Revista REFLEXIONES EN TORNO A LA DANZA (04) - 2009/2010

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REFLEXIONES EN TORNO A LA DANZA (04)

DOSSIER

MERCAT DE LES FLORS

Cartografías del movimiento

TEMPORADA 2009/2010



MOVIMIENTO GLOBAL

Francesc Casadesús. Uno de los privilegios de que gozamos quienes trabajamos en el mundo de la danza es la posibilidad de conocer a artistas de otros países. La necesidad de viajar y de moverse en un contexto internacional es prácticamente inherente al sector. ¿O quizá es precisamente debido al carácter universal de la danza, a la curiosidad por conocer otros lenguajes y otras culturas por lo que hemos decidido dedicarnos a ella? No sabría decir cuál de las dos cosas va primero. La danza es, pues, un movimiento artístico internacional por esencia. ¿Tiene, por lo tanto, interés alguno el hecho de querer trazar cartografías de la danza a partir de geografías, a partir de países? Pese a algunos de los títulos de los artículos que os presentamos, a medida que avancéis en la lectura de este número veréis que poco a poco vamos hablando más bien de «puntos de vista», de un surtido de herencias culturales casi siempre formadas en sí mismas por mestizajes o mitos. En el conjunto de encargos, hemos huido de los que podríamos identificar como centralidades o potencias reconocidas dentro de nuestro ámbito. Efectuando un repaso por continentes, veréis que de América hemos elegido a un Canadá complejo lingüísticamente, a un país con múltiples estados —y aun así, fuertemente centralizado— como México, y a una Argentina extensa, en lugar de recurrir a los probablemente más conocidos Estados Unidos o al emergente Brasil. De Asia nos hemos quedado con una mirada a la capital china y con Japón, aunque con las ganas de llevar a cabo un análisis de la nueva danza en Corea. África aparece tratada como globalidad, obviando la complejidad del Magreb y la tradición árabe, tan solo con algún apunte tangencial a partir de la danza que se crea hoy en día en Turquía. Dejamos, pues, deberes pendientes para futuros artículos. También evitamos el caso de Europa, y ni tan siquiera entramos a narrar el caso de España, aunque en la sección «Ojo de buey» sí publicamos un fantástico artículo del teórico y artista visual Pedro G. Romero sobre el flamenco, especialmente interesante porque lee ese lenguaje cultural a partir de su espíritu heterodoxo de renovación, en contra de quienes podrían pensar que se trata de una danza anclada en el folclore tradicional. Es desde la voz de algunos creadores desde donde se nos revelan estas escuelas más dominantes o pioneras, a menudo como fuentes de las que ha bebido la danza del presente para reinventarse en cada contexto particular. La danza habla sin duda de nuestro tiempo, y el discurso nos lleva de la tradición a la posmodernidad, pasando por la antitradición o llegando a la posposmodernidad según alguna de las opiniones recogidas. La circulación de los artistas, las proximidades, las nociones y las diferentes conciencias del cuerpo, el cuerpo político, el cuerpo capaz de contribuir al pensamiento. Todas estas reflexiones, además de otras ligadas a las distintas políticas de subvenciones o al papel del público, aparecen aquí y allí en alguna de las cartografías analizadas. Aun entendiendo los marcos geográficos como cajones que nos permiten plantearnos una lectura más precisa de la danza en los distintos lugares del mundo, lo que sí aprendemos es que cuanto más nos acercamos a ella, más difícil nos resulta narrar cada una de las historias con objetividad: cada vez aparecen más detalles, más rico se vuelve el discurso, más se diversifican los nombres de los creadores, las líneas y las tendencias. Y a la inversa: cuanto más nos alejamos de ella, menos interesante resulta y más acabamos recurriendo al cliché. Esperamos que este nuevo número de nuestra revista contribuya a que podamos encontrar la distancia adecuada para una mejor comprensión de nuestros creadores y de aquellos que nos visitan. Francesc Casadesús es el director del Mercat de les Flors.


Reflexiones en torno a la danza (04) Mercat de les Flors Temporada 2009/2010 Esta es una publicación del Mercat de les Flors elaborada con la colaboración de todo su equipo, con el fin de reforzar sus objetivos de difusión y de creación de pensamiento en torno a la danza y las artes del movimiento Director / Editor Joaquim Noguero Coordinación Bàrbara Raubert Colaboradores de este número Gerard Altaió, Natalia Balseiro, Cristina Belenger, Philippe Decouflé, Carmen del Val, François Dufort, Laura Etxebarria, Roberto Fratini, Andreu Gomila, Christine Greiner, Zeynep Günsür, Akram Khan, Angélica Liddell, Susanne Linke, Manuel Llanes, Gérard Mayen, Analía Melgar, Thomas Noone, María Pagés, José Luis Rivero, Pedro G. Romero, Emilio Rosales, Amagatsu Ushio, Carmen Werner. Comunicación Ester Conde Traducciones Manners Diseño Lamosca + Dani Navarro Impresión y distribución Uan Tu Tri Fotos portada y separadores Román Yñan Mercat de les Flors Lleida, 59 08004 Barcelona www.mercatflors.cat Depósito legal: B-23859-2010


SUMARIo

Dossier Cartografías del movimiento ¿PODEMOS HABLAR DE DANZA CONTEMPORÁNEA AFRICANA? Gérard Mayen

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PARADOJAS AL SUR Un panorama de la danza en la Argentina a comienzos del siglo XXI Analía Melgar

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LOS CUERPOS DE LA DANZA «CONTEMPORÁNEA» JAPONESA Christine Greiner

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LA DANZA EN MÉXICO ES HOY, SIN MÁS, Y SOLA Gustavo Emilio Rosales

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CUERPOS TRAS EL APOCALIPSIS La danza contemporánea en Turquía Zeynep Günsür

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UN INSTANTE CONVERTIDO AL PANTEÍSMO Gerard Altaió

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CANADÁ: CINCO REGIONES DIFERENTES, CINCO ESTÉTICAS, CINCO HISTORIAS MUY DISTINTAS François Dufort

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Ojo de buey

Entrevistas

EN DOS TIEMPOS Sobre los nuevos en el baile flamenco moderno Pedro G. Romero

SUSANNE LINKE La fuerza de la edad

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ABSTRACCIONES (POESÍA Y DANZA) A raíz de Present vulnerable Andreu Gomila

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Decíamos ayer POR UNA DRAMATURGIA SILENCIOSA (2): DANZA, ESCRITURA, FIGURA Roberto Fratini

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La encuesta Transmisión, programación, valores. Declaraciones de Natalia Balseiro, Carmen del Val, Laura Etxebarria, Manuel Llanes, Thomas Noone, José Luis Rivero y Carmen Werner Cristina Belenger

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ANGÉLICA LIDDELL Trémulas inquietudes personales

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AKRAM KHAN Entre dos culturas

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AMAGATSU USHIO Del tiempo que aún ha de llegar

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PHILIPPE DECOUFLÉ Entre luces y sombras

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MARÍA PAGÉS Mujer entre dunas

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DOSSIER CartografĂ­as del movimiento


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¿PODEMOS HABLAR DE DANZA CONTEMPORÁNEA AFRICANA?

Espectáculo: Waxtaan, de Jant-Bi Foto: Thomas Dorn

Los coreógrafos de África contribuyen a hacer pensar de nuevo la relación espacio-tiempo, que está en la base de la danza. Los artistas africanos, como todos los creadores, también quieren hablar de nuestro tiempo, pero lo hacen sobre el sustrato de unas raíces que, si bien los identifican distintivamente con respecto a nosotros, son de una enorme variedad entre sí. No conforman ningún bloque homogéneo, y ni siquiera podemos reunirlos bajo un cliché común como el del ritmo. El exotismo es una trampa. África es mucho más extensa y diversa que Europa. Las categorías occidentales de danza no sirven para aplicárselas de forma mimética. Gérard Mayen. En el continente africano se está desarrollando un amplio movimiento de creación coreográfica. Cada dos años, por ejemplo, la Bienal de Danzas de África en Creación recibe más de cien candidaturas de compañías que quieren participar en su concurso, lo que representa, en total, cientos y cientos de bailarines en activo. Este evento, que hoy se llama Danse l’Afrique danse, está organizado por CulturesFrance, una agencia gubernamental francesa que equivale al Instituto Cervantes del Estado español, y es que Francia mantiene unas relaciones privilegiadas con un gran número de estados africanos nacidos de la descolonización. Durante los últimos quince años, ha surgido una hornada de nuevos artistas jóvenes en todo el continente. Comparten ciertos aspectos: por lo general, su intención declarada es entrar a formar parte del movimiento internacional de las artes. La práctica de la danza con aspiraciones profesionales es un medio para sustraerse al confinamiento al que la población del Sur se ve sometida a causa de la gran precariedad económica y de las severas restricciones que imponen las potencias del Norte a su circulación. Ser reconocido como bailarín es una de las escasas vías de escape dignas, más o menos como ocurre con los grandes deportistas. Muchos de esos jóvenes artistas se preocupan por defender sus raíces africanas, unos puntos de vista

singulares identificados con herencias culturales específicas, tradicionales. Pero todos quieren hablar de su tiempo, un tiempo que se ha convertido en el tiempo de un modo de vida eminentemente urbano, objeto de mutaciones aceleradas y que, por las buenas o por las malas, se ve arrastrado por las tumultuosas corrientes de la globalización. La inquietud, la gravedad y la interpelación de las conciencias marcan muchas de esas nuevas obras coreográficas. Pero hay una gran cantidad de aspectos que diferencian a esos artistas entre sí. Acceder, finalmente, a prestar atención a un artista singular y al mensaje que le pertenece sólo a él, en lugar de sumergirlo en los clichés de una danza africana en general, es el estimulante reto que espera al espectador occidental verdaderamente curioso. Es preciso acabar de una vez por todas con la categoría del bailarín «de danza africana» que lleva el ritmo en el cuerpo. Hay que dejarse emocionar en cada caso concreto por artistas coreográficos que resultan ser de tal o cual país de África, como otros podrían ser norteamericanos, franceses o argentinos. Preguntarse adónde va una danza, qué es lo que produce, cuáles son sus resultados, es tan interesante como preguntarse de dónde viene, de qué deriva o qué ilustra... y mucho más abierto de miras. Existen diversos focos, muy distintos en cuanto a su carácter y a sus estructuras, donde se han desarrollado las danzas africanas de hoy. ¿Qué pueden tener en común los contextos de Túnez, en el Magreb; de Uagadugú, en el Sahel del África occidental; de Nairobi, en la Kenia anglófona; de Maputo, capital de la antigua colonia portuguesa de Mozambique, que ha tenido un régimen marxista austral surgido de una guerra civil; o de la Sudáfrica posterior al apartheid? Algunos artistas caminan en solitario. Otros se mueven bajo el paraguas de un festival, de una actividad de formación, de un apoyo importante por parte de un estado o de una fundación occidentales. Los hay que han llegado muy tarde a la danza, procedentes del teatro o de la música. Otros ya despuntaron como brillantes bailarines en su barrio, cuando eran apenas unos niños.


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Algunos han viajado mucho, e incluso han trabajado a menudo en compañías de danza occidentales, mientras que otros proceden directamente de grupos tradicionales de sus países. Si este bagaje está presente, los modos de tratar los pasos que de él se derivan pueden ser de lo más variado: analizarlos y deconstruirlos como un material coreográfico fundamental, descontextualizarlos y redistribuirlos, mezclarlos con técnicas contemporáneas occidentales, etc. No, no existe un bailarín de danza africana, de ayer y de hoy. Pero ¿se debe hablar de una danza contemporánea africana? La cuestión es compleja. En el lenguaje corriente, muchos de los artistas coreográficos se denominan a sí mismos simplemente «bailarines de danza contemporánea»; léase: «bailarines de danza no tradicional». Además, en un contexto marcado por una gran escasez de formaciones y una difusión mínima de los espectáculos, la única referencia disponible es la de los bailarines de danza contemporánea occidentales con los que han tenido contacto en los cursos que ofrecen o durante giras en las que actúan en los centros culturales de las capitales. Sin embargo, en términos de historia del arte, parece absurdo transferir el concepto de danza contemporánea al contexto africano. Este concepto se entiende en el hilo conductor de un determinado desarrollo histórico de la danza culta occidental, con etapas localizadas y establecidas. El concepto «danza contemporánea» se entiende, pues, en relación con «danza clásica» o «danza moderna», «danza jazz», etc. ¿Cómo se puede trasladar ese modelo a una civilización totalmente distinta, donde las funciones de uso social y de resonancia simbólica, la concepción y el lugar del arte, la legitimación del artista y la construcción de las representaciones son totalmente distintas? Hacer ese traslado remite a un esquema poscolonial de categorización de las formas políticas, sociales y estéticas que parte únicamente del modelo occidental. Pero el verdadero problema está en otro sitio. Hay que leer y releer la palabra contemporáneo y darse cuenta de hasta qué punto su raíz remite exclusivamente

a un baremo temporal. Es contemporáneo aquello que comparte un mismo tiempo común. Por lo demás, desde el punto de vista del arte, este concepto se ha convertido en prácticamente sinónimo de un presente ultracondensado, concentrado en su predisposición a engendrar el futuro. En esta lógica de temporalidad, no encontramos indicio alguno que nos lleve al registro de la espacialidad. Ahora bien, los integrantes de la actual oleada de artistas coreográficos africanos se centran, sobre todo, en inventar movilidades, favorecer la circulación en idas y venidas que ya no sean exilios definitivos, permitir el choque de las proximidades físicas y los alejamientos imaginarios, producir una lejanía cercana, salir de las líneas de fuga, atravesar el espejo de las representaciones estancadas, escapar a las asignaciones de representaciones exóticas; en definitiva, situarse, renovar los ángulos visuales, superponer territorios y deshacer los lazos emocionales del arraigo a lugares físicos. Estos artistas viven en una globalidad fraccionada, friccionada, donde toda corporeidad vale su potencial de actuación de autoficción. Remodelar los marcos, diversificar las perspectivas, desjerarquizar los planos, multiplicar las trayectorias… Todas estas acciones están más ligadas al espacio que al tiempo. Los artistas coreográficos de África se dedican a ello en cuerpo y alma. De este modo, reactivan ese fundamento de la danza, que la convierte en el arte de la combinación poética de la relación espacio-tiempo, y no de la mera cultura del tiempo. Habitar un espacio contemporáneo no es sinónimo de vivir en la época contemporánea, y ese espacio necesita a África. Ω

Gérard Mayen es periodista, crítico de danza en Danser, Mouvement, Mouvement.net, Quant à la danse, etc. Conocedor de la danza africana, ha publicado Danseurs contemporains du Burkina Faso (París: L’Harmattan, 2006).


Paradojas al Sur Un panorama de la danza en la Argentina a comienzos del siglo XXI

Espectáculo: Olympia, de Grupo Krapp Foto: Luz García

Hablar de la danza en la Argentina engloba desde las expresiones populares del folklore hasta el ballet clásico, pero, mucho más desconocida, también su enorme variedad de danza contemporánea, iniciada en el país del sur latinoamericano ya en los años cuarenta con la maestra Miriam Winslow, formada en la escuela Denishawn y con Mary Wigman. La variedad de estilos y de formaciones actual es amplísima. Y hay creatividad y público, pese a la precariedad económica, sin estructuras estables. Analía Melgar. En Argentina, la danza es mucho más que el tango y Julio Bocca. En el ámbito social, según los grupos humanos, se baila, sí, el tango, y también diversas danzas folklóricas (zamba, chacarera, chamamé, carnavalito), rock, pop, break, boleros… Y en el ámbito escénico, específicamente, existen diversos circuitos y expresiones. El ballet, en la medida en que convoca abundante público especialmente cuando se presentan figuras mediáticas como Paloma Herrera, ha permitido el desarrollo y supervivencia de algunas compañías estables. La más importante es el Ballet Estable del Teatro Colón, de gran fama y trayectoria, pese a que su edificio se encuentra en refacciones y las autoridades no muestran capacidad para acabar las obras, además de graves dificultades administrativas al interior de los gremios de profesionales del teatro. Otras ciudades y provincias argentinas también tienen sus compañías oficiales de danza clásica, aunque de menor calidad y relevancia. Tres étoiles internacionales (Julio Bocca, Maximiliano Guerra e Iñaki Urlezaga) dirigen sus propias compañías privadas: el Ballet Argentino, el Ballet del Mercosur y Ballet Concierto, respectivamente. El folklore, en su vertiente espectacular, tiene su mayor representante en el Ballet Folklórico Nacional, cuyo estilo ayudaron a determinar en los años sesenta y setenta dos afamados bailarines y directores: Santiago

«El Chúcaro» Ayala y Norma Viola. Aquel estilo —radicado en la Ciudad de Buenos Aires— aparece en otras compañías (públicas y privadas, profesionales y amateurs) en todo el país. Otras líneas de danza escénica abundan en Argentina: tango, flamenco, árabe, jazz, comedia musical y cabaret, entre las más destacadas. En este repaso, no debe omitirse el florecimiento cada vez más intenso de técnicas de circo, en las que la danza y el trabajo corporal intervienen de manera decidida: Gerardo Hochman con su escuela La Arena es uno de los referentes. Asimismo, entre la experiencia comunitaria y la danza escénica, se encuentra el fenómeno de las murgas: se trata de agrupaciones barriales que oscilan entre los 50 y 300 integrantes; son ciudadanos, en su mayoría jóvenes, que se reúnen una vez por semana para preparar vistosas coreografías rítmicas que se ven en las calles durante todo el año, y sobre todo durante carnaval (meses de febrero y marzo). Por su parte, la danza contemporánea en Argentina constituye un movimiento abundante, experimental, independiente y desmembrado. Estas últimas características aluden al hecho de que el circuito económico para esta danza es muy reducido, lo que tiene por consecuencia que no existan verdaderas compañías estables (con una sola excepción), sino la reunión ocasional de bailarines y coreógrafos para proyectos puntuales, nunca rentables, a pesar de la concurrencia de abundantes espectadores. Los artistas de la danza contemporánea de Argentina viven, en su amplia mayoría, de sus labores docentes, o de trabajos en cualquier otra rama profesional. Sin embargo, esto no inhibe —más bien pareciera estimular— la capacidad imaginativa. La danza contemporánea argentina es mucha y muy diversa; sería impreciso hablar de tendencias poéticas o dramatúrgicas determinadas. Sin embargo, en las propuestas de los últimos quince años, es posible encontrar algunas constantes; entre otras: rechazo de un concepto


tradicional de belleza (lirismo, equilibrio, simetría, musicalidad) tanto corporal como compositiva; rechazo también de la narratividad, la emotividad y la significación, considerados despectivamente como rasgos de una danza anticuada; énfasis conceptual y/o temático por encima de investigaciones corporales que oscilan grosso modo entre la casi quietud, los golpes y saltos bruscos, o secuencias de release; reiterado uso de un tono irónico; escenificación de situaciones sexuales y/o de género; enunciación enfática de las propuestas, pretendiendo ofrecer novedades radicales, que en realidad no son tales; recurso a la improvisación como método creativo en el que participan intensamente los intérpretes (casi más que los coreógrafos); fusión con otras disciplinas, en especial, con el teatro; montajes en escenarios alla italiana, en significativo mayor número que en espacios no convencionales. La historia de los inicios de la danza contemporánea en Argentina podría dibujarse con el esquema de un árbol cuyas ramas son mujeres. En la década de los cuarenta del siglo XX, la bailarina norteamericana Miriam Winslow se instaló en Buenos Aires y creó su propia compañía, en la que se vieron rastros de su formación con la escuela Denishawn y con Mary Wigman. La danza moderna se instaló así, y de aquella agrupación surgieron dos pilares del siguiente derrotero de la danza en Argentina: Ana Itelman y Renate Schottelius (en un tiempo por el que también pasó y dejó huella la alemana Dore Hoyer). En los cincuenta y sesenta, ellas organizaron compañías y también participaron de recitales de solistas en los que compartieron sus búsquedas, sumamente personales, de expresión en movimiento. Por aquellos años aparecieron nombres que marcaron una época y a numerosos alumnos que luego devinieron coreógrafos: Luisa Grinberg, Elida Locardi, Cecilia Ingenieros, Estela Maris, Iris Scacchieri, Paulina Ossona. De aquella generación, las pioneras de la danza ya en los sesenta y setenta, continúan sus clases y proyectos: Susana Zimmermann, María Fux, Aurelia Chillemi, Susana Ibáñez, Ana Kamien, Graciela Martínez. La lista es larga, y aquí incompleta, pero hacer esta lista intenta subsanar otra de las tendencias de la danza contemporánea en la Argentina de hoy, la tendencia des-: la desinformación, la desmemoria y el desagradecimiento. La historia sigue con un acontecimiento determinante: el nacimiento del Ballet del Teatro San Martín. En 1968, un inquieto bailarín, Oscar Araiz, dio inicio a esta compañía que hoy es la única estable (y oficial) de danza contemporánea, y fue y sigue siendo el semillero de muchos de los creadores del área. En realidad, hace menos de un año se ha formado la Compañía de Danza Contemporánea Cultura Nación, con ex-bailarines del San Martín cuyos contratos no fueron renovados para 2008, pero este proyecto dependiente de la Secretaría de Cultura de la Nación es muy reciente aún. Pese a haber atravesado algunos cierres, reaperturas y cambios de directiva y de denominación, el hoy Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín (dirigido sin cortes desde 1999 por Mauricio Wainrot) es un referente, aunque sus propuestas conserven un formalismo de varias décadas atrás. De sus filas, salieron los tres grandes referentes activos: Araiz, Wainrot y Ana María Stekelman. Junto con ellos tres, los bailarines que pasaron por el San Martín, y que hoy son coreógrafos y/o maestros de todas las nuevas generaciones, son numerosos: Margarita Bali, Ana Deutch, Alejandro Cervera, Norma Binaghi, Roxana Grinstein, Diana Theocharidis. Pero todos comparten la experiencia de haber realizado —y seguir haciéndolo— proyectos independientes. Desde entonces hasta hoy, han cambiado progresivamente las estéticas, pero los mecanismos de la danza son similares. Un intérprete, que por experiencia o por simple autodeterminación, se erige en coreógrafo. Crea solos para él mismo, o se reúne con otros amigos o colegas con los que tiene afinidad. Quizás consiguen algún apoyo económico que alcanza para costear escenografía, vestuario, música original y, a veces, un pago simbólico a los bailarines (las instituciones públicas que financian a la danza son Prodanza, el Instituto Nacional del Teatro, el Fondo Metropolitano, el Fondo Nacional de las Artes). Ensayan un tiempo (un mes, tres meses, un año), en las condiciones que pueden (en casas, estudios personales o alquilando salas). Un día, consiguen un pequeño teatro, convocan al público y estrenan lo mejor que han podido hacer, a veces ingenioso, otras sólo caprichoso, pretencioso y anodino. Luego, quizás se paguen alguna gira por el país y, si tienen suerte, irán a algún festival en el exterior, para lo que deberán peregrinar en busca de quien les compre los pasajes de avión. En este panorama, salvo reuniones esporádicas de dos colectivos (El Descueve y Krapp, pues Nucleodanza ya no existe como tal, extinguido hace casi diez años), no puede hablarse con exactitud de compañías. En algunos casos, ni siquiera de coreógrafos, sino más bien de obras. Podría decirse que lo mejor de la danza contemporánea de Argentina son obras, más que nombres. Así producen los cincuenta o cien coreógrafos activos en este momento. Entre los 20 y 50 años de edad

—algunos con una trayectoria importante, otros con apenas una o dos obras realizadas, varios con presentaciones en el exterior, pocos sólo vistos en Argentina—, se pueden mencionar: Ana Frenkel, Ana Garat, Andrea Servera, Brenda Angiel, Carlos Casella, Carlos Trunsky, Diana Szeinblum, Edgardo Mercado, Eugenia Estévez, Fabián Gandini, Fabiana Capriotti, Gabily Anadón, Gabriela Prado, Gerardo Litvak, Inés Armas, Juan Onofri, Leticia Mazur, Lucas Condró, Lucía Russo, Luciana Acuña, Luis Biassoto, Luis Garay, Mabel Dai Chee Chang, María José Goldín, Mariana Bellotto, Miguel Robles, Natalia Tencer, Pablo Rotemberg, Ramiro Soñez, Silvia Pritz, Silvina Grinberg, Teresa Duggan, Valeria Kovadloff, Valeria Pagola, Viviana Iasparra. Dentro de este cuadro, vale mencionar cuatro rarezas: el trabajo de los hermanos Koki y Pajarín Saavedra, que hacen una verdadera revisión de las danzas folklóricas a la luz de la contemporaneidad; Rhea Volij, quien practica su personal interpretación de la danza butoh; el Ballet 40/90, compañía semiprofesional de bailarinas entre los 40 y 90 años; y la labor de Silvina Szperling, como directora del importante Festival Internacional de Vídeo Danza de Buenos Aires. En lo que respecta a la formación de intérpretes y coreógrafos, casi sin excepción, es ecléctica, combinando ballet, release, Graham, Cunningham, flying low, contact improvisation, butoh, teatro, yoga, pilates, improvisación/composición, Fedora Aberastury, eutonía, elongación, estiramiento, alineación, técnica Alexander, y un largo y desordenado etcétera. En muchos casos, la formación se realiza dentro de la Argentina; en otros, algunas becas o esfuerzos personales permiten estadías con maestros extranjeros (norteamericanos y europeos), a los que hay que buscar fuera del país, pues sus visitas a la Argentina son costosas y, por tanto, poco frecuentes. Algunos de los internacionales que aparecen en los CV de los artistas de la danza en Argentina son: Emio Greco, Josef Nadj, Ruth Zapora, Julyen Hamilton, Alito Alessi, David Zambrano, Xavier Le Roy, Mark Tompkins, Gilles Jobim, Meg Stuart, Susanne Linke. La fusión de tan diversas tradiciones, con cierto ingenio compositivo y mucha tozudez, da lugar a los muchos espectáculos que se ven en erráticos festivales, en algunos teatros oficiales, en varios centros culturales y en muchos teatros independientes. Estas salas pequeñas (a veces para sólo cincuenta personas) son el verdadero universo en el que vive la danza de Argentina. La actividad (¿en un noventa o ochenta por cien de los casos?) se concentra en la Ciudad de Buenos Aires. Pero también otras ciudades muestran danza: La Plata (de donde son oriundas, por ejemplo, las coreógrafas Florencia Olivieri y Alejandra Ceriani) y Córdoba (donde trabaja Cristina Gómez Comini). Otras ciudades son importantes por los festivales que allí se realizan, pese al limitadísimo presupuesto que manejan: El Cruce (en Rosario), Nudanz (en Rafaela) y Nuevas Tendencias (en Mendoza). Finalmente, cabe mencionar la escasez de crítica y teoría sobre la danza en Argentina, una carencia que no le es exclusiva sino que es compartida con el resto de América Latina. De lo poco que sí hay, es destacada la labor docente de Susana Tambutti (en la Universidad de Buenos Aires y en el Instituto Universitario Nacional del Arte). Como publicaciones, sólo están: Balletin Dance (con más de quince años comunicando la información de actualidad) y Revista DCO-Danza, Cuerpo, Obsesión (dedicada a la teoría de la danza). Por su parte, Marcelo Isse Moyano lleva adelante un blog con abundante cartelera; y el sitio web Alternativateatral está en constante crecimiento. En los medios masivos de comunicación, pocas son las plumas, y menos las plumas valoradas por bailarines y coreógrafos. Algunos críticos de danza en actividad son: Laura Falcoff, Ale Cosin, Néstor Tirri y Carlos Pacheco. En cualquier caso, la comunidad de la danza se muestra reacia a incluir la lectura y las reflexiones compartidas a través del diálogo. Dentro de este panorama aparentemente poco propicio para el desarrollo artístico (escasez de recursos económicos para la producción y la actualización, desconocimiento de los antepasados y las tradiciones, falta de material crítico-teórico y apatía frente al que hay), la danza contemporánea argentina es abundante en cantidad de propuestas atractivas y en público asistente. Una verdadera paradoja de la creatividad humana, allá por la parte más sur de América del Sur. Ω

Analía Melgar es bailarina y danzaterapeuta argentina, además de licenciada en Letras, docente en la Universidad de Buenos Aires y editora de la revista DCO (Danza, Cuerpo, Obsesión). analiamelgar@gmail.com / www.revistadco.blogspot.com

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LOS CUERPOS DE LA DANZA «CONTEMPORÁNEA» JAPONESA


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En Japón, la idea de cuerpos críticos con los arquetipos tradicionales iniciado con el butoh ha evolucionado mucho a lo largo de los últimos treinta, cuarenta años, y ya está lejos del estereotipo que primero inspiró a Occidente: cuerpos pintados de blanco, calvos y con los ojos como muertos... Creaciones políticas, creaciones de reflexión metaartística, relaciones con el universo de los otakus, el anime y el manga, la diversidad actual abre un gran y heterodoxo abanico de posibilidades, que pocas veces se comprende desde Occidente en su contexto y con toda su complejidad.

Espectáculo: Accumulated Layout, de S20-Hiroaki Umeda Foto: Grec 08 Festival de Barcelona-Josep Aznar

Christine Greiner. Hace al menos tres décadas que se están incluyendo experiencias creadas en diferentes países del mundo dentro de la categoría «danza contemporánea». La crítica francesa Laurence Louppe (2007) argumenta que esas danzas tendrían como factor diferencial la construcción de «cuerpos críticos», con capacidad para reflexionar a partir del cuerpo sobre su propia naturaleza y acciones en el mundo. La producción japonesa, sin embargo, ha apuntado hacia otras direcciones. El crítico Tadashi Uchino explica que la construcción de cuerpos críticos se produjo en el Japón ante todo durante las décadas de 1960 y 1970 —y también con algunas producciones en los ochenta, aunque la mayor concentración se dio en los años anteriores— como parte del movimiento angura (underground), representado por directores de teatro como Tadashi Suzuki y Shuji Terayama, y bailarines como Tatsumi Hijikata, conocido por ser el creador del butoh. Esta generación de artistas se había visto movilizada por la crisis social y económica que vivía el Japón y por cambios epistemológicos que cuestionaban creencias y hábitos cognitivos y culturales que se habían derrumbado en la década anterior a causa de la experiencia de la guerra y la presencia norteamericana en suelo japonés. En el caso del butoh, el punto de partida de los primeros procesos de creación fue la noción de cuerpo en crisis que discutía las referencias «intocables», como por ejemplo el cuerpo del emperador y la noción de kokutai (cuerpo nacional). Al contrario que en las idealizaciones, Hijikata apuntaba hacia un cuerpo precario, enfermo, alimentado por migraciones culturales. Así, para concebir lo que denominó cadáver que danza, Hijikata promovió muchos cruces importantes con los escritos de autores europeos, sobre todo franceses (Antonin Artaud, Georges Bataille, Jean Genet, Rimbaud, etc.), además de coleccionar una rica iconografía de imágenes (Klimt, Goya, Picasso, Wolz, etc.) que obtenía de revistas de artes plásticas publicadas en Tokio (Hijikata no salió nunca del Japón). Más que una danza para renovar «vocabularios», el butoh era una danza que trataba los diferentes niveles de conciencia, las posibilidades de metamorfosis del cuerpo y los nuevos sentidos para la identidad, asumiendo el cuerpo como un objeto capaz de construir pensamientos. Su metodología de creación, llamada butoh-fu, se fundamentaba en la traducción de metáforas en movimientos que apostaban por la construcción de cuerpos críticos. Por ello, y hasta la fecha, las imágenes del butoh han tenido su impacto en distintas culturas; en el Japón, sin embargo, la mayoría de los artistas que participaron en el movimiento original decidió buscar nuevos caminos y ejercicios. La repercusión


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de las nuevas conexiones propuestas aún está en proceso y es difícil evaluar los rumbos de estas experiencias una vez liberadas de los estereotipos que generó el primer contacto del butoh con Occidente (bailarines pintados de blanco, calvos, con los ojos vueltos hacia arriba). Hoy la escena japonesa se presenta de forma muy diversa y compleja. No puede restringirse a las imágenes de las manifestaciones tradicionales (nô y kabuki) y ni tan solo a las del butoh y del resto de manifestaciones teatrales del angura. A partir de 1995, después del gran terremoto que destruyó buena parte de la ciudad de Kobe y de los atentados terroristas de la secta Aum —que lanzó gas sarín en el metro de Tokio y provocó numerosas víctimas— se ha instaurado una época de revisionismo histórico y muchas cosas han cambiado. Según Uchino, son pocos los artistas y grupos que mantienen una visión política y de resistencia en sus obras. Un ejemplo de ello es el grupo Gekidan Kaitaisha, nacido en la década de los ochenta y cuyo director, Shimizu Shinjin, ha buscado un «teatro del lugar» o «teatro de imágenes» cuyo debate empieza siempre en la relación del cuerpo con el entorno, y con la cuestión del sujeto-objeto, aún muy marcada por la experiencia butoh. Sus piezas ofrecen continuidad a una investigación sobre la noción de abyecto, discutida por Georges Bataille y Julia Kristeva, y de alteridad, para comprender la relación con el «otro». La violencia más explícita, dice Shimizu, surge allí donde los significados se colapsan. Los movimientos tan solo son una convulsión, un grito, los orígenes de la cultura. Otra experiencia de los años ochenta es la del grupo Dumb Type, formado por estudiantes de la Universidad de Artes de Kyoto. La intención de los fundadores de este grupo era trabajar una creación colectiva que abordase distintos ámbitos, como el teatro, la danza, las nuevas tecnologías, las artes plásticas, la música, el diseño y la arquitectura. Los temas se movieron bastante entre la ironía, el humor, la sociedad acelerada de la información, cuestiones de género y el sida. Desde sus inicios, los bailarines se plantearon una pregunta: ¿el arte es realmente posible? El texto que contextualizaba esta pregunta, escrito por el director de la compañía, Teiji Furuhashi, fue publicado en una revista local y orientó muchos de sus principales espectáculos, como Pleasure Life (1998), pH (1990) o S/N (1994), entre otros. En 1995, Furuhashi murió de una septicemia derivada del sida. A partir de entonces, el grupo tomó otro rumbo para trabajar cada vez más en investigaciones tecnológicas. En la instalación OR investigaron la zona entre la vida y la muerte. En performances/instalaciones más recientes, como Voyages, intentaron profundizar en el tema de la memoria, con el reconocimiento de su naturaleza fragmentada y los poderes de la imaginación, que crean imágenes muchas veces poco nítidas: ficticias pero absolutamente reales. A partir de las ideas de grupos como Kataisha y Dumb Type, las cosas cambiaron de modo radical. Un buen ejemplo de la producción actual es la del grupo de danza Yubiwa Hotel, dirigido por Shirotama Hitsujiya. Sus integrantes suelen ser mujeres (alguna vez hay participación masculina) que quieren llamar la atención sobre el hecho de que nowhere (en ningún lugar) puede ser también now here (aquí y ahora), con lo cual buscan


actuar en el espacio situado entre «en ningún lugar» y el «aquí y ahora». Ellas, como otras bailarinas de la misma generación, por ejemplo las integrantes de los grupos Strange Kinoko («setas extrañas») y Nibroll (el nombre de un tranquilizante japonés) trabajan cuerpos mutantes, en conexión muy estrecha con la moda urbana, en la que las mujeres japonesas han modificado sus cuerpos para crear imágenes diversas. Si algunas veces el cuerpo explora el exceso, abusando de accesorios y superposiciones coloreadas, en otros momentos parece prácticamente invisible, insustancial. Las niñas son bonitas (kawaii) y, al mismo tiempo, siniestras. Las danzas dialogan con el universo otaku,1 que incluye la enorme producción contemporánea de animes, mangas y juegos electrónicos. Según la comisaria alemana Margrit Brehm, a pesar de las boquitas de fresa y de la ropa sensual, las alegorías de las niñas kawaii representan estados de un proceso de desplazamiento que empieza poco a poco a esbozar nuevos papeles culturales para las jóvenes. En la danza, los figurines y los gestos no son tan solo parte de un entretenimiento. Existe una marca en los productos derivados de esta estética, como en el caso «Hello Kitty», la famosa gatita sin boca. Dichos estereotipos, cuando se plantean como performance, sugieren una ambivalencia entre la afirmación divertida de productos internacionalmente comercializados y la invitación a reflexionar. Junto a los figurines y los artefactos escénicos, surgieron también en la década de los noventa los llamados cuerpos delgados o cuerpos de niño, reincidentes en compañías como Yubiwa, Kinoko y Nibroll, entre otras. Uchino identifica en este fenómeno una infantilización creciente que acomete no solo la escena, sino también la vida japonesa. Ya en 2002 la investigadora Sharon Kinsella comentaba que era preciso hacer una lectura más profunda de este fenómeno. No se trata tan solo de niñas divertidas y exhibicionistas, aunque este estereotipo pueda aplicarse a muchos casos. Resulta interesante observar que sus acciones manifiestan un deseo de transformación profunda de la sociedad japonesa. Apuntan hacia un movimiento que se enfrenta al inmovilismo, al tiempo que conviven con una especie de ceguera histórica relacionada con el desprecio por la gloria del país y la falta de claridad en lo que se refiere a valores y creencias. Existe una señal de cambio en la percepción de lo que es la comunidad japonesa post 2000, que ya no se identifica como un todo homogéneo movido por los mismos propósitos tradicionales (el honor, el nacionalismo, la disciplina), sino por un conjunto de diversidades que empieza a crear visibilidad, justamente a través de los looks propuestos por la juventud, ya sea en las calles de las grandes metrópolis o en escena. Como artista plástico, Takashi Murakami propuso en su manifiesto Superflat, a partir del año 2000, uno de los temas que mejor se han enfocado en este milenio: el del tránsito entre mercado y producción artística. Ya no es posible discutir los procesos de creación separados de las estrategias de producción. Si observamos hoy los restos del movimiento angura, podremos identificar un fenómeno muy curioso inherente a las migraciones culturales. Las principales cuestiones políticas evocadas por los creadores de la década de los sesenta ya no tienen sentido ante el cambio de contextos.

Cuando estas informaciones migran hacia fuera del Japón pasan a ser aún más ajenas a los nuevos entornos. El curso «Gramática de los pies» de Tadashi Suzuki, ofrecido en módulos breves de dos semanas en Estados Unidos, evidentemente se convierte en un entrenamiento simplificado, instrumental, sin las complejas reflexiones filosófico-prácticas que lo engendraron, del mismo modo que la aplicación del butoh-fu en talleres compactos no da idea alguna de la profundidad de la discusión del cuerpo en crisis. No obstante, ello no significa que estas experiencias, como todas las demás mencionadas en este breve artículo, no puedan engendrar nuevas maneras de ver y pensar el cuerpo y el arte. A principios del siglo XX, el movimiento conocido como «japonismo» representó para la cultura europea una nueva forma de ver la realidad a partir de experiencias que no utilizaban las técnicas de la perspectiva, que apostaban por un tiempo distendido para la realización de movimientos escénicos y que valoraban los «entreespacios» y las pausas. A principios del siglo XXI, el arte y la industria cultural japonesa promueven nuevos desplazamientos. Esta vez, sin embargo, no se trata únicamente de nuevos modelos estéticos y nuevas maneras de percibir la vida. El Japón contemporáneo no presenta una reflexión histórica, como apunta muy bien Uchino, sino que expone el propio colapso epistemológico del arte, que ya no se interpreta a la luz de la filosofía occidental de los siglos XVII y XVIII, es decir, como una actividad en pro de la belleza y en consecuencia apartada de las cuestiones prácticas de la vida. El Japón contemporáneo se vuelve inevitable al apuntar hacia una inmersión en el sistema mercado-produccióncreación-comisariado-crítica, a partir del cual las nuevas experiencias artísticas necesitan buscar sus nuevos significados y alternativas de supervivencia. Ω

Christine Greiner es catedrática del programa de postgrado de Comunicación y Semiótica y del curso de la licenciatura de Artes de Comunicación y Corporales de la Universidad Católica de São Paulo (Brasil). Es autora de los libros Buto, pensamento em evoluçao y Teatro No e o Occidente, entre otros, y ha sido profesora invitada en universidades de París, Tokio y Nueva York. En junio de 2008 participó en el MOV-S Galicia 08, organizado por el Mercat de les Flors y el Centro Coreográfico Galego. En el libro editado al año siguiente, que recoge algunas de las ponencias del encuentro (Condiciones para la creación coreográfica: fundamentos e instrumentos. Barcelona: Mercat de les Flors, 2009), Greiner firma el artículo «Las actividades culturales globales y el arte de hacer visibles a los otros en nosotros».

1. El fenómeno otaku empezó en 1983, cuando el ensayista Akio Nakamori utilizó esta designación en un artículo publicado en la revista Buricco para hablar del surgimiento de este nuevo fenómeno, que se identificaba con los grupos de nerds: jóvenes solitarios que vivían ante el ordenador. El término permaneció a la sombra hasta que, en octubre de 1989, el prototípico otaku Miyazaki Tsutomu mató a cuatro niñas. Existe quien, a día de hoy, sigue desconfiando del fenómeno, aunque el éxito de mercado terminó relativizándolo todo. Bibliografía BREHM, Margrit (ed): The Japanese experience: Inevitable. Hatje Cantz Verlag, 2002. / GREINER, Christine: Butô, pensamento em evolução. Escrituras, 1998. / KINSELLA, Sharon: «Dessin à risques: les otaku et le manga amateur», a Poupées, robots, la culture pop japonaise. Autrement, 2002 (col. Mutations núm. 214). / MURAKAMI, Takashi: Little Boy. The Arts of Japan exploding subculture. Yale University Press y Japan Society, 2005. / UCHINO, Tadashi et alii (eds.): Alternatives, debating theatre culture in the age of con-fusion. Peter Lang, 2004.


La danza en México es hoy, sin más, y sola

La danza en México empieza por ser una gran desconocida en su propio país, una manifestación artística socialmente minoritaria. Y eso a pesar de que tiene tradición, ya desde sus raíces indígenas como rito, viva aún hoy esta presencia folclórica y social en la calle. Sin embargo, como creación coreográfica contemporánea, no son raras las presentaciones con sólo una veintena de espectadores asistentes. En México, los coreógrafos escenifican una y otra vez el mito de Sísifo, empezando por todas las dificultades burocráticas a las que la administración enfrenta al coreógrafo. Incluso la conciencia del propio cuerpo lucha con estereotipos negativos. Pero, pese a todo, hay compañías. Veámoslo. «Aves sin pluma aladas» Sor Juana Inés de la Cruz

Gustavo Emilio Rosales. Ella baila sola. La danza contemporánea en México es ahora (no hoy, sino precisamente ahora) un silencio que baila. Desarrolla su baile mudo casi a solas, mientras decenas de millones de habitantes del país no la ven, porque no la conocen. El foco de atención para reflexionar acerca de las problemáticas que signan el fenómeno de la danza escénica de México es justo la paradoja que la desgarra hasta la intimidad fugitiva de su episteme. He aquí la clave: una nación con poderoso acervo ritual asociado a la danza (las técnicas de actualización de mitos, actos propiciatorios y exorcismos en el mundo prehispánico fueron eminentemente danzarias), no conoce, y ni siquiera se sabe portadora, de un patrimonio coreográfico. Danzan vigorosamente los individuos y con fervor los colectivos. 1) En multitudinaria fiesta de barrio bajo, el gordo aquel que otrora bebía una cubeta de cerveza sin pausa se levanta a bailar la salsa sabrosa que reinventa el ambiente y su colosal humanidad se cubre, literalmente, de gracia: es una pluma y una cresta de espuma sobre el mar; tal es su sentido para habitar el ritmo y con él, corporalmente, conversar. 2) Bajo una plaza inventada por el sol cenital se forma un círculo (siempre círculo; desde los tiempos del Anáhuac, círculo) de espectadores espontáneos que entregan sin restricción su tiempo y credulidad a un pequeño grupo de niños con máscaras de fibra, quienes ejecutan, sobre el piso de piedra ardiente, la Danza de los Viejitos, pieza del folclor purépecha: mima coreográfica de ancianos que parecen rejuvenecer a cada paso de un baile animado con rudimentarios instrumentos de cuerda y percusión. Su lance está lejos de aspirar a la originalidad, pues secuencias de movimiento y partitura musical datan de hace tres centurias. Por el contrario, los auditorios que habrían de sostener el sentido de la escenificación coreográfica son mínimos, en tanto que la burocracia que la cerca es numerosa y exageradamente cara. 1) En los teatros se destaca la verificación de funciones de danza a las cuales acude un máximo de quince a veinte personas, quienes suelen ser amigos, amantes y familiares de los artistas que durante una o tres noches (no más), habrán de justificar su amor por una disciplina que económicamente les pide mucho más de lo que brinda. 2) La Coordinación Nacional de Danza del INBA, máximo organismo institucional en la materia, decide cancelar las funciones dominicales en el Teatro de la Danza (la única opción que podría tener, en caso de quererlo, el grueso de la población para acudir al foro), pues, según su titular, Carmen Bojórquez, habría que reducir el gasto extraordinario que el sindicato de técnicos demanda por levantar el telón en un día de asueto. La danza escénica en México podría perfectamente ser un contexto absurdo en El mito de Sísifo, de Albert Camus. Carece de sentido, no tiene trascendencia. Se encuentra totalmente al borde del tejido social. Dentro de la jaula de la melancolía «La existencia del mexicano es irreflexiva y sin futuro», escribe el antropólogo Roger Bartra en su estudio La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. De acuerdo con el también investigador, la sociedad de México se distingue por su proclividad


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Espectรกculo: En silencio y entre lรกgrimas, de Grupo Delfos Foto: Lesandro Dodso


a lo caótico y el empleo incesante de discursos evasivos, engañosos: circunloquios y contradicciones. Se trata de la manifestación ubicua de un rencor atávico: castrado en su raíz mítica, ancestral; obligado a obedecer a un ente superior (Dios, el Amo o el Patrón), a costa de la satisfacción de sus deseos elementales, el mexicano deviene un ser lánguido, melancólico e inoperante, mezcla del Bartleby de Melville (quien decide la inacción como postura existencial) y el célebre Cantinflas (el arquetípico vagabundo que se gana la vida en uso de la inofensiva candidez del discurso vacío, en el que predominan albur y sinsentido). Evasión, irresponsabilidad, rencor, se fusionan con los conflictos culturales de la marcada división de clases que también define a la sociedad mexicana, completando su noción de identidad desde los paradigmas del Poder: la diferencia entre ricos y pobres es abismal y su imaginario paradigmático está orientado por cláusulas racistas (lo moreno o prieto y bajo o chaparro son evidencias corporales de inferioridad), y por la tendencia, siempre fallida, a insertarse en los círculos del mainstream social europeo por el camino equívoco de la adopción de arquetipos estadounidenses (el pobre millonario sin estilo en un programa social de Mónaco o París es aquel mexicano disfrazado de yanqui). Así, el mexicano promedio, el ciudadano de a pie, experimenta su corporalidad como una dimensión postergada, inconclusa y fallida, nunca como una entelequia susceptible de ser habitada, entendida y encauzada hacia el desarrollo integral de su potencia e ideales. ¿Qué hay entonces de las miles de personas que salen a correr asiduamente, de los que consumen con cierto fanatismo comida especial para fomentar la salud y también vitaminas y complementos específicos para afinar las capacidades corpóreas de fuerza, resistencia o, incluso, flexibilidad? Son la minoría: en un país de millones de habitantes, los millares no tienden a significar. Por otra parte, esta vocación por atender el cuerpo y buscar su estado saludable se encuentra guiada por una perspectiva tautológica de la corporeidad: se pretende conseguir y asumir el modelo de cuerpo «saludable» (ario, largo, muscularmente marcado, bello y con apariencia juvenil), no la integración orgánica de la especificidad corporal. El conjunto de negaciones y mutismos que plantea el contexto cultural mexicano influye en la danza de manera notable, especialmente en el género contemporáneo, donde prevalecen los cánones coreográficos importados del exterior. El bailarín se hace a sí mismo como tal en el fragor de una cruel lucha contra los estigmas corporales (chaparros, prietos y panzones no habrán de aproximarse ni por asomo a la Sylvie Guillem azteca que todos los maestros quisieran encontrar en sus aulas), el rencor soterrado de no poseer un capital corpóreo digno de acreditación profesional, la soledad de no contar con espectadores a quienes convencer de que uno es en verdad un bailarín, y el desamparo que es la evidente carencia de coreógrafos con ideas propias y un proyecto artístico que aspire, mediante la investigación analítica, a suscitar una auténtica experiencia de significación. La figura del espectador de danza, como ya se anotó, está marcada por la ausencia, pero también por el desconcierto. Un pueblo educado sentimentalmente mediante operaciones dramatúrgicas propias del auto sacramental, de didácticas evangelizadoras, no puede más que aspirar a la anécdota directa y enmarcada en tono melodramático. A versus B, y sus derivados y complicaciones, pero siempre, y ante todo, A versus B. Los géneros contemporáneos de la danza, signados por la metáfora poética, por el discurso no lineal y la estructuración compleja de sus procesos de semiosis, poco tienen que decir a la improbable figura del «público mexicano». Ser y no estar Los Estados Unidos Mexicanos es una república dividida en treinta y dos estados. Uno de ellos, la capital, llamado Distrito Federal (por ser sede de los poderes federales de la Unión), concentra la mayor parte

de la actividad económica y cultural del país. En México el centralismo es abrumador y eso provoca que los logros que se dan en provincias (no pocos y muy valiosos, dado que se verifican en condiciones cultural y políticamente precaria) no sean estimados y, por tanto, corran el peligro de no contar con trascendencia. De ahí que sea importante no desestimar la actividad coreográfica que se lleva a cabo fuera de la absorbente capital. En el norte del país se verifican lances de importancia. Las compañías Producciones La Lágrima, dirigida por Adriana Castaños, y Antares, de Miguel Mancillas, marcan, en el estado de Sonora, pautas notables de calidad danzaria. El también sonorense Quiatora Monorriel es un grupo que ha exportado con éxito, específicamente a Chile y Argentina, su visión de una danza libre de clichés coreográficos. En el paradisíaco puerto de Mazatlán, principal enclave turístico del estado de Sinaloa, el grupo Delfos realiza trabajo artístico y dirige la escuela profesional de danza que fundó en octubre de 1998 y que ya es considerada semillero de bailarines y coreógrafos que en la actualidad dirigen o forman parte de colectivos emprendedores, en otras latitudes. Lux Boreal, en Tijuana; La Serpiente, en Michoacán; y Hunabkú en Chile, son proyectos propositivos emanados de esta cantera. En otras ocasiones, el lance es meramente individual y, con ayuda de amigos, el bailarín-coreógrafo es un artista nómada que va acreditando presentaciones e iniciativas de creación (festivales o muestras) en diversos lugares, tal es el caso del veracruzano Alonso Alarcón. Sin embargo, debido a que la danza provinciana se encuentra supeditada, como todo el arte nacional, al raquítico apoyo del Gobierno (las empresas no asisten este rubro ni por error), sus méritos, sus conquistas, se diluyen en el acto de sobrevivir. Lo que se desarrolla en la capital, dentro de enormes teatros vacíos, se consume a sí mismo en la intrascendencia de su falta de horizonte: coreógrafos y bailarines sin públicos, sin funciones, sin giras, sin posibilidad de salir al exterior, ¿qué son? El único momento en que la danza contemporánea mexicana tuvo un asomo de lugar público y, por ende, de futuro existencial, fue provocado por un evento trágico: los sismos de 1985, que devastaron la ciudad capital, obligando a sus habitantes a organizarse de maneras inusuales ante la urgencia desmedida. Una de estas nuevas formas de organización fue el consumo de actos escénicos en la calle, etapa de esplendor para la danza, que así conquistó públicos y un espíritu gremial genuino. La burocratización a ultranza promovida por el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari hacia el inicio de los noventa, articulada por becas y apoyos discrecionales emanados del Sistema, acabó con el incipiente vuelo de la criatura coreográfica. Los protagonistas de dicha disciplina vagan desde entonces mendigando migajas de dinero que sólo les reportan el bálsamo de funciones esporádicas. Es muy duro decir todo lo anterior. Preferible sería hablar de un glorioso patrimonio prehispánico vigente; de Xochipilli (deidad mexicana de la danza, el juego y el amor), aún vivo, manifiesto; del apasionado bagaje histórico que el arte coreográfico ha acumulado desde la aventura fabulosa y sin par de Guillermina Bravo y Ballet Nacional; de los extraordinarios bailarines mexicanos. Pero toda esta herencia cultural está borrada o languidece: se destaca entonces la orfandad y cortedad de alcances de una manifestación cultural que vive al día, sola entre millones, desconocida para una sociedad que hoy experimenta la más terrible de sus crisis. La danza en México, en el mejor de los casos, es atópica: inclasificable y sin reflejo. La danza en México es ahora el momento preciso de danzar. Ω

Gustavo Emilio Rosales es crítico e investigador. Dirige la revista DCO (Danza, Cuerpo, Obsesión). revistadco@yahoo.com.mx / www.revistadco.blogspot.com


Espectáculo: Nicolasa, de Compañía Contempodanza Foto: José Jorge Carreón

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CUERPOS TRAS EL APOCALIPSIS LA DANZA CONTEMPORÁNEA EN TURQUÍA

Espectáculo: Human(ly) Condition, de Movement Atelier Company Foto: Haşim Polat


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La danza en Turquía se explica también en los recovecos de su dialéctica con la occidentalización. Pero ni el ballet clásico ni la danza abstracta son universales que se puedan aplicar del mismo modo en cualquier lugar del mundo. Primero con el modelo balletístico y hoy con formas de danza contemporánea que tienen más relación que nunca con modelos equivalentes de fuera de sus fronteras, la danza turca muestra variedad, pero aún tiene pendiente encontrar un público y un camino propios.

Zeynep Günsür. Tras el nacimiento de la República de Turquía en 1923, se aceleró la occidentalización que había iniciado a principios del siglo XIX el sultán Mahmud II en el Imperio Otomano. En Turquía, occidentalización ha sido sinónimo de modernización. Atatürk (héroe nacional y primer presidente de la República) había creído que era posible conjugar la tradición autóctona con la modernización occidental. De acuerdo con esta ideología, se hizo especial hincapié en el arte, principalmente en las artes escénicas. En 1926 se fundó en Ankara el conservatorio estatal para actores, actrices y cantantes de ópera, seguido por un departamento dedicado al ballet en 1948, primero en Estambul y posteriormente en Ankara (capital de la República) en 1950. Puesto que la modernización era vista como una occidentalización, la educación académica de la danza se centró en el «ballet», la forma clásica de danza europea. La fundadora del Royal English Ballet, Dame Ninette de Valois, fue contratada como asesora junto a otros bailarines británicos. A partir de 1957, los primeros licenciados del departamento fueron seleccionados para trabajar como primeros bailarines de la Ópera y Ballet Estatal de Turquía, con un repertorio como Copellia, Las sílfides, La bella durmiente, Giselle, etc. Durante los primeros treinta años, entre 1950 y 1980,


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y especialmente a partir de 1961, cuando se fundó la Compañía de Ballet Estatal de Ankara, las instituciones relacionadas con la danza desempeñaron un importante papel simbólico en las reuniones de los círculos administrativos turcos y los intelectuales de la sociedad. Como forma artística occidental transferida a la sociedad turca, la danza poseía un valor simbólico para la élite republicana, tanto para los votantes de izquierdas como para los conservadores de derechas. Curiosamente, en los años sesenta, un intelectual conservador afirmó: «El ballet exige un gran esfuerzo y una gran disciplina. La irregularidad, el abandono, la separación de la armonía de grupo corrompe la actuación. En este sentido, el ballet es un arte totalmente occidental».1 Este concepto de arte occidental con un orden de tipo occidental a «nuestra vida sin límites», tal como expresan las palabras de Kabakli, constituía una proyección de un sentimiento generalizado sobre el arte del ballet en la sociedad turca de aquel período. Por ese motivo, los bailarines turcos representaban un nuevo modelo para la sociedad republicana. Eran los únicos que se habían formado según un orden y una disciplina occidentales, mezclando la belleza de lugares remotos con la realidad local. Habían sido educados dentro de las fronteras de Turquía como primeros productos de una identidad nacional fuertemente anhelada y construida, pero siempre con la mirada dirigida a los conceptos occidentales de progreso. Era una combinación apasionante para los círculos elitistas de la sociedad. Irónicamente, en 1965, Dame Ninette de Valois se hizo cargo de la coreografía de la primera pieza de ballet «turco», llamada Çeşmebaşı («La fuente»), inspirada en la Suite de Anatolia, con música de Ferit Tüzün, uno de los primeros compositores turcos que combinó la música clásica occidental con armonías turcas. En 1968 se representó la primera coreografía de origen turco, Çark («Rueda de molino») de Sait Sökmen, a la que siguieron las originales coreografías de ballet moderno de Duygu Aykal, Oytun Turfanda y Geyvan McMillen, que allanaron el camino para las posteriores piezas de danza moderna. En vez de seguir los dictados del estilo occidental, experimentaban con símbolos, historias y música turca y, en menor medida, con el movimiento originado en los cuerpos turcos. El estilo de danza clásica occidental ya estaba firmemente establecido, pero los jóvenes coreógrafos buscaban un nuevo estilo de movimiento genuinamente turco. También se percibía cierta tensión entre el estilo clásico y el moderno. En realidad, a finales de los años setenta, los jóvenes bailarines turcos que habían estudiado en Europa y América, alumnos de Merce Cunningham y seguidores de la técnica de Martha Graham, empezaban a regresar a Turquía y a instituir una escena de danza moderna. Geyvan McMillen, Beyhan Murphy y Aydın Teker formaron parte de la generación de pioneros en danza moderna y fundaron los primeros departamentos universitarios de danza contemporánea y compañías de danza moderna en el seno de la Ópera y el Ballet Estatal. Actualmente, la única compañía que aún existe, la MDT/Modern Dance Turkey, forma parte de la Ópera y el Ballet Estatal de Ankara. El paso del ballet clásico a la danza moderna ha recorrido un largo camino en Turquía, especialmente porque no se han apoyado las obras originales y se han

concedido menos ayudas a los coreógrafos/profesores para que pudieran establecerse por su cuenta y, en cambio, las obras de importación occidental han despertado un gran entusiasmo. Quizá uno de los puntos débiles de la ideología en pro de la occidentalización ha sido este gran entusiasmo por la importación de la cultura occidental, en detrimento de la creación de recursos propios. Para conjugar armónicamente la tradición autóctona y la modernidad occidental, Turquía debería haber investigado las fuentes originales de un modo más enérgico y con menos prejuicios. Sin embargo, con la caída del imperio y de sus tradiciones, los consiguientes cambios sociales y la introducción de una ideología evolucionista (a partir de 1923 se adoptaron nuevas medidas políticas respecto a las prácticas religiosas, el lenguaje escrito, la vestimenta, las leyes y las disposiciones estatales), no se daban las condiciones ideales para enfrentarse sin prejuicios a las fuentes contemporáneas ni para una transformación realmente original de dichas fuentes en aquellos momentos. Desde la fundación de las nuevas instituciones artísticas turcas, la discusión sobre la formación de formas artísticas nacionales se encontraba en la base de cualquier iniciativa. En el proceso, se pusieron en duda las distintas formas de entender la identidad nacional. En opinión de muchos de los bailarines británicos que trabajaban en Turquía, para que la danza turca pudiera contener ciertos tonos nacionalistas, era preciso que heredara las composiciones musicales del país, determinados motivos de la danza popular, algunos símbolos e imágenes, junto a un contenido que fuera apropiado a la realidad local.2 Por consiguiente, se experimentó con el uso de partituras de compositores turcos y temas y trajes tradicionales a varios niveles. Además, se exploró el equilibrio entre los movimientos de danza popular y su implementación en el ballet clásico. Todas estas iniciativas pueden considerarse herederas de cierto grado de orientalismo y, en combinación con la inestable vida política del país, que había sufrido tres intervenciones militares en un intervalo de treinta años (la última en 1980), puede afirmarse que la libertad de expresión en los atributos generales y corporales no se consiguió fácilmente. Sin embargo, hacia finales de los ochenta, con la aparición de una nueva generación que no había estado sujeta ni a las deformaciones militaristas ni a las imposiciones extranjeras/orientalistas, la danza contemporánea turca empezó a emerger de las ruinas de su castración corporal. Actualmente, la escena de la danza contemporánea es muy prometedora y creo firmemente que las experiencias del pasado, aunque no se explicaran adecuadamente, ejercieron un gran impacto en las posteriores generaciones. Tras medio siglo, la joven generación de bailarines y coreógrafos, así como los alumnos de los impulsores de la danza moderna en Turquía, están empezando a crear obras plenamente conectadas con su cultura. También proponen nuevas formas de acercarse a ella. La investigación sobre el movimiento se apoya en un trasfondo conceptual y, quizá por primera vez, en las primeras obras de estos coreógrafos puede detectarse cierta oposición política. Empiezan a redescubrir las influencias chamánicas en la cultura islámica turca, más evidentes en Mevleviya y sus derviches giradores


o en «Ayin-i Cem» de las comunidades Bektasi/Alevi. Utilizan unas técnicas académicas occidentales y las combinan con una forma muy personal de entender el movimiento, además de aplicar técnicas procedentes de varias fuentes, como las danzas folklóricas turcas, el deporte o las artes marciales orientales. Por otro lado, el planteamiento interdisciplinario está tomando fuerza desde que la joven generación de bailarines ha sido educada en distintas disciplinas como las ciencias sociales, la arquitectura, el diseño, las artes plásticas o la ingeniería. El espacio de la danza es amplio y lleno de posibilidades, aunque sus fundamentos básicos aún son muy débiles. No existe ningún apoyo por parte de las autoridades locales y el patrocinio privado es nulo, con escasas excepciones. Encontrar locales para practicar es un problema de grandes dimensiones y alquilar espacios para realizar actuaciones no está al alcance de todos los artistas. La cobertura periodística de la danza contemporánea es casi inexistente, por lo que resulta muy difícil conectar con el gran público, ya que no se da una continuidad en las actuaciones. A pesar de estos factores negativos, recientemente la escena turca contemporánea ha empezado a resurgir. Existe una asociación independiente de artistas de danza, llamada CATI, que se fundó hace unos años. Por otro lado, en el año 2007, artistas, profesores y gestores se han unido para formar una asociación llamada ÇGSG/ACPAI (Association of the Contemporary Performing Arts Initiative). Estas asociaciones intentan desarrollar una infraestructura inexistente y colaboran con varios centros independientes de Estambul.3 Como resultado, en los últimos diez años, los coreógrafos turcos tienen mayor continuidad en su trabajo y están mejor conectados a la escena internacional, por lo que son mucho más visibles que antes. Pese a constatar el renacimiento de la escena de la danza contemporánea en Turquía, debemos ser conscientes de algunas trampas en el sistema en general. Podría crearse otra dependencia respecto a Occidente si se desarrolla un apetito desmesurado por las ayudas internacionales, ya que el valor que se da a las obras artísticas es aún muy precario en nuestro país. La escena de la danza es todavía relativamente reducida y se limita exclusivamente a Estambul. Los bailarines tienen más posibilidades de actuar en el extranjero que en el contexto local. Por lo tanto, creo que debemos prestar una gran atención a las tendencias de «autoorientalización». Sabiendo que el mercado europeo tiene sus propias demandas y tendencias, los artistas turcos deberían definir sus propios intereses y preocupaciones, ya que tenemos una larga historia «de percibirnos y reafirmarnos a nosotros mismos a través de los ojos extranjeros, en este caso occidentales».4 Ω

Zeynep Günsür es directora artística de Movement Atelier y profesora del Departamento de Arte y Diseño de la Universidad Politécnica de Yıldız (Estanbul).

1. Kabaklı, Ahmet. «Coppelia», periódico Tercüman, 02/02/1961. 2. En realidad, la idea de que el ballet sea un lenguaje universal que puede aplicarse a cualquier cultura ha sido ampliamente cuestionada en el contexto de los recientes estudios de antropología de la danza. Los expertos han puesto en duda el concepto de universalidad que, de hecho, connota el término «occidental». Entre otros: Kealiinohomoku, Joann. «An Anthropologist Looks at Ballet as a Form of Ethnic Dance». Impulse 1969-1970: 24-33, 1969. Reeditado en JASHM 1(2): 83-97. La estudiosa de la danza Angela Carter ha sugerido que la relación del ballet con la clase social y su representación de lo femenino y lo masculino debería ser investigada. Carter, Angela. «Contemplating the Universe», Dance Now, vol. 2, n.º 1, 1993, pp. 60-63. Chris de Marigny ha puesto de relieve el hecho de que ni el ballet clásico ni la danza abstracta pueden ser fácilmente traducidos en diferentes partes del mundo. Marigny, C. de. «Is Dance an International Language?», en B. Schonberg (ed.), World Ballet and Dance 1990-1991, Londres: Dance Books, 1990, pp. 2-7. 3. Para más información, pueden consultarse las siguientes webs: www.catidans.org www.cgsg-tr.org www.garajistanbul.com.tr 4. Algunas partes de este artículo fueron presentadas en el marco del proyecto «Mare di Danza / Sea of Dance/ Dans Denizi», Cerdeña, 2006.


Un instantE convertiDO al panteÍsmO

Hablar de contemporaneidad en China, donde todo está ahí desde siempre, donde todo permanece de forma panteísta en un ahora y aquí eterno y presente, es una absurdidad. Como lo es plantear un discurso radical de reivindicación cotidiana del movimiento y del cuerpo, cuando el movimiento y la corporalidad son omnipresentes y no pueden, pues, representar ningún tipo de alternativa individual ni social. En China, el cuerpo ya es en sí mismo una moral, una política. Tanto Confucio en la Antigüedad como Mao en el siglo XX otorgaron a la danza un papel central. El escritor catalán Gerard Altaió, que vive en dicho país desde hace varios años, nos informa y reflexiona sobre todo ello. «Past, present and future can be concentrated in just one fleeting moment. Many fables and scenes from operas deal with dreams. Life is said to be an evanescent dream. But emperors have different dreams...» Gu Hua: Pagoda ridge and other stories. (Panda Books, 1985, pág. 73)

Espectáculo: Memory, de Living Dance Studio Foto: Odette Scott


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Gerard Altaió. ¿Desde dónde se escribe un texto sobre la danza cuando la escritura del abecé está ligada por sí misma al espacio estático de los significantes? Y aún más, ¿desde dónde se escribe un texto (éste) sobre la danza en China sin escribirlo en chino, y a sabiendas de que hablar de China es una irrealidad imposible? Dentro del gigante asiático hay tantas realidades como caracteres y escrituras. Como mucho, con estas líneas lo que puedo hacer —a modo de caligrafía— es dar cuatro pinceladas y realizar alguna anotación al margen sobre la situación de la danza acotada a la ciudad de Beijing. Y denunciar mediante el trazo que el recorrido de las ideas a la tinta es una de tantas variantes de la cultura china para situar el gesto y la escritura en una misma solución de continuidad. Con este repunte, lo que quiero poner en danza es la distinción radical de los puntos de partida de las dioptrías occidentales y Han. En el caso chino, y en el caso pequinés en particular, no tienen cabida los discursos lineales y temporales. El tiempo es preeminentemente espacial, y resulta totalmente cierta la cita de Ye Shengtao de que en la tierra de la porcelana más fina todo es un instante convertido al panteísmo. Hay que abandonar las nociones de nuevo, de ruptura, incluso de vanguardia, a favor de la sucesión de palimpsestos. Toda una virtud. Y más cuando la danza en el enclavamiento de la cultura china es tan vieja como el andar a pie (y no me refiero a los bailes rituales, sino a un lenguaje escénico plenamente trabado). Así pues, situar el interrogante en la danza contemporánea supone literalmente un choque, ya que en estos andurriales todo sigue siendo permanentemente contemporáneo. Todo está ahí, por decirlo de otra forma. Incluso lo que se ha borrado. En todo caso, podemos decir que desde finales de los años ochenta encontramos unas estructuras y unos lenguajes a la occidental que conviven sin problemas con los propios y que son los asequibles para la exportación y el diálogo con Occidente, tal como ocurre con la pintura. Son una máscara más dentro de la pluralidad, si bien una máscara muy poco autóctona, un escaparate. Esto provoca en algunos casos versiones pueriles y kitsch de la escena occidental. En Beijing encontramos a muchos bailarines contemporáneos, prácticamente a todos, trabajando la danza-teatro y poca cosa más. Un lenguaje a los ojos mediterráneos poco renovador y arraigado en una concepción muy poco atrevida del movimiento. Ahora bien, quizá es normal que una cultura profiláctica necesite encontrar en la danza una fuga para poner de relieve el cuerpo y sus fronteras. Pero en el caso chino, donde el cuerpo está presente en todo momento, esta necesidad no existe, y quizá sea ese el motivo por el que resulta tan difícil encontrar un discurso desde la danza

situado en el gesto, la flexión, el movimiento como lenguaje en estado puro. Por doquier encontramos coreografías espontáneas que harían las mil maravillas de quienes se sitúan en Occidente en el extremo de la radicalidad. Lo de «lo natural es moverse» de Carmelo Salazar es el pan de cada día en las calles, oficinas, fábricas o bibliotecas de este país, que no necesita, pues, construir una estética a partir de ella. El movimiento, el cuerpo, son por divisa una moral, una política. Por esta razón, Jiang Qing no permitía sino movimientos militares en el escenario, cuerpos compactos en uno solo, en una mística corporal del maoísmo. No corresponde ni aquí ni ahora explayarse en este sentido, aunque meramente como dato o metáfora justo es decir que a diario todo el mundo rezaba dos veces la Danza de la Lealtad. Nada nuevo, también Confucio había situado la danza dentro de sus preceptos. Esta permanencia del movimiento y el gesto a lo largo de toda la vida e historia de un ciudadano chino es quizá el único hilo conductor del que podemos tirar a la hora de buscar una continuidad entre la danza de hoy y sus precedentes. El resto (artes marciales, taichi) forma parte de la danza como también el pelo, el sudor y la piel de quien la baila, como un elemento puramente natural, pues, y no como un elemento referencial. No encontraremos en Beijing una puesta en escena posmoderna, o basada en la recuperación y el trabajo con componentes que aquí son plenamente de uso y abuso diario. En todo caso, podemos encontrar un diálogo con los sueños, con los códigos y los lenguajes escénicos de la ópera y del teatro chino, donde el gesto, como bien descubrió Artaud, es principio y final, y está absolutamente codificado. Dejando atrás lo que habrían podido ser notas de pie, entro de lleno en la médula informativa sabiendo que es imposible llegar a hacer entender el contraste que he dibujado a menos que se experimente en directo. Tan sólo hay que pasear bajo el primer rayo de sol por el parque de Tientan, o ver grupos ingentes haciendo ejercicio en la calle para descubrirlo. Todo acompañado de megafonía estéreo o, en el mejor de los casos, por la reproducción MP3 desde el móvil. Y es que en Beijing podemos encontrar la danza en relación tanto con la matemática del ábaco como con la dinámica aeroespacial. En la calle, evidentemente. En el momento de escribir esto, hace pocas semanas (del 15 al 19 de abril de 2009) que se ha celebrado el segundo festival anual de danza Beijing Dance/LDTX, organizado por la compañía homónima. La compañía Lei Dong Tian Xia (literalmente «el trueno retumba bajo el cielo») se fundó en el año 2005 bajo la dirección artística de Willy Tsao, una de las figuras más conocidas en


el extranjero. Por el festival han pasado Xing Liang, Zhao Ming y la Taipei Crossover Dance Company; coreógrafos de la Beijing Dance Academy y otras escuelas de danza; grupos como Tao Dance Theater (Beijing), Peng Lai Dance Collective, Fan Troupe (Beijing), Diandian (Guangxi), Qinggu (Guangxi), y J-town Physical Film and Theatre Lab (Shandong). Bajo el control directo de la Administración de Cultura de Beijing, en 2008 se fundó la primera compañía con escuela de toda China, la Beijing Contemporary Dance Theatre (BCDT), dirigida por Wang Yuanyuan y con una plantilla de bailarines que rondan los veinte años de edad. Recordemos que hasta 1980 la danza contemporánea (entendida como tal) estaba prohibida en China. Willy Tsao, muy a menudo considerado el padre de esta disciplina, estudió en Tacoma, Washington, en la Pacific Lutheran University, y regresó a Hong Kong, donde formó la primera compañía del país, la City Contemporary Dance Company, en 1979. Más adelante, en el año 1986, Chiang Ching, coreógrafa y actriz, promovió el programa de estudios para bailarines chinos en el American Dance Festival. Y a través de este contacto con el ADF, los primeros graduados formaron la Guandong Modern Dance Company. La compañía tenía dieciocho miembros, y se dedicaba al ballet, la danza tradicional y la danza clásica. Entre ellos destacaba Shen Wei, que tras formar su propia compañía en Estados Unidos, hace ahora quince años, fue el encargado de la coreografía de la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos del verano de 2009. Un periplo temporal que se desplaza, pues, de la exclusión al protagonismo absoluto en tan sólo veinte años. Hay que situar en el año 1992 la conexión de lleno de Beijing con la danza contemporánea, a raíz de la creación de la Beijing Dance Academy. Entre los alumnos de la primera promoción encontramos a Gao Yanjinzi. Sus profesores, Wong Mei i Jong Shoho, fueron quienes establecieron el primer curso de coreografía en la Academia. El primer director artístico de la BMDC fue la famosa bailarina Jin Xing, por aquel entonces coronel del ejército y profesor de la Academia Militar de Danza, conocida por ser una de las mejores bailarinas del país, además de una de las primeras mujeres reconocidas oficialmente por el Gobierno tras un cambio de sexo. Esta es la radiografía oficial. Como en todas las ciudades, también existen compañías y espacios independientes. El más importante e interesante es sin duda la Living Dance Studio (LDS), con base en el CCDWorkstation de Caochandi, fundada en 1994 por la coreógrafa Wen Hui y el director de documentales Wu Wenguang, ambos personajes reconocidísimos

en el circuito cultural y artístico, así como claros exponentes de la cultura independiente y de riesgo de la ciudad. La LSD es una institución autofinanciada y sin afán de lucro, que no recibe ayudas gubernamentales. El espacio del CCDWorkstation concentra una sala de proyección, un teatro, residencias, intercambios internacionales, así como un vasto programa de talleres y conferencias por los que han pasado Jan Fabre o Sònia Gómez, por citar tan solo dos nombres conocidos por la escena barcelonesa. El CCDWorkstation colaboró el año pasado con el Mercat de les Flors y otros teatros europeos en un programa de intercambios que llevó recientemente a algunos de los bailarines más jóvenes del país a la ciudad de Barcelona, concretamente a La Caldera. Es un espacio plenamente abierto al intercambio de información y que posibilita el encuentro de la contemporaneidad de las dos culturas. Estos días, mientras cierro estas líneas, en el CCDWorkstation se está celebrando el Festival de Mayo, la primera de las dos citas anuales (la otra es en octubre) que abre las puertas a los jóvenes creadores para que muestren sus propuestas. No hay duda de que en el CCDWorkstation la danza contemporánea se siente como en casa. Sin poder evitarlo, vuelvo al tintero por última vez para ennegrecer los últimos signos. Si la nota más radical en Europa puede situarse en una acción que desacciona, en un hacer sin hacer nada, en un desnudarse absoluto de las formas para hacer visible el cuerpo dentro del gesto, me pregunto si no será porque el emperador se sentaba en un trono en el que figuraba escrito «no hacer nada» por lo que China sostiene el materialismo de los cuerpos. ¿O puede que sea a la inversa? Ω Gerard Altaió es antipoeta y ha colaborado con escritos en algunos proyectos de danza en Barcelona, para colectivos como La Caldera y La Porta.

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Espectรกculo: Un peu de tendresse, bordel de merde!, de Dave St-Pierre Foto: Wolfgang Kirchner


CANADÁ: CINCO REGIONES DIFERENTES, CINCO ESTÉTICAS, CINCO HISTORIAS MUY DISTINTAS

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Relatar la historia de la danza en el Canadá con un enfoque global es una tarea casi imposible. La gran extensión del país, así como sus componentes étnicos, han hecho desistir a más de un historiador de la danza, máxime si se tiene en cuenta que, incluso a escala regional, sólo se han escrito unos cuantos documentos referentes a la historia local. Más abundantes son los documentos sobre los individuos que han marcado esa historia. Por todo ello, los críticos y periodistas especializados en danza en el Canadá tienden a ocuparse de la historia de su territorio concreto. Es el caso del autor de estas líneas. Así pues, este texto se centra principalmente en la porción de país que constituye Quebec.

François Dufort. Algunas pinceladas de historia antes de abordar el tema: con anterioridad a su fundación, en 1867, el Canadá era una colonia francesa, Nueva Francia (principios de la década de 1600); más tarde, como consecuencia de la conquista de 1760, pasó a ser colonia británica. Así pues, en 1867 era un país habitado por una mayoría anglófona y una minoría francófona, minoría que, sin embargo, es mayoritaria en la provincia de Quebec. Y todo ello sin contar una segunda minoría, la amerindia, desgraciadamente relegada al ostracismo y encerrada en reservas. Primera recensión Desde la década de 1600 hasta el principio del siglo XX, aparte de las danzas tradicionales (hoy folclóricas) y las danzas sagradas amerindias, la danza codificada (coreografiada) no existía en el paisaje artístico canadiense. Su advenimiento está ligado a la era de la industrialización, que supuso la entrada del país en la modernidad, un cambio que provocó un éxodo rural en beneficio de las ciudades, principales proveedoras de empleo. Estas novedades provocaron, a su vez, una primera oleada de inmigración procedente de los países europeos. Entre los recién llegados, algunos tenían formación (clásica) en danza, y de la mano de estos últimos entró oficialmente en el Canadá la danza codificada, justo después de la Primera Guerra Mundial. Durante el período de entreguerras, en Winnipeg, Toronto y Montreal abundaban las pequeñas escuelas que ofrecían clases de ballet, pero aparte de algunos espectáculos, en aquel breve período surgieron pocas iniciativas concretas. De hecho, sólo se fundó una auténtica institución: el Ballet Real de Winnipeg, en Alberta. Pronto la Gran Depresión y, más tarde, la Segunda Guerra Mundial relegarían la cultura a un segundo plano. La posguerra Terminada la Segunda Guerra Mundial, las cosas empezaron a ir bien. Un boom económico propició una segunda oleada de inmigración procedente de una Europa devastada y, de nuevo, entre esos inmigrantes había formadores. Así pues, se fundaron nuevas escuelas; esta vez, el ballet había llegado para quedarse. En 1951, después de Winnipeg, Toronto también vio nacer su compañía de ballet, que se convertiría

en una compañía de primer nivel: el Ballet Nacional del Canadá. En 1958 la siguió Montreal, con Los Grandes Ballets Canadienses. Cabe destacar que esas compañías de danza fueron las primeras en beneficiarse de ayudas gubernamentales. ¿Un callejón sin salida? Esas grandes compañías todavía existen hoy, en 2009, al igual que las escuelas superiores de danza que nacieron paralelamente a ellas y que hoy están integradas en los diversos sistemas educativos provinciales. Sin embargo, la aventura del ballet como disciplina artística es estéril. El ballet es un arte querido y visto por una élite. Esa élite, al ser una minoría, tiene suficiente con «su» compañía de ballet y, por tanto, el ballet no se desarrolla, no innova, tan sólo se basta a sí mismo. Sobre todo, no es en absoluto representativo de la sociedad en la que se enmarca. En cambio, la situación de la danza contemporánea es totalmente distinta. Tras repasar la historia común del ballet, pasemos a la historia por regiones de la danza actual. Retorno a la posguerra En la escena mundial, la capital de la danza ya no es París, sino Nueva York, ya que durante la guerra muchos artistas de la danza han huido de la capital francesa y se han instalado en la metrópolis americana. En el Canadá, estas circunstancias ejercen en muchos el efecto de un canto de sirena. Algunos responderán a esa llamada, y sus respuestas serán distintas según el lugar del Canadá en el que vivan. El canto de sirena en Quebec Durante los años cuarenta ocupa el poder un gobierno provincial de extrema derecha anticomunista. Ese gobierno está secundado por un sacerdote aún más conservador, un sacerdote católico que considera que la danza, en todas sus formas, es una incitación al vicio y a la lujuria. El arte, el que toleran las instancias gubernamentales y eclesiásticas, se instala en la continuidad. No hay innovación, sólo repetición. Este período, que se prolongó hasta 1959, se ha denominado la Grande Noirceur («la Gran Oscuridad»). En 1948, un grupo de artistas se opuso a esa situación firmando y publicando un manifiesto con


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Espectáculo: La pornographie des âmes, de Dave St-Pierre Foto: Eugénie Beaudry


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gran repercusión que llevaba por título Le refus global («El rechazo global»). Entre los integrantes de ese grupo de vanguardistas figuraban dos jóvenes bailarinas y coreógrafas: Françoise Sullivan y Françoise Riopelle. Una tercera bailarina, Jeanne Renaud, también debería haber estado entre los firmantes del manifiesto, pero durante su elaboración se encontraba de viaje en el extranjero. En los años sesenta, esas tres artistas serían las creadoras de la danza contemporánea quebequense. El nacimiento Estas tres artistas con formaciones diversas, que habían estudiado con formadores anglófonos montrealeses (que no se sentían constreñidos por las imposiciones del sacerdote católico porque eran de religión protestante), estadounidenses (Martha Graham) y europeos (Mary Wigman), enseñaron a su vez y pusieron, así, los cimientos de la danza montrealesa. A ellas se debe la creación del Grupo de la Place Royale, de donde surgió el coreógrafo Jean-Pierre Perreault, y del Departamento de Danza de la Universidad de Quebec. Con su implicación, también hicieron posible la formación de otro grupo: Nouvelle Aire. Este grupo de bailarines, dirigido en sus comienzos (en 1968) por Martine Époque, de origen francés, estaba fuertemente influenciado por el trabajo de Maurice Béjart, pero eso duraría poco. El grupo se libraría pronto de las influencias extranjeras y se abriría a la creación de un «movimiento» particular y una estética original típicamente quebequenses. Esa voluntad era el reflejo de una fuerte corriente nacionalista que había arraigado entre la población de la provincia y que conduciría a la elección de un gobierno independentista en 1976. Ese nuevo gobierno pronto buscó «héroes culturales», en una forma de egocentrismo que beneficiaría a la danza, ya que la financiación procedente del Estado en ese ámbito sería mucho más generosa a partir de entonces. Nouvelle Aire se disolvió en 1982 a causa del gran número de creadores con que contaba entre sus filas, algunos con aspiraciones de volar por su cuenta, como Édouard Lock y Ginette Laurin, entre otros. Durante los años de Nouvelle Aire, los contactos con el extranjero fueron escasos. No se viajaba y se recibieron pocos artistas de fuera, pero eso pronto cambiaría. Balance de la aventura: durante la época de Nouvelle Aire se volvió la espalda a la danza moderna; la estética, el fondo y la forma eran entonces posmodernos. Salió de escena el sacerdote y salió de escena el pasado (incluso el más reciente). A modo de anécdota, el «efecto rebote» Con sentido del humor, podría decirse que los años de la Grande Noirceur han motivado un gran número de coreografías interpretadas por bailarines desnudos, hasta el punto de que la imagen que ha quedado en el inconsciente colectivo de la danza de los años setenta y ochenta es la de unos bailarines desnudos que se proyectan aquí y allí sobre el escenario sin motivo aparente. El Big Bang coreográfico 1985. Ese año nace el Festival Internacional de Nueva Danza de Montreal. La danza estalla en Quebec. El mundo artístico quebequense descubre las compañías extranjeras más importantes de la nueva danza, y los productores extranjeros descubren la danza de Quebec. A partir de ese momento, se reciben más artistas y, sobre todo, se viaja mucho más. Esta polinización cruzada será muy enriquecedora. La danza ya no será una única cosa, sino que será múltiple, y a menudo inabarcable. Así, Montreal se convierte, en poco tiempo, en un eje de la danza en América del Norte.

El declive A principios de la década del 2000, se instala una nueva generación a la que se ha alabado por la influencia y el alcance de la danza montrealesa. Permanecen inertes, a la espera de una fama que sin embargo no merecen. Ya no se esfuerzan por viajar y enriquecer sus conocimientos y, enfurruñados, se centran en el negocio. Como no son reconocidos, a menudo abandonan la noción del arte en favor de la industria del espectáculo. El relevo no acaba de arrancar… Por otro lado, hay que reconocer que, teniendo en cuenta las condiciones económicas que se dan desde hace varios años, el arte dispone de muchas menos subvenciones que en el pasado, y esto ocurre a escala mundial. Los cantos de sirena en otros puntos del Canadá (continuación) En Ontario, en las provincias del oeste y en las provincias marítimas, la danza contemporánea también emergió y evolucionó como consecuencia de la posguerra y de los cantos de sirena que llegaban. El resultado es una estética más bien moderna que perdura hoy en día, una danza que, contrariamente a la de Quebec, ha viajado poco al otro lado del Atlántico. Sin embargo, en Toronto están surgiendo poco a poco jóvenes artistas que llegan con grandes promesas. En la Columbia Británica, en la costa sur, la modernidad también dio paso a la posmodernidad hace ya tiempo. No sorprende, pues, que el intercambio coreográfico pancanadiense más importante se produzca entre Vancouver y Montreal. Cabe destacar que en la danza de la Columbia Británica hay una fuerte presencia de artistas asiáticos, un elemento étnico que hoy en día tiene una gran influencia en la danza de Vancouver. A modo de conclusión A pesar de que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la gran tenacidad y voluntad de algunas personas han contribuido a sentar unas sólidas bases para la danza contemporánea en el Canadá, todavía queda mucho por hacer. Año tras año aparecen nuevos coreógrafos, pero, desafortunadamente para ellos y para todos los demás, la financiación pública no aumenta. Los artistas han de seguir repartiéndose el mismo pastel. Las salas especialmente concebidas para los espectáculos de danza son aún escasas en el Canadá. En las provincias marítimas, la danza se encuentra todavía en estado embrionario, y hay que añadir también que la danza sigue teniendo dificultades para instalarse fuera de los grandes centros. En cualquier caso, cabe destacar la velocidad a la que se ha desarrollado un medio artístico que en 1940 empezaba de cero. Ω

François Dufort es periodista de Montreal (Quebec, Canadá) especializado en danza. Creador de la revista digital Dfdanse en el año 2000, es su editor, grafista y fotógrafo.


OJO DE BUEY

EN DOS TIEMPOS SOBRE LOS «NUEVOS» EN EL BAILE FLAMENCO MODERNO Tradición y modernidad no son conceptos extraños entre sí. Algunos de los pilares flamencos mejor considerados por los puristas son renovaciones y revoluciones más o menos recientes. Sólo desde la renovación tiene sentido la cultura. Ésta es, precisamente, la regla de funcionamiento del archivo de la tradición.

Israel Galván Foto: Luis Castilla

Pedro G. Romero. No está de más empezar por hacer algunas advertencias ya que el flamenco funciona, las más de las veces, como una mitología, en el sentido que Roland Barthes dio a la palabra: una necesaria falta de conocimiento, incluso para el experto, mantiene el hecho mitológico en un limbo acrítico, despolitizado, lleno de lugares comunes que le son intrínsecamente necesarios. Lo que entendemos hoy en el baile como flamenco, sus signos más relevantes, son modernos y cronológicamente muy recientes, prácticamente desarrollados en la segunda mitad del siglo XX: desde Carmen Amaya a partir de los años treinta hasta, por ejemplo, la soleá de Manuela Carrasco. La seguiriya la hace danza por primera vez Vicente Escudero en los años cuarenta. El martinete no se baila hasta los años cincuenta y, de hecho, es un ensayo de Antonio Ruiz Soler para la película de Edgar Neville Duende y misterio del flamenco. Otras piezas maestras de intensidad,


radicalidad y expresionismo no las encontramos hasta los años sesenta: la soleá de Farruco o la seguiriya de El Mimbre, por poner dos ejemplos considerados estéticamente opuestos. Es decir, la mayoría de los rasgos que se connotan como «puros», «primitivos», «esenciales», etc. son aciertos relativamente recientes. La explicación conservadora suele atribuir a no sé qué hibernación en caverna o útero materno lo que mantuvo en secreto estas modulaciones del baile... No voy a extenderme ahora, pero estas afirmaciones tienen su valor exclusivamente como mito, lo que no carece de importancia. Y es que los malentendidos sobre el flamenco han sido aprovechados por sus artistas con una eficacia considerable hasta el punto de convertir su fuerza paradójica en paradigma para el crecimiento de su propio arte. Por ejemplo: desde fuera, el baile flamenco se entiende más como un puro acontecimiento que como un texto reglado. Dentro nos encontramos, sin embargo, con una partitura rigurosísima, sin apenas margen para la improvisación. Pero es importante esa apreciación exterior. Las cualidades performativas de ese texto riguroso se han trabajado para que el sentido del espectador se deslice por las figuras irracionales del delirio, el impromptu, el gesto arrebatador. Otro ejemplo: el baile flamenco se entiende, desde sus afueras, siempre como un trabajo gregario, conectado genéticamente, con un ADN común, unitario. Se viene a ver bailar a un flamenco (recientemente, a Jim Jarmusch, bailaoras tan distintas como Sara Baras, Pastora Galván o la Truco le parecían perfectamente intercambiables para su film, le servían igual) porque el flamenco se percibe como una expresión colectiva. Luego, desde dentro, la competencia entre artistas es feroz; y, de hecho, es uno de los motores del crecimiento tan diverso de este arte. Incluso en los años sesenta y setenta, cuando el giro etnográfico llevó a situar las diferencias estilísticas sobre la base de las gitanerías de pequeños pueblos (Cádiz frente a Jerez, Jerez frente a Triana, pero también Lebrija, Utrera, Alcalá, Morón de la Frontera, etc.), esto se sumó a la competencia que hasta entonces se asentaba entre las grandes familias cantaoras (las mismas líneas patronímicas de artistas que se dan entre los actores de teatro o los arquitectos: Mejoranas, Amayas, Pavón, Ortega, etc.). Es decir, en el flamenco tenemos también la construcción de una serie de individualidades excéntricas —como en el resto de los trabajos artísticos durante el desarrollo del capitalismo—, y compiten entre ellas fervorosamente, mientras que desde afuera se percibe casi como asunto tribal, gregario, comunitario. Y, finalmente, éste es un arte percibido con un fuerte acento identitario, español primero, andaluz después, que fue producido por una clase, el lumpenproletariado de las grandes ciudades andaluzas de mitad del siglo XIX, extendido inmediatamente, por lo menos, a Madrid y Barcelona; una clase que, como dice Giorgio Agamben, estaba excluida precisamente de su identidad como pueblo, expulsada del conjunto de signos que daban identidad a eso que se llama pueblo, nación, país. Esta paradoja sigue siendo fundamental y, gracias al agente de distanciamiento que han supuesto los gitanos (es por sus resistencias a la asimilación que no estamos ahora ante el flamenco como con los coros y danzas de España o de Andalucía, por más que se haya intentado muchas veces, se esté intentando ahora mismo, incluso se esté intentando en pos de una nación romaní que, desgraciadamente, toma lo peor de los modelos identitarios dominantes), gracias a la identificación de los calós con este género artístico, ha conseguido no ser del todo un índice identitario paralizante, castrador, alienante. Así, una mirada siempre extranjera proyecta sobre estos trabajos no sé qué esencias, signos, gestos de un colectivo, más o menos democratizado, extendido como cualidad nacional. Se entiende así, por ejemplo, que Borges llamara a Lorca «andaluz profesional». Tanto las clases ilustradas como las multitudes de ese pueblo (las campañas antiflamencas de Eugenio Noel son paradigmáticas, por esto se han convertido en manual imprescindible para saber de toros, de semana santa, de flamenco…) han mostrado alguna resistencia a este fenómeno de identificación, agarrándose, empero, a otros exotismos mediadores, sean los silencios de John Cage, la filosofía post-estructuralista o la comunicación global, sean el hip-hop, el cine gore o los juegos de rol. Y en el estado actual de cosas, todo para acabar sucumbiendo a este extrañamiento que es lo flamenco, que, tomándose al pie de la letra su paradoja, entienden como algo propio, DNI, carné de identidad. Esta regla es importante, puesto que los flamencos están dispuestos a asumir como propio todo aquello que valore las condiciones de su trabajo, dispuestos a seguir como sea un camino de emancipación. Lo interesante es cómo saben administrar la paradoja entre lo que los mira y cómo se miran. Podemos situarnos así en Los zapatos rojos que la Compañía de Israel Galván presentó en la Bienal de Flamenco de Sevilla en 1998. Partiré de esta obra no sólo por que piense que, de alguna manera, representa

el corte epistemológico para empezar a hablar de una manera distinta de entender el baile flamenco a día de hoy, sino también porque trabajé en ella y creo que conozco sus más íntimas contradicciones. Estamos en un escenario de lo que ahora Gerard Steingress llama flamenco posmoderno, no sé con qué fortuna. El problema es que los modelos estilísticos (comercialización, hibridación transcultural, globalización, mestizaje, etc.) que hoy se consideran posmodernos son básicamente los que han estructurado el flamenco desde sus inicios. Posmodernidad es una palabra ambigua que incluye por igual a las chicas Almodóvar y a las multitudes de Toni Negri. Pasa un poco como en la danza en general, que —como me decía Delfín Colomé— en este sentido casi siempre ha sido posmoderna (recordemos que en pleno furor moderno es el manierismo de los ballets rusos o suecos lo que lleva la danza a colaborar con Stravinski o Satie, Picasso o Picabia). Pero entendámonos —se me disculpará no ser exhaustivo en estas líneas—, el paisaje que nos rodea en 1988 pasa por el éxito de Joaquín Cortés, Antonio Canales, Sara Baras, etc., todos magníficos profesionales y bailaores que trivializan su trabajo en pos del espectáculo de masas, con trazos más o menos gruesos, más o menos televisivos, en una línea caricaturesca como la que representa hoy Rafael Amargo. Un poco de baile español, jazz, Graham, music-hall, Béjart, manierismo holandés, danzas del mundo… vaya, lo que hizo siempre el flamenco pero a destiempo, elaborado superficialmente y sin atender siquiera a lo «propio» del baile flamenco, lo que ellos mismos consideraban lo propio, dejándolo rellenar con la mera fuerza de sus símbolos, de sus malentendidos identitarios. A eso se le llamaba entonces nuevo y moderno. En este contexto hay disidencias reseñables que, aunque trabajaban con las mismas herramientas, lo hacen de forma estructural, consciente, buscando homologías entre el baile flamenco y otras expresiones artísticas; por ejemplo, los trabajos de Eva la Yerbabuena y Javier Latorre son claves en este sentido, son trabajos serios (aunque esto no es garantía de nada, también son serios los pastiches de María Pagés o Blanca Li y banalmente posmodernos). Asimismo resultó fundamental el marco de valoración artística que José Luis Ortiz Nuevo, atento siempre a lo nuevo, había otorgado a sus eventos, ya fuera la programación en el teatro Maestranza y, desde luego, la Bienal de Flamenco de Sevilla convertida en examen, cada dos años, de innovaciones, tendencias, derivas… Excéntricamente, trabajos tan distantes como los de Carmen Cortés o Lola Greco también concurren, llenos de paradojas, a dar esa visibilidad a lo nuevo en el baile flamenco. Y es que lo nuevo, la novedad, se había convertido en el principal motor de extensión del campo flamenco. Como bien señala Boris Groys, sólo cuando el archivo de la tradición está presente es posible la innovación. No resulta entonces extraño que en tiempos posmodernos se apele a lo nuevo como una necesidad ineludible. Sólo en la innovación tiene sentido la cultura, ésa es la regla del archivo. En un campo tan codificado como el del flamenco, esto, entonces, es más fácil, se da de forma más contundente y necesaria. Por ejemplo, es más fácil que en el nihilismo lingüístico de Jérôme Bel, que, trabajando en el límite, sólo puede convocar a su alrededor parodia y caricatura. De hecho, el campo artístico flamenco tiene tan reglada su «tradición» para facilitar lo nuevo, la continua novedad. Ésa es una ley irreversible de la que el flamenco da buena cuenta. Cuando Israel Galván se plantea ese plus de innovación acaba de salir del magisterio de Mario Maya y justo en el momento en que Mario Maya (maestro granadino que innovó en el baile, pero también en la dramaturgia y en el desplazamiento del baile al campo social) empieza a plantearse sus hallazgos e innovaciones como norma, como tradición. Los zapatos rojos deben mucho a Mario Maya, y no sólo por el penoso incidente por el que nos expulsó de su estudio el mismo día que estrenábamos. Israel Galván, aunque de familia bailaora (José Galván y Eugenia de los Reyes) aprendió en compañía de Mario esa ley de lo nuevo. De éste y de Manuel Soler, otro maestro y cómplice (en Los zapatos rojos daba la réplica a Israel) que le enseñó, entre otras cosas, mil y una triquiñuelas para la competencia, para la novedad. Mientras trabajaba el guión (una versión heterodoxa del cuento de Andersen Las zapatillas rojas, a través de la vida de Félix el Loco, que es quién enseñó a Massine los rudimentos de la farruca) apareció, claro, la figura de Vicente Escudero, vanguardista flamenco por excelencia. Una de sus más sentidas contradicciones pasaba por el empeño de hacer pasar sus ocurrencias e innovaciones como tradición. Por ejemplo, se inventa un baile del molino que había en Cádiz… a partir de la imitación rítmica de sus aspas y muelas. En los años treinta, sufre íntimamente estas paradojas. Por un lado, se ha formado en el París de las vanguardias y en el balletismo innovador de La Argentina; por otro, está atento a los discursos de Falla y Lorca sobre la tradición. Su famoso decálogo es hijo de esta perplejidad que le hace dar formas cubistas a la rigidez

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Belén Maya, Andrés Marín, Juan Carlos Lérida Foto: Luis Castilla

del bailaor flamenco (a las estampas fotográficas de Antonio el de Bilbao, el Estampío, etc.), del mismo modo que Lorca emparienta la sobria vivienda de unos gitanos del Albaicín con la máquina de habitar de Le Corbusier. Georges Didi-Huberman ha acuñado la figura del anacronismo, tomada del crítico intempestivo que fue Carl Einstein, para describir la cualidad del flamenco de abrir un tiempo distinto al tiempo del espectador de la obra. Este anacronismo permite escalar dos temporalidades a la vez, y sería una cualidad necesaria del arte que siempre se resolvería en dos tiempos. Así, un espectador cualquiera en un espectáculo de flamenco tiene esa sensación de doble temporalidad, pero ¿cómo se modula para no caer en la estampa del pasado o en la melancólica evocación de lo que se pierde? El anacronismo necesita de la fricción de esas dos temporalidades. Su efectividad necesita de ese combate de lo nuevo y lo viejo. A eso íbamos, ese discurrir anacrónico es el sentido exacto, creo, que se buscaba en Los zapatos rojos. Otra novedad importante de la obra fue el uso que se dio a los elementos audiovisuales. Toda la música de la obra era grabada y a menudo su fuente procedía del material de vídeo. En la soleá de Triana «El día del terremoto» que interpretaba en la grabación Pepe de la Matrona, Israel había grabado el baile con una handycam en la mano frente al propio barrio de Triana. Cuando la interpretaba en el teatro, su cuerpo luchaba por sincronizarse con la proyección de video que contenía el material ya grabado (la misma ocurrencia ha tenido hoy, diez años después, La Ribot en una colaboración con la bailaora Cristina Hoyos). La farruca, una versión ensamblada de algunos acordes de Falla en la guitarra de Paco de Lucía, se hacía contra la imagen del bailaor en un espejo deformado, su doble de vídeo. El sonido de una vieja impresora, máquina de linotipia, se escuchaba bajo los pies de Israel en una plancha de hierro, como aquellas alcantarillas que evocara Vicente Escudero. También reproducíamos el famoso duelo entre Escudero y el ruido de un motor. Y ésa era la clave, enfrentarnos a los materiales audiovisuales con una suerte de materialismo. Tornar materia lo que es mero fantasma. Digamos que es también una constante del flamenco, no sólo por las demostraciones prácticas de Escudero. El uso de la propia música, intentando seguir el ritmo con el cuerpo, es desde el zapateado la base del baile flamenco.

Cuando Israel monta el Estudio nº 12 de Conlon Nancarrow, cada distorsión de la pianola tiene una respuesta en su cuerpo. El cuerpo es, por tanto, un medio muy físico, material, bajo. Esa mimesis con los sonidos, con las imágenes, con los trucos, lleva a veces a pulsos de tipo circense. No hay sofisticados trucos, se trata algunas veces de artimañas, pero predomina una superación física del medio. Ese combate se repetía en el uso que hacíamos de lo audiovisual en Los zapatos rojos. Había un pulso con la imagen, el sonido, los efectos especiales. La maquinaria teatral se sudaba, se hacía cuerpo, pesaba. Todo se arrastraba al suelo. Como al final de la bulería descalza de Carmelilla Montoya, lo que los pies machacan una y otra vez contra el suelo, lo que pisan es la imagen del vídeo, el sonido estéreo, el artefacto nuevo. Y este nivel de audiovisualización no tiene lugar solamente en el escenario. Lo que inaugura también Los zapatos rojos es el trabajo con materiales arqueológicos (viejas películas, fotografías antiguas, grabaciones arcaicas, dibujos y grabados, etc.) que permitían ahora, gracias a avances tecnológicos como el vídeo, el DVD, internet, etc., poder trabajar con las formas de la tradición de otra manera, y darse cuenta de los avances y retrocesos del baile, de que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Pero también volver a aquello que se pierde en la transmisión oral, la relación maestro-alumno sobre la que descansaba la transmisión de la tradición, del corpus de lenguaje coreográfico que es el flamenco. Como dice William Washabaugh sobre los flamencos, en la comunicación oral siempre mienten, adecuan lo que se dice a las conveniencias entre el hablante y el oyente. Pero ahora resulta que la moviola no miente. Y como en los deportes de competición, la imagen grabada aclara ahora que ese braceo no era así, ni la compostura del pie sobre el suelo se hacía de esta otra manera. Nosotros trabajamos con fotografías, con las viejas grabaciones de Escudero, con los viejos sonidos del disco de pizarra. En 1997 yo había estado trabajando como profesor de danza, desarrollando un plan teórico en el que no se hacían distingos entre el flamenco y las escuelas modernas de baile. Todavía hay un libro, Caprichos, la danza a través de un prisma, que da cuenta de aquellos esfuerzos. La administración se cargó el programa pedagógico y maltrató la publicación, pero algo queda. El caso es que esa audiovisualización se ha convertido en clave en el trabajo de toda una generación, como ha ocurrido en el caso del cante,


en el que toda una generación ha mimetizado su voz con los sonidos, su registro, de una época: Arcángel, Miguel Poveda, Estrella Morente, etc. Hoy tenemos la admirable Flamenco Siglo XXI, en la que Rafael Estévez y Nani Paños construyen un verdadero museo, en el sentido más positivo de la palabra, sobre los años de construcción del baile flamenco tal y como lo entendemos ahora. Es un trabajo que rezuma pedagogía, laboratorio, taxonomía. Lo de menos es su puesta en escena, es el desorden de códigos que infiere al espectador. «Esto debe ser el flamenco moderno», comentaba una aficioná en su estreno en Sevilla, cuando en escena no se habían superado todavía el flamenco de los años veinte. Lo que nos interesa es pervertir la delicia del experto que asiente en el reconocimiento de cada gesto, la educación del aficionao que descubre que la trasgresión era el código principal en el baile flamenco. Al fin y al cabo, estamos ante una interiorización de medios técnicos, sea como representación en el espectáculo o como aprendizaje del cuerpo. Se trata entonces de devolver, también aquí, ese arrastre del cuerpo al suelo. Del cuerpo de la técnica al suelo. Las críticas a Los zapatos rojos decían: «debe ser moderno, pues el bailaor se revuelca por el suelo». Y es que era raro que en un baile tan solar como el flamenco («solar» en el sentido que le dio Bataille, abierto y a ras de tierra, pero también del astro solar) no se vieran más ese tipo de arrastres. Finalmente, la dramaturgia de Los zapatos rojos también supuso un revulsivo. La fragmentación, la literalidad, la alegoría, los saltos de sentido, las fugas, los cambios de ritmo, todas las herramientas que nos regala el flamenco en sus libretos de cante, cuando se componen, por ejemplo, una tanda de cantes por soleá, como las letras van acumulando sentido… Quiero decir que las fuentes de esta dramaturgia no estaban en el texto moderno sino en el propio bagaje flamenco, enfrentado a su correlato moderno. Siempre se tiene la sensación de que cuando hay narración dramática en el flamenco se sobreactúa. Y es que, como bien explicaba en los años setenta Matilde Coral (pero cambió la moda y cambió la explicación), todo baile tiene un desarrollo teatral, dramático. En cualquier soleá hay una narración, con un nivel de abstracción que ha sabido reconocer muy bien Pina Bausch. Por eso cuando se superponen dos textos irremisiblemente se da la sobreactuación. Se trata, por tanto, de buscar en la propia caja de herramientas del flamenco cómo se ponen en escena esos mimbres de narración que ha configurado el propio baile, la propia escena. Claro, el malentendido viene de tomar la fiesta (la celebración tribal, el hogar primordial, no sé qué espacio auténtico) como origen del flamenco y no como lugar de reelaboración de un texto (los pasos de una soleá, por ejemplo) que había sido elaborado previamente en el espacio del teatro. Y es que el baile flamenco siempre entendió bien el uso de toda la maquinaria teatral sin que se notara el teatro. En el ámbito de la pura dramaturgia, los casos de Teatro Estable Lebrijano (al que tanto le debe el primer Távora) o del Ortiz Nuevo de Por dos letras siguen al pie esta regla: un uso indiscriminado de toda la maquinaria teatral pero sin teatro. Los zapatos rojos ensayaba literalmente este método no escrito. Leves enunciados, a veces dependientes solamente del escrito del programa o de unas letras escritas en la propia escena, eran suficientes como texto dramático. A menudo, cuando era demasiado literalista, un recurso frecuente en el flamenco, nos desbordaban los intérpretes; los recuerdo: Israel Galván y Manuel Soler. En la escena en la que se evocaba la Revolución rusa como el asusta viejas demoníaco que empujó a los ballets rusos a deambular por Europa, Manuel Soler evocaba a Satán, al taumaturgo, a Diaghilev, a Lenin… no se necesitaba haber leído El maestro y Margarita de Bulgakov para que todos mencionaran su magistral retrato. A menudo, estos momentos elocuentes, esta verborrea escénica, hay que usarlos en desbordar la caja escénica. Así se hizo siempre en el teatro de variedades, la gran escuela teatral de los flamencos. También en los sainetes, que —como nos recordaba Bergamín— debían desbordar siempre la relación entre público y escena para no resultar acartonados. De alguna manera se trataba de reconocer los handicaps del texto coreográfico flamenco a la hora de llevarlo a escena y utilizarlos como pértiga, punto de apoyo a nuestro favor, a favor de Los zapatos rojos. Si nos fijamos, este experimentalismo a jirones de los flamencos tiene que ver más con la aplicación de experiencia que con esos juegos reiterados que formulan una y otra vez una forma. Un experimentalismo que viene de experiencia, según ha teorizado también Walter Benjamin. No se entiende el espacio de la representación como distinto al espacio de la vida. Se producen continuos intercambios entre uno y otro espacio. Sin necesidad de reglarlo como ha hecho el experimentalismo moderno para, irremediablemente, convertirlo en la fijación académica de un nuevo texto. Es verdad que ciertas coartadas sociales le han permitido esa continua trasgresión del teatro: amateurismo, subalternidad, delincuencia. Esa sensación de incomodidad que causa el flamenco

cuando se desarrolla en escena, esa inadecuación a la caja escénica, tiene más que ver con ese experimentalismo de experiencia que he intentado describir que con la enajenación de un incierto origen adámico en el campo, en la celebración íntima. Adecuar cualquier texto moderno a lo flamenco siempre tiene algo de estafa, estrechar el desbordamiento del flamenco a un profesionalismo escénico también engaña. Así, no es extraño que lo falso, la estafa, el engaño puedan tomarse como herramientas de un teatro sincero, tan verdadero que no trata de esconder sus simulacros. Los zapatos rojos fueron un éxito, no desde luego como producto comercial, pero sí como un conjunto de experimentos que podían reelaborar el trabajo de los bailaores flamencos con su arte, su propio archivo cultural, su tiempo. El enunciado de Vicente Escudero fue, por ejemplo, el principio de una incómoda relectura de su presencia en el canon. Hasta bailaores que venían de un cierto clasicismo, digamos «mairenista» (una categoría del cante que se utilizó aquí en sus matices estilísticos, en las antípodas del vanguardismo de Escudero), gente como Javier Barón o Andrés Marín, con entendimientos del compás tan distintos y distantes, entraron después en la aventura de Vicente Escudero. La verdad es que es una generación de bailaores y bailaoras impresionantes desde el punto de vista técnico. Recuerdo que en aquella etapa como profesor de teoría de la danza discutíamos mucho sobre la valía de los bailaores. A todos los niveles no había comparación entre la escena contemporánea y la escena flamenca, estos últimos estaban en una dimensión distinta en todos los campos: desde el riesgo profesional a la preparación técnica. Y, desde luego, no podíamos resignarnos a esta diferenciación académica entre flamenco, español, moderno, contemporáneo… Me centré en Los zapatos rojos por conocimiento. Desde entonces hasta hoy —escribo este texto cuando el último trabajo, El final de este estado de cosas, está acabándose de cocer— he estado trabajando con Israel Galván. Podría haber volcado el análisis en otros, haber hablado también del baile de Belén Maya, de Rafaela Carrasco, de Rocío Molina, y de tantos otros que he ido citando. Decidí limitarme a lo que mejor conozco, donde el análisis puede ser más cristalino. Pero creo que, en general, toda una generación de nuevos bailaores y bailaoras pueden mirarse en los problemas evaluados. Unos se reconocerán más que otros. El propio Israel Galván seguramente pensará que fueron algunas otras sus motivaciones. En estos diez años han pasado muchas cosas. Son muchos los artistas que han trabajado en distintas direcciones con esta urgencia de lo nuevo. De hecho las influencias, por obra u omisión, son muchas, de unos a otros. El trabajo de todos estos flamencos ha constituido un laboratorio vivo. Y no es comparable esta emergencia con la que aqueja en estos momentos al cante o a la guitarra. Donde pasan hoy las cosas en el flamenco es en el baile. De hecho creo que ahora mismo estamos en medio de una encrucijada. Es evidente el éxito de muchos de estos artistas y la necesidad del mainstream de incorporarlos. Las instituciones intentan manipularlos de mil formas y poner su trabajo al servicio de sus aspiraciones más banales, sea desde la rimbombante Agencia para el Desarrollo del Flamenco o desde estancias espectaculares como las bienales, festivales y concursos que actualmente se suceden, que no tienen lugar ni respuesta para el trabajo de una generación así. En los teatros generalistas suele haber una cuota flamenca que se rellena como se puede, a menudo con un nivel de exigencia menor que para el resto de la programación anual. Todo esto puede influir en la consolidación de esta generación de artistas flamencos, de su manera de trabajar diferente. A mi me importa, claro, que algunas de las constantes que han marcado estos años (lo nuevo entendido como la novedad combatida con anacronismos, lo audiovisual arrastrado hasta un cierto materialismo, lo teatral desbordado por un experimentalismo que no se acomoda a la caja escénica, rebasándola por otro tipo de experiencias) acaben triunfando y no nos encontremos con un renuevo hecho de modas, videos-láser y dramatizaciones más o menos edípicas. Wittgenstein, en una imagen muy coreográfica, señalaba que el asunto no consistía en observar a la mosca dentro de la campana de cristal sino en enseñarle el camino para salir de ésta. Tenemos el peligro de que la mosca se crea su papel de badajo y golpee una y otra vez la campana hasta hacernos feliz con su continuo y machacón soniquete. Eso ha sido siempre el espectáculo. Sólo cambia la mosca y el diseño de la campana. Pero, en el problema enunciado, las responsabilidades no son solamente de la mosca. El que mira tiene que saber qué está mirando. Como dice Juan de Mairena: «El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve».

Pedro G. Romero es artista visual,investigador de la imagen y del flamenco.

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OJO DE BUEY

AbstraccionEs (poesÍa y danza) a raíz de «Present vulnerable», de Andrés Corchero, a partir de la poesía de Feliu Formosa

Espectáculo: Present Vulnerable, de RARAVIS - Andrés Corchero / Rosa Muñoz Foto: Pep Daudé

Andreu Gomila. «La honte d’être un homme, y a-t-il une meilleure raison d’écrire?», se pregunta Gilles Deleuze (Critique et clinique). No hay otra, podríamos responderle. La vergüenza de sufrir, de disfrutar, de respirar, de ver morir. La vergüenza de vivir, de desnudarte ante un público desconocido o que te conoce demasiado. La vergüenza de no ser. El hombre-creador sufre de hipersensibilidad y cuando lo que tiene entre manos es la tragedia de la vida, de su propia existencia, las pinceladas que emanan de él resultan aterradoras. Basta con leer un poema de Paul


Celan, Nächtlich geschürzt por ejemplo, e intuir toda la carga emocional que se esconde tras cada golpe, cada concepto, por culpa de una vida sobrevivida al exterminio. «Nächtlich geschürzt / die Lippen der Blumen, / gekreuzt und verschränkt / die Schäfte der Fichten / ergraut das Moos, erschüttert der Stein, / erwacht zum unendlichen Fluge / die Dohlen über dem Gletscher» («Nocturnamente fruncidos / los labios de las flores, / cruzados y enlazados / los tallos de los pinos, / encanecido el musgo, la piedra estremecida, / despiertos para el vuelo sin fin / sobre el glaciar los grajos». Traducción de Jesús Munárriz). Podemos retroceder y buscar entre los versos de Georg Trakl la barbarie de las trincheras de la Primera Guerra Mundial. O entre las palabras de Desolació, de Joan Alcover, soneto que rinde cuentas con la muerte de esposa y dos hijos. «Jo só l’esqueix d’un arbre esponerós ahir»... Retrocedamos aún más, hasta Baudelaire en L’ennemi: «Ô douleur! ô douleur! Le Temps mange la vie». O volver a un siglo más tarde, a mediados de la década de 1970, al Cançoner de Feliu Formosa, donde el poeta, contenido, lleno de esta vergüenza ontológica, deja entrar en casa a su amada, fallecida recientemente. La invita a pasar, le permite hojear sus libros, escuchar música, se sientan, se sonríen y se abrazan. «I aquest poema mai no haurà existit». Pero existe, desafortunadamente, fruto de un dolor que es el dolor del hombre por ser hombre. La vergüenza de ser un hombre. ¿Hay mejor razón para bailar?, se podría haber preguntado a Deleuze si hubiese sido coreógrafo, bailarín. ¿Es posible trasladar una poesía de raíces tan profundas al gesto, al movimiento, con pocas palabras que contextualicen el espectáculo, sin que el espectador sepa qué está mirando? De hecho, ¿es necesario explicar una historia? No, en absoluto. Demasiado a menudo se percibe que las artes escénicas son la última expresión artística que se ha desligado de la realidad, de la necesidad de representar la realidad. A finales del siglo XVIII, la música dejó de referirse a tempestades, olas; durante el XIX, la pintura y la literatura se decantaron progresivamente por la abstracción; a mediados del XX, Beckett y Ionesco materializaron la revolución en el campo de las artes escénicas. No ha transcurrido el tiempo suficiente, es cierto, y mientras que el individuo que entra en un museo sabe cómo descodificar las sopas de Barceló o las chicas mirando al infinito de Hopper (la abstracción no son sólo cosas sin forma reconocible), el espectador que accede a una sala de teatro no ha aprendido todavía a asumir del todo un montaje que no utiliza una narrativa digamos convencional, con inicio-nudo-desenlace, y que lo único que quiere transmitir son, por ejemplo, emociones físicas. Busca la empatía concreta y se olvida de la abstracción, de poner en marcha la imaginación. Por ello los espectáculos en los que la abstracción es al cuadrado son la experiencia más compleja del hombre-creador, el ejercicio en el que éste pone a prueba con más calidad de recursos la capacidad intelectual de quien mira, de quien quiere mirar. Hablamos de montajes coreográficos construidos a partir de textos poéticos, como el que la compañía Raravis de Andrés Corchero y Rosa Muñoz ha concebido a partir del poemario Cançoner y del dietario El present vulnerable, de Feliu Formosa. No resulta nada fácil trasladar al movimiento la poesía escrita. Es la mejor forma de obligar a cambiar de lenguaje la poesía, pero no por ello la vía más simple. Danza y poesía viven emparentadas por esta tendencia a la abstracción, por la búsqueda de una cierta belleza, por la capacidad evocativa que pretenden. Ocurre que, al igual que con las leyes físicas que regulan la atracción de los elementos magnéticos, los polos de un mismo signo se escupen, no conectan, no se enganchan. La danza tiene, a mi entender, una misión poética per se, y a menudo, cuando intenta seducir otro lenguaje, produce criaturas amorfas. Sólo desde la experiencia continua, desde el trabajo constante, desde el ensayo y error de cualquier proyecto casi científico, es posible la simbiosis. Un proceso que Corchero y Formosa han ido desarrollando durante casi veinte años y que ahora ha llegado a la eclosión en un montaje espléndido. Empezaron con Gil de Biedma, pasaron por Goethe y han terminado en ellos mismos, en el coreógrafo rebuscando con mano fina, de ladrón experimentado, en los

cajones del poeta. Sólo desde el conocimiento profundo del material tratado se puede llegar a urdir una pieza coreográfica del nivel de Present vulnerable, llena de imágenes que nos remiten a las palabras de Formosa, pero que a la vez son independientes, sobreviven sin ellas. Pienso en la muerte de ella, en los momentos posteriores, en los que el cuerpo de la mujer se aferra al cuerpo de él, en la navegación en círculos, en cuadrados, en óvalos, del paso del tiempo, siempre dejando rastro, en la línea que separa el antes y el después. Hay tantos elementos que nos remiten a la desolación… Y ambos, Corchero y Formosa, han partido de la misma base, el mismo estilo: el expresionismo. El coreógrafo se formó en butoh, la danza japonesa nacida bajo la influencia germánica. El poeta es un gran conocedor del expresionismo alemán, de los Trakl, Benn, LaskeSchüler, no en vano los ha traducido. Ambos, ciertamente, poseen esta tendencia a la distorsión de la presunta realidad para producir un efecto emocional, rehuyen el naturalismo y gritan a todo pulmón: «Estoy vivo». Formosa es un poeta con una trayectoria netamente vitalista, con composiciones que tratan la realidad cotidiana desde las ideas. Su poesía está emparentada, por ejemplo, con la de Joan Maragall, aunque rebajando un grado el influjo wagneriano y, a medida que han pasado los años, con una trayectoria muy parecida, a mi entender, a la del expresionista Benn, con cargas de profundidad de gran calado y un discurso retórico austero, de técnica simple y gran efectividad. Dichos elementos se disciernen ya en Cançoner, donde el poeta en vez de loar la muerte como un romántico, en vez de abrir la caja de Pandora de los sentimientos más vulgares, más sensacionalistas, la desafía como un expresionista, muestra el dolor, pero no sólo ofrece dolor. En el fondo, este volumen, de una tristeza infinita en unos versos más bien contenidos, no es más que un canto a la vida, pese a saber que el tiempo deja heridas indelebles en el cuerpo de los humanos. Corchero, de hecho, entiende a la perfección este concepto y el movimiento final de los bailarines, cabizbajos, dando vueltas sobre sí mismos mientras liberan arena blanca sobre el escenario como si se tratara de la baba de un caracol, resume a la perfección lo que nos ha querido transmitir Formosa. La traslación del trabajo poético de Feliu Formosa de la página de un libro de versos a la escena que ha ejecutado Andrés Corchero es, será, una de las experiencias más enriquecedoras que ha producido la cultura catalana en los últimos tiempos, por la calidad del producto final y la dimensión alcanzada. Un flujo en ambas direcciones —porque el poeta ha trabajado codo con codo con el coreógrafo— que ha generado una obra magna de la abstracción, que es tan poética como la fuente de la que bebe en primera instancia. No hay que olvidar lo que dice Deleuze: «Écrire n’est certainement pas imposer une forme (d’expression) à une matière vécue. La littérature est plutôt du côté de l’informe, ou de l’inachèvement, comme Gombrowicz l’a dit et fait. Écrire est une affaire de devenir, toujours inachevé, toujours en train de se faire, et qui déborde toute matière vivable ou vécue. C’est un processus, c’est-àdire un passage de Vie qui traverse le vivable et le vécu. L’écriture est inséparable du devenir: en écrivant, on devient-femme, on devientanimal ou végétal, on devient-molécule jusqu’à devenir-imperceptible». ¿No estaría hablando el escritor francés de la danza? ¿No es realmente el movimiento un objeto inacabado que sólo puede concluir en la cabeza del espectador, que cruza la vida, que va más allá incluso de nuestra existencia, que nos conecta con elementos rituales que no recordamos aunque estén ahí? ¿No es todo eso, también, la poesía? ¿Esta imperceptibilidad tan típicamente deleuziana no es a lo que aspira todo creador cuando presenta una obra contemporánea? Lo dejamos aquí.

Andreu Gomila es escritor, crítico literario y periodista. Jefe de espectáculos del periódico Avui desde 2007. Ha publicado los volúmenes de poesía Un dia a l’infern dels que són (2001), Diari de Buenos Aires (2007) y Aquí i ara (2007).


Decíamos ayer

POR UNA DRAMATURGIA SILENCIOSA (2) Danza, escritura, figura

En el dossier del número 3 de la revista Reflexiones, Fratini nos advertía de que no es función del dramaturgo limitarse a ser un simple lacayo del coreógrafo, y que tampoco no debe aceptar nunca convertirse dócilmente en su intérprete, en mero traduttore-traditore. En diálogo con la creación de otro lenguaje artístico (aquí, el movimiento, la danza), el texto sólo funcionará armado como creación paralela: igual de atrevido; rebelde a someterse a un simple papel de servicio; revelador en sus propias oscuridades, falsificaciones y máscaras; real siempre en la evidencia igualmente material de su cuerpo verbal, la fisicidad de la palabra.

Roberto Fratini. En el sobresalto que padeció la literatura dramática a finales del siglo XX, el autor denotaba cierta resistencia a desaparecer tras lo hablado, rechazando la neutralidad que es la base de toda mímesis y proclamando un imperturbable «yo», que se volvía cada vez más codicioso cuanto mayor era su colonización de partes de texto en las que tradicionalmente había sido extraña la labor estilística. El mismo período marcó la dilatación de la zona gris. Nacía, prolífica, la estirpe laboral del dramaturg (préstamo del alemán que debía resolver la incomodidad de definir a un escritor que, aun así, no es autor y que algunas veces no es más que un exégeta a sueldo de directores o coreógrafos «confusos»). No repasaré su distribución de tareas: la división del trabajo optimiza la producción, pero suele introducir en los hechos artísticos la ralentización de la ideación que quisiera evitar. Porque la necesidad que la genera no siempre es artística. Y, si mucha de la dramaturgia al servicio de la danza no es realmente hija de la escritura, son también muchos los coreógrafos capaces, sin contribución especializada alguna, de demostrar una maldita verbosidad a la hora de hilvanar su personal escritura de servicio. En danza la escritura «escondida» no es un dato reciente: durante tres siglos el ballet se ha servido de la eficiencia semántica de libretos cuya redacción precedía infaliblemente el montaje de la coreografía, con un índice de preceptividad muy elevado (el texto también podía incluir diálogos extensos). Pero incluso la parafernalia del libretismo se convierte en un gran aparato, unas instrucciones de uso. El público consultaba los libretos para «entender algo». Mientras la dramaturgia de la danza se mantenga en los límites de la paráfrasis, de la narración y de la didáctica, independientemente de épocas y estilos, no será más que una dramaturgia desclasada, una sirvienta ubicua y sentenciosa. ¿Por qué, entonces, celebrar una comunión de motivos entre la dramaturgia corsaria de la última mitad del siglo, en el teatro de Palabra, en el de Poesía, en el de Narración, y el cúmulo de dramaturgias no siempre silentes que en el mismo período

sepultó la praxis teatral? Porque la intromisión de la dramaturgia, cuando no es afasia disfrazada, y su silencio, cuando no es verboso, coinciden en un parámetro que es la propia razón de la empatía entre escrituras tan distantes, la escritura totalmente «abierta» del teatro de palabra y la escritura totalmente «encerrada» del teatro de danza: ese parámetro es la densidad figural; el estilo como autoconfesión de la forma. Remontémonos al modelo lógico que monopoliza la hermenéutica: la institución de una cadena de causalidades entre escritura y acción. Si el sentido de esa causalidad fuera una especie de temporización de la relación (primero la escritura, luego la performance), sería obvio señalar la novedad de las últimas «escrituras ligeras» en la fascinación de una dramaturgia que va haciéndose en el hacerse de la acción, y que se deja modelar por las contingencias del proceso creativo: la creencia en este dogma de la creación reciente explica el singular pudor con el que desde hace algún tiempo se habla de «obras» y la gran desenvoltura a la hora de referirse a todo (y al todo que es la danza) en términos de proyecto o de work in progress: un síndrome exquisitamente posmoderno, que desde hace un par de décadas va infestando de productos «líquidos» un mercado lo bastante líquido como para apreciarlos; el triunfo de lo no finito sobre el infinito. Ahora bien, la complicación en la cronicidad del hacer teatro no es solo secundaria; es también, a fin de cuentas, opcional. En el trabajo de algunos coreógrafos (Caterina Sagna entre ellos) toda la escritura precede al montaje. En cuanto a los modos de esa escritura previa, puede compararse exitosamente a una especie de novela epistolar: tanto si surge de la conversación viva como del desovillarse a distancia de dos reflexiones paralelas (la del coreógrafo y la del dramaturg), su concreción escrita no tiene nunca la forma bruta de la libreta de apuntes. Los tristemente célebres contenidos, incluso en esas comunicaciones internas, están siempre ordenados, o mejor desordenados, siguiendo una aproximación deliberadamente literaria, algo como una superabundancia, una exuberancia del signo escrito. Y no solo por afición a un protocolo


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Espectáculo: Yes we can’t, de The Forsythe Company Foto: Dominik Mentzos

que, sin embargo, no nos disgusta, sino porque por razones operativas anteponemos al significado puro la metáfora o la cadena de metáforas que le parte el lomo. Muy a menudo la metáfora se ha revelado más longeva, en cuanto a la ideación, que el referente. Por la misma razón, a esa escritura le encanta oscilar entre los registros más variados, como si buscara a tientas la exacta temperatura de la danza que será; aunque puede, por un lado, resolverse en fórmulas abiertamente conativas (a veces una burlona obscenidad), ni siquiera le son extrañas las intermitencias líricas. En ocasiones resulta inevitable anotar en versos el «estado de los trabajos». En general escribimos demasiado. Porque lo mucho cansa y desborda, y eso es lo que buscamos: la danza en ciertas laceraciones por exceso de la escritura, y viceversa. Precisamente a través de esa escritura «desiderativa» el sentido del espectáculo se persigue, y se precede constantemente, a sí mismo. Y mediante la pesca de arrastre entre sus desenfrenadas metamorfosis se recoge un residuo de texto, una especie de guión. Toda escritura que consigue cumplirse en danza desaparece felizmente: toda escritura que no consigue llegar a esa contracción puede pedir ser dicha, si el déficit entre sus sentidos y los sentidos de la acción tiene «sentido» respecto al trabajo. La palabra «hablada» de la danza reciente es muy distinta del estilo rapsódico e interjectivo de los primeros trabajos de Pina Bausch: porque ya no es una exuberancia de la acción (un «grito de la cosa»), sino el síntoma de una recesión del lenguaje; y ya no es, como en Pina Bausch, un índice de insinceridad (la única deshonestidad de un cuerpo «sincero»), sino un instrumento de duda (y muy a menudo la única sinceridad de un cuerpo programáticamente «insincero», que es el de la danza posmoderna). Ya no es una excepción, sino un excedente (residuo de lenguaje sobre lo que queda de la danza). Dichas en un espectáculo de danza, las palabras no son nunca «coherentes» con la propia danza, porque no resuelven un problema de sentido: lo generan. Y puesto que una grandísima parte de la danza de los últimos años (Sagna, pero

también Le Roy, Buffard, Salomon, etc.) ha explicado las distorsiones en las que cae la danza cuando abraza los modos de los lenguajes «positivos» y de los grands récits (la educación, la crítica, el poder, la religión), era natural que, paradójicamente, en los espectáculos de esa fase se hablase mucho, y que lo hablado fuera, salvo raras excepciones, la punta obscena de una escritura que entre tanto se había refugiado en otra parte, y que se asomaba desde detrás de la danza con sus vergüenzas al aire. Profundicemos ahora en las causas de una sinergia tan peculiar entre danza y escritura. Por la deteriorabilidad del acto ante la incorruptibilidad de lo escrito, el Occidente judío y cristiano ha subyugado al complejo del texto como causa y de la acción como efecto el modelo de una distancia más metafísica entre trascendencia e inmanencia; opción que, si bien en primera instancia asignaba al Verbo del texto las persistentes cualidades de lo divino, en un segundo nivel terminaba por asimilar la propia persona del Autor, el gran Ausente de la performance, a un incómodo sucedáneo de dios padre. Y, puesto que el crisma de la trascendencia se aplicaba de forma fluctuante y con desigual fortuna al autor y/o al texto, era de prever que el siglo XX, el siglo de todas las inmanencias, atribuyendo a toda trascendencia cierta deslealtad cósmica, se dedicara a la salvaguardia del aquí y ahora con una articulada estrategia sacrificial, que golpeaba el deus absconditus ya en la persona del autor (que la primera gran reforma, desde Stanislavski hasta Brecht, sustituyó en el despotismo vicarial del director), ya en el cuerpo del texto (que la segunda gran reforma, desde Grotowsky hasta Brook, canibalizó en el cuerpo del intérprete, o en el cuerpo a secas). Pero ¿por qué la deflación del texto tenía que implicar la extinción de la escritura? Cuestión secularmente espinosa, sobre todo en el seno de la danza, donde la trascendencia del texto era y es mucho más que una útil metáfora de civilización; donde trascendencia y silencio eran y son constitutivamente sinónimos; donde ambas, la trascendencia de la


escritura y el silencio musicado que la traducía, entraban por razones obvias en el territorio de la ilegitimidad. El Dios-texto, aquí, es un infiltrado desde siempre. Se sabe que al libretista clásico se le libró del encargo con una ejecución expedita y noctámbula, en las yermas periferias del sistema cultural, cuando ya amanecía el siglo. Su desaparición se produjo sin clamor ni historia. Nada comparable a las concitaciones de regicidio que iban a rodear, al cabo de poco, la muerte del Autor dramático. El dramaturg se toma la inconsistencia en dosis homeopáticas. Y esa extraña inmunización ha representado durante mucho tiempo su única trascendencia. Pero precisamente el hecho de que la divinidad del Texto sea una usurpación, invita a leer su desaparición, en el caso específico de la danza, más como una eliminación que como una extinción; su gratuidad, su invisibilidad, la convertían, y la convierten, en algo análogo a un impulso; algo, en definitiva, como un inconsciente absoluto de la danza, que no había sido nunca literatura, pero que en el fondo aún era escritura, porque representaba para el silencio de la escritura (el silencio de una estructura) lo mismo que la falsa e incongruente realización escenificada por el sueño representa para el instinto irrealizado. Así pues, su fallida realización en la danza bastaría para decretar la irrealidad de la escritura para la danza. Consagrada como está a un silencio forzoso, su primer síntoma es una contracción infinita de la langue ante una extensión infinita de la parole. Dicho de forma más simple, es infructuoso desde un punto de vista operativo, o hipócrita desde un punto de vista sígnico, que esa peculiar escritura busque darse una orientación instrumental o comunicacional, ya que —en cualquier caso— la danza la desatenderá. Ahora bien, aunque en la danza el incumplimiento descrito parece sistemático, ello no depende ciertamente, o no depende del todo, de una divergencia de lenguaje, sino del hecho de que el incumplimiento en sí es el primer propulsor de la cosa llamada danza; es decir, de la danza como forma desatendida, inquietud de un signo, sede de un deshacerse constante, más que de un hacerse de la forma; de la danza como vicisitud de un signo que no llega nunca a propagarse como lenguaje, a constituirse en langue. Danza y escritura no se encuentran en la restringida tangencia entre dos lenguajes, sino en una común maleza sígnica que prolifera sin distinciones en el extramuros de todos los lenguajes, y cuyo poder infestante es lo que determina en la escritura un desequilibrio hacia la hipertrofia de la parole, y en la danza esa histeria, esa psicastenia de un significante siempre huérfano de significado que es, también y siempre, el Desequilibrio por antonomasia, la ley de toda danza. La intransitividad de los intercambios entre danza y escritura, patológicamente parecida a una «fuga de las ideas», debe su onirismo al hecho de que un presunto significado (la danza) no está significando, aquí, un significado verificable (la escritura), sino que más bien está designando otro significante, y cada uno de los dos logra apenas reconocer en el otro el significado que les pone la zancadilla, que los desequilibra a ambos. Onírica es precisamente la cualidad infinitiva de la cadena de los significantes: y lo que obliga a la escritura a ser siempre un acto, y nunca un hecho. La misma intuición llevó a Mallarmé y Valéry a celebrar en la danza el límite extremo, la utopía de un concepto de escritura basado en la definitiva liberación del estilo en cuanto animación del lenguaje, libre serpenteo —inspirado como estaba en la danza Serpentina de Loïe Fuller— de un signo eximido de la tarea de significar. Una vez aceptada la intransitividad, es lícito eludir el grosero parloteo acerca de la divergencia entre danza abstracta y danza con programa, y corroborar que incluso la danza más programática, más narrativa,

más «exotérica» nunca habla de algo, siempre lo calla. Su única clave es la discreción. En realidad, no hay arte más púdica. Porque si el canciller que abre los umbrales entre danza y escritura es un cortocircuito entre participios presentes y siempre incumplidos de la significación, es decir, entre los llamados significantes, tal vez sea posible captar en ese incumplimiento la prolongación de un silencio, de una discreción que sugiere otro cumplimiento en el extremo opuesto del lenguaje comúnmente entendido. Digamos, por ahora, en el antilenguaje. El esquema del Cumplimiento es la Figura: el germen fundacional de la Modernidad, aislado por Auerbach en los estudios sobre Dante, no es solo la secreta piedra angular del sistema-danza occidental (y el motivo, en muchos sentidos, del despliegue de ese sistema en una Historia), sino también la única manera de justificar la adyacencia entre danza y escritura esquivando las trampas del pensamiento lógico-causal. Auerbach localiza en Dante un proyecto de mediación pragmática, en todos los niveles, entre un artículo de trascendencia y un artículo de inmanencia: Dios y mundo, mundo y ultramundo, profecías y Evangelios, clasicismo y contemporaneidad, doctrina e historia, fe y experiencia, biografía y alegoría, texto e imagen, sentido y sensación; la infinita genealogía del cumplimiento, donde toda figura despide en su cumplimiento a otra figura, que va a cumplirse en otra cosa. Todo ello en el circuito cósmico del gran poema trans-figurativo, cuya principal novedad era el hecho de que se señalaba en el carácter precisamente pragmático y tenso de la transfiguración que se narraba en él, no gracias a la transformación temática del accidente terrestre en sustancia eterna, sino más bien gracias a la reformulación del cuerpo del primero en figura de la segunda. Y esta incandescencia figural, que desplaza por ejemplo en la Beatriz terrenal la Figura Única, la síntesis enigmática de todas las Beatrices posibles, este poner en el cielo celando de Dante (incelar en italiano medieval), era modelado por Auerbach en el calco dinámico del ascensus, del vuelo; emblemáticamente, en una de las metáforas reincidentes de la danza, desde la saltatio latina hasta el envol par la danse de Gautier, desde los actores fluctuantes hasta los laberintos danzados (Bagouet) de finales del siglo XX. O en el tipo dinámico de la descensus, la nekyia o katabasis, internamiento y caída: otro sombrío linaje de Terpsícore, el de la contigüidad secreta entre danza y muerte, desde las danzas laberínticas, pasando por los fantasmata del siglo XVI y las Willis románticas, hasta los diálogos de Luciano de Valéry. Una crónica de espectros y ascensiones (crónica, en el fondo, de un milenario robo o vuelo —vol o envol— de imágenes, de figuras), toda como expresada con mímica por las líneas de fuerza de un solo poema, sintetizando el cual el propio Auerbach rozaba, por un feliz azar estilístico, el balletismo: «Pero cuando se ha conseguido tener una visión de conjunto, entonces los cien Cantos, en el esplendor de los tercetos, en su siempre renovado entrelazarse y deshacerse, revelan la ligereza de sueño y la inalcanzabilidad de la perfección que parece librarse sin esfuerzo, como una danza de figuras ultraterrenas». Conceptualizada en un ámbito retórico y dinamizada, la Figura, lo que da sensorialidad, evidencia, cuerpo al lenguaje, lo que activa sus oscilaciones semánticas y flexiones morfológicas en poesía, es también la membrana que reconcilia escritura y danza en la promesa, mejor, en la profecía siempre engañosa de un cumplimiento recíproco, cuya modalidad no puede ser sino oscura, vertiginosa y, en cierto modo, dogmática. Heil Tanz de Caterina Sagna (2004) era, entre otras cosas, un ejemplo bastante evidente de ese proceder de la escritura desde el common speech hasta las crestas de la Figura. Concluía, de forma sintomática, con un monólogo en verso recitado por el intérprete cabeza abajo y a un metro del suelo, reproduciendo el Pendu, duodécimo arcano del Tarot, Figura


por antonomasia, siendo el tarot una máquina adivinatoria, el oscuro y deshonesto incumplimiento de algún sentido en una imagen que pide, a las palabras y a los hechos, otro cumplimiento. Nos parecía que esa efigie (tan parecida a un bailarín invertido) representaba al máximo una drástica, recíproca suspensión de aquel sentido que danza y escritura intentan vehicular, ambas, mediante figuras: un cuerpo colgado, trascendido y, pensándolo bien, un pobre diablo: la trascendencia de una escritura que se anularía de cabeza en la evidencia del cuerpo, por un lado; la trascendencia de una danza que se anularía de cabeza en la evidencia de la letra, por el otro. Al final, solo gravedad interrumpida, silencio e inmovilidad. Hasta el momento es lo que mejor representa la extraña co-implicación existente entre esta coreógrafa y su dramaturgo. Esquema, phasma, fantasmata, pose, paso, actitud son, en la nomenclatura de la danza, lemas que denuncian, en momentos distintos, el único impulso que debe congelar en un vocabulario la transfiguralidad salvaje, demasiado parecida a una condenación, del cuerpo en movimiento; son, en resumen, aporías, dinamogramas, arabescos. No es casualidad que las piedras angulares de ese abecedario imposible fuesen figuras, y que la suya fuera una morfología figurada: la danza solo mira el lenguaje desde el borde vertiginoso de toda gramática, la retórica. La cadaverización sigue siendo el único modo de convertir el cuerpo, soma, en signo, sema. Y, puesto que precisamente la idea de paso amortigua una angustia del lenguaje, la elocuencia que el paso superpone a la danza real rehace la elocuencia burlona de un monumento fúnebre hacia el cuerpo que representa eclipsándolo. Una pálida, inmóvil claridad. Nuevamente danza, muerte y escritura. O danza, escritura y estilo: del griego stylos (el instrumento para escribir, pero también la columna). En la tumba surge la efigie del difunto (la proto-estatua); o sobre la tumba surge, como solía ocurrir, una columna —interrumpida—, el «cipo». El estilo surge siempre para verticalizar en figuras vivas la desaparición de un cuerpo. Sin embargo, ¿por qué incomodar a Dante? ¿Dónde estaría, en el compendio abierto del universo dantesco, esa discreción que hemos puesto incautamente en el vértice de una cierta tipología dramatúrgica? Pero ¿acaso «ultrapasar lo humano» no se mueve precisamente en esa dirección? ¿El afinamiento de la visión, la hinchazón de las figuras, su cumplimiento progresivo, no tiene como punto de fuga, en la visión de dios, la figura-límite de la pura luz en cuanto figura de las figuras, compendio de una cegadora aparición, y la producción de una evidencia tan extrema que hace caer la sensorialidad en su opuesto? ¿Y el éxito lingüístico de este último acto no es el rechazo del poeta a de-escribirlo, su discreción final, el salto conclusivo de la figura desde la letra hasta el silencio? En griego antiguo, tropos designaba tanto el alejamiento de la norma de lenguaje (tropos como figura retórica) como las variantes de actitud del cuerpo fuera de la neutralidad de la posición erguida. Aplicado a la oratoria, tropos designaba con precisión esos aspectos de la actio (la mímica, la proxemia) que en las arengas acompañaban la lectura del texto con un supersegmento corpóreo. Así, ya en el ámbito griego la palabra tropos, por un lado, acentuaba el despliegue de la figura en aspectos suprasegmentales, silenciosos del texto; por el otro, instituía un vínculo subliminal pero persistente entre la retórica como aspiración a una corporalidad textual y la danza como aspiración a una textualidad corpórea. Si bien la comparación con la retórica tiene un resultado cierto, hay que convertir la antigua máxima de la danza como lenguaje del cuerpo en una idea más verdadera de ambas, danza y retórica, como cuerpo del lenguaje. Paradoja con muchos recursos históricos: Mallarmé y Valéry son sólo la incidencia más reciente de una afición retórica que ha tocado la danza

en todos los puntos sensibles de su desarrollo, desde los teóricos del Ballet de Cour hasta las elucubraciones de Delsarte (cuando la danza moderna salió lloriqueando del seno de una teoría que armonizaba, con sorprendente reincidencia, oratoria, retórica, teología y movimiento). Por no hablar del enorme apoyo que la teoría retórica aquí apenas tratada ofrece a la interpretación de algunas obras maestras «oscuras» del posclasicismo reciente, desde Hans van Manen (Black Cake) hasta William Forsythe (Enemy in the figure, Steptext, entre otros). Hablo de afición porque esa densidad trópica y figural, que designa en apariencia un síntoma de hiperliterariedad, es por el contrario el índice más exorbitante de un aliento del texto de ser presencia corporal de la representación que lo re-presenta. Y si creemos en la reflexión de Matte Blanco sobre la figuralidad poética como compromiso entre las asimetrías de la lógica diurna (con su lenguaje instrumental) y las simetrías sin fin de la lógica nocturna (con su antilenguaje, su puerilidad, su sabotaje de toda estrategia comunicativa); si es fidedigna la idea de que el «hacerse figura» constituye el punto crítico de toda actividad o formación espiritual, de toda locura, de toda creación, entonces existe un eje a lo largo del cual se pueden alinear sueño, patología, juego, danza y experiencia poética. Ese eje es el irresistible impulso del lenguaje a ser cumplido en la no comunicacionalidad, en la sensualidad del sentido; es el impulso del lenguaje a salir de sí; a callarse en algo que, si bien no siempre es un cuerpo, siempre es cuerpo. Quedaría mucho que añadir; otras junturas y nudos que desenredar. Mucha dramaturgia es posible, sobre todo en danza, donde, más que en ninguna otra parte, toda dramaturgia es por ley imposible. Sin aspirar por ello ni siquiera lejanamente al respiro del poema sacro, o a otras clases de divinidad, la dramaturgia que se aplica sola a la danza y que la danza desdice, esa dramaturgia, por destino o por amor de lo que la silencia, es aún —o es aun así— una especie de poesía. Calla, pero desea. Y callo yo también.

Roberto Fratini Serafide es profesor de Teoría de la Danza en el Conservatorio Superior de Danza, en el Institut del Teatre de Barcelona. Ha enseñado en universidades italianas e impartido cursos y conferencias en diversos centros coreográficos europeos. Ha trabajado como dramaturgo en espectáculos premiados de las creadoras Caterina Sagna y Germana Civera. Sus trabajos se han representado en el Théâtre de la Ville y el Théâtre de la Bastille, en París, en el Mercat de les Flors de Barcelona o en el festival Roma-Europa, de Roma, entre otros teatros y festivales internacionales. Recientemente ha comisariado el ciclo de conferencias Centdanses, historias de la danza del siglo XX que, más que una cronología, es un conjunto de historias, mitos y relatos organizados en temas transversales. (blog.mercatflors.cat)

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TransmisiÓN, programacióN, valorEs

Cristina Belenguer es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad Pompeu Fabra y Máster Oficial en Gestión Cultural por la Universidad de Barcelona. También ha cursado estudios de Interpretación Teatral en el estudio Nancy Tuñón. Como periodista ha trabajado para el diario Avui y las revistas Teatre Bcn y Assaig de Teatre, entre otras publicaciones. Colabora habitualmente en Escenotecnic y en Loinestable.com. Actualmente cursa el postgrado en Estudios Comparados de Literatura, Arte y Pensamiento en la Universidad Pompeu Fabra.

Cristina Belenguer. Tanto si se muestra fiel transmisora del legado cultural como si se rebela contra el pasado, la danza siempre se relaciona de una u otra forma con la tradición, ya sea por seguir el trazo de movimientos anteriores o, al revés, por intentar borrarlos por completo. Conscientes o no de la influencia de la tradición, coreógrafos, críticos y programadores de danza crean sus propios movimientos y, con ellos, trazan un camino personal. Algunos querrán seguir las huellas del viejo sendero conocido y se sentirán orgullosos de ser herederos de algún legado anterior. Otros, sin embargo, preferirán salirse deliberadamente del camino de la tradición para iniciar otra senda nueva, la de la modernidad. En el transcurso de su trayecto creativo, seguro que todos los creadores se encuentran con interrogantes parecidos. ¿Cómo mostrar lo que son, lo que sienten o lo que piensan? ¿Cómo transmitir el legado del que algunos se sienten herederos? ¿Cómo ser radicalmente nuevos en un universo en el que parece que todos los territorios ya han sido explorados previamente? Y, evidentemente, una cuestión que no puede ser soslayada: ¿cómo conectar con los espectadores? A veces, estos pequeños obstáculos en el camino les hacen modificar ligeramente o, incluso, radicalmente el rumbo.


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Pero, en otras ocasiones, son precisamente dichos obstáculos los que contribuirán a que creadores y programadores se sientan todavía más enérgicos y seguros en su trayectoria personal. En cualquier caso, creadores, programadores y críticos de danza trabajan en un territorio abierto a un sinfín de caminos, y lo que importa es saber señalar algunos de los senderos que permiten acceder al espectador. Aunque para algunos creadores el público tenga una importancia relativa a la hora de la creación, es evidente que los espectadores cuentan. Los espectadores son mucho más que una cifra de plazas ocupadas en un teatro. Son los destinatarios de las programaciones. Son cada una de las posibilidades de recepción de la obra. Poco importa si el creador, el crítico o el programador consideran que la danza tiene una misión, un objetivo concreto. Lo que está claro es que su labor produce una inevitable transmisión de valores, de reflexiones, de sentimientos, de herencias, de modas o, sencillamente, de movimiento. I es en esta (trans)misión donde la diversidad de caminos se cruza en un mismo punto, ni que sea por unos instantes. Es en esta (trans)misión entre el creador, el programador y el público donde hemos querido dibujar o, como mínimo, trazar el esbozo de algunas trayectorias posibles.

Con este objetivo lanzamos cuatro preguntas: • ¿En qué medida, desde la modernidad, se siente heredero de una tradición anterior y, así pues, transmisor de un legado cultural? •• ¿Cómo cree que esto se traduce en la propia programación o creación? ••• ¿Cuáles deben ser las características de una programación que cree público? •••• ¿Qué valores aporta la danza a la sociedad? Nos han respondido Natalia Balseiro, Carmen del Val, Laura Etxebarria, Manuel Llanes, Thomas Noone, José Luis Rivero y Carmen Werner.


• ¿En qué medida, desde la modernidad, se siente heredero de una tradición anterior y, así pues, transmisor de un legado cultural?

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Natalia Balseiro Gestora cultural. Fue directora del Centro Coreográfico Galego (La Coruña). • Es un gran honor para mí, no ser heredera, sino pertenecer a una cultura, la gallega, cuya tradición milenaria sigue viva a través de nuestros mayores, que todavía continúan reuniéndose muchos fines de semana para cantar, bailar y tocar. Ellos son quienes han ido transmitiendo —y, de hecho, siguen haciéndolo— ese legado milenario que no es otra cosa que un legado ancestral, que nace, crece y evoluciona de manera natural y lenta a manos del propio pueblo. Ésta es la tradición que en Galicia se mantiene viva y congrega a muchos participantes. Son precisamente las decenas de personas anónimas que se han pasado media vida recogiendo este conocimiento en nuestras aldeas las que tienen la capacidad para transmitir ese legado de un modo adecuado, respetuoso y profundo. Creo que ésta es una de las grandes obligaciones de los responsables de las estructuras culturales: conseguir

mantener vivo el espíritu de las personas, en palabras de Hanna Arendt. Por tanto, nuestra obligación es conocer los deseos individuales y colectivos de nuestros ciudadanos para poder ofrecerles trabajos que los alimenten espiritualmente. • • Mientras estuve al frente del Centro Coreográfico Galego siempre intentamos programar a los artistas gallegos que trabajan tomando como punto de partida el folklore y la tradición, pero también su trasgresión. Consideramos que nuestra tradición milenaria es un alimento indispensable para nuestros ciudadanos. • • • Cada programador debe estudiar y analizar sus circunstancias y, en función de éstas, trazar estrategias para que la ciudadanía se sienta interesada por las cuestiones artísticas, por los proyectos que desarrollan los creadores. Prefiero hablar de ciudadanos con derecho a acceder a la cultura que de crear público. Me gusta pensar que algún día podremos disfrutar libremente de una política cultural que nos permita cambiar de paradigma y caminar hacia una construcción libre de la personalidad

humana. Será entonces cuando probablemente consigamos que los ciudadanos presten a los artistas toda la atención que merecen. Sólo cuando los espectadores no tengan miedo ni se incomoden al encontrarse la realidad que los artistas les muestran, habremos conseguido cambiar de paradigma y estaremos ante un ciudadano más libre. La danza, por su parte, habrá contribuido también a ello. • • • • La danza aporta a la sociedad el equilibrio que ésta pierde de manera constante. Los seres humanos necesitamos encontrar el equilibrio entre los grandes contrastes: lo sencillo y lo complejo, la emoción y el aburrimiento, la velocidad y la lentitud. La danza y el arte, en general, nos ayudan a encontrar este equilibrio. Cada artista y cada proyecto aportan sus propios valores cuando muestran sus trabajos. Creo que lo importante es generar contextos para que nuestros artistas presenten las diferentes propuestas con total libertad. Debe haber lugares para que los coreógrafos puedan mostrarse al mundo tal y como son, con sus subjetividades, con toda su complejidad y profundidad personal, cultural y política.


•• ¿Cómo cree que esto se traduce en la propia programación o creación?

••• ¿Cuáles deben ser las características de una programación que cree público?

•••• ¿Qué valores aporta la danza a la sociedad?

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Carmen del Val Crítica de danza en el diario El País. • No me siento especialmente heredera de la tradición, sino que creo que tradición y modernidad siguen caminos distintos. En cuanto a las críticas, utilizo la historia para contextualizar las creaciones y, a partir de ahí, hablar del contenido y la forma del espectáculo. De este modo, el público puede comprender el origen y el estilo del coreógrafo y disfrutar de la totalidad del espectáculo. Evidentemente, cuando escribo para la prensa generalista procuro ponerme en el lugar del lector y usar un lenguaje menos técnico que el que utilizaría en una publicación destinada a profesionales. Como crítica de danza y cuando creo que el espectáculo tiene calidad, mi propósito es que el lector se sienta tentado a comprar una entrada e ir a ver aquella pieza. Me considero, pues, parte de los medios de comunicación, encargados de informar y contextualizar la compleja realidad social y, en este caso, cultural. • • • En primer lugar, creo que los coreógrafos, en el momento en que muestran sus creaciones, han de ser conscientes de que adquieren una responsabilidad con su público. Y esta responsabilidad no siempre se tiene... En este sentido, los espectadores, y especialmente los críticos y programadores, deberían diferenciar entre la distinta oferta de espectáculos para que el público sepa qué va a ver. Y lógicamente, también debemos contar con una programación suficientemente amplia y heterogénea en la que cada espectador pueda encontrar lo que más se ajuste a sus gustos.

En segundo lugar, merece la pena subrayar una obviedad, y es que los teatros —ya sean grandes salas o salas de pequeño formato— deben llenarse tanto con programaciones de teatro como de danza. Y deben poder llenarse ante todo con gente joven, los espectadores del futuro. Para que eso suceda, hay que educar al público desde la infancia. Una buena forma de hacerlo sería introduciendo una materia escolar titulada «ir al teatro». Creo que si los escolares fueran al teatro cada quince días, esta práctica —en muchos casos demasiado esporádica— acabaría convirtiéndose en un hábito saludable. La educación y la planificación cultural deben trabajar conjuntamente y con unos mismos objetivos. Es importante, pues, que la población sienta la necesidad de ir al teatro. En un mundo donde la información está al alcance de todos, los medios de comunicación, por su lado, también desempeñan un papel muy importante. Deben informar y hacer publicidad de los espectáculos a fin de que la gente conozca la oferta. Y, en último lugar, lógicamente no pueden faltar políticas de precios asequibles y adecuadas a cada segmento de la población, con especial atención a los jóvenes y a la gente mayor. • • • • La danza alimenta el alma, del mismo modo que las artes en general. Para mí y para muchos profesionales, la danza es una forma de vida. Para los espectadores, la danza es una forma de divertirse, de olvidar los problemas, de disfrutar básicamente. Y es que los espectáculos deben proporcionar disfrute al público, ya sea para provocarle el llanto o la risa. De este modo, los espectadores llegan a convertirse en adictos y están dispuestos

a sacrificarse —en algunos casos incluso pagando un alto precio por las entradas— para ver lo que realmente les gusta. No obstante, para que esto suceda, hemos de poder contar con buenos espectáculos, evidentemente. Tengo la sensación de que actualmente la danza sigue siendo la hermana pobre de las artes escénicas. No existen figuras emergentes que constituyan un verdadero reclamo entre el gran público. Evidentemente la danza contemporánea ya cuenta con nombres consolidados que, de algún modo, se han establecido como clásicos dentro de la modernidad, como Nacho Duato, Cesc Gelabert, Ana Laguna o Ángel Corella. Pero mientras que el flamenco sí ha generado nuevas figuras, como Sara Baras o Joaquín Cortés, observo cierta carencia tanto de coreógrafos como de compañías emergentes de danza contemporánea que consigan ser un reclamo en las carteleras.


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• ¿En qué medida, desde la modernidad, se siente heredero de una tradición anterior y, así pues, transmisor de un legado cultural?

•• ¿Cómo cree que esto se traduce en la propia programación o creación?

••• ¿Cuáles deben ser las características de una programación que cree público?

Laura Etxebarria

a «legados» con excesiva rapidez, lo que incluso dejaría corta la apreciación de que restos de la tradición de los sesenta y de los setenta constituyen ahora esa «modernidad» que encontramos en algunas propuestas. La fricción entre lo establecido y lo nuevo genera el discurso que se abre y que responde a esa visión fragmentada de la realidad. Y es aquí donde nos situamos.

a la vez que hemos intentado transmitir la convicción de que bucear en las aguas ajenas a las consignas de mercado produce vértigo y a veces inseguridad, pero también nos acerca a un universo rico, inquietante y fragmentado, como los píxeles que componen una imagen que se puede leer desde espacios de libertad individual y colectiva y que, como las esporas, va creando mundos para el placer y el conocimiento de aquéllos que se atreven a mirar. Otro de los elementos básicos de nuestro trabajo es el acompañamiento a la creación en sus diversas facetas. Un ejemplo son las residencias para la creación, en las que se establece un acuerdo de intercambio con los creadores. La Fundición aporta espacio de trabajo, infraestructura, espacio de exhibición, y las compañías aportan clases, ensayos o discusiones sobre procesos, en algunos casos dirigidos a profesionales y, en otros, al público en general.

Directora de La Fundición (Bilbao). • Todos somos producto de nuestros antecesores y de lo que ellos generaron. Nos sentimos, pues, herederos de una tradición. Individualmente, pero también como generación, hemos pasado por diversas líneas académicas, hemos bebido de diversas «escuelas», hemos participado de los movimientos antitradición y, en ese sentido, nos sentimos herederos. Ahora bien: si —según parece plantear la pregunta— entendemos «modernidad» como lo contrapuesto a la «tradición», entonces nosotros nos situamos en la modernidad. Pero la modernidad en sí misma, comprendida como tiempo histórico, ha tenido un desarrollo tan amplio que efectivamente nos conduce ya a una tradición dentro de la modernidad, donde todos los creadores han establecido un contacto estrecho con sus predecesores, tanto para asumirlos como para romper con sus principios. Podríamos situarnos mejor, con una mayor definición, en la posposmodernidad, en la desaparición de la homogeneidad y la disolución de los discursos artísticos globales. Sólo partiendo del supuesto de que el «legado cultural» condiciona todos los discursos artísticos actuales —sea por aproximación, sea por alejamiento—, podríamos hablar de nuestra práctica como transmisores de tradición. Hablar de legado nos lleva a pensar dónde acaba la tradición y se abre otro tiempo. La dinámica ruptura-investigación-innovaciónabsorción-asimilación se ha convertido en un rasgo de la creación escénica que a veces hace pasar ciertas propuestas de «rupturistas»

• • La programación de La Fundición hace viable la multiplicidad de discursos, que a su vez van ligados a la transversalidad y a la diversidad de lenguajes, con lo cual hablar sólo de danza resultaría un poco excluyente o inexacto en este caso. Preferimos hablar de creación contemporánea y de poética de los cuerpos. Dadas las características específicas de La Fundición —como espacio para la visibilidad de los proyectos artísticos y como Centro de Recursos para los mismos— podríamos decir que nuestra práctica no está vinculada al legado cultural y a su transmisión, sino a la creación que se genera precisamente en contra de la tradición, o al margen de la misma y desde innumerables puntos de vista. • • • Preferimos hablar de relación con la audiencia más que no de creación de públicos. En este sentido, nuestra práctica ha sido la de generar puentes entre la enorme diversidad de poéticas y la mirada de quien comparte este ritual escénico. A lo largo de todos estos años y hasta hoy, nuestra relación con el público ha sido de proximidad y ha tenido que ver con la continuidad de la apuesta por una programación, nacional e internacional, de riesgo. Hemos compartido coraje, curiosidad, fragilidad, osadía y dudas con el público,

• • • • En un campo en el que la seducción es generalmente intelectual y, por otro lado, se realizan búsquedas más cercanas a los dominios de la intuición, y donde además las tecnologías han tomado hoy un gran protagonismo, la mirada hacia la danza requiere interés, curiosidad, generosidad, pero también ampliar la información, las posibilidades de contraste y de acercamiento al hecho creativo, al proceso, a los propios creadores, crear un lugar-momento donde se pueda tener acceso a tantos nuevos códigos. En La Fundición tratamos de ofrecer contextos donde cada uno se sienta implicado, habitual, familiar; donde la mirada, que es tan subjetiva como la obra, encuentre vías para una percepción aproximadora.


•••• ¿Qué valores aporta la danza a la sociedad?

Manuel Llanes Director Artístico de Espacios Escénicos. Teatro Central de Sevilla. • Por supuesto, como programador y como parte de la sociedad me siento heredero de la tradición. Estoy convencido de que siempre nos llevamos algo de todo lo vivido y de los lugares y tiempos por los que hemos transitado. La vida, también la profesional, nos lleva de un sitio a otro, como si de un camino se tratase. De ese camino permanecen elementos de creadores anteriores, mientras que, a los márgenes de la senda, se van desechando otros elementos para conseguir trazar una nueva vía, la propia de cada uno. Comparo esta tarea con la del personaje del gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. «¿Qué camino debo tomar?», pregunta el viajero. Y el gato le responde, «depende de hacia dónde quieras ir». A creadores y a gestores nos sucede lo mismo, siempre nos quedamos con algo de la tradición. Me gusta

Thomas Noone Coreógrafo y fundador de Thomas Noone Dance. • No me siento heredero de una tradición anterior. No creo que mi proyecto tenga como punto de partida la tradición sino el presente. Por supuesto todos tenemos influencias de escuelas y movimientos, pero prefiero hablar de mestizaje que de tradición. Por eso considero que mi obra está relacionada con el momento presente y con el mestizaje de estilos y no con un legado cultural del pasado. Hoy en día creo que somos muchos los coreógrafos que creamos a partir de este mestizaje y no necesariamente tomando como base la tradición. • • Es algo que surge dentro de mí, no lo pienso de forma consciente. El mestizaje da como resultado la coreografía. Es otra forma de lenguaje que no se expresa mediante palabras sino que utiliza el movimiento. Y precisamente por ello me resulta imposible traducir este discurso en palabras.

resumirlo con estas sencillas palabras: vengo de allí, voy hacia allá, pero me llevo esto de la tradición. • • Desde el servicio de un teatro público hay que trazar una programación global que cree espectadores críticos y exigentes para un futuro. La programación debe aumentar el imaginario del espectador. Intento trabajar la programación a partir de tres niveles de creadores: los maestros ya consolidados del presente; los que dan la llave para abrir nuevas puertas y la ultimísima generación. De esta forma se consigue el espectáculo vivo actual. • • • Cuando el programador apuesta por los nuevos lenguajes siempre debe acompañarlos de actividades complementarias, con el propósito de preparar al público no acostumbrado a tales lenguajes. Cuando se trata de espectadores que todavía no están habituados a la danza contemporánea, el gestor debe crear la excitación y el deseo de conocer. Por eso hay que plantearse una programación

• • • Por un lado hay que tener en cuenta la calidad de la programación, evidentemente. Los gestores también deben conocer al segmento de público al que se dirigen y para el que programan en ese momento. No es lo mismo programar para una sala a la que mayoritariamente asiste un público que valora lo alternativo que hacerlo para un teatro público de un municipio que debe ofrecer una programación más variada para diferentes públicos. Personalmente, cuando estoy trabajando en una coreografía tengo claro que me dirijo a un público que va a querer venir a verme. Por supuesto soy consciente de que mis espectáculos no van a gustar a todos los públicos. Aunque a mayor calidad del espectáculo que se ofrece, mayores posibilidades de que sea del agrado de más espectadores. Es por ello que considero que tanto creadores como gestores debemos buscar la calidad. Por otro lado y con el propósito de acercarnos a los espectadores, desde la compañía y desde el SAT (Sant Andreu Teatre) también organizamos actividades paralelas en las que hablamos con el público. Sin embargo, creo

a largo plazo y saber a qué público va dirigida. Pero no hay que olvidar que no existe un solo público, sino muchos públicos diferentes. El programador tiene que conocer al segmento concreto al que se dirige en ese momento. De alguna manera debe proporcionar, a partir de la programación propiamente dicha y de actividades paralelas como conferencias en torno a ella, lo que yo llamo un cuaderno de bitácora para los espectadores. • • • • La danza permite el enriquecimiento de las artes. Concretamente y a partir del siglo XIX, la danza se ha apropiado de lenguajes más teatrales. Una razón ya indiscutible de dicho enriquecimiento es que en la danza se congregan lenguajes de diferentes disciplinas: nuevas tecnologías, teatro, cine… La danza demuestra que es posible romper con los géneros estancos.

que la gente viene a ver el espectáculo, no a oírme hablar sobre éste. Habría que buscar alternativas y otras medidas para que la gente se interese por la danza y por su lenguaje, lo que no pasa necesariamente por las palabras, aunque a veces los montajes incluyan texto o se programen actividades paralelas. • • • • La danza nos permite entrar en contacto con el resto de la humanidad, es decir, comunicarnos. Por lo tanto y según esto, la danza es una actividad fundamental para el bienestar mental. En mi caso, por ejemplo, la danza supone la posibilidad de expresarme sin necesidad de utilizar un idioma, el castellano, con el que a veces todavía encuentro dificultades. La danza abre el universo de la comunicación y la emotividad a través del cuerpo. De hecho, se trata de una forma de expresión muy primitiva pero, a la vez, muy sencilla.


José Luis Rivero Director de Programación del Auditorio de Tenerife.

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• Como programador me siento completamente heredero de la tradición anterior. No se puede pretender comprender la modernidad en la danza, y en cualquiera de las artes, sin saber de dónde venimos. Si no conocemos cuáles son nuestros orígenes, el resultado que obtendremos será un mero ornamento. Así, hay que conocer todos los discursos anteriores, bien para continuar con ellos o bien para subvertirlos. La danza ha sabido leer la tradición que le es propia pero a la vez también ha demostrado comprender los lenguajes de otras artes. De esta forma, creo que la danza es completamente pionera, situándose a la cabeza de lo que podríamos llamar como el R+D+I de las artes escénicas. La danza es transmisora de un legado cultural que se ha ido generando con el paso del tiempo. Todo lo que entendemos por modernidad y contemporaneidad no es nada más que lo ocurre en un tiempo y un lugar determinado. Hoy en día, además, las fronteras son móviles y la tradición se renueva constantemente a través de los diferentes discursos y lenguajes. Toda manifestación artística es también la manifestación de una identidad individual y colectiva, y este legado nos pertenece a todos. • • Algunas compañías trabajan con un desconocimiento casi absoluto de la tradición. Un programador debe detectar este tipo de creaciones. Hay que distinguir entre las compañías o creadores que están valorando la tradición y construyendo un verdadero lenguaje de las que no lo hacen y se quedan

• ¿En qué medida, desde la modernidad, se siente heredero de una tradición anterior y, así pues, transmisor de un legado cultural?

en la parte más estética y ornamental; a mi entender, mucho menos interesante. Programar no es rellenar un calendario con actividades culturales, sino establecer itinerarios y guías que permitan al público situarse y comprender aquello que se ofrece en el espacio escénico. Me gusta programar danza en términos de contextualización de las actividades que ofertamos. Esto significa dar la mayor cantidad de información posible y relacionarla con la tradición a la que pertenece la obra, la compañía o el creador que presentamos. No queremos guiar al público acotándole la lectura. sino proporcionar suficiente información para que cada espectador pueda interpretar la creación desde una perspectiva individual. • • • Todavía existen muchos espacios en los que prima la idea de que con tan sólo abrir las puertas el público entrará. En cambio, hay que trabajar con él previamente, durante y después de la función. No se trata de programar para los espectadores, sino con ellos. Es necesario conseguir una mayor participación de la sociedad en la programación. Esto se consigue con programaciones plurales que muestren un amplio espectro de los discursos que están circulando en ese momento. También hay que dar mucha y buena información. Lo fundamental es programar en base a unos itinerarios a través de los cuales el público pueda ir transitando. No podemos pensar que cualquier persona puede disfrutar con cualquier espectáculo y en cualquier momento. Con este tipo de programaciones a partir de itinerarios se consigue que los espectadores te acompañen en el proyecto que les propones. Jamás hay que ver al público como el que llena la sala y produce unos ingresos en taquilla, ¡que a fin de cuentas

•• ¿Cómo cree que esto se traduce en la propia programación o creación?

tampoco son tantos! El público es un eslabón más, ¡aunque fundamental! en la cadena de valor y en el hecho artístico. Tampoco se debe olvidar la importancia de los programas educativos y de sensibilización, que deben ir dirigidos a toda la ciudadanía. Las tareas del programador se podrían resumir en: sensibilizar al espectador, hacer un ejercicio constante de búsqueda y acompañar al talento desde su espacio de representación para que pueda desarrollar un lenguaje propio. Creo que sólo así se puede generar público. • • • • La cultura y el arte en concreto se justifican a sí mismos sin necesidad de grandes discursos. No creo que la danza aporte algo que otras artes no puedan hacer. Por supuesto se pueden encontrar valores como la sensibilidad, la sencillez y la escucha, a la vez presentes en otras artes. Buscar valores adicionales, sociales o económicos para justificar la danza está muy en boga en la actualidad. Yo, en cambio, defiendo que la danza y la cultura son necesidades del ser humano y que se justifican sin tener que aportar otros argumentos. Con mayor o menor presupuesto, la danza jamás dejará de existir. Representa la necesidad que tiene el bailarín de mostrarse y de identificarse a través del lenguaje del movimiento.

••• ¿Cuáles deben ser las características de una programación que cree público?


Carmen Werner Coreógrafa y fundadora de Provisional Danza. • Somos el resultado de lo que nos ha llegado a través de la tradición. Es algo que cuesta de describir, pero que sin duda queda. La tradición nos deja un gran poso que permanece en el cuerpo del bailarín y del coreógrafo para dar paso a la creación contemporánea. Mi generación, además, se ha visto influida por el pasado franquista y especialmente por los cambios políticos y culturales de la transición. Fue una época que marcó sobremanera a los creadores. El cuerpo del bailarín transmite aquello que experimenta, también aquello que le falta. En este sentido, se produce un reflejo constante entre lo vivido y el mundo que rodea al bailarín y a sus creaciones. • • Mis coreografías tratan, de manera general, sobre la humanidad y la sociedad, y no hay en ellas un contenido especialmente individual. Evidentemente son personales en la medida en que surgen de mí, de mi persona. • • • Antes de nada, para crear público hay que empezar por la difusión. Si en los últimos años las grandes ciudades han sido testimonio de un incremento notable en los espectadores es, sin lugar a dudas, gracias a una mejor difusión. Los públicos de la danza son muy variados y a todos ellos debe dirigirse la comunicación, aunque con acciones diferenciadas. Actualmente contamos con una herramienta potentísima que es internet y que nos ha cambiado el modo de trabajar. Es por este motivo que —a diferencia de lo que ocurría hace algún tiempo— la comunicación ya empieza en la propia compañía, utilizando

•••• ¿Qué valores aporta la danza a la sociedad?

la página web, contactando con medios de comunicación y realizando todas aquellas acciones que resulten en una mayor difusión de la creación. Sin embargo, la danza no accede fácilmente al gran medio de comunicación de masas por excelencia: la televisión. En los telediarios, por ejemplo, solamente en contadas ocasiones se habla de danza. La presencia e impacto de la televisión entre el público y en los posibles espectadores todavía es muy patente en nuestra sociedad, pero la danza ha quedado siempre al margen de ella. • • • • Ante todo me gustaría destacar un valor de la danza que me parece fundamental: la danza es capaz de civilizar a la sociedad, una sociedad que hoy en día juzgo hermética y materialista. Puede resultar contradictorio decir que no hay sensibilidad, que vivimos en un mundo que no aprecia el arte, pero a la vez creer firmemente que existe una necesidad de buscar dicha sensibilidad en las artes. Sin embargo, tengo el convencimiento de que el público, y la sociedad en general, necesitan ir a ver una buena obra de teatro, disfrutar con una exposición de arte o con un espectáculo de danza. En este sentido, creo que las artes son tan necesarias como el pan. Por eso los responsables de las manifestaciones artísticas tenemos que conseguir atraer al público a través de los canales sensoriales de los espectadores, ya se trate de jóvenes o de mayores.

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ENTREVISTAS


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Susanne Linke La fuerza de la edad

Espectรกculo: Schritte Verfolgen 2007, de Susanne Linke Foto: GertWeigelt


Un nervio. El gesto joven y desenvuelto. Esta mujer de 65 años es un cuerpo que habla, levantándose de la silla, haciendo muecas, moviendo las manos como para atrapar las ideas en el aire. Sus ojos azules son vivos y alegres, parecen de niña, como si el cuerpo maduro fuera un disfraz y bajo la carcasa mineral se mantuviera la fuerza volcánica de lo más intemporal de una persona. La danza de Susanne Linke se ha formado según esta naturaleza. En ella encontramos presencia escénica, personalidad e inteligencia hermanadas con un cuerpo que siente como un aliado, el viejo compañero que ha estado a su lado en tantos momentos de bella campaña: la vida. Una vida que se inició en la danza a partir de la enfermedad, formada en la tradición expresionista alemana de la mano de Mary Wigman. Dentro de la tradición germánica, ha sido el otro gran referente junto a Pina Bausch. Otra rama del mismo árbol de Wigman, Kurt Jooss y Gret Palucca, tan universal como la vía de Pina o incluso más: igualmente personal, pero mucho más individual, ceñida al interior, al ámbito más íntimo, más cercana a las raíces de la abuela Wigman. La última coreografía que ha traído a Barcelona, Schritte verfolgen («Sigue tus pasos»), es suficientemente clara en este sentido. Hablamos con ella en su hotel, en las proximidades del Mercat de les Flors. Nos atiende sin prisas, durante más tiempo del acordado, y mientras habla mira a los ojos de sus dos interlocutores, cálida y expresiva, con maneras de gran conversadora. Queremos hablar de la memoria. Y ya que la obra que ha traído a Barcelona trata implícitamente esta temática, al ser una pieza antigua que ahora ha vuelto a montar, la primera pregunta sería: ¿qué diferencia hay entre la original y la que vemos ahora? Susanne Linke: La gran diferencia es que en la pieza original yo bailaba toda la noche sola y, en cambio, ahora somos tres bailarinas jóvenes y yo. Creo que así es aún mejor. ¿Mejor? S. L: Es mejor para la pieza y para el público, que ve otras caras. Bueno, en realidad no lo sé, me gusta más porque yo no me podía ver bailar, pero creo que así el significado queda más claro: la primera mujer, la que baila con la mesa, es la joven; la segunda, con las plumas que caen, representa la infancia y el deseo de ser bailarina; la tercera es italiana y parece más adulta que la anterior, como en la adolescencia, y yo soy la mayor. Es decir, que se ve el desarrollo desde el principio: las diferentes mujeres tenemos en la realidad 30, 26, 45 y 65 años respectivamente, de modo que se percibe de forma muy clara la edad de cada una relacionada con el significado de la pieza. ¿Qué relación hay entre danza y edad? ¿Qué representa hacerse mayor en la danza? S. L: Obviamente, no es fácil. Ganas experiencia y te llevas mejor con tu cuerpo, pero la fuerza de los jóvenes es algo insustituible. La primera parte de la pieza yo ya no puedo bailarla. Tampoco quedaría bien, porque se me ve demasiado mayor y el significado cambiaría, pero es que además ya no tengo la fuerza necesaria para hacerlo. La escena de la mesa es muy exigente, aunque parezca muy fácil, porque esas vibraciones del cuerpo... Tampoco sería lo mismo, ni podría asumir, la escena de la adolescencia: hay mucho movimiento, y se necesita fuerza para arrastrar bien esa lámpara de lágrimas tan grande; representa como una lucha, y resulta muy fatigoso. ¿Recordaba bien cómo había sido la pieza en su cuerpo? S. L: La recordaba en general, pero lo que son los detalles... Eso es algo muy bueno del vídeo. Cuando hace quince o veinte años que has bailado una pieza, ya no la tienes en el cuerpo, no la recuerdas del todo, y sería muy, muy lento volver a encontrarla, recuperar los detalles y construirla de nuevo. En cambio, con el vídeo puedes ver exactamente cómo era

entonces, a partir de ahí intentas hacerlo y es como si eso te hubiera servido de apunte: de repente, todo vuelve a tu cuerpo. Es un milagro, ¡increíble! Entonces te dices a ti misma: «Es verdad, era así». Cierto, lleva su tiempo, pero de este modo volví a tenerla dentro bien viva, y pude transmitírsela a las chicas. Este proceso es necesario: incluso tuve que reencontrarme con la última parte, la que yo bailo, y tardé unas dos semanas hasta volver a sentirla. ¿Es exactamente igual que la pieza original? ¿No ha cambiado nada? S. L: Igual. Cuando vi el vídeo de la pieza original me encantó, quería volver a montarla y no era necesario cambiarle nada. Tan sólo un retoque en mi parte de la entrada: modifiqué un poco el estado de ánimo del principio. ¿Por qué? S. L: Porque cuando eres mayor, la cara se te ve diferente, y el cuerpo también, y determinadas posiciones no quedaban bien, resultaban extrañas, y los espectadores podían pensar que era así porque yo ya no estaba en condiciones de hacerlo bien, de modo que tuve que cambiarlo para no alterar la percepción y el significado de la escena, pero el resto no. ¿Tiene buena memoria? S. L: Mi cuerpo tiene buena memoria. Pero es que cuando ensayas con mucha precisión y todo lo que haces cobra sentido, no es sólo movimiento, la memoria está ahí con las acciones y lo que significan. Es cuerpo, mente y alma. Eso de conseguir el estado de ánimo de la coreografía pertenece más a la tradición de la danza teatro que a la danza posmoderna, ¿no es cierto? S. L: No sé si se da sólo en la danza teatro, pero yo no concibo que no se haga así. De algún modo, la pieza es una autobiografía, pero también hay mucha danza en ella, es danza pura, creo. Quizá el fragmento de la mesa pueda parecer un poco deportivo, pero también es danza, aunque con mucho correr y empujar. Y si es tan autobiográfica, ¿después de tanto tiempo no ha cambiado la idea que tenía de esos fragmentos de su vida? S. L: No, cuando algo es correcto, lo es siempre. Tengo otras danzas del mismo periodo, e incluso anteriores (de los años ochenta), y todavía puedo bailarlas o mirarlas. Tengo otro espectáculo que es un solo antiguo con una bañera, y como todavía la puedo empujar, vale la pena, está bien tal como es, no tengo que cambiarla. Es tan difícil desde el punto de vista técnico que físicamente te superas. Es bueno hacer algo muy difícil, como el ballet clásico, que hay que ejercitarlo siempre, eso es bueno. Cuando uno cree que ya ha llegado al lugar que quería y ha conseguido lo que deseaba, deja de trabajar, de esforzarse, y lo pierde. La técnica tiene que ser tan dura y difícil que te fuerce a estar trabajándola siempre, sin bajar la guardia. Actualmente la técnica clásica parece tan lejana y ajena a nuestro día a día que muchos bailarines no sienten la necesidad de aprenderla, piensan que no es de su tiempo. S. L: Pero cuando está realmente bien ejecutada, es preciosa, bellísima. ¡Y es tan difícil! Las piernas tienen que ser bonitas, y los pies se fuerzan hasta tal punto... Es un suplicio, bailar es una tortura, pero cuando se aprende lo suficientemente pronto, ¡es buenísimo! Eso sí: el ballet de la ópera tiene que ser de calidad. Pero usted empezó a bailar a los veinte años. S. L: Sí, muy tarde. Y sin haber hecho clásico antes, sólo moderno. Me inicié en el clásico a los 23 años. Fue muy duro, ¡horrible! Pero es la mejor técnica que hay para pulir la línea del cuerpo y la energía. Pero claro, eso

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es sólo un instrumento, la técnica clásica como tal no tiene que ver con la época actual, pero hoy el ballet también ha tomado muchos elementos de la danza moderna. Se influyen mutuamente, y eso es bueno. Y del tiempo que pasó con Mary Wigman, ¿qué es lo más importante que recuerda? S. L: Mary era una persona que desde principios del siglo XX había intentado crear su propia técnica, alejada del clásico y de la técnica Graham, y trabajaba para construir un aura. Era maravillosa, me encantaba. Te enseñaba que cualquier cosa que hicieras tenías que hacerla con todo el cuerpo. Cuerpo, alma y espíritu van de la mano. Y todo lo que sientes, piensas o quieres expresar tendrá que pasar necesariamente por el cuerpo. La imaginación es algo mágico, todo puede pasar, pero siempre sabiendo lo que haces, porque no basta con moverse, el movimiento tiene que significar. Ahora la gente está más relajada con la técnica release, y se mueve muy pero que muy rápido. Sin embargo, el movimiento por sí solo a mí no me resulta interesante. Puede ser bueno, pero no tiene aura, que es la dignidad de una persona. Hablo de personalidad, no sólo de ego. Hay que aplastar el ego, porque cuando somos jóvenes todos tenemos demasiada vanidad, nos creemos geniales. Y hay que acabar con eso mediante una técnica tan difícil que nos obligue a esforzarnos y a aprender con tal concentración que, ¡ay!, nos volvamos humildes. ¿De joven era humilde? S. L: No, como persona joven, no lo era. Hice una pieza que tuvo éxito, se me subieron los humos, y la siguiente fue una porquería. Es algo normal: te desarrollas poco a poco. Coreografiar es eso: puede que la primera pieza sea buena, y ya te crees que sabes algo, hasta que haces la siguiente y es un gran fracaso. Por eso la técnica asiática me parece tan buena: es tan difícil y exigente que no puedes dejar de trabajarla nunca. El kabuki, la ópera de Pequín, el butoh... ¿Cómo lo hacen? Es fantástico. Tienen que trabajarla de lo lindo desde pequeños. Y eso es bueno. Los humanos somos perezosos, nos gusta tomar tranquilamente un capuchino, una copita de vino, apoltronarnos en el sofá con grandes cojines... Y no puede ser. Si tuviera hijos, les diría que si quieren ver la tele, ningún problema, pero que deben verla en una habitación fría, sin calefacción, y en una silla muy incómoda, de ningún modo repanchigados en el sofá. ¡Qué mala es la comodidad para la gente joven! Yo crecí sin televisión. ¿Su familia era muy estricta? S. L: En absoluto, pero mi padre pensó que no la necesitábamos, y cuando no tienes tele, haces otras cosas mucho más creativas. ¿Ahora tampoco ve la tele? S. L: Normalmente no, sólo si estoy muy cansada de ensayar. Entonces pongo la tele alemana, que es buena, y elijo lo que quiero ver, algo concreto, nunca hago zapping. Tienes que concentrarte en lo que haces: lo que elijas, hazlo intensamente, lo que significa con precisión. La precisión sólo viene de una idea clara. Cuando un profesor no es claro, no es preciso, los jóvenes no lo entienden y quedan lisiados de por vida. Las personas jóvenes tienen que tener un buen olfato para elegir a buenos maestros. ¿Kurt Jooss fue un buen maestro? S. L: Fue una gran persona y se hizo un gran nombre, pero yo no lo tuve directamente como maestro. A quien sí tuve fue a Mary Wigman, porque cuando llegué a la Folkwang, él precisamente se retiraba. Aun así, igualmente encontré a profesores fantásticos, como Hans Züllig, Jean Cébron y Pina Bausch, con quien tuve la suerte de trabajar durante tres años como bailarina, no en Wuppertal sino en la clase magistral de la Folkwang. ¿Se siente parte de esa tradición alemana? S. L: Creo que sí. ¿Por qué no aceptarlo? ¡Es una especialidad alemana! Cuando vives en el país, la absorbes enseguida. De los profesores aprendes las técnicas y las ideas. Pina Bausch era muy alemana, siempre sufriendo, con todos esos temas suyos. En cambio, Mary Wigman era más abierta. Durante un tiempo, Pina estuvo muy depresiva. Hablo de cuando yo trabajaba con ella en la Folkwang, antes de Wuppertal. Pero la vida tiene muchos colores, el propio día a día te

lo enseña: puede ser muy divertida, pero al mismo tiempo es evidente que también hay mucha mierda. Pretender ser solamente feliz es una mentira, pero también lo es al contrario. La danza artística tiene algo maravilloso, y es que te permite decir cosas sobre las verdades de la vida, sobre los diferentes niveles de verdad. ¿Eso es curativo? S. L: Es una especie de terapia, pero no en el sentido médico. Me refiero a que cualquier arte, si es de buena calidad, es automáticamente terapéutico. El carácter alemán de la danza es más bien pesado. Claro que mi generación, o la de Pina, o la de Reinhild Hoffmann, tuvieron experiencias directas de la guerra o de la posguerra, como yo, que viví tiempos muy malos. No nos moríamos de hambre, pero casi. Y pasé toda la infancia con miedo a los rusos y sintiendo fascinación por los americanos. Era una situación espantosa. Muchos buenos artistas de aquellos años son así: el magnífico pintor y escultor alemán Anselm Kiefer es muy profundo y pesaroso. Es comprensible. La época anterior con Hitler había sido una historia jodida, se habían hecho cosas terribles. Ahora parece que queda muy lejos. Si preguntas a los jóvenes, te dirán que ellos no tienen nada que ver con aquello, y yo pienso: «¿Cooómo?». Los alemanes tuvimos mucho que ver, debemos ser conscientes de ello para poder mantener los ojos bien abiertos. Las generaciones de hoy creen que todo ya ha terminado, que no tienen ninguna responsabilidad al respecto, pero no es así. Cada uno viene de su familia, y en ese momento muchas familias fueron nazis, nazis de distintas formas y con diferentes responsabilidades, claro, como aquí con Franco, pero eso hay que tenerlo presente. De hecho, fue una época tan oscura que, por comparación, creo que ahora vivimos un tiempo maravilloso, a pesar de los talibanes. Aquellos años, nuestra infancia, mi infancia y la de Pina, fueron realmente muy oscuros: todo era gris, sin colores, con hambre... Pero parece que pudieron salir adelante relativamente bien. S. L: No fue tan fácil, qué va... Todo llevó su tiempo, y fue precisamente mi generación, la de 1968, la que empezó a preguntar a los padres: «¿Qué coño hicisteis vosotros en la guerra?, ¿qué pensabais de la guerra?». Muchos padres no hablaban del tema, y esos silencios volvían locos a los jóvenes suficientemente inteligentes para entender su significado. Yo tuve suerte, porque mi familia no estuvo implicada en el nazismo, pero creo que es una cuestión de suerte. Muchas otras familias sí estuvieron implicadas, y por eso sus hijos se rebelaban y necesitaban romper con todo, ser negativos. La RAF (Fracción del Ejército Rojo) mataba a los políticos con pasado nazi, y todo eso... eso no está bien. ¿Se siente más cercana a la danza expresionista o a la danza teatro, como denominación? S. L: Yo siempre me sentiré cerca de las cosas que sean buenas. Me interesa el sentido: una obra puede ser arte abstracto o música abstracta, pero si están bien hechos y son buenos, me encantarán. Sólo hay una cosa que no me gusta: los jóvenes que sin técnica se presentan con muchos conceptos pero nada más, y salen a escena simplemente para quedarse mirándote. Eso no me gusta. ¿Dónde está la energía de la danza? Cuando dicen que eso es danza, me pongo furiosa. Les digo: «¡Largaos, moved el culo! Eso que hacéis no es difícil. ¿Dónde está la dignidad de la persona y del artista?». En muchos casos no hay técnica, no hay nada. Eso sí: escriben muy bien para justificarlo. Pero la danza no tiene nada que ver con la escritura. El texto escrito es una cosa y la danza otra: requiere trabajo corporal, energía... ¿Qué proceso de creación sigue? ¿Empieza con alguna idea? ¿La escribe? S. L: Sí, claro. Suelo escribir, pero no antes de empezar. Algunas palabras, algún sentimiento, alguna idea suelta que después hará surgir la historia con la gente. Incluso cuando trabajo en un solo, pienso lo que quiero decir, y eso para mí es muy importante. No es «nager dans le brouillard» (me encanta esta frase francesa), no es nadar en la niebla, en la confusión, no es eso para nada. Ni tampoco quejarse por todo, sentir que me duele el hueso pequeño del pie y sacar de ello grandes discursos. ¡Qué va, no es eso! ¿Y es diferente si trabaja para otra compañía o para la suya? S. L: Evidentemente. Cuando no es mi compañía, aparte de explicarles lo que quiero hacer, tengo que ir conociéndoles, saber cuáles son sus


problemas e intentar decir mucho con pocas palabras. A veces ellos no saben lo que quieren expresar, pero yo puedo verlo y hacer que lo vean. Sí, como coreógrafa tengo que saber lo que tienen que decir. ¿Y eso cómo se hace? S. L: No hay ninguna manera directa de hacerlo, es algo sutil, de subtexto. El subtexto es importante, es un estadio más elevado, ésa es la danza teatro buena. No es simplemente decir «te quiero, te quiero, te quiero», eso resulta aburrido. Es más interesante decir «te quiero», pero enseñando que hay algo detrás [simula como que algo la asustara y se escondiera, desviando la mirada]. O decir «te quiero» y hacer como si en realidad lo que quisiera fuera matarte. Todo eso es danza. Haces algo, pero el movimiento que lo acompaña es subtexto. Cuanto mejor sea la técnica y la madurez personal de los bailarines, mejor podrán interpretarlo y expresarlo. No tuvo compañía propia hasta 1990, ¿verdad? S. L: Tenía compañía sólo para cada proyecto, hasta que la consolidé en Bremen en 1994. Duró hasta el año 2000. La dejé porque me encargaron la creación de un centro coreográfico en Essen, que al final ha abierto pero sin mí. Me dijeron que sería la primera directora artística, pero no supe ser suficientemente política y me descartaron después de haber conseguido un montón de dinero con mi nombre. Un juego típicamente político. Con todo, me las he arreglado bastante bien. Realmente ha sido una mala experiencia, y entonces me fui a Berlín. Como una mujer embarazada a la que el día del parto le quitan al niño. Al parecer, políticamente no actúo de forma lo bastante inteligente. Y es cierto, no soy una persona política. En Francia, en cambio, el sistema es diferente, tienen más respeto por las personalidades artísticas, y todos los coreógrafos con renombre tienen su centro. En Alemania no quieren tener a una figura artística al frente, prefieren la gestión, como los ingleses. Pero durante los últimos cuatro años he estado preparando este centro, y que haya acabado así ha sido muy decepcionante. Todo el país lo comentaba, y la gente ha sido muy amable y he recibido demostraciones de afecto muy bonitas. Hoy en día, la situación política se ha vuelto tan extrema que tienes que ser realmente una persona dura para poder dirigir un centro de danza. Ahora soy feliz en Berlín: después de 35 años en Essen, la capital me parece mucho más abierta. ¿Cómo fue todo el proceso de creación de Afectos humanos, sobre Dore Hoyer? Nos ayudará a hablar de la transmisión. S. L: Dore Hoyer era una bailarina impresionante en escena, muy fuerte, de expresión maravillosa, pero infeliz, desafortunada en el ámbito personal, que vivió en un tiempo equivocado. Se suicidó en 1967 y fue una tragedia. Ella misma era una persona muy trágica. Nació en Dresde en 1911, de modo que vivió la guerra y todo lo que había habido antes y lo que hubo después, toda aquella mierda. Después de todo lo que había vivido, creó danzas como Afectos humanos, que es la única que fue filmada. Entonces estaba en Argentina, ¿verdad? S. L: Sí, así es. Dore Hoyer era mucho mayor que nosotros y venía directamente de la rama de la escuela de Wigman, y también de la de Gret Palucca. Pero para mí ella era la más fascinante. En un momento dado, podía ser gélida y a la vez ardiente como el fuego. Podía parecer un hombre y una mujer. Su cuerpo era alto... Fascinaba a mucha gente. Yo iba a verla siempre que podía. En 1987, cuando ya llevaba mucho tiempo muerta, vi la filmación de Afectos humanos por primera vez, en el vigésimo aniversario de su muerte, cuando estando en Argentina me encontré con que conmemoraban la ocasión en el Teatro de San Martín de Buenos Aires. Su alumna Irse Catherine me pidió que bailara unos solos antiguos de Dore, de los que no quedaba nada. Y recordé la filmación de Afectos humanos y de ahí me aprendí la coreografía. Fue un trabajo duro. De este modo volví a montar su pieza y la llevé de gira por todo el mundo: Estados Unidos, Canadá, Australia, Indonesia... ¿Podría trazar la línea de relación que hay entre Dore Hoyer, Mary Wigman y Kurt Jooss? S. L: Pina Bausch es estudiante de Kurt Jooss, no de Mary Wigman. Para mí, los maestros serían Laban, Mary Wigman, Dore Hoyer, y después quizá ya vendría yo. Porque la mía fue la última clase de Mary Wigman. Pina, en cambio, venía de Laban y Kurt Jooss, y a continuación ya vendría ella.

¿Qué papel ocuparía la coreógrafa Gret Palucca? S. L: Fue una gran señora. Completando lo que acabo de comentar, podría decir que viene de Laban y Mary Wigman, entonces estaría Palucca, y después Dore Hoyer y a continuación yo. En aquellas generaciones de creación de la danza moderna hubo muchos grandes nombres. Y dentro de la historia de la danza alemana, ¿qué significó Palucca? S. L: Procedía de la escuela de Mary Wigman, tenía un bello temperamento y era muy buena saltadora. Pero era más simple. Mary Wigman era mucho más filosófica y educada, más interesante. Palucca sólo fue una buena bailarina con algunas cosas especiales. ¿Cree que hay diferencias en cada una de sus formas de bailar que responden a la forma de ser de cada uno como persona? S. L: Sin duda, todo el mundo tiene algo que le es propio. La época del expresionismo alemán anterior a la Segunda Guerra Mundial fue muy fuerte, todo estaba totalmente establecido, pero después de la guerra fue muy difícil para todos. Lograr un estatus que les permitiera trabajar en la Alemania Occidental fue complicado tanto para Kurt Jooss como para Mary Wigman o Dore Hoyer. Podían trabajar, pero sin ganar prácticamente nada que les permitiera mantenerse económicamente. Kurt Jooss tuvo la mejor posición, gracias a la Folkwang; el dinero lo conseguía con la escuela, pero no pudo tener el grupo de bailarines profesionales que hubiera deseado. Mary Wigman dirigía una escuela privada en Berlín que le suministraba muy poco dinero y le resultó difícil mantenerla. En la Alemania del Este estaba Palucca, que consiguió una escuela. Sin embargo, no fue decisión suya: fue el ejército ruso quien se la montó e impuso que se enseñara básicamente ballet ruso. Palucca le dio nombre a la escuela e impartía algunas clases modernas, pero no la dirigía: solamente era un símbolo de calidad para el centro. Los rusos de la Alemania del Este eran muy listos, pero no demasiado creativos, estaban muy anticuados y estancados en otro tiempo. Mientras tanto, la danza en la Alemania Occidental se desarrolló muchísimo, con Pina al frente. Ella supo darle un nuevo aire, al principio procedente sobre todo de América del Norte. La Alemania del Este, en cambio, estaba estancada. ¿Y cómo se definiría a sí misma? ¿Cómo se ve en el mundo de la danza? S. L: Cualquiera que tenga un sentido para el trabajo artístico se queja y sufre, nunca te sientes bien, nunca. Sentir que un momento es maravilloso cuesta. Y la felicidad o la satisfacción absolutas... eso no existe. Cuanto mejor es un bailarín, peor llega a sentirse en algunos momentos. Eso es terrible. ¿Se siente bien? S. L: Sí, sí, es así, un arte de sufrimiento. Cuando la técnica es difícil, cada vez tienes que volverte a poner a prueba. Y en el ballet clásico es aún peor. Cuando te encuentras en medio de un proceso, es como estar a oscuras y entrever una posible salida al final del túnel. Lo consigues, sales, y entonces te aplauden y te sientes bien durante un ratito. ¡Pero antes ha habido tanto sufrimiento, hay que esforzarse tanto! Cuando un bailarín me dice que está estupendamente, no me lo creo. O quizá es un mal bailarín, porque ese estado de satisfacción no creo que exista. Normalmente siempre estás asustado y tembloroso. Creamos desde este temblor. Y el público es malo en un sentido: quiere vernos morir. Si no hay eso, no hay nada: o bien es mierda americana o la televisión italiana. Y no es eso lo que yo quiero. Tiene que haber siempre un toque de muerte, que sea arriesgado, peligroso en algún sentido, «pe-li-gro-so» [remarca sílaba a sílaba en español]. Sin peligro no hay felicidad.


Angélica Liddell Trémulas inquietudes personales

Espectáculo: Te haré invencible con mi derrota, de Angélica Liddell Foto: Susana Paiva

Angélica Liddell es una encarnación de todo el poder escénico en un cuerpo frágil que sostiene la boca de hierro más incandescente que se ha podido ver en los últimos años. La ironía con que trata sus propias debilidades y las del mundo es tan cruel como los cortes que se autoinfringe con una cuchilla en escena, con el fin de compartir con los espectadores fragmentos de vida propia en una transformación increíble de la brutalidad en belleza. La entrevista se desarrolla en idas y venidas de mail, hilos cruzados de preguntas y respuestas que podrían haber continuado largamente, con el peligro de quedar estranguladas. Bàrbara Raubert: ¿Cuál es tu recuerdo dancístico más temprano y con qué sensación lo tienes asociado? A. L: Bueno, el primer contacto con la danza lo tuve a eso de los 23 años, me enamoré de un bailarín y me empecé a apasionar por la danza, clásica, contemporánea, en fin, el primer recuerdo lo tengo asociado al amor, y a la libertad; me gustaba mucho más que el teatro, veía que la gente era más libre bailando que haciendo teatro. B. R: ¿Será por esto que tus piezas siempre hablan desde lo personal? ¿Qué porcentaje es ficción y cuál es realidad? ¿Realmente te llamas Angélica siendo tan poco inocente? Tus experiencias en internet, por ejemplo, me parecieron de verdad. Pero, ¿eran ciertas en el sentido que las realizaste para luego contarlo en un espectáculo o en el sentido de que tu realidad te llevó allí y luego lo recogiste en la pieza? A. L: Yo desconfiaría de la gente que no cuenta nada de sí misma en

una obra. Como le dice Pasolini a Ungaretti: le está entrevistando acerca del amor y Ungaretti empieza a teorizar, y entonces Pasolini le dice que no teorice sobre el amor, que le hable de sí mismo, de sus experiencias personales, eso es lo importante para Pasolini, y en ese momento aparece un Ungaretti tembloroso, inquieto, ese es el Ungaretti que nos interesa, el Ungaretti que nos habla de nuestros miedos, de nosotros mismos, no la academia, no las teorías… En el teatro, el canon se ha convertido en entretenimiento, es pura ocultación de lo real, incluso Brecht es ya puro entretenimiento porque lo dirigen con una distancia terrible. El mal es concreto, decía Brecht, el Yo es concreto. Y creo que también hablo de mis experiencias personales para librarme de ellas, no podría soportarme, sobrevivirme, mi alivio se encuentra en el trabajo, intento organizar el dolor y comprenderlo mediante mi trabajo, y así me voy librando de la locura, de un callejón sin salida. Al principio trabajaba más con argumentos clásicos, con personajes, ahora me resulta imposible, juntar a un astronauta y a un indigente en un supermercado está bien para un taller, pero al final es un juguete, superficial, intrascendente… no sé. Cuando trabajo con mis experiencias lo hago desde la más absoluta sinceridad, de lo contrario no lo haría, todo es real, pero al convertirse en un objeto estético se le queda prendida una construcción que lo convierte en otra cosa, la vida no es interesante, la vida tal cual es necesario transformarla en objeto estético para ponerla ante otro, aun así, aun siendo construcción, no pierde un ápice de sinceridad. Es difícil averiguar qué es primero, la gallina o el huevo, la experiencia o la construcción estética. En el caso de Venecia, fue primero la frustración, la tristeza, me ofrecí sexualmente en internet como una puta por pura


frustración, porque estaba viviendo unos momentos difíciles, y después lo incluí en la pieza, necesitaba convertirlo en objeto para sobrevivir a esa frustración. Para mí, ahora mismo, el teatro consiste en transformar la angustia y la frustración en objeto estético para sobrevivir a la frustración y a la angustia, consiste en transformar el dolor en objeto estético para sobrevivir al dolor, ahora mismo todo lo que hago y construyo está destinado a proporcionarme alivio, para mí lo importante ahora es el alivio. En fin, sí, primero es la realidad, luego la construcción, y lo curioso es que ambas cosas existen con la misma intensidad y la misma sinceridad. Y por supuesto, hay más hipocresía en la vida que en un escenario, el escenario es trasgresión porque está al margen del pacto social, está al margen de la vida calculada, como dice Apollinaire. B. R: Tu pieza veneciana era una suma de sensaciones tremendamente tristes, aunque terminaba con un pastel de nata que ofrecías, cucharita a cucharita, al músico tumbado en el suelo, y cada cucharita era una nota de calidez amorosa después de la tormenta de bombas e insultos. ¿Era tiramisú de verdad? ¿Puede el tiramisú realmente levantar el ánimo, después de toda esa brutalidad con la que nos habías empapado? A. L: Sí, sí, era tiramisú de verdad, pero en el fondo no era un final dulce sino un final triste. Yo le dije a Pau que se tumbara y tocara el violonchelo tumbado mientras le daba de comer, la idea era que el violonchelista no podía levantarse, no podía por mucho tiramisú que comiera, había algo que se lo impedía, la tristeza era ya inextirpable, como ese Cum Dederit del Stabat Mater de Vivaldi, no había tiramisú en el mundo que pudiera levantarnos de allí, era un final infeliz, a la altura de la brutalidad con la que tenemos que hacer compatible nuestra incesante y frustrante búsqueda de la felicidad. B. R: En el momento en que estás actuando, parece que estuvieras poseída por la narración, como si fueras una médium, de las víboras que salen por tu boca descontroladamente. ¿No sientes la necesidad de hacer tabla rasa después de cada pieza? En tu cuerpo, ¿qué memoria queda de los espectáculos que se van sucediendo en él? A. L: Sí, yo siempre digo que para mí el teatro es un estado de demencia controlada, pero de demencia al fin y al cabo. Ensayo muchísimo, repito hasta la desesperación los textos, necesito tenerlo todo lo suficientemente controlado para, una vez en el escenario, permitirme el lujo de lo incontrolable. Trabajo con mis emociones, las utilizo, abuso de ellas, en ese momento no me reservo nada para mí. B. R: Es como una catarsis, un estado de trance particular, ¿no? A. L: Tiene que ver con la idea de sacrificio, como Abraham, estar dispuesto a matar aquello que más amas para que te sea devuelto. La trasgresión no es otra cosa que sacrificio. No puedo hacer tabla rasa, me ocurre como en Opening night, de Cassavetes, la obra afecta a mi vida y mi vida afecta a la obra, es un bucle de retroalimentación, se van infectando la una de la otra, utilizo el teatro para organizar el dolor, para comprenderlo mejor, eso afecta a mi vida, claro. Creo que al mismo tiempo me salvo pero me devoro a mí misma, me quedo en una situación complicada, no salgo con la ropa limpia, no, claro. Mi cuerpo, en sentido estricto, es una especie de tabla medieval, pero sin misticismo, no es una memoria mística del dolor, simplemente es una manera de que el cuerpo se convierta en productor de la verdad: la herida no puede mentir jamás, la herida, a pesar de que la gente la considera algo superficial, es la muestra visible de las convulsiones del espíritu, y al mismo tiempo es una materia plástica con la que trabajo, hago dibujos sobre tela con ella.

la sangre, y un elemento clásico. Y también tiene que ver con una historia de amor, yo le dije a alguien en un mail que me iba a cortar las rodillas delante de él, y lo hice, me corte las rodillas en un espectáculo para él, en Yo no soy bonita, y a partir de ahí empezó todo. Además, la sangre es todo un clásico, ¿no? Yo pensaba que la gente lo iba a percibir como quien ve un Shakespeare o un Esquilo. Confío en que el espectador haya madurado al mismo tiempo que la representación, que la historia del arte y la humanidad. B. R: Tus referentes artísticos, tus fuentes, tus citas demuestran una base cultural fuertemente cimentada y con un abanico muy amplio de ideas. ¿Cuál es tu formación exacta y qué es lo que más valoras en ella? Por otro lado, tus frases terminan a menudo sin puntos [añadidos en la edición de la entrevista], como si quedaran en el aire, o quisieran seguir infinitamente. ¿Tus ideas se encadenan así, sin tregua? A. L: Bueno, siempre digo que yo todo lo que sé del trabajo lo aprendí de mis abuelos, que eran analfabetos. Por otra parte, a los diez años me leía cosas como Napoleón en Egipto o a Steinbeck gracias a que mis padres tenían una selección del Reader’s Digest para adornar la biblioteca. Mis padres me prohibieron leer por unos tests que me hicieron en el cole y decían que leer embrutecía, así que me puse a leer por rebeldía, no sé, luego en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático) monté mi primera pieza, muy mala, también por rebeldía a la enseñanza canónica. Creo que he aprendido siempre llevando la contraria, llevar la contraria es como un resorte. Toda mi formación ha generado una lucha contra esa formación. Sobre los párrafos, no me gusta acabarlos con puntos, no sé, me siento incómoda. Y sí, intento que todo se encadene, encontrar vínculos entre las células y los planetas, entre África y el desamor, todo está conectado, todo pasa por el mismo tubo. B. R: La transformación a través del sacrificio me hace pensar en la transformación de la vida, el paso hacia la madurez o el cambio personal. Como en un embarazo, el cuerpo se transforma sin decidirlo racionalmente, es un árbol al que le crecen ramas y hojas, te hinchas y deshinchas simplemente dejando que ocurra, te transformas por lo que vendrá. A. L: Bueno, siempre nos estamos convirtiendo en otra cosa, es muy Cronenberg, estamos constantemente incubando nuevas tumefacciones, malformaciones, como en Cromosoma 3. Somos hijos del odio. B. R: ¿Escribes sobre papel lo que harás en el escenario?, ¿tienes un mecanismo de creación concreto?, ¿cómo sucede? A. L: Lo primero que necesito saber es qué parte de mí misma necesito contar, eso se me impone, claro, depende del nivel de angustia, de intensidad, y utilizo esa imposición de la vida. Y después empiezo a construir, hago muchos guiones de acciones, dibujos, empiezo a escribir textos… Sí, tengo cuadernos y cuadernos llenos de notas; cuando empiezo con un trabajo, sea cual sea el resorte que lo ha puesto en marcha, me convierto en una antena, voy incluyendo todo lo que me ocurre, lo que me encuentro, todo lo que me rodea es susceptible de intervenir en el trabajo, entro en un estado de neurosis compulsiva, me dejo influir por cualquier cosa, por un pájaro aplastado por la rueda de un coche, por una conversación que escucho en la filmoteca, por una pieza de Monteverdi, por un cruce, no sé, permito que todo me transforme.

B. R: ¿Dibujos? ¿Eres pintora, también? ¿Los expones? A. L: Sobre todo hago collages, pero todo en relación con mi trabajo, forman parte del proceso.

B. R: ¿Guardas recuerdos específicos, objetos-fetiche de tus actuaciones? A. L: No soy nada fetichista, pero desde que empecé a currar con la sangre guardo las telas en las que dejo las manchas, por ejemplo, la sábana de Venecia la guardo, las telas bordadas de Anfaegtelse también las guardo… supongo que haré algo con ellas, en un futuro.

B. R: Pero volviendo a la herida: produce una huella en tu cuerpo y un efecto en los espectadores que no sabría muy bien adjetivar... supongo que difiere en cada caso. Cuando yo te vi cortándote, me entraron náuseas, quería ir al baño, pero mi cabeza no me dejaba, quería quedarse. Estaba de pie en la última fila de gente, y tuve que sentarme, dejar de verte por un momento, lo que tranquilizó mi estómago, sin dejar de acompañarte. ¿Podías imaginar que causaras tantas sensaciones en la gente? A. L: Cuando empecé con los cortes no podía imaginar que pudiera provocar náuseas en la gente, nunca lo he hecho con esa intención, ni con ánimo de provocar, nunca, simplemente me parece una materia preciosa,

B. R: Para terminar, y como resumen de todo lo hablado, pero también por haber leído tu blog y visto tus trabajos, querría preguntarte si alguna vez permites descansar tus pesares, si sientes alivio real en alguna ocasión, si lo buscas realmente y lo encuentras en algo o en alguien. A. L: El dolor no es un propósito, ni una búsqueda, es la pelea con el sentido de la vida. Y la búsqueda de la felicidad, de alivio, es tan instintiva como el hambre. Lo uno va con lo otro. No existe dolor sin búsqueda de alivio, el alivio sí es una búsqueda y un propósito. Yo encuentro ese alivio en el trabajo. Pero depender del trabajo para sanar es una putada, no existe el descanso. No sé lo que es el descanso.

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Akram Khan Entre dos culturas

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Espectรกculo: Bahok, de Akram Khan Company / Ballet Nacional de la China Foto: Hugo Glendinning


Desde Londres salen los aviones que llevan a Akram Khan a todos los rincones del mundo para mostrar sus espectáculos, así como para crear otros nuevos. Uno de los últimos, Bahok, una colaboración con el Ballet Nacional de China, le permite hablar directamente de esta deslocalización y del cruce entre culturas. B. R: ¿Qué tipo de entendimiento se ha producido entre las dos culturas que intervenían en Bahok, la occidental y la oriental básicamente? A. K: Ha sido un proceso de aprendizaje fascinante, en las dos direcciones. Me encanta trabajar con culturas con las que aprendo continuamente y que me impulsan a reflexionar sobre las similitudes y las diferencias que pueden surgir en materia de educación, religión, moral… ¡de todo! Y es que en China todo es aparentemente tan diferente… Para mí ha sido una aventura fascinante, de la que he aprendido muchísimo. Ha aprendido sobre el país, sobre su cultura… Siempre a través de la gente. Pienso que, en realidad, no es necesario ir a un país para conocerlo, que basta con conocer a su gente, puesto que es la gente quien hace al país y no a la inversa. B. R: ¿Encontró algunas similitudes con su propia cultura, la hindú? A. K: Claro, ya que en ambos casos existe una clara disposición a ir siempre hacia adelante, a la vez que existe la voluntad de preservar la herencia espiritual y cultural más antigua, y eso es muy parecido en los dos casos, tanto en China como en India. B. R: ¿Y cuáles son las cosas más distintas? A. K: Mmmm... El ritmo de trabajo, la forma de trabajar. Para empezar, se trata de una compañía de ballet y, por lo tanto, tiene unos procesos muy distintos a los de las compañías de danza contemporánea, ya que tan solo aprenden repertorio. Lo que yo les proponía, en cambio, era crear desde el origen junto con los propios intérpretes. Por lo tanto, no bastaba con unos bailarines que supieran dar unos pasos, sino que debían estar dispuestos a reinventarse, debían ser creativos. B. R: ¿Fue fácil modificar este tipo de dinámicas? A. K: En realidad, sí. Estuvieron muy receptivos. Los bailarines que elegí del Ballet Nacional estaban especialmente abiertos a los temas que les proponía, a desarrollar nuevas habilidades y a pasar por procesos desconocidos. Incluso me sorprendió hasta qué punto se mostraron abiertos. Nos pasamos las dos primeras semanas hablando, conociéndonos, charlando sobre su casa, sobre lo que representaba para ellos, sobre las ideas que conectaban con la idea de casa, sobre lo que significaba la nacionalidad, sobre lo que significaba ser chino, o africano, o inglés o español (también había un bailarín español). O sea, que nos dedicamos a hacer este taller durante dos semanas antes de empezar a bailar, por lo que ha sido un proceso muy personal y ligado a cada uno de los bailarines. B. R: El espectáculo habla del viaje de la vida. ¿Qué ha querido transmitir a los espectadores? A. K: No hay un significado único que haya querido transmitir. Simplemente intento lograr una conexión, que los espectadores puedan conectarse a la historia que se mueve. Luego, el tema subyacente está relacionado con la idea que tengo sobre las nacionalidades. Pienso que todos somos extranjeros. Yo nací en Londres en el seno de una familia india, pero cuando estoy en Bangladesh me siento británico. Y cuando estoy en Londres me siento de Bangladesh. B. R: Este es un caso concreto, pero que cada vez se repite más y más. A. K: No es eso. Creo que no sólo depende de dónde nacemos, sino que realmente todos somos extranjeros. Aunque vivamos allí donde

hemos nacido, seguro que nuestro tatarabuelos procedían de algún otro sitio. La gente siempre ha emigrado y si lo contemplamos desde esta perspectiva, nuestro origen ya no está en el sitio de donde somos. B. R: En Bahok vuelve a colaborar con el reconocido músico Nitin Sawhney. ¿Qué los une, además de la procedencia? A. K: De hecho nuestra procedencia es ligeramente diferente. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo que nos conocemos, y hemos trabajado mucho juntos. Ya llevamos cuatro o cinco producciones juntos, como la de Zero degrees, con Sidi Larbi. Lo principal es que de verdad me parece un artista con mucho talento, y que hace que disfrute del trabajo que realizamos conjuntamente. B. R: ¿Cómo trabaja con los compositores? ¿Son encargos cerrados a los que ellos se adaptan o es la pieza la que se adapta a la música? A. K: Nada de eso: es una relación orgánica, hablamos mucho. A veces nos encontramos en el estudio del músico y hablamos durante mucho rato, mientras él intenta crear una atmósfera de lo que hablamos. Entonces, si me gusta, avanzamos por ahí, y si no, buscamos otra cosa. Es todo muy orgánico, en el sentido de que creamos en el mismo momento. B. R: ¿Cómo definiría su estilo? ¿Con qué palabras? A. K: Es que está evolucionando siempre, depende de con quien trabaje. Mi vocabulario cambia continuamente en función de los artistas con quienes trabajo, puesto que todo el material de movimiento proviene de los intérpretes. No es mío, está muy basado en ellos. Cuando trabajo con Juliette Binoche, es un vocabulario de movimientos muy distinto al de las demás piezas, por ejemplo. El hecho de colaborar con gente nueva en cada producción te permite romper con lo viejo y crear de nuevo muy fácilmente. De ahí que mi estética esté en evolución permanente. Supongo que debe haber un hilo conductor en la forma de editar las piezas, no lo sé. El resto cambia. B. R: ¿En la palabra globalización ve más connotaciones negativas o positivas? A. K: Es a la vez positiva y negativa. El caso más evidente es internet, que nos permite comunicarnos con mucha facilidad, aunque perdiendo un segmento de humanidad, y además nos convierte en dependientes de la tecnología. Hablamos por internet, pero perdemos humanidad al hacerlo: internet nos obliga a utilizar un lenguaje específico que no acostumbra a incluir demasiadas demostraciones emotivas. B. R: ¿Se siente influido por otras artes? A. K: Me encantan las artes visuales, el cine… de todo tipo, ya sea indio o español, me gusta mucho Pedro Almodóvar, por ejemplo. Sin embargo, estos modelos no me influyen, sino que más bien me inspiran. Sea como sea, yo no busco la inspiración ni en la investigación artística ni en los libros; es la gente que me rodea quien me inspira, básicamente con la observación de la vida. B. R: ¿Hay alguna área geográfica que le interese especialmente en estos momentos? A. K: Definitivamente Japón, pero no sé muy bien por qué. Estuve de pequeño y después con Peter Brook, y me enamoré de ese país. Me encanta su tradición y la modernidad con la que convive a partes iguales. B. R: Y si hablamos de cartografías del cuerpo, ¿cuál es la parte que, en su caso, impulsa al resto en el movimiento? A. K: La parte de la que no tenemos conciencia, la parte en la que no pensamos, la que olvidamos, ésa es la más importante. Podría ser cualquiera, en función del punto vital, de lo que estemos haciendo, de las situaciones que nos rodeen. A veces son las manos, a veces los pies, a veces la cara…


Amagatsu Ushio Del tiempo que aún ha de llegar

son comunes a todos. La diferencia (de lenguaje, de estilo de vida, de comida…) crea lo que son las culturas y, por lo tanto, es importante en sí misma. Por otro lado, todos compartimos una especie de autoridad superior: tenemos un mismo cuerpo, estamos en un mismo punto del proceso de evolución, y la gravedad (nuestro anclaje a la tierra) es parte de lo que nos es común a todos, independientemente de cuál sea tu cultura. Lo que me parece de vital importancia es reconocer que siempre existe esta dualidad entre lo particular (singular y distinto) y lo general (denominador común); esto es lo que me interesa. B. R: Con estos elementos de diferencias y similitudes, ¿se crea una narrativa o sólo interesan como sentimientos por explorar? A. U: Mis obras no buscan explicar una historia. Para mí, cada una de sus partes es en sí misma un poema. Pero incluso este poema, o el tema que haya querido tratar en el espectáculo, cada vez que es recibido por individuos que han acumulado unas experiencias propias y tienen una vida particular puede entenderse de modo distinto. Y me gusta que sea así, que cada uno busque por donde le impresiona, tal como lo harían con un haiku o con una pintura abstracta. No pretendo explicar nada que tenga un sentido unívoco.

Amagatsu Ushio habla de su concepto del tiempo y de lo que hace especiales los momentos que componen sus espectáculos, una defensa de la individualidad dentro de lo que nos une como seres humanos. B. R: Después de ver Kinkan Shonen, descubrir que todas sus piezas duran cien minutos, que se estructuran en siete partes… Todo ello hace pensar que su relación con el tiempo debe de ser algo especial, ¿no? A. U: El tiempo es algo muy abstracto, esta pregunta no es nada fácil de responder. Por un lado, tenemos la sensación de que hay un tiempo que siempre ha de llegar y, cuando llega, ya se ha convertido en pasado. Hay una línea de continuidad entre el tiempo pasado y el tiempo presente. Por otro lado, cada segundo, cada punto del tiempo requiere su propio desarrollo… Es como si hubiera dos tiempos distintos, ¿comprendes? B. R: Entonces, ¿estamos hablando de un tiempo lineal o circular? A. U: No es absolutamente circular, aunque los días se repiten, claro, uno tras otro, pero siempre con algún cambio o deformación. B. R: ¿Cómo se integra eso en sus obras? A. U: El tiempo de los espectáculos tiene un punto de inicio y un punto final claros, y entre estos dos puntos se extiende la representación. También está el tiempo de la vida cotidiana de los espectadores que han venido al teatro a ver la obra, y que tienen su vida, con su ritmo y su propio tiempo. Durante el espectáculo se sumergen en el tiempo interior de la obra y, cuando se acaba, regresan al suyo. Uno es real, el de su vida, y el otro es experiencial. El teatro tiene su propio tiempo y espacio para llevar a cabo un tipo de acto ceremonial no religioso. B. R: ¿Para que los espectadores salgan transformados? A. U: No sé si todo el mundo nota una transformación, pero sí que puede decirse que el espectáculo les ha ofrecido una experiencia «extra-ordinaria», es decir, fuera de su vida ordinaria. El teatro, como estructura arquitectónica, tiene esta capacidad, como si se tratara de una caja para guardar momentos extraordinarios. B. R: ¿Y qué es lo que guarda usted en esta cajita de momentos? A. U: Al ser humano. Pero claro, los humanos no siempre estamos en las mismas condiciones. A veces nos sentimos felices, otras tristes, quizás asustados, algunas veces somos bellos y otras no… Estos cambios son los que quiero transmitir, porque son los que nos constituyen como seres humanos. Cada espectáculo trata un tema distinto, pero básicamente siempre busco y me recreo en las cosas que nos diferencian y en las que nos

B. R: Sin embargo, ¿puede ser que haya algunos símbolos que el público europeo sea incapaz de descodificar por el hecho de que provienen de una cultura como la japonesa, tan lejana para nosotros, y esto haga que nos perdamos alguno de los mensajes? A. U: No lo creo. Sankai Juku es una compañía con treinta y tres años de historia y que desde hace treinta participa en giras mundiales. Hemos visitado cuarenta y tres países distintos que siguen invitándome, y por eso creo que la impresión que dejan mis obras no es muy distinta, ya sea en América del Sur, en Asia o en Europa. Es lo que llamo el denominador común, lo que demuestra que todos estamos hermanados. B. R: ¿Y dónde queda la tradición? A. U: En la concentración. En mi trabajo, yo no sólo pienso en acción o en movimiento; para mí es igual de importante el reposo y el silencio, así como el cambio de dinamismo que requiere pasar de un estado al otro. Siempre parto de situaciones de pausa y mutismo para conseguir la máxima concentración, porque fuera de mi cuerpo y de mi mente no deja de haber cosas que se mueven, pero para poder percibirlas hay que ir despacio, con mucha cautela, y eso creo que es bastante japonés. B. R: ¿Japonés o de la tradición del butoh? A. U: No creo que pueda hablarse de una tradición de butoh, porque cada creador de esta línea tiene un estilo propio, unas ideas y filosofías propias. Las respuestas que te doy representan únicamente mi punto de vista. B. R: ¿Qué queda de las motivaciones iniciales del butoh, sigue siendo un revulsivo al imperialismo americano? A. U: Eso fue así en la primera generación de butoh, pero yo formo parte de la segunda generación, por edad y porque siempre he seguido mi propio camino, haciendo lo que para mí era butoh y que ha acabado por convertirse en el estilo Sankai Juku. Si bien la primera generación vio el final de la Segunda Guerra Mundial y los consiguientes cambios del estilo de vida y de pensamiento, fortísimos, yo nací después de la guerra y, por tanto, no viví directamente este terremoto, mi experiencia es distinta. Estudié butoh hasta principios de los años setenta, y cuando en los ochenta me llamaron desde Europa, fue una gran revelación, ya que desde el primer viaje dejé de pensar sólo en la cultura japonesa o en la identidad japonesa o en el cuerpo japonés, porque entendí que, junto a la diferencia, siempre habitaba el sentido común, que es lo que te he explicado antes. Éste es el descubrimiento que ha sido fundamental para mí como creador. B. R: ¿Existe una tercera generación de butoh? A. U: Lo que ahora sucede, y no es nada extraño, es que algunos jóvenes no se resignan a estudiar sólo butoh y quieren probar la danza contemporánea, por lo que hacen mezclas. La decisión final, por supuesto, recae en cada bailarín. Mi compañía es un ejemplo de ello: hay dos bailarines muy jóvenes, de veintipocos años, y si bien uno solamente hace butoh, el otro se entrena tanto en butoh como en danza contemporánea. B. R: ¿Cómo es para un creador trabajar en Japón? A. U: En realidad, yo vivo entre París y Tokio, y me paso toda la temporada de danza haciendo giras con la compañía, por lo que no


puedo decir que viva solamente en Japón, pero trabajar allí no representa ningún problema para mí. Ahora bien: si, como les pasa a otros artistas, sólo pudiera presentar mis obras en el país, sería más complicado, puesto que no es un territorio muy grande y son pocos los centros que programan danza regularmente. Mi situación es un tanto especial, ya que desde 1992 el Théâtre de la Ville de París me encarga una pieza de nueva creación cada dos años, y me instalo en la ciudad mientras estoy en el proceso de creación. B. R: ¿Representa alguna diferencia crear en París o en Tokio, ya sea en el proceso o en el resultado? A. U: La ciudad de París me acoge con unas condiciones excepcionales, y me brinda una oportunidad de trabajo inmejorable con su coproducción bianual, para mí es muy importante, me hace muy feliz. Pero no creo que en estos momentos sea distinto lo que pueda hacer en París o en Tokio, porque llevo en esta dinámica de ir de una ciudad a otra desde los años ochenta, y mi búsqueda continúa siendo la misma. Me topé con las diferencias culturales la primera vez, hace treinta años, pero desde entonces lo que busco va más allá de si es francés o japonés, mi búsqueda se encuentra en la esencia humana, en lo que nos hace iguales y lo que nos hace particulares. Claro que yo soy japonés y mis bailarines también, ja, ja, ja.

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B. R: ¿Asiste a muchos espectáculos de danza? ¿Qué le interesa? A. U: No tengo demasiadas oportunidades de ir a ver danza, aunque muchos de mis amigos son del sector de la danza o el teatro. En general, me gusta cualquier cosa que me muestre diferencias, me entusiasman las cosas especiales. Respecto a mis intereses, considero que actualmente el mundo tiene un gran problema, que en algunos puntos se muestra más en el terreno económico, en otros es el terrorismo y en otros la guerra… Pero eso ha sido así durante miles de años y puede continuar así mil años más. ¿Por qué no cambia el hombre?, ¿por qué no cambia su mentalidad?, me pregunto. No me gusta nada esta situación, querría que hubiera paz y tranquilidad. Ahora hemos llegado a un punto que ya es demasiado, ¿no crees? B. R: ¿Cree que quizás el arte puede ayudar a cambiarlo? A. U: Sinceramente, creo que sí. Por eso en mis piezas intento mostrar el ser humano en su normalidad, para ver su esencia. B. R: Sus obras son muy personales, pero los personajes son genéricos, como si representaran rasgos de humanidad en abstracto. ¿Se trata de un legado de la idea oriental de comunidad? A. U: Los intérpretes de mis obras tienen una personalidad en su vida diaria, pero una vez en escena tienen que dejarla a un lado y hacer emerger una forma humana sin cotidianidad, aunque cada uno aportará algo propio. Se trata de depurar la persona, y por eso todos van pintados de blanco y con la cabeza rapada, para intentar llegar al máximo grado de simplicidad. No creo que se trate de una filosofía oriental, es mi filosofía. Les pido a los bailarines que durante la interpretación sean absolutamente neutros y que mantengan la concentración, que es lo que permite repetirlo todo una y otra vez. Durante los ensayos hay que repetir la misma frase coreográfica centenares de veces, y después cada vez que actúan también es una repetición. Sólo con concentración es posible volver tantas veces como sea necesario, por eso es lo más importante, y no necesito ninguna técnica concreta de taichi ni de yoga, ni nada de eso; he creado mi propia técnica, que es difícil de explicar, pero que es la que a mí me sirve. B. R: En sus procedimientos, ¿queda algo de sus maestros de la primera generación? A. U: Cada uno debe seguir su propia filosofía, hacer su propio camino. Es como la modern dance o la danza contemporánea, en las que cada creador desarrolla su propio estilo, la idea de lo que quiere hacer; en el butoh sucede lo mismo. No pienso —de hecho, no quiero pensar— en otros creadores, porque me impediría encontrar mi propio paso. Es distinto pensar en literatura, o en una pintura, o en una música, o en la naturaleza, que son otras categorías distintas a la danza y que me pueden sugerir muchas ideas nuevas. En cambio, cuando miras a otros bailarines puedes querer imitarlos, y eso no es bueno. B. R: Por eso es tan singular. A. U: Yo asumo todo el proceso de creación, soy yo quien hace toda la coreografía. Cada vez que empiezo una nueva, me tomo mucho tiempo para ensayar solo y experimentar las ideas que tengo con mi propio cuerpo, tal como me sale naturalmente con la edad que tengo. Me gusta

Espectáculo: Kinkan Shonen, de Sankai Juku Foto: Hitomi Sato

hacerlo así porque es el modo de no tomar nada de otros creadores. Tampoco utilizo la improvisación de mis bailarines, y hasta que no tengo la idea bien pensada no la explico al resto de la compañía para empezar a trabajar. B. R: ¿Fue fácil deshacer su personaje de la obra Kinkan Shonen en los distintos bailarines que ahora la interpretan? A. U: Bailé la pieza desde que la creé y durante quince años. Una vez hube decidido que ya no la repondríamos más, varios programadores de teatro me la volvieron a pedir, pero, francamente, ¡me estoy haciendo viejo! Pensé en la posibilidad de pasarla a alguno de los jóvenes integrantes de la compañía que habían trabajado conmigo durante más de diez años. Intenté transmitir cada motivación, cada situación de la obra para que entendieran qué era lo que me hacía bailar, no bastaba con enseñarles los movimientos. Ellos han intentado llegar a estas situaciones intensas, con el movimiento y todo el cúmulo de sensaciones, pero finalmente cada uno debe encontrar su propio sentimiento, creo que es posible y que lo han conseguido. Es una experiencia muy bonita, tanto para mí como para ellos. Si desdoblé mi papel en varios intérpretes fue porque no pensé que uno solo pudiera hacerlo todo. Primero, porque cada parte era un sentimiento distinto que quería que le quedara claro a la audiencia y pensaba que sería más evidente si lo hacía un bailarín distinto. Y segundo, porque con todo el tiempo que habíamos trabajado juntos me parecía mejor repartir los cuatro solos entre los tres miembros de la compañía. B. R: ¿Cómo ve Kinkan Shonen treinta años después de haberla creado? A. U: Yo siento que está igual de viva, que todavía se aguanta perfectamente. Diría que es así porque mi obra es vida, la vida que llevo al escenario. Ahora hay muchos vídeos y DVD, pero, para mí, lo que importa es lo que se hace en el escenario, y aunque pienso que el espectáculo tiene su propia vida, no ha cambiado demasiado desde que la estrenamos. ¿Dentro de treinta años más?... Ja, ja, ja, no me la puedo imaginar, ¡justo ahora que empieza a renacer!


Espectáculo: Sombreros, de Philippe Decouflé Foto: Laurent Phillippe


Philippe Decouflé Entre luces y sombras

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Marta Porter. El nombre de Philippe Decouflé es sinónimo de un mundo mágico, onírico, donde la realidad cotidiana se esconde tras un universo de fantasía construido con juegos de luces y sombras, donde nada es lo que parece ser pero al verlo el espectador lo cree real. Este transcender la realidad y construir un mundo paralelo en el que todo es posible, un mundo inventado donde las leyes de la física desaparecen, donde la gravedad se invierte, el tiempo se abre a la relatividad y las dimensiones espaciales se curvan, todo bien sazonado con toques de humor, no es sólo fruto de una mente con una potencia imaginativa extraordinaria, sino también de la búsqueda constante de Decouflé para plasmar en tres dimensiones lo que en literatura se ha llamado surrealismo mágico. Pero, como en todo surrealista, detrás de esa imagen casi infantil se esconde una verdad más dura y profunda: escapar, y hacer escapar al espectador, de la realidad, de un mundo que a menudo lo deprime y lo lleva a replantearse la profesión: «A veces me pregunto si hacer reír no ayuda a mantener un sistema podrido». Danza, mimo, magia, imagen, luces y sombras. ¿De dónde provienen las ideas de sus espectáculos? ¿De los sueños, de la imaginación? Hay preguntas que no tienen una única respuesta, sino que se nutren de múltiples elementos. Una idea surge de lo que se ve y se siente, «de la vida», dice este creador de mundos universales. Pero, como bien decía Picasso, «la inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando». Y ésta es una verdad que Philippe Decouflé tiene muy clara. «El mío es un trabajo colectivo que nace del intercambio de ideas con mis colaboradores, de modo que es muy difícil atribuirlo a una sola persona». Primero acota el terreno de trabajo (las sombras, la luz, las formas de los cuerpos, los chistes...), y después se prueban las ideas, se estudia si es posible transportarlas al escenario probándolas y limpiándolas, se entra en un proceso en el que la experiencia profesional se pone al servicio del niño pequeño que ha tenido la idea, como un padre que cree en su hijo. «Jugamos como niños», confiesa Decouflé, «pero con un bagaje y unas técnicas muy profesionales». Pero, ¿hasta qué punto el padre frustra las expectativas del niño? ¿Hasta qué punto hay que renunciar a unos sueños para hacer factibles otros? Aquí es donde entran en juego las mentes realistas, la lucha continua entre lo que se quiere ofrecer al público y lo que es posible ofrecerle para que el espectador no se dé cuenta de toda la técnica que hay detrás. La experimentación, el trabajo constante y el tiempo son las herramientas que acabarán podando las ramas demasiado salvajes, que acabarán poniendo orden en el caos: la técnica al servicio de la idea y del arte. Decouflé sabe que de aquel bosque inicial el espectador sólo verá «una cuarta parte», pero, al igual que el padre que ayuda al hijo, al final se sentirá orgulloso de mostrar «un espectáculo sobre las sombras, muy visual, gráfico y logrado, aunque quede inmodesto decirlo». Una pintura abstracta en la que confluyen danza, juego, texto, proyecciones y música en directo. A menudo se le ha etiquetado de coreógrafo («la gente necesita poner etiquetas a todo el mundo», observa con resignación), quizá porque estudió danza en Nueva York con maestros como Alwin Nikolais y Merce Cunningham, o quizá porque en el lenguaje de la danza «se pueden hacer cosas no narrativas». Él se define como clown. Y a pesar de la fina ironía que desprenden todos sus espectáculos, herencia de la escuela mímica francesa, los juegos de luz y de sombras remiten inevitablemente a las linternas mágicas y al cine alemán de principios del siglo XX. Si con Nikolais y Cunningham aprendió a modular los cuerpos, con maestros como Fritz Lang o Friedrich Wilhelm Murnau ha conseguido dotarlos de vida propia. «Desde pequeño que me fascinan las sombras y la luz, el inicio y el ocaso del día, y me gusta hacerle guiños al cine expresionista.

En Sombreros [su último espectáculo presentado en Barcelona], lo he hecho con la película La Aurora, de Murnau, y los spaghetti western, ya que la palabra sombrero remite tanto a sombrero como a sombra, y se muestran esos sombreros mexicanos que proyectan tanta sombra... Quiero mucho al cine y creo que en Sombreros hemos conseguido una fórmula híbrida entre el espectáculo en vivo y el juego de imágenes». La capacidad artística es intrínseca al ser humano, pero es evidente que hay quien sabe sacarla a la luz en un proceso creativo, hay quien sabe disfrutarla y también hay quien la entierra en pro de otras capacidades más «realistas». Que un país dé más o menos artistas por metro cuadrado suele ser directamente proporcional a la voluntad política de sus gobernantes. Una vez más, se necesitan herramientas para hacer posible que el arte florezca. El hecho de haber nacido y crecido en Francia, donde la danza, el circo y el mimo han recibido un apoyo estatal importante durante décadas y, por lo tanto, se ha abierto la puerta a multitud de creadores para que pudieran desarrollar sus ideas, ha influido en Decouflé de forma especial. Pero los tiempos cambian, y Decouflé reconoce que aquel ambiente genial de los años ochenta ha desaparecido. «Que todo esto sigue funcionando igual de bien es una ilusión. Marcel Marceau falleció, su escuela está cerrada y el mimo ha muerto; la danza ha dado un paso atrás, y el circo también...» Empieza a surgir el lado oscuro de Decouflé, la luz de sus creaciones esconde detrás un mundo lleno de sombras. «En Francia hay una gran crisis: se estrenan espectáculos, pero no hay muchos que sean interesantes, hay una especie de morosidad ambiental, un irse consumiendo». La política, una vez más, se convierte en trampolín o en losa para el artista. «Las cosas van mal en todo el mundo, es deprimente. Si Barack Obama no gana las elecciones, será una catástrofe [la entrevista tuvo lugar antes de las elecciones norteamericanas]. Soy muy pesimista». Sorprenden estas palabras en un hombre cuyos espectáculos son siempre de luz y color. Pero él insiste: «Sí, pero es mi trabajo: no puedo crear espectáculos deprimentes, ya hay muchos que lo hacen, no hace falta que ahora empiece yo». Definitivamente, Decouflé nos ha sumergido en el mundo de las sombras. Sus espectáculos son una válvula de escape para unos espectadores que a través de los medios de comunicación sólo reciben malas noticias en un bombardeo constante. Y él los devuelve al mundo de fantasía que vivían de niños. «Hay que sobrevivir. Pero el otro día me planteaba si lo de hacer espectáculos para distraer a la gente y hacerla reír al final no tiene un efecto negativo y ayuda a que este sistema podrido continúe podrido. Nosotros, los clowns, ofrecemos una válvula de escape a la gente para que se sienta mejor, para ayudarla a soñar, a distraerse; pero una vez que eso se acaba, empieza de nuevo a hacer cosas horribles. A veces pienso realmente que alimento este sistema desastroso. No sé si estoy diciendo barbaridades, pero lo hablaba con unos amigos, todos muy buenos clowns, y nos preguntábamos, al ver el estado del mundo, si hay que seguir haciendo reír a la gente». Ojalá los buenos clowns como Decouflé y tantos otros nos ayuden durante muchos años más a seguir soñando y, aunque sea por comparación, contribuyan a hacernos entender que otro mundo es posible. Philippe Decouflé ha creado su propio país en un mundo descompuesto. En el atlas geográfico de nuestro imaginario, hay artistas que interpretan el papel de sombras, sombras vivas de carne y hueso. Hay luz, materia y objetos inmateriales, y sólo eso ya nos transporta a otra dimensión, a un país llamado Decouflé. Marta Porter es periodista en el diario Avui, especializada en música clásica y danza.


María Pagés Mujer entre dunas

Espectáculo: Dunas, de María Pagés Foto: Soledad Sánchez Merlo

María Pagés afirma que ella es lo que baila, móvil como las dunas que han dado nombre a su último trabajo con el coreógrafo Sidi Larbi Cherkaoui (flamenco, pero de Flandes). Y movida lo es, sin duda. Con dieciséis años ya había estado en Japón, en el Leningrado de la Unión Soviética de entonces, en Siberia... La bailaora se formó en la compañía de Gades, y hoy su propio elenco es ya uno de los legados más fieles al espíritu, que no a la letra, de dicho modelo. ¿Qué espíritu? Pues el de subir dramáticamente el flamenco al escenario, el de integrar lenguajes y abrir las puertas a relacionarlo con otras danzas, el de tener una compañía equilibrada y creativa que ni subraya jerarquías ni aspira a ningún tipo de homogeneidad obediente. Pagés es porosa: se impregna de todo. Es curiosa: tiene ojos para todo. Es creativamente ambiciosa: en sus espectáculos cabe todo. A esta mujer, la empuja una energía descomunal. Ella cuenta que empezó en el baile por no querer dejar de dar «sssapatassos» en el suelo. El acento sevillano se desliza sobre las frases con el mismo atractivo e idénticas formas ondulantes de cintura con los que la bailaora recorre el escenario o trabaja floralmente los brazos: una especie de excrecencia arbórea que mezcla gracia con firmeza, exceso con precisión, fuerza con delicadeza. «Ya de pequeña era un bicho», se describe. Ahora, a su nervio natural, le suma la experiencia, el saber acumulado y un estado de forma pletórico, que lo mismo se atreve con un homenaje a su ciudad natal en Sevilla que satisface el encargo de Baryshnikov con un sobrio Autorretrato. Como dice la soleá, «el espejo en que te miras / te dirá cómo tú eres, / pero nunca te dirá / los pensamientos que tú tienes». Por eso le preguntamos. Y así contesta. Joaquim Noguero: ¿Qué tipo de danza le gusta? ¿Con cuál se identifica más? M. P: Pues no sé qué decirte, porque me gusta mucho el baile en general. Me identifico con la danza que me emociona, y eso puede darse en estilos muy variados, siempre que estén bien hechos. Como espectadora veo diferentes cosas, tanto de flamenco como de ballet clásico y danza contemporánea. Cuando disfruto de verdad de un intérprete o de la propuesta de un creador es porque me llega desde un punto de vista emocional. Pero es muy difícil de explicar, no sabría decirte de qué depende. En los buenos bailarines, hay un momento de su actuación en el que sientes que te envuelven entera y se te llevan; no pasa en todos ni siempre, evidentemente, pero cuando ocurre es cuando tiene sentido hablar de danza. J. N: Dígame un espectáculo en el que se haya sentido transportada. M. P: Por citar uno, ahora recuerdo que en el Théâtre de la Ville de París vi ese espectáculo de Pina Bausch que está lleno de agua, Nefés (2002). Había una bailarina oriental que era increíble, de una fuerza trepidante, hasta el punto de que ella sola me pareció el compendio de la obra, como si en ella se concentrara todo lo que Pina Bausch había querido incluir en el espectáculo: era muy potente, pero también irónica y, a la vez, muy sensual y ligera. Esa combinación me impresionó muchísimo, incluso cuando yo ya iba a la obra predispuesta a maravillarme porque Pina siempre me ha gustado. Pero esa concentración en la intérprete me cogió por sorpresa. J. N: Y lo que ve de danza contemporánea como espectadora, ¿cree que le sirve luego como artista flamenca? M. P: Muchísimo, pero no porque sea yo. El baile flamenco y la danza contemporánea tienen mucho más en común de lo que creemos, incluso en la filosofía: un cierto concepto de libertad y de expresión personal, por ejemplo. De algún modo siempre lo había sentido así, pero trabajando con Sidi Larbi Cherkaoui he podido constatarlo totalmente. J. N: ¿Qué es lo que más le gusta de Sidi Larbi como intérprete? M. P: Tiene una sensibilidad muy especial, y destaca principalmente en el trabajo de brazos y de manos. Eso es algo que tenemos en común. En todos los ejercicios en los que nos hemos puesto a jugar y a probar cosas juntos, coincidimos y conectamos enseguida en ese sentido: brazos y manos son nuestras principales armas. Pero sus virtudes no son sólo físicas; tiene una mente clarísima, se le ocurren ideas fabulosas. J. N: Cuéntenos alguna idea de cuando empezaron a plantearse Dunas. M. P: Un día, por ejemplo, le dije que siempre había pensado que el ser vivo que más tiempo dura y que está en continuo movimiento, por tenue que sea y por poco que se note, es el árbol, que puede durar cientos de años y siempre crece. Sólo en eso ya se mueve, aparte de cuando


lo mueven otros elementos. Y piensa en cuántas personas y cuántas generaciones lo habrán visto, ¡cómo ve el paso del tiempo! Es algo que siempre me ha impresionado mucho: cuando en Japón te encuentras con esos árboles milenarios y piensas en toda la gente que los ha visto antes que tú desde otras épocas... es fascinante. Así que le propuse crear algo sobre eso, sobre ese movimiento prácticamente eterno que tanto contrasta con lo efímeros que somos el resto de seres vivos que ocupamos el planeta. Ideas como ésta son las que nos sirven para empezar a movernos e improvisar juntos. J. N: Este movimiento eterno que dice lo expresa también la arena del título, Dunas. ¿Y qué más trabajaron? M. P: Los ritmos flamencos, mucho. Él quiere saber qué es la soleá, la seguidilla, el tango... Hemos dedicado tiempo a los diferentes palos, porque lo necesitaba para poder trabajar con los músicos. Y distinguir los distintos ritmos flamencos no es fácil, suelen resultar muy peculiares para los de fuera, por lo que he visto (conozco músicos extranjeros a los que les ha costado). En cambio, él tiene un oído tremendo, asimila la música muy deprisa. J. N: En muchos sentidos es una esponja, ya se notaba en los espectáculos con Akram Khan y con los monjes de Shaolin. En la presentación de Sutra incluso mencionó a Bruce Lee como uno de sus referentes en la adolescencia. M. P: Es que él tiene una cosa muy buena, una mirada sin manías que creo que también podría aplicárseme a mí. Larbi intenta acercarse a las cosas sin prejuicios, sin ideas preconcebidas que lo limiten, sin complejos. Y creo que yo hago lo mismo porque si en el espectáculo Sevilla me hubiera parado a pensar en qué dirían sobre si soy o no soy tópica, si juego con clichés, etc., no habría podido llevarlo adelante. ¿Cómo iba a evitar, por ejemplo, hablar de la Semana Santa, si en la ciudad de Sevilla desde que acaba una no se habla de otra cosa en todo el año hasta que llega la celebración de la siguiente? Y el baile de las sevillanas, por poner otro ejemplo, ¿acaso no es, al fin y al cabo, una seña de identidad de los sevillanos? El tópico solamente está en los ojos del turista, en la versión que se le ofrece. Y de la canción que utilizo al final de la obra (el Volare, de los Gipsy Kings), ya sé que se han divulgado versiones horterísimas, pero, ¡qué más da!, nuestra versión no lo es. Una tiene que hacer lo que cree, yo debo jugar con todos mis referentes. Es lo que hay, tengo que partir de ahí. Y eso es algo que Larbi también hace. ¿Que los demás pensarán que menuda ridiculez hablar de Bruce Lee y del kung-fu? ¡Pues peor para ellos! En su momento Bruce Lee fue un fenómeno mundial. Y más allá de eso, Sutra (2008), el espectáculo con los monjes de Shaolin, es maravilloso, de una belleza delicada y poética. Probablemente también es así porque a él no le da ningún miedo que alguien pueda considerar extrañas las relaciones que se le ocurren. Si él cree en algo, se lanza de cabeza a por ello. J. N: ¿Por qué el tema Volare? M. P: Recordaba la canción de oírla cuando era chica y aún no entendía la letra. Me sonaba sobre todo el fragmento del «nel blu dipinto di blu», que yo relacionaba con el azul tan intenso del cielo de Sevilla. De mayor, como mi marido estaba vinculado a Italia, íbamos a menudo y la entendí del todo, pero en la cabeza mantuve muy presente la primera asociación. J. N: La escena se percibe prácticamente como un final de fiesta mayor o de barrio, en una plaza. M. P: Ya me va bien, me gusta. Es lo que digo siempre: en la vida basta con imaginar para situarse en las cosas y poder hacerlas. Es decir, la imaginación es muy importante, hay que saber soñar despierto. Sevilla empieza con unas vueltas por las calles de la ciudad, yo con los pies en el suelo, y acaba con las mismas vueltas, pero yo ya al vuelo, en el cielo de los sueños, dejándome llevar. J. N: ¿Y qué pinta el tango argentino en esta fiesta flamenca? M. P: Surgió de la idea inicial del espectáculo, que al principio se titulaba Volver a Sevilla. J. N: Ah, claro, Volver, es decir: «yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno», y etc. M. P: Sí, el tango. Al final el título del espectáculo se concretó en Sevilla, porque así no haría falta traducirlo en ningún lugar, y porque a mí a veces hay quien me ha llamado así, «Sevilla». Y también porque es más fácil y sonoro. Pero la primera idea giraba en torno a aquel Volver. La pieza reivindica que hay que volver al lugar del que venimos, que necesitamos recuperar las raíces, y que la universalidad sólo tiene

sentido si somos en todo por lo que somos en nosotros, es decir, por lo que aportamos a la riqueza de los otros a partir de nuestras diferencias. Todos tenemos un origen y un recorrido, y a menudo el camino hecho se explica en parte por aquel primer punto de partida, por eso es tan importante el origen. Siempre marca. Yo antes era muy de salir enseguida al extranjero, de ir a todas partes a impregnarme de lo que veía y sentía distinto (siempre he sido muy curiosa, y sigo siéndolo), pero ahora sé que al final, por mucho que quiera, siempre necesito volver. Sé la importancia que tiene el lugar del que vienes: lo que comías, lo que respirabas, lo que te enseñaban, lo que te cantaban, cómo y dónde jugabas de pequeña... Estas realidades personales son las que he intentado trasladar a la obra. ¿Por qué incluyo un tema de la popular Carmen, por ejemplo? ¿Porque es un cliché universal del tópico de Sevilla? Pues no. Sale porque en la primera academia de Sevilla a la que fui a aprender a bailar, la de Lolita Domingo en la Alameda de Hércules, ella nos la tocaba al piano. Cada día te aprendías siete bailes siguiendo a la niña que tenías delante, simplemente observándola, porque la profesora no te enseñaba nunca directamente. La maestra iba tocando y, mientras, tú aprendías fijándote bien en las compañeras. Te hacían elegir tres bailes, y tú —por decir sólo tres— escogías la Carmen, la sevillana bolera y las alegrías de tal o de cual. De los centenares de bailes que al final tuvimos que bailar, Carmen es una de esas músicas de mi repertorio de niña. Por eso mientras la interpreto en Sevilla hay momentos en los que hago como que juego, porque cuando la aprendíamos, como a veces no cabíamos todas las niñas en la sala, teníamos que esperar turno y, como éramos crías, nos entreteníamos jugando. Era un suelo de lositas, y mentalmente dibujábamos una rayuela para ir saltando. Así que ya ves: hoy no bailo Carmen por sevillanismo (al fin y al cabo se la inventó un francés), sino porque forma parte inseparable de mi infancia en la ciudad y de mi aprendizaje del baile. J. N: ¿Cree que ser de Sevilla tiñe su baile flamenco de manera distinta que si fuera de otro lugar de España? M. P: Creo que sí, precisamente por todo eso: porque las experiencias motivadas por nuestro entorno nos marcan. Si hubiera nacido y me hubiera formado en Madrid, aquello de lo que hablaría en el baile y cómo lo bailaría sería diferente. No digo ni mejor ni peor, pero seguro que distinto. J. N: ¿Separaría el flamenco de Sevilla, de Jerez, de Madrid y de Barcelona? ¿Y cómo definiría lo que los distingue? M. P: Sí que son diferentes. Bueno, quizá ahora, como hay más comunicación entre todas partes, estos núcleos cada vez se parecen más entre sí, pero hace cincuenta años en cualquiera de estas ciudades las creaciones surgían de un círculo muy reducido y apenas lo transcendían, no llegaban muy lejos. Ahora cada vez hay más intercambio y es más difícil distinguir a la gente, pero cuando yo tenía diecisiete años te habría podido decir en muchos casos de dónde venía cada uno. ¡Eran mundos tan diferentes! Piensa, por ejemplo, que la primera vez que oí la palabra «técnica» fue en Madrid, y aplicada al flamenco al principio ni siquiera entendía qué podía significar. En Sevilla yo no había aprendido ninguna técnica de manera consciente: había aprendido a taconear como un animal en un suelo de mármol y baldosas, y a fuerza de ver a las niñas más mayores que ya sabían bailar. Allí nadie me dijo nunca cómo tenía que poner las manos, ni el talón, ni la punta, ni nada de nada. Si tenías cualidades, lo asimilabas todo de forma natural viendo cómo lo hacían las otras. Así te hacías tu propia técnica. J. N: Para enseñar de forma efectiva a más gente, es útil subrayar la técnica, el cómo se debe hacer, pero, ¿eso no da lugar a más clónicos, mientras que la selección natural que describe dejaba tirada a mucha más gente en la cuneta, pero los que quedaban se habían espabilado para hacerse suya la técnica, para asimilarla en una aplicación práctica del famoso «cada maestrillo tiene su librillo»? M. P: Probablemente. El talento, la valía, la predisposición de querer hacer bien las cosas contaban mucho más en aquel momento. Si no ponías de tu parte, difícilmente podías sacar algún provecho. Por lo tanto, en cierto sentido, los que conseguíamos salir adelante acabábamos teniendo más tablas. J. N: ¿Qué diría que caracterizaba a la escuela de Barcelona? M. P: Probablemente el trabajo de pies y que, al menos durante algún tiempo, a los brazos se les dio mucha menos importancia, con un baile menos estético y más enérgico. Es algo que también tiene que ver con el nuevo rol adquirido por la bailaora, con mucha más importancia que

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en otros lugares. Siguiendo el ejemplo de la catalana Carmen Amaya, por supuesto, pero probablemente también porque socialmente, en una gran urbe como Barcelona, la mujer estaba ganando un protagonismo muy distinto al papel que había tenido tradicionalmente. De repente, también se la consideraba suficientemente fuerte como para utilizar de verdad los pies, ya no estaba en el escenario sólo para hacer bonito y ejercer de niña mona, podía ser fuerte, mostrar carácter. Creo que estos aspectos de progreso social también han tenido peso. En Sevilla, por ejemplo, recuerdo el lastre que representaban algunos viejos puristas cuando se quejaban: «ay, ¿adónde iremos a parar?, ya no se baila con baile de mujer, las bailaoras piensan demasiado en los pies, ya no bailan con los brazos». Yo he tenido a Matilde Coral de maestra, y para bailar, el primer paso era levantar los brazos. Decía: «niñas, a bailar», y automáticamente lo primero que hacíamos todas era eso, levantar los brazos y moverlos; así era «bailar mujer». Y ése seguía siendo mi abecedario del baile al llegar a Madrid, y no ponerme a hacer planta-talón, como ya era corriente entonces en la capital, por mencionar otra plantilla. Cuando llegué el abecé ya era este otro, plantarse en medio de la sala y venga: plantatalón, planta-talón... J. N: Una vez leí en una entrevista hecha a la barcelonesa La Chana que ella declaraba algo similar a esto sobre las diferencias con Barcelona. Creo recordar que explicaba que la primera vez que estuvo en Jerez se sorprendió porque en Andalucía había encontrado más gracia en el baile cuando, en cambio, ella estaba acostumbrada a la energía de Barcelona. Supongo que distinguía lo mismo que usted indica entre el baile de brazos y el taconeo. Ella misma, La Chana, es un ejemplo bestial de trabajo de pies: en la película The Bobo (1967), de Robert Parrish con Peter Sellers, está espectacular, pone los pelos de punta.1 M. P: Sin duda. La Chana siempre ha sido una fiera. Pero sobre estas diferencias entre el flamenco de un lado y de otro que conste que hablamos de hace cuarenta años, ¡eh! Ella seguro que aún lo vivió. Y yo también lo había visto colear de pequeña. Era así cuando Matilde Coral todavía bailaba con Farruco, para entendernos. Pero ya digo que se aplicó sobre todo al baile femenino. Farruco es sevillano, por ejemplo, y fue una bomba con el trabajo de pies, un animal, pura energía. J. N: ¿Ahora las diferencias tenemos que establecerlas sobre todo entre personas? M. P: Creo que sí. En el flamenco siempre, antes también. Uno era lo que bailaba. Entonces no existían los coreógrafos. El bailaor flamenco no era como el bailarín clásico contemporáneo suyo: no iba al dictado de la coreografía de otro, era él quien escribía en directo lo que bailaba. Y cada baile ha sido un traje a medida. En el flamenco cada uno se crea su estilo, adaptado tanto a la personalidad como al físico. J. N: ¿Cómo trabajan en la compañía el equilibrio entre una cierta regularidad o coherencia (homogeneidad imagino que no) al servicio de la coreografía y, al mismo tiempo, el respeto a las diferencias de cada intérprete? M. P: Homogeneidad no. En la compañía hay una clara apuesta por la heterogeneidad. Tengo bailarines muy distintos, me atrae mucho más. Cada uno es cada uno y entre todos sumamos. Creo que ésta puede ser una de las características más importantes del trabajo que intento hacer en la compañía, porque es delicado coreografiar en el flamenco si no quieres traicionar su espíritu. El flamenco no es cerrado: de entrada se valora mucho la individualidad, así que éste es un principio que como coreógrafa debo tener muy en cuenta. ¿Qué pasa si pones a quince o veinte personas haciendo exactamente lo mismo? Pues que te cargas el valor del baile. Hay que saber combinar el trabajo de coherencia del grupo con el aprovechamiento de las cualidades de cada intérprete por separado, precisamente para realzarlas. Después, el trabajo del coreógrafo es combinarlo todo, contextualizar a cada uno de los intérpretes en el conjunto, para hacer que más allá de su valía como bailadores, en la unión de lo que hacen, en la coreografía concreta en la que participan, haya una intención unitaria que lleve más allá. Pero una cosa no tiene que matar a la otra: debe haber unidad, pero no uniformidad. Eso es lo bonito, y me encanta trabajarlo, porque así se enriquece mucho más el grupo. Hay que tener en cuenta que algunos bailarines llevan nueve años conmigo, han participado en todas las

creaciones de la compañía y nos entendemos a la primera, no hace falta decirles nada porque nos conocemos de sobra. Y mientras no se salgan del marco general, saben qué margen de autonomía tienen en un momento dado. J. N: ¿Crea los espectáculos durante los ensayos con la compañía o ya los lleva pensados de casa? M. P: A la hora de los ensayos, llevo los deberes hechos, no sabría ir sin nada. Cuando empezamos a preparar una obra, ya lo tengo todo muy pensado. Después en algún punto puede que surja algo nuevo, claro, tienes que estar abierta a eso, hay que dejarse llevar un poco, e incluso puedes llegar a incorporar pequeños accidentes, por ejemplo un cambio de ritmo que le ha salido a un bailarín sin pensarlo, etc. Pero cuando llego al lugar de ensayo, de entrada traigo preparados incluso los pasos, aunque seguro que acabamos desarrollándolo todo. Con los bailarines que tengo ahora en la compañía trabajo muy cómoda: reaccionan muy rápido y, a diferencia de algunos bailarines de otros estilos, no esperan a que les digas dónde tienen que poner el brazo o el pie. Todos son solistas, gente que ha hecho cosas en solitario en otros sitios. Los tengo contratados fijos, pero entre un bolo y otro, en descansos de la gira, a veces me preguntan si me importa que trabajen en tal o cual cosa, ¡y qué va!, al contrario: después vienen como toros. Todo lo que crecen por su cuenta da más entidad y carácter al cuerpo de la compañía. J. N: ¿Ve alguna tendencia general en el flamenco actual? M. P: Destacaría un par de cosas. La primera es que, ahora, incluso la gente que actúa de noche en un tablao ya tiene una concepción escénica y estética que se ha ido generalizando en los últimos quince años. El flamenco, en general, y a diferencia de los tiempos de Antonio Gades, cuando él era la excepción, ve el escenario como su espacio natural. Esta evolución ha costado muchos años. Antes no era así: te encontrabas el flamenco sobre un escenario teatral, pero eso no modificaba en absoluto la materia prima que ese intérprete te habría ofrecido en un tablao o en medio de la calle. No utilizaba los medios teatrales, las herramientas propias del ámbito escénico que podían proporcionarle los juegos de luz, la escenografía o una concepción dramática del ritmo. El bailaor se colocaba y punto. Ahora, en cambio, ya hay una integración de él en el contexto, de él en diálogo con el resto de elementos escénicos. El planteamiento es teatral y ya no sólo de baile. Ten en cuenta que se ha introducido en el habla habitual un concepto antes tan desconocido como el de «coreografía». Cuando yo era chica, la palabra ni siquiera nos sonaba, y cuando empezamos a utilizarla costaba hasta pronunciarla. J. N: Ja, ja, ja... M. P: En serio. No veíamos que lo que hacía Gades o La Argentina o La Argentinita —hablo de la mirada de entonces desde el Sur— tuviera algo que ver con la simple interpretación de los diferentes palos en la que nos movíamos: nosotros bailábamos unas alegrías, una soleá, la seguidilla..., pero una dirección escénica, ¿pa qué? Esto ha cambiado para bien. En este aspecto ha habido una auténtica evolución. J. N: ¿Y lo segundo que decía destacar? M. P: La aceptación y la normalización en el flamenco de una mirada hacia fuera. Es decir, antes lo normal en el flamenco era mirar adentro, hacia la propia tradición, y supongo que en un arte popular al principio es necesario: si no hubiera sido así, quizá no habría llegado hasta nuestros días y se habría perdido. Pero el legado se había preservado como con armadura, para que nada lo alterara, procurando ser muy fieles al purismo, a mantener las esencias. Ahora, en cambio, el flamenco ya tiene la tranquilidad de poder mirar hacia fuera sin temores, de aprender de lo que pasa en otros lenguajes y tradiciones sin miedo a perder ninguna característica propia por culpa de esta curiosidad. J. N: ¿No encuentra concomitancias digamos expresionistas en ciertos momentos muy sentidos de la soleá o de la seguidilla flamenca y la intensidad parada del butoh? M. P: Siempre puedes comunicarte con cualquier cultura, porque los humanos, seamos como seamos, sentimos de una forma parecida y en todas partes nos relaciona un mismo sustrato. Ahora bien, a partir de un entorno concreto, reaccionamos ante estímulos diferentes y de forma distinta. Cuanto más conozco Oriente (durante los últimos años lo he


visitado mucho), más diferente a nosotros me parece, y lo digo incluso pese al éxito que hemos tenido allí con la compañía. J. N: ¿Quién le gusta en la danza, quiénes son sus referentes? M. P: La gente de danza que más me ha impresionado son Gades y Jirí Kylián, por lo que me sorprendieron en su momento. Ahora conozco y admiro a mucha más gente, claro, pero ellos dos son importantes porque cuando los descubrí fueron como una revelación. El trabajo de Gades lo conozco bien porque trabajé directamente con él, en su compañía. Se puede decir que mamé la concepción del flamenco que él tenía. J. N: ¿Qué destacaría de él? M. P: Recuerdo sobre todo su rigurosidad en el trabajo, su honestidad, su coherencia y su respeto por el flamenco. Algunos dicen que Gades no era demasiado flamenco. Tonterías. Era una persona inteligente y, por lo tanto, supo llevar la tradición mucho más allá e integrarle más cosas, pero conocía bien el baile flamenco y lo respetaba muchísimo. La suya es la compañía en la que mejor trabajé, donde más aprendí y donde el flamenco se entendía de una forma que yo no había podido ni imaginar antes. ¿Que quizá él no tenía el nervio o la gracia de otros bailando una bulería? Da igual, no estamos hablando de eso. El respeto por el flamenco lo demostraba con el conjunto del trabajo, poniendo el baile donde él creía que debía estar, que es donde después ha estado y merece estar. Ésa es su principal aportación, aparte de la forma de concebir y de explicar una historia con el baile. Pienso en Bodas de sangre y se me ponen los pelos de punta sólo con mencionarla. La pieza era una maravilla: simple, sin florituras, directa... Gades iba al grano con los instrumentos de los que disponía, porque entonces el flamenco aún no había desarrollado muchos de los registros actuales, que han llegado precisamente por el camino que él abrió. Hasta entonces el flamenco tenía mucho de anárquico, nunca había habido libreto, por decirlo de algún modo. Y en medio del desorden, aparece él y explica las cosas como nadie. Este valor se le tiene que reconocer. Gades fue una fiera. Le profeso una admiración absoluta. J. N: ¿De danza contemporánea a quien mencionaría? M. P: A una mujer: una de las primeras personas que vi bailar contemporáneo fue Carolyn Carlson. Me impresionó muchísimo. La vi en Madrid, y se me ha quedado dentro para toda la vida. Aquella fragilidad de mujer en movimiento... «¿Pero esto qué es?», pensé. Fue una sorpresa absoluta, nunca había visto bailar así. Entonces no tenía ningún criterio para juzgar si estaba bien o mal, pero me tocó mucho en el plano emocional. J. N: ¿Y del neoclasicismo de Kylián qué le gustó? M. P: A Kylián lo vi un poco después, cuando ya tenía más criterio. Y me pareció magistral por la perfección, por ese concepto de grupo tan estructurado, todo tan milimetrado. Y también por el humor: ¡puede ser tan divertido! Esa vertiente graciosa me dio mucha vidilla, porque me confirmaba cosas que en el fondo yo seguramente ya quería hacer, pero que aún no veía claro de qué manera y mucho menos cómo serían recibidas. J. N: Es cierto que el humor es una de las características distintivas de su compañía, algo no demasiado típico en el flamenco. Está en algunos cantes, pero en el baile... M. P: Qué va, en el baile es prácticamente nulo, pero es verdad que forma parte de algunos palos desde siempre: el nombre bulería viene de burla, y algunos tanguillos de Cádiz son muy graciosos. Pero cuando alguien los bailaba con gracia es porque él era gracioso, el intérprete. El humor no era una opción dramática, quedaba reducido a las cualidades de cada uno, y había quien podía cantarte o bailarte el mismo tanguillo de Cádiz sin arrancarte ni media sonrisa, por muy divertida que fuera la base. Para mí el humor es esencial, y pienso que el flamenco tiene registros que le van perfectamente. J. N: ¿Qué tal fue la invitación de Baryshnikov para estar en noviembre de 2007 en su Baryshnikov Arts Center? M. P: Fenomenal. Me invitó en julio de 2006 y no pudo ser hasta más de un año después, pero entonces, aparte de los cinco días de actuación, me quedé diez días más para trabajar con sus bailarines. Él siente mucha curiosidad por el flamenco.

J. N: Eso dicen. Hace muchos años, en una de sus estancias en Barcelona, aprovechó que conocía a José de Udaeta para que él y Emma Maleras le dieran unas clases de baile español en el estudio de ella: les dijo que le serviría para los papeles de carácter de algunos ballets. M. P: Además le interesa mucho crear relaciones entre los diferentes lenguajes y culturas. Ahora mismo su centro está pensado para hacer de puente entre Europa y Estados Unidos, porque entiende que la danza del país se encuentra en un momento bajo: los grandes nombres o están de capa caída o ya han desaparecido, el sector está como aplatanado, necesita sangre nueva. Y eso es un poco lo que él propone: está invitando a muchos europeos a actuar allí o a dar clases. ¡Y la primera invitada flamenca he sido yo! J. N: ¿Qué presentó? M. P: Un solo concebido como una especie de autorretrato. Es lo que me pidió, quería que fuera una cosa muy personal. Como ya habíamos llevado todos los espectáculos de la compañía a Nueva York, donde he estado muchas veces, les monté un compendio de momentos diferentes. Él prefería una cosa así, más contenida y personal. Y el día del estreno fue precioso: gracias a él, vinieron a verme Merce Cunningham, Mark Morris, gente del Hermitage... muchísimos artistas norteamericanos. J. N: ¿Y cómo fue el taller de los diez días siguientes? M. P: Imagínate, yo estaba como loca. Baryshnikov me puso a trabajar con Aszure Barton, una coreógrafa canadiense colaboradora suya, y preparamos una soleá («la soleá del perro»), estructurada de forma que la bailasen seis bailaores y seis bailarines, todos unidos en una misma intención, pero cada uno manteniéndose fiel al terreno de su lenguaje. Flamencos y contemporáneos compartiendo el espacio. Acabamos emocionadísimos con este trabajo. De diez días, sacamos seis minutos. J. N: ¿No la continuarán? M. P: ¡Cuesta tanto ajustar las agendas! Pero ya me gustaría, y lo hablamos. Comentamos que ahora estaría bien hacerlo al revés y que vinieran ellos a España para sacar una coreografía larga común. Pero ya se verá, ¡todos tenemos tantos proyectos! J. N: ¿Qué le pareció Baryshnikov? M. P: Maravilloso. Y muy atento. Cada día venía a ver si necesitábamos algo y se quedaba todo el rato. No dejaba de hacerme fotos, ¡ja, ja, ja!, le gusta mucho la fotografía. Toma unas fotos borrosas, en movimiento, muy delicadas, con mucha gracia. Nuestras debe tener un montón, porque nos hizo en los ensayos e incluso durante el día del estreno, o al menos durante un buen rato, porque luego me dijo que había parado a la mitad porque se había puesto a llorar de emoción. Es un encanto. J. N: ¿Qué otra arte cree que le ha influido? M. P: Sinceramente, me gustaría que fueran todas, porque lo que hoy mejor puede contribuir a que el flamenco avance es la confrontación con el resto de creaciones. No tanto mirarse en otras formas de danza, sino seguir el ejemplo de las otras artes: el teatro, la música, las artes plásticas, el cine... Debemos seguir el modelo de lo que han hecho otros lenguajes a lo largo del siglo XX. En danza, el ballet clásico siempre se ha relacionado con otros lenguajes, y desde los Ballets Rusos y Diaghilev ni te cuento. En el flamenco hay algún antecedente: La Argentina, por ejemplo, llevó la escenografía de Picasso a El amor brujo. Pero los que tenían iniciativas así eran gente de baile español o de escuela bolera, por mucho que ahí integraran también el flamenco. Para entendernos, no era La Macarrona la que había hecho este montaje, sino La Argentina, que es quien, igual que había escogido la escenografía de Picasso, contrataba a La Macarrona para que bailara. J. N: Por último, ¿el flamenco exige mucha energía? M. P: El flamenco te da energía. De eso estoy segura: te la da toda.

1. Véase «La Chana in The Bobo» en YouTube: http://www.youtube.com/watch?v=F_ncu5ABntI


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