Pablo Molinet
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DENTRO DE MÍ DOS VOCES1 Doce poetas mexicanos contemporáneos
[…] en lo recóndito sé reconocer dentro de mí dos voces que al unísono celebran o se duelen […] Eduardo Langagne
La poesía mexicana no es –no puede ser– menos ambigua y contradictoria que la cultura a la cual pertenece; su ejercicio actual está además sujeto a las tensiones de un periodo de transición, de ausencia de centro, cuestionamiento a la autoridad y –acaso– reformulación de sus premisas de lectura y escritura. Esta inestabilidad contemporánea sigue a un periodo opuesto, el de la segunda mitad del siglo XX, sólidamente sustentado en un principio de autoridad. El centro, pues lo hubo, fue el premio Nobel Octavio Paz (1914–1998): su obra poética y ensayística, su labor editorial, hacían las veces de baremo de lo admirable y lo deleznable, lo trascendente y lo trivial, lo acertado y lo erróneo; baremo tal no concitaba unanimidad, sino que orientaba con nitidez el sentido del consenso y el disenso. Para sus admiradores y sus adversarios, la muerte de Paz representó el final de una era de certezas. Ahora mismo priva la discordia entre lectores, críticos, editores y autores: lo que se aplaude a rabiar en un extremo es juzgado de calamitoso en el otro. A mi ver, este clima ríspido y desorientador resulta de una serie de fenómenos interconectados en el “tiempo medio”
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Prefacio a la antología del mismo título, publicada en Novi Sad, Serbia, en junio de 2014, por la Asociación de Escritores de Voivodina. U meni glasa dva; antologija savremene meksičke poezije, traducciones: Bojana Kovačević Petrović y Dragana Bajić. Versión revisada.
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braudeliano: la desconfianza hacia las instituciones –incluida la literaria, por supuesto– y, por tanto, hacia los discursos hegemónicos; la aceptación de las nociones de intertextualidad y apropiación, el fantasma de la muerte del autor, los decesos de los patriarcas desde fines del siglo pasado, conducen a una lectura escéptica de la modernidad y la tradición, a un rechazo profundo –e inédito– por las intentonas protagónicas y a una feroz horizontalidad de facto: nadie puede blandir un bastón de mando sin verse presta e inmisericordemente neutralizado por vía del ridículo. En este contexto, ¿cómo leer la poesía que se escribe ahora mismo en México? En su prólogo a una antología importante de jóvenes, La edad de oro (2012), Luis Felipe Fabre (1974) se decanta por establecer un marco temporal, la primera década del siglo, y subrayar de él varios acontecimientos significativos, de los cuales aíslo uno por su carácter internacional: cierto acuerdo entre poetas jóvenes sudamericanos de que, a la poesía mexicana, ensimismada en los prestigios de un lirismo caducado, “le falta calle” –malicia, contacto con lo real, corporalidad y calado humano–. Allí donde la poesía argentina, chilena o peruana son disruptivas e innovadoras, la mexicana es –por decir lo menos– conservadora en lo formal y en lo ideológico; y elitista y metafísica allí donde las de la Argentina, Chile o el Perú son democráticas y materialistas. Pienso que, como tantos asuntos de mi país, la condición reprochada no es absolutamente falsa ni del todo verdadera. Fabre –poeta él mismo, y discípulo aventajado de un reivindicador de las vanguardias históricas, Eduardo Milán (1952)–, elige darla por cierta y piensa que los autores de su antología la enmiendan; más aún, que propician un vuelco radical e irreversible en la poesía mexicana. Yo prefiero no ir tan rápido.
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Por una parte, Fabre –autor de un libro clave, La sodomía en la Nueva España (2010)– elige conferirle a la actualidad, al ahora, un valor decisivo, absoluto, en un gesto desafiante dirigido a un gremio devoto de lo intemporal, que atesora la aspiración horaciana de Manuel Gutiérrez Nájera (1859–1895): “¡no moriré del todo, amiga mía!”. Por otro lado, La edad de oro sí contiene algo genuinamente novedoso: una voluntad disruptiva que no puede tacharse de caprichosa o improvisada. Óscar de Pablo (1979; incluido en la presente muestra), Rodrigo Flores Sánchez (1977), Maricela Guerrero (1977), Minerva Reynosa (1979), Paula Abramo (1980), Inti García Santamaría (1983), Daniel Saldaña París (1984), Alejandro Albarrán (1985) y Yaxkin Melchy (1985) se han alejado del panorama de reflexión poética comúnmente aceptado en México –María Zambrano, Heiddeger, Pound, Eliot, Valéry, Heaney– para nutrirse de la crítica cultural de raíz marxista derivada de Benjamin y Foucault: el ataque a la mistificación lírica, la desacralización de lo poético como discurso de élites, el cuestionamiento de las relaciones de poder y propiedad tal y como se manifiestan en el lenguaje. Además de esa visible filiación intelectual, sus poéticas no son ajenas al neobarroco, al concretismo y a la antipoesía. Escuchadas grosso modo, estas que llamaré ‘voces antagónicas’ son continuadoras de la provocación infrarrealista (1975 – ca. 1980, a su vez continuadora de la provocación estridentista, 1920 – ca. 1927), pero a diferencia de los infras proponen obras personales de singular consistencia. Su determinación, su brillantez, me recuerdan las de los tahúres del MIT que protagonizan la película 21 (Robert Luketic, 2008). No obstante, me parece restrictivo y empobrecedor otorgarles la franquicia del presente pues
ciertos
contemporáneos
suyos
han
emprendido
búsquedas
tan
críticas,
anticomplacientes y radicales como las suyas. Por ejemplo, Eduardo Saravia (1977) ha 4
llevado lejos una poesía a la vez alucinatoria y crítica de la realidad social; por ejemplo, Christian Peña (1985), ha conseguido en pocos años hacerse de un estro robusto y complejo, tan decididamente inserto en los estratos más fértiles de la tradición como críticamente distanciado de sus ‘usos y costumbres’ maquinales. Por otra parte, huelga decir que la poesía es un arte de naturaleza ‘geológica’ –lento, acumulativo, de largo plazo–; luego, perder la perspectiva histórica es perder demasiado. Si –reitero– sustancialmente novedosas, estas ‘voces antagónicas’ no brotaron en nuestro suelo por generación espontánea: amén de su filiación infrarrealista –de actitud, antes que de poética–, cabe observar que su concepción del poema como pieza de arte conceptual, del lenguaje como territorio autónomo, dotado de realidad propia –punto clave de las indagaciones concretistas y neobarrocas–, ha sido ya explorada en México por poetas tan distintos como Coral Bracho (1951; incluida en la presente selección), Myriam Moscona (1955), Tedi López Mills (1959) o el mencionado Eduardo Milán. Ello me lleva a un rasgo central de esta muestra: la simultaneidad generacional como noción sine qua non para asir lo contemporáneo; por ejemplo, en 2012, el año de La edad de oro, un poeta nacido en 1958, José Ángel Leyva –incluido en esta selección– publicaba Destiempo. Antología personal (2009-1992), que da cuenta de una larga expedición a tierra incógnita; en el mismo año Antonio Deltoro (1947) –también en esta muestra–, presentaba un libro de renovación y de búsqueda, Los árboles que poblarán el Ártico, y un volumen de ensayos, Favores recibidos, recorrido crítico vivaz y vigente. Por fuerza, esa concomitancia entre generaciones tiende lazos al pasado inmediato, la modernidad, que a su vez se inscribe en la historia, a la que acudo a continuación en busca de claves para leer la –insisto– ambigua contemporaneidad de la poesía escrita en México. 5
La fundadora de la poesía mexicana es una monja, sor Juana Inés de la Cruz (1648–1695); nuestro primer poeta moderno, un seminarista, Ramón López Velarde (1888–1921). (Un poeta católico, Javier Sicilia [1956] encabezó la única tentativa de resistencia organizada a la llamada “guerra contra el narco” del expresidente Felipe Calderón). De un modo u otro, como río subterráneo o como paisaje de superficie, como inquietud mística o como rabia jacobina, como fervor misionero o como sublevación satánica, una polaridad de raíz espiritual pervivirá por largo tiempo en nuestra poesía: se trata de un rasgo identitario, no de un lastre premoderno; una poeta central del siglo pasado, Enriqueta Ochoa (1928–2008), derivó perdurable fuerza expresiva del conflicto entre el mundo sagrado y el secular. De modos distintos, dos autoras incluidas en esta selección pueden tender lazos muy directos hacia el impulso fundador de sor Juana: Elsa Cross (1946) y Verónica Volkow (1955); un tercero, Julio Hubard (1962; también incluido aquí) continúa el –ríspido– diálogo moderno con la fe de nuestros mayores abierto por López Velarde. Hace 322 años, en 1692, se publicó en Sevilla el Primero sueño de sor Juana, una silva (lo más próximo en castellano al verso libre en el siglo XVII) de largo aliento y largo alcance filosófico, cuyo asunto es la ambición de conocimiento total. Hace 76 años, en 1938, José Gorostiza (1901–1973), figura ejemplar de un grupo también modélico, los Contemporáneos, dio a la imprenta un poema reputado como tutelar, Muerte sin fin, de largo aliento y largo alcance filosófico, cuyo asunto son los límites del pensamiento. Sor Juana clausuró majestuosamente el Siglo de Oro (XVI-XVII), periodo cardinal para la poesía en lengua castellana, que tres siglos después será revalorado y revitalizado en España por la influyente Generación de 1927 –Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Federico García Lorca–, cuya lectura será a su vez clave para dos premios Nobel 6
latinoamericanos, Pablo Neruda (1904–1973) y Octavio Paz, así como para otros dos notables poetas mexicanos, Efraín Huerta (1914–1982) y Jaime Sabines (1926–1999).2 El desbordamiento lírico de la Generación del 27, su delectación en la musicalidad, su adjetivación lujosa, su exaltación del amor –de raíz provenzal–, marcarán decisivamente buena parte de la poesía moderna hispanoamericana –y en particular la mexicana– de la primera mitad del siglo XX, periodo en que –cabe recordar– se sentaron las bases teóricas y prácticas del canon poético moderno de Occidente; en México, conviene atender a un arco temporal que se tiende de las décadas de 1920 a 1960. A lo largo del decenio de los 20, los Estridentistas (Germán Lizst Arzubide, Manuel Maples Arce, et al.), antagonistas de los mencionados Contemporáneos, tomaron para sí las indagaciones del futurismo italiano; si su legado directo es menguado, su ánimo desafiante persiste, como ya ha sido dicho, en el citado infrarrealismo, también en poetas tan distantes y disímbolos entre sí como Efraín Huerta, Jaime Reyes (1947–1999), José de Jesús Sampedro (1950), Ricardo Castillo (1954), José Eugenio Sánchez (1965) o Julián Herbert (1971). El primer libro de una notable ‘voz antagónica’, Alejandro Albarrán, lleva un título, Ruido, que parece un guiño a aquella estridencia subversiva de hace ya casi cien años. Mientras tanto, entre el Sueño y Muerte sin fin –y quizá el Canto a un dios mineral (1942) de otro de los Contemporáneos, Jorge Cuesta–, quedó fijado antes del medio siglo un ‘modelo
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El panorama completo de esta ‘polinización cruzada’ trasatlántica no puede excluir a la figura mayor del Modernismo hispanoamericano, el nicaragüense Rubén Darío (1867–1916), que despertó de un letargo bicentenario a la poesía en lengua española a ambos lados del Atlántico; si la literatura mexicana del periodo es de interés exclusivamente local, en España la lectura de Darío resultará sobremanera estimulante para el precedente inmediato de la Generación de 1927, la de 1898, encabezada por Antonio Machado.
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mexicano’ de ‘gran poesía del pensamiento’, que sus adeptos de entonces y de ahora quieren enlazar con la obra de Paul Valéry o TS Eliot.3 Tengo para mí que hemos sobrevalorado ese ‘modelo mexicano’, pero eso no quiere decir que medirse con las soberbias puestas en página que lo conforman sea trivial o fácil; sólo dos poetas después de Gorostiza lo han conseguido a plenitud: Eduardo Lizalde (1929) con Cada cosa es Babel (1966) y Octavio Paz con ciertos textos de La estación violenta (1958) y Días hábiles (1961). Sobreestimado o no, fue de este ‘modelo’ que –mediante el extraordinario poder verbal de Paz– surgió hacia 1950–1960 el ‘tono canónico’ que debía adoptar la dicción poética mexicana como ‘discurso sublime’, caracterizado por la indagación filosófica, el apego a la tradición y una bella ajenidad con el entorno real y cotidiano; ello, empero, es una verdad a medias, pues –por una parte– un rasgo clave de la empresa paciana es la revisión sistemática de los hallazgos de la poesía moderna occidental in toto, se trata de un investigador inconforme y renuente a permanecer en un solo registro; por otro lado, ni siquiera en sus años de influencia mayor ese ‘tono canónico’ gozó de dominio absoluto: Efraín Huerta, Jaime Sabines y Eduardo Lizalde, así como Rubén Bonifaz Nuño (1923–2013) y Rosario Castellanos (1925–1974), escribirán desde regiones anímicas y posturas estéticas distintas a la creciente respuesta epigonal a los libros pacianos.
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Óscar de Pablo nota además que José Gorostiza, con sus “Notas sobre poesía” (1955; discurso de entrada a la Academia Mexicana de la Lengua), texto tan ‘oficial’ como Muerte sin fin, estableció una suerte de poética ad verecundiam; afirmaciones como esta: “la poesía, para mí, es una investigación de ciertas esencias –el amor, la vida, la muerte, Dios– que se produce en un esfuerzo por quebrantar el lenguaje de tal manera que, haciéndolo más transparente, se pueda ver a través de él dentro de esas esencias”, fueron piadosamente, acríticamente puestas en práctica por generaciones y generaciones de poetas jóvenes.
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Nacido en 1914, como Paz, Efraín Huerta consiguió –junto con José Revueltas en la narrativa– dotar de energía literaria a la pasión política de izquierda; poeta de desbordamientos, supo hallar sus propias vías a partir del lirismo arrebatado y telúrico de Pablo Neruda, así como del temperamento mediterráneo de la Generación del 27; además, abrió la puerta a registros carnales y tabernarios que, si sobremanera vigentes en la vida cotidiana de México, apenas tenían cauta, sublimada presencia en nuestra poesía. Emparentado con Huerta en el hallazgo de la carne y la embriaguez, Sabines establecerá una polaridad que persistió durante toda la segunda mitad del siglo XX: el texto emocional, desgarrado, de ronco pecho, sin desarrollo intelectual ni aventura de pensamiento. Se trata, sí, de un registro acrítico, que en sus peores momentos debe su eficacia a nuestro sensiblería de opereta, pero en los mejores –Tarumba (1956), Yuria (1970)–, mostró que el lirismo ciego, irracional, es capaz de internarse en regiones acaso inalcanzables para poéticas más – permítaseme la licencia– metódicas. Antes que herederos directos de Huerta y Sabines, tres autores, Francisco Hernández (1946; incluido en esta muestra), el mencionado José Ángel Leyva y Jorge Fernández Granados (1965), han sabido merecer, enriquecer y transmitir las libertades expresivas otorgadas por éstos. En un registro humorístico que es patentemente crítico, Luis Flores (1987) se muestra como un lector agudo de Huerta. A su vez, el legado de Francisco Hernández alcanza a los ya mencionados Christian Peña y Eduardo Saravia. Equidistante de Huerta y Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, notable formalista, introdujo una mixtura única de registros populares y sumamente cultos (fue helenista y latinista); en su veta de nacionalismo naíf se aproxima a un miembro de los Contemporáneos, Carlos Pellicer, pero es más relevante observar que atrajo a la poesía con mucha mayor pulcritud que Sabines 9
un sentimentalismo de cantina, bravucón y adolorido, que el cine mexicano de los 30 y los 40 explotó estupendamente: ese registro, poderoso y traicionero, aparecerá ironizado en el ciclo de los tigres de Eduardo Lizalde. Rosario Castellanos abrió otra puerta, acaso más significativa; con rigor intelectual y contención lírica, con ironía y erudición, sus libros confirieron conciencia de género a nuestra poesía moderna; en esta selección, el lector hallará a legítimas herederas del disciplinado etos de Castellanos: Coral Bracho, Elsa Cross y Verónica Volkow, así como Julieta Gamboa (1981). Eduardo Lizalde decidió desconfiar de su singular musculatura lírica e investigar el asunto, poco atendido en México, del anclaje histórico del texto artístico:
Lo difícil para producir el libro adecuado al momento artístico que le pertenece, es el enorme material literario que debe ayudar a comprender qué estilo, qué forma, qué actitud artística le corresponde. En otras palabras: el contexto cultural de un libro, su mar de fondo cultural, implica un trabajo más arduo que el de la propia redacción.4
Esa poética de la distancia intelectual, esta comprensión del texto literario como objeto artificial, deliberado y extraño, y no como dictado numinoso, anuncia al sesgo las dos obras más cerebrales de esta selección: las de Alejandro Tarrab (1974) y Óscar de Pablo; así como, de manera aún más oblicua, los libros del citado Peña o de Édgar Valencia (1975). Ahora bien, este breve trazo genealógico está acotado a lo exclusivamente poético y desatiende la creación y reproducción de patrones intelectuales: por ejemplo, la actividad de
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“Eduardo Lizalde, la persona del poeta”, entrevista de Federico Campbell en Conversaciones con escritores, SEPsetentas/Diana, núm. 28: México, 1972 y 1981, p. 72. Citado por Luis Ignacio Helguera en su “Nota introductoria” a Eduardo Lizalde, Material de Lectura, serie Poesía Moderna, núm. 147, UNAM, Ciudad de México, s/f: http://bit.ly/1fmJa76.
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Paz no se limita a sus libros de poemas; también heredó y propagó tres tareas que los Contemporáneos emprendieron de manera sistemática: la atención al panorama internacional, la traducción, la composición de ensayos. Hacia el medio siglo, esta triada se volvió basal para entender al poeta como intelectual completo, voraz, políglota. Elsa Cross y Verónica Volkow, así como David Huerta (1949), corresponden a este role model, asumido con suma disciplina por poetas tan jóvenes como Emiliano Álvarez (1987) o Jorge Gutiérrez Reyna (1988). Cuatro poetas de mi selección –la tercera parte– escapan a este breve trazo genealógico: Julieta Gamboa, Antonio Deltoro y Julio Hubard, así como Eduardo Langagne (1952). Ellos pertenecen a una región peculiar de la poesía mexicana: la de unas voces que, sin ser marginales ni necesariamente discordantes, provienen de lugares inusuales, sustentan valores distintos y, por tanto, no parecen ser comprendidas a cabalidad, ni siquiera cuando son encomiadas. Esta región que llamaré de ‘voces extranjeras’5 es la de Ramón Rodríguez (1925), Gerardo Deniz (1934), Ulalume González de León (1939–2009), Juan Carvajal (1935–2001), Francisco Cervantes (1938–2005), Max Rojas (1940), Jorge Aguilar Mora (1946), Elisa Ramírez Castañeda (1947), Luis Miguel Aguilar (1956), Pedro Serrano (1957), Francisco Segovia (1958), Fernando Fernández (1964) o José Homero (1965). Estas voces han elegido universos estéticos e intelectuales que los comprometen a buscas en solitario; antes que disidencia, lo suyo es la distancia inevitable que, en un ámbito dominado por las escuelas y las camarillas, se abre cuando no se comulga del todo con ninguna. Desde el principio de sus carreras, los libros de estos autores se rehúsan a la
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“Voces extranjeras. Doce poetas mexicanos”, selección y nota introductoria de P.M. Caravansari: poesía contemporánea en lenguas peninsulares, núm. 4, Barcelona, mayo de 2012.
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adscripción y, con ello, a la seguridad de los valores tenidos por prestigiosos en tal o cual momento; un fragmento de entrevista con Antonio Deltoro resulta iluminador al respecto:
Para el criterio convencional, “me integré tardíamente a mi generación”, define. “Mis lecturas y experiencias eran distintas.” Mientras, para esa generación nacida a fines de los años 40 y principios de los 50, era imperativo estudiar Letras y traducir del inglés o del francés, Deltoro llegó “con vocación, no con carrera”. […] “Mi incorporación tardía no respondían a las expectativas del grupo; las primeras reseñas no atinaban”, recuerda. Por aquellos tiempos, un [crítico como] Evodio Escalante podía percibir la autenticidad, la originalidad de [l primer libro de Deltoro] Algarabía inorgánica [1979], extraña desde su epígrafe de Julio Verne, pero le parecía que esa autenticidad era un rasgo hasta cierto grado negativo, pues se debía “a que yo no había traducido ni hecho sonetos; a que tenía asignaturas no acreditadas”.6
Hoy día, lo que he llamado aquí ‘modelo mexicano’ de poema de largo aliento parece, para fines prácticos, rebasado. Lo que describí, relativizándolo, como ‘tono canónico’ está en plena erosión. A ese par de circunstancias históricas responden las que nombré, al principio de esta nota, ‘voces antagónicas’. Dos finales, pues, y un principio, con los que coincide una nueva atención por lo que algunas de las ‘voces extranjeras’ (señaladamente la de Gerardo Deniz) llevan décadas diciendo. Quizá en el porvenir inmediato ocurra un diálogo amplio y enriquecedor entre estas voces y las ‘antagónicas’: ese contacto estético e intelectual definirá, a mi ver, el futuro de la poesía escrita en México.
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“Conciencia del suelo”, entrevista de P.M. en La Otra. Revista de poesía + artes visuales + otras letras, núm. 14, Ciudad de México, enero – marzo de 2012. http://bit.ly/1ftNrFV
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LA SELECCIÓN Para el Festival internacional de literatura de Novi Sad elegí a doce autores activos, cuyo libro más reciente, individual o antológico, no hubiese aparecido antes de 2009, pues me parece que –por una variedad de circunstancias locales– un periodo de tres o cuatro años abarca con soltura los ritmos de publicación de poesía habituales en México. Estos autores corresponden a las generaciones de 1920 (Lizalde), 1940 (Cross, Deltoro, Hernández), 1950 (Bracho, Langagne, Leyva, Volkow), 1960 (Hubard), 1970 (De Pablo, Tarrab) y 1980 (Gamboa): el reto era presentar un panorama amplio, leal al presente y, al mismo tiempo, dotado de sentido histórico. Me atuve pues a un criterio flexible que privilegia la profundidad de campo antes que la ortodoxia o la heterodoxia a priori. La obra de Eduardo Lizalde es indispensable para leer la poesía de mi país desde 1970. Los nombres de Elsa Cross, Francisco Hernández, Antonio Deltoro, Coral Bracho, Eduardo Langagne y Verónica Volkow son los de otros tantos territorios que un lector acucioso debe visitar si desea conocer a cabalidad la literatura mexicana de fines del siglo XX y principios del XXI. Incluirlos es, pues, a todas luces ortodoxo. Una omisión sobremanera heterodoxa, la de José Emilio Pacheco (1939–2014), obedece a mi convicción de que este hombre de letras ejemplar es autor de una obra poética de corto alcance, engañosamente tocada por el aura de prestigio de su significativa obra narrativa, ensayística, periodística y editorial. Una muestra ortodoxa debería incluir, por fuerza, a David Huerta, a Marco Antonio Campos (1949), Fabio Morábito (1955), Luis Jorge Boone (1977) o Hernán Bravo Varela (1979); una heterodoxa, a Ricardo Castillo, José Eugenio Sánchez, Julián Herbert o Luis Felipe Fabre. No obstante, me decanté por prestarle atención a José Ángel Leyva, Julio 13
Hubard y Alejandro Tarrab pues, a mi ver, sus trabajos descubren ángulos menos inmediatamente visibles y sumamente necesarios de nuestro presente poético. A la fecha, la obra en progreso de Óscar de Pablo ha conseguido imponer sus virtudes a una recepción que le fue adversa hace diez años, cuando publicó su primer libro, Los endemoniados. Julieta Gamboa ha dado a la luz una plaquette, Taxonomía de un cuerpo, que en mi lectura es legítimamente un libro de madurez precoz, robusto y acabado. A continuación particularizo brevemente en la obra de cada uno de estos doce poetas.
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EDUARDO LIZALDE En 1966, con Cada cosa es Babel la crítica saludó en Lizalde, de 37 años, a un ‘poeta del pensamiento’, marbete que, como ya ha sido dicho, goza de particular prestigio en México; no obstante, cuatro años después, en 1970, El tigre en casa representó una auténtica sacudida pues poseía una fuerza bruta que, dominada con distante elegancia, era la encarnación irrefutable de la fiera del título. No sólo no se seguía de Cada cosa, rasgo que habría sido de suyo meritorio, sino que representaba una auto-reinvención tan radical que no necesitaba más carta de legitimidad que su propia hechura. En esas influyentes “Notas sobre poesía” aludidas en el preámbulo, José Gorostiza decretaba que un poeta es un “hombre de Dios”; en El tigre en casa y la obra que este libro inaugura, Lizalde toma para sí el epíteto opuesto: el odio, la rabia, la amargura, la lujuria, las materias de esos maudits que se leyó con tanto provecho, serán una carga incendiaria inédita en la poesía mexicana. Un rasgo que me importa de Lizalde es su reticencia a romantizar, a mistificar: sus fieras hieden y están infestadas de parásitos. Un Jaime Sabines, en exclamación tan brutal en apariencia como “Canonicemos a las putas”, encarna un papel recurrente entre los poetas mexicanos, el del “pontífice que todo lo posee y todo lo bendice” (López Velarde), papel del que Lizalde se distancia muy deliberadamente. A su respiración potente y sostenida, a su hechura orgánica, el libro aunaba una desconcertante naturaleza doble: era tan vehemente como cerebral, tan gélidamente meditado como apasionadamente compuesto. Tengo para mí que, en este libro, el Lizalde melómano se fundió con el Lizalde filósofo y entre ambos hallaron un camino que los conduciría a lo
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largo de otros ocho libros, de los que destaco los dos que siguieron al Tigre: La zorra enferma (1975) y Caza mayor (1979).
FRANCISCO HERNÁNDEZ ¿Por qué buen número de poetas jóvenes atesoran los libros de Francisco Hernández como una suerte de amuleto? Para responder, me centro en una compilación particularmente reverenciada, Moneda de tres caras (1994), que reúne la gran tercia: De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios, Habla Scardanelli y Cuaderno de Borneo. En ellos, Hernández ejecuta su puesta en página mejor, su número más celebrado: asume –reinventa para sus propios fines– a tres personajes: Schumann, Hölderlin y Trakl; ninguno de ellos guarda relación estrecha con sus modelos, no deben leerse como producto de una germanofilia erudita o como elaboraciones críticas sobre el romanticismo o el expresionismo. La enorme libertad autoconcedida de Hernández consiste, justamente, en no pagar peajes intelectuales: descubre una analogía subterránea –una “afinidad electiva”– con esos personajes y la explota ad líbitum. Estas maniobras de apropiación y desacralización resultan sumamente estimulantes para los poetas jóvenes, pues les enseñan a darle sentido a sus influencias y a tender puentes propios hacia universos ajenos. Para un lector de otra índole, resultará admirable lo lejos que lleva a Hernández esta estrategia de cangrejo ermitaño, el territorio propio que conquista cada vez que se impulsa en la obra de otros. Pero el factor decisivo de la seducción de Hernández es su estética propia, alucinatoria, pesadillesca, sumamente erótica, capaz de alcanzar unas cotas de belleza mórbida o de visión, de imagen inquietantemente colocada en la frontera de lo real y lo imposible. Ese comercio 16
con lo crepuscular y lo fantasmagórico le confiere otros alcances a la poesía contemporánea de Hispanoamérica.
ELSA CROSS Tengo para mí que el valor, la perdurabilidad de una apuesta poética se define por la distancia entre los extremos que intenta unir; más aún, por la patente imposibilidad de conseguirlo. Elsa Cross ha intentado la ejecución de una antítesis: verter la experiencia meditativa (el silencio interior) en lo contrario: palabras, poesía. Ya sea en la India o en Grecia, la atención de los poemas de Cross está fijada en esa región limítrofe de la experiencia humana que atañe a lo Otro –lo sobrenatural o lo divino–. Se trata de textos dominados por una serena concentración en el entorno, atentos al diálogo que establece el mundo natural con la conciencia humana una vez que esta se despoja de las trabas de esa cháchara interior que el mismísimo Pascal miraba con sospecha. A diferencia de Ladera este (1969) de Octavio Paz, Baniano (1986) o Canto malabar (1987) de Elsa Cross no dan cuenta de una aventura intelectual y una exaltación estética, sino del advenimiento de un mundo a partir de la renuncia a otro. Los poemas budistas de Cross registran el tránsito de una mystēs, una iniciada. En El vino de las cosas. Ditirambos (2004) o el Cuaderno de Amorgós (2008), se lee esa Grecia primitiva que Walter F. Otto revela en la Teofanía –la de La locura venida de las ninfas, de Roberto Calasso, la que Marguerite Yourcenar adivina en ese cuento maravilloso, “Panegyotis”–. A mi ver, la poesía en lengua española le debe a Elsa Cross la puesta al día de uno de sus más importantes veneros –el de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz–. En México, poetas como
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Camila Krauss (1976) o Nadia Escalante (1982) transitan por un camino que Cross desbrozó desde hace ya casi treinta años.
ANTONIO DELTORO Para Antonio Deltoro, de formación científica, la poesía es un modo de conocimiento del mundo y del ser humano; el poema su instrumento de investigación. Escribir poesía es estudiar fenómenos –objetivos o subjetivos, físicos, emocionales, verbales– para ofrecerle al lector hipótesis poéticas sobre la realidad. Para Deltoro, pues, la composición de poesía no admite arbitrariedad ni capricho. Los recursos retóricos y las características formales del género son, antes que nada, herramientas específicas sujetas a un uso particular y riguroso: la primera y fundamental es el verso, libre o medido: su aliento, su temperatura, su enlace con los versos subsecuentes. Al servicio del verso se encuentran todos los demás recursos, y el poeta está obligado a identificar y aplicar los que necesita. Contra lo que pudiera pensarse, no se trata de una poesía gélida y cerebral sino de lo opuesto, pues en la concepción deltoriana el conocimiento poético, opuesto al apriorístico, es flexible, intuitivo, onírico, y comporta una atención sostenida en lo nimio y lo desatendido que lo emparenta con la curiosidad infantil que actúa a ras de suelo, se interroga continuamente por lo que ve y elabora explicaciones de pasmosa precisión sin sujetarse a la norma adulta de pensamiento. Deltoro no elude los grandes temas de la tradición –el tiempo, la muerte, el amor, el universo– pero se aproxima a ellos sin grandilocuencia trascendentalizante. Alguna vez, el crítico y ensayista José de la Colina dijo que Antonio Deltoro escribe “lo menos en coturnos 18
posible”: nítida, ajena a salidas operáticas, reticente a la vaguedad y al misterio, su poesía experimenta todo el vértigo de la vida en un jardín, a media tarde, con emoción tan intensa como pudorosamente contenida.
CORAL BRACHO La aparición del primer libro de Bracho, Peces de piel fugaz (1977) fue un acontecimiento. La poeta de 26 años proponía unos textos cuyo hermetismo acrecentaba su belleza: quizá el oído más fino de la poesía mexicana contemporánea, Bracho invitaba al lector a suspender cualquier tentativa hermenéutica convencional para escuchar esa música misteriosa que, si evidentemente articulaba ideas e imágenes, había optado por desasirse de cualquier compromiso inmediatamente comunicativo. Aquellas piezas, laboriosamente lujosas, compuestas –como fue sugerido en el preámbulo– por una de las hacedoras del neobarroco latinoamericano, introducían una nueva y fructífera actitud ante el texto poético como ocasión de placer y fantasía, antes que como potro de tortura emocional o púlpito de trascendencia. Como también ha sido sugerido antes, esa actitud anunciaba en los 70 y los 80 las aventuras lúdicas que un Yaxkin Melchi o un Inti García Santamaría correrían en el primer decenio del siglo XXI. Este papel inaugural reviste una relevancia histórica que irá adquiriendo su dimensión específica con el tiempo. En libros posteriores, Bracho optó por transparentar su discurso sin renunciar a su enigmática belleza primera, así como por introducir complejidad narrativa y crear –como ha notado Jorge Fernández Granados– personajes al mismo tiempo alegóricos e insólitos; se trata, en mi lectura, de un camino de crecimiento mediante la dificultad autoimpuesta que 19
resultará en un gran libro de poesía amorosa, El ser que va a morir (1982); en Tierra de entraña ardiente –en diálogo con la obra plástica de Irma Palacios–, o bien en la exploración de la muerte en el que acaso se convierta en su libro central, Ese espacio, ese jardín (2007).
EDUARDO LANGAGNE En pocos casos como en el de Langagne se cumple con tanta precisión la metáfora de la escritura de poesía como viaje. La diversidad de recursos, tonos, atmósferas y temas que investiga a lo largo de sus libros da cuenta de un tránsito signado por dos devociones en apariencia contradictorias: la elaboración formal y la autenticidad de la experiencia. Como Sabines, como Huerta, como Bonifaz, Langagne es un vitalista. Empero, es diferente de esos tres, y de cualquier otro, en la gozosa sonoridad que deriva de su faceta de compositor atento a la música popular –el rock, la samba, los sones costeros mexicanos–, así como en las alianzas que hizo con cierta poesía moderna del Brasil –Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade, Lêdo Ivo– o la Argentina –Raúl González Tuñón–. Una clave útil para leer la poesía de Langagne es la de simultaneidad, de coexistencia: en ella dialogan el culto traductor de los sonetos ingleses de Pessoa y el repentista socarrón guitarra en mano; un paterfamilias responsable y un muchacho temerario, una naturaleza solar y otra sombría. Es notable también en esta obra una voluntad de hallar la poesía en lo más común e inmediato; lejos de buscar circunstancias extraordinarias, escenarios prestigiosos, Eduardo Langagne parece hallarse los poemas en la mansedumbre de la vida urbana y familiar de un ciudadano que lleva en orden sus papeles.
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En la obra de Langagne es notable además una sabiduría humana que rehúye lo admonitorio pero no teme declararse a sí misma como lo que es, conocimiento íntimo de las causas y las consecuencias, del bien y del mal, del lugar del prójimo: Langagne propone una poética de los alimentos terrenales –el placer de los sentidos, la gravitación de los cuerpos, la amistad, la casa, la familia– signada por un fuerte sentido de la libertad, el amor y la belleza.
VERÓNICA VOLKOW Las virtudes de Volkow son las “condiciones del pájaro solitario” de San Juan de la Cruz: “La primera, que se va lo más alto; / la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; / la tercera, que pone el pico al aire; / la cuarta, que no tiene determinado color; / la quinta, que canta suavemente.” Estos poemas de aire, de grandes espacios abiertos, corresponden a una radical fusión de la vida y la obra, una voluntad de elevación, de perfeccionamiento, que es tan espiritual como intelectual, tan racional como meditativa. A lo largo de sus libros, se advierte un vigoroso impulso conciliador entre Oriente y Occidente, entre sensibilidad mestiza y tradición indígena, entre magia, ciencia y religión; impulso signado por una disciplina formal y una contención feroces que me recuerdan a las ejercidas por John Donne en “The Ecstasy”; si un referente crítico hay para leer a Verónica Volkow, se encuentra en los metafísicos ingleses. La de Volkow es una poética reticente a lo secular, a lo ordinario, pues su apuesta es la espiritualización de la experiencia. Explora textos sagrados y tradiciones herméticas en busca de imágenes y motivos conductores que, en sus poemas, se desprenden del plano cultural para transformarse en auténticas experiencias de comunión con lo que no se ve. También está
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pendiente de la naturaleza en sus facetas monumentales, en las que atisba revelaciones de lo divino. Si bien posee una visible vocación neoformalista, coherente con su interés en el Siglo de Oro –particularmente Sor Juana–, Volkow es dueña de un modulado verso libre que le permite una gama de indagaciones cuyos extremos son la contemplación mística y la carnalidad erótica.
JOSÉ ÁNGEL LEYVA La de Leyva es una de las apuestas poéticas más complejas del México contemporáneo, pues ha evolucionado de una simplicidad cargada de emoción a un discurso elíptico sustentado en paradojas: vigorosamente corpórea, elude la realidad inmediata; singularmente onírica, acude a los dolores y las incertidumbres de la vigilia; usualmente argumentativa, basada en ideas de la ciencia y la filosofía, es renuente a lo explicativo; sumamente visual, es reticente a la coherencia. Hay un ámbito en el que el lenguaje opera de manera sencilla, inmediata y hasta mecánica. A Leyva le parece que la poesía comienza donde ese ámbito termina: es una suerte de ‘decir imposible’ que debe buscarse allí donde el entendimiento colisiona, donde la razón casi se pierde. En busca de recovecos de la realidad y del lenguaje, los poemas de Leyva se cumplen en el momento en que de esa suerte de ‘decir imposible’ surge un verso de suma nitidez, una sola imagen memorable. Sumamente receptivo al arte contemporáneo, Leyva busca saltarse el compromiso mimético, la figuración, para conducir al lector hacia lugares insólitos a través de túneles poco iluminados y por rutas que él mismo ignora. 22
Esta obra exhibe dos vetas muy evidentes, la erótica y la plástica, que se ramifican, en el lado sensual, hacia una persistente preocupación por lo demoniaco que desemboca en el mal y en la violencia; en el aspecto pictórico, hacia lo corpóreo y lo material, hacia la impronta de la experiencia en la memoria y, por ende, la conciencia del paso del tiempo. Estas ramificaciones se unen en uno de los motivos más persistentes de Leyva: la muerte, la propia, la ajena. Lo no explicado es lo no determinado –esto es, lo mutable–; ello, a su vez, comporta la renovación constante del texto: los poemas de Leyva cambian a cada relectura; en ello reside –paradójicamente– uno de sus valores más perdurables.
JULIO HUBARD En la década de 1920, México peleó una extravagante guerra religiosa, la Cristera, entre insurrectos católicos y el ejército nacional de un Estado expresamente laico cuya victoria no zanjó un conflicto que data de mediados del siglo XIX; el país sufre una fractura basal, acaso irrestañable. La poesía de Hubard encara esa fractura y de ello deriva uno de sus poderes más significativos. Hubard no trabaja desde la fe, sino con la inteligencia crítica. Su vocación es la de Tomás, no la de Pedro. Filósofo de formación, antes que hablar a nombre del Reino de Dios en la Tierra se interroga por el destino de éste, aquí y ahora; antes que afirmar la Palabra examina su viabilidad en el mundo; ironiza la hipnosis de la liturgia y opone a la elevación del discurso sacro la amargura y la miseria del México contemporáneo. La presente selección incluye fragmentos de uno de sus poemas más ambiciosos, “Campana de cenizas”; amén de lo dicho, me interesa destacar, en ese texto, el aprovechamiento de una 23
veta hasta ahora poco explotada en México, la del padre Gerard Manley Hopkins (traducido por Salvador Elizondo y, muy recientemente, por Hernán Bravo Varela) pues este poeta inglés decimonónico tiene mucho que decirle a la sensibilidad católica mexicana actual. La cultura moderna le ha encargado a las artes discutir las certezas más profundas del presente. Hubard ha elegido cuestionar tanto la reivindicación confesional como el discurso del poder laico. El resultado es una poesía de alta presión, de hechura difícil, que se interna muy adentro de uno de los problemas subjetivos más arduos y persistentes del país.
ALEJANDRO TARRAB El halo sacro del texto poético era factor decisivo del prestigio moderno del género; la negación de ese halo resulta una de las evoluciones más intrigantes del pensamiento crítico pues, al relativizar el arsenal retórico y formal del género, mueve a preguntarse cómo leer y escribir poesía más allá de la metáfora, la hipérbole y otros mecanismos torales. A lo largo del siglo pasado, automatismo, Oulipo, permutación, fueron respuestas truncas. Con el ridículo como enemigo formidable, en México los poetas han atemperado sus pretensiones sacerdotales hasta posiciones tan modestas como las de Antonio Deltoro, Fabio Morábito o Luigi Amara (1971), sin renunciar a los usos retóricos sine qua non de la versificación tal y como la conocemos, pues confían en el valor de estos. En postura opuesta, Tarrab se ha embarcado en una especie de viaje sin retorno en el territorio –para fines prácticos inexplorado– de la radicalización de ciertos recursos que, hasta su Litane (con varias ediciones, la más reciente de 2013) habían sido utilizados de manera superflua y acrítica o bien con suma cautela. Si la poesía no es espiritual ni emocional, entonces es mental, e importa sacar a flote el comportamiento de las palabras en la mente en 24
ese estadio previo a su articulación: su polisemia demencial, su repetición obsesiva, sus resonancias desconcertantes y arbitrarias. Hay pensamiento, sí; es más, hay un pensamiento, una idea específica, lo que no hay es restricción semántica ni depuración retórica. Me importa destacar, además, que Tarrab, judío, halla una conspicua fuente de energía en el fuerte sentido ritual que su tradición asigna a las palabras; no rehúye a lo sagrado sino que lo mira con un pánico infantil que, en lugar de anularlo, lo magnifica. Antes que figuración –mímesis–, desfiguración; en lugar de ordenar un discurso, se trata de penetrar en la energía primigenia de su desorden, allí donde la gramática no ha entrado a saco, para obtener un decir insólito, no necesariamente coherente, que puebla esta poesía de preguntas sin respuesta y deja al lector inerme y azorado.
ÓSCAR DE PABLO El rasgo más visible –y engañoso– de Óscar de Pablo es su destreza formal: así como hay una ‘inteligencia musical’ hay una ‘inteligencia métrica’ y De Pablo la posee en grado sumo. No obstante, en su ya madura poética, esta seductora inteligencia no desempeña un papel protagónico sino decididamente ancilar: está puesta al servicio de su inquietud profunda, que es de índole política y humana. En De Pablo hay dos personalidades que trabajan en complicidad: un pensador marxista y un poeta romántico. El segundo pone su naturaleza exaltada y su capacidad de producir belleza verbal al servicio del primero, que se sirve de ellas para dotar de vida estética a una perspectiva a la vez gélida y rabiosa de una sociedad marcada a fuego por la desigualdad, la opresión y la explotación. México es un país de hambre y codicia, de violencia represiva y criminal: De Pablo ha elegido encarar esa verdad
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de hecho en un ámbito, el de la literatura, en el que, hasta hace pocos años, la realidad social era el elefante en el cuarto. Rigurosa, inmisericorde, luciferina, la actitud de De Pablo es la de un esteta que ha revertido la polaridad de sus pasiones: en esta poesía, el oído educado, la exquisitez, el gusto exigente, funcionan para señalar las dimensiones más grotescas y nocivas del peculiar capitalismo local. Contra lo que pudiera pensarse, De Pablo no compone las invectivas ascéticas y atormentadas de un Savonarola iracundo; la suya es una poesía sumamente gozosa, sensual, llena de guiños humorísticos; si la franca risa a la que puede mover a cierto lector tiene un regusto amargo se debe a que el distanciamiento brechtiano es, junto con el valor de uso (Walter Benjamin), referente indispensable para apreciar los alcances de su apuesta.
JULIETA GAMBOA Esta autora ofrece una combinación insólita de extrañeza, serenidad y rabia. Escribe desde un desajuste primordial e irresoluble con el mundo y con su propio cuerpo: todo lo convenido, el gran acuerdo que llamamos realidad y conducta aceptable le es esencialmente ajeno, sus textos lo rechazan mediante la construcción de una realidad distinta, fundada en intersticios mínimos, casi irrespirables. Es una poesía dolida y afligida que lacera al lector, pero ajena a las lamentaciones y la autoconmiseración, veta sobrexplotada –luego entonces, estrecha y predecible– de la emocionalidad mexicana. Si esa veta induce al lector a lloriqueos amparados en el prestigio de la lírica, la laceración que los poemas de Gamboa le infringen lo conduce más bien a colocarse del lado de la extrañeza, de la distancia, y a convenir con la poeta que, en efecto, hay un desajuste entre la realidad socialmente construida y el individuo 26
a quien esta realidad se impone, desajuste que comienza en el cuerpo femenino, primer territorio a colonizar por el patriarcado, y después se ramifica a todos los aspectos, los íntimos y los públicos, de la vida cotidiana: la de esta autora es una poesía sólidamente fundamentada en el papel transformador asignado por la modernidad crítica a la literatura. Formalmente, es una poesía pulcra y robusta a la vez, que halla asidero en el verso libre y sus recursos habituales, tanto retóricos como semánticos: en apariencia, sus tropos y su atención al mundo natural son los convencionalmente reconocidos por el grueso de los cultivadores mexicanos del género, no obstante están subvertidos: Gamboa no celebra unas gozosas nupcias verbales con el mundo, sus poemas documentan su divorcio. Antes que poeta mexicana –lo que sea que esto signifique– Julieta Gamboa es una poeta americana, en la tradición de Sylvia Plath, Sharon Olds, Blanca Varela y Alejandra Pizarnik. Amén de la madurez temprana de su poética, esta pertenencia natural a un ámbito mayor la hace una autora excepcional entre sus coetáneos.
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