LIBROS Y LECTURAS Nro 63 Coordinador: Óscar Jairo González Hernández Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín Medellín. ABRIL / 2020
LA REVOLUCIÓN ELECTRÓNICA Por: William Burruoghs (1914-1997)
En el principio era la palabra y la palabra era Dios y desde entonces ha permanecido como uno de los misterios. La palabra era Dios y la palabra era carne se nos dice. ¿En el principio de qué exactamente se encontraba esta palabra inicial? En el principio de la historia escrita. Por lo general se presupone que la palabra hablada como la conocemos vino después que la palabra escrita. En el principio era la palabra y la palabra era Dios y la palabra era carne… Carne humana… En el principio de la escritura. Los animales hablan y transmiten información. Pero no escriben. No pueden hacer que la información esté disponible para las generaciones futuras o para los animales que están fuera del alcance de su sistema comunicativo. Ésta es la diferencia fundamental entre los hombres y otros animales. La escritura. Korzybski, que desarrolló el concepto de Semántica General, el significado del significado, ha señalado esta distinción humana y ha descrito al hombre como “el animal que articula el tiempo”. Puede hacer que la información esté disponible para otros hombres a través del tiempo gracias a la escritura. Los animales hablan. No escriben. Una vieja y astuta
rata puede saber mucho sobre tramperas y venenos pero no puede escribir un manual titulado “Tramperas mortales en su almacén” para el Reader´s Digest con estrategias para agruparse contra los excavadores y los hurones y cuidarse de los tipos listos que tapan nuestros agujeros con viruta de acero. Es improbable que la palabra hablada hubiera podido evolucionar más allá de la fase animal sin la palabra escrita. La palabra escrita se infiere del habla humana. A nuestra vieja y astuta rata no se le ocurriría reunir a las ratas jóvenes y transmitirles su conocimiento auditivamente porque la misma idea de
articular el tiempo no puede ocurrir sin la palabra escrita. La palabra escrita es por supuesto símbolo
de algo y en el caso de un lenguaje jeroglífico como el egipcio puede ser un símbolo en sí misma, es decir, una figura de lo que representa. Esto no es cierto para un lenguaje alfabético como el inglés. La palabra “pierna” no tiene semejanza pictórica con una pierna. Se refiere a la palabra hablada “pierna”. Así que podríamos olvidar que una palabra escrita es una imagen y que las palabras escritas son secuencias de imágenes, es decir imágenes en movimiento. Así que cualquier secuencia jeroglífica nos da inmediatamente una definición funcional de las palabras habladas. Las palabras habladas son unidades verbales que se refieren a esta secuencia pictórica. ¿Y qué es entonces la palabra escrita? Mi teoría fundamental es que la palabra escrita fue literalmente un virus que hizo posible la palabra hablada. La palabra no ha sido reconocida como un virus porque alcanzó un estado de simbiosis estable con el huésped... (Esta relación simbiótica se está rompiendo ahora por razones que señalaré más tarde.) Cito de Mechanisms of Virus Infection editado por Mr. Wilson Smith, un científico que realmente piensa en su tema en lugar de correlacionar información. Él piensa, pues, en las intenciones esenciales del organismo viral. En un artículo titulado “Virus Adaptability an Host Resistance” [Adaptabilidad del virus y resistencia del huésped] de G. Belyavin, las especulaciones sobre el objetivo biológico de las especies virales aumentan… “Los virus son obligatoriamente parásitos celulares y por ende son totalmente dependientes de la integridad de los sistemas celulares que parasitan para su supervivencia en un estado activo. Es algo paradójico que muchos virus a la larga destruyan las células en las que están viviendo…”
Y yo agregaría: y que detruyan también el ambiente necesario para cualquier estructura celular que podrían parasitar para sobrevivir. ¿El virus es, entonces, una simple bomba de tiempo dejada en este planeta para ser activada por control remoto? ¿Un programa de exterminio? ¿Sobrevivirá alguna criatura humana en el camino que va de la total virulencia a la última meta de la simbiosis? ¿Está la raza blanca, que pareciera hallarse más bajo el control viral que la negra, la amarilla y la cobriza, dando indicios de una posible simbiosis? “Desde el punto de vista del virus, la situación ideal parecería ser aquélla en la que el virus se replicara en las células sin perturbar su normal metabolismo.” “Esto ha sido sugerido como la situación biológica ideal hacia la cual todos los virus evolucionan lentamente…” ¿Aplicarían violencia sobre un bienintencionado virus en su lento camino hacia la simbiosis? Eso no tiene sentido: si un virus va alcanzar un estado de completo equilibrio benigno con su célula huésped es poco probable que su presencia sea detectada enseguida o que necesariamente sea reconocido como un virus. El doctor Kurt Unruhvon Steinplatz desarrolló una interesante teoría sobre los orígenes y la historia de este virus-palabra. Postula que la palabra es un virus de los denominados de mutación biológica que efectuó una modificación de carácter biológico en su huésped, transmitida luego genéticamente. Una de las razones por las que los simios no pueden hablar es simplemente porque la estructura interna de sus gargantas no está diseñada para formular palabras. Él sostiene que la alteración de la estructura interna de la garganta fue ocasionada por una enfermedad viral… Y no ocasionalmente… Esta enfermedad puede haber tenido perfectamente una alta taza de mortalidad pero algunos simios hembras deben haber sobrevivido para dar a luz a los niños prodigio. La enfermedad tal vez asumió una forma más maligna en el macho por su estructura muscular más desarrollada y más rígida y causó la muerte por estrangulación y fractura vertebral. Como el virus tanto en machos como en hembras precipita el frenesí sexual irritando los centros sexuales del cerebro, los machos fecundaban a las hembras en sus espasmos
de muerte y la alterada estructura de la garganta era transmitida genéticamente. Habiendo efectuado alteraciones en la estructura del huésped que dieron como resultado una nueva especie diseñada especialmente para alojarlo, el virus puede ahora replicarse sin perturbar el metabolismo y sin ser reconocido como un virus. Una relación simbiótica se ha establecido y el virus ahora es construido en el huésped, quien lo ve como una parte útil de sí mismo. Este virus exitoso puede ahora mirar con desprecio a los virus gánsteres como el de la viruela y enviarlos al Instituto Pasteur. Ach jungen, qué escena tenemos aquí… Los simios cambian depelo, se lo despegan las hembras gimiendo y babeando encima de los machos moribundos como vacas con aftosa y entonces un hedor almizcleño apestoso dulce podrido metálico del fruto prohibido en el Jardín del Edén…
Traducción MARIANO DUPONT Prólogo CARLOS GAMERRO
La revoluciรณn electrรณnica. Buenos Aires. Caja Negra Editora. 2013. Pรกgs.25-29.
DIARIO DE AUGUSTE MORISOT (1857-1951)
INTRODUCCIÓN A Pauline Page (la mayor de las Hermanitas [de] Lunares) Su querido recuerdo no me abandona nunca: me sostiene y me consuela en las horas de lucha y tristeza; está en todas partes entre líneas, no expresado. Este diario, única manera de hacerle llegar noticias más a mi futura esposa, fue escrito sólo para ella. Como había de ser leído en las reuniones de familia, en su calla de la calle Rachais, ante amigos, no dejaba traslucir nada de mi estado de ánimo. Más por pudor que por esconder mi afecto, que aún no habíamos hecho público, callé todo lo que me llenaba el corazón.
De vez en cuando una frase le daba a entender sólo a ella que, si por Francia mi voluntad, mi energía y mis esfuerzos estaban puestos en el éxito de nuestra misión, mi corazón y mi pensamiento estaba con ella, a la que asociaba con la idea de la patria, que ella personificaba para mí. Además, si hubiera muerto en la expedición, mi diario habría quedado en manos de mi compañero… Nuestras diferencias de carácter, opinión y sentimientos nos convertían en dos seres vedados el uno al otro, y habría muerto dos veces de sólo pensar que él, tan ajeno a mi alma, pudiera leer en ella como en un libro abierto. Por esto sólo consignaba hechos superficiales. Además, ¿qué hubiese hecho Chaffanjon con el diario; él, que se burlaba de mí al ver que me pasaba el día escribiendo? “Se ve que es su primer viaje cuánto fuego, qué ardor…”, me decía, encogiéndose de hombros, mientras me veía escribir o dibujar al vuelo. De hecho, él tomaba pocas notas, confiado en su prodigiosa memoria.
Esta exploración fue, sin duda, la última que se hizo con recursos tan simples, tan primitivos. Hoy en día, se parte a la conquista de los descubrimientos con todo el material que el progreso pone a la disposición del hombre. ¿Por qué padecer inútilmente cuando hay mejores recursos para hacer las cosas? Además, el éxito de toda la empresa
depende de ello, y no se debe descuidar nada para obtenerlo. ¡Hacerlo de otro modo es una locura! Sin embargo, así fue el caso nuestro. Pero tuvimos la satisfacción de regresar.
En octubre de 1885, recién egresado de la Escuela de Bellas Artes, me enteré casualmente de que se organizaba una expedición para ir a estudiar la cuenca del Orinoco y que el jefe, el Sr. Chaffanjon, solicitaba que, a costas de la Cámara de Comercio de Lyon, se le adjudicara un dibujante cuya misión sería dibujar la flora y la fauna de esa regiones inexploradas (1). Inmediatamente fui a ver al Sr. Castex-Desgrange, profesor de la clase de flores,
en la Escuela de Bellas Artes, encargado de la elección del candidato y le expresé mi ardiente deseo de participar en esa exploración; gracias a sus buenos y generosos consejos en pocos días estuve listo para enfrentar el concurso. Desgraciadamente, unos días antes de la fecha fijada para escoger al afortunado candidato con los mejores estudios de flores, la Cámara de Comercio, en una repentina decisión, se negó a votar los doce mil francos destinados a la adjudicación de un dibujante. Así quedó el asunto.
No sé qué impresión produjo esta noticia sobre mis rivales, para mí fue un golpe durísimo… De joven yo soñaba con viajes; crecí con el secreto presentimiento de satisfacer mis gustos aventureros. Mi desilusión fue grande. Fue la pulverización súbita de todos mis sueños, acariciados durante todo un largo mes… Cada día, preparándome para el concurso, iba a los invernaderos del Parque Tete d´Or a hacer apuntes
de flores exóticas. Allí, dibujando, mi pensamiento flotaba y ya me veía en medio de una vegetación fantástica, de un bosque de palmeras gigantes de las cuales tenía una débil muestra frente a mis ojos.
Durante un mes viví con la fiebre de una imaginación demasiado errática; la vida real, presente, no existía, yo pertenecía por entero a la vida futura, esperada, llena de lo desconocido, y justo en el momento de alcanzarla, todo se derrumbaba de golpe. Aunque mi decepción fue grande, afortunadamente no duró mucho. Supe poco después que el Sr. Chaffanjon estaba de paso en Lyon en busca de un dibujante; me hice presentar; vino a ver mis estudios de flores y como para acompañarlo yo no pedía nada más que mis gastos de viaje, el acuerdo fue rápido; el Sr. Chaffanjon se procuró un compañero a muy bajo costo. Yo, por mi parte, demasiado feliz de formar parte de una exploración, no pensé para nada en la cuestión económica y renuncié sin lamentaciones a los doce mil francos de la Cámara de Comercio. ¡Qué me importaba el regreso era dudoso.
porvenir!,
si
incluso
el
Asegurada ya mi participación en el proyecto mi compañero medio doscientos francos para mis gastos
y el viaje a París. Debía estar allí el 3 de febrero y estábamos a 28 de enero; me quedaban entonces seis días para hacer mis preparativos y mis visitas de despedida.
No me extenderé en esos últimos días dedicados a los parientes y amigos; todo el que se prepara para una separación más o menos larga pasa por emociones semejantes. Cada cual me aconsejaba a su manera y todos trataban de disuadirme, exponiéndome los peligros de semejante aventura (2) que, por otro lado, al igual que yo, no conocían sino a través de los libros. Lo que más temían, y sobre lo que insistían particularmente, era el aislamiento y sus terribles consecuencias en el caso de que uno de los cayera enfermo. Les preocupaba la idea de dos hombres solos en un país inmenso y desconocido., expuestos a todas las inclemencias, a la merced de cualquier eventualidad y minados por la fiebre y las privaciones. Además, en ese momento, estaba en boca de todos la muerte de nuestro predecesor, el Dr. Jules Crevaux, y de sus compañeros, recientemente asesinados en América del Sur (al remontar el Pilcomayo en El Chaco)… Todo esto no hacía sino aumentar la inquietud que sentían por mí (3), pero también mi deseo de partir. Me separé de mis amigos de Lyon, muy conmovido por los testimonios de afecto y simpatía que me prodigaron, me detuve en Baune, entre dos trenes, con tiempo apenas para abrazar a mi madre; los adioses más fáciles son los más cortos, y me dirigí a Troyes a pasar un día con mi hermano y su pequeña familia. Me obsequió un botiquín y su revólver oficial; con mucho gusto acepté este regalo, ya que mi compañero no me suministraba sino un fusil Gras que le prestaba el Ministerio con la orden de entregar los cartuchos vacíos. ¡Oh ingenuidad burocrática y aún mayor simpleza la de mi compañero al transmitir semejante orden seriamente! El 3 de febrero estaba en París en casa de mi amigo Louis Appian; juntos hicimos mis provisiones de colores, crayones y, sobre todo, papel. Fui a ver a mi compañero, dedicado a sus preparativos en medio de sus numerosos cofres, y juntos corrimos al Ministerio para mi nombramiento oficial como dibujante de la misión; luego nos apresuramos al Museo donde él debía varias visitas, y nos dimos cita en la Estación del Oeste. Añadí mi pequeña maleta a sus muchos paquetes y estreché la mano de Appian (4), quien me había acompañado. ¡Fue la
última mano que estreché antes de dejar mi querida Francia, que acaso no volvería a ver! Después de una noche de tren en un compartimento atestado, llegamos la mañana del 6 de febrero a St. Nazaire con lluvia y viento glacial. Traducción del diario: JULIETA FOMBONA
Diario de Auguste Morisot. Exploraciรณn franceses a las fuentes del Orinoco.
de
dos
Bogotรก. Fundaciรณn Cisneros y Editorial Planeta. 2002. Pรกgs. 45-47.
QUIÉN ES QUIÉN Y POR QUÉ Por: F. Scott Fitzgerald (1896-1940)
La historia de mi vida es la historia de la lucha entre una imperiosa necesidad de escribir y una combinación de circunstancias que se aliaban para impedirlo. Cuando vivía en St. Paul y tenía unos doce años, dedicaba cada una de las clases en el colegio a escribir en la parte de atrás de mi libro de Geografía y de primero de Latín y en los márgenes de los temas y de las declinaciones y de los problemas de matemáticas. Dos años más tarde en una reunión familiar se decidió que la única manera de obligarme a estudiar era mandarme a un colegio interno. Fue un error. Me apartó de escribir. Decidí jugar al fútbol, fumar, ir a la universidad, hacer todo tipo de cosas irrelevantes que nada tenían que ver con el verdadero asunto de la vida, que, por supuesto, consistía en esa adecuada mezcla de descripción y diálogo propia del relato.
Pero en el colegio tiré por otro lado. Vi una la comedia musical llamada The Quaker Girl y, a partir de ese día, en mi escritorio se desparramaban los libretos Gilbert & Sullivan y docenas de cuadernos de notas que contenían el germen de docenas de comedias musicales. Casi al final del último año escolar descubrí una nueva comedia musical encima del piano. Se trataba de un espectáculo llamado His Honor the Sultan, y junto al título se apuntaba la información de que se había presentado en el Triangle Club de la Universidad de Princeton. Con eso fue suficiente. Desde entonces la cuestión sobre la universidad había quedado solventada. Estaba destinado a ir a Princeton. Me pasé todo el primer año escribiendo una opereta para el Triangle Club. Para lograrlo suspendí Álgebra, Trigonometría, Geometría Coordinada e Higiene. Pero el Triangle Club aceptó mi espectáculo y, gracias a las clases particulares que recibí durante todo el mes de agosto que pasé encerrado, logré volver convertido en un estudiante de segundo curso y actuar de chica corista. Poco después sufrí un impasse. Mi salud se debilitó y tuve que dejar la universidad en el mes de diciembre para pasar el resto de año recuperándome en el Oeste. Entre los últimos recuerdos que tengo anteriores a mi marcha están los momentos que pasé en cama en la enfermería, con fiebre alta y escribiendo las últimas letras para la producción del Triangle de aquel año. Al curso siguiente, 1916-17, ya estaba de vuelta en la universidad, pero para ese momento ya había decidido que la poesía era lo único que merecía la pena, así que mientras en mi cabeza resonaban los metros de Swinburne y los temas de Rupert Brooke me pasé la primavera escribiendo sonetos, baladas y redondeles hasta altas horas de la noche. Había leído en alguna parte que todo gran poeta escribía sus mejores versos antes de alcanzar los veintiuno. A mí sólo me quedaba un año y, además, la guerra era inminente. Debía publicar un libro de versos sobrecogedores antes de que me engullese.
Al llegar el otoño estaba en un campo de entrenamiento para oficiales de infantería en Fort Leavenworth, había descartado la poesía y tenía una nueva ambición: estaba escribiendo una novela inmortal. Todas las noches, en un cuaderno que ocultaba con Small Problems for Infatry, escribía párrafos tras párrafo una especie de historia que redactaba sobre mí y mi imaginación. El esquema de los veintidós capítulos, cuatro de ellos en verso, ya estaba trazado; dos capítulos, finalizados; pero entonces me descubrieron y se acabó el juego. Ya no pude escribir más durante aquellos períodos de estudio. Esto se convirtió en un obstáculo definitivo. Sólo me quedaban tres meses de vida –en aquellos días todos los oficiales de infantería pensaban que sólo les quedaban tres meses de vida- y no había dejado huella en el mundo. Pero mi agotadora ambición no iba a quedar frustrada por una mera guerra. Todos los sábados a la una, tras finalizar el trabajo semanal, corría hacia el Club de Oficiales, y allí, en el rincón de una habitación atestada de humo, conversaciones y el crujido de los periódicos, escribí durante los fines de semana consecutivos de tres meses una novela de 120.000 palabras. No hubo revisión; no tenía tiempo para ello. Cada vez que terminaba un capítulo lo enviaba a Princeton para que me lo mecanografiaran. Mientras tanto vivía en sus páginas emborronadas de lápiz. Los ejercicios militares, las marchas y Small Problems for Infantry eran un sueño sombrío. Había puesto toda mi alma en ese libro. Me incorporé feliz al regimiento. Había escrito una novela. La guerra podía ahora continuar. Me olvdé de párrafos, pentámetros, símiles y silogismos. Me hice primer teniente, conseguí mis condecoraciones en ultramar y entonces los editores me escribieron para decirme que aunque The Romantic Egotist era el manuscrito más original que habían recibido en muchos años no podían publicarlo. Era tosco, y no llegaba a ninguna parte. Seis meses después llegué a Nueva York y les dejé mi tarjeta a los oficinistas de siete directores de periódicos de la ciudad para que me contrataran como
reportero. Acababa de cumplir veintidós años, la guerra había terminado y quería dedicarme a seguirles el rastro a los asesinos durante el día y a escribir relatos durante la noche. Pero los periódicos no me necesitaban. Mandaron a sus oficinistas para decirme que no me necesitaban. Había decidido de manera definitiva e irrevocable por el sonido de mi nombre en una tarjeta de visita que estaba incapacitado de manera absoluta para convertirme en reportero. Me convertí, por el contrario, en publicista por noventa dólares al mes, escribiendo los eslóganes con los que consumir las horas de tedio en los trolebuses de las zonas rurales. Después del trabajo escribí relatos, desde marzo hasta junio. Reuní diecinueve, el más rápido escrito en una hora y media, el más lento en tres días. Nadie los compró, nadie me respondió con una carta personal. Tenía veintidós tarjetas de rechazo pinchadas en un friso que rodeaba mi habitación. Escribí guiones. Escribí letras de canciones. Escribí complejos proyectos para anuncios. Escribí poemas. Escribí gags. Escribí chistes. Hacia finales de junio vendí un relato por treinta dólares. El 4 de julio, hastiado hasta el extremo de mí mismo y de todos los editores, volvía a St. Paul y les comuniqué a mis amigos y a mi familia que había dejado mi puesto y que regresaba a casa para escribir una novela. Asintieron educadamente, cambiaron de tema y hablaron de mí con mucha amabilidad. Pero esta vez sabía lo que estaba haciendo. Tenía por fin una novela que escribir, y durante dos calurosos meses escribí, revisé, recopilé, condensé. El 15 de septiembre me informaron por correo urgente de que A este lado del paraíso había sido aceptada.
Durante los dos meses siguientes escribí ocho relatos y vendí nueve. El noveno lo aceptó la misma revista que cuatro meses antes lo había rechazado. Luego, en noviembre, vendí mi primer relato a los editores del Saturday Evening Post. Para febrero les había vendido media docena. Después apareció mi novela. Más tarde me casé. Ahora paso mucho tiempo preguntándome cómo sucedió todo aquello.
En palabras del inmortal Julio César: “Eso es todo lo que hay; no hay nada más” (1). 1. La autoría de la cita corresponde en realidad a la actriz Ethel Barrymore (1879-1959). Tras improvisarla al final de la obra teatral Sunday (1904), de Thomas Raceward, Barrymore la adoptó como sello personal y la pronunció al final de todas las obras que interpretó el resto de su vida. [Todas las notas de esta edición son de la traductora].
Edición y traducción: YOLANDA MORATO
Mi ciudad perdida. Ensayos autobiogrรกficos. Mรกlaga. Zut Ediciones. 2011. Pรกgs. 27-31.
ROBERT MAPPLETHORPE (1946-1994) Por: Derek Jarman (1942-1994)
1990 ENERO LUNES 1º Derek Ball vino a desayunar con sus amigos Tod y Tim antes de que me despertara. Dijo que el remedio floral estaba dando buenos resultados. Te sientan las florecitas rosadas. Leí el Penguin Book of Homosexual Verse (1) mientras tomábamos Earl Grey. El desayuno se vio interrumpido por el cernícalo que perseguía gorriones alrededor de la mesa de jardín, convertida en un altar sacrificial. Le conté a Tim, que ama los chismes, acerca de mi primer encuentro con Robert Mapplethorpe. Mi amiga Ulla me había arreglado una cita con él, una tarde de verano, en King´s Road. Me llevó hasta un pequeño apartamento n el que estaba parando y me mostró interminables instantáneas de muchachos encadenados
como Prometeo a rocas del océano Pacífico. Pasamos tres días en la cama. Robert era desvergonzadamente ambicioso. Años más tarde, cuando ya había logrado convertirse en un fotógrafo famoso, nos cruzamos en un club nocturno a altas horas de la madrugada y casi sin mediar palabras me dijo: “Yo conseguí todo lo que siempre quise, Derek. ¿Qué conseguiste t?” No se quedó oír la respuesta. Fue la última vez que lo vi.
Robert, la dura prostituta del arte. Su primera cámara de adulto se la dio Sam Wagstaff (2) en una cena. Sam tiene una de las mejores colecciones de fotografía del mundo. Robert se convirtió en su dependiente.
Robert se ocultó detrás de la cámara y de la fama, se volvió cada vez más reptiliano. La sangre se le volvió fría. Sus fotos se llenaron, inevitablemente, de buenos modales, nada que te haga reír o llorar. Vida y muerte de la disco. Pálidas, brillantes, sin manchas negras ni oscuras. Logró divertirse un poco enterrándose un látigo en el trasero para estimularse la próstata. Nunca entendí su fama. Pero en aquella época en que lo conocí esto estaba aún por venir, y él era un joven lleno de curiosidad. Pasamos varias horas juntos, visitando mercados de segunda mano, buscando cosas con las que él pudiera confeccionar sus joyas fetichistas: calaveras y cuentas de vidrio rojo. Con dos calaveras y ojos de diamantes hicimos un anillo que seguí usando durante varios años.
Éramos dos muchachos en una expedición de joyería, puro sexo y glamour. Lamentablemente, ya no uso piezas de joyería, aunque un traje gris sastre me sentaría muy bien con el collar de perlas de mamá. * Un paisaje de Año Nuevo mortalmente frío, solo los chillidos de las gaviotas rompen el silencio. Llamé a Alasdair y Christopher para desearles un feliz año nuevo. Christopher pasó unas tranquilas Navidades en una casa de campo en Northampton. Alasdair se peleó con su novio Barry a altas horas de la madrugada. Pasó a verme Derek, iba camino a Londres. Otra vez estoy solo. 1. Compilación de poesía de escritores homosexuales de la edad clásica hasta la contemporaneidad, editada en 1983 por Stephen Coote para la tradicional editorial Penguin. 2. Samuel Jones Wagstaff Jr. (1921-1987), curador y coleccionista estadounidense, fue el benefactor (y pareja) de Mapplethorpe y de Patti Smith.
Ediciรณn al cuidado de HUGO SALAS Introducciรณn / OLIVIA LAING
Naturaleza
moderna. Buenos Editora. 2019. Pรกgs. 393-395.
Aires.
Caja
Negra
EL ASOMBRO FILOSÓFICO Por: Erwin Schrödinger (1887-1961)
Epicuro sostuvo una vez, y tuvo ciertamente razón, que toda filosofía tiene su origen en el asombro filosófico. Aquel que nunca ha percibido lo altamente propio y original del estado en el cual nos hemos metido sin saber cómo, no está en relación alguna con la filosofía, cosa de la que no tiene por qué lamentarse. De acuerdo con ello, la actitud no filosófica y la filosófica se dejan separar con gran claridad (no existiendo apenas formas transitorias). La primera acepta todo lo que ocurre en su contexto tanto general como natural y se asombra, en todas las ocasiones, sólo por el contenido especial según el cual el suceso hoy aquí se diferencia del suceso ayer allí. Mientras que, por el contrario, la segunda concibe justamente los rasgos comunes de todas las vivencias, que caracterizan de forma general lo hallado. Sí, se podría decir que el hecho de vivir y encontrar se concibe como primer y más profundo motivo de perplejidad. Me parece que en este segundo tipo de asombro, cuya existencia se encuentra fuera de toda duda, es él mismo algo muy asombroso. Porque el asombro o la maravilla aparecen siempre que el resultado difiere de lo común o de lo
esperado por algún motivo. Sin embargo, la totalidad
del mundo se nos ha dado sólo una vez. No disponemos decididamente de ningún objeto de comparación y no es previsible cómo acercarse a él con una esperanza cierta. No obstante, a pesar de ello nos maravillamos, nos hallamos frente a enigmas sin poder decir cuál tendría que ser el resultado para no asombrarnos, cómo tendría que estar creado el mundo para no plantearnos enigmas. La falta de un objeto de comparación se nos presenta seguramente con mayor intensidad cuando nos encontramos frente a las manifestaciones del optimismo y pesimismo filosóficos. Como se sabe, ha habido famosos filósofos que declararon que nuestro mundo está mal y tristemente organizado y otros que lo calificaron como el mejor de los mundos imaginables (1). Pero, ¿qué diríamos si un hombre que no hubiese abandonado nunca su pueblo natal definiese el clima de dicho lugar como sorprendentemente cálido o increíblemente frío? Estos fenómenos del juicio, el asombro, el hallazgo de enigmas, que no se refieren a un aspecto concreto de la manifestación sino que se refieren a ésta como un todo y que por lo demás han sido expresadas no por papanatas sino por hombres con una gran capacidad intelectual, me parece que indican que en aquello que experimentamos se halan relaciones que en todo caso hasta el momento no son abarcadas, siquiera en su forma general, ni por la lógica formal ni, aún menos, por la ciencia exacta; relaciones que empujan siempre nuevamente hacia la metafísica, es decir, hacia la superación de lo directamente perceptible, por mucho que sostengamos en nuestras manos su acta de defunción con una firma, por muy válida que ésta sea (2). 1. Schopenhauer-Leibniz. 2. La firma de Kant. Traducción de JAIME FINGERHUT
Mi concepciรณn del mundo. Barcelona. Tusquets Editores. 1998. Pรกgs. 27-28.
1954 ESBOZOS DE RICHMOND HILL SOBRE EL BULEVAR VAN WYCK Por: Jack Kerouac (1926-1969)
Dedicado a la memoria de Caroline Kerouac Blake Veo ante mis ojos “Fuel Oil Impoluto” escrito en letras blancas sobre un tablón verde, con “11-30” en números pequeños a cada lado para indicar la dirección de la empresa.
El edificio es pequeño, moderno, de ladrillo, cuadrado, con curiosas mosquiteras triangulares en voladizo de un nuevo tipo de realidad no puedo examinar desde este lado del bulevar pero parecen una protección contra ladrones a la antigua usanza & piedras. La puerta de entrada al garaje para los camiones cisterna. Verde. El edificio se asienta sobre la tierra bajo un radiante cielo gris. Veo cajas indefinidas en la ventana delantera de la derecha. Pasan coches con un sonido como el del mar en la superautopista debajo. Es muy lúgubre & sólo te ofrezco la imagen de esta desolación. Con desolación quiero decir: poco natural, rígido, perdido en un vacío que no puedo entender, en un vacío con el que no guarda relación debido a lo
pasajero de su función. Ganar dinero con el transporte de combustible. Pero posee un prolijo Tao propio. Sea como sea ese escenario no reviste el menor interés para mí. & sólo es un ejemplo. Un escenario debería elegirlo el escritor, por un interés que no deja de rondarle la mente. Si no te ronda algo, como un sueño, una visión, o un recuerdo, que son involuntarios, no estás interesado, ni siquiera implicado.
Traducciรณn de EDUARDO IRIARTE GOร I
Libro de esbozos. Barcelona. Bruguera. 2008. Pรกgs. 85-87.
EL BREZAL DE BRAND Por: Arno Schmidt (1914-1979)
BLAKENHOF O LOS SUPERVIVIENTES (FRAGMENTO)
Le di un mordisco al pan simplemente; agua de la
lata (la había cogido caliente en casa de Madame Bauer: se supone que para afeitarme). No bien se hubo calentado el metal volvió el sabor penetrante a arenques (¡pero luego afeitarse de verdad!) El queso estaba envuelto en “Arte liberado”, exposición en Celle. En la portada una ilustración de Barlach: “El combatiente intelectual” (1): ¡pues vaya una chapuza! (Garabatos). ¡Para eso prefiero el pensador de Rodin! (Aunque también ahí falla algo: incluso a uno que está desvestido le cuesta colocar de esa manera el codo derecho sobre el muslo izquierdo, ¡y ponerse además a pensar!) ¡Y eso que Barlach había hecho a menudo cosas buenas! Pero esto de aquí era estúpido. Seguramente nos lo parecía a
todos. - ¡Si se pudiera dejar de lado el maldito criticar! – Así se me ocurrió esa noche, mientras los postigos de las ventanas despedían reflejos de un tono gris amarillento durante horas, al parecer se colaba luz por arriba, escribir un ensayo literario: “La primera página”; cómo está empieza a “atrapar” al lector: ¿hay de verdad algo así?
Tres libros ruinosos saqué del abrigo: Stettinius,
Lend-lease (2); Schmidt: Topper (3) y el trovador pobre (4) (éste se hallaba tirado en una tienda de campaña en Luthe, sol matinal alrededor, yo estaba embutido en el forro del uniforme y balé con los ojos me lo guardé. Y lo volvería a hacer inmediatamente; en ello puede verse lo que Grillparzer era capaz de conseguir, ¡diabólico! En cualquier caso más que yo; est cui per mediam nolis occurrere noctem (5). De hecho “El idiota” de Dostoyevski va sobre el mismo tema, ¿no?)
Poeta: ya que recibes el aplauso del pueblo, yo te pregunto. ¡¿qué he hecho mal!? Si también lo recibe tu segundo libro, entonces tira la pluma: nunca llegarás a ser uno de los grandes. Puesto que el pueblo sólo conoce el arte en la combinación arteestiércol y arte-miel. (Nada de malos entendidos: por lo demás, pueden ser hombres honrados, ¡pero un desastre de músicos!) - ¡¿Arte para el pueblo?!: esté aúlla de emoción cuando escucha la Canción del Volga en Zarewitsch (6) y se queda helado de aburrimiento ante el Orfeo (7) del caballero Gluck. ¡¿Arte para el pueblo?!: dejemos el eslogan para los nazis y comunistas: ocurre todo lo contrario: ¡el pueblo (¡cada cuál!) es el que ha de tomarse la molestia de acceder al arte! – Las alusiones mordaces seguían bullendo y zapateando alegremente en mi cerebro; pero me puse un abrigo para dormir.
Arrancado de los brazos de Morfeo: ahora les tocó el turno a los libros. Pues bueno. Recordé que me encontraba en casa de un teólogo y me callé. LORE O LA LUZ QUE JUEGA (FRAGMENTO)
Levantado no antes del mediodía: para compensar, no
me lavé. “¡Sí, me va mejor!” (¡pero no merecía la pena mencionarlo!) – Con el correo de nuevos abundantes prospectos de libros: ahora simplemente imprimen viejos éxitos conocidos desde hace 20 – 30 años. Algunos de ellos aceptables (nuestra literatura, sin embargo, está muerta desde Sifter y Storm (8)); la mayoría, chulos de la poesía. “Misterios” de Hamsun (9) uno de los más aceptables; y yo me acordé: tiene, no obstante, lo que podría llamarse caracteres técnicamente “sobredesarrollados – no porque lograra individualidades sobrehumanamente grandes, ¡Dios me libre! – pero todo esto es demasiado prolijo: después de 300 páginas no se sabe más acerca de los personajes que no se supiera ya después de 100; a esto lo llamo yo sobredesarrollado, o dicho más sencillamente: demasiada cháchara sin ton ni son. “¡Achís!” (Prefiero el Gordon Pym (10): donde aparecen tamaños pulpos es porque el mar es profundo; no así en el caso del nazi Hamsun. – Aún lo estoy viendo cómo, moviendo el bastoncito, ya con 80 años y todavía no sensato, corteja la ocupación alemana, pasa revista a los submarinos, y se entusiasma con la “bestia rubia”. Tampoco como poeta es capaz de grandes empresas: a lo mejor lo razono exhaustivamente más tarde; ahora estoy enfermo: con que repito ¡achís!)
Donde ellas: “¿Y –¿” Me estiré, las manos en los
bolsillos: “Ya estoy mejor”; luego me pareció preferible tomar asiento sobre la repisa de tablas de la ventana; el libro encima de la mesa: el libro de cocina de Mathilde Erhard (11). (Grete se lo había traído de casa de Schrader; ¡me pregunto para qué!) Había leído mucho y con deleite las recetas: tómese un lomo de corzo de 4 libras; para el tubo de bizcocho 70 (¡sic!) huevos; el jamón es posible cocerlo cómodamente con los abundantes residuos de grasa de nuestra cocina: nosotros los hubiéramos devorado sin más; con estampas de la buena cocina burguesa en torno a 1900; mantenimiento de la bodega de vino: y yo simplemente había puesto mi botella en la caja; un aspecto así tenía, pues, una mesa dispuesta para 32 personas, y yo leí con avidez los distintos platos hasta que me sentí mal: “¡¿Está la comida ya lista?!” Vino al instante: puré de patatas, y manzanas fritas sin aceite: me acordé de nuestras provisiones, y eso es lo que habría para las siguientes 4 semanas. (¡Menudo sabor!)
Con
ricitos: Incluso en los individuos es un espectáculo vergonzoso cuando no pueden envejecer con decoro: ¡cuánto más en el caso de los pueblos! Un panorama de tal indignidad lo ofreció ya la Alemania de Hitler; lo ofrece de nuevo en la actualidad, aumentado y grotesco, su zona soviética: lo ofrece, en definitiva, Europa. Por fin renuncia a la pretensión hace ya 100 años discutible, pero desde hace 50 a todas luces ridícula, de dirigir el mundo, y se conforma con hacer entrega de sus idiomas y antiguos valores culturales, tan intactos como sea posible, a sus sucesores del Este y del Oeste; después reducir la industria y la población mediante un radial control de la natalidad a 200 millones. Europa como HéladeSuiza de la Tierra: eso es todo a lo que para ser razonables se debiera aspirar; temo que no lo vamos a conseguir, o una extinción apacible: dentro de 20 años se sabrá. -: “¡Antes me iré a la túnica santa (12) en Tréveris que a la zona rusa!”, y ellas torcieron turbadas las comisuras de la boca: esto significaba para mí más de lo que podía esperar. (¡Aunque lo exacto sea al revés!) Y viento: Batía arriba, en las nubes, de suerte que
nuestras piernas se nos iban en todas direcciones. Luchar contra la ubicuidad: ¡eso significa ser hombre!
¡Y ahora lee algo!” me desafío Lore; miré su cara
arrebatada sobre la que pasaban nubes, pasaban sombras, y, sin embargo, claridad de rasgos: ¡Hasta el final de esta pequeña vida me llevarás la delantera, Lore!: dio la vuelta en la mesa iluminada, la del mantel blanco, y me tomó en sus brazos (lo que hizo llorar a Grete). Y el viento cabalgaba como los hunos por encima del brezal de Brand, como si el cielo llorara, y nuestros pequeños vidrios de las ventanas vibraron; ¡tranquilos!; ¡tranquilos! ¡Mantendremos la posición! 6 años de solado y con la pesada (13): tendrá que retumbar muy fuerte antes que nos asustemos, ¡¿eh?! Un lápiz (:¡si lo tuviera que fabricar uno mismo! Imaginaos que la humanidad desaparece: ¡¡y vosotros tenéis que hacer un lápiz!! - ¡Magia!) y papeles en la mano: yo movía los ojos en círculo. Lore; Lore; Grete: apoyé la punta de del chisme, y leí (14):
“Al cabo de unas cuentas horas, poco más o menos,
sintió que se despertaba a causa de un extraño
ruido. Éste penetró en su oído como un trueno lejano salido de un profundo precipicio de montaña. Al principio, aún medio adormecido, trató de convencerse de que se trataba de una tormenta en los montes, pero cada vez más perceptible el sonido penetraba desde la otra parte, donde él había observado durante el día una puerta cerrada. / En estos parajes, el nocturno despertar en un lugar desconocido, acompañado en todo momento de extraños aguaceros, se apoderó con doble furor del alma de Alethes. El viejo loco roncaba, y pronunciaba en sueños algunas palabras sueltas de quejumbre; un aleteo inquieto, seguramente de murciélagos, rozaba arriba la bóveda rocosa, y desde el fondo subieron, amenazantes, el rugir de los elementos, silbidos y bramidos. Alethes preguntó entre gemidos qué ocurría: “¿No oyes allá” gritó Althes, “el estruendo furioso, como venido de abismos incomensurables? – “ “Jo, jo” dijo el viejo riendo burlón: “¿es sólo eso? ¡Yo lo haré más perceptible a tus oídos!-“ Esto dicho, se llegó a la puerta que daba acceso al interior de la roca, descorrió el cerrojo, y al par que una fría y cortante corriente de viento, se elevó el fragor terrible, casi ensordecedor – “¿Qué es esto, pues? ¿Qué significa? ¡Malvado hechicero, dilo!” de este modo clamó Alethes, completamente enajenado en medio de aquel tumulto. El viejo, de pie junto a él, pues la puerta estaba cerca del lecho del huésped, habló con voz perceptible a través del estrépito: “Este agujero en la roca conduce hacia lo hondo de la montaña, descendiendo por abismos ignotos, hasta una cueva de hielo en cuyo interior se encuentra un lago sin fondo. Por lo regular está en calma; pero cuando la tempestad se expande, como hoy, con tanto ímpetu desde las nubes ocultas, y entonces, silba y aúlla como acabas de comprobar. Es posible entrar deslizándose por el hielo liso un poco en la cueva, pero hay que tener precaución, pues, tres pasos de más, y la ausencia de fondo te tendrá en su poder hasta el día del juicio final. Por ese motivo he cerrado el acceso con cerrojos: nunca se sabe, a veces a los hombres se les ocurren locuras – Así y todo, quiero describirlo ahora un poco –“ Dijo estas palabras con una risa ronca ya fuera de la puerta, y Alethes oyó cómo él se desplazaba de un lado para otro deslizándose sobre el hielo. A él mismo, que yacía en el lecho, le vino un mareo, y fue como si un espíritu maligno crujiera en el musgo, y le susurrara: cierra y despréndete del viejo,
amiguito, déjalo fuera por las buenas: ¡así te quedarás libre de su fea presencia - ¡A Alethes, lejos de cumplir aquel malvado pensamiento, le preocupaba sin embargo que el viejo pudiera descender por su cuenta, deslizándose a través de la galería de hielo, y en su propio ánimo se fijase como una obsesión la idea de que él había precipitado al vacío a su chiflado anfitrión: jamás en su vida podría estar seguro al respecto, y tendrá que consumirse ante la duda acongojante de que no habría nadie capaz de dar después un testimonio consolador sobre lo ocurrido. El viejo regresó por fin, echó con cuidado el cerrojo a la puerta, se tumbó en su lecho y se durmió. Alethes, por su parte, no lograba descanso alguno; cerró un instante las pestañas, y entonces se le figuró ora que también él estaba tumbado, impelido por el viejo al mar sin fondo bajo la cueva de hielo, lejos para siempre de cualquier vida; ora que el anciano sollozaba hacia arriba, desde el fondo, a través del estruendo salvaje, y lo denunciaba a él como asesino suyo. / La mañana lanzó por fin, a través del respiradero enrejado junto a la puerta delantera, sus primeras luces en la caverna. Alethes salió deprisa, sin volverse a mirar al viejo dormido; un cielo claro, un aire silencioso, y la nieve dura, crepitante bajo sus pies, le prometieron un viaje feliz, hasta el punto que, mientras avanzaba, era capaz de sacudirse cada vez con más alegría el horror de aquella noche. De pronto, sin embargo, se encontró en el borde de una pendiente, que, cubierta por una alta capa de nieve, no ofrecía ningún rastro al caminante. Se podía exactamente igual caer bajo la cubierta deslumbrante en una hondura vertical que aferrarse a una piedra protectora. Habría sido demencial el simple intento de bajar aquí por las paredes, razón por la cual Alethes empezó a explorar el monte por el otro lado. Con eso y todo, se sintió poseído por el estupor frío y por un miedo creciente cuando fue encontrándose en todos los sitios de aquella altura el mismo obstáculo, y tuvo finalmente que convencerse de que quizá había recorrido en vano dos o tres veces el contorno en el cual estaba atrapado. Ya el sol espejeaba sobre la nieve cuando él, definitivamente exhausto y sin ninguna esperanza, tomó el camino de vuelta a la cueva. El viejo se soleaba ante la puerta y lo recibió riendo: “Querías escaparte”, dijo, “pero estamos acorralados aquí por la nieve el resto del invierno.
Lo noté ya por la noche, cuando la nieve azotaba furiosa contra la montaña. Acomódate mío; eres Organtín, mi sobrino, otro nombre para el diablo, por cuanto tú llevas un diablo en el pendón: ¡¿ves qué bien lo sé yo todo?! Tú mismo te has delatado con la canción que nade puede saber sino mis parientes más cercanos. No te aflijas: cuando empiece el verano podrás seguir tu camino, o si hace buen tiempo, al principio de la primavera. ¡Hasta entonces serás huésped de Reinaldo de Montalbán (15)! Haz como si estuvieras en tu casa y no tengas miedo de mí. A mis huéspedes, has de saber siempre los he cuidado bien, absteniéndome de importunarlos con bromas: ¡entra en la cueva, Organtín -¡”
1. La exposición “Arte liberado” se celebró en la ciudad de Celle durante el mes de marzo de 1946. En ella, uno de los artistas más representados fue Ernst Barlach (1870-1938). Su escultura titulada El combatiente intelectual figuraba en la portada del catálogo de dicha exposición. Erigida en 1929 frente a una iglesia de Kiel, la obra fue retirada de su emplazamiento por los nazis. 2. Jame Thorne Smith (1892-1934), escritor norteamericano de obras de humor. Fueron célebres sus novelas protagonizadas por el personaje Topper. 3. Título de un relato de Franz Grillparzer (1791-1872), narrador y dramaturgo de origen austríaco. 4. Cita de Juvenal, Sátira V, 54: existe aquél con quien no te gustaría toparte en mitad de la noche. (En Juvenal et en lugar de est.) 5. Zarewitsch es el título de una opereta del compositor húngaro Franz Lehár (1870-1787). 6. Orfeo y Eurídice, ópera del compositor Christoph Willibald Gluck (1714-1787). 7. Adalbert Stifter (1805-1868), poeta de origen austríaco. Theodor Storm, ya citado anteriormente. 8. Knut Hamsun (1859-1952), de verdadero nombre Pedersen, escritor noruego, premio Nobel de Literatura en 1920. Su novela Misterios se publicó en 1892. 9. Título completo: Narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe. 10. Gran libro ilustrado de cocina para la sencilla mesa burguesa y fina, de Mathilde Ehrhart, fue publicado en 1904. 11. Túnica santa o túnica de Jesucristo, reliquia que se conserva en la catedral de Tréveris. 12. Se entiende que con la artillería pesada. El dato es autobiográfico.
13. Lo que sigue a continuación es una transcripción literal de Las aventuras maravillosas del conde Alethes von Lindenstein, de Fouqué, en concreto del final del capítulo 11, con el cual termina la primera parte de la novela, y del comienzo del capítulo 1 de la segunda parte. 14. Esta figura caballeresca, citada asimismo en el Quijote, procede del antiguo canta de gesta francés Renaud du Montauban (siglo XII), perteneciente al ciclo carolingio.
Traducción y notas de Fernando Aramburu
El brezal de Brand. Editorial Laetoli. Pamplona.
2005. Pรกgs. 23-24, 24-25, 38, 39, 94-95, 96-97, 100103.
HOMENAJE A LOS CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DE ELÍSEO DIEGO (1920-2020) TRATADOS EN LA HABANA / OTRA PÁGINA SOBRE “DIVERTIMETOS” DE ELISEO DIEGO (1920-1994)
LOS
Por: José Lezama Lima (1910-1976)
y acariciamos badinage, grotesco, divertissement, apretamos más fuertemente que a los otros, divertimento, es porque hemos deseado el bello espectáculo del pez fuera de sus dominios. Revisamos su esplendor y su boca de angustia, y luego lo lanzamos a su rodada mansión. Proclama de nuevo su viveza, se mira la cola. Si
extendemos
la
mano
Porque se dice Divertimentos y no Grotescos, es una de las necesidades de este libro. El sueño de la razón crea monstruos, dice el mayor de los grotescos, el de Goya. ¿Por qué tiene que soñar la razón? Acaso para que se le vea su dulzón terciopelo, su cortesía que regala la mano. Y el bello tritón de Diago, con el que se acompaña tan delicadamente estas diversiones, lanza el agua que
traen los peces en unos odres disfrazados de pífanos, en el tazón de un juego de agua florentino. Y en torno de las fuentes, las Gracias. No los grotescos, no los monstruos. Lo que sueña no es la razón, sino un niño. Si son los recuerdos de la adolescencia, qué saludable tiene que ser la respiración de su prosa. Y no rechazado, sino dichosamente ignorado, el peligro de tanto crescendo, de tanto flujo crepuscular en el cuerpo de la regalía metafórica. Su riente diseño, rechaza la silueta del buque fantasma, sus silencios desorbitados y sus gruñonas marejadas. Su rizada caída por los peldaños de la friega con lo que todavía no es la conciencia. Cuando el pelele, como en los merenderos goyescos, salta fuera de la manta, se inicia el grotesco. En Aranjuez, por la influencia rococó, lo que hay son las fiestas, fets champetres, galantes. Aunque ya nuestros clásicos, el precioso Zabaleta apunta, con la sola exigencia de exigir del flemático, “quédese en la silla con el mismo sosiego que si estuviera en un tapiz”. El divertissement aparece en la entrada y salida de los personajes, en el telón de fondo con estrellitas de tarlatana y con parches de tafetán como lunarejos. Pero en estos divertimentos de Eliseo Diego, uniéndose el grotesco con la fiesta, es la inteligencia tierna la que hace la estampa de lo que le rodea para deslizarla en el recuerdo. Estos divertimentos muestran la delicia de sus mezclas. Si aparece el tapicero, se recorta un abismo que le sirve de acompañante. El borrón se esboza al lado de cada figura, el pastelero, el jamaiquino, el tapicero, como un pintor que sitúa el amarillo cerca de un negro para que la luz no se irrite. Cuando el monstruo, al gusto de deán Swift, alza en su mano el barco, Jacques se entretiene con la vellosilla. Paseos del garzón, ensimismado por la juguetería. Entresaquemos de nuevo la palabra siesta. Y celebrémosla. Fiesta para este libreto de Elíseo Diego. La da este cristal que ha cortado tan finamente el contorno de su adolescencia.
Paseándose con unos recuerdos precisos, con la cabeza en la mano como en un carnaval romano. Y sobre todo, la aparición de su prosa y de sus humores, con un sosiego, con una sobriedad calmosa, que revelan el diseño de su adolescencia y la doma de su fiebre.
En el principio, dicen los Vedas, era el Niño de Oro. Si hay también las deslizadas cautelas del número de oro, cómo no recoger por su lección graciosa e inesperada, los compases de una visión que se reconoce por un toque ligero, huidizo. Hay
una medida de niñez que el maduro tiene que alcanzar de nuevo para que su número de oro no se convierta en inscripción de hipogeo. Una de las sorpresas de estas diversiones de Diego es su ligereza para situar el acompañamiento o la respuesta del coro en el que sobresale le ventrílocuo. Si utiliza a cantantes retiradas de la escena o a viejecillas con censuras dietéticas, no es para mostrar su boca cavernosa en un fuerte trazo goyesco, sino prefiere inventar el aparato de los aplausos (la uniformidad de los aplausos con guantes de goma, como en el cuento de Supervielle, inicia las sospechas), o la fineza senil que sueña con la épica decisión de los garbanzos. Así también las hormigas frente al zapato viejo, sus ojos frente aquella materia sentida como monstruosidad, “dos montes sin nombre ni contorno, dos cosas que según las haces sus ojos numerosos jamás podrá soñarlas nuestra razón delirante”. El haber superado que la negrura o soplo de la atmósfera supere al peso e sí de sus protagonistas, la presta al libro su salud, la cordialidad de su tono, que utiliza el susto, pero no el terror ni lo terrible. Un abismo, la cabra fosforescente, el vertedero, aparecen como dramatis personae, como deliciosos elementos de la composición. La complacencia que me ha entregado este libro de Eliseo Diego, solo puedo compararla a la de algunos festivales nocturnos levantados por Zabaleta o la del baile sorprendido por Alain Fournier. Su fragancia y su pureza han creado una fauna bruñida por el rocío. No conozco, en la historia de la prosa cubana de los últimos veinte años, un libro de tanta claridad hechizada. 1946
Obras Completas. Tomo II. Ensayos/Cuentos. Madrid. Aguilar Editor. 1977.
Págs. 712-715.
HOMENAJE A ERIC ROHMER A CIEN AÑOS DE SU NACIMIENTO (1920-2020)
VANIDAD DE LA PINTURA Qué vanidad la de la pintura, que produce admiración por su semejanza con las cosas cuyos originales nadie admira. Pascal
El arte no cambia la naturaleza. Ni siquiera Cézanne, Picasso o Matisse nos dieron unos ojos completamente nuevos. Es ciertamente vanidad que la pintura renuncie a dictar al mundo que se rija por sus leyes, pero es una verdad aún más profunda el que las cosas son lo que son o lo que pasan por ser ante nuestros ojos. Al mismo tiempo que se alinean en nuestros muros, el cubo, el cilindro y la esfera desaparecen de nuestro espacio. Así el arte entrega sus bienes a la naturaleza. Convierte la fealdad en belleza, pero ¿será verdad la belleza, si sólo existe a pesar y casi en contra nuestra?
La tarea del arte no es la encerrarnos en un mundo cerrado. Surge de las cosas, y a las cosas nos conduce. No se propone tanto purificarlas –es decir, extraer de ellas lo que obedece a los cánones- como rehabilitarlas y conducirnos sin cesar a reformar esos cánones. Ahora este trabajo lento está a punto de terminar. La apatía y la abyección son la materia de nuestras novelas; nuestros pintores se complacen en lo uniforme o lo chillón. Se puede entrever que pronto habrá que devolver a la nobleza y al orden la dignidad que habían perdido. Temo, de todos modos, que se atribuya este hundimiento común del arte de decir y del arte de pintar a causas totalmente contrarias. Pues uno, al renunciar a cantar, ya sólo quiere mostrar, y parece que la dignidad de existir no exija ya ningún otro aderezo. “Mi empresa no tiene precedentes”: desde hace casi cien años, ¿qué obra escrita no justificaría este exergo? La pintura, por el contrario, ha querido cantar a la materia, es decir, a su visión. Ningún objeto entra en su espacio si no se ajusta antes a sus dimensiones, y ésta es la regla, escogida de antemano, que determina la infinidad de sus aplicaciones. Pero, tanto aquí como allí, veo un mismo deseo de socavar el prestigio del ser. Admitir solamente lo insólito o reformar lo habitual son cosas muy parecidas. Si nuestra época fue la de las artes plásticas es porque nuestro lirismo sólo ha podido encontrar en ellas su medida: ahí la evidencia desafía al canto. Se dirá que este punto de vista es el del sentido común más grosero. Ahí es precisamente donde yo quería llegar. Una vez descubierta la perspectiva, reconocemos en los objetos las dimensiones respectivas que adquieren en nuestra retina. Enseguida aprendimos que no existían líneas, y que todo se reducía a un juego de sombra y luz, puesto que la propia materia era color y que el color más simple surgía de la yuxtaposición de numerosos tonos: ¿Nuestra visión cambio por ello? Mostrad a un niño un cuadro de Picasso: reconocerá en él un rostro que un adulto apenas logrará descubrir. Si se le muestra ahora un cuadro antiguo, el adulto concederá a este último su preferencia. Si Rafael no hubiera existido, no tendríamos el derecho de llamar al cubismo locura o garabato. El Guernica no refuta La bella jardinera, ni viceversa. Aunque no creo arriesgarme demasiado al afirmar que una de estas obras ha sido, es y será siempre más conforme que la otra a nuestra visión
ordinaria de los objetos. “La manzana que como no es la que veo”: estas palabras de Matisse sólo defienden el arte moderno, no la totalidad del arte. Se denominan precisamente clásicos los períodos en los que la belleza según el arte y la belleza según la naturaleza parecen formar una unidad. Somos muy libres de exagerar sus diferencias, pero dudo que con ello crezca el poder del arte sobre la naturaleza. Mientras tanto, ha nacido un arte que nos dispensa de loar la belleza y apropiárnosla con nuestro canto. El cine demuestra mejor que nadie la vanidad del realismo, pero, al mismo tiempo, cura al artista de este amor propio por el que en todas partes fallece. Una larga familiaridad con el arte no nos ha hecho más sensibles a la belleza gastada de las cosas; tenemos unas irresistibles ganas de mirar al mundo con nuestros ojos de cada día, de conservar con nosotros ese árbol, esa agua, que corre, ese rostro alterado por la risa o la angustia, tal como son, a pesar nuestro. Quisiera disipar un sofisma. Donde no hay intervención del hombre, se dice, no hay arte. De acuerdo, pero es al objeto pintado al que el aficionado dirige en primer lugar su mirada, y si toma en consideración a la obra del creador y al creador, es sólo por una segunda reflexión. Así, el primer objetivo del arte no es reproducir el objeto, por supuesto, sino su belleza; lo que se suele denominar realismo es tan solo una búsqueda más escrupulosa de esta belleza. La crítica moderna nos ha acostumbrado, por el contrario, a la idea de que no saboreemos las cosas que sólo son un pretexto para la obra de arte: si el artista dirige nuestra atención a los objetos que todavía se consideran comúnmente indignos, es porque tendrá que esforzarse más para seducirnos. La belleza de una cantera o de un descampado surgirá del punto de vista desde el que nos fuerce a descubrirlos. Pero resulta que esta belleza es sólo la del descampado y que la obra es bella no porque nos revela que se puede crear belleza con lo informe, sino porque lo que consideramos informe es bello. Así llegamos a la paradoja de que, en general, un medio de reproducción mecánico como la fotografía sea excluido del arte, no porque sólo sepa reproducir, sino precisamente porque desfigura aún más el lápiz o el pincel. ¿Qué queda de un rostro en una
instantánea de insólita mueca movilidad, la semejanza.
un álbum de familia, sino una que no es él? Al congelar la película traiciona incluso la
Devolvámosle a la cámara lo que sólo a ella pertenece. Pero no basta con decir que el cine es el arte del movimiento. Sólo hace de la movilidad un fin, no la búsqueda de un equilibrio perdido. Contemplad a dos bailarines: nuestra mirada sólo queda satisfecha cuando el juego de fuerzas se anula. Todo el arte del ballet consiste sólo en componer figuras, y el movimiento mismo es un simple efecto del principio de inercia. Pensad ahora en Harold Lloyd gesticulando desde lo alto de su andamio, en el gángster que acecha un instante o una falta de atención del policía, que le permitirá apoderarse del arma que le amenaza. Estabilidad, movimiento perpetuo, otras tantas agresiones a la naturaleza. La más realista de las artes las ignora ingenuamente.
Nanuk el esquimal es la más bella de las películas.
Era precisa una tragedia a nuestra medida, no a la del destino, que tuviera las dimensiones mismas del tiempo. Sé que el esfuerzo del cineasta tiende, desde hace cincuenta años, a hacer estallar los goznes de este presente en el que nos encerró de entrada. Es cierto que su primer objetivo fue el de dar al instante este peso que las otras artes le niegan. El patetismo de la espera, que en todas partes sobresale groseramente, nos arroja misteriosamente al corazón de la comprensión misma de las cosas. Pues ningún artificio nos permite aquí dilatar o recortar la duración, y todos los procedimientos que el… -como por ejemplo el del “montaje paralelo”- se volvieron pronto contra él. Pero Nanuk el esquimal nos gusta por estos ardides. Citaré tan sólo el pasaje en que se ve el esquimal acurrucado en un ángulo del encuadre, al acecho de un grupo de focas que duerme en la playa. ¿De dónde procede la belleza de este plano, sino del hecho que el punto de vista que la cámara nos impone no es ni el de los actores del drama ni el del ojo humano, para el que un elemento habría acaparado la atención con exclusión de los demás? Citad a un novelista que haya descrito la espera sin exigir de algún modo nuestra participación. Más que el patetismo de la acción, es el propio misterio del tiempo el que aquí compone nuestra angustia.
Al contrario que las demás artes, que van de lo abstracto a lo concreto y al convertir esta búsqueda de lo concreto en su razón de ser nos ocultan que su finalidad última no es la de imitar sino la de significar, el cine nos arroja a los ojos un todo del que es posible extraer una de sus múltiples significaciones posibles. Este sentido hemos de extraerlo de la apariencia misma, no de un más allá imaginario del que ella sólo sería un signo. Se comprende que la realidad sea aquí una materia privilegiada, puesto que obtiene su necesidad de la contingencia misma de su aparición, que habría podido no producirse, pero que ahora no puede dejar de ser puesto que se ha producido. Por primera vez, el documento accede, al mismo tiempo que al poder de expresar, a la dignidad del arte. Se puede entrever una de las consecuencias de esta condición, que es una de las más peligrosas: que el cine sólo excele en describir los sentimientos en la medida en que éstos nacen de nuestras relaciones incesantes con las cosas, y las cosas mismas no son sino el movimiento o la mímica que nos dictan en cada momento. ¿Y qué mejor juez de la autenticidad del gesto que su eficacia? No es ya la pasión, sino el trabajo, es decir, la acción del hombre, lo que el cine ha elegido como tema. Nanuk construye su casa, caza, pesca, alimenta a su familia. Es importante que le sigamos en las vicisitudes de su tarea, cuya belleza aprendemos a descubrir con lentitud. Belleza que agota la descripción e incluso el canto. Pues, al contrario que los héroes épicos, nuestro hombre es grande por el curso de la lucha, no por la victoria ni por lo que obtiene. Hasta ahora, ¿qué arte había sabido describir hasta este punto la acción abstracta, la intención que le da sentido o el resultado que la justifica? He tomado a propósito un documental, aunque la mayor parte de las películas, tanto las mejores como las peores, ¿no tratan acaso, en sus mejores momentos, de lo que se está haciendo y no de veleidades, de triunfos o remordimientos? Charlot chamarilero, Buster cocinero o mecánico, el Zorro, Scarface, Kane, Marlowe, el seductor o la mujer celosa, otros tantos artesanos, hábiles o torpes, a los que juzgamos por su obrar. En el extremo opuesto de Flaherty, situaría a Murnau. Que en otros tiempos colaboraran en una
misma obra, Tabú, no parece en absoluto el resultado de un malicioso azar. Es cosa sabida que antes de rodar Amanecer, Murnau se encargó de construir todo un mundo, del que la película es sólo el documento. La voluntad de falsificación surge de una necesidad más exigente de autenticidad. Cuando se trata de expresar una turbación interior, no ya de provocarla, el actor se traiciona a sí mismo, liberado de la constricción de las cosas, y su máscara ha de modelarse en la masa de una nueva materia. Pobre apariencia la de un rostro sin no se siente gravitar todo el espacio en cada una de sus arrugas. ¿Qué significaría el estallido de la risa o la crispación de la angustia si no encontraran su eco visible en el universo? Con la metáfora, encontramos de nuevo el canto. Todo el arte, si se quiere, consiste en nombrar todas las cosas con un nombre que no es el suyo. Pero libres al fin de la mediación de las palabras, saboreemos el extraño goce de convertir al mismo tiempo a Aquiles en un guerrero y un torrente, un dios y un cataclismo. ¿Por qué no acoplar dos términos que sólo la imperfección del lenguaje nos obliga a aislar? “Pastor-promontorio, soles mojados”, tierra “azul como una naranja”, el esfuerzo de la poesía moderna consistió en secundar la inercia primitiva de la palabra; pero, provistos ahora del derecho a decir de todo y sobre todo, ¿para qué nos sirve ya utilizarla? Así, pues, ¡viva el cine, que sólo pretende mostrar y nos dispensa del fraude de decir! Poema cinematográfico, poesía descriptiva, un mismo sentido. Ya no hay que cantar las cosas, sino hacer que se canten a sí mismas. En Nosferatu, el vampiro, abandonamos por un instante el país de los fantasmas para seguir la lección de un biólogo que explica a sus alumnos el terrorífico poder de unas de esas plantas en forma de hidra que se alimentan de insectos. Se perdonará al más grande de los cineastas el hecho de haber entregado indiscretamente, con este artículo, la llave de su simbología. Asimilar la idea a la idea o incluso la forma a la forma, como quería Einstein, repugna al arte de la movilidad. La figura, que nos fascina en la tela o en la piedra, agota nuestra mirada cuando dura. El movimiento es el ser de cada cosa, que la condena a su función, absorbente o radiante, sórdida o noble, e implica un juicio moral. Dos direcciones privilegiadas, centrípeta o
centrífuga, se reparten el mundo y asignan a cada especie su aptitud. La muerte es la disolución; el mal, empresa; la vida, crecimiento; la pureza, expansión. La idea brota del signo y al mismo tiempo lo funda, como la tendencia al acto. ¿Alguna vez la retórica de nuestros poetas fue tan convincente? Solicitado por nuestro canto, el universo, mudo hasta el momento, se predispone finalmente a responder. El tema del deseo es cinematográficamente uno de los más ricos; porque exige que se establezca ante nuestros ojos toda la distancia que, en el tiempo o en el espacio, separa al vigía de su presa. La espera goza de sí misma y el estallido tierno de una garganta como en Avaricia (Greed, 1924) de Stroheim, el espejismo del oro, mediante el deseo impotente, se tiñen con una seducción siempre renovada. Algo que, como espectadores, no dejamos de experimentar ante estas imágenes intangibles y fugitivas que fijan nuestra mirada, a la vez colmada y decepcionada. A pesar de todo, ¿no tiene el cine más ambición que la de mecer la delectación morosa de una humanidad a la que la naturaleza descubre demasiado pronto sus secretos? Hay otras relaciones que el arte de la pantalla se revela menos apto a describir. No ya las de los cuerpos, sino las de cada una de las voluntades. Basta ya de Creón o Antígona poniendo el hemiciclo por testigo de su sinceridad. Es más bien la mentira la que nos tienta; pero no basta con que el acontecimiento sea el único juez del engaño. El pícaro extrae su poder de la hipocresía misma que lleva en su máscara. Tartufo sólo abusa de Orgón, y quizá su fascinación resulta tan poderosa sólo porque no le engaña en absoluto. Qué mejor homenaje a MOlière que el repelente rostro de Jannings transpirando falsedad por todos sus poros: Onofrio, la mezquina respuesta de un crítico celoso. Pero, dirán, ¿por qué negarse a penetrar en el corazón del hombre? ¿No es acaso la turbación de nuestro rostro el signo que traiciona una emoción interior? Signo, sí, pero cuán arbitrario, puesto que niega la capacidad de fingir y restringe hasta el extremo los límites de este mundo invisible al que se enorgullece en remitirnos. Remontar desde cada uno de nuestros gestos hasta la intención que presupone, equivale a reducir la totalidad del pensamiento a algunas operaciones siempre
idénticas, y el novelista estaría en su derecho al sonreír ante las pretensiones de su segundón, que bautiza con el nombre de lenguaje este álgebra elemental. Ir del exterior al interior, del comportamiento al alma, es sin duda la condición de nuestro arte, pero me gustaría que en este rodeo necesario, lejos de empañar el brillo de lo que ofrece a nuestros ojos, lo avive, y que, liberada así, la apariencia nos ilumine por sí sola. Con El último, Murnau aborda un tema ingrato donde los haya, una pura relación de alguien consigo mismo, como es la importancia que cada cual otorga a sus fracasos o sus triunfos. No sé qué falsa vergüenza nos impide siempre compadecer el sufrimiento moral, cuando altera incluso la máscara. Sepamos, pues, que el propósito del autor no era el de provocar nuestra piedad, sino que al suponerla lo suficientemente viva en nosotros, trató de agotarla colmándola, como haría con algunas inclinaciones malvadas, crueldad o deseo. Así, el arte nos libera de todos nuestros sentimientos, incluso los buenos, y justifica su inmoralidad al devolver sus bienes a la ética. Admito que nuestro placer sea condenable si nace de nuestro enternecimiento o de nuestros sarcasmos, pero estos dos sentimientos demasiado humanos no tienen nada que ver con la fascinación que ejerce sobre nosotros el destino tragicómico de nuestro portero. ¿Me citarán alguna obra, novela, pintura o película, que haya evitado de forma deliberada apelar a nuestras entrañas, sirviéndose tan sólo del prestigio de los efectos más tangibles de la emoción? Para quienes censuran cierto prejuicio estático en la actuación de Jannings, añadiré que la inmovilidad traduce aquí un estado de tensión dolorosa, no de equilibrio. Una familiaridad demasiado larga con las artes plásticas nos ha conducido a asimilar la alegría con el descanso, la desgracia con la turbación. “La expresión”, que el pintor o el escultor obtienen sólo mediante astucia o violencia, le es dada al cine como el fruto de su propia condición. Para hacerla más intensa, no siempre habrá de acelerar el ritmo, sino ralentizarlo hasta los límites de una fijeza insólita.
Amanecer nos lleva un escalón más lejos en este
mundo íntimo en el que los sentimientos, el amor y el odio, la alegría y la tristeza, el deseo y la
renuncia, se nutren de sí mismos y mueren por su propio exceso. Y, sin embargo, ninguna concesión a las facilidades de la elipsis y del símbolo, una especie de armonía preestablecida parece asignar a sus vicisitudes el ritmo de las modificaciones del cielo. En el último rodeo de nuestra búsqueda interior, nos encontramos de nuevo frente al mundo. El decorado forma parte de la actuación; si sólo raramente consiente en animarse, no por ello deja de regular siempre de algún modo los desplazamientos de los personajes. Sus leyes sustituyen la tiranía de los límites del “encuadre”. Sólo cedemos prudentemente a las seducciones del número dorado y la imagen bella. ¿Qué fotógrafo igualará jamás la menor de las frases? Pero, en contrapartida, ¿acaso el más bello verso de nuestros poetas podría jactarse de agotar la magnificencia de este mundo sensible que sólo el cine tiene el privilegio de ofrecer intacto a nuestros ojos? Las imágenes de Tabú brillan con todo resplandor de esta belleza que nos entregan sin intermediarios, y el cuidado de la fotografía consiste, por el exceso de arte, en enmascarar mejor sus ardides. Sólo hace trampas para pulir un calco al que, de ser tierno, habría traicionado. Pero aquí no hay ninguna necesidad de ceder a la fantasía fácil de las sombras, de ceñir con un mismo nimbo los objetos – palmeras, olas, conchas o juncos- que los rayos de sol han marcado con sus estrías inalterables. Ataviados con una luz que sólo procede de ellos, se iluminan con sus diferencias y, bajo sus múltiples cortezas, contienen una pulpa común. Fascinado por su modelo, el artista se olvida del orden que se jactaba de imponerle, y revela al mismo tiempo la armonía de la naturaleza, su unidad esencial. El canto se convierte en himno y oración; la carne transfigurada descubre este más allá, del que extrae vida. No me asusta denominar sublime a esta fusión espontánea de los sentimientos religiosos y poéticos. Y, desde este reino de los fines en el que ahora nos hemos instalado, tenemos pleno derecho a condenar la loca ambición de nuestro tiempo, demasiado impaciente por dominar el universo para poder saber de él algo más que una abstracta y maleable sustancia, con la que cree tranquilizar su inquietud. Al romper con la naturaleza, el arte moderno degrada al hombre al que pretendía elevar.
Evitemos sus caminos, incluso si nos seduce con una lejana y problemática salvación. El cine, por instinto, rechaza todo rodeo peligros y nos desvela una belleza que habíamos dejado de considerar eterna e inmediatamente asequible. En medio de la felicidad y la paz, instala lo que consideramos fruto de la revuelta y del desgarro. Nos hace sentirnos sensibles de nuevo al esplendor del mar y del cielo, a la imagen más banal de los grandes sentimientos humanos. Milagrosamente, sella el acuerdo de la forma y de la idea y humedece nuestros ojos, aún nuevos, con la lista y pura luz del clasicismo. El arte evoluciona por efecto de un impulso interior, no de la historia. Como mucho, sin cambiarnos, nos lleva lejos de nosotros mismos, y se pierde al perdernos. Saboreemos, pues, nuestra suerte; conservemos celosamente en nuestra manos un instrumento que sabemos que todavía es apropiada para describirnos tal como nos vemos. Que esta certeza, completamente simple, nos tranquilice y nos preserve de empresas ociosas. Si algún cineasta lee estas líneas, quizá se sorprenda de que yo alabe en su arte lo que es más deudor del azar y privilegio de su condición, frente al fruto de sus pacientes investigaciones. Pero, ¿por qué repetir que el cine es un arte, es decir, elección e invención perpetuas, y no utilización ciega prueban. Mi propósito no era mostrar que el cine no tiene nada que envidiar a las demás artes, sus rivales, sino decir qué es lo que éstas, a su vez, podrían envidiarle. Textos reunidos y presentados por JEAN NARBONI Traducción de JOSEP TORRELL JORDANA
El
gusto
por
la
belleza.
Paidรณs. 2000. Pรกgs. 83-88.
Barcelona.
Editorial
DE MOZART EN BEETHOVEN III. LA FORMA Y LA IDEA
VERDADERA HERMANA Las afinidades que el cine, arte de la imagen, mantiene con las artes plásticas son incuestionables; yo mismo me he empeñado con frecuencia en subrayarlas. Como la pintura, la escultura, la arquitectura o el ballet, el cine es organizador de espacio. Pero si hoy deseo relacionarlo con la música, convertir a ésta en su verdadera hermana, no es porque como ella el cine sea organizador del tiempo, pues estos dos modos de organización, como acabamos de ver, son fundamentalmente antitéticos. La musicalidad de que me gustaría hablar está ligada, por supuesto, al tiempo, pero de forma secundaria. Resulta primero del hecho de que l realidad bruta, en su dimensión espacial y temporal, nos llega directamente en una operación análoga a aquélla por la que, en música, reaccionamos al sonido. Al hacerse el cine hablado y sonoro, dicha musicalidad puede ser, por supuesto, uno de los atributos del sonido cinematográfico, ruidos de la naturaleza, timbre de voces, pero me limitaré aquí a detectarla en la propia imagen. De hecho, será en los filmes de la época muda, de Griffith, Murnau, Lang o Stroheim, donde se den los ejemplos más convincentes de la tal musicalidad. Digamos, en términos schopenhauerianos, que las artes plásticas son una “representación” del mundo, representación que supone, tanto por parte del artista como del espectador, una operación intelectual hasta para las formas de arte más instintivas. En el cine, por el contrario, al menos “antológicamente”, lo que nos llega en directo es la realidad bruta. Si hay representación, ésta se debe al poder de la máquina y no al de nuestro espíritu. Así pues, podemos retomar las palabras de Wagner en su discurso, cuando dice que la música “habla un lenguaje que puede ser comprendido inmediatamente por cualquiera, pues no necesita recurrir para ello a ningún concepto” (1) Pero, mientras la música parece ir más allá de la Idea, en un mundo de la Voluntad pura el cine sólo
parece ser capaz de mantenernos al nivel de las apariencias. Y así sería, sin lugar a duda, si el arte del filme sólo consistiera en una técnica de pura grabación. Pero es evidente que el genio del artista debe hacerse cargo del simple poder de reproducción de la máquina que manipula –poder hacia el que, no obstante, deberá observar un respeto constante-. Y este respeto, cualidad moral, cualidad kantiana, le permitirá ir más allá de la apariencia por la reproducción de la mera apariencia, y encontrar, paradójicamente, la cosa en sí contenida en el fenómeno. Resumiendo, el cine nos dirá algo más de lo que el pintor más sensible, más inteligente o más inventivo pueda decirnos sobre el ser del mundo. Algo que, hasta ahora, sólo la música ha sido capaz de expresar. El arte del cine, en el fondo, consiste en hacernos descubrir dicha melodía, ese canto secreto de los seres y el mundo de la percepción ordinaria disimula. La Belleza que nos revela, para aquellos que la han sentido, es esencialmente más musical que pictórica. Y aquí también podemos seguir a Wagner, que reserva el término de “bello” a las artes plásticas y piensa que la música sólo puede “apreciarse por sí misma a partir de la categoría de lo sublime, pues en cuanto se apodera de nosotros provoca el éxtasis supremo de la consciencia de lo ilimitado” (2) Esta consciencia de lo ilimitado, o si se prefiere del infinito, la encontramos en el cine en el sentimiento de autonomía absoluta de la naturaleza, que sin embargo dominamos de otra forma por el poder que se nos concede de incidir en lo vivo de las apariencias: lo cual no supone la menor de las contradicciones de este arte, donde el rechazo a hacer arte se erige en primer principio a seguir. 1. Richard Wagner, Beethoven, ed. cit, p. 66. 2. Ibid, p. 78.
IV. INVENTAR /ENCONTRAR No busco, encuentro, dijo Picasso: “No invento, encuentro”, podría ser el lema de Mozart. El privilegio de tener un toque personal, una “huella” que le identifica en cualquier fragmento, lo
comparte con bastantes artistas que no tienen su talento. El sentimiento extraordinario, en el sentido preciso del término, único, que experimentamos ante su música se debe no sólo al hecho de no ser propiedad suya, cosa que se le escapa, sino a que ni siquiera es el padre de la misma. Más que el papel de genitor, tendría, como Sócrates, el de partero, y lo mismo que éste hacia salir la verdad de la boca de sus interlocutores por medio de la mayéutica, no le corresponde a Mozart tanto el arte de inventar como el de revelarnos unas ideas musicales dotadas de la misma existencia autónoma que la cohorte platónica de las Ideas. Sus invenciones no sólo se presentan como los más refinados productos que pueda haber en materia de arte musical, sino como cosas en sí, anteriores a toda creación artística particular, formando parte de la naturaleza de la música, como los árboles de la naturaleza vegetal, o las piedras de la mineral. Tal tema de Mozart, tal desarrollo, nos da la impresión de no poder estar ahí, de existir por una existencia necesaria y no contingente, como la mayoría de las otras invenciones musicales, que son “hallazgos”, pero no realmente “encontrados”. Las ideas de Boccherini o de Haydn pueden calificarse de “afortunadas”, en el sentido etimológico del término, es decir, favorecidas por la suerte, sea cual sea el dominio que todo gran artista tenga d ésta. Su contingencia, de hecho, es lo que les da el encanto, y a nosotros nos tranquiliza: sabemos que el autor es capaz de proponernos mil otras, de acuerdo con el número casi infinito de combinaciones que permite la gama de los ritmos y sonidos. Mozart, por el contrario nos transmite en sus mejores momentos el sentimiento de haber descubierto el tesoro, y de que sólo hay uno. De esta forma, más bien parece cerrar puertas que abrirlas. Idea fascinante, a la vez que perturbadora. La prolijidad no es precisamente el don de los más grandes, y si leemos una historia un poco detallada de la música, sorprenderá el número de sinfonías, oratorios y óperas escritos por compositores totalmente olvidados hoy. No obstante, Mozart tiene fama de gran facilidad, y su catálogo es al menos cuatro veces más amplio que el de Beethoven. Pero en el Köchel abundan de forma exagerada las obras de juventud: después de 1784-1785, las producciones se distancian, y no sólo por la escasez de encargos.
Creo, más bien, que Mozart, habiendo encontrado su Grial, ya no sentía necesidad de proseguir su búsqueda, al menos en un género determinado. Tras haber escuchado las tres grandes sinfonías, cada una de las cuales alcanza en su género cimas absolutas, ¿quién no excusaría a Mozart de haber sentido, como Dios, necesidad de descansar?
Traducción e introducción, LORETO CASADO
De Mozart en Beethoven. Ensayo sobre la noción de profundidad en la música. Madrid. Árdora Ediciones. 2005. Págs. 99-101, 214-218.
HOMENAJE A LOS CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DE GESUALDO BUFALINO (1920-2020)
EL MALPENSANTE / LUNARIO DEL AÑO QUE PASÓ Por: Gesualdo Bufalino (1921-1996) EL INVIERNO
Enero Con pasos de gato la juventud se va. *
Febrero Los jóvenes se han comido a los viejos. En cuánto a digerirlos… * Quisiera dedicar una mañana de ésta mi vejez a experimentar los juegos que no jugué de niño: elevar una cometa, soplar pompas de jabón desde una ventana… * No sé para los demás, pero para mí la juventud fue un clamoroso ejemplo de deuda no pagada. *
“Los jóvenes no tienen que decir, los viejos se repiten, el aburrimiento es recíproco.” (Leído no sé dónde.) LA PRIMAVERA En el tren: un viejo dormido frente a mí, ochenta años de albas, tardes, lágrimas, risa, en conmovedora quietud. Con una mampara sutilísima (el sueño es verdaderamente un ejercicio de muerte) que lo separaba de la nada. * De una posible serenidad: dejar perder el resto y hacerme en mis últimos años naturalista. Aprender las costumbres de la hierba, de los insectos: estudiar la vida y la obra de las luciérnagas, las salamandras, el lagarto. * Hoy estoy más joven que mañana pero más viejo que ayer, más viejo que hace poco. No tendré nunca por dos segundos seguidos la misma edad. * A la propietaria Amelia la conocí, ya vieja, en el 39, y murió al terminar la guerra. Gorda, untuosa, maternal. Pero debió tener también ella dieciséis años, quién sabe dónde, en Domodossola o en Casale, paseos en bicicleta entre hileras de álamos, tirar una bola de nieve en un día con nieve de un invierno que ya nadie recuerda. * Los jóvenes creen naturalmente4 que son inmortales. Con la debida prudencia, advertirles que están equivocados. *
Está bien que una generación perezca para que las otras se salven. ¿Pero y si después no se salvan? VERANO Si fuera más joven trataría de volverme amigo tuyo, pero a mi edad uno no tiene pasión ni siquiera para conseguir enemigos. * Nacer en los países de nieve es un sello que no se borra, la existencia entera se tiñe. Para los demás, para nosotros, queda la nieve de los libros, del cine, o aquélla conocida por casualidad en un alba forastera con ojos infantiles. Yo tengo en corazón una nieve nocturna, Navidad del`43, de guardia en un polvorín, bajo una luna molisana, con grandes huellas de bestia en dirección al bosque…
Agosto Los trenes que he perdido, los libros que no he escrito, las transeúntes que j ´eusse aimées y que lo sabían… Como a todos me ha tocado una entre las mil trayectorias posibles. No descarto que haya sido la menos infeliz. * Envejecer, sentir el cuerpo pasar de cómplice a enemigo: un siervo que roba en las compras, que se finge o es sordomudo. * Huérfano de mí, de mi juventud. * Curioso que cada coetáneo nuestro nos parezca, cuando lo encontramos, mucho más viejo que nosotros.
* Ninguna ingratitud es comparable a generación que observa la anterior.
la
de
una
* EL OTOÑO
Noviembre Cuando tenía menos años y más pelo… * ¿Pasión? No sé qué quiere decir desde el 15 de noviembre de 1920. * Extraña felicidad de ser viejo… *
Diciembre “A los veinte años todos me decían: Ya verás cuando tengas cincuenta años. Ahora tengo cincuenta y no he visto nada”. (Erik Satie) Traducción de MARIO JURSICH DURÁN
El malpensante. Lunario del año que pasó. Santafé de Bogotá. Grupo Editorial Norma. 1995. Págs. 26, 34, 36, 39, 44, 45, 49, 60, 65, 74, 77, 79, 98, 109, 125, 138, 132, 134, 136, 147, 170, 177, 183, 186.
HOMENAJE A LOS DOSCIENTOS CINCUENTA NACIMIENTO DE BEETHOVEN (1770-1827)
Por: Argiro Quinchia (2020)
AÑOS
DEL
FRAGMENTOS DE “LA VIEJA Y LA NUEVA FE” DE DAVID STRAUSS Por: Friedrich Nietzsche (1844-1900)
59
(pp.356-360)
Es sabido que el número de las sinfonías beethovenianas es igual al de las Musas. Si las colocamos en el orden en que fueron surgiendo, resulta llamativo el hecho de que descubramos en ellas una especie de ley de la progresión. Es decir, siempre ocurría que durante dos sinfonías Beethoven, pese a todo el avance en lo particular, consentía, sin embargo, en atenerse a la forma tradicional en lo general; pero la tercera sinfonía sentía siempre también el impulso de dar coces por encima de la vara del carro y buscar una aventura. Las dos primeras sinfonías, en do mayor y en re mayor, reúnen todavía, junto a la peculiaridad que va desarrollándose del joven maestro, la mesura y la gracia de su predecesor: pero la tercera es la Heroica. Con la cuarta, en si bemol mayor, volvió de nuevo Beethoven a la calzada ya recorrida y por ella siguió andando todavía en la quinta, la magnífica sinfonía en do menor: pero luego viene la sexta la Pastoral. Y asimismo, después de la poderosa sinfonía en la mayor, que es la séptima, y de la en fa mayor, que es la octava,
la sinfonía con coros, la famosa Novena. La Heroica, y más decididamente aún la Pastoral, son, como es sabido, sinfonías de las llamadas de programa; y si atendiésemos a lo que dicen algunos teóricos recientes, como, por ejemplo, Marx, el biógrafo de Beethoven, el progreso que éste habría aportado al desarrollo de la música consistiría sobre todo en haber llegado a ser el creador de la sinfonía de programa. Ahora bien, malos servicios habría prestado Beethoven a la música si no le hubiera prestado más que ése, pues con ello ha dado un ejemplo pernicioso. El músico que coloca una relación con un objeto determinado debajo de una sinfonía o en general debajo de una música instrumental que no esté apoyada indirectamente como obertura de una ópera o de un drama, en la palabra, ese músico renuncia a la ventaja de esa clase de música, sin poder suplir su defecto. La música vocal hace sus cuentas con números concretos, no referidos a un objeto, los cuales son aplicados, sin embargo, a todos los objetos posibles. La falta de un objeto determinado, el cual desaparece al desaparecer la palabra, esa indeterminación es a la vez su infinitud. Ella nos abre una perspectiva inmensa, y quien debajo de ésta coloca un programa lo que hace es tapar esa perspectiva con un telón toscamente pintado. viene
En la Heorica quiere exponer Beethoven una vida de héroe; en la Pastoral, un día en el campo. Lo único que ocurre es que para dar una representación determinada de una vida de héroe son necesarias la palabra y la acción, es decir, son necesarios o bien la ópera o bien el oratorio, y lo mismo ocurre con la vida en el campo. También la sinfonía sin palabras puede exponer, desde luego, sensaciones y estados de ánimo heroicos, pero quedará indeterminado si la sinfonía se trata de un heroísmo externo o interno, de combates librados en campo abierto o en las profundidades del pecho humano. Beethoven mismo ha dado en el final de su sinfonía en do menor un jubiloso grito de victoria como no lo contiene su Heroica y que causa un efecto tanto mayor cuanto que podemos tomarlo como queramos. En mi tiempo los párrocos de Wurttemberg usaban esta fórmula cuando, al finalizar el sermón, pasaban a recitar el Padrenuestro: “Y ahora que cada uno
incluya lo que tenga en su corazón o en su conciencia y que rece en nombre de Jesús de esta manera”. Esta fórmula me viene a las mientes siempre que se habla de la peculiaridad de la música instrumental y en especial de la peculiaridad de la sinfonía. Beethoven se tomaba a broma las pinturas compuestas por Haydn en La creación, pero él mismo intento hacer algo igual en su Pastoral. Es verdad que en el programa, como para tranquilizar su conciencia, la llamó “más expresión de sentimientos que pintura”, sin embargo, oímos los sonidos imitados del ruiseñor, de la codorniz, del cuco y esos sonidos imitados nos resultan mucho menos sugerentes que en el papá Haydn. Si éste pasa alguna vez un buen día con sus chavales, a su dignidad no perjudica lo más mínimo el que acaso un nieto petulante le tire de la coleta; pero al serio y fiero Beethoven, qué mal le sienta semejante juego de niños. Luego, la tempestad.
Wer lässt den Sturm zu Leidenschaften wüthen¡ [¿Quién hace a la tempestad estallar de pasiones?] pregunta el poeta (1). De la sinfonía habría propiamente que decir que en ella la tempestad tendría que estallar como pasión, es decir, tendría que quedar indeterminado si se refiere a una tempestad exterior o a una tempestad interior. En la Pastoral, por el contrario, la tempestad no tiene absolutamente nada que ver con la pasión, sino que lo que hace es interrumpir – una danza campesina. Más para una tempestad que estalla con tanto acierto esto resulta demasiado insignificante; de igual modo que, en general, por culpa de este tapar la perspectiva con un telón, por culpa de esa atadura arbitraria a la ocasión banal que se le ha colocado debajo, la Pastoral, pese a la profusión de armonía y a todas las bellezas de detalle, es entre todas las sinfonías beethovenianas la que menos espíritu tiene, para expresarme con la debida modestia. La Novena es, como es justo, la sinfonía favorita del gusto de una época que en el arte, y en especial
en la música, toma lo barroco por lo genial, lo informe por lo sublime. Pero incluso un crítico tan riguroso como Gervinus la acoge con simpatía (en su escrito Hamlet y Shakespeare), ciertamente no como una obra de arte lograda, sino como la autoconfesión de la música instrumental de que ella no es nada por sí misma, sino que tiene necesidad de la palabra y de la voz humana, y por tanto como corroboración de la doctrina gerviniana de que es una equivocación el que la música se haya ramificado como arte independiente. En otro lugar he explicado que la música instrumental puede resolver muy bien por sí misma las tareas que le corresponden, y que si se considera necesario hacer que la voz humana dé posteriormente un salto en su ayuda, como ocurre en aquella sinfonía, esto se debe únicamente a que se ha exigido demasiado a la música. Muy lejos, por tanto, de buscar en esos productos problemáticos los méritos contraídos por Beethoven con la sinfonía, nosotros encontraremos esos méritos más bien en aquellas sinfonías suyas en que ha ampliado y robustecido la forma y la concepción tradicionales (reforzando la orquesta, independizando los grupos instrumentales, alargando los movimientos, introduciendo una dialéctica más aguda de los pensamientos y una más honda conmoción de los sentimientos), pero no los ha roto ni destruido. Junto a las sinfonías más tempranas es especialmente en la sinfonía en do menor y en la sinfonía en la mayor donde nosotros reconocemos a Beethoven en su entera grandeza y en su titánica potencia. Y de igual modo que no sabemos decidirnos por una de las tres grandes sinfonías mozartianas, así tampoco sabremos decidir a cuál de estas dos sinfonías beethovenianas debemos dar la preferencia, al lado de las cuales podemos situar todavía, como de igual categoría, su música para el Egmont de Goethe. Si en la sinfonía en do menor el triunfal movimiento final es el único en su clase, en la sinfonía en la mayor lo es el segundo movimiento, el misterioso allegretto; mientras que en la música para el Egmont encuentra una expresión irresistible el pathos de libertad política de Beethoven.
1. Verso de Goethe (Fausto, verso 428) Introducción, traducción y notas de ANDRÉS SÁNCHEZ PASCUAL
Consideraciones intempestivas, 1. David Strauss, el confesor y el escritor (y fragmentos póstumos). Madrid. Alianza Editorial. 2000. Págs. 243-247.
EL VISIONARIO (FRAGMENTO) Por: Friedrich Schiller (1759-1805)
PRIMER LIBRO Barón de F*** al conde de O*** Quinta carta (Fragmento) 1 de Julio Como nuestra despedida de Venecia se acerca con rápidos pasos, esta semana debería por tanto ser empleada para dar un repaso a todo lo digno de verse en pinturas y edificios, todo aquello que en una estancia larga siempre se pospone. Especialmente se
nos había hablado con gran admiración de las Bodas de Canaán de Pablo Veronese, que se puede ver en la isla de San Jorge, en un convento benedictino. No espere de mí ninguna descripción de esta obra de arte extraordinaria, que me ofreció en conjunto una visión ciertamente sorprendente, aunque no muy satisfactoria. Tendríamos que haber empelado tantas horas como minutos estuvimos, para abarcar una composición de ciento veinte figuras y que mide más de treinta pies de ancho. ¡Qué ojo humano puede con una impresión alcanzar tan compleja totalidad y disfrutar de toda la belleza que allí ha prodigado el artista! Sin embargo es una lástima que una obra de esa categoría, que debería resplandecer en un lugar público y ser así disfrutada por cualquiera, no tenga mejor destino que el recreo de un cierto número de monjes en un refectorio. También la iglesia de este monasterio merece por igual ser visitada. Es una de las más bellas de esta ciudad.
Paolo Veronese (1528-1588). Las bodas de Canรกnn (1562-1563)
El visionario. Barcelona. Icaria Editorial. 1986. Pรกgs. 82-83.
LIBRO DE ANDRÓMEDA Y OTROS POEMAS Por: John Sosa (1953-)
Por: Óscar González Ella le daba como insignias un yelmo y unas sandalias alados, los que simbolizan la rapidez del pensamiento poético, y un saco para que mantenga las letras bien ocultas ROBERT GRAVES, La Diosa Blanca
I Inconstancia tiene la brĂşjula en tus extremidades Voltea el surco de mi cuarto Voladora su cabeza pernocta como barrio lejano
Flota la cรกscara de cielo Se esfuma el pรกjaro de nube Persigue el viento Raya el lomo de animal prehistรณrico Velado por el cristal La lluvia deletrea murales Tritura piedras Insomnio V La sala callada Aventurera humedad de la caricia Estatura retorcida de grama fugaz Por mi boca Sangre de astillas en tu muelle La ballena devolviรณ La armadura de la resistencia Navegaciรณn que hormiguea Se traza
XI Los sombreros del pez agachan las cabezas El seno bruñe los árboles La luz dispara ovejas Una casa perdida bifurca el corazón palmípedo
La droga Bisonte exótico en tu cama Edad de tumulto
visiones
agiotistas
en
la
La ganzúa es transversal al paraíso Saliente brazo que Blake ingenia La delación de cenizas fustiga Solo espanto huecos y martirio Despierta Te amo No ves el mar vacío XIX Colgada entre dos frascos Desnuda el humo Recoge la última yerba del brebaje Como carta debajo de la manga Desvanecido vestido En sobrecuerpo de soledad Anillo cópula sagrada
canasta
del
XXI Textura de tu risa Cayado en la mano rugosa del tiempo Unos palos Manotean el aire de trapo El veneno alistado Transpone el panorama ¿Pianos de lluvia? ¿Manos de pianista y ojos de ahorcado? Al pie de las barandas Aquella mujer pasa con el vetusto auto Mira Oye caer el muelle Bebe Besa el agua de la pared Aúlla el kyrie XXIV Cosas sin ser vistas En el camaleón que duerme a mi lado Color marrón de monte
Dobla mi espinazo Color de sol nodriza Oscura trampa de amor
Libro de Andrómeda y otros poemas. San José de Costa Rica. Ediciones Andrómeda. 2008. Págs. 13, 17, 21, 24, 32, 35 y 38.