se refiere explícitamente a Dionisos y Afrodita (953b31-32). La melancolía que evoca no es la enfermedad del filósofo; es más bien su naturaleza, su ethos. Esta no es la que atrapa al primer melancólico griego, Belerofonte, presentado en La Ilíada (VI, 200-203): “Odiado por los dioses erraban solo por el llano de Aleo, el corazón devorador por la tristeza y evitando las huellas de los hombres.” Autófago porque fue abandonado por los dioses, expatriado por decreto divino, este desesperado fue condenado, no a la manía, sino al alejamiento, a la ausencia, al vacío… Con Aristóteles la melancolía, equilibrada por el genio, es coextensiva a la inquietud del hombre en el Ser. Se puede ver el anuncio de la angustia heideggeriana como Stimmung del pensamiento. Schelling descubrió, de manera análoga, la “esencia de la libertad humana”, el indicio de la “simpatía del hombre hacia la naturaleza”. Así, el filósofo resulta ser un “melancólico por exuberancia de humanidad (1). Esta visión de la melancolía como estado límite y como excepción reveladora de la verdadera naturaleza del Ser, sufre una profunda mutación durante la Edad Media. Por una parte, el pensamiento medieval regresa a las cosmologías de la Antigüedad tardía y liga la melancolía con Saturno, planeta del espíritu y del pensamiento (2). La Melancolía (1514) de Durero, transpone magistralmente a las artes plásticas esas especulaciones teóricas que encontraron su apogeo en Marsilio Ficino. La teología cristiana, por otra parte, hace de la tristeza un pecado. Dante sitúa las “muchedumbres


doloridas que han perdido el don del entendimiento” en la “ciudad doliente” (el “Infierno”, canto III). Tener un “corazón mustio” significa haber perdido a Dios y los melancólicos forman “una secta de mezquinos enfadados con Dios y con sus enemigos”: su castigo consiste en no tener “esperanza de muerte”. A quienes la desesperación convierte en violentos contra sí mismos, suicidas y despilfarradores, a ellos les son ahorrados los disgustos: están condenados a transformarse en árboles (canto XIII). Con todo, los monjes de la Edad Media cultivaban la tristeza: ascetismo místico (accedia) que se impondrá como fuente de conocimiento paradójico de la verdad divina y constituirá la mayor prueba de fe.


Variable según los climas religiosos, se puede decir que la melancolía se afianza en la duda religiosa. Nada más triste que un Dios muerto, y al propio Dostoyevski lo conmueve la imagen desconsoladora de Cristo muerto en la pintura de Holbein, tocado por la “verdad de la resurrección”. Las épocas que ven derribar ídolos religiosos y políticos, épocas de crisis, son particularmente propicias para el humor negro. Es verdad que un desempleado es


potencialmente menos suicida que una enamorada abandonada pero, en tiempos de crisis, la melancolía se impone, se dice, construye su arqueología, produce sus representaciones y su saber. Una melancolía escrita no tendrá seguramente mucho que ver con el estupor que lleva ese nombre. Más allá de la confusión terminológica que hemos planteado hasta el momento (¿qué es una melancolía?, ¿qué es una depresión?), estamos aquí frente a una enigmática paradoja que nos interroga sin cesar: la pérdida, el duelo, la ausencia desencadenan el acto imaginario y lo alimentan sin interrupción en la misma medida en que lo amenazan y lo arruinan, cabe notar también que se trata de negar esa tristeza movilizadora erigida en fetiche para la obra. El artista que se consume de melancolía es, a la vez, el más encarnizado guerrero cuando combate la renuncia simbólica que lo envuelve… Hasta que la muerte lo toca o el suicidio se le impone como un triunfo final sobre el vacío del objeto perdido…

1. Cf. La Melanconia dell´uomo di genio. Ed. Il Melangolo, a cargo de Carlo Angelino, ed. Enrica salvaneschi, Génova, 1981. 2. Acerca de la melancolía en la historia de las ideas y de las artes, cf. la obra fundamental de K. Klibansky, E. Panofsky, F. Saxl, Saturn and Melancholy, T. Nelson ed., 1964. Hay versión en español: Saturno y la

melancolía: estudios de historia de la filosofía de la naturaleza, la religión y el arte, Alianza, Madrid, 1991.


Traducción MARIELA SÁNCHEZ URDANETA

Sol negro. Depresión y melancolía. Caracas. Monte Ávila Editores Latinoamericana. 1991. Págs. 11-14.


UNA HISTORIA DE AMOR Y OSCURIDAD Por: Amos Oz (1938-2018)

Lo único abundante en casa eran los libros: había libros de pared a pared, en el pasillo, en la cocina, en la entrada, en los alféizares de las ventanas, en todas partes. Miles de libros en cada rincón de la casa. Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reykyavík, Valladolid o Vancouver.


Si alguna vez, como ocurrió en dos o tres ocasiones, no había suficiente dinero para comprar lo necesario para el Shabbat, mi madre miraba a mi padre, y mi padre comprendía que había llegado el momento de elegir la víctima sacrificial y se acercaba a la vitrina: era una persona de principios y sabía que el pan era más importante que los libros y que el bienestar del niño estaba por encima de todo. Recuerdo su espalda curvada al dirigirse hacia la puerta con tres o cuatro libros queridos bajo el brazo, con el corazón dolorido iba a la tienda del señor Meyer a vender algunos volúmenes tan preciados como un pedazo de su propia carne. Sin duda el mismo aspecto debía tener Abraham cuando salió por la mañana con Isaac a la espalda hacia el monte Moira. Podía adivinar su dolor; mi padre tenía una relación sensual con los libros. Le gustaba tocarlos, escudriñarlos, acariciarlos, olerlos. Le excitaban los libros, no podía contenerse, enseguida les metía mano, incluso a los libros de personas desconocidas. Es cierto que los libros de antes eran mucho más sexys que los de ahora: tenían qué oler y qué acariciar y tocar. Había libros con letras de oro estampadas sobre las aromáticas pastas de piel, algo ásperas al tacto, pero que hacían que te recorriera un escalofrío como cuando se toca algo íntimo e inaccesible, algo que se estremece y tiembla al contacto de tus dedos. Y había libros que tenían tapas de cartón forradas de tela y pegadas con una cola que tenía un olor asombrosamente sensual. Cada libro tenía un olor propio, secreto y excitante. Algunas veces la tela estaba un poco separada del cartón y se movía como una falda atrevida, era difícil evitar mirar por el espacio oscuro que había entre el cuerpo y la ropa y respirar allí aromas de vértigo. Por lo general mi padre volvía al cabo de una o dos horas, sin los libros, con bolsas de papel marón que contenían pan, huevos, queso y, a veces, una lata de carne en conserva. Pero también podía ocurrir que mi padre regresara del sacrificio asombrosamente feliz, con una amplia sonrisa, sin sus armados libros y sin comida: había vendido los libros, pero en su lugar, había adquirido otros, pues en la librería de viejo había descubierto de


pronto tesoros maravillosos, de esos que se encuentran quizá una única vez en la vida, y no había podido resistirse. Mi madre le perdonaba y yo también, porque de hecho casi nunca me apetecía comer otra que no fueran mazorcas de maíz y helados. Odiaba las tortillas y la carne en conserva. La verdad es que a veces envidiaba un poco a esos niños hambrientos de la India, a los que nadie obligaba nunca a terminárselo todo. Traducción de RAQUEL GARCÍA LOZANO


Una historia de amor y oscuridad. Barcelona. Random House Mondadori. 2005. Págs. 37-38.


AFORISMOS Y REFLEXIONES SOBRE EL ARTE Por: Edvard Munch (1863-1944)

En general el arte surge de la necesidad de un ser humano de comunicarse con otro – Todos los medios son igual de buenos –


En la pintura como en la literatura a menudo se confunden los medios con el fin – la Naturaleza es el medio no es el fin – Si se puede obtener algo alterando la naturaleza – hay que hacerlo – En un estado de ánimo intenso un paisaje ejercerá cierto efecto sobre la persona – al representar este paisaje [la persona] llegará a una imagen de su propio estado y esto – este estado de ánimo es lo principal - La naturaleza no es más que el medio – Hasta qué punto se parece luego la imagen a la naturaleza carece de importancia – Es imposible explicar un cuadro - Se ha pintado precisamente porque no puede explicarse de otra manera –


Lo único que se puede ofrecer es un indicio de la dirección que se tenía en mente No creo en el arte que no se haya impuesto por la necesidad de una persona de abrir su corazón Todo arte – la literatura como la música – ha de ser engendrado con los sentimientos más profundos – El arte son los sentimientos más profundos

Prólogo de HILDA BOE Selección de textos y pinturas VICTORIA PARRA Traducción de CRISTINA GÓMEZ-BAGGETHUN y KIRSTI BAGGETHUN


El friso de la vida. Madrid. Nórdica Libros. 2015. Pág. 17-19.


SIEYÈS (1748-1836) Y EL ARTE DE CONSTRUIR UN ESTADO Por: Bernard Groethuysen (1880-1946)

SIEYÈS (1748- Y EL ARTE DE CONSTRUIR UN ESTADO El Estado es una colectividad construida y regulada por leyes. La naturaleza del Estado se halla definida a través de sus leyes fundamentales, por su Constitución, tal es la idea maestra en política. Se vive bajo una monarquía, bajo una república, bajo un régimen despótico. La estructura del Estado, la norma de la vida colectiva queda determinada por ello, en lo absoluto independientemente de las personas que detentan el poder. Hay formas fundamentales para la erección de un Estado; leyes de construcción que deciden respecto a todas las disposiciones legislativas tomadas después, que dan al conjunto del Estado su carácter, a la nación su unidad. Crear un organismo político es formar, de parte a parte, un todo determinado y coherente en virtud de su medio, mediante las leyes.


Dicha creación del Estado está considerada en cierta como un arte. Es el arte social, el don de construir, de dar a una colectividad una Constitución coherente. Sieyès es quizás el político que percibió más profundamente el carácter artístico de la creación social. Una masa innumerable, millones de hombres que se agrupan, se organizan según unas leyes, forman por sus relaciones un todo que las obedece. El espíritu soberano en su creación artística tiene un sentimiento de potencia frente a la realidad y doblega a sus leyes, un sentimiento que, más tarde, bajo una forma muy distinta y con finalidades muy diversas, logró un punto culminante en la creación del Estado napoleónico.


Las cosas ocurren de muy distinta manera en el mundo espiritual así como en el mundo físico, hace notar Sieyès. La realidad física tiene sus leyes; le han sido otorgadas. La razón humana no tiene más que comprobarlas. El naturalista tiene que vérselas con los hechos, su tarea consiste en reunirlos, en estudiar sus relaciones mutuas. El universo físico existe y se mantiene, independientemente de todos los pensamientos, de todas las ideas de mejoría que el naturalista pueda tener. Las ciencias naturales


tienen por objeto el conocimiento de lo QUE ES. Ocurre de otro modo en el mundo espiritual. En éste, el legislador debe preguntarse LO QUE DEBE SER. No encuentra, en la realidad histórica, modelo para el orden social. Aquí la razón tiene otra cosa mejor que hacer que el conocer; debe crear. La política, es cierto, combina hechos y no quimeras; pero no es menos cierto que combina. La facultad que tiene el espíritu humano de intervenir, como creador, en la realidad histórica viviente, le otorga un sentimiento de soberanía. Creemos en principios jurídicos valederos para reivindicaciones que se requieren. Y por otra parte, se dispone de la potencia legislativa que pude hacer que esas reivindicaciones lleguen a un resultado y realizarlas en la vida. La ley se convierte, en cierta forma, en el medio universal de construcción social que permiten realizar los derechos que reivindican los hombres, para todos de la misma manera y de hacerlos reinar por doquier. La razón reconoce con la evidencia de su propia lógica, cuáles son los derechos naturales del hombre y de la ley le da el medio de fundar una colectividad humana, en la cual los derechos particulares de cada quien se vuelven una realidad para todos. Traducción de CARLOTA VALLÉE

Filosofía de la Revolución francesa. México. Fondo de Cultura Económica. 1989. Págs. 18-20.


VOCES Por: Antonio Porchia (1885-1968)

En nuestro corto vivir, el tiempo es una larga espera. * Un millón de estrellas son dos ojos que las miran. * Si yo fuese más, el mundo no podría darme más.


* Partiendo de un todo, sólo puede arribarse a nada. * Yo no estoy aquí, pero aquí me he dado, y amo aquí. * Las heridas son nidos de flores. * Agradezco la mano que me conduce, porque no sé quién es. * Del bien y del mal que me han hecho, me duele el bien; el mal no me duele. * Donde no eres nada, quédate contigo, y eres todo. * Hay olvidos que son quien olvida. * Lo creado es la dificultad que halla todo creador en crear. * Toda persona anónima, es perfecta. * Lo más puro en nosotros se confunde con lo que es nada, porque no tiene voz, y casi no tiene luz. * El hombre es un habitante; pero ¿de dónde?


Quien recoge su soledad, para quedarse solo con ella, nunca termina de recogerla. * Uno es uno con otros; solo no es nadie. * La razón, cuando alguna vez ha sido mía, me ha hecho daño. * La vida que no deseo la recibo de la vida que deseo. * Cuando uno es abandonado por todos, puede creer fácilmente que es él que abandona a todos. * Quien es capaz de dar hasta su propia vida, no ha menester de suicidarse. * Un infinito respeto mata. * ¿Esto he sido yo? Y yo, ¿qué he sido? * Despertar es siempre una sorpresa. * La mujer conoce del hombre nada más que al niño; lo demás el hombre, sólo lo conoce el hombre. * Por salvar lo que hemos sido, nunca llegamos a ser lo que somos. *


Desde que el morir no es muerte, temo el morir. * Las flores son eternamente bellas, sin un mañana. * Las cadenas que no quiero romper no son cadenas; pero lo serían, si las rompiese. * Mientras vivo, yo sólo sé de mí. Después, yo solo no sabré de mí. * Ser o no ser esto o aquello, no es saberse ser a no ser, esto o aquello. * Para perderlo, nunca me falta nada. * Quien pretende apartarse de locuras, enloquece. * Sepulto mi vida en cualquier parte, y yo moriré… quién sabe dónde. * Mi lado más obscuro es aquel que más se alumbra, para obscurecerse más. * "Nada" es donde puedo ser nada. * De un árbol de cien años, he mirado las flores, de un día.


* Mi última creencia es sufrir. Y comienzo a creer que no sufro. * La vida es un mar, y su sabor, un sorbo. * No he visto juego más triste que el de las nubes y el sol. * El hombre quiere de no saber qué quiere. * Algunas cosas mías, cuando me las explico, pierden su significación. * La mujer es madre, amiga, enemiga y casi no es mujer. * Veo no por mis ojos, sino por otros ojos, que vieron. * Mis pasados hoy despiertan todavía, pero mis hoy, no despiertan más. * La bondad no es vida. * Para sentir mis cosas de hoy necesito el recuerdo de mis cosas de ayer. *


Mi despertar entre sueño y sueño, no interrumpe mi sueño.

Voces

Abandonadas. Barcelona. Pre-Textos. 1992. Págs. 12, 13, 14, 16, 17, 18, 24, 25, 27, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 40, 41, 43.


ANDRÉ BRETON (1896-1966) Y PABLO NERUDA (19041973) Entrevista de José María Valverde (Correo literario, Madrid, octubre de 1950)

¿Qué parte concede usted a las aportaciones surrealistas de lengua española? Por ejemplo, ¿en qué medida puede considerarse que pertenezca al surrealismo una obra como Residencia en la tierra, de Pablo Neruda? Desgraciadamente estoy obligado a pasar la pregunta en una amplia medida. Han pasado años sin que aquí se pudiera estar al corriente de la actividad intelectual en España, no sin cierto sentimiento de mutilación. No obstante, la comunicación se ha mantenido a través de la pintura, y, en primer plano, por la de Joan Miró, que tantas veces nos ha maravillado de contento –la pintura de Miró, a la que el surrealismo debe la más bella pluma de su sombrero-. No se puede negar la aportación de Salvador Dalí entre 1929 y 1932, es decir, antes de su metamorfosis en Avida Dollars. En el estado actual de mis informaciones, añado que el poeta de lengua española que me conmueve más es Octavio Paz, mejicano, y que el pensamiento más dúctil de expresión española es para mí el de Antonio Porchia, argentino –revelado en Francia por Roger Caillois, que ha traducido un volumen de sus Voces-. Esto sin prejuzgar, insisto una vez más, lo que se ha escrito


en España en unos quince años. No conozco Residencia en la tierra, de Neruda, pero, de todas maneras, no podría juzgarlo en el aspecto de sus relaciones con el surrealismo, más que de una manera retrospectiva: la agitación que su autor ha desarrollado recientemente, excitando a los ladradores profesionales con las persecuciones de que es objeto (desmesuradamente agrandadas por las exigencias de una cierta propaganda), basta para descalificarlo totalmente desde el punto de vista surrealista.

Traducción de: JORDI MARFÁ

André Breton. El surrealismo. Puntos de vista y manifestaciones. Barcelona. Barral Editores. 1970. Pág. 295.


John Jader Bedoya


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