Marcel Mariën (1920-1993)
TEATRO/INTEATRO Nro 36 Coordinador: Óscar Jairo González Hernández Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín Medellín. Noviembre / 2019
LITERATURA Y SIGNIFICACIÓN (FRAGMENTO) Por: Roland Barthes (1915-1980)
(…) ¿Qué es el teatro? Una especie de máquina cibernética. Cuando descansa, esta máquina esta oculta detrás del telón. Pero a partir del momento en que se descubre, empieza a enviarnos un cierto número de mensajes. Estos mensajes tienen una característica peculiar: que son simultáneos, y, sin embargo de ritmo diferente; en un determinado momento del espectáculo, recibimos al mismo tiempo seis o siete informaciones (procedentes del decorado, de los trajes, de la iluminación, del lugar de los actores, de sus gestos, de su mímica, de sus palabras), pero algunas informaciones se mantienen (éste es el caso del decorado), mientras que otras cambian (las palabras, los gestos), estamos pues ante una verdadera polifonía informacional, y esto es la teatralidad: un espesor de signos (hablo aquí refiriéndome a la monodia literaria, y dejando de lado el problema del cine)… 1963 Traducción de CARLOS PUJOL
Ensayos críticos. Barcelona. Seix Barral. Págs. 309310.
SITUACIÓN DE BAUDELAIRE (FRAGMENTOS) Por: Paul Valéry (1871-1945)
(…) Puedo pues, decir que aunque haya entre nuestros poetas algunos más grandes y más vigorosamente dotados que Baudelaire, ninguno hay que sea más importante. ¿En qué estriba esta importancia singular? ¿Cómo un ser tan especial, tan fuera de lo común, como era Baudelaire, ha podido generar un movimiento tan extendido? Este gran favor póstumo, esta fecundidad espiritual, esta gloria que está en su momento más alto, seguramente no dependen sólo de su valor como poeta, sino también de circunstancias excepcionales. Una primera circunstancia excepcional es que a una inteligencia crítica se asocie la virtud poética. Baudelaire debe a esta rara alianza un descubrimiento capital. Había nacido sensual y exacto; estaba dotado de una sensibilidad que le exigía la búsqueda de las mayores delicadezas de la forma; pero tales delicadezas tan sólo lo hubieran convertido, sin duda alguna, en un émulo de Gautier o un excelente parnasiano, de no ser porque la curiosidad de su genio le llevara a descubrir en las obras de Edgar Allan Poe un nuevo mundo intelectual. En Edgar Allan Poe se le aparecen, y lo maravillan: el demonio de la
lucidez; el genio del análisis; el inventor de las más nuevas y seductoras combinaciones de la lógica con la imaginación, del misticismo con el cálculo; el psicólogo de lo excepcional; el ingeniero literario que profundiza y utiliza todos los recursos del arte. Tantas visiones originales y promesas extraordinarias lo hechizan. Su talento queda transformado pro ellas y su destino espléndidamente cambiando. (…) Antes debo considerar una segunda circunstancia notable de la formación de Baudelaire. Cuando llega a la edad adulta, el romanticismo está en su apogeo; una generación deslumbradora está en posesión del imperio de las Letras: Lamartine, Hugo, Musset, Vigny son los maestros del momento. Pongámonos en el lugar de un joven que llega a la edad de escribir en 1840. Lo nutren aquellos mismos a los que su instinto le manda imperiosamente abolir. Su existencia literaria, provocada y mantenida por ellos, incitada por su gloria, determinada por sus obras, depende necesariamente, sin embargo, de la negación, del derrocamiento, de la sustitución de estos hombres que le parecen llenar todo el espacio de la fama y vedarle: el mundo de las formas, uno; el de los sentimientos, otro; de pintoresquismo, un tercero; la profundidad, un cuarto. Tiene que distinguirse a cualquier precio de un conjunto de grandes poetas excepcionalmente por algún azar en la misma época y en la plenitud de su vigor todos ellos. Cabría, pues –debería pues-, plantearse el problema de Baudelaire de la siguiente manera: “ser un gran poeta, pero no ser ni Lamartine, ni Hugo, ni Musset”. No digo que semejante propósito fura consciente, pero estaba en Baudelaire necesariamente –incluso, era esencial a Baudelaire-. Era su razón de Estado. En los dominios de la creación, que lo son también del orgullo, la necesidad de distinguirse es inseparable de la existencia misma. Baudelaire escribe en su proyecto de prólogo a Las flores del mal: “Desde hacía
mucho tiempo, poetas ilustres se habían repartido las
provincias más floridas del dominio poético, etc. Así que yo haré algo distinto…” (…) En este aspecto, Baudelaire, aunque de origen romántico, y romántico también por sus gustos, tiene en ocasiones la figura de un clásico. Hay una infinidad de maneras de definir, o de creer que se define, lo clásico. Adoptaremos aquí la siguiente:
clásico es el escritor que lleva un crítico en sí mismo y que lo asocia íntimamente a sus trabajos. En Racine hay un Boileau, o una imagen de Boileau. (…)
En un momento en que la ciencia se aprestaba a emprender unos desarrollos extraordinarios, el romanticismo manifestaba un estado de espíritu anticientífico. La pasión y la inspiración se persuaden enseguida de que no se necesitan más que a sí mismas. Pero, por la misma época, aunque bajo otros cielos muy distintos, en el seno de un pueblo exclusivamente dedicado a su desarrollo material, aún indiferente al pasado, entregado a organizar su futuro y haciéndose dado la más entera libertad para los experimentos de todo tipo, había aparecido un hombre capaz de considerar las cosas del espíritu y, entre ellas, la producción literaria, con una nitidez, una sagacidad y una lucidez como nunca se habían encontrado hasta aquel momento en una cabeza dotada de invención poética. Hasta Edgar Allan Poe nunca se había considerado el problema de la literatura desde sus premisas, jamás se había reducido a problemas de psicología, ni abordado mediante un análisis en el que la lógica y la mecánica de los efectos se hubieran empleado deliberadamente. Por primera vez, se arrojaba luz sobre las relaciones entre la obra y el lector y se consideraba tales relaciones como los fundamentos positivos del arte. Este análisis –y en ello está la circunstancia que nos asegura su valorse aplica y se verifica con la misma claridad en todos los dominios de la producción literaria. Las mismas observaciones, las mismas distinciones, las mismas consideraciones cuantitativas, las mismas ideas
rectoras, se adaptan a otras destinadas a afectar intensa y brutalmente la sensibilidad, a conquistar al público amante de emociones fuertes o de aventuras extrañas, del mismo modo que rigen los productos más refinados y la organización delicada de la creación del poeta. (…) Hay en los mejores versos de Baudelaire una combinación de carne y espíritu, una mezcla de solemnidad, de calor y de amargura, de eternidad y de intimidad, una rarísima alianza de la voluntad con la armonía, que los distingue nítidamente tanto de los versos románticos como de los versos parnasianos. El Parnaso no fue especialmente benevolente con Baudelaire. Leconte de Lisle le reprochaba su esterilidad. Ignoraba que la verdadera fecundidad de un poeta no reside tanto en el número de versos que escribe como en la extensión de sus efectos. Es una cualidad que sólo se puede determinar con el paso del tiempo. Comprobamos hoy, después de más sesenta años, que la resonancia de la obra única, y tan escasa, de Baudelaire sigue colmando toda la esfera poética; que está presente en los espíritus contemporáneos; que no se puede olvidar, pues ha sido reforzada por una considerable cantidad de obras que derivan de ella – sin ser en absoluto imitaciones, sino consecuencias, y que, para ser justos, habría que añadir al delgado ramillete de Las flores del mal bastantes obras de primer orden y un conjunto de búsquedas que son las más hondas y finas que haya emprendido nunca la poesía. La influencia de los Poemas antiguos (Poémes Antiques) y de los Poemas bárbaros (Poémes Barbares) ha sido menos diversa y menso extensa. (…) La poesía de Baudelaire debe su pervivencia y el imperio que aún ejerce a plenitud y a la nitidez singular del timbre de su voz. Una voz que, en algunos instantes, incurre en la elocuencia, como les sucedía demasiado a menudo a los poetas de su época; pero que conserva y desarrolla casi siempre una línea melódica admirablemente pura y una sonoridad perfectamente sostenida que la distinguen de cualquier prosa.
Conferencia pronunciada el 19 de febrero de 1924 en la Société de Conference y publicada por la Imprimerie de Mónaco ese mismo año. Ediciones posteriores: Revue de France, 15 de septiembre de 1924; núm. 1 de la colección Sage et ses Amis, 15 de diciembre de 1924; introducción a Les Fleurs du Mal, París, Payot, 1926. Reeditado en el tomo G de OEuvres, Variété (1937)
Traducción de JUAN CARLOS DÍAZ DE ATAURI
Estudios literarios. Barcelona. Visor Distribuciones. 1995.Pรกgs. 173-174, 177, 178-179, 182, 183.
SAMSON-KÖRNER (1887-1942) Por: Bertolt Brecht (1898-1956)
¿EN QUÉ TRABAJA USTED? CHARLA CON BERTOLT BRECHT (FRAGMENTO) GUILLEMIN: Usted sabe que no puedo despedirme sin preguntarle en qué está trabajando actualmente. BRECHT: Estoy sumergido en dos trabajos. El primero es una biografía del boxeador Samson-Körner.
GUILLEMIN: ¿Qué lo movió a escribirla? BRECHT: Samson-Körner es un tipo humano formidable y he querido retenerlo. El método más fácil fue hacerle contar su vida. Yo confío mucho en la realidad. Aunque las realidades como Samson-Körner pueden contarse con los dedos de la mano; son golpes de suerte. Lo primero que me llamó la atención en Samson-Körner fue que parecía boxear según principios deportivos que nada tenían de alemanes. Su boxeo era objetivo. Eso le confiere un gran encanto plástico. Es prácticamente inimitable, por ejemplo, el modo en que Samson-Körner se mete un boleto de tren en el bolsillo. Por eso es también un excelente actor de cine.
GUILLEMIN: ¿Cuál es su método para este trabajo? BRECHT: Es más bien un placer. Le pido a Samson-Körner que me hable de su vida; concedo mucha importancia a sus opiniones. En general, las opiniones de la gente me interesan mucho más que sus sentimientos. Las más de las veces los sentimientos tienen como puno de
partida las opiniones. Se acomodan a ellas. Las opiniones, en cambio, siempre son decisivas. Sólo la experiencia vivida es a veces más primaria aún. Pero ya se sabe que no todas las opiniones tienen su origen en la experiencia. GUILLEMIN: ¡Eso también es intelectualismo puro! BRECHT: Todo acto es la consecuencia de una toma de conciencia. Estrictamente hablando, no hay ningún acto verdaderamente impulsivo. Siempre interviene la inteligencia. (…) 30 de julio de 1926 Selección y traducción de JORGE HACKER
Escritos sobre teatro. Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión. 1983. Pág. 116.
LA RUTA ANTIGUA DE LOS HOMBRES PERVERSOS Por. René Girard (1923-2015)
“ESTA REINA POR LOS CABALLOS PISOTEADA” En su Poética, Aristóteles fija claramente los límites de la desmitificación trágica al enunciar que el dramaturgo no debe aportar modificaciones demasiado radicales al contenido de las historias legendarias que adapte. El pueblo conoce esas historias de memoria; podría enfadarse si el poeta las transforma demasiado, sobre todo si ese cambio radical privara al público de una víctima espectacularmente castigada. Desprovisto de ese sucedáneo de inmolación sacrificial que espera del poeta, el público podría volverse contra éste y procurarse a sus expensas a una catarsis de sustitución, como para mostrar, volviendo a ellos, los orígenes violentos de todo espectáculo trágico. Según una significativa leyenda, Eurípides termina sus días devorado por unos perros que se parecen mucho a los animales linchadores de los amigos de Job o a los de la reina Jezabel en el Libro de los Reyes. Son los mismos perros, los mismos caballos, en todas partes los mismos animales, el mismo diasparagmos: Esta reina por los caballos pisoteada, en su inhumana sangre canina sed saciada, desgarrados los miembros de su horroroso cuerpo.
El poeta de Atalía reconoce también esos perros. Y las serpientes de Oreste. Y, asimismo, los caballos que, más que el monstruo, son responsables de la muerte de Hipólito, su dueño, en Fedra. Permítanme una digresión sobre Racine que no lo es completamente. Racine desarrolla siempre sabiamente, largamente, todo lo que las fuentes mitológicas o históricas le procuran en relación a violencia colectiva y sacrificial. Preserva cuidadosamente su significación religiosa. Así, la muerte de Pirro en un templo, al pie del altar de los sacrificios. Así Ifigenia o Erífela, tanto da, es sacrificada por el ejército griego. Al final de Ester, Aman, lanzado a la multitud, es despedazado por ésta. En Atalía, el fina de la reina es el mismo, por supuesto, que el de su madre. Con el sueño de Atalía, Racine nos pone en conocimiento de que él también conoce muy bien “la ruta antigua de los hombres perversos”. En su libro sobre Racine, Roland Barthes ha percibido el papel fundamental del asesinato colectivo. Al ver en la famosa escena del padre de la horda primitiva (Totem y tabú) el común denominador de todas las intrigas racinianas, ha intuido sin duda ese papel. La incursión de Freud constituye una timidez que limita algo el alcance de sus observaciones.
No existe ninguna verdadera tragedia cuyo héroe no recorra la famosa “ruta” hasta el Espanto final. Y si las fuentes no aportan nada en este plano, Racine es perfectamente capaz de inventar el asesinato colectivo que necesita para sus conclusiones. Se podría creer que en Británico no hay lugar para un asesinato tal. Ni el relato de Tácito ni la naturaleza del orden imperial permiten una conclusión en el estilo de Las Bacantes, el despedazamiento de una víctima por la multitud, el diasparagmos de un chivo expiatorio. Sin embargo, Junia huye del palacio imperial. Por el camino, encuentra una estatua del divino Augusto. Humedece, con sus lágrimas, los pies
de la figura y abraza estrechamente la estatua. El pueblo sublevado toma a la virgen bajo su protección. Nerón no se atreve a intervenir, pero el diabólico Narciso se lanza en persecución de esa presa: Mas osado Narciso se afana en complacerle, rápido va hacia Junia y, sin ningún espanto, con profana mano intenta detenerla. Con mil golpes mortales su audacia es castigada; su sangre desleal sobre Junia salpica. César, con tantos objetos al tiempo golpeado, le deja en las manos de quienes la han cercado.
Racine inventa el asesinato colectivo, algo que ninguna de las fuentes romanas sugiere. Aparentemente anterior a ese sacrificio, la pureza de Junia constituye en realidad del fruto de la sangre victimaria que salpica sobre ella. Esa pureza adquiere una significación religiosa; se convierte en la de la de la vestal. Esta primera escena es absolutamente idéntica a la segunda, la de la muerte de Hipólito. En el caso de Hipólito, los caballos que se vuelven contra su dueño, arrastrándolo también antes de rematarlo, hasta las inmediaciones de un lugar sagrado donde Aricia le espera, equivalen al pueblo sublevado. Las carnes no se desgarran ahora sobre el altar mismo de los sacrificios, sino al lado. Y, como siempre, la sangre salpica sobre el superviviente para reavivar, o más bien crear, la virgen armonía de las auroras postsacrificiales. He visto, señor, he visto a su infortunado hijo arrastrado por los caballos que él mismo alimentó. Sosegarles quiere y su voz les espanta. Galopan. En un momento, su cuerpo es pura llaga. En la llanura resuenan nuestros doloridos gritos.
Su furia impetuosa por fin cesando va: se detienen no lejos de esas tumbas antiguas que guardan las reliquias de sus ancestros reyes.
Racine percibe y reproduce el papel del animal en el asesinato mitológico. En el de Jezabel, que profetiza la muerte de Atalía, no se contenta con perros devoradores y hace volver a los caballos de Hipólito. “Esta reina por los caballos pisoteada…” Que las conclusiones racinianas procedan total o parcialmente de las fuentes, poco importa. Ni la ausencia de fuentes. En cierto sentido, nunca son imaginarias; siempre hay el mismo rigor en el tratamiento de la violencia y de lo sagrado, y siempre sobre todo, se produce el asesinato colectivo. En eso consiste la famosa imitación de las fuentes. Entre los más grandes, esta imitación constituye una apreciación exacta de lo que exige el funcionamiento sacrificial de la tragedia y, tanto en la más pura invención como en la copia más literal, siempre está rigurosamente de acuerdo con los grandes modelos legados por las tragedias más próximas al origen sacrificial. En la tragedia más enclaustrada y confinada de Racine, Bayaceto, donde la multitud está por fuerza más ausente, se diría en principio que una conclusión en forma de asesinato colectivo resulta inverosímil. Y, sin embargo, hay otro sueño, otra pesadilla cuyo tema es el mismo que el del Sueño de Atalía. Pero, más que un verdadero sueño, es la locura de Orestes lo que se repite. La infortunada Atalía se ve perseguida no sólo por aquél de cuya pérdida ella se acusa, sino por todos aquéllos y aquéllas que han armado a Bayaceto, todos sus amigos, todos sus parientes y ancestros, transformados en una tropa de vengadoras Erinias. Y, como siempre, se dirían ejércitos celestes de “amigos” que se lanzan sobre su víctima. Veamos los últimos versos de la obra: ¿Acaso sólo amor tuve para asesinarte?
Pero acabemos ya: con pronto sacrificio, + mi fiel mano vengarte debe y castigarme. Vosotros, cuya gloria y reposo he turbado, héroe que en este héroe revivir debíais, tú, infortunada madre que, desde nuestra infancia, su corazón me confíó con esperanza otra, visir desventurado, desesperados amigos, Roxana, venid todos, contra mí conjurados, a atormentar a esta extraviada amante y cobraos, al fin, la venganza debida.
Atálida transfigura su propio suicido en un asesinato colectivo, e incluso podría decir que los versos que revelan el verdadero sentido de cualquier suicidio: la ausencia total de recursos, la hostilidad universal, el envés de la unanimidad perseguidora. Ese mismo sentido profundo del suicidio reaparece en Fedra, que se siente simultáneamente expulsada del cielo, la tierra y los infiernos. Un sentimiento que puede proceder por supuesto de lo imaginario, sobre todo en los aspectos paranoicos del individuo moderno. Pero ¿es siempre producto de lo imaginario, lo es necesaria y originariamente? ¿Hasta qué punto la persecución colectiva es indefectiblemente una ilusión fruto del engaño de nuestros sentidos? ¿Existen verdaderas víctimas? ¿Qué diferencia hay entre los abusos de la psiquiatría y la negación de los horrores reales de la historia? ¿Qué se proyecta realmente en todas las “proyecciones persecutorias” y los “fantasmas del cuerpo despedazado2? No pretendo averiguar quién es más perspicaz entre Racine, Sófocles, los demás autores trágicos y el autor de los Diálogos. Sería completamente ridículo. Cierto que ni Sófocles ni Racine se hace sobre el mito estas ilusiones que tan útiles son para nosotros, pero su saber resulta ambiguo y finalmente estéril. Proceden por alusiones y conservan siempre algo de esotérico.
Aunque no tome en serio las acusaciones míticas, Sófocles sugiere que, por su arrogancia y por su imprudente indagación, Edipo ha hecho todo lo posible para provocar el desastre que se abate sobre él. Los críticos perciben claramente esta actitud de Sófocles, pero no extraen las consecuencias lógicas. No ven que implica un escepticismo radical respecto a los datos propiamente mitológicos: el parricidio y el incesto realmente cometidos que serían la auténtica causa de la peste de Tebas. Edipo es el primero que se lanza a buscar un chivo expiatorio, y su mal ejemplo se volverá contra él. Por su docilidad final, la tragedia se cierra armoniosamente sobre sí misma, aunque nadie o casi nadie haya sospechado hasta la fecha el sistema de ilusión victimaria que representa. Aunque se dé cuenta de la injusticia del proceso victimario, el autor trágico no adopta el punto de vista de la víctima. Creo que Sófocles dice dos cosas: “Las historias de parricidio y de incesto son pamplinas, pero es el propio Edipo quien se ha metido en el avispero. Jugaba con fuego, y el que juega con fuego se quema. No soy yo quien tenga que salvarlo.” Esta indiferencia por la víctima como tal no tiene consecuencias morales. Impide que se deshaga el mito. Job es otra cosa. La historia de Job es impensable entre los griegos y sus modernos herederos. Imaginemos un Edipo irreductible que se burlara de la fatalidad y, sobre todo, del parricidio y del incesto; un Edipo que persistiera en considerar a los oráculos como siniestras trampas de chivos expiatorios. Lo que indudablemente son. Tendría a todo el mundo contra él, los helenistas, Heidegger, Freud y, tras ellos, toda la Universidad. Habría que eliminarle sin contemplaciones o encerrarle en un hospital psiquiátrico por inhibición incurable. Con lo cual los asuntos de la civilización occidental y de su literatura no se arreglarían mucho. Con la pérdida de eficacia de la catarsis, todo tipo de sublimaciones se descompondrá. La hermosa forma trágica, la forma por excelencia, perdería su equilibrio porque carecería de conclusión presentable. Hoy lo vemos claramente ya que esta forma
está acabando de deshacerse. Los subterfugios sacrificiales se han agotado. Pero ¡cuánto tiempo se ha necesitado para llegar a este punto! Una ligera ojeada sobre el Libro de Job explica la poca estima que se tiene por la literatura bíblica. Está lleno de repeticiones, se deshilacha por todas partes. Sólo el prólogo y la conclusión postizos dan una apariencia de unida a este caos. Decididamente, ambos son tan indispensables al esteta como al moralista y al metafísico. Sin ellos, sólo encontraríamos: Un horrible amasijo de macerados restos por el fango arrastrados, de jirones sanguinolentos y horrendos miembros que voraces perros entre sí disputaban.
Traducción de FRANCISCO DÍEZ DEL CORRAL
La ruta antigua de los hombres perversos. Barcelona. Editorial Anagrama. 2002. Pรกgs. 56-62.
MEDITACIÓN SOBRE LA SIMPLICIDAD Por: Vicente Jaime Ramírez Giraldo (1967-)
Por: Estefanía Hernández
Simples sigillum veri [La simplicidad es el sello de la verdad] Herman Boerhaave [1.]
El umbral del instante. Sencillamente detenerse para escuchar el ritmo de la vida, hasta que sea audible su pálpito. Imaginar sin memoria, desandar el primer paso que te trajo hasta la ventura del ahora. Deshabituarse a la existencia. Saberse cuerpo, fluir del tiempo, corazón del mundo. Y pensar inmerso en la realidad, respirar, recogerse: hay divinidad en el aire. Reflexionar es un acto que ha de ser reconciliado con el cuerpo y con el mundo. Como alimentarse, meditar ha de tener lugar. Vivir es partir, pensar es partirse. Que el pensamiento espere
en la promesa del abrazo. Ser el centro pulsante de esta nueva inmensidad. [29.]
Nostalgia de Hamlet. Somos de la época en la cual el absurdo no es una novedad. ¿Qué puede decirnos de nuevo una muerte inesperada? Ya no existe la remota geografía del destino: cualquier lugar es apto para perecer; vivimos biografías sin desenlace: cada instante puede ser. Somos como somos y eso no nos asombra; logramos vivir sin la tensión de la duda, o la preocupante dualidad del filósofo. Nuestra certeza, no solo nuestra sospecha, se sabe palabras, solo palabras. Ahora que lo considero: el dilema era también una situación de equilibrio. [47.]
Educación de la mirada. Museos como templos que viejos dioses vigilan sin demasiado celo. Es diferente el fervor de las bibliotecas porque, aquí, el silencio nos aminora por los murmullos de la escritura. No son líneas que nos guían, leyendo, sino imágenes totales, suspendidas, dislocadas en su explosión de ser. Objetos en precaria eternidad, en una nueva atmósfera donada por el hombre. Como esclavizándolos, para preservarlos. [50.]
Decidir
escribir.
El silencio es de apariencia inequívoca, tiene presencia de reducida ambigüedad. Es la playa ante la inmensidad de lo que podría decirse. El lugar de la palabra ausente es apacible, vasto el espacio de la palabra buscada con frecuencia desolado, pero es la múltiple espera. Inicio: callar es divagar hasta cuando madure la intención, como apoyándonos confiados en la rutina del cuerpo. Hasta que nazca la decisión: un punto final antes de la primera letra. No es una claudicación empezar a escribir después de pensar, es vencer una fe triste.
Es irse un poco de sí mismo, dejarse atrás, afirmar un paso de aventura, un palmo de abismo.
[109.]
Teatro de la justicia. El rey Lear es la tragedia de
los devaneos del poder, interior o político; de las tentadas experiencias morales de la humildad y del desprendimiento, que solo admiten amores absolutos. La hija, Cordelia, la heroína silenciosa que desde el inicio le insinúa el error a su padre, es detestada, acusada por aquel que no comprende la lealtad, porque solo anhela fidelidad a sí mismo para persistir en su furia de ultrajado. El padre, en la errancia del aprendizaje moral de su demencia, se entiende abandonado –huérfano imperfecto del poder- y llega al límite como improvisado peregrino. Se sabe traicionado, quiso preservar los privilegios del amor a sí mismo, al tiempo que vivir el vértigo de la santidad o siquiera el umbral de la ascética. Somos, al leer esta obra, el personaje que se retracta, que descubre la lealtad de quien nos advirtió la verdad. El nostálgico del poder sueña una justicia, un juicio que lo calme y lo colme el vacío de su fracaso de perfección. Al no tener dónde asir una moral heroica, nos debatimos entre sistemas de comprensión que deciden interpretar, juzgar o perdonar. Tentaciones de amar, que podría alumbrar el pasado trascendido del redimido; tentaciones del odio, que es bálsamo precario al inicio y punzante persistencia de la herida al final. Nos queda la comprensión de la narración del desierto invisible y transitado, testimonio, horizonte impensable del imperfecto cambio interior: la metáfora del rey de rodillas en la antropología teatral. [114.]
Relatos que devienen saber. Aunque al conocimiento se accediera engañosamente, gracias a la trampa de una sinceridad que se salió de control, igual sería una oportunidad para ver estratos de realidad de la propia
existencia. La mirada novelística tiende a comprender la vida como previsible, domestica lo anómalo. Un observado que sabe que sucedería, que podría suceder. Visionario disminuido de tanto consignar las pasadas narraciones de la confirmación. Sabe, con sus palabras hace saber, despoja el conocimiento de su avidez de futuro. [158.]
Márgenes de la poesía. Como forma de indagar la realidad, la poesía tiene la ventaja de que parte de la certidumbre, no espera llegar a ella. No son las promesas de otras empresas teóricas, con diferentes cánones de sustentación. La vida no es, para el poeta, una espera sublimada. Desde aquí surge lo demás: el tono de convicción, el estilo como subsistencia (unas cuantas palabras cuidan la fragilidad del hechizo) y la santidad de la autoalabanza. Y el parto del poeta exaltado: la lucidez con el llanto contenido, manoteando asideros en el aire: novedad y arrogancia de la existencia. [159.]
Arte poética. ¿Qué dignidad tiene la palabra que se presenta al mundo cuando no ha sabido cambiar la soledad donde ha nacido? Silencio obrante, mutismo hacedor: recoge la vergüenza, alza el respeto y no pronuncies la palabra que no te haya, previamente transformado. [163.]
Libertad
del interrogado. Que alguien responda, exijamos cuentas al autor de nuestra historia. El padre, el adulto por excelencia, debería sentirse vinculado al hijo de su propia infancia. Más que la inercia evasora, voluntades responden, que eligen responder. Solo después la extendida respuesta de una ética de vivir.
[169.]
Provocación del símbolo. En el fondo está el saber, en la piel está el saber: en la sombra semántica de tu alma, en la palma de tu cuerpo. Los días suelen dar horas, el puñado de la tarde, el coro de nubes que no saben que anticipan la lluvia. Cercano al fuego, leer un libro de Jung, templar las manos abiertas que detienen al profeta. [180.]
Resonancias lectoras. El lector se sabe eco débil de
la palabra hablada, eslabón frágil. En la fuga descubierta le alcanza la duda, la tentación. Ser autor, hacer perdurar el movimiento. ¿Quién soy yo para decir? Ya no hay iluminación impúdica, causa no humanizada de contingencia, oscuridad no clarificada. El deseo de escritura te interrumpe el ánimo de lectura, el devenir sosegado. Silencio alterado: el sedentario crédulo ante lo improbable, el letrado dócil al argumento. Aunque fuera no leer poesía: llaman tanto liberación a su tono, verdad a su énfasis, divinidad a su despotismo semántico. Era tolerable justificarles la inspiración, esa versión secularizada de la gracia, del ungido. Hoy la epifanía trunca, parece molestia. Última resistencia: mejor ver historias, leer razones, domar los ojos; autoría de silencio, no querer ser: quedarse en los confines del texto anónimo. El éxtasis marginal me distrae.
Meditación
sobre
la
simplicidad.
Medellín. Fondo Editorial Universidad EAFIT. 2016. Págs. 11, 29, 31, 32, 57, 58, 60, 77, 77-78, 79, 81, 87.
EL RETORNO DEL BARROCO Y RELECTURA DE LAS CONCEPTUALIZACIONES LATINOAMERICANAS SOBRE EL BARROCO (FRAGMENTO) Por: Carlos Rincón (1937-2018)
RETORNO DEL BARROCO Un muy paciente trabajo de reconstrucción de los timbres, los ritmos, las orquestaciones unidas a las perdidas formas de la interpretación musical barroca, ha tenido culminación en los logros de Nikolaus Harnoncourt y de virtuosos como Gustav Leonhard, con ediciones multimillonarias. La restitución del derroche vocal, de los vértigos, de la sensualidad de los tonos, de los éxtasis del olvidado canto barroco, son hoy difundidos en el mundo por cantantes como Nella Anfuso y Trudlein Schmidt. El restablecimiento de las formas danzarías del Barroco, de sus códigos y gestualidades, de sus coreografías, hasta hacer accesibles las torsiones internas, los reprimidos alargamientos del cuerpo barroco en trance, ha dio a
la par con la puesta en escena, por fin, y con el éxito de drama per música, de óperas excluidas hasta hace una década del repertorio, como las de Purcell y Monteverdi. Este masivo retorno, dentro de la cultura “seria”, de productos del Barroco canonizados como “arte”, sólo ha sido posible en el marco de la expansión y la aceleración de los flujos y corrientes de un hipermercado global de signos estéticos y culturales con una multiplicidad de redes y circuitos. Las nuevas tecnologías microelectrónicas y sus efectos tienen papel determinante en esos procesos, en cuyo despliegue los llamados “nuevos intermediarios culturales” toman un peso particular (Featherstone 1991: 105). Dicho sea de paso, a nuevas formas de financiación de la producción cinematográfica en el Mercado Común Europeo y, a nivel técnico, al sintetizador electrónico se deben alardes como ese: combinar la voz de un contratenor y la de una soprano para alcanzar las tres y media octavas del canto de Farinelli, superstar del pop barroco en la película de Gérard Corbian.
En Beaubourg, en la “teatralización barroca de los fluidos que constituye su originalidad” (Baudrillard 1981: 94), se ha podido ver el emblema de este hipermercado. Con él, la espectacularización institucionalizada se ha tornado dominante como forma de vivir la escena cultural. Sólo dentro de la economía general de ese hipermercado global son concebibles la organización y la técnica y la puesta en escena de exposiciones como la dedicada en 1990 a
Velázquez en el Museo del Prado. Nunca ante tantos cuadros suyos pudieron ser vistos por tantos en un único lugar. Lo mismo vale para muestras al parecer muy conspicuas y especializadas dentro del retorno del Barroco, convertidas en éxitos masivos. Pienso, por ejemplo, en la dedicada en Roma a L´effimero barocco. El término se refiere al espectacular aparato provisional, morfológicamente análogo a la arquitectura monumental, destinado a deslumbrantes ceremonias urbanas –entronizaciones papales, procesiones, funerales, canonizaciones, carnavales-, cuyos coreógrafos, ante todo Bernini, operaban en términos políticos para placer de la vista. Esas exposiciones no sólo habrían sido inimaginables en cualquier otra época. Con ellas, como en general con el fenómeno del retorno del Barroco, se plantea la necesidad de situar, en una primera instancia, lo que puede haber en él de revaluación de los conflictos simbólicos y culturales del Barroco. Es como si al elaborarse así nuevas relaciones entre los contenidos históricos del Barroco, el trabajo arqueológico y la redeterminación del Barroco mismo, de lo designado de manera tan complejamente anacrónica con ese término, se pudieran establecer modelos de apropiación y reciclaje alejados del canon moderno. Por eso, por ejemplo, después de haber sido demostrada la relación estrecha entre la espacialidad del arte barroco y la coreografía siempre cambiante de la ciudad, la cuestión ya no es si los aparatos y las instalaciones arquitectónicas efímeras eran o no visiones, modelos de posibles construcciones monumentales permanentes. A las instalaciones estables efímeras se junta la consideración de festones, luces, fuegos de artificio, música, movimiento de los participantes. Pero no es para disolverlo todo en una noción de fiesta barroca. Es, más bien, para considerar el conjunto en términos de codificación-decodificación de secuencias cinéticas de imágenes. A la luz de los usos actuales de los medios electrónicos, el enfoque crítico-cultural, al tomar en cuenta experiencias simbólicas y prácticas de recepción en términos analíticos y políticos, no se limita a sacar lo efímero barroco de los marcos disciplinarios de la historia del arte. Redimensiona un aspecto clave de los imaginarios barrocos, pues en
torno a esas ceremonias y ritos se articulaba al sistema cultural de la época. Además de los parentescos con procesos estéticos como los del carnaval carioca, por ejemplo, se destaca hoy, finalmente, otra dimensión en esos trabajos. Los materiales empleados en L´effimero barocco permitían experimentaciones de tipo formal no realizables con los materiales propiamente arquitectónicos. Existe así en él, entonces, una dimensión psíquica. Hay textos barrocos claves cuyas relecturas permiten discernir parte del nuevo giro traído por el retorno del Barroco, en medio de la actual combinación de nueva interdependencia global, en medio del postfordismo emergente en la producción y el consumo. Y en medio de la crisis de las políticas de clase y de los impactos causados por las tecnologías audiovisuales en la comunicación. En el tratado de 1647 sobre la Agudeza y arte del ingenio del jesuita Baltasar Gracián, Omar Calabrese ha podido establecer el reemplazo de una “retórica della parola” de tipo ciceroniano, orientada hacia la explotación de la elocuencia para alcanzar los mayores efectos persuasivos, por una “retórica discursiva”: “No los tropos y las figuras son la materia, sino los ´efectos´ (del placer, de seducción, de verosimilitud) producidos en la manifestación textual”. Es a partir de ese enfoque como el escrito de Gracián podría convertirse, según Calabrese, en “materia de relectura justamente para nuestros contemporáneos”. Desde esa perspectiva, el análisis del concepto de acutezza, dentro del contexto del ejercicio del arte del ingenio, resitúa los alcances de lo que pudo pasar por un manual de retórica, aplicando a la vida cotidiana y al saber cortesano: El comportamiento cultural cortesano se revela fruto de un complejo de estrategias dentro de la cual la técnica de la palabra, al fin y al cabo, es la última de las dotes necesarias, y casi no existe más como tal. He aquí el proyecto. A la estética del producto cultural se substituye probablemente una estilística de la producción y el consumo culturales. Exactamente lo que sucede en la sociedad de hoy (Calabrese 1987: 9).
De manera que los discursos teatralizan las articulaciones, reflejo de la Razón de la Causa Prima
y por lo tanto, siempre, regidas por los principios de la proporción, que sirven de vínculo a todas las representaciones de la época: aquellas de lo infinito y lo finito. El lugar del destinatario-receptor está así designado y tiene un nombre: es el del discreto. El ingenio, cuyas operaciones testimonian la presencia activa de lo divino en la mente humana, resulta una imagen-concepto de índole analítica y sintética a un mismo tiempo: capta los elementos dispositio y elocutio, hermana enseñanza y deleite. Su producto es la agudeza, le concepto ingenioso es de por sí teológico-político. Algo análogo había ocurrido también al reeditarse el texto por excelencia de la poética figurativa barroca. Ahora se lo entiende en términos de producción de audiencias, homogenización de ideas y experiencias, utilización por parte de los destinatarios y papel de los productores de imágenes. Era sabido que el Trattato della pittura e scultura. Uso et abuso lori, escrito en 1652 a cuatro manos por el pintor Pietro da Cortona y el jesuita Ottonelli, mantiene una independencia comprobada con el catecismo “contrarreformista” constituido desde medio siglo atrás por el Discorso intorno le immagini de Paleotti. En la determinación del nexo entre los dos textos pudo analizarse lo que estaba allí en juego: el problema central de la iconocracia barroca como propia de la Reforma católica y su proyecto modernizador. Una vez aclarado, de manera definitiva, qué se debía a quién y con ello, de paso, quién constituyó el paradigma del artista barroco –da Cortona y no Bertini-, se han determinado dos cosas. El poder de las imágenes, en cuanto factores condicionantes del comportamiento religioso y moral, era ya algo establecido a mediados del siglo XVII. En el Trattato está en discusión el arte, la autonomía disciplinaria de él, así como la elocuencia del discurso figurativo en sus planos técnicos y estilísticos.
En América Latina, las nuevas aproximaciones a textos canónicos como son, por ejemplo, las loas de Sor Juana Inés de la Cruz, han conseguido resultados tan matizados como los propuestos por Margo Glantz sobre la de El Divino Narciso: es la catequización, pero sobre todo el deseo de mostrar las relaciones que existen entre el Máximo Sacramento de la cristiandad, la Eucarística, y otras religiones, lo que mueve a la monja. Además, ha exorcizado en parte los indígenas y ha destacado el sofisticado tejido de su religión. ¿Existe mayor fineza? (1990:75).
Diversos modos de historización marcan aquí nuevos tipos de búsquedas. En Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), Octavio Paz intentó hacer de la monja una prefiguración de un tipo insólito de intelectual surgido en los años setenta de este siglo, tipo al que Paz buscó identificar su propia imagen: el disidente (Kristeva 1978). La especialista Georgina Sabat de Rivers ha mostrado las trampas de la biografía en ese libro y aportado datos que contribuyen a situar de manera histórica la cuestión de la “decisión final” de la monja: entregarse a la fe (Sabat de Rivers 1992). Este tema ha sido replanteado por José Pascual Buxó en forma que apunta a las relaciones de género en el marco del mundo eclesiástico del siglo XVII, para definir así la cuestión de la obediencia de la monja “desmandada” (1993). Por otra parte, la relectura se dirige al trazo de historia de la recepción, como en el caso de la propuesta de Roberto González Echevarría a propósito de Espejo de paciencia. Escrito por Silvestre Balboa y Troya y Quesada en 1608, ese poema épico fue desenterrado apenas en 1838. El examen de las diferentes lecturas por parte de letrados, críticos y literatos cubanos le sirve a González Echeverría para subrayar su carácter híbrido y cotejarlo con la dimensión emblemática de otras representaciones (1993).
La relectura ha alcanzado también, cómo no, la producción masiva arrumada en los archivos, como sucedía con el teatro de los jesuitas. El estudio de su papel en la escuela y en el dominio público, el examen de sus ocasiones y sus posibilidades, entre la enseñanza y la fiesta, habían llevado a un punto: la consideración de esas obras teatrales desde el ángulo de su poder sensorial y emocional, y el consenso acerca del limitado interés de los “textos en sí”. El opulento trabajo bibliográfico y de edición en los
últimos quince años ha permitido mostrar el momento en que ese teatro, para convertirse en fanal, se afirma a leguas en su orientación teológico-didáctica primera, y para ello recurre a elementos y formas tradicionales. Deja así de reducirse a constituir una reorientación según propósitos programáticos, de los efectos didáctico-dramatúrgicos recibidos del humanismo.
Mapas y pliegues. Ensayos de cartografía cultural y de lectura del Neobarroco. Instituto Colombiano de Cultura. 1996. Págs. 157-162.
JUAN DE MAIRENA Por: Antonio Machado (1875-1939)
XX Entre las piezas dramáticas que escribió Juan de Mairena, sin ánimo ya de hacerlas representar, recordamos una tragicomedia titulada El gran climáterico. El protagonista de ella, siempre en escena, era un personaje que simbolizaba lo “inconsciente libidinoso” a través de la existencia humana, desde la adolescencia hasta el término de la vida sexual, que los médicos de aquel entonces colocaban en el sexagésimo tercero aniversario del nacimiento, para los varones, y Mairena, al borde de la fosa, aproximadamente, para ambos sexos. No había en los veintiún actos de esta obra la más leve anticipación de las teorías de Freud y de otros eminentes psiquíatras de nuestros días, pero sí algunas interesantes novedades –no demasiado nuevasde técnica teatral. El diálogo iba acompañado de ilustraciones musicales. Cornetín y guitarra ejercían, ya de comentaristas alegres o burlones, ya, como el coro clásico, de jaleadores del infortunio. Mas todo ello muy levemente y administrado con gran
parsimonia. Restablecía Juan de Mairena en su obra – y esto era lo más original de su técnica- los monólogos y los apartes, ya en desuso, y con mayor extensión que se habían empleado nunca. Y ello por varias razones, que él exponía, en clase, a sus alumnos. 1.ª De este modo –decía Mairena- se devuelve al teatro parte de su inocencia y casi toda su honradez de otros días. La comedia con monólogos y apartes puede ser juego limpio; mejor diremos, juego a cartas vistas, como en Shakespeare, en Lope, en Calderón. Nada tenemos ya que adivinar en sus personajes, salvo lo que ellos ignoran, cuando no en la conversación, en el soliloquio o diálogo interior, y en el aparte o reserva mental, que puede ser el reverso de toda plática o “interloquio”. 2.ª Desaparecen del teatro el drama y la comedia embrollados, del barato psicologismo, cuyo interés “folletinesco” proviene de la ocultación arbitraria de los propósitos conscientes más triviales, que hemos de adivinar a través de conversaciones sin substancia o de reticencias y frases incompletas, pausas, gestos, etc., de difícil interpretación escénica. 3.ª Se destierra del teatro al confidente, ese personaje pasivo y superfluo, cuando no perturbador de la acción dramática, cuya misión es escuchar –para que el público se entere- cuanto los personajes activos y esenciales no pueden decirse unos a otros, pero que, necesariamente, cada cual se dice a sí mismo, y nos declaran todos en sus monólogos y apartes. * Uno de los discípulos de Mairena hizo esta observación a su maestro: - El teatro moderno, marcadamente realista, huye de lo convencional y, sobre todo, de lo inverosímil. No es, en verdad, admisible que un personaje hable consigo mismo en alta voz cuando está acompañado,
ni aun cuando está solo, como no sea en momentos de exaltación o de locura. - ¡Es gracioso! –Exclamó Mairena, celebrando con una carcajada la discreción de su discípulo-. Pero ¿usted no ha reparado todavía en que casi siempre que se levanta el telón o se descorre la cortina en el teatro moderno aparece una habitación con tres paredes, que falta en ella ese cuarto muro que suelen tener las habitaciones en que moramos? ¿Por qué no se asombra usted, no se “estrepita”, como dicen en Cuba, de esta terrible inverosimilitud? - Porque sin la ausencia de ese cuarto muro – contestó el alumno de Mairena-, ¿cómo podríamos saber lo que pasa dentro de esa habitación? - ¿Y cómo quiere usted saber lo que pasa dentro de un personaje de teatro si él no lo dice? * Antes –añadía Mairena- que intentamos la comedia no euclidiana de “n” dimensiones –digamos esto para captarnos la expectante simpatía de los novedososhemos de restablecer y perfeccionar la comedia cúbica con su bien acusada tercera dimensión, que había desaparecido de nuestra escena. Y reparad, amigos, en que el teatro moderno, que vosotros llamáis realista, y que yo llamaría también docente y psicologista, es el que más ha aspirado a la profundidad, no obstante su continua y progresiva “planificación”. En esto, como en todo, nuestro tiempo es fecundo en contradicciones. * Porque lo natural en el hombre es estar siempre en compañía más o menos íntima de sí mismo, y sólo algunas veces acompañado de su prójimo, los personajes de mi comedia –Mairena aludía a El gran climatéricono pueden ser meros conversadores, o semovientes silenciosos de hueca o impenetrable soledad, sino, como los personajes shakespearianos, cuya acción se acompaña de conciencia más o menos clara, hombres y mujeres para quienes la conversación no siempre tiene
la importancia de sus monólogos y apartes. Recordad a Hamlet, a Macbeth, tantos otros gigantes inmortales de ese portentoso creador de conciencias -¿qué otra cosa más grande puede ser un poeta?-, los cuales nos dicen todo cuanto saben de sí mismos y aun nos invitan a adivinar mucho de lo que ignoran. * La parte musical de mi obra El gran climatérico quedó reducida a muy pocas notas. Y aun de ellas se podría prescindir, si la comedia alguna vez, y nunca en mis días, llega a representarse. No estaba, sin embargo, puesta la música sin intención estética y psicológica. Porque algún elemento expresivo ha de llevar en el teatro la voz de lo subconsciente, donde residen, a mi juicio, los más íntimos y potentes resortes de la acción. Pero dejemos esto y resumamos algo de lo dicho. Tenemos, pues, como elementos esenciales de nuestro teatro “cúbico”: 1.º Lo que los personajes se dicen unos a otros cuando están en visita, el diálogo en su acepción más directa, de que tanto usa y abusa el teatro moderno. Es la costra superficial de las comedias, donde nunca se intenta un diálogo a la manera socrática, sino, por el contrario, un coloquio en el cual todos rivalizan en insignificancia ideológica. Ejemplo: - Porque una mujer de mi clase, ¿podrá enamorarse de un sargento de Carabineros? - ¿Quién lo piensa, duquesa? - ¡Oh, nadie! Pero ya sabe usted, marqués, que la maledicencia no tiene límites. - Lo reconozco, en efecto, no sin rubor; porque ¿quién no ha pecado alguna vez de maldiciente? - Tampoco seré yo quien tire la primera piedra… - Ni yo la segunda si usted no se decide…
- Usted siempre galante y ocurrente, etc., etcétera. Para este diálogo sobran actores, maestros en el arte de quitar la importancia a cuanto dicen. 2.º Los monólogos y apartes, que nos revelan propósitos y sentimientos recónditos, y que nos muestran, por ejemplo, cómo en el alma de Macbeth cuaja la ambición de ser rey, su decisión de asesinar a Duncan y aun el acto fatal que se desprende, como fruto maduro, de aquel terrible soliloquio: Is this a dagger which I see before me, The handle toward my hand?
O, en el ejemplo que antes pusimos, la escena de la duquesa a solas con el carabinero, quiero decir con la imagen del carabinero que le enturbia el alma, el monólogo en que se ella se encomienda a Dios para que proteja su orgullo de mujer, su honor de esposa intachable y para que libre de malas tentaciones. La expresión de todo esto necesita actores capaces de sentir, de comprender y, sobre todo, de imaginar personas dramáticas en trances y situaciones que no puede copiarse de la vida corriente. El cómico de tipo creador, de intuiciones geniales, a lo Antonio Vico, o la actriz a lo Adelaida Ristori, son imprescindibles. 3.º y último. Agotado ya, por el diálogo, el monólogo y el aparte, cuanto el personaje dramático sabe de sí mismo, el total contenido de su conciencia clara, comienza lo que pudiéramos llamar “táctica oblicua” del comediógrafo, para sugerir cuanto carece de expresión directa, algo realmente profundo y original, el fondo inconsciente o subconsciente de donde surgen los impulsos creadores de la conciencia y de la acción, la fuerza cósmica que, en última instancia, es el motor dramático, ese ¡ole, ole!, por ejemplo, misterioso y tenaz, que va llevando a nuestra heroína, ineluctablemente, a los brazos del sargento de Carabineros.
Sólo para esto requería yo el auxilio de la música. Pero, convencido de que la mezcla de las artes nos da siempre productos híbridos, estéticamente infecundos, acaso me decida a prescindir del pentagrama. Pero de esto hablaremos más despacio, cuando os coloque y explique algunas escenas de El gran climatérico. Queda para otro día.
Juan de Mairena. Madrid. Alianza Editorial. 1998. Pรกgs. 150-154.
LOLITA (1955) Por: Vladimir Nabokov (1899-1977)
13 Cuando la primavera pintó de amarillo, verde y rosa la calle Thayer, Lolita estaba irrevocablemente atrapada por las tablas. La señorita Pratt, que alcancé a distinguir un domingo comiendo con algunas personas en Walton, me vio desde lejos y me aplaudió simpáticamente, discretamente, cuando Lo no miraba. Detesto el teatro como forma primitiva y pútrida, históricamente hablando. Una forma que deriva de los ritos de la edad de piedra y del desatino común, a pesar de esos aportes individuales de genios tales como la poesía isabelina, por ejemplo, que el lector de gabinete entresaca del montón. Como por entonces yo estaba demasiado ocupado con mis propias faenas literarias, no me tomé el trabajo de leer el texto completo de Los cazadores encantados, la obrilla en que Dolores Haze desempeñaba el papel de la hija de un granjero que se cree un hada del bosque, o Diana o cosa así, y que, dueña de un libro sobre hipnotismo, hace caer a unos cuantos cazadores perdidos en
diversos trances curiosos, hasta que a su vez sucumbe al hechizo de un poeta vagabundo (Mona Dahl). Eso fue cuanto deduje por unas cuantas páginas arrugadas y mal escritas a máquina del libreto que Lo desparramaba por la casa entera. La coincidencia del nombre con el de un hotel inolvidable era agradable y triste a la vez: cansadamente pensé que era mejor no recordársela a mi encantadora, temeroso de que una ruda acusación de sensiblonería me hiriera aún más que su olvido. Imaginé que la obrilla sería otra versión, prácticamente anónima, de alguna leyenda trivial. Nada prohibía suponer, desde luego, que en busca de un nombre atractivo, el fundador del hotel había sido influido por la fantasía de su decorador mural y que después el nombre del hotel había sugerido el de la obra. Pero mi mente simple, crédula, benévola, tomó otro camino y sin pensar demasiado en la cosa di por sentado que fresco, nombre y título derivaban de una fuente común, de una tradición local que yo, extranjero poco versado en el acervo cultural de la Nueva Inglaterra, no podía conocer. Por consiguiente, tenía la impresión (todo esto de manera casual, entiéndase bien, fuera de la órbita de mis intereses) de que la maldita obrilla pertenecía a un tipo de fantasía para consumo juvenil, elaborada y reelaborada muchas veces, como Hansel y Gretel por Richar Roe o La bella durmiente por Dorothy Doe o El manto del emperador por Maurice Vermont y Marion Rumpelmeyer, piezas que pueden encontrarse en Obras para actores escolares o ¡Elijamos una obra! En otras palabras, yo no conocía –ni me habría interesado, de saberlo- que en realidad Los cazadores encantados era una composición reciente y original estrenada tres o cuatro meses antes por un grupo intelectual de Nueva York. En la medida en que podían juzgarla por el papel de mi encantadora, me parecía una melancólica muestra de la literatura fantástica, con ecos de Lernormand y Maeterlinck y algunos apacibles soñadores británicos. Los cazadores con sombreros rojos, vestidos de manera uniforme –el primero era banquero, el segundo plomero, el tercero policía, el cuarto sepulturero, el quinto asegurador, el sexto un convicto fugitivo (¡imaginen ustedes que posibilidades”)-, en mano de Dolly cambiaban por completo de personalidad y recordaban sus vidas verdaderas sólo como sueños o pesadillas de
que Diana los había despertado. Pero el séptimo cazador (con sombrero verde, el necio) era un joven poeta y aseguraba, con gran exasperación de Diana, que ella y la diversión suministrada (ninfas danzantes, elfos, monstruos) eran suyos, invención del poeta. Creo que al fin, profundamente disgustada por su pedantería, mi descalza Dolores llevaba a Mona, con pantalones a cuadros, a la granja de su padre para demostrar al fanfarrón que no era una creación poética, sino una muchacha rústica, terre á terre. Un beso de su último momento destacaba el hondo homenaje de la obra; fantasía y realidad se confunden en el amor. Consideré más sensato no criticar la obra en presencia de Lo: tan sumergida estaba en sus “problemas de expresión”. Además, juntaba sus delgadas manos florentinas de manera encantadora, batiendo las pestañas y rogándome que no fuera a los ensayos, como hacían algunos padres ridículos, porque deseaba deslumbrarme con un estreno perfecto… y porque de todos modos yo no hacía más que entrometerme y decir tonterías y quitarles su entusiasmo en presencia de otras personas. Hubo un ensayo muy especial… corazón, corazón mío…, hubo un día de mayo señalado por un ímpetu de alegre entusiasmo –todo pasó más allá del alcance de mi vista, inmune a mi memoria- y cuando volví a ver a Lo, al final de la tarde, pedaleando su bicicleta, apretando la palma de la mano contra la húmeda corteza de un joven abedul al extremo de nuestro jardín, me impresionó tanto la radiante ternura de su sonrisa que por un instante creí solucionadas todas nuestras dificultades. -¿Recuerdas –dijo- el nombre de aquel hotel… tú sabes (frunciendo la nariz), vamos tú sabes… de columnas blancas y un cisne de mármol en el vestíbulo? Oh, tienes que recordarlo (ruidosa aspiración)… el hotel donde… Bueno, no importa. ¿No se llamaba (casi un susurro) Los cazadores encantados? Ah, así se llamaba… ¿De verás? (pensativa). Y con un estallido de amorosa risa primaveral dio una palmada al árbol fulgurante y partió calle arriba, hasta la esquina, y después regresó, con los pies apoyados en los pedales inmóviles, en una postura de
abandono, una mano soñadora sobre el regazo de flores estampadas. Traducción de ENRIQUE TEJEDOR
Lolita. Bogotá. Editorial La Oveja Negra. 1983. Págs. 192-194.
LO LLAMAN CRICKET (FRAGMENTO) Por: John Osborne (1929-1994)
Cada vez que me siento a escribir, lo hago siempre con el corazón oprimido por el terror. Pero nunca más que cuando estoy seguro de que mi fracaso será mayor y más evidente. No habrá regocijantes escaramuzas, ni pequeñas victorias en la senda de la derrota. Cuando estoy escribiendo para el teatro conozco esas pequeñas victorias: cuando la luz en mi escritorio es demasiado fuerte y me duele la espalda, pero continúo escribiendo porque tengo miedo de que mi pluma se pierda las palabras que acuden a mi mente; cuando observo a un actor, en un escenario vacío, que expresa algo que me demuestra que mi sentido del tiempo ha sido exacto. La regulación del tiempo es un problema artístico. Yo lo considero el principal problema teatral. Es posible aprenderla, pero no puede ser enseñada. Tiene que ser sentida. Hay pequeñas victorias que pueden conquistarse de cosas tales como la composición, la línea que resulta inalterable y otras, porque hay cosas que parecen dignas de ser hechas por sí mismas. Si uno vale realmente algo en lo que se dedica a realizar, en seguida sabe si es
bueno y no tiene que esperar a que alguien se lo diga. Uno no depende de nadie. No es cierto decir que una obra teatral no “adquiere vida” hasta que está presentándose ya en el escenario. Claro que adquiere vida, para el hombre que la ha escrito, de la misma manera que esas tres sinfonías tienen que haberla adquirido para Mozart, durante aquellas últimas seis semanas. Uno está seguro de fracasar, pero generalmente hay cosas que pueden ir recogiéndose en el camino, como para hacerlo tolerable. Sin embargo, cuando me siento a escribir en prosa sobre mis sentimientos y actitudes actuales, mi terror es inmenso, porque sé que no encontraré esas cosas que recoger o, si las encuentro, que serán insignificantes. Desde hace bastantes años –desde el primer día en que empecé a ganarme la vida en el teatro- he estado soñado lo mismo: estoy a punto de hacer mi entrada en escena, y tras los telones laterales me es posible escuchar a los otros actores, que representan una obra sobre la cual no sé absolutamente nada. Mi entrada es importante, pero no sé en qué momento debo hacerla. Me quedo allí, espiando por algunas hendiduras de los telones, tratando de descubrir lo que está ocurriendo. Al cabo de un tiempo, decido que hace ya largo rato que debía haber entrado, agarro el picaporte de la puerta y empujo. Todo hace mucho ruido y me encuentro repentinamente en un mundo en el cual no me es posible ver nada, a pesar de que la luz es intensa. No sé ninguno de los movimientos que debo hacer ni las primeras palabras que tengo que pronunciar, pero hago un esfuerzo para hablar, decir algo. Abro la boca y llevo toda la fuerza de que soy capaz a mi diafragma. Pero me es imposible emitir el menor sonido. Trato de abrir los párpados y no puedo. Puedo sentir la luz, pero no puedo ver. (…) Parte de mi trabajo es tratar de mantener interesado a los espectadores en sus asientos, por espacio de unas dos horas y media. Es una cosa que resulta muy difícil de hacer, y estoy orgulloso de haber obtenido un éxito discreto en esa tarea. Look Back in Anger se ha estado representando ante salas abarrotadas de todo
el país, durante meses, en una época en que las giras están casi en su fin. Los auditorios de provincias (que en general son mucho más receptivos que los del West End de Londres) no recuerdan lo que los diarios han dicho sobre las obras, suponiendo que lean esos diarios. Van al teatro porque la esposa del dueño de casa fue la noche del lunes y dijo que era un espectáculo muy agradable. Deseo señalar que mi trabajo no ha sido fácil de aprender por el hecho de que haya conquistado lo que parece ser un éxito fácil. Seguiré aprendiendo mientras haya un teatro en Inglaterra, pero declaro que no he aprendido este oficio leyendo el Daily Mail o el Spectator. Mi deseo es hacer sentir a la gente, darles algunas lecciones de sentimientos. Luego, podrán pensar. En algunos países, éste podría resultar un enfoque peligroso, pero parece haber poco peligro de que la gente piense demasiado, al menos en Inglaterra y en estos días. Soy un artista: que lo sea bueno o no, no viene al caso. Por primera vez en mi vida tengo la oportunidad de proseguir mi profesión, y eso es lo que pienso hacer. Lo haré en el teatro y, posiblemente, en el cine. No intentaré exponer mi versión evangélica del próximo manifiesto del Partido Laborista, para apuntalar a cualquier periodista que desea obtener alguna nota fácil, o proporcionarle a un crítico otro dato interesante para su próxima charada semanal. Me limitaré a formular algunas declaraciones: ustedes pueden elegir las que les agraden. Serán lo que a menudo se denomina “amplias declaraciones”, pero creo que estamos viviendo en una época en que algunas “amplias declaraciones” pueden resultar valiosas. Es demasiado tarde ya para la cautela. (…) Al escribir esto me parece oír toda clase de impacientes inflexiones que se dirán al leerlo, tales como: “Bien: si sus personajes sólo quieren decir lo que dicen parte del tiempo, ¿cuándo se supone que sepamos lo que quieren decir? ¿Qué es lo que usted quiere decir? ¿Cómo explica usted esos personajes y esas situaciones?” En cualquier representación de cualquiera de mis obras, hay indefectiblemente algunos de esos pedantes diluídos, que están sentados
impacientemente esperando que aparezcan las faltas en cualquier instante de la acción. Si la trama es demasiado compleja, se lamentan que están ocurriendo demasiadas cosas para que ellos puedan seguirlas. Y ahí están sentados esos “zanahorias” elegantes, esas calaveras de la imaginación y los sentimientos, esperando ansiosos el intervalo y sus superproyectadas e ignorantes charlatanerías. Como los críticos de la B. B. C., o no tienen oídos, o no les es posible escucharse a sí mismos. A esa clase de gente no le ofrezco explicación alguna. Todo arte es una evasión organizada. Uno reacciona ante Lear o Max Miller… o no reacciona. Yo no puedo enseñar a los paralíticos que muevan sus miembros. Shakespeare no describió jamás los síntomas, ni ofreció explicaciones. Tampoco lo hizo Chejov. Y tampoco lo hago yo. Se ha estado esperando continuamente que yo me justifique, como si hubiese cometido algunas horribles indiscreciones y que defendiese una posición que jamás he adoptado. En efecto, “la causa principal de la irritación de estos jóvenes es, precisamente, que no tienen nada en qué enfocar su irritación”, dice el señor Marquand en un artículo. Ahí están esos desdichados muchachos, debatiéndose inquietos, malgastando sus energías, buscando algo que justifique su irritación y llorando lágrimas de sangre porque no lo encuentran. ¡Qué espectáculo embarazoso y aburridor!¡Eh, señoritas, señorita!... ¿Qué diablos está haciendo esa mujer? ¡Dos gin tonics más, por favor!... ¡Qué aburrido es todo esto!¡Gracias a Dios que no me toca hacer la crónica esta noche!... (…) No se me escapa que señor Marquand tiene razón cuando dice que nosotros, los Lucky Jims, jamás llegaremos a ser buenos miembros de la unidad nacional de salvamento. Mi lugar está en el chiquero, y no lo ignoro, aunque algunas veces, o muchas, ansíe abandonarlo. He vivido en él toda mi vida. Espero seguir viviendo en él hasta el día de mi muerte. No creo que nadie desee que yo lo abandone. No me salí de él durante la crisis del Canal de Suez, para hacer algo. No me salí de él la semana pasada. Me quedé
tranquilamente donde estaba. ¿Quién me dice que no salga de vez en cuando, para asomar la nariz al mundo y estorbar a todos? Pero en lo más íntimo de mi corazón sé que la unidad social de salvamento reclutará políticos, hombres de ciencia sociales, maestros, filósofos, psicólogos, economistas, todos los inspectores sanitarios profesionales, los limpiadores de cloacas y los que eliminan los hedores. El lugar apropiado para un escritor es su chiquero, y ése es el lugar que me corresponde. Allí podré formar todo el lodazal y los hedores que se me antoje. (…)
Traducción de FEDERICO LÓPEZ CRUZ
Manifiesto de los jóvenes iracundos. Buenos Aires.
Editorial Dédalo. 1960. Págs. 75-76, 77-78, 83-84, 88-89.
GENTE EN EL CAMINO. UN “FLASHBACK” Por: Peter BROOK (1925-)
Estoy convencido de que estamos aquí para recibir influencias. Constantemente, los demás influyen sobre nosotros y, en su debido momento, nosotros influimos sobre los demás. Por esta razón, en mi opinión, no hay nada peor que asignarnos una “marca de fábrica”, que adquirir una marcada fisonomía, que nos reconozcan por determinadas características. Al pintor por su particular estilo, y esto se convierte en su prisión. No puede asimilar ningún trabajo ajeno sin perder identidad. En el teatro, esto no tiene sentido. Trabajamos en un campo que debe ser de libre intercambio.
Traducción de EDUARDO STUPÍA
Más allá del espacio vacío. Escritos sobre teatro, cine y ópera. 1947-1987. Barcelona. Editorial Alba. 2010. Pág. 41.
LA CLAVE DE SALOMÓN, HIJO DE DAVID Por: Idries Sha (1924-1996)
LA CLAVE DE SALOMÓN Es éste, probablemente, el más celebrado y al mismo tiempo temido (1) libro de toda la magia ceremonial. A lo largo de los siglos se han producido furiosas controversias sobre autenticidad y la posible existencia de una versión hebrea, y hace poco tiempo, relativamente, que fueron proyectadas nuevas luces sobre esta cuestión. Unas pruebas circunstanciales demuestran ahora que la Clave de Salomón, en una forma u otra, posee una antigüedad muy remota. Alguna de sus Palabras Conminatorias, la peculiar disposición de los procesos, apuntan a unos orígenes semíticos e incluso
babilonios. El que esto escribe opina que puedo haber penetrado en Europa por medio de los gnósticos, cabalistas, y otras escuelas mágico-religiosas semejantes. Por supuesto, no podemos estar seguros en cuanto a la originalidad de una parte del material que conocemos; ignoramos qué porción del texto debe ser atribuida a posteriores adiciones. Para decidirnos en cuanto a la “originalidad” nos enfrentemos con dos importantes y también misteriosas consideraciones. ¿Es necesario que exista forzosamente un solo autor, y en tal caso es preciso también que éste haya sido el Salomón realmente histórico? En segundo lugar, nos vemos arrastrados a un laberinto de inquisitivas preguntas en cuanto a la “verdad” de los rituales… Esto es, nos preguntamos: ¿funcionan, realmente? Tal tipo de estudio, sin embargo, se sale de los límites de la presente obra. Los argumentos esgrimidos contra la Clave, hasta ahora, se han limitado a un criticismo tan infundado como otras muchas cosas en materia de magia pueden llegar a ser. Un escritor alega que la Clave no puede ser obra del rey Salomón porque éste era una buena persona. Aquí cabe mencionar lo que un ocultista podría replicar a estas palabras, con cierta justificación: que la Biblia dice que Salomón cayó y cedió a la tentación. Diremos de nuevo que los religionarios ortodoxos han estado en contra del contenido, si no de la autenticidad, de la Clave a causa de su pretendido carácter “diabólico”. Los ocultistas occidentales han contraatacado con la tesis de que cualquier nota diabólica corresponde a una posterior adición, no correspondiendo, en cambio, a la obra auténtica, que es, dicen, nada más ni nada menos que el más puro espíritu de la Alta Magia, actuando a través de la Fuerza Divina. Nosotros conocemos la Clave en Europa a través de las copias manuscritas enterradas en las grandes bibliotecas de Londres, París y otros centros ciudadanos (2). Con la excepción de una versión parcial con varios siglos de antigüedad (que no puede conseguirse), no ha existido jamás una versión fiel impresa, en ninguna época. Los manuscritos,
diagramas, y sus disposiciones y respectivas, difieren de una copia a otra. y el latín son los idiomas habituales hallada la Clave, y la mayor parte de los datan del siglo dieciocho.
secuencias El francés en que es ejemplares
Pero hemos de retroceder mucho más para encontrar pruebas de que la Clave, o algo muy semejante a ella, existe desde hace dos mil años, probablemente. Ya en el primer siglo de la Era Cristiana, como nos dice Flavio Josefo, existía tal libro. Eleazar el Judío exorcizaba a los diablos con su ayuda, y con el Anillo de Salomón, que tan bien conocido es por los estudiosos de Las Mil y Una Noches. El Gran Alberto, el mismo libro de hechizos que es reproducido enteramente en estas páginas, habla de cierto Aarón que es, desde luego, el mago e intérprete del emperador Manuel Comneno. El libro que Isaac utilizaba es, a juzgar por todas las pruebas internas, La Clavícula (Clave de Salomón), y se demuestra que tuvo un valor constante desde el siglo primero hasta el undécimo. El Alberto actual, por supuesto, no había entrado todavía en escena, y esos libros de conjuros no fueron ampliamente conocidos en Occidente hasta el siglo trece. En un ejemplar se cuenta cómo fue enterrada la Clave con Salomón en su tumba, cómo fue llevada a Babilonia, siendo luego devuelta por un príncipe de ese país. “Todas las cosas creadas” deben obedecer sus secretos. Volvamos sobre la prueba de Las Mil y Una Noches. Se piensa que buena parte del material contenido en las Noches se basa en historias de procedencia babilónica. Los árabes no poseían ningún libro suyo propiamente dicho en cuyas páginas se describiera la vida de Salomón y las actividades mágicas del mismo tal como son mencionadas en las Noches. Al menos, ningún libro de tal carácter ha sido mencionado por los muy voluminosos e infatigables bibliógrafos de la antigua Arabia. Estos hechos han conducido a la suposición de que la Clave pudiera haberse derivado de un cuerpo de magia iniciada o utilizada por Salomón, que fue entonces, o más adelante, corriente entre los magos del
Mediterráneo oriental. Tal alegación es interesante en el sentido de que ha habido sugerencias en cuanto a la conexión del trabajo de Salomón con el cuerpo del ritual mágico utilizado en el antiguo Egipto, y atribuido a Hermes. El término “hermético” se emplea todavía para aludir a tareas alquimistas y secretas. Se han producido confusiones en algunos comentarios y datos históricos por el hecho de haber circulado varios libros con el título general de la Clave de Salomón. La Clave del Rabí Salomón, por ejemplo, es una obra diferente, que trata de talismanes planetarios. Pudiera estar relacionada, no obstante, con la Clavícula salomónica. También existe otra Clave rara atribuida a Salomón, de la que generalmente no se puede disponer para cotejos, la cual es considerada bastante importante, como para que se le haya dedicado una sección especial en este libro (3). En este interesantísima aportación se cuenta cómo en primer lugar Salomón entró en contacto con los genios que más tarde controlaría, cómo les forzó a obedecer, y cómo se produjo su caída. El Lemegeton (Pequeña Clave de Salomón) es otro de los libros examinados en estas páginas, que se ocupa de la evocación de los espíritus. Es distinto, sin embargo, del libro de conjuros que sigue. En el estudio del ocultismo se puede observar con extraordinaria frecuencia cómo la gente coloca el carro delante del caballo, por así decirlo. Elifas Levi (el francés del siglo dieciocho cuyo nombre real era Constant), fue muy influido por el “último de los magos ingleses”, Francis Barrett, auto del muchas veces citado pero nunca visto: Magus: El Mensajero Celestial, publicado en 1801). Barrett citó fuentes originales en su volumen, siendo el primero que redujo las obras disponibles de los magos a un sistema de magia: de todos modos, fue el primero de los ocultistas declarados que procedió así. Pero, en tanto que el Dogma y Ritual de Lévi, y otros libros, han sido traducidos al inglés, quedando cubiertos profusamente de notas por el traductor, el de Barrett sigue siendo una obra cerrada literalmente. Para hacerse con un ejemplar del Magus hay que dedicar
meses a su búsqueda, y además hay que pagar un precio muy alto por él. Durante el pasado cuarto de siglo han sido pocos los volúmenes que han cambiado de manos. Lévi basó también su sistema de magia, en buena parte, en la Clave de Salomón de que estamos tratando ahora. La Clave real no está (no ha estado hasta ahora) generalmente disponible para cotejos. Estos cotejos son muy necesarios y ello queda evidenciado por el hecho de que ha sido universalmente reconocido que Lévi se halla lejos de la precisión al exponer lo mágico. Innumerables notas estampadas al pie de las páginas de su Historia de la Magia por el traductor lo ponen de relieve, aparte de los claros errores que se encuentran en el libro. La Clave es presentada ahora a base de esas dos importantes fuentes. Es posible que algún día podamos disponer también del Magus. 1. Una y otra vez, en las obras contra la brujería redactadas por escritores eclesiásticos, la Clave de Salomón es llamada el “Libro del Diablo”. Fue uno de los libros que Jerónimo de Lebaña confesó haber visto en el hogar del conde de Zabellán. Estos, dijo, habían sido comprados en Amberes, siendo introducidos ocultamente en España, y su coste superó en mucho los cuatro mil escudos. Asimismo, en la pequeña colección había un ejemplar del Almadel (que se incluye en la presente obra). La Inquisición de 1559 prohibió también la Clave, considerándola un libro peligroso, y la Inquisición romana proscribió el Libro de Salomón por idéntica causa. Véase: Crónica de la Inquisición de Toledo y Cuenca, Madrid, 1942. 2. La versión más antigua en esta forma es una copia del latín, del siglo dieciséis, que se halla en el Museo Británico. Ad. MSS. 10.867. Trad. Por Isau Abrra, del hebreo. 3. Tales como la Harleiana MS. 3981, King MS. 288, y Sloane MS 3091, en las colecciones del Museo Británico; y el Arsenal MS. 2348.
Versión española de RAMÓN MARGALEF LLAMBRICH
La ciencia secreta de la magia. Los libros de los brujos. Madrid. Ediciones Hiperiรณn. Pรกgs. 9-13.
EL DESPERTAR DE LA PRIMAVERA DE WEDEKIND (1864-1918) Por: Alexander Blok (1880-1921)
En espera de la obra de Wedekind, temí una erotomanía refinada. Mis temores no se referían al teatro, que inauguraba la temporada con la obra del escritor alemán, ni se referían a Wedekind. El teatro ha demostrado ya suficientemente su amor a lo extraordinario con la Vida de un hombre de Andreyev. El talentoso Wedekind es uno de esos epígonos literarios que, dúctiles y lisonjeantes, son capaces de borrar la dirección de sus huellas. Tales epígonos dominan la técnica de encubrir el veneno escondido y la sosa dulzura de sus obras con miles de orientaciones. Temo más bien una determinada atmósfera que surge sin la voluntad del autor, del director e incluso del público. La atmósfera de una aguda sicalipsis.
Mis temores resultaron infundados. Los chistes de Wedekind fueron más decentes de lo que cabía esperar. A medida que se iba desarrollando la acción, los espectadores cayeron en el habitual aburrimiento soporífero. Esto fue, por lo menos, lo que ocurrió durante el estreno. Según dicen, la segunda representación se desarrolló de otra forma. Desde luego, hay que admitir que los estrenos constituyen por regla general una prueba insoportable y un escarnio del arte.
Tampoco quisiera atribuirme el derecho de censurar la dirección de la obra. Es probable que, aunque rica en ingenio, se echara a perder por la representación. Los actores desempeñaron sus papeles de forma mediocre y algunos incluso de un modo pésimo. Pero todo ello es completamente secundario y no fueron estas razones las que hicieron que la impresión general fuera tan penosamente insoportable. No quiero entrar en detalle alguno, puesto que la impresión general ya es demasiado clara.
El patio de butacas y el escenario estuvieron sumidos casi ininterrumpidamente en una sombría penumbra. Estoy seguro de que el autor de la obra no la había previsto, pero estoy dispuesto a alegrarme de que haya sucedido así. En medio de esta oscuridad, la obra misma, que el cínico alemán se ha atrevido a calificar de “tragedia”, resulta todavía mucho más extraña y casual. Maeterlinck ha robado al drama occidental el héroe. Ha convertido el discurso humano en un ronco susurro, ha convertido a los hombres en muñecos, quitándoles la libertad de movimiento, la luz, la voluntad y el aire. Pero al mismo tiempo ha abierto una puertecita secreta, a través de la cual nos es dado percibir como cae la pura y cristalina agua del arte. En estos amargos momentos, atormentados y vulgares días en que Wedekind se está poniendo de moda en Rusia, Maeterlinck ya es un sueño dorado para nosotros, un pasado amable, alegre e inmaculado. Maeterlinck, quien hasta hace poco todavía era rechazado por los rusos, nos parece ahora un auténtico clásico que “mantiene en alto el estandarte del arte”, si lo comparamos con Wedekind, el indolente rezagado, demasiado perezoso para reír e incapaz de comprender no sólo la tragedia, sino incluso el más mínimo dolor. El Despertar de la primavera no es más que la yuxtaposición simple e inconsecuente de una serie de escenas amables y otras tantas insulsas, un producto híbrido de sainete chistoso y de estafa gesticulante. El núcleo de la obra lo constituye un problema que el autor desmenuza de forma completamente alemana. Jamás dicho problema existió en nuestro país en esta forma. Y si la actualidad toma la citada forma, únicamente es aplicable a unos grupos sociales aislados condenados a desaparecer lenta, pero irremisiblemente; a unas clases que ya apestan a cadáver. No nos incumbe a nosotros mostrar compasión por los potrillos alemanes de pantalones cortos. En
nuestro país todavía quedan personas que no han sido acuñadas por las máquinas; personas con propósitos individuales, con esperanzas, sueños e “ideales”… por muy banal que ello pueda parecer. Nuestra vida tiene mayor grandeza y riqueza que esa pseudo-vida. A nosotros nos repugnan tanto los padres y profesores estúpidos como los hijos corrompidos. Si nos detuviéramos en los conflictos sentimentales que Wedekind utiliza como base de su Despertar de la primavera, nos perjudicaríamos a nosotros mismos, abandonaríamos nuestro propósito, olvidaríamos nuestra gigantesca desesperación, dejaríamos de conocer el sufrimiento. En ese caso erraríamos para siempre en esa sombría penumbra en que Meyerhold ha sumido el patio de butacas. Nosotros contamos con Vida de un hombre de Andreyev, una obra de insondabilidad rusa. Tenemos Tierra de Briussov, obra pura y sin falsificación alguna. Poseemos obras dramáticas en las que nuestra tierra y nuestro martirizado corazón claman con unas voces “desprovistas de arte”, pero importantes para nosotros; obras de las que mana la fuente del verdadero arte. ¿Por qué habríamos de prestar oído al alemán, quien escarba con el palillo entre los dientes y no sabe qué hacer con su saciedad? Nosotros tenemos frío y padecemos de hambre. Pero a pesar de ello, en todo momento estamos dispuestos a “arrojar las ardientes balas del fulgurante pensamiento contra la pétrea frente”, a “chacolotear con los escudos” y a “relampaguear con las espaldas” (1).
Septiembre de 1907
1. Arrojar las ardientes balas…: ésta y las siguientes citas proceden de la obra de teatro de Andreyev La vida de un
hombre.
Traducción: MICHEL FABER-KÁISER
Un pedante sobre un poeta y otros textos. Barcelona. Barral Editores.1972. Págs. 21-23.
POÉTICAS DEL BARROCO Por: Luciano Anceschi (1911-1995)
LA DOCTRINA DEL TEATRO La tesis fundamental del siglo en España es evidentemente neoplatónica; y no es necesario acudir al Discurso de la hermosura y el amor (1652) del Conde de Rebolledo para confirmarlo. No faltaron ciertamente estudiosos y traductores de Horacio (Espinel, Tomás Tamayo) y de Aristóteles (Ordóñez, Escobar, Mártir Rizo), y también personales interpretaciones de la poética clasicista sobre los cánones tradicionales, sobre la normalidad de los “géneros literarios” sobre el culto a la retórica (Carvallo, López Pinciano, Cascales, González de Salas); tengamos presente asimismo la “Escuela de Sevilla” –con El culto sevillano, obra de Juan Robles, y el Discurso poético de Jáuregui (1632)- y la “Escuela aragonesa” –con B. L. de Argensola, tan lejos, en sus cultivadas y pertinentes preferencias horacianas, del momento del petrarquismo y de metafisicismo complicado y difícil del novísimo gusto
español-. Y es algo sabido que tales propósitos fueron asimismo expresados con luminosa e imaginativa sensibilidad en la Galatea de Cervantes. Pero parece ahora muy interesante considerar (por la manera especial e independiente de leer a Aristóteles que allí se manifiesta) cómo se situaron las diversas corrientes críticas frente al hecho sorprendente del teatro de Lope de Vega, de Tirso de Molina… frente a la poética del teatro nuevo, que remitiéndose a la teoría para la que el arte es imitación, considero esta imitación, en el teatro, como imitación de acciones humanas de la vida real, de las costumbres nacionales en la experiencia de la poesía popular, en la liberación de las tres unidades, y propuso la poética de un naturalismo nuevo, de un naturalismo extraordinariamente abierto y capaz de comprender toda sutil especulación y fantástica invención, pero también capaz de ofrecer una imagen muy generosa de la humanidad con un lenguaje directo, enérgico, claro. Fue la época del gran teatro español del siglo XVII, y es Lope sobre todo la imagen de esta impetuosa vitalidad, liberada en formas que han resuelto en sí todo manierismo, gongorismo, academicismo: una “fuerza de la naturaleza” que rompe todas las conveniencias con un dinamismo infinito y potente hacia una forma nunca alcanzada, hacia un algo definitivo siempre eludido. Con justicia ha sido llamado “símbolo del Barroco”, al menos por un modo enormemente polivalente y al mismo tiempo directo de vivir el Barroco en todos sus sentidos: lo es en la lírica, lo es en la lírica, lo es en el teatro, lo es también en su curiosa actividad teórica. Ante el nuevo teatro se dieron actitudes y reacciones diversas. Nos detendremos sólo en aquellas que presentan acentos novedosos y de interés teórico. De hecho, los mismos críticos hostiles reconocieron a menudo el derecho a investigar formas nuevas. Y a menudo el método reflexivo fue el siguiente: es cierto, en estas nuevas formas existe un peligro moral (la imitación de la naturaleza y de la verdad de las costumbres puede inducir a ejemplos de corrupción y de lascivia) y existe un error artístico (no se respeta el principio de la verosimilitud en la unidad temporal); pero téngase presente también que “los tiempos mutan las cosas y perfeccionan las artes(1).
Así piensa Cervantes, así piensa Argensola, que aun con ciertas reservas de clasicista firme en su preceptiva, está de acuerdo con las innovaciones, al menos en el derecho a las innovaciones como principio de la jurisdicción del arte; asimismo, Antonio López de Vega, en su notable Heráclito y Demócrito –y el suyo es el pensamiento más liberal entre las afirmaciones de estos críticos tradicionalistas-, frunce un tanto la nariz ante cierta mixtura de lo cómico y lo trágico, lo plebeyo y lo noble, ante cierta ilegalidad de la lengua y de la dicción poética, pero también reconoce que no hay que dejarse llevar por la idolatría en la consideración de las reglas literarias tradicionales, porque: 1) conviene
reconocer una cierta variabilidad histórica de las instituciones y debe hacerse alguna concesión al diverso
gusto
de
un
siglo
nuevo
y
cambiado;
2)
conviene reconocer la individualidad irrepetible dela obra de arte; cada obra tiene una propia ley interna con la que vive y de la que vive; 3) conviene reconocer el carácter convencional y abstracto de la unidad temporal: no importa si una acción se desarrolla en un día o en más. Y si a estas consideraciones (que vienen de parte del diablo) se añaden las de los defensores del nuevo teatro, se podrá apreciara qué nivel llegó en la España del siglo XVII la reflexión teórica de la dramaturgia.
De hecho, Tirso por ejemplo, en torno a los límites de la verosimilitud, considera que éstos tienen que ser límites morales, de significado, no límites materiales, de tiempo; y Sánchez, respondiendo a las críticas de Ramila en su singular Expostulatio Spongiae, garantiza el derecho de Lope a la innovación estilística, formal y moral, basándose en la opinión de que las artes tienen su fundamento en la naturaleza, que el precepto más grande es imitar la naturaleza; que la naturaleza da las leyes, pero que ella misma no las recibe y no las observa; que las artes fueron inventadas por el hombre mediante la experiencia y, por tanto, son pensamientos imperfectos y perfectibles; que se debe honrar a los antiguos, pero que también los modernos tienen derecho de enfrentarse libremente a la naturaleza; y, por tanto, le es lícito al hombre dotado de doctrina y de prudencia alterar muchas formas del arte ya
experimentado e instituido. En cuanto a Lope, es justo, conveniente y loable que innove las formas artísticas según las leyes particulares de su teatro y de su invención; es más, puesto que en él hay un orgánico intercambio entre la invención y el arte, y todo vive en el arte, Lope crea un nuevo teatro más complejo y perfecto, que en algún momento supera el de los antiguos. En fin, un curioso problema se presenta en la interpretación del ensayo de Lope acerca del Arte nuevo de hacer comedias (1609), en el que alguien ha visto una extraña e increíble palinodia de Lope, una personal voluntad de desvalorizar, y casi de rechazar su obra de teatro, en nombre de la defensa del hombre de cultura contra el poeta vulgar, y de una poética refinada y culta contra la popular sancionada por el éxito. ¿Sería una reacción del Lope gongorista contra el Lope de teatro? ¿O qué pdoría ser? Pero estos autores deben ser leídos de un modo no estrechamente ligado a la dimensión literaria. Tenemos la sospecha de que el texto puede entenderse también en clave, que tiene un rostro ambivalente, ambiguo y, por tanto, que exprese una situación típicamente barroca. Me limito aquí a llamar la atención sobre el hecho de que Lope habla, es cierto, de “pureza de estilo” y de “respeto por las unidades”; pero señala también que en el teatro no se debe temer mezclar lo cómico con lo trágico, lo plebeyo con lo noble, lo ínfimo con lo elevado; o, en fin, a Terencio con Séneca –aunque de
ello surgiera un Minotauro-.
En todo caso, la disputa del Teatro, junto con otros temas de poética que hemos considerado, saca a la luz no sólo la complejidad y la variedad del pensamiento estético de la nación en aquellos años, sino también su originalidad y novedad con temas que se desarrollaron luego en otras naciones, en los siguientes siglos. Pero mientras, por un lado, sorprende la interpretación de la mimesis aristotélica, llevada al requerimiento de una nueva e infinita vitalidad expresiva y contemporaneidad significante, por otro, la disputa conduce a iluminar ese Barroco naturalista, directo e impetuoso, dispuesto a romper todas las convenciones, al que hemos visto siempre en vecindad con un Barroco cultivado y riguroso, que, por el contrario, complica
hasta el infinito las convenciones con una inagotable voluntad gnoseológica. 1. En español en el original (N. de la T.) Traducción de ROSALA TORRENT
La idea del barroco. Estudio sobre un problema estético. Madrid. Editorial Tecnos. 1991. Págs. 143146.
CAMARADAS DEL TIEMPO (FRAGMENTOS) Por: Boris Groys (1947-)
(…) Del Sísifo de Camus, un proto-artista contemporáneo cuya tarea sin sentido y sin objeto de empujar una piedra por una montaña cuesta arriba puede ser vista como prototipo del time-based art contemporáneo. Esta práctica no productiva, este exceso de tiempo capturado en un patrón no histórico de repetición eterna constituye para Camus la verdadera imagen de
lo que llamamos “tiempo de vida” –un período irreductible a cualquier “sentido de la vida”, a cualquier “logro vital”, a cualquier relevancia histórica. La noción de repetición se vuelve central aquí. La repetitividad inherente al time-based art contemporáneo se distingue claramente de los happening y las performances de los años 60 (…) (…) En el comienzo del siglo XXI, el arte entra en una nueva era, no solo de consumo estético masivo, sino de producción estética masiva. Hacer un video y colgarlo para que se vea en Internet se volvió fácil y accesible casi para cualquiera. La práctica de la autodocumentación se ha vuelto hoy una práctica masiva e incluso una obsesión masiva. Los medios de comunicación y las redes contemporáneas como Facebook, YouTube, Second Life y Twitter le dan a las poblaciones globales la posibilidad de presentar sus fotos, videos y textos de un modo que no puede distinguirse de cualquier obra de arte postconceptual, incluyendo las obras del time-based art. Esto significa que el arte contemporáneo se ha vuelto una práctica de la cultura de masas. Por lo tanto la pregunta que surge es; ¿cómo puede un artista contemporáneo sobrevivir a este éxito popular del arte contemporáneo? O, ¿cómo puede el artista sobrevivir en un mundo en el que todos pueden, después de todo, ser artistas? Para volverse visible en el contexto contemporáneo de la producción artística masiva, el artista necesita de un espectador que pueda pasar por alto la inconmensurable producción artística y formular un juicio estético que identifique a tal artista particular dentro de la masa de otros artistas. Ahora bien, es obvio que tal espectador no existe –podría ser Dios pero ya nos han avisado que Dios ha muerto. Si la sociedad contemporánea es, por lo tanto, una sociedad del espectáculo entonces parece un espectáculo sin espectadores. Traducción: PAOLA CORTÉS ROCCA
Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea. Buenos Aires. Caja Negra Editora. 2015. Págs. 93, 97.
Roberto Montoya (Toto) (1950-2019).